PINTO LOS TRONCOS DE
LOS ÁRBOLES
Pinto
los
troncos de los árboles
de esta resucitada
arboleda perdida.
Escucho con
los ojos.
Miro con los oídos.
Escucho:
la franja de azul
-marinero-
y en el centro del ojo
se me clava la esquirla
de un verso
de arte menor.
También,
el ruido del ala
del ángel
de los números impares
y de la perra vida.
Un tintineo de monedas.
Nueva York.
Los cobradores.
Compongo
-sin haber cumplido aún
ni mis cuarenta años-
un libro de
recuerdos
porque he vivido mucho
y tengo la necesidad de no perder
por este orden:
luz, mar, infancia,
acento del señorito,
colegio de curas,
una mujer valiente
que se quedó sin cabeza
y las calles
-bien meadas-
de Roma.
Después,
muchísimo más tarde,
vuelvo y recobro
la hermosura de un nombre
salpicado de heces
y de águilas color amarillo,
himnos sin letra ni música,
pisotón y mendrugo,
cárceles, oficinas, amos,
bombillas en la sala de los interrogatorios ,
pozo ciego,
contraluz.
Regreso,
para pronunciar sin vergüenza
cada una de las sílabas
-abiertas, rotundas-
de un nombre:
España.
Al bajar
las escaleras del parlamento,
llevo del brazo a Dolores
y un capirote
de papel de periódico
que me cubre
los cabellos blancos.
Corazón de
Buster Keaton.
De eterno mono azul
y estrella roja
en medio de la frente.
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