Aguas salobres
El feto apareció envuelto en
trapos sucios y manchados de sangre. El Capitán ordenó que se lo
dieran a los chanchos. Varios días después, ante la sorpresa
general, vino el Jorobadito con la noticia de que el feto vivía y
tenía los ojos abiertos. Herminia, la chancha más feroz, hirsuta y
grosera, la menos sospechable de instinto maternal, lo defendió de
nosotros con dientes y uñas. De algún modo se las había ingeniado
para hacerlo vivir y ahora quería retenerlo. Se lo dejamos, no sin
que antes el Jorobadito perdiera la mano derecha. Lo curamos como
pudimos, porque allí no había médicos, y él juró vengarse.
Le llevó varios meses, entre su curación y el trabajo práctico,
obtener la caja obscura de torturar chanchos. El Capitán lo dejó
hacer, a condición de que no se perdiera una gota de sangre: a
nosotros nos gustaban mucho las morcillas, y por otra parte
estábamos definitivamente hartos de comer pescado. Somos pescadores.
Vivíamos de la pesca. Y como en la costa eran todos pescadores como
nosotros, no había a quien venderle nuestra mercadería ni fórmulas
posibles de intercambio: comíamos pescado... Por eso apreciábamos al
Jorobadito, el único entre nosotros con talento para la cría de
chanchos y fabricación de embutidos. Y la Gorda se ocupaba de los
sembrados.
Se pensó en la Gorda como origen del feto.
No había pruebas, pero ella era la única mujer apropiada para
disimular un embarazo entre tanta cantidad de grasa. Otros, y
especialmente después de la historia de la supervivencia del nonato
en manos de la chancha, hablaban de milagros. Pero había puntos
dudosos en esta teoría: el milagro provendría del Cristo Atlante de
Desdémona, ese cristo sonriente, irritante, con cabeza de pez, y por
tanto poco inclinado a milagrear un feto enteramente humano. Si
hubiese aparecido una sirena no habríamos tenido dudas.
Yo no presté al principio mayor atención a estos
sucesos. Me sentía perturbado y un poco, yo mismo, como una especie
de feto mental, y quería nacer. Mi tendencia a la mutación se
evidenciaba en un rechazo por lo salado: me asqueaba comer pescado,
me asqueaba el gusto del sexo de Desdémona, me asqueaba el agua del
mar, que trataba de no tragar cuando nadaba. Pero era verano. Un
verano muy cálido. Abundaba el pescado, la necesidad sexual era
intensa, y había que meterse en el mar. Yo corporizaba el rechazo a
esta vida en la costa vomitando varias veces al día. Y me rompía la
cabeza buscando una fórmula para alejarme de allí definitivamente,
sin encontrar, en mi indigencia material y afectiva, ninguna
solución.
Por esa época apareció también el caballo blanco.
Era una bestia llena de salud e inteligencia, que nadie, en mucho
tiempo, pudo montar. Era joven. Tenía una mirada simpáticamente
maligna; acostumbraba a mirarnos de reojo, como burlándose. No se
nos ocurrió, entonces, relacionarlo con el feto, ni se habló de
milagros. Yo no sostengo ninguna teoría: simplemente me limito a dar
una información subjetivamente completa. No se tenía en cuenta, si
bien luego pareció evidente, que la única ocupación de Tulio, el
caballo blanco, era verificar día a día el rápido y desmesurado
crecimiento del feto, siempre bajo el cuidado de Herminia.
El Jorobadito acumulaba rencor y piecitas
misteriosas que integrarían su caja obscura. Aunque sin acercarme a
su eficacia y pulcritud en el manejo del chiquero, yo vi
peligrosamente acrecentadas mis tareas al tener que sustituirlo en
la suya: nunca más quiso saber de chanchos, excepto en aquel día
señalado para el sacrificio de la chancha maternal.
Mis otras tareas eran más bien agrícolas. Ayudaba
a la Gorda en ciertas manipulaciones en los sembrados, y sobre todo
me encargaban de mantener espantados del lugar a los gorriones.
Cuando apareció Tulio tuve también que alimentarlo y cepillarlo. Me
fastidiaba esa limitación de mi independencia, pero hice buenas
migas con el caballo blanco y me gustaba atender sus reclamos. Lo
del chiquero, en cambio, rebasó los límites. Hablé seriamente con el
Capitán; él me pidió paciencia y se comprometió por su parte a meter
en vereda al Jorobadito apenas lo viera recuperado.
Los viernes eran mis días libres de las tareas,
pero obligatoriamente destinados a la glorificación del Cristo-Pez.
Desdémona, de caderas de yegua, rubia y alta, de larga melena, y a
quien nadie le había podido ver los pechos que bajo la ropa
aparentaban ser explosivamente exuberantes, Desdémona era la
fundadora de una religión. Había ideado una cosmogonía perfecta, y
perdía la vida en sus predicaciones: araba en el desierto. Yo era el
único adepto fiel, y más bien por razones eróticas. El Capitán,
controlado por su mujer, no podía ni sonar en acercarse al templete.
Los otros varones eran tan poco deseables que Desdémona no ponía
mucho entusiasmo: el Jorobadito, el Tuerto, el viejo Matías. Las
mujeres más bien tendían a creer, pero el rito les estaba vedado por
razones obvias, aunque tengo mis sospechas de que especialmente con
Leonor, de aplastante virilidad, se celebraron secretamente algunas
misas.
Creo que mi afición por el dibujo, y un cierto
talento desarrollado en ese sentido, se los debo a los pechos
ocultos de Desdémona. El afán de concretizar las imaginerías me
llevaba a llenar hojas y hojas con las formas posibles. Encontraba
más verosímil que otras la de pera, abultada en la base, con unos
pezones que no se decidían del todo a apuntar hacia abajo.
En la religión de Desdémona había elementos
muy atractivos. Se glorificaba el viernes en honor a Venus, planeta
origen de los dioses que aposentaron sus reales en la Atlántida
terrestre, hoy desaparecida a causa de una explosión atómica. Los
dioses, de forma humana, crearon a los peces; del apareamiento de
éstos con ciertos dioses enamorados de su propia obra, nació la raza
de las sirenas. Había sirenas al derecho y al revés, es decir, con
cola de pez o con piernas de gente. Cuando el Cristo Atlante vino a
redimir a esta raza maldita, fue crucificado. Y la raza desapareció,
al menos de la vista. Desdémona aseguraba que en sitios ocultos
están todavía aguardando algunos de ellos. A las venus que andan por
el mundo, antiguas reliquias a las que les falta algún pedazo, la
cabeza, los brazos, las piernas, les falta, según Desdémona, porque
eran partes de pescado. Y la Iglesia Católica, junto con los Masones
y los Judíos, hicieron lo posible por borrar los rastros.
Hubo un rastro que sin embargo no pudieron
borrar. Está al alcance de todo el mundo. Un hueso de tiburón
_producido mediante mutaciones genéticas de laboratorio, por la raza
que quiso dejar su huella_ representa a este Cristo-Pez crucificado.
En nuestras costas abundan estos huesos, a los cuales los pescadores
no dan ninguna importancia. Parece ser que cuando Desdémona, a los
doce años, vio uno de ellos por primera vez, coincidiendo con su
primer período menstrual, tuvo la revelación divina que la llevó a
fabricar su religión sin la menor dificultad y, lo que es más
interesante, sin necesidad de ocultar ningún texto. Por otra parte,
ella nunca aprendió a leer.
El ícono es un hueso plano que de lejos parece un
crucifijo común y corriente, de líneas curvas y elegantes, color
marfil. Sobresaliendo de esta base achatada se distingue
perfectamente una figura casi humana, de finos y largos brazos
crucificados, de piernas también humanas, pero con cabeza de pez. Y
sonríe. Sonríe con un aire de triunfo que no tiene en absoluto el
Cristo de los católicos.
Desdémona había fabricado un templete y un altar
para el ícono. Y sobre este altar alfombrado de terciopelo rojo
celebraba cada viernes el rito de beber la sangre de su Señor, que
venía a ser no otra cosa que mi propia esperma. El espermatozoide,
forma acuática que luego perdemos por culpa de un pecado original de
la raza de las sirenas, es el legado directo de los dioses
venusinos. Desdémona, habiendo hecho voto de castidad desde la
revelación, se mantuvo virgen. Sólo se permitía el alivio religioso
de retribuirme con sus secreciones marinamente salobres para
santificarme cada viernes, a cambio de mi savia. La única relación
normal que yo había tenido alguna vez con una mujer, fue con la
Gorda. No me gustó. Por estos motivos, por los ritos y el pescado y
la arena y la sal, quería salir en busca de nuevos horizontes.
Pasaban los días con la sola variante del rápido
crecimiento del feto, quien ya amagaba pararse sobre sus piernitas
endebles; todo lo demás seguía igual, hasta que al Capitán se le
ocurrió fijar fecha para el sacrificio de Herminia, porque estaba a
punto y porque se terminaba, ya, nuestra provisión de embutidos.
Entonces el Jorobadito trabajó como negro, día y
noche, con su única mano, para poder llegar a tiempo. Trabajaba
secretamente en el taller; no quería que nadie se enterara de los
detalles. Pero con todo se filtró el chisme de que había aparatos
eléctricos.
La caja estuvo terminada un día antes de la fecha
fijada por el Capitán. Con su parche sobre el ojo izquierdo, su
gorra marinera Y su pata de palo, la palabra del Capitán era ley.
Por eso el Jorobadito, borracho de sueño y de cansancio, ni pensó en
solicitar una postergación. La Gorda, siempre maternal, fabricó una
jaula como de cotorra, pero más grande, y con una especie de nido de
lanas y plumas. Cuando metimos a la chancha adentro de la caja
obscura, la Gorda se llevó el feto a la jaula. Y cuando Herminia
empezó a gritar, verdaderamente como una marrana, el feto, aferrado
a los barrotes y con una mirada de loco impresionante se alzó por
fin sobre sus piernitas chuecas y rechinó los dientes y dijo sus
primeras palabras:
_¡Hijos de puta!
El suplicio no pudo prolongarse como habría
querido el Jorobadito porque los gritos nos ponían nerviosos. No
tengo idea del método de tortura inventado por esa mente retorcida,
pero creo que trascendía el mero electroshock. Don Matías se echó
encima de la pierna un chorro de agua caliente del termo. La Gorda,
siempre tan cuidadosa de su femineidad, tuvo la desgracia de dejar
escapar públicamente un flato. Desdémona me llevó a un rincón, me
mordió un hombro con furia, y aunque era jueves fuimos al templete.
Cuando el Capitán sopló su pipa en vez de chuparla y el tabaco
encendido casi le quema el ojo sano, decidió poner fin a la
situación. Nos subimos a un árbol y abrimos la puerta de la caja
obscura con un palo que tenía un gancho en la punta. Herminia salió
en un galope demencial, no encontró a nadie a quien embestir, se
revolcó en los sembrados y en los charcos, siempre gritando, y por
fin se suicidó dándose de cabeza contra el ombú.
El feto apartó los barrotes doblándolos sin dificultad con sus
manitas, y cuando bajábamos del árbol nos estaba mirando y nos dimos
cuenta que estábamos definitivamente bajo su dominio. Ante su mirada
nos sentimos todos más que avergonzados; nos sentimos completamente
desnudos en nuestro infantilismo cruel. El Jorobadito se metió solo
adentro de la caja obscura. Estuvo gritando exactamente como
Herminia durante tres días y tres noches que para nosotros fueron
insoportables. Al tercer día no se oyó más nada, y le dimos
cristiana sepultura cerca del pozo negro, sin abrir la caja. El feto
volvió un tiempo a su jaula. Parecía calmado.
Se desarrolló a su manera, y nunca pudimos
ponerle un nombre. En pocos meses se hizo adulto. Alcanzó su
estatura definitiva, unos ochenta centímetros, y era todo cabeza, de
frente abultada y ojos chiquititos bajo párpados gruesos y pesados,
y la cabeza era toda pelos y dientes: unos dientes siempre apretados
y visibles, que los labios gruesos y curvados hacia abajo mostraban
en una clara expresión de odio y disgusto.
La Gorda le preparaba una papilla inmunda, y se
la hacía sorber por medio de una bombilla. Algo como carne de
pescado triturada, legumbres, etcétera. Tulio, el caballo blanco, se
arrodillaba amorosamente para que él pudiera trepársele, agarrado a
las crines, y allá salían los dos, en un galope furioso. Tulio,
expresando su juventud y alegría de vivir; un galope vital que a
veces parecía un vuelo. El feto, gritando y chillando, descargando
su odio sobre las tierras, de la costa, histerizando a todo el
mundo. Empezamos a tener mala fama en la zona.
El Capitán perdía autoridad. Se ocupaba, ahora,
él mismo de los chanchos. Sólo cuando salían de pesca en los
frágiles botecitos, con el Tuerto, Leonor y el viejo Matías, yo me
sentía un poco culpable y me hacía cargo del chiquero. Pasaba la
mayor parte del tiempo tratando de comprobar una teoría que se me
había ocurrido: de golpe se me metió en la cabeza que la Atlántida
estaba por allí nomás, en algún charco o en la laguna, y que nadie
la veía porque era muy chica. Pero me faltaban elementos técnicos, y
no hacía más que bucear y chapotear sin otro resultado que el placer
de mojarme. El feto se cansó de la papilla y por fin pude verle los
pechos a Desdémona. La hizo desnudarse de la cintura para arriba, y
como acunado en sus brazos empezó a mamar. Curiosamente, la virgen
tenía leche. Un día formé un aparte con ella y llegué a probársela:
era extremadamente dulce y tibia. De pronto algo me sacó de la
embriaguez y vi al feto, allí parado con sus ojos fulminándome, y
supe que estaba condenado a muerte. Esperé, sin poder moverme.
Se interpuso Tulio. Pasó entre los dos,
balanceándose con un relincho suave, y cuando terminó de pasar el
feto me miraba de otra manera. No digo que con amor, pero de ahí en
adelante quedé marginado de sus perrerías.
Abandonó para siempre la jaula y se instaló en
Desdémona. Ella dejó sus misas de los viernes, y Tulio me llevó a un
poblado vecino donde logré hacer amistad con una niña más o menos de
mi edad, no tan exuberante como Desdémona pero mucho menos loca. El
feto ordenó destruir el templete. Se conservó, sin embargo, el ícono
del Cristo-Pez, colgando entre los pechos de Desdémona. Estos
pechos, entre otras, tuvieron la virtud de privarnos para siempre de
la presencia del viejo Matías: cuando la vio desnuda por primera vez
le vino algo al corazón y se murió. La Gorda, que se sentía celosa y
desplazada, tuvo la mala idea de pasearse desnuda entre nosotros
para tentar al feto con su abundancia maternal. Él se rió a
carcajadas, francamente, creo que por única vez en su vida, y
nosotros disimulábamos dando vuelta la cara o acomodando
innecesariamente algunos implementos. Por fin la Gorda se consiguió
un cachorro de lobo y nos dejó en paz.
Tulio apareció un día con amigos equinos
encontrados, no se sabe dónde; una tropilla joven y briosa, entre
salvaje y amable al estilo de Tulio. Fue como una orden para que el
feto se pusiera en marcha y comenzara a construir su imperio. Yo,
por las dudas, me fui mudando de a poco al poblado de mi amiguita y
después, también por las dudas, un poco más lejos, a la ciudad. Pero
fue un proceso lento y disimulado, y en verdad nunca logré irme del
todo. Algo me tenía atado a la pequeña comunidad pesquera.
La construcción del imperio fue desordenada. El
feto parecía saber lo que quería, pero tal vez no lograba aún
controlar
bien las cosas o, tal vez, al mismo tiempo quería divertirse. Lo
cierto es que todo empezó con las tropelías. Al frente iba él,
agarrado a las crines de Tulio, chillando y gritando; casi a su lado
Desdémona, sobre un caballo parecido, con pantalones de montar que
se fabricó ella misma y con los pechos desnudos saltando pesadamente
junto con el crucifijo. Detrás el Capitán, armado hasta los dientes,
y su oscura mujer, y Leonor, que parecía nacida sobre un caballo,
elegante y lésbica, vestida toda de negro con un traje ajustado de
solapas brillantes, y el Tuerto, y la Gorda, buen jinete a pesar de
los kilos. Mataban y saqueaban, incendiaban y destruían
innecesariamente. Sembraban el terror.
Después empezaron a traerse niños y mujeres, y
algunos homúnculos con vocación de esclavos. Se formó a nuestro
alrededor una especie de colonia que crecía rápidamente. Todos
trabajaban como locos, fustigados con ferocidad por el feto lleno de
odio y delirios de grandeza. Su radio de acción se fue extendiendo.
Las tropelías contaban con más gente. Yo, contrariamente a lo que
podría suponerse, abandoné mis pretensiones de alejarme y me instalé
con mi mujer otra vez en la costa. Nuestro lugar, en sí mismo, no
había cambiado mucho.
Me dediqué a observar el proceso sin intervenir,
y como por deporte _cuando ya hasta Desdémona había olvidado su
religión, y el Crucifijo se había desprendido de su cuello en alguna
correría y perdido para siempre_, yo seguía buscando la Atlántida en
los charcos que todavía quedaban y buceando en la laguna. Una vez
creí ver algo en el fondo, pero me di cuenta que estaba a punto de
ahogarme, lleno de placer, y con un tremendo esfuerzo de voluntad
salí a la superficie.
El feto cambió a Desdémona por un grueso habano,
y se hizo hacer una capa dorada y roja y un trono de emperador.
Envejecía a ojos vistas. El pelo hirsuto se le volvió blanco casi de
un día para otro. Una vez que fui a verlo ya tenía una corona de oro
sobre su cabezota, Y los ojos le refulgían malignamente entre el
humo del cigarro.
Comenté con el Capitán que todo aquello era
ridículo. Y la repetición de las tropelías, una cierta mecanización
donde el único que gozaba era el feto, siempre histérico como el
primer día, nos estaba mortificando a todos. Aun Tulio tenía la
mirada tristona.
_ Habría que hacer algo _le dije al Capitán.
_ Quién le pone cascabel al gato
_respondió.
Al fin, como la furia del Emperador había llegado
ya a los alrededores de la ciudad, las autoridades comenzaron a dar
crédito a los rumores y se decidieron a tornar cartas en el asunto.
Primero aparecieron unos funcionarios grises, de bigote fino, que se
destacaban groseramente entre nosotros aunque no hicieron nada.
Luego mandaron un contingente armado. Era muy pequeño, y en una
batalla memorable donde el feto brilló como nunca y hasta alcanzó el
heroísmo, el Gobierno fue ominosamente derrotado.
A los pocos días Desdémona se sintió mal. Se
revolcaba en la cama, agarrándose el vientre y chillando como
Herminia y el Jorobadito adentro de la caja obscura. Al mismo
tiempo, el feto empezó a sudar y temblar y se le cayó el pelo, junto
con la piel y los dientes. Todos corríamos de un lado a otro,
entrechocándonos e impartiendo órdenes imprecisas, realmente sin
saber qué hacer.
De pronto se hizo un silencio total, una pausa
que fue rota de inmediato por un llanto de bebé. Era un bebé gordito
y rosado, rozagante y hermoso, que la Gorda llevó a una Desdémona
pálida, ya aliviada y casi sonriente. Se lo puso junto al pecho y
Desdémona lo sostenía con un brazo y Io miraba amorosamente mientras
le buscaba, a ciegas, el pezón. Era el fin de ese tiempo tan
apretado de cosas y lleno de tanto sufrimiento: el feto había
nacido.
Cuando las tropas gubernistas volvieron en serio,
con tanques, cañones y metralletas, se llevaron una desilusión. Ya
que estaban fusilaron a dos o tres tipos, y bombardearon algunos
edificios, entre ellos un rascacielos que recién empezaba a
construirse por orden del Emperador en su último delirio. Se fueron
con las manos vacías, sin encontrar resistencia y sin comprender.
La vida en la costa tomó otras formas. A veces me
gusta pasearme entre las ruinas del rascacielos frustrado, unas
ruinas musgosas y grises, de aspecto milenario a la luz de la luna,
de aspecto atlante, verdoso y mágico a la luz de la luna. |