Mario Capasso

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Segovia o la Importante

Ella Canta Arriba

Flores

Embragar

Al séptimo día

Segovia, o lo Importante

S

egovia había salido temprano de su casa y caminaba. Casi sin darse cuenta se había alejado bastante, hacía mucho tiempo que no visitaba el centro de la ciudad y disfrutaba del paseo. Su andar era deliberadamente lento, miraba a la gente, algunas vidrieras, los autos, cada tanto una plaza con sus árboles y sus juegos, cosas así miraba mientras recorría las calles. Parecía estar descubriendo un mundo nuevo y de pronto acertó a pasar por un bar y se detuvo en la vereda. Ya había pasado por otros, claro, pero éste le pareció agradable, sí, modesto y agradable, y él a esa altura de la mañana había caminado mucho y estaba muy cansado. Entró despacio, como si temiera molestar a alguien. Se encontró con unas cuantas mesas disponibles, dudó un poco y se ubicó junto a una ventana. Y allí se dejó caer, ya casi sin fuerzas.

–Eh, eh, no exagere, che. Tan cansado no estoy, todavía podía seguir caminando un rato largo.

No empecemos a discutir como anoche, por favor. Lo concreto es que Segovia entró al bar y se sentó junto a una ventana y al rato largo, cuando el mozo notó la nueva presencia en el lugar y se acercó, pidió una gaseosa. A esa hora el sol daba de lleno en el centro del lugar elegido.

–Tenía ganas de pedirme un vinito chico, pero no, si yo nunca tomé vino fuera de las comidas. Ahí sí, ¿ve? Un vasito de tinto con las comidas me gusta. Y el sol también me gusta, ya pasé mucho tiempo encerrado.

Ya lo sé, todo eso ya lo sé. No es que Segovia haya estado preso o cosa por el estilo, valga la aclaración. Qué va a estar bien preso este tipo. La referencia al encierro tiene que ver con el lugar en que trabajaba. Fueron muchos años en una oficina oscura, donde realizaba tareas rutinarias, sin otro destino que el rápido archivo ubicado en el subsuelo. Escribo esta parte y ya me aburro, siempre más de lo mismo. En fin. La cuestión es que apenas una semana atrás, Segovia pasó a la condición de jubilado sin retorno. Él pretendía seguir un par de años más y así se lo hizo saber mediante una nota a sus superiores, si total qué voy a hacer todo el día solo en casa, argumentó, pero la empresa decidió que en ese rincón ocupado hasta entonces por él bien se podría colocar un perchero, o una linda planta, tal vez un armario no muy grande, y que muchas gracias por los servicios prestados, y que la hora le había llegado.

–Mira, me hizo acordar a esa película, cómo se llamaba. A la hora señalada, me parece, sí, creo que sí, usted la debe conocer, una del oeste, bastante vieja, en blanco y negro, con el comisario que al final salvaba al pueblo.

A usted, Segovia, la verdad, no hay quien lo salve, ni el Llanero Solitario lo salva a usted. En fin. Si Segovia salió a caminar fue para aclarar un poco las ideas, pues se debatía ante una encrucijada del destino. Ahora que tenía tiempo para disponer por sí mismo, no sabía en qué emplearlo, al fin y al cabo habían sido muchos años recibiendo órdenes de distinto tenor, agachando la cabeza siempre con el mismo estilo, dejando que otros decidieran lo que debía considerarse importante.

–Un momentito. Aclaremos, dijo Lemos. Que salí para despejarme un poco se lo acepto, que mis tareas en la oficina no eran muy importantes también, pero que no sé lo que tengo que hacer de ahora en más, no, eso no es verdad y no voy a permitir que usted falsee la veracidad de los hechos.

A ver, a ver. Ya que le dio un ataque de ganas de discutir, acompañado con un atisbo de una locuacidad inesperada, dígame sin vueltas, qué va a hacer de su vida de ahora en adelante.

–Nada, eso voy a hacer el resto de mis días. Nada por aquí, nada por allá, como los magos, ¿vio?

O sea que piensa seguir en la misma actitud de siempre. Bueno, Segovia, es su vida y no lo envidio, solamente me limito a narrar los hechos, tarea bastante complicada e ingrata por cierto, sin ninguna posibilidad de lucimiento, dada la mínima envergadura de los hechos a narrar. Ya se ha escrito tanto sobre las monótonas oficinas, con sus personajes empecinadamente grises, pero en fin, otra no queda, es mi trabajo. Atienda al mozo, que lo está mirando.

–Ah, sí, la coca, déjela ahí nomás, gracias, mozo.

Segovia nunca se tomaba vacaciones, para qué, decía, adónde voy a ir yo, repetía cada verano. Aunque en los últimos años ya ni le preguntaban, lo tachaban sin más de la lista, un problema menos. En verdad Segovia nunca configuró un problema en la estructura de le oficina. Algunas de sus palabras o frases favoritas eran: sí, disculpe, enseguida, ya voy, ya voy, lo que usted mande, señor, no hay problema, tengo tiempo, yo me ocupo del tema.

–Es cierto, nunca tuve carácter, mi esposa me lo decía siempre. Nunca vas a ser una persona importante, me repetía la pobre cada vez que, mientras cenábamos, yo le contaba una parte de los asuntos del día. Y al final se cansó y se fue. Hizo bien.

Si en la vida de Segovia hubo un incidente anormal, enigmático y hasta casi milagroso, fue la proeza de haber engendrado un hijo. Uno y gracias. Llevaba poco tiempo de casado y seguramente la infancia del chico le brindó los mejores momentos. No fueron muchos por cierto, pues ya en esa época la oficina tomaba forma de una omnipresencia y él se entregaba a las horas extras hasta bien tarde los días de semana, los sábados, algunos feriados también. El dinero ganado con ellas no venía mal, por supuesto, y con la presencia de una boca más para alimentar, menos todavía. Pero el sueldo era más bien magro y de todas formas apenas subsistían, con lo mínimo. Así, entre planillas arriba y planillas abajo, se le pasó de largo la infancia del hijo.

–Pero Julito pudo estudiar, terminó la facultad y todo, de ingeniero en no sé qué cosa bastante importante se recibió, un bocho Julito. Cada tanto agarra el teléfono y llama. Sí, no me diga que no, la Navidad pasada me llamó.

Permítame recordarle algo, Segovia querido, estamos en octubre.

–Parece mentira, cómo se fue el año, se pasó volando.

El hijo voló rápido. Apenas tuvo su diploma se marchó a Madrid. Lo llamó en la última Navidad, es cierto, aunque no pudo hablar mucho. Qué hora es allá, viejo, porque acá estoy en horario de trabajo. No tenía tiempo. Lo esperaban en una reunión muy importante, pero no quería dejar de saludar a su padre. Chau, papá.

–Y bueno, che, el pibe hace su vida y está bien, no lo culpo. Obtuvo con dificultades un puesto importante allá y ahora debe cuidarlo.

Al poco tiempo, cuando el hijo estuvo instalado, la madre no lo dudó, se marchó a vivir con él. Es que usted, Segovia, seamos sinceros, no le brindaba ninguna satisfacción, nunca una alegría, como se suele decir. Siempre ocupado en la oficina, y cuando estaba en la casa era lo mismo, o peor, no tenía otro tema de conversación que no fuera el trabajo o sus compañeros, le contaba a la mujer hazañas ajenas, los chismes que circulaban, los amores siempre clandestinos de los otros, los posibles ascensos también de los otros. No sé, y de qué querés que te hable, contestaba Segovia cuando la mujer le preguntaba si no sabía hablar de otra cosa. En los últimos tiempos ella se limitaba a no escucharlo mientras cocinaba o miraba la televisión o tejía o no hacía nada.

–Medio aburrido lo mío, lo reconozco.

Cuando su esposa hizo las valijas y se subió al avión, Segovia tuvo una oportunidad. No fue enseguida, había pasado un año de soledad. En su misma sección comenzó a trabajar una muchacha unos años más joven que él, no tan fea, sí tan tímida, no de buen vestir, sí de un cuerpo aceptable, sobre todo teniendo en cuenta el aspecto y la actitud de Segovia, que no vio o no quiso ver los pequeños gestos amables, las atenciones que ella comenzó a dispensarle al enterarse de la soledad de él. Vamos, usted se debe acordar, no me diga que no.

–Sí, claro, muy bien la recuerdo. Marta. Martita. Usted se refiere a ella. Pero qué sé yo, pensé que yo ya era grande, y que además los muchachos me iban a cargar. Sigue soltera la pobrecita, y cómo lloraba cuando me fui.

En la oficina y sus alrededores, los demás le hacían bromas. Segovia resultaba ser la pelota de ese juego que formaba parte de la rutina del lugar, y cuando el asunto rozaba el tema sexual, se ponía colorado, transpiraba, tartamudeaba. A menudo las mujeres se convertían en las feroces instigadoras del rubor en su cara, le hacían las bromas más pesadas y se burlaban abiertamente del "pobre Segovia". Y hablando de mujeres, ahí viene una, es una máquina y parece venir para acá.

–Hola, buen día, qué le parece si me siento un poco con usted.

–Sí, sí, cómo no.

–Uy, se puso todo colorado, le da vergüenza. Si lo molesto, me voy.

–No, no, está bien, siéntese nomás. Qué quiere tomar.

–Lo mismo que usted.

Segovia estaba en el bar cuando una mujer llegó y se sentó frente a él, en la misma mesa. Y qué mujer. Las ropas le destacaban las formas del cuerpo, la pollera bien corta y más ajustada, un escote para admirar, toda ella una hermosura, una invitación al placer, sinuosa e insinuante. En fin, una belleza con todas las curvas en perfecta armonía.

–Muchas gracias por sus palabras, cuántos elogios, pero, quién es usted, de dónde salió.

–Es un amigo mío, el narrador.

Lo dicho, demasiada mujer, un exceso de encanto y lujuria para un pobre tipo, un cobarde como Segovia.

–Quién es Segovia.

–Soy yo, yo soy Segovia.

–Menos mal que es su amigo, con amigos así, no me acuerdo bien, había un refrán...

Con amigos así, quién necesita enemigos, eso es lo que usted quería decir.

–Sí, creo que sí.

–Yo lo considero un amigo, en realidad nunca tuve enemigos, siempre me llevé bien con todo el mundo.

La postura típica que denota una personalidad mediocre, el que se lleva bien con todos no merece el respeto de nadie, un Segovia hecho y derecho, un infeliz, un fracasado.

–Uy, si a mí me dicen una cosa así, por lo menos lo mato, no sé, o lo estrangulo con las manos.

Sucede que yo, como narrador, conozco todos y cada uno de los vericuetos del alma humana. Reconozco cada signo, cada gesto, y también analizo y desmenuzo las acciones de los personajes, describo el ámbito en el que se mueven, en fin, no hay secretos para mí. Pero para que la señorita aprecie lo magnánimo de mi actitud, hagamos una cosa, por qué no le cuenta usted mismo los motivos por los cuales su mujer procedió a abandonarlo.

–Eso es historia vieja.

Justamente, es tan vieja como para suponerlo a usted en la plenitud de sus fuerzas en aquel entonces. Ni para eso servía, Segovia, vamos, reconózcalo. La cama apenas era un mueble para dormir, y en ocasiones ni siquiera eso. Y si en ese tiempo no servía, de ahora mejor ni hablar.

–Media hora conmigo y hago maravillas con usted, Segovia, se lo garantizo. O digamos mejor una hora, por las dudas.

Discúlpeme señorita, pero está retando a un peso pesado de la impotencia. Hace poco se jubiló del trabajo, pero para el sexo nació jubilado, si con verle la cara es suficiente como para darse cuenta.

–Será cuestión de intentarlo. Soy una mujer de mucha fe.

Pero no, por favor, mírelo cómo se puso, compruébelo ya mismo. Si hasta a mí me da vergüenza. Está todo encogido, desde que usted se sentó a su mesa se le hicieron dos arrugas más, como si todavía le hicieran falta, es lo que único que le sobra, todo Segovia arruga sin remedio. Se lo digo yo, pierde su tiempo, señorita, no se embarque en una causa perdida de entrada.

–Insisto. Decime una cosa, Segovia, cuánta plata tenés encima vos.

–Nada de plata tengo, qué voy a tener, si cobro el 15.

Un cobarde en franca retirada. Tiene plata, cómo no va a tener. Es verdad que cobra el 15, pero que tiene sus pesitos ahorrados, eso no lo dice. Le pagaban una miseria, pero como no gastaba en nada y no conoció ni un vicio que le alegrara la vida, pudo juntar una cantidad respetable.

–Mire, hagamos una cosa, si no tiene plata encima no importa, me paga otro día. No sé si es usted que me da lástima o es la rabia por lo que le dice su amigo, si es que se lo puede llamar amigo, no lo puede tratar de esa manera, pobre viejo. Vamos Segovia, no se va a arrepentir, despídase de él, lo espero afuera.

Y Segovia, ahora lo quiero ver. Esa mujer, ese bomboncito diría yo, lo aguarda y parece decidida, no hay escapatoria.

–Ay, en qué lío me vine a meter. Si yo solamente salí a caminar un poco, si yo no le hago mal a nadie, carajo. Aunque, espere un poco, parece que se me ocurre una idea.

No creo.

–Sí, se me ocurrió algo, pero ahora dependo de usted.

Segovia bebió con parsimonia la nueva bebida que había pedido. El sol ya no daba sobre su mesa y eso no le importaba. Por qué habría de importarle, si la noche resultaba su ambiente natural y además no tenía ningún apuro. Nunca lo había tenido. Para nada. Cuando pensó que el momento había llegado o que daba lo mismo ese instante que otro, le hizo un gesto al mozo, que se acercó enseguida, le pagó, dejó una buena propina debajo de la copa y salió del bar. Una muchacha lo esperaba en la esquina, él le dedicó una mirada y ella bajó la vista. Enseguida la asió con fuerza por la cintura y la llevó por las calles pobladas de los que, aburridos y apurados, dejaban sus empleos en ese crepúsculo primaveral. Casi no había quien se resistiera a la tentación de observar a la pareja, una hermosa y joven mujer conducida por un hombre maduro e imponente, fuerte y seguro de su poder. Pasaron frente a dos o tres hoteles que el hombre despreció, hasta llegar al elegido para la ocasión, el más lujoso de la ciudad. Ella pareció dudar, pero la actitud de Segovia no admitía vacilaciones y bien pronto se encontraron en la recepción. El empleado no necesitó preguntar nada, le entregó la llave de la mejor habitación y le hizo un guiño de complicidad. En el ascensor, Segovia se miró al espejo y mientras se peinaba le dijo, quedate tranquila, todo va a estar bien, nena, vos relajate. Ya en la habitación, sirvió dos whiskys y le alcanzó uno a ella, ocupó un sillón y con la mirada invitó a la mujer a hacer lo mismo. Mientras bebían, Segovia le contó distintos episodios de su vida, azarosa y mágica. Ella lo escuchaba con encantado interés, por momentos la embargaba la emoción y unas lágrimas corrían por sus mejillas; después, otra anécdota la hacía reír como nunca había reído. Tenían toda la noche para ellos y él era un experto en manejar los tiempos. Su oyente, extasiada, se vio transportada a las más increíbles y fascinantes aventuras, y así recorrió los más bellos paisajes hasta que al fin Segovia le dijo, con un ligero cambio en el tono de voz.

–Y eso es todo.

–Qué maravilla, Segovia. Envidio lo que has vivido, has recorrido todos los caminos. Sos el hombre que toda mujer desea, y yo te deseo ya.

Él sonrió y miró para otro lado.

Luego de unos momentos, la animó con un gesto y ella comenzó a desvestirlo.

De aquí en más, seremos discretos en el relato. Dejaremos que cada lector imagine lo mejor, lo excelso, lo sublime. Suficiente con decir que la mujer, al final de esa noche irrepetible para ella, yacía en la cama, exhausta y feliz, y que luego lloró impensables lágrimas cuando un Segovia victorioso y enhiesto la despidió con un gesto ambiguo, mezcla de cariño y desdén. Ella era consciente de que a partir de ese momento se convertía en una pieza más del repertorio de Segovia, ya nunca más viviría una experiencia como la que acababa de concluir.

–Te recordaré, Segovia, no me alcanzará la vida para recordarte. Fui tuya esta noche y lo seguiré siendo por siempre, y siempre te estaré esperando.

Y, qué le pareció, Segovia.

–Bien, che, muy bien. Parece que quedó lindo.

Lindo, sí, y creíble, eso es lo importante Segovia, todo relato debe ser creíble.

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Ella Canta Arriba

H

 

asta que al fin llegó el momento en que mi deseo más inmediato comenzó a ser el quitármela de encima. Pero su voz envolvía mis sentidos, me sentí atrapado. Cuando abrí los ojos y la vi, comprendí que el tiempo aún no se había cumplido, que debía continuar machacando dentro de su cuerpo, que algo iba a pasar todavía, y enseguida volví a cerrar los ojos y seguí recordando nuestra historia.

La voz de la mujer del décimo piso le llegaba entonces como si descendiera de la cima de una montaña. Y él, un piso más abajo, se sentía como una roca en un valle hacia el que se deslizaba, junto con el canto, un río también o más de ella. Así estaba dispuesto el orden de las cosas en ese momento, o tal vez desde el principio habían estado de esa manera, con ella arriba, siempre arriba, porque si él se proponía recordar, y esto le pareció lo más conveniente dada la situación en que se encontraba sumido, no tendría otro remedio que comenzar por el primer día en que la voz de ella, originada en el departamento del que había tomado posesión esa mañana de un posible sábado, lo atravesó con su canto inaugural para decirle aunque las palabras fueran otras, ya estoy acá, he llegado y te lo hago saber, solitario habitante del noveno piso. Porque si de algo estuvo seguro desde el principio, era de que ese canto lo tenía como destinatario privilegiado, tal vez único, y si hubiera tenido la ocasión de un mínimo amigo le hubiera jurado una y mil veces que esa opinión no tenía nada que ver con creerse el centro del universo, pero como tal amigo había dejado de existir hacía mucho tiempo o tal vez, si lo pensaba mejor, no había existido nunca, se conformó desde esa primera y ya distante ocasión con repetirse muchas, incontables veces frente al espejo con una entonación que no reconocía como suya: esa voz me está destinada, es tan sólo para mí, y la mujer de la voz está incluida en ese destino.

¿Cuánto tiempo había transcurrido desde ese primer día? Le resultaba imposible contestar con precisión esta pregunta. Dos, tres, o miles fueron las jornadas con ella arriba, cantando en el décimo piso, y él siempre en su aposento abajo, sentado en el sillón frente a la ventana, o a veces en movimiento, caminando por el departamento. En cualquier caso un espectador sin aplausos pero con sonrisa algo desolada, casi una mueca de desesperación reflejando el insomnio que padecía.

Ni un día ni mil habían pasado hasta que al fin se encontraron en el ascensor. Lo supo enseguida, su boca era su voz, y la primera palabra que le oyó pronunciar esa tarde de lluvia fue tan necesaria como premonitoria, reafirmaba lo que había sido la historia en común y establecía un porvenir inevitable.

–Arriba –dijo ella.

–Sí, claro, al décimo.

–Ajá.

Y ya no existieron más que miradas esquivas en el ascensor, lento y silencioso con lo mejor de ellos dos adentro, solos hasta el final. Ni una palabra durante el viaje, ni una, ni siquiera para intentar una despedida amable cuando él se bajó y la dejó ir, pero el sonido del ajá quedó en su cabeza, en su espíritu, un ajá musical y cadencioso, y luego tuvo que enfrentarse con la noche en vela, con la melodía del ajá hasta la madrugada o quizá más todavía, como un estribillo de la canción más pegadiza, una de esas canciones de moda, moda que ella no incluía en su repertorio, pues sus temas parecían provenir de otro tiempo y de otro lugar, un lugar superior a todo lo conocido y que a él se le antojaba inalcanzable.

Él volvió por un instante al presente, aunque enseguida, al advertir que por el momento era impensable quitársela de encima, se resignó a seguir con los recuerdos.

El segundo encuentro.

Ella había subido a la azotea y allí la descubrió entonces, expuesta al sol, ausente del mundo y sus conflictos y dolores. Por qué había subido él, en verdad nunca se lo preguntó. Pero como si fuera el padre de la nena, como si tuviera un derecho natural, acercó una silla al cuerpo de la mujer y se sentó a su lado. Ella no hizo ningún movimiento, ni un mínimo parpadeo. Eso sí, mantuvo los pechos expuestos al sol y a la mirada de él. Y así permanecieron ambos en silencio, mirándose de vez en cuando. Cada tanto ella cerraba los ojos y parecía adormilarse y al mismo tiempo, como si obedeciera una orden, él desviaba la vista y se dedicaba a contemplar el paisaje de edificios y cables y antenas. La ciudad alrededor. Y cuando la noche sobrevino, la mujer se levantó, guardó el toallón en un bolso y se alejó de él, que continuaba sentado, mirándola irse, admirando la cadencia del cuerpo que se perdía en la penumbra, sin acertar a transformar la admiración en algún adjetivo que la representara. Y sucedió algo más. Antes de desaparecer por la boca de la escalera, ella se dio vuelta y con el gesto más insinuante de todo ese tiempo al sol, le dijo.

–Ya conocés una parte de mi vida, te falta la otra y ya lo sabés de sobra, estoy arriba, justo arriba tuyo.

Y a partir de esa tarde de sol y azotea, ocurrieron otras similares. ¿Cuántas? No lo sabe con certeza, imposible saberlo, si el tiempo le parecía haber dejado de existir. Todos esos encuentros resultaron casi idénticos. Solamente el sol y el cielo y la brisa parecían distintos cada vez.

Y cuando no estaban en la azotea y él dejaba pasar las horas y los días en su cuarto, la vida transcurría con la monotonía del canto de ella ahí arriba, entrándole profundo.

En medio de esas jornadas, recuerda él ahora, hubo una en que al salir del edificio se quedó viendo y escuchando en la vereda a unas nenas con trenzas. Ellas cantaban, no una canción infantil, no una canción conocida sino una melodía extraña y provocadora, y a las nenas no las había visto nunca y nunca volvería a verlas. Pero la mujer del décimo piso cantó esa noche la canción de las niñas en la vereda, la misma terrible y urgente canción. Y entonces él se vio acercándose cada vez más al precipicio, y no podía hacer otra cosa, sólo caminar, intentar alcanzarla.

Al día siguiente, tal vez como último recurso para evitar el encuentro, visitó al encargado del edificio. Le habló de cosas que no le importaban hasta que, como al pasar, le preguntó por ella y su canto. Quería y necesitaba saber si los vecinos se habían quejado o al menos habían hecho algún comentario al respecto. Pero la respuesta del encargado lo dejó inmerso en la confusión más honda, y entonces supo que el tiempo de la espera había terminado y que el plazo se cumpliría esa misma noche.

Esa misma noche él abrió de par en par la ventana de su departamento y a continuación comenzó a subir. Los pasos se apagaban en la alfombra de la escalera que los había separado hasta entonces. Al llegar empujó apenas la puerta, que cedió con suavidad. Enseguida la voz de ella detuvo su marcha y le hizo saber que estaba en el baño. Luego la mujer siguió cantando y aunque el ruido del agua de la ducha desfiguraba los sonidos, a él se le antojó la canción más poderosa y provocativa que le había oído jamás.

Casi no había muebles allí. Miró la cama, que también parecía esperarlo. Se desvistió lentamente y se acostó expectante y erecto.

De pronto, la canción pareció interrumpirse, enseguida él percibió que la ducha cesaba su rumor y apretó bien fuerte las sábanas.

Ella apareció desnuda, le pareció verla flotar por el cuarto y prefirió cerrar los ojos. De inmediato sintió como ella se encaramaba, tomaba el lugar que había sido suyo desde el principio, arriba, siempre arriba, y a él lo atrapó la sensación de imaginarla como montaña, y desde ese instante fue la roca en el valle, y el sexo de ella el río que bajaba por la ladera. Hubo un gran silencio entonces, hasta las respiraciones habían cedido, tal vez un prolegómeno que presagiaba la locura de lo que sucedería en esa habitación. Ella quedó inmóvil mientras él la adivinaba concentrada en la preparación de los sentidos. De pronto percibió un leve movimiento que la incrustó en su cuerpo. Enseguida la mujer sacudió su letargo, comenzó una danza morosa, sin urgencias, y de su boca arreció la canción del primer día, y luego la del segundo, y luego, luego no se detuvo. Y él, envuelto en las melodías, atrapado por ella, permaneció sin posibilidad de procurar otra cosa que no fuera la erección más violenta y prolongada. La voz de la mujer repetía una a una las letras de las que él apenas lograba comprender algunas palabras sueltas y que sin embargo lo conmocionaban hasta el aturdimiento, y así durante minutos, horas o siglos, cómo saberlo. Hasta que al fin llegó el momento en que su deseo más inmediato comenzó a ser otra vez el de quitársela de encima, pero ella continuaba machacando con su canto y su sexo y su movimiento, y fue entonces cuando él se propuso recordar lo que había pasado desde el primer día, y eso fue lo que hizo, y luego comenzó a preguntarse si en realidad alguna vez había existido el ascensor del ajá, o la azotea de las tardes al sol, o las nenas cantando en la vereda, o la cara estúpida del encargado, y de repente, con espanto y sin asombro vio el cuchillo al alcance de su mano, y ya no fue tanto el espanto cuando lo tomó, y ya casi el espanto era un recuerdo entre tantos cuando lo apretó bien fuerte, listo para la embestida final. Pero al advertir que había comenzado la canción de la ducha, la poderosa canción que había escuchado al entrar, dejó a un lado el cuchillo y con cada nota el río en el sexo de la mujer pareció desbordar y convertirse poco a poco en una catarata alucinante, y el canto pasó a ser un grito, y luego un aullido, y con la nota más alta sucedió que el río devino en mar, para romper al fin contra la roca y entonces ella dejó de cantar y en el lugar de la locura reinó el silencio y después la nada. Como si la muerte.

En algún momento impreciso el hombre se encontró en su habitación, permanecía tal como la recordaba de la última vez.

La voz de la mujer se escuchaba apenas, parecía alejarse.

–Ahora te vas, pero ya nos hemos conocido y llegará por segunda vez nuestro día, el día definitivo.

Entonces cerró la ventana y comenzó a esperarla.

 

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Flores

P

 

ersuadido de los pies a la cabeza acerca de las dificultades de un acceso carnal más o menos rápido, quise probar a ver si la convencía por el lado de la belleza romántica y de la caballerosidad.

A un precio que me pareció exagerado, compré un ramo de flores en el puesto vecino a la parada del colectivo. Viajé todo el tiempo con él y se lo entregué apenas abrió la puerta, unas dos horas más tarde, a la hora que ella me había indicado.

Ella lo recibió y, con una leve inclinación del cuerpo, después de agradecerme la puntualidad, me hizo pasar.

Ya en el interior de su hogar, miró por segunda o tercera vez el ramo y, qué original, dijo.

Se expresó, además, con palabras de agradecimiento.

Me ofreció una silla en la sala, que no era muy grande, más bien todo lo contrario.

Ella, después de dos o tres frases comunes, a las que contesté de la manera más común posible, sugirió poner las flores a buen resguardo.

Dijo que no la incomodaba en absoluto mi manera de tartamudear y aseguró confiar en que todavía le quedara un espacio libre en un lugar especial de la casa, al que le gustaba llamar “el vivero”, y que, si yo le concedía un permiso provisorio, ella saldría unos momentos de la sala y dispondría todo, tal como la ocasión lo merecía, dijo.

A su regreso, toda contenta, manifestó haber hallado el sitio justo, el último disponible en “el vivero”, así que bien pronto debería renovarlo. Agregó que había tenido un día ajetreado, muy movido, creo que dijo, pero eso no le importaba en absoluto y no quería convertir su pasado reciente en una excusa, según remarcó con una sonrisa. A continuación, comentó que me quedara tranquilo, que ya podía dejar de temblar tanto, que la brevedad de la vida la tenía apesadumbrada y que yo no me iría de allí sin antes tomar una linda copita de licor y sin haberme acostado con ella, aunque sea un ratito, dijo.

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Embragar

E

l buen señor, luego de rascarse la cabeza durante un rato, se dispuso a manejar su propio auto e intentó embragar y poner primera tal como le habían explicado, esa misma mañana, un par de amigos fugaces. En medio de la operación, el auto comenzó a dar un montón de saltitos y, a partir de un instante medio impreciso que no quedó registrado en ninguna parte, mientras el supuesto conductor pensaba en una rana cualquiera y después en un canguro determinado, el motor del vehículo comenzó a caer en una zona de silencio. Así y todo, sin su ruido, con el horizonte subiendo y bajando, con el limpiaparabrisas puesto a funcionar de manera misteriosa, el dúo de auto y chofer llegó a la estación de servicio más próxima. Ya allí, una vez estacionado contra uno de los surtidores, dos o tres testigos del arribo a los tumbos, lo sacaron de adentro, lo palmearon de lo lindo al señor y le auguraron un sin fin de tropiezos semejantes, si es que no se avenía a cumplir con las reglas del buen conducir, que por cierto hasta ese momento no habían incluido, durante esa experiencia de menos de un día, el arte de embragar.

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Al séptimo día

M

i mundo está acabado, dijo. Enseguida pensó, con un dejo de satisfacción, que por única vez en su vida, la siesta de los domingos estaría justificada. Así que se acostó nomás. Pero no logró conciliar el sueño. Abandonó la cama. Se asomó a una de las ventanas y vio lo que había hecho. Entonces abrió bien grandes los ojos y así continúa, con los ojos abiertos, inmóvil, en silencio.

 

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