EL MADRID DE LAS
RONDAS
Hay un Madrid que no tiene ni flores, ni fuentes, ni
frondas.
Un Madrid paria y viudo. Sus acacias orondas
y sus olmos son muy pobre limosna para sus vías mondas.
¡Oh, Madrid de las rondas!
Madrid de los gasómetros redondos, cual grandes tambores.
Madrid de las esbeltas humeantes chimeneas.
Madrid de los obreros denegridos y trabajadores
y de las hembras feas.
Madrid de los alegres lavaderos. La carnal materia
se hacina en vergonzosos absurdos falansterios.
Madrid compendio de desdicha y hambre. Haz de la miseria
y de los cementerios.
¡Oh, Manzanares, al que motejaba de arroyo aprendiz
el buen Francisco Gómez de Quevedo y Villegas!
¡Ruin y estéril complemento del grato goyesco tapiz
que ni bañas ni riegas!
Dehesa de la Arganzuela. Primavera. Luz de esmeraldinas
praderas como aquellas de Patinir, divinas;
un manzano en flor contempla en las aguas azules, hialinas,
sus guedejas albinas.
Granja del Atanor toda de oro. Otoño dehiscente.
El follaje desgrana su ambarino abalorio.
Lleno de hojas-monedas parece el tazón de la fuente
plato de petitorio.
Suciedad, senectud. Fragmentos de mil ruinas herrumbrosas
tiradas en el polvo: la Ronda de Toledo.
Bajo el sol, juega al cané la canalla con cartas pringosas
sin zozobra ni miedo.
Bajo un convento y un Palacio Real la Ronda de Segovia
se arrodilla sumisa como una pobre novia.
Allí hay hambre. El hombre como un can aúlla en su hidrofobia.
La sed social agobia.
Allí se tuestan bajo el sol las chozas del pobre suburbio.
Allí están virtualmente la huelga y el disturbio.
Hierve en el pecho de sus habitantes un odio intenso y turbio.
¡Oh, rencor del suburbio!
Rudos brazos transforman la energía en útil trabajo.
Negras locomotoras jadean arrastrando
su gusano de acero y de madera. ¡Hombre del andrajo,
te redimes sudando!
Estación de las Pulgas, manufacturas, fábricas rojizas.
Las arterias fabriles laten con feroz pulso.
Los enigmas se rompen con volantes, hullas y cenizas,
con ciencia y con impulso.
Igual que flautas las máquinas silban. Como contrabajos
zumban roncas dínamos un sinfónico scherzo.
Es la gran orquesta de los armoniosos pujantes trabajos.
¡Sonata del esfuerzo!
Tras el tapial de un viejo camposanto se alzan con dolor,
negros, aciculares, con perfil neto y fuerte,
los siniestros cipreses que recuerdan al hombre en su labor
la Miseria y la Muerte.
Por
la siena turbia de los mondos llanos,
sin gritos metálicos, sin voz de tambores,
van las cabalgatas de los soberanos
Estados Mayores.
Los grises capotes, los cascos bruñidos,
las caras de vieja de los mariscales
gotosos o hepáticos que lanzan gruñidos
breves y fatales...
Las gafas de oro de los comandantes
cercan los ojuelos verdosos y agudos;
brillan los monóculos de los ayudantes
que meditan mudos.
Fingen las espuelas luceros de oro
en la noche oscura de las medias botas;
los sables pronuncian un himno sonoro
de punzantes notas.
Se habla en un idioma de argucias complejas.
Lleva el polinomio el triunfo del fuerte.
Son las ecuaciones como las madejas
que urdirán la Muerte.
Del rito estratégico las palabras técnicas
-ataques en cuña, marchas envolventes-,
dichas con recuerdos de las Politécnicas
por los subtenientes...
Europa está herida. Hay sangre y destellos.
Por su inmensa llaga de rojos colores,
como unos gusanos ondulan los bellos
Estados Mayores.
Son tristes y trágicos. Dicen que son buenos
para dar victorias, tierras y cautivos.
No serán amables, pero por lo menos
son decorativos.
¿Qué importa el Decálogo ni la razón práctica
si pueden servir de tema a un artista?
Son rosas de luz los sabios en táctica
para un colorista.
En napoleónicas visiones antiguas
vuelve la epopeya que hace un siglo fue...
¿Por qué reaparecen esas estantiguas
que con una lupa pintó Meissonier?
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