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Mariano Gimeno

El arma mortal

Plácido y Torcuato

El pijama de Aquilino

EL ARMA MORTAL

J

 

orge era lo más parecido a la cría de un leopardo que jamás vi en mi vida. Siempre tumbado, al acecho, en la litera de su habitación. Tenía cinco años, unos hermosos ojos verdes que reflejaban el mínimo rayo de luz que le llegaba y sobre todo sobresalían unos redondos cardenales por todo el cuerpo que parecían los ocelos de tan enigmático animal.

      Vivía con su madre, Inés la flaca, en un humilde piso de una barriada de los suburbios, donde todo era pobredumbre, miedo y peligro. También compartía morada con ellos el novio de la flaca, Julián el Calimocho, espécimen salido de algún vertedero de basura y criado entre ratas, cucarachas y todo tipo de animales inferiores. Era muy alto, huesudo, piernas huecas, bizco, con el pelo largo, sucio y estropajoso. Siempre vestido de negro, chupa de cuero, los dedos repletos de anillos y las uñas de los dedos meñiques largas y negras como el destornillador de un pocero. Su aspecto era el perfecto complemento a su carácter huraño, traicionero y cruel, sobre todo muy cruel.

      La flaca pasaba la mayor parte del día trabajando de cajera en un supermercado del centro de la ciudad. Le pagaban una miseria y esa porquería de salario le obligaba a hacer todo tipo de tareas. Desde cargar cajas y fregar hasta destripar el pescado. Era explotada por todos, tanto en su vida laboral como sentimental y estaba tan cansada de vivir que lo único que deseaba era llegar a casa y dormir, dormir ...

Jorge no iba al colegio porque al Calimocho, el "asqueroso cerdo" como lo llamaba, se le puso en las pelotas que lo que ganaba su hembra era para él solo y no compartiría ni un duro con nadie. Ir al colegio costaba dinero, cien pesetas cada viaje de autobús y no estaba dispuesto el chulo a renunciar a su cajetilla diaria de cigarrillos Chester que tanta prestancia le daban en la comisura de los labios. No trabajaba y las contadas veces que lo hizo lo despidieron a los pocos días a causa de su carácter pendenciero, provocador y de ser un vago, condición esta última imprescindible para conseguir un trabajo fijo.

      La flaca se levantaba todas las mañanas a las cuatro y media para ir a trabajar y dejaba a Jorge todo el día con el bicho cabrón que tenía de compañero. Se levantaba el Calimocho, haciendo honor a su nombre, con una horrible resaca sobre las dos de la tarde y su desayuno consistía en un carajillo de ron acompañado de dos tortas a la pobre víctima que compartía su vida. Éste siempre estaba escondido entre las mantas, pero el "asqueroso cerdo" le llamaba con una voz cavernosa y llena de odio que provocaba el temblor del indefenso desdichado.

      —Jorge, Jorgito, sal que te traigo el desayuno.

      —No tengo hambre— contestaba la criatura.

      —Sal por las buenas, porque si no el desayuno se puede convertir en atracón. ¿Me entiendes verdad?

El atracón consistía en que si no salía a la primera lo apaleaba a patadas, puñetazos, escupitajos e insultos vomitados con todo el asco del mundo.

      —De verdad que no tengo hambre, suplicaba lleno de pánico.

      —Pues tú te lo has buscado, respondía el Calimocho escupiendo veneno por la boca.

      Y le llovían patadas, puñetazos y toda clase de insultos, pero Jorge no decía ni una palabra, no daba un solo grito, ya que sabía que si salía el mínimo sonido de su garganta, la paliza sería mucho peor. Así pasaban los días de estos tres desgraciados, pero como sucede con las clases sociales, entre los más pobres también existe una escala para medir el dolor y la peor parte se la llevaban madre e hijo.

      Yo entré en la vida de estas personas de una manera casual y es lo mejor que me ha pasado nunca. Me llaman Islero porque mi mujer se lió con un vecino de mi bloque y se llevó a nuestro hijo Alejandro cuando tenía cuatro años. Hace ya más de doce años que no lo veo y el dolor que siento es inmenso cada vez que lo recuerdo. Me dedico a hacer chapuzas de todo tipo, aunque mi verdadera profesión es la de fontanero. Una mañana entró el Calimocho al bar del barrio bastante apurado por un escape de agua que tenían en el cuarto de baño. Sabía que me dedicaba a las chapuzas y se dirigió a mí.

      —Islero, anda échame una mano que se sale el agua a chorros y no soy capaz de hacer nada, me dijo bastante alterado.

      —¿Qué te ha pasado, una rotura de una cañería? Respondí sin ganas de tener tratos con aquel tipo tan peligroso.

      —Sí, venga ven, que te doy dos mil pelas si me arreglas el desastre.

      Subimos a la casa y me llevó al cuarto de baño que estaba lleno de agua. Corté la llave de paso y me puse manos a la obra. Era un trabajo bastante complicado y tenía que utilizar un soplete y otros materiales. Fui a por las herramientas y a los quince minutos de mirarme, me dijo el tipejo que se tenía que ir a hacer unos recados. Estaba absorto en mi trabajo cuando escuché unos gemidos que venían de una habitación. Me acerqué sigilosamente y puse la oreja en la puerta para poder oír algo. Abrí muy despacio y salió una peste a mierda y suciedad que me provocó una arcada. Vi un bulto entre las mantas y poco a poco lo destapé. Era un niño desnudo, lleno de moratones, temblando, acurrucado en posición fetal y movía la cabeza de un lado a otro mientras murmuraba:

      —¡No me pegues más, no por favor!

      —Oye yo no te voy a pegar, estate tranquilo.

      No dijo nada, pero me miró con aquellos enormes ojos, llenos de lágrimas y mi corazón se llenó de pena y de rabia por no haber podido disfrutar de mi hijo y de ver cómo otros maltrataban a una criatura indefensa. Lo intenté acariciar y darle consuelo pero me miró desafiante y se acurrucó aún más en su maloliente esquina.

      Esa noche solamente pensaba en el niño y decidí que tenía que hacer algo por él. Me hice el encontradizo con el Calimocho en el bar y le comenté que sería conveniente subir a comprobar si había alguna pérdida por algún lado. Le di mil pelas y le dije que me esperase en el bar tomando algo. Cuando se fue, me acerqué a la habitación de Jorge y le ofrecí un bocadillo, una Coca_Cola y unos dulces, que con gran recelo y miedo devoró en un instante. Lloré de rabia y él se dio cuenta porque me preguntó:

      —¿A ti también te pegan?

      —No hijo mío, no, pero no te preocupes, que dentro de poco tampoco te van a pegar a ti.

      Desde ese día procuraba encontrarme con el Calimocho y empezamos a ser colegas. Le invitaba a tomar algo, después subíamos a su casa y le daba dinero para que fuese a comprar unas cervezas. Mientras tanto, hablaba con el niño, le llevaba comida y como si fuera un animalillo, agradecido por la comida se volcaba en mí y yo en él. Uno de los días el cerdo asqueroso oyó a Jorge que de puntillas se acercaba a la puerta del salón a ver qué hacíamos. Hecho una furia le lanzó una patada y un puñetazo, dejándolo tumbado en el suelo como un gato despanzurrado. Me puse en medio y le dije que no le pegase pero sacó una navaja y me miró desafiante.

      —Quítate de en medio si no quieres que te raje. Ese cerdo es mi saco de entrenamiento y ni tú ni nadie me lo va a impedir.

      —Estate tranquilo, y guarda la navaja, que somos colegas. Venga hoy para celebrarlo te invito a una botella de ron, le dije intentando tranquilizarlo.

      Esas palabras me hicieron tomar la decisión de la que nunca me arrepentí ni me arrepentiré.     Emborraché al Cerdo asqueroso y en la última copa de ron le puse tres pastillas para dormir. Se quedó frito, tumbado en el sofá, roncando como un marrano y soltando de vez en cuando puñetazos al aire, demostración de que era violento hasta dormido. Lo tumbé en la mesa del comedor y lo até con cuerdas y cinta de embalar, de tal manera que parecía un salchichón embutido. Esperé a que se despertase y lo primero que hizo nada más abrir los ojos fue amenazarme con que me iba a matar y a destripar, que estaba muerto y que rezase a San Judas porque mi vida no valía un céntimo. Era gracioso verlo indefenso como un cordero dispuesto para el sacrificio, ver como lo único que podía mover eran los ojos, uno para cada lado debido a su bizquera, y que todavía me amenazase de muerte.

      Llamé a Jorge y se acercó despacio, muerto de miedo, agazapado como un gamo cuando huele el peligro. Le dije que no tuviese miedo que no le podía hacer daño.

      —¿Jorge, tú quieres que el cerdo asqueroso te vuelva a pegar?

      —¡No, no, no! Por favor no quiero que me pegue más, tengo miedo. Dijo aterrorizado.

      —Pues en tus manos está que no te vuelva a tocar nunca más.

      El Calimocho seguía insultando y gritando, así que le metí un calcetín en la boca y le puse cinta de embalar rodeando toda la boca. Miré al niño y le dije:

      —Tápale las narices y se acabó el problema.

      Los ojos del Calimocho se salían de sus órbitas, las venas de su cuello estaban a punto de reventar y el color de su cara era rojo como un pimiento a punto de madurar. Jorge se acercó y muy despacio, temeroso y receloso puso los dedos índice y pulgar en forma de pinza y apretó, apretó, apretó…

      Inés ya no está tan flaca, cambió de trabajo, está feliz, nos queremos, desea llegar a casa y no precisamente para dormir. Salimos por ahí, nos reímos y Jorge disfruta mucho cuando va al parque, pero me preocupa un poco que cuando algún niño le pega le dice muy serio:

      —Ten cuidado porque tengo un arma mortal. Y le enseña la pinza que forman sus dedos.

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ARÍCIDO Y TORCUATO

 A

rícido Trujillo y Torcuato Amil nacieron para ser amigos. Como lo fueron sus padres, ya que se criaron juntos en dos casas contiguas de la calle principal del pueblo. Sus madres eran primas hermanas y al mismo tiempo muy buenas amigas. Quedaron embarazadas en la misma luna y Arícido padre fue el comadrón de las dos parturientas. Era diestro en el arte de alumbrar, tanto ayudando a parir a las ovejas de su rebaño, como fabricando y encendiendo enormes teas para la noche de San Juan. Su experiencia con las ovejas era la causa de que todos los recién nacidos del pueblo viniesen al mundo ayudados por sus habilidosas manos. Él era la partera mayor en aquel recóndito pueblo de la sierra extremeña. La noche en que vieron la luz su hijo Arícido y el de Torcuato fue intensa y agotadora porque nacieron en el intervalo de tres horas.

      Arícido Trujillo y Torcuato Amil nacieron para disfrutar juntos de su niñez. Eran como hermanos y estaban todo el día juntos. Sus pasatiempos favoritos eran salir a pescar, hacer rabiar a las ovejas, incordiar al perro pastor, un enorme mastín extremeño noble y bobalicón, mearse en todas las esquinas y coger caracoles que luego guardaban en cajas de cartón llenas de hierba del prado. No admitían a nadie en sus juegos, aunque sólo hacían una excepción con la pequeña pelirroja, María, la niña_gata de los hermosos ojos color ceniza. Le ofrecían los dos niños sus rebanadas de pan untadas en aceite y sal para ganarse sus afecto y ella siempre las aceptaba. La miraban embelesados cuando ella comía y siempre le preguntaban que cuál de las dos tostadas le gustaba más. Dijese lo que dijese siempre acababan peleándose y María riendo como una loca.

      Arícido Trujillo y Torcuato Amil nacieron para enamorarse de la misma mujer. Suspiraban por María a los doce años, a los veinte, suspiraban… hasta que uno de los dos se vio obligado a dejar de hacerlo. Coqueta y presumida, les daba palique a los dos y siempre tuvo dudas para decidirse por uno de aquellos grandes, morenos, guapos y simpáticos muchachos. Le bailaba un poco más el ojo por Torcuato, ya que a pesar de ser tan parecidos, era mucho más tierno y cariñoso. No le gustaba nada cuando Arícido se ofrecía voluntario para ahogar los gatos recién nacidos, ni cuando destripaba a las ranas en la alberca ni se sentía cómoda cuando la miraba con ojos brillantes y expectantes.

      Cuando acabaron la mili, que naturalmente hicieron juntos, decidieron, bueno decidió Arícido, la voz cantante del dúo, que montarían un negocio. Durante dos años fueron a la recogida de todas las frutas de temporada y durante el otoño viajaban a Francia a vendimiar con mucha gente de los pueblos de alrededor. Con mucho esfuerzo y sacrificio consiguieron reunir la cantidad necesaria para montar un taller de tractores del que, a pesar de ser socios, Arícido fue el verdadero patrón. Trabajaban de sol a sol y los hombres de Harrelson, así los llamaban en el pueblo por sus flamantes monos y su gorra azul, consiguieron poner en marcha el taller y hacerse con una clientela leal y estable.

      Arícido Trujillo y Torcuato Amil nacieron para no pelearse nunca. Pasó mucho tiempo durante el cual no tuvieron ni una sola discusión y en el único pulso sentimental que mantuvieron durante muchos años, Arícido se llevó el gato al agua. Con el aval del taller y los dos años de relaciones que llevaban se casó con María. Torcuato fue el feliz padrino y la hermana de María la madrina de aquella escandalosa boda en la que tocó la Orquesta Crisantemo, la más famosa de la región. Los primeros tiempos del matrimonio fueron maravillosos y estuvieron buscando un niño casi a diario. Después de cinco años de constantes intentos nació Arícidito y tres más tarde Torcuatito, asistidos esta vez por una comadrona y un ginecólogo del Hospital General, para desgracia de Arícido abuelo.

      Arícido Trujillo y Torcuato Amil tenían en común su gran afición por la caza. Se comprometieron a que celebrarían su cuarenta cumpleaños por todo lo alto. Alquilarían un coto de caza en Cáceres, famoso por la abundancia de perdices y conejos y por lo caro que resultaba alquilarlo. Durante dieciocho meses se privaron de muchas copas, cafés, cigarros y unas cuantas noches de putas, pero consiguieron ahorrar, peseta a peseta, las doscientas cincuenta mil que costaba su capricho. Una mañana temprano montaron en el viejo Citroen de Torcuato y escuchando las canciones de Manolo Escobar y el Fari iniciaron el viaje. Arícido no habló apenas durante todo el trayecto; estaba serio y ensimismado en sus pensamientos y Torcuato apenas consiguió arrancarle unas pocas palabras y algunas sonrisas. Arícido pensaba en su pelirroja María, en sus poderosas piernas que sujetaban, como pilares de una obra, su hermoso y respingón culo. Prefirió no pensar en sus tetas porque eran su perdición y provocaría que sus ojos brillasen llenos del más ardiente de los deseos.

      Llegaron a la finca y el guarda les explicó las normas del coto. Caminaron durante horas con las escopetas al hombro y al final de la mañana habían conseguido cazar quince perdices, cinco conejos y una liebre. Agotados por la caminata, se sentaron a la sombra de un olivo, donde comieron los filetes empanados y la tortilla que les había preparado María. Después se bebieron, como solían hacer cada vez que iban de caza, dos botellas de coñac y al rato estaban borrachos como cubas, recordando viejos tiempos y las cosas de María. Arícido se levantó y se alejó un poco para echar una larga y cálida meada a la que acompañó de dos estruendosos pedos. Rieron como niños, recordando momentos parecidos y muy felices. Tambaleándose, Arícido se sacó un papel del bolsillo trasero y se lo entregó a Torcuato.

      —Lee esto, es muy gracioso lo que pone.

      —Trae, seguro que me parto de risa  —dijo Torcuato.

      —Sí, léelo que te vas a tronchar, seguro.

      Torcuato leyó algo de una enfermedad que había provocado una esterilidad a Arícido. A causa del alcohol se partió de risa porque no entendió bien lo que ponía y no le dio ninguna importancia.

      —¿Te acuerdas de mis paperas cuando tenía veinte años? —preguntó Arícido.

      —Sí, qué risa, parecías una torta de pan. ¡Vaya cara de bollo que tenías! —dijo Torcuato.

      —Pues ya ves, las paperas son una enfermedad mortal — afirmó Arícido.

      —¿Y eso? —preguntó perplejo Torcuato.

      —Porque por culpa de esa enfermedad va a morir alguien — le dijo a Torcuato, mientras le apuntaba con la escopeta.

      —Arícido, ¿qué vas a hacer? Soy tu hermano, hemos estado juntos toda la vida, hemos compartido tantas cosas…

      —Sí, hasta la María hemos compartido —dijo Arícido.

      Dos disparos de postas resonaron en el silencio del monte.

      Arícido sacó una soga del morral, la ató a la rama más fuerte del olivo y en la otra punta hizo un nudo corredizo.

Arícido Trujillo y Torcuato Amil nacieron para morir juntos.

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EL PIJAMA DE AQUILINO

 Ú

ltimamente me miro al espejo y hay veces que no me reconozco. Toso mucho, tengo achaques impropios de mi edad y deseo a las mujeres mayores, en concreto a una señora de 72 años. La conocí hace unos meses y no puedo quitármela de la cabeza. Me pregunto muchas veces que como es posible que me guste esa señora si siempre he pensado que una chica mayor de 26 años es gallina vieja. Intento recordar qué pudo pasar para que me quedase tan prendado de aquella momia tan fea, arrugada y encima tan antipática.

      La conocí en un viaje que hice a Pamplona con dos amigos más y "casualmente" coincidió nuestra visita con Los Sanfermines. Íbamos a ir a la casa de la novia de Santi , pero como no cabíamos todos, Jorge y yo nos quedamos en casa de la vecina, que gentilmente nos ofreció su hospitalidad. Era una viuda boliviana, que vivía con un hijo que ya pasaba ampliamente la treintena. El recibimiento que nos hizo fue fabuloso, con toda clase de sonrisas, cortesías e insistiendo constantemente en que nos sintiéramos como en nuestra propia casa. Nos enseñó la habitación donde dormiríamos y pensamos que era fabulosa porque era interior y así no nos llegaría la luz cuando nos acostásemos por la mañana después del encierro. Era un cuarto enorme con dos camas y un armario inmenso que llamaba la atención por el espejo que tenía en una puerta y por los adornos que colgaban del mismo.

      Los primeros días de fiesta fueron fabulosos, no sólo por el ambiente y la fiesta continua sino también por la gente tan amable y abierta que nos acogió como unos miembros más de la cuadrilla . Por las tardes acudíamos a los toros, a disfrutar del espectáculo más impresionante y divertido que nunca habíamos visto, pero no dentro de la plaza, sino en las gradas. Nosotros que veníamos de Canarias, donde la última corrida de toros se celebró en el año 1966, alucinábamos al principio con los cataplines que tenía el primer torero, pero a los quince minutos nos dimos la vuelta y, como el resto de la plaza, mirábamos a todos los rincones de la plaza menos al lugar donde un señor se estaba jugando la vida. La gente cantaba, se tiraban trozos de pan, bebían vino de unos cubos enormes, comían bocadillos y era tal el descontrol que existía, que cuando nos quisimos dar cuenta, estábamos metidos en el jaleo como los más auténticos del lugar.

      Después de los toros, la costumbre era seguir la juerga toda la tarde, bebiendo, comiendo las tapas típicas y haciendo tiempo para reunirnos en casa de alguno de la cuadrilla, donde cenaríamos esa noche. Las comidas que probamos en aquellas fiestas estaban muy buenas y parecía que existía cierta rivalidad entre todos los amigos para ver quién cocinaba mejor. Esa rivalidad para nosotros fue maravillosa porque nos pusimos morados de comer, tanto en calidad como en cantidad. El día, bueno mejor la noche, acababa después del encierro que se celebraba a las ocho de la mañana.

      Todas las mañanas, después de tomarnos un chocolate con churros, volvíamos a casa bastante perjudicados, con pasos inseguros y el habla un poco gangosa. Al abrir la puerta nos encontrábamos a la señora, que ya no estaba tan graciosa y nos miraba con cara de disgusto. Una de las madrugadas, no podía dormirme y continuamente oía una voz que me decía:

      _Abre el armario y ponte el pijama,

      _¿El pijama, qué pijama? _me preguntaba yo.

      Era una pesadilla interactiva, con unas conversaciones tan reales como la vida misma. Estaba muy a gusto en la cama y no me creía capaz de llegar hasta el armario, abrirlo y mucho menos ponérmelo, como me ordenaba la voz. Como la escuchaba tan fuerte, para evitar que despertase a Jorge, me acerque tambaleante hasta la puerta donde mi instinto me indicaba que estaba el pijama, porque nunca había abierto aquel armario y no sabía lo que me encontraría dentro. Muy despacio, con la mano temblorosa abrí la puerta y mi corazón comenzó a latir violentamente porque en el armario sólo había, colgado de una solitaria percha, un pijama blanco antiguo, resplandeciente como un fantasma y pidiéndome a gritos que me lo pusiera. Negué con la cabeza dos o tres veces, pero al final lo descolgué lentamente y me lo metí por la cabeza. Mi sorpresa fue mayúscula cuando comprobé, mirándome en el espejo, que me quedaba perfectamente, con las piernas peludas y morenas asomando por la parte de abajo y una sonrisa de oreja a oreja que me pareció de felicidad. Me acosté sin quitármelo y, cuando despertamos a media mañana, Jorge se asustó al ver estrafalario compañero de habitación; después se fijo bien y le dio tal ataque de risa que mezclaba las carcajadas con el llanto, mientras se agarraba fuertemente de los costados. Lo miré muy serio y le dije que no le encontraba la gracia por ningún lado porque el pijama me sentaba muy bien. ¿Para qué diría aquello?.Las carcajadas se redoblaron y lo dejé por imposible.

      El resto de días que estuvimos allí nos acostábamos después de la juerga y al llegar a la casa empecé a mirar a la señora de una manera diferente. La encontraba bastante atractiva a pesar de sus años y fui mucho más amable desde el episodio del pijama; en cambio ella empezó a ser más seca y a tratarme con brusquedad, como si le molestase todo lo que dijese o hiciese. Una de las mañanas, me levanté de la cama con el pijama puesto y me dirigí al servicio para orinar. Me encontré por el pasillo al hijo de la señora e, impulsado por un acto reflejo, le acaricié la mejilla y dije:

      _ ¿Cómo te encuentras hoy, hijo?

      _ Bien _ me contestó atónito y seguramente pensando que todavía estaba borracho.

      _ Bueno, no hagas ruido que voy a dormir un rato más_ Me pareció la cosa más normal del mundo hablarle así, a pesar de que sería diez años mayor que yo.

      Me fui a la cama y dormí profundamente hasta las siete de la tarde. No me apetecía ir a los toros ni a ningún sitio porque quería descansar. Cuando me levanté, la señora estaba en la cocina preparando algo para merendar y sin darme cuenta me acerqué, con el pijama puesto, hasta donde ella estaba. La observé desde la puerta y noté una erección cuando le vi las nalgas al agacharse a coger un trapo que se le cayó al suelo. En ese momento se giró y al verme dio un grito de espanto como si hubiese visto a un fantasma.

      _ ¿Que haces con ese pijama puesto?. Me chillo histérica.

      _ Perdone señora, es que ….. tenía frío y lo encontré en el armario_ me justifiqué como pude.

      _ Quítate ahora mismo el pijama de Aquilino y fuera de aquí._ Me grito fuera de sí.

      Fui a la habitación, me vestí y salí a buscar a mis amigos que estarían de juerga por la calle. Pensaba en lo que me había pasado y no hacía nada más que darle vueltas al asunto, aunque me confortaba pensar que nos íbamos al día siguiente y así no tendría que pasar por la vergüenza de verla más.

      Aquella noche sólo pensaba en la señora, en sus nalgas, en su hijo y sobre todo en el pijama. Estuve aburrido, sin ganas de bailar, avergonzado de mis pensamientos y de mi comportamiento. Volví un poco antes que los demás y cuando llegué a la habitación, busqué como un loco el pijama por todos los lados; la muy bruja lo había escondido para que no me lo pudiese poner. No pegué ojo y pensé mil formas de robárselo.

      Nos levantamos a las cuatro de tarde y había llegado la hora de la despedida, la más temida por mí porque tenía que enfrentarme a la señora que me había pillado "in in" con el pijama de su marido. Mis amigos se despidieron del hijo dándole la mano, pero yo lo abracé desesperado y lo estruje con toda mi fuerza. El pobre miraba a su madre suplicándole con la mirada que no alojase nunca más a extraños. A continuación le dieron un beso a la señora y le entregaron un regalo, mientras yo esperaba mi turno. Lo que pasó a continuación todavía no me lo puedo explicar. Me acerqué para darle un beso y, sin darle tiempo a reaccionar, se encontró atrapada entre mis brazos y recibiendo un beso de tornillo que ya quisieran dar los de las películas equis. Ella me daba patadas y rodillazos, intentaba gritar, pero no podía porque tenía la boca llena y el hijo cabreado como un chino me dio un punterazo en la raja del culo que casi pierdo el conocimiento.

      Todavía me veo en el tren camino de Madrid y a mis amigos diciéndome muy serios que si estaba loco, que qué había hecho; pero según terminaban la frase se partían de risa recordando la escena de la vieja entre mis brazos, al hijo histérico y a mí, como un caniche salido, intentado consumar el acto con la pobre señora.

      Me miro en el espejo y no me conozco, parezco otra persona más mayor. Mis padres me dicen que estoy muy raro y les ha extrañado bastante el impreso del registro civil en el que solicito el cambio de nombre y tengo encima de mi mesa.. En la casilla correspondiente al nuevo nombre he escrito con una letra que no parece la mía: AQUILINO

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