Mario Levrero

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El bicho peludo

Aguas salobres

La Calle de los Mendigos

 El bicho peludo

A

brí la puerta del apartamento para salir, y se metió rápidamente un bicho negro, peludo; demasiado grande para araña, pensé. Tenía que ser un perro chico, un cachorrito. Cerré la puerta y empecé a buscarlo; se había escondido. Durante un rato no hubo forma de encontrarlo. Al fin, al mover un sillón, salió de atrás a toda velocidad y volvió a esconderse. Me armé de paciencia y seguí buscando, pero me cansé sin haberlo encontrado. Como tenía que salir, salí. Al volver, dos horas más tarde, el bicho seguía escondido. En la cocina puse un plato en el piso y le eché un poco de leche. Me senté en un sillón del living y me quedé quieto, esperando. Desde ahí podía ver la puerta de la cocina, abierta, y el plato en el suelo. En algún momento tendría que aparecer, pensaba yo.

      Y apareció, mucho más tarde, moviéndose con cautela; venía desde el corredor que da al dormitorio. Se metió en la cocina pero no le prestó atención al plato con leche. Se movía con rapidez y con gran liviandad, casi como si flotara, explorando la cocina, que sin duda no había podido explorar en mi ausencia porque la puerta había quedado cerrada. Después salió de la cocina y se quedó mirándome cerca de la puerta. Digo que me miraba, pero no sé con qué, tenía tanto pelo que no se le veían los ojos. Hasta me pareció que no tenía ojos. Tampoco llegué a verle patas; parecía que fuese sólo una masa de pelos negros.

      Cuando me fui a acostar, cerré la puerta del dormitorio para que no se metiera. Nunca cierro esa puerta porque me gusta que circule bastante aire, y con la puerta cerrada me parece que me asfixio, por más que siempre se cuela alguna corriente de aire entre las junturas de las ventanas. Cuando desperté al otro día, el bicho estaba en la cama, a los pies de la cama, como enrollado sobre sí mismo sobre la frazada. Pensé que lo iba a agarrar dormido, y me pregunté que haría con él cuando lo agarrara. Pero apenas me moví, se movió, y se filtró rápidamente por abajo de la puerta. Es una puerta de madera, y no de metal como la de la cocina, y hay como un dedo de luz entre la parte inferior de la hoja y el piso. Entendí entonces que no era un perro. Era sólo pelo. Después lo pude comprobar, mirándolo al trasluz cuando se paseaba por el alféizar de alguna ventana; no había propiamente un cuerpo, ni patas, ni ojos, ni nada. Tampoco comía ni bebía nada. Y no sé si dormía, o si de noche simplemente se acomodaba a los pies de la cama buscando compañía. Ni siquiera buscaba calor, porque se ponía lejos de mi cuerpo.

      Nunca me picó, ni me mordió, ni me hizo daño alguno; pero tampoco hicimos amistad. Siempre que trataba de acercarme, se movía muy rápido para ponerse fuera de mi alcance. Después de algunos intentos, no volví a insistir. Ya vendrá solo, pensé, pero nunca vino.

      Mientras estuvo en mi casa, durante un par de años, nadie alcanzó a verlo; ni siquiera la empleada, que venía dos veces por semana, en alguna de sus limpiezas a fondo. No sé dónde se escondería. Mis visitas nunca sospecharon su existencia, ni siquiera las mujeres que ocasionalmente se quedaban a dormir; esas noches el bicho no aparecía en el dormitorio. Y al día siguiente no se mostraba resentido ni variaba en lo más mínimo su conducta de siempre.

      Una tarde de verano estaba apoyado en el alféizar de la ventana más grande del living, su lugar favorito. Las otras ventanas estaban también abiertas, por el calor. Hubo un soplo de viento que formó una fuerte corriente de aire en el apartamento y se lo llevó; lo vi alejarse con la ráfaga y después ir descendiendo lentamente hasta que otra ráfaga lo levantaba y lo hacía cambiar de dirección. Yo lo seguí con la vista hasta que dejé de verlo.

 

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                                                                                                      Aguas salobres
      
El feto apareció envuelto en trapos sucios y manchados de sangre. El Capitán ordenó que se lo dieran a los chanchos. Varios días después, ante la sorpresa general, vino el Jorobadito con la noticia de que el feto vivía y tenía los ojos abiertos. Herminia, la chancha más feroz, hirsuta y grosera, la menos sospechable de instinto maternal, lo defendió de nosotros con dientes y uñas. De algún modo se las había ingeniado para hacerlo vivir y ahora quería retenerlo. Se lo dejamos, no sin que antes el Jorobadito perdiera la mano derecha. Lo curamos como pudimos, porque allí no había médicos, y él juró vengarse.
Le llevó varios meses, entre su curación y el trabajo práctico, obtener la caja obscura de torturar chanchos. El Capitán lo dejó hacer, a condición de que no se perdiera una gota de sangre: a nosotros nos gustaban mucho las morcillas, y por otra parte estábamos definitivamente hartos de comer pescado. Somos pescadores. Vivíamos de la pesca. Y como en la costa eran todos pescadores como nosotros, no había a quien venderle nuestra mercadería ni fórmulas posibles de intercambio: comíamos pescado... Por eso apreciábamos al Jorobadito, el único entre nosotros con talento para la cría de chanchos y fabricación de embutidos. Y la Gorda se ocupaba de los sembrados.
       Se pensó en la Gorda como origen del feto. No había pruebas, pero ella era la única mujer apropiada para disimular un embarazo entre tanta cantidad de grasa. Otros, y especialmente después de la historia de la supervivencia del nonato en manos de la chancha, hablaban de milagros. Pero había puntos dudosos en esta teoría: el milagro provendría del Cristo Atlante de Desdémona, ese cristo sonriente, irritante, con cabeza de pez, y por tanto poco inclinado a milagrear un feto enteramente humano. Si hubiese aparecido una sirena no habríamos tenido dudas.
      Yo no presté al principio mayor atención a estos sucesos. Me sentía perturbado y un poco, yo mismo, como una especie de feto mental, y quería nacer. Mi tendencia a la mutación se evidenciaba en un rechazo por lo salado: me asqueaba comer pescado, me asqueaba el gusto del sexo de Desdémona, me asqueaba el agua del mar, que trataba de no tragar cuando nadaba. Pero era verano. Un verano muy cálido. Abundaba el pescado, la necesidad sexual era intensa, y había que meterse en el mar. Yo corporizaba el rechazo a esta vida en la costa vomitando varias veces al día. Y me rompía la cabeza buscando una fórmula para alejarme de allí definitivamente, sin encontrar, en mi indigencia material y afectiva, ninguna solución.
      Por esa época apareció también el caballo blanco. Era una bestia llena de salud e inteligencia, que nadie, en mucho tiempo, pudo montar. Era joven. Tenía una mirada simpáticamente maligna; acostumbraba a mirarnos de reojo, como burlándose. No se nos ocurrió, entonces, relacionarlo con el feto, ni se habló de milagros. Yo no sostengo ninguna teoría: simplemente me limito a dar una información subjetivamente completa. No se tenía en cuenta, si bien luego pareció evidente, que la única ocupación de Tulio, el caballo blanco, era verificar día a día el rápido y desmesurado crecimiento del feto, siempre bajo el cuidado de Herminia.
      El Jorobadito acumulaba rencor y piecitas misteriosas que integrarían su caja obscura. Aunque sin acercarme a su eficacia y pulcritud en el manejo del chiquero, yo vi peligrosamente acrecentadas mis tareas al tener que sustituirlo en la suya: nunca más quiso saber de chanchos, excepto en aquel día señalado para el sacrificio de la chancha maternal.
      Mis otras tareas eran más bien agrícolas. Ayudaba a la Gorda en ciertas manipulaciones en los sembrados, y sobre todo me encargaban de mantener espantados del lugar a los gorriones. Cuando apareció Tulio tuve también que alimentarlo y cepillarlo. Me fastidiaba esa limitación de mi independencia, pero hice buenas migas con el caballo blanco y me gustaba atender sus reclamos. Lo del chiquero, en cambio, rebasó los límites. Hablé seriamente con el Capitán; él me pidió paciencia y se comprometió por su parte a meter en vereda al Jorobadito apenas lo viera recuperado.
      Los viernes eran mis días libres de las tareas, pero obligatoriamente destinados a la glorificación del Cristo-Pez.     Desdémona, de caderas de yegua, rubia y alta, de larga melena, y a quien nadie le había podido ver los pechos que bajo la ropa aparentaban ser explosivamente exuberantes, Desdémona era la fundadora de una religión. Había ideado una cosmogonía perfecta, y perdía la vida en sus predicaciones: araba en el desierto. Yo era el único adepto fiel, y más bien por razones eróticas. El Capitán, controlado por su mujer, no podía ni sonar en acercarse al templete. Los otros varones eran tan poco deseables que Desdémona no ponía mucho entusiasmo: el Jorobadito, el Tuerto, el viejo Matías. Las mujeres más bien tendían a creer, pero el rito les estaba vedado por razones obvias, aunque tengo mis sospechas de que especialmente con Leonor, de aplastante virilidad, se celebraron secretamente algunas misas.
      Creo que mi afición por el dibujo, y un cierto talento desarrollado en ese sentido, se los debo a los pechos ocultos de Desdémona. El afán de concretizar las imaginerías me llevaba a llenar hojas y hojas con las formas posibles. Encontraba más verosímil que otras la de pera, abultada en la base, con unos pezones que no se decidían del todo a apuntar hacia abajo.
       En la religión de Desdémona había elementos muy atractivos. Se glorificaba el viernes en honor a Venus, planeta origen de los dioses que aposentaron sus reales en la Atlántida terrestre, hoy desaparecida a causa de una explosión atómica. Los dioses, de forma humana, crearon a los peces; del apareamiento de éstos con ciertos dioses enamorados de su propia obra, nació la raza de las sirenas. Había sirenas al derecho y al revés, es decir, con cola de pez o con piernas de gente. Cuando el Cristo Atlante vino a redimir a esta raza maldita, fue crucificado. Y la raza desapareció, al menos de la vista. Desdémona aseguraba que en sitios ocultos están todavía aguardando algunos de ellos. A las venus que andan por el mundo, antiguas reliquias a las que les falta algún pedazo, la cabeza, los brazos, las piernas, les falta, según Desdémona, porque eran partes de pescado. Y la Iglesia Católica, junto con los Masones y los Judíos, hicieron lo posible por borrar los rastros.
      Hubo un rastro que sin embargo no pudieron borrar. Está al alcance de todo el mundo. Un hueso de tiburón _producido mediante mutaciones genéticas de laboratorio, por la raza que quiso dejar su huella_ representa a este Cristo-Pez crucificado. En nuestras costas abundan estos huesos, a los cuales los pescadores no dan ninguna importancia. Parece ser que cuando Desdémona, a los doce años, vio uno de ellos por primera vez, coincidiendo con su primer período menstrual, tuvo la revelación divina que la llevó a fabricar su religión sin la menor dificultad y, lo que es más interesante, sin necesidad de ocultar ningún texto. Por otra parte, ella nunca aprendió a leer.
      El ícono es un hueso plano que de lejos parece un crucifijo común y corriente, de líneas curvas y elegantes, color marfil. Sobresaliendo de esta base achatada se distingue perfectamente una figura casi humana, de finos y largos brazos crucificados, de piernas también humanas, pero con cabeza de pez. Y sonríe. Sonríe con un aire de triunfo que no tiene en absoluto el Cristo de los católicos.
      Desdémona había fabricado un templete y un altar para el ícono. Y sobre este altar alfombrado de terciopelo rojo celebraba cada viernes el rito de beber la sangre de su Señor, que venía a ser no otra cosa que mi propia esperma. El espermatozoide, forma acuática que luego perdemos por culpa de un pecado original de la raza de las sirenas, es el legado directo de los dioses venusinos. Desdémona, habiendo hecho voto de castidad desde la revelación, se mantuvo virgen. Sólo se permitía el alivio religioso de retribuirme con sus secreciones marinamente salobres para santificarme cada viernes, a cambio de mi savia. La única relación normal que yo había tenido alguna vez con una mujer, fue con la Gorda. No me gustó. Por estos motivos, por los ritos y el pescado y la arena y la sal, quería salir en busca de nuevos horizontes.
      Pasaban los días con la sola variante del rápido crecimiento del feto, quien ya amagaba pararse sobre sus piernitas endebles; todo lo demás seguía igual, hasta que al Capitán se le ocurrió fijar fecha para el sacrificio de Herminia, porque estaba a punto y porque se terminaba, ya, nuestra provisión de embutidos.
      Entonces el Jorobadito trabajó como negro, día y noche, con su única mano, para poder llegar a tiempo. Trabajaba secretamente en el taller; no quería que nadie se enterara de los detalles. Pero con todo se filtró el chisme de que había aparatos eléctricos.
      La caja estuvo terminada un día antes de la fecha fijada por el Capitán. Con su parche sobre el ojo izquierdo, su gorra marinera Y su pata de palo, la palabra del Capitán era ley. Por eso el Jorobadito, borracho de sueño y de cansancio, ni pensó en solicitar una postergación. La Gorda, siempre maternal, fabricó una jaula como de cotorra, pero más grande, y con una especie de nido de lanas y plumas. Cuando metimos a la chancha adentro de la caja obscura, la Gorda se llevó el feto a la jaula. Y cuando Herminia empezó a gritar, verdaderamente como una marrana, el feto, aferrado a los barrotes y con una mirada de loco impresionante se alzó por fin sobre sus piernitas chuecas y rechinó los dientes y dijo sus primeras palabras:
       _¡Hijos de puta!
      El suplicio no pudo prolongarse como habría querido el Jorobadito porque los gritos nos ponían nerviosos. No tengo idea del método de tortura inventado por esa mente retorcida, pero creo que trascendía el mero electroshock. Don Matías se echó encima de la pierna un chorro de agua caliente del termo. La Gorda, siempre tan cuidadosa de su femineidad, tuvo la desgracia de dejar escapar públicamente un flato. Desdémona me llevó a un rincón, me mordió un hombro con furia, y aunque era jueves fuimos al templete. Cuando el Capitán sopló su pipa en vez de chuparla y el tabaco encendido casi le quema el ojo sano, decidió poner fin a la situación. Nos subimos a un árbol y abrimos la puerta de la caja obscura con un palo que tenía un gancho en la punta. Herminia salió en un galope demencial, no encontró a nadie a quien embestir, se revolcó en los sembrados y en los charcos, siempre gritando, y por fin se suicidó dándose de cabeza contra el ombú.
El feto apartó los barrotes doblándolos sin dificultad con sus manitas, y cuando bajábamos del árbol nos estaba mirando y nos dimos cuenta que estábamos definitivamente bajo su dominio. Ante su mirada nos sentimos todos más que avergonzados; nos sentimos completamente desnudos en nuestro infantilismo cruel. El Jorobadito se metió solo adentro de la caja obscura. Estuvo gritando exactamente como Herminia durante tres días y tres noches que para nosotros fueron insoportables. Al tercer día no se oyó más nada, y le dimos cristiana sepultura cerca del pozo negro, sin abrir la caja. El feto volvió un tiempo a su jaula. Parecía calmado.
      Se desarrolló a su manera, y nunca pudimos ponerle un nombre. En pocos meses se hizo adulto. Alcanzó su estatura definitiva, unos ochenta centímetros, y era todo cabeza, de frente abultada y ojos chiquititos bajo párpados gruesos y pesados, y la cabeza era toda pelos y dientes: unos dientes siempre apretados y visibles, que los labios gruesos y curvados hacia abajo mostraban en una clara expresión de odio y disgusto.
      La Gorda le preparaba una papilla inmunda, y se la hacía sorber por medio de una bombilla. Algo como carne de pescado triturada, legumbres, etcétera. Tulio, el caballo blanco, se arrodillaba amorosamente para que él pudiera trepársele, agarrado a las crines, y allá salían los dos, en un galope furioso. Tulio, expresando su juventud y alegría de vivir; un galope vital que a veces parecía un vuelo. El feto, gritando y chillando, descargando su odio sobre las tierras, de la costa, histerizando a todo el mundo. Empezamos a tener mala fama en la zona.
      El Capitán perdía autoridad. Se ocupaba, ahora, él mismo de los chanchos. Sólo cuando salían de pesca en los frágiles botecitos, con el Tuerto, Leonor y el viejo Matías, yo me sentía un poco culpable y me hacía cargo del chiquero. Pasaba la mayor parte del tiempo tratando de comprobar una teoría que se me había ocurrido: de golpe se me metió en la cabeza que la Atlántida estaba por allí nomás, en algún charco o en la laguna, y que nadie la veía porque era muy chica. Pero me faltaban elementos técnicos, y no hacía más que bucear y chapotear sin otro resultado que el placer de mojarme. El feto se cansó de la papilla y por fin pude verle los pechos a Desdémona. La hizo desnudarse de la cintura para arriba, y como acunado en sus brazos empezó a mamar. Curiosamente, la virgen tenía leche. Un día formé un aparte con ella y llegué a probársela: era extremadamente dulce y tibia. De pronto algo me sacó de la embriaguez y vi al feto, allí parado con sus ojos fulminándome, y supe que estaba condenado a muerte. Esperé, sin poder moverme.
      Se interpuso Tulio. Pasó entre los dos, balanceándose con un relincho suave, y cuando terminó de pasar el feto me miraba de otra manera. No digo que con amor, pero de ahí en adelante quedé marginado de sus perrerías.
      Abandonó para siempre la jaula y se instaló en Desdémona. Ella dejó sus misas de los viernes, y Tulio me llevó a un poblado vecino donde logré hacer amistad con una niña más o menos de mi edad, no tan exuberante como Desdémona pero mucho menos loca. El feto ordenó destruir el templete. Se conservó, sin embargo, el ícono del Cristo-Pez, colgando entre los pechos de Desdémona. Estos pechos, entre otras, tuvieron la virtud de privarnos para siempre de la presencia del viejo Matías: cuando la vio desnuda por primera vez le vino algo al corazón y se murió. La Gorda, que se sentía celosa y desplazada, tuvo la mala idea de pasearse desnuda entre nosotros para tentar al feto con su abundancia maternal. Él se rió a carcajadas, francamente, creo que por única vez en su vida, y nosotros disimulábamos dando vuelta la cara o acomodando innecesariamente algunos implementos. Por fin la Gorda se consiguió un cachorro de lobo y nos dejó en paz.
       Tulio apareció un día con amigos equinos encontrados, no se sabe dónde; una tropilla joven y briosa, entre salvaje y amable al estilo de Tulio. Fue como una orden para que el feto se pusiera en marcha y comenzara a construir su imperio. Yo, por las dudas, me fui mudando de a poco al poblado de mi amiguita y después, también por las dudas, un poco más lejos, a la ciudad. Pero fue un proceso lento y disimulado, y en verdad nunca logré irme del todo. Algo me tenía atado a la pequeña comunidad pesquera.
      La construcción del imperio fue desordenada. El feto parecía saber lo que quería, pero tal vez no lograba aún controlar bien las cosas o, tal vez, al mismo tiempo quería divertirse. Lo cierto es que todo empezó con las tropelías. Al frente iba él, agarrado a las crines de Tulio, chillando y gritando; casi a su lado Desdémona, sobre un caballo parecido, con pantalones de montar que se fabricó ella misma y con los pechos desnudos saltando pesadamente junto con el crucifijo. Detrás el Capitán, armado hasta los dientes, y su oscura mujer, y Leonor, que parecía nacida sobre un caballo, elegante y lésbica, vestida toda de negro con un traje ajustado de solapas brillantes, y el Tuerto, y la Gorda, buen jinete a pesar de los kilos. Mataban y saqueaban, incendiaban y destruían innecesariamente. Sembraban el terror.
      Después empezaron a traerse niños y mujeres, y algunos homúnculos con vocación de esclavos. Se formó a nuestro alrededor una especie de colonia que crecía rápidamente. Todos trabajaban como locos, fustigados con ferocidad por el feto lleno de odio y delirios de grandeza. Su radio de acción se fue extendiendo. Las tropelías contaban con más gente. Yo, contrariamente a lo que podría suponerse, abandoné mis pretensiones de alejarme y me instalé con mi mujer otra vez en la costa. Nuestro lugar, en sí mismo, no había cambiado mucho.
      Me dediqué a observar el proceso sin intervenir, y como por deporte _cuando ya hasta Desdémona había olvidado su religión, y el Crucifijo se había desprendido de su cuello en alguna correría y perdido para siempre_, yo seguía buscando la Atlántida en los charcos que todavía quedaban y buceando en la laguna. Una vez creí ver algo en el fondo, pero me di cuenta que estaba a punto de ahogarme, lleno de placer, y con un tremendo esfuerzo de voluntad salí a la superficie.
      El feto cambió a Desdémona por un grueso habano, y se hizo hacer una capa dorada y roja y un trono de emperador. Envejecía a ojos vistas. El pelo hirsuto se le volvió blanco casi de un día para otro. Una vez que fui a verlo ya tenía una corona de oro sobre su cabezota, Y los ojos le refulgían malignamente entre el humo del cigarro.
      Comenté con el Capitán que todo aquello era ridículo. Y la repetición de las tropelías, una cierta mecanización donde el único que gozaba era el feto, siempre histérico como el primer día, nos estaba mortificando a todos. Aun Tulio tenía la mirada tristona.
      _ Habría que hacer algo _le dije al Capitán.
       _ Quién le pone cascabel al gato _respondió.
      Al fin, como la furia del Emperador había llegado ya a los alrededores de la ciudad, las autoridades comenzaron a dar crédito a los rumores y se decidieron a tornar cartas en el asunto. Primero aparecieron unos funcionarios grises, de bigote fino, que se destacaban groseramente entre nosotros aunque no hicieron nada. Luego mandaron un contingente armado. Era muy pequeño, y en una batalla memorable donde el feto brilló como nunca y hasta alcanzó el heroísmo, el Gobierno fue ominosamente derrotado.
      A los pocos días Desdémona se sintió mal. Se revolcaba en la cama, agarrándose el vientre y chillando como Herminia y el Jorobadito adentro de la caja obscura. Al mismo tiempo, el feto empezó a sudar y temblar y se le cayó el pelo, junto con la piel y los dientes. Todos corríamos de un lado a otro, entrechocándonos e impartiendo órdenes imprecisas, realmente sin saber qué hacer.
      De pronto se hizo un silencio total, una pausa que fue rota de inmediato por un llanto de bebé. Era un bebé gordito y rosado, rozagante y hermoso, que la Gorda llevó a una Desdémona pálida, ya aliviada y casi sonriente. Se lo puso junto al pecho y Desdémona lo sostenía con un brazo y Io miraba amorosamente mientras le buscaba, a ciegas, el pezón. Era el fin de ese tiempo tan apretado de cosas y lleno de tanto sufrimiento: el feto había nacido.
      Cuando las tropas gubernistas volvieron en serio, con tanques, cañones y metralletas, se llevaron una desilusión. Ya que estaban fusilaron a dos o tres tipos, y bombardearon algunos edificios, entre ellos un rascacielos que recién empezaba a construirse por orden del Emperador en su último delirio. Se fueron con las manos vacías, sin encontrar resistencia y sin comprender.
      La vida en la costa tomó otras formas. A veces me gusta pasearme entre las ruinas del rascacielos frustrado, unas ruinas musgosas y grises, de aspecto milenario a la luz de la luna, de aspecto atlante, verdoso y mágico a la luz de la luna.

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La Calle de los Mendigos

E

xtraigo un cigarrillo y lo llevo a los labios; acerco el encendedor y lo hago funcionar, pero no enciende. Me sorprende, porque hace pocos momentos marchaba perfectamente, la llama era buena, y nada indicaba que el combustible estuviera por agotarse; es más: recuerdo haberle puesto piedra nueva, y una nueva carga de disán, hace apenas unas horas.
      Acciono, sin resultado, repetidas veces el mecanismo; compruebo que se produce la chispa; entonces, con un cuentagotas, vuelvo a llenar el tanque de disán.
      Tampoco enciende, ahora.
      En varios años nunca había fallado así. Me propuse buscar el desperfecto.
      Con una moneda le quito nuevamente el tornillo que cierra el tanque; esto no parece contribuir a desarmarlo. Con la misma moneda, quito luego el tornillo correspondiente al conducto de la piedra; sale también un resorte, que está enganchado a la punta del tornillo. En el otro extremo, el resorte lleva una pieza de metal, parecida a la piedra (que también sale, junto con algunos filamentos, blancos y del largo del resorte, en los que nunca me había fijado). El encendedor sigue siendo una pieza entera; en nada he adelantado quitando estos tornillos.
      Lo examiné con más cuidado, y vi un tercer tornillo: es el que oficia de eje para la palanca que hace girar la rueda y provoca la chispa. Lo quito, pero ya no pude usar la moneda; debí servirme de un pequeño destornillador.
      Tengo una colección de destornilladores, en total son muchos, van de menor a mayor, de uno a otro conservan las proporciones. Utilicé el más pequeño, aunque pude haber obtenido igual resultado con el N° 2, o el N° 3.
      Salen algunos elementos: la palanca, el tornillo mismo (que, del otro lado, tiene una tuerca, aunque el aspecto exterior de esta tuerca es igual al de un tornillo; la parte no visible es hueca), dos o tres resortes y la ruedita con muescas; ésta rueda alegremente sobre la mesa, cae al suelo, y ya no la encuentro.
      El encendedor, sin embargo, me sigue pareciendo un todo; hay algo ofensivo en esa solidez, un desafío. Y permanece oculta la falla. Introduzco entonces el destornillador en distintos orificios; en primer término atraviesa el conducto de la piedra, y asoma la punta por la parte de arriba; en el receptáculo del combustible encuentro algodón, y no sigo explorando; luego investigo los orificios de la parte superior. Hay dos: uno de ellos es el extremo de otro conducto, cuya función desconozco; es un tubo acodado, el destornillador no puede seguir más allá. El otro es más ancho, recto; al final del mismo _a una distancia que, calculo, corresponde aproximadamente a la mitad del encendedor_ la herramienta, girando, de pronto se detiene, atrapada por la cabeza de un tornillo, que resuelvo quitar; es corto y ancho; entonces, tiro con los dedos de una pequeña saliente, mientras con la mano izquierda sujeto la parte exterior del cuerpo del encendedor, y veo, complacido, que algo se desliza.
      Queda en mi mano izquierda la delgada capa metálica; con un leve chasquido, en el momento en que termina de salir la parte interior, un pequeño conjunto metálico se expande (me sorprendo, porque el tamaño es aproximadamente cuatro veces mayor) y queda en mi mano derecha una réplica, tamaño gigante, que apenas conserva las proporciones, y algo del aspecto del encendedor, pero hay muchos huecos y vericuetos; imagino un mecanismo de resortes que, para volver a guardar este conjunto en su capa, debo comprimir (no imagino cómo, aunque intuyo que debe ser difícil); sólo un mecanismo de resortes puede explicar este sorprendente crecimiento.
      Introduciendo el destornillador en varios orificios descubrí que hay tornillos insospechados; pero el número uno es ya demasiado pequeño para ellos, no hace una fuerza pareja y temo que se estropeen. Elijo otro; el ideal es el N° 4, aunque bien podría usar el N° 3 o el N° 5, quizás el N° 6, y aun el N° 7.
      Quito algunos tornillos. Caen resortes, de un conducto salen una pieza metálica entera, aceitada (parece un émbolo), y un par de ruedas dentadas.
      Descubro que el conjunto consta también de dos partes, una externa y otra interna; cuando no encuentro más tornillos, procedo a separarlas por el mismo procedimiento anterior. El fenómeno se repite con puntualidad, y obtengo una estructura aproximadamente cuatro veces más grande que la anterior (y dieciséis veces más grande que el encendedor), pero el peso es siempre más o menos el mismo; incluso diría que esta estructura es más liviana que el encendedor entero, lo cual, si a primera vista puede parecer extraño _especialmente cuando se sostiene en la palma de la mano_, es lógico; por ley, el contenido tiene que pesar menos que el encendedor completo, a pesar de que su tamaño, mediante el ingenioso mecanismo de resortes, pueda aumentar y, por ello, parecer más pesado.
      Me decido a quitar el algodón; parece estar muy comprimido (lo que explica que el disán se conserve tantos días en el interior del tanque, muchos más que en otros encendedores). El tanque ha crecido proporcionalmente, y ahora el algodón está más flojo; el contenido, compruebo, equivale a muchos paquetes grandes; no me ha costado trabajo quitarlo, porque mi mano entra entera en el tanque.
      A esta altura, pienso que me va a ser muy difícil volver a armar el encendedor; quizás ya no pueda volver a usarlo. Pero no me importa; la curiosidad por el mecanismo me impulsa a seguir trabajando; ya no me interesa averiguar la causa de la falla (y creo que ya no estoy en condiciones de darme cuenta de dónde está esa falla), sino llegar a tener una idea de la estructura de ciertos encendedores.
      No uso, ahora, destornillador, para investigar los conductos; mi mano cabe cómodamente en la mayoría de ellos. Es curioso el intrincamiento de algunos, semejante a un laberinto; mi mano encuentra a veces varios huecos en un mismo conducto, explora uno _que no es más que el principio, o el final, de otro conducto, y que a su vez tiene varios huecos que corresponden a otros tantos conductos. Hay menos tornillos, y también, en apariencia, actúa una menor cantidad de resortes.
      Siguiendo con la mano, y parte del brazo, uno de los conductos y algunos de sus derivados, llego a un lugar que parece estar próximo al centro de la estructura; allí mis dedos palpan unas bolitas metálicas. Tienen la particularidad de estar sueltas a medias, como la punta de un bolígrafo; puedo hacerlas girar empujándolas con el dedo.
      Presiono con más fuerza sobre una de ellas, y se desprende de la lámina metálica que la sujeta; comienza a rodar por los conductos y cae fuera de la estructura. Observo que su tamaño es como el de una bolita de las que los niños usan para jugar. Caen muchas. Diez o doce, o más. Tomo una de ellas y me sorprende el peso; parece que fuera una pieza entera. Pero de ser así, no me explico cómo pudo caber dentro del primitivo tamaño de encendedor. Pienso que, probablemente, también se hayan expandido mediante un sistema de resortes; me sigue llamando la atención el peso.
      De pronto me sentí atacado por el sueño. Miré el reloj y vi que eran las dos de la madrugada. Es fascinante cómo uno se olvida del paso del tiempo cuando está entretenido en algo que le interesa. Pensé que debía irme a la cama, pero no puedo abandonar el trabajo. Quiero llegar, me propongo, a descubrir la última estructura, o a que el encendedor se desarme en su totalidad, se descomponga en cada uno de sus elementos.
      Ahora, después de un par de operaciones, mediante las cuales vuelvo a separar la estructura en dos (una capa, o cáscara y una estructura cuadruplicada), el encendedor ocupa más de la mitad de la pieza; esta última estructura ya no se parece en nada al encendedor, sus formas son menos rígidas, hay curvas; si tuviera espacio suficiente para mirarla desde cierta distancia, quizás pudiera afirmar que es casi esférica.
      Solamente a través del encendedor puedo pasar de un extremo a otro de la habitación; lo hago con cierta comodidad, aunque debo arrastrarme. Se me ocurre que si lo separara nuevamente en dos partes, obtendría una estructura por la cual podría andar sobre mis piernas. Pero temo, es casi una certeza, que ya no quepa en la habitación.
      Hasta ahora he utilizado solamente uno de los conductos, que la atraviesa de lado a lado en forma rectilínea; pero hay otros, y siento tentación de meterme por ellos. Me atemorizan los laberintos; tomo un cono de hilo, ato el extremo a la manija de un cajón de la cómoda, y me introduzco en un conducto, que pronto tuerce la dirección y me lleva a otros.
      Son blandos, sin dejar de ser metálicos; más que blandos, diría «muelles»; todavía se presiente la acción de resortes. Me maldigo: no se me ocurrió traer una linterna o, al menos, una caja de fósforos. La oscuridad se hizo total. Llevé, trabajosamente, la mano al bolsillo del pantalón, y solté la carcajada. Un movimiento reflejo, buscaba el encendedor en el bolsillo sin recordar que me encuentro dentro de él.
      «Debo regresar a buscar la linterna», pensé, y ya me disponía a remontar el hilo, para volver, cuando veo una débil luz ante mis ojos. «Una salida, o quizás el mismo orificio por el que entré» _pienso y sigo arrastrándome hacia adelante, hacia la luz; ésta se vuelve cada vez más fuerte.
      Puedo apreciar entonces cómo es el lugar en que me encuentro; no es exactamente un túnel, en el sentido de conducto tubular cerrado; está compuesto por infinidad de pequeños elementos, aunque hay grandes columnas metálicas, algunas más anchas que mi cuerpo, que lo atraviesan; pero no puedo ver dónde comienzan ni dónde terminan.
      Sigo avanzando y no logro llegar al exterior; la luz se va haciendo más intensa _quiero decir que ahora es un poco más fuerte que la de una vela-; no logro aún localizar su fuente.
      Descubro que puedo incorporarme, y camino _aunque ligeramente encorvado.
      Escucho gemidos.
      «Es la calle de los mendigos» _pienso_, y doy vuelta la esquina y veo la fuente de luz _un farol_, y por encima las estrellas.
      En efecto, hay mendigos suplicantes y con ulceraciones en brazos y piernas, la calle es empedrada, y empinada; los comercios están cerrados, las cortinas metálicas bajas.
      «Debo buscar un bar que esté abierto» _pienso_. «Necesito cigarrillos, y fósforos».

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