Miguel Ángel Asturias

índice

RELATOS

Guatemala

Leyenda del Cadejo

Leyenda de la Tatuana

Leyenda de Matachines

POEMAS

Soneto

Ulises

El amor

Nieto y cuento

Invierno

Guatemala

La carreta llega al pueblo rodando un paso hoy y otro mañana. En el apeadero, donde se encuentran la calle y el camino, está la primera tienda. Sus dueños son viejos, tienen güegüecho, han visto espantos, andarines y aparecidos, cuentan milagros y cierran la puerta cuando pasan los húngaros: esos que roban niños, comen caballo, hablan con el diablo y huyen de Dios. La calle se hunde como la hoja de una espada quebrada en el puño de la plaza. La plaza no es grande. La estrecha el marco de sus portales viejos, muy nobles y muy viejos. Las familias principales viven en ella y en las calles contiguas, tienen amistad con el obispo y el alcalde y no se relacionan con los artesanos, salvo, el día del apóstol Santiago, cuando, por sabido se calla, las señoritas sirven el chocolate de los pobres en el Palacio Episcopal.

En verano, la arboleda se borra entre las bojas amarillas, los paisajes aparecen desnudos, con claridad de vino viejo, y en invierno, el río crece y se lleva el puente.

Como se cuenta en las historias que ahora nadie cree —ni las abuelas ni los niños—, esta ciudad fue construida sobre ciudades enterradas en el centro de América. Para unir las piedras de sus muros la mezcla se amasó con leche. Para señalar su primera huella se enterraron envoltorios de tres dieces de plumas y tres dieces de cañutos de oro en polvo junto a la yerba-mala, atestigua un recio cronicón de linajes; en un palo podrido, saben otros, o bien bajo rimeros de leña o en la montaña de la que surgen fuentes. Existe la creencia de que los árboles respiran el aliento de las personas que habitan las ciudades enterradas, y por eso, costumbre legendaria y familiar, a su sombra se aconsejan los que tienen que resolver casos de conciencia, los enamorados alivian su pena, se orientan los romeros perdidos del camino y reciben inspiración los poetas.

Los árboles hechizan la ciudad entera. La tela delgadísima del sueño se puebla de sombras que la hacen temblar. Ronda por Casa-Mata la Tatuana. El Sombrerón recorre los portales de un extremo a otro; salta, rueda, es Satanás de hule. Y asoma por las vegas el Cadejo, que roba mozas de trenzas largas y hace ñudos en las crines de los caballos. Empero, ni una pestaña se mueve en el fondo de la ciudad dormida, ni nada pasa realmente en la carne de las cosas sensibles.

El aliento de los árboles aleja las montañas, donde el camino ondula como hilo de humo. Oscurece, sobrenadan naranjas, se percibe el menor eco, tan honda repercusión tiene en el paisaje dormido una hoja que cae o un pájaro que canta, y despierta en el alma el Cuco de los Sueños.

El Cuco de los Sueños hace ver una ciudad muy grande —pensamiento claro que todos llevamos dentro—, cien veces más grande que esta ciudad de casas pintaditas en medio de la Rosca de San Blas. Es una ciudad formada de ciudades enterradas, superpuestas, como los pisos de una casa de altos. Piso sobre piso. Ciudad sobre ciudad. ¡Libro de estampas viejas, empastado en piedra con páginas de oro de Indias, de pergaminos españoles y de papel republicano! ¡Cofre que encierra las figuras heladas de una quimera muerta, el oro de las minas y el tesoro de los cabellos blancos de la luna guardados en sortijas de plata! Dentro de esta ciudad de altos se conservan intactas las ciudades antiguas. Por las escaleras suben imágenes de sueño sin dejar huella, sin hacer ruido. De puerta en puerta van cambiando los siglos. En la luz de las ventanas parpadean las sombras. Los fantasmas son las palabras de la eternidad. El Cuco de los Sueños va hilando los cuentos.

En la ciudad de Palenque, sobre el cielo juvenil, se recortan las terrazas bañadas por el sol, simétricas, sólidas y simples, y sobre los bajorrelieves de los muros, poco cincelados a pesar de su talladura, los pinos delinean sus figuras ingenuas. Dos princesas juegan alrededor de una jaula de burriones2, y un viejo de barba niquelada sigue la estrella tutelar diciendo augurios. Las princesas juegan. Los burriones vuelan. El viejo predice. Y como en los cuentos, tres días duran los burriones, tres días duran las princesas.

En la ciudad de Copán, el Rey pasea sus venados de piel de plata por los jardines de Palacio. Adorna el real hombro la enjoyada pluma del nahual. Lleva en el pecho conchas de embrujar, tejidas sobre hilos de oro. Guardan sus antebrazos brazaletes de caña tan pulida que puede competir con el marfil más fino. Y en la frente lleva suelta, insigne pluma de garza. En el crepúsculo romántico, el Rey fuma tabaco en una caña de bambú. Los árboles de madre-cacao dejan caer las hojas. Una lluvia de corazones es bastante tributo para tan gran señor. El Rey está enamorado y malo de bubas, la enfermedad del sol.

Es el tiempo viejo de las horas viejas. El Cuco de los Sueños va hilando los cuentos. La arquitectura pesada y suntuosa de Quiriguá hace pensar en las ciudades orientales. El aire tropical deshoja la felicidad indefinible de los besos de amor. Bálsamos que desmayan. Bocas húmedas, anchas y calientes. Aguas tibias donde duermen los lagartos sobre las hembras vírgenes. ¡El trópico es el sexo de la tierra!

En la ciudad de Quiriguá, a la puerta del templo, esperan mujeres que llevan en las orejas perlas de ámbar. El tatuaje dejó libres sus pechos. Hombres pintados de rojo, cuya nariz adorna un raro arete de obsidiana. Y doncellas teñidas con agua de barro sin quemar, que simboliza la virtud de la gracia.

El Sacerdote llega; la multitud se aparta. El sacerdote llama a la puerta del templo con su dedo de oro; la multitud se inclina. La multitud lame la tierra para bendecirla. El sacerdote sacrifica siete palomas blancas. Por las pestañas de las vírgenes pasan vuelos de agonía, y la sangre que salpica el cuchillo de chay del sacrificio, que tiene la forma del Árbol de la Vida, nimba la testa de los dioses, indiferentes y sagrados. Algo vehemente trasciende de las manos de una reina muerta que en el sarcófago parece estar dormida. Los braseros de piedra rasgan nubes de humo olorosas a anís silvestre, y la música de las flautas hace pensar en Dios. El sol peina la llovizna de la mañana primaveral afuera, sobre el verdor del bosque y el amarillo sazón de los maizales.

     En la ciudad de Tikal, palacios, templos y mansiones están deshabitados. Trescientos guerreros la abandonaron, seguidos de sus familias. Ayer mañana, a la puerta del laberinto, nanas e iluminados contaban todavía las leyendas del pueblo.

La ciudad alejóse por las calles cantando. Mujeres que mecían el cántaro con la cadera llena. Mercaderes que contaban semillas de cacao sobre cueros de puma. Favoritas que enhebraban en hilos de pita, más blanca que la luna, los chalchihuitls que sus amantes tallaban para ellas a la caída del sol. Se clausuraron las puertas de un tesoro encantado. Se extinguió la llama de los templos. Todo está como estaba. Por las calles desiertas vagan sombras perdidas y fantasmas con los ojos vacíos.

¡Ciudades sonoras como mares abiertos!

A sus pies de piedra, bajo la vestidura ancha, ceñida de leyendas, juega un pueblo niño a la política, al comercio, a la guerra, señalándose en las eras de paz el aparecimiento de maestros-magos que por ciudades y campos enseñan la fabricación de las telas, el valor del cero y las sazones del sustento. La memoria gana la escalera que conduce a las ciudades españolas. Escalera arriba se abren a cada cierto espacio, en lo más estrecho del caracol, ventanas borradas en la sombra o pasillos formados con el grosor del muro, como los que comunican a los coros en las iglesias católicas. Los pasillos dejan ver otras ciudades. La memoria es una ciega que en los bultos va encontrando el camino.

Vamos subiendo la escalera de una ciudad de altos: Xibalbá, Tuláin, ciudades mitológicas, lejanas, arropadas en la niebla. Iximché, en cuyo blasón el águila cautiva corona el galibal de los señores cakchiqueles. Utatlán, ciudad de señoríos. Y Atitlán, mirador engastado en una roca sobre un lago azul. ¡La flor del maíz no fue más bella que la última mañana de estos reinos! El Cuco de los Sueños va hilando los cuentos.

En la primera ciudad de los Conquistadores —gemela de la ciudad del Señor Santiago—, una ilustre dama se inclina ante el esposo, más temido que amado. Su sonrisa entristece al Gran Capitán, quien, sin pérdida de tiempo, le da un beso en los labios y parte para las Islas de la Especiería. Evocación de un tapiz antiguo. Trece navíos aparejados en el golfo azul, bajo la luna de plata. Siete ciudades de Cíbola construidas en las nubes de un país de oro. Dos caciques indios dormidos en el viaje. No se alejan de las puertas de Palacio los ecos de las caballerías, cuando la noble dama ve o sueña, presa de aturdimientos, que un dragón hace rodar a su esposo al silo de la muerte, ahogándola a ella en las aguas oscuras de un río sin fondo.

Pasos de ciudad colonial. Por las calles arenosas, voces de clérigos que mascullan Ave-Marías, y de caballeros y capitanes que disputan poniendo a Dios por testigo. Duerme un sereno arrebozado en la capa. Sombras de purgatorio.

Pestañeo de lámparas que arden en las hornacinas. Ruido de alguna espuela castellana, de algún pájaro agorero, de algún reloj despierto.

En Antigua, la segunda ciudad de los Conquistadores, de horizonte limpio y viejo vestido colonial, el espíritu religioso entristece el paisaje. En esta ciudad de iglesias se siente una gran necesidad de pecar. Alguna puerta se abre dando paso al señor obispo, que viene seguido del señor alcalde. Se habla a media voz. Se ve con los párpados caídos. La visión de la vida a través de los ojos entreabiertos es clásica en las ciudades conventuales. Calles de huertos. Arquerías. Patios solariegos donde hacen labor las fuentes claras. Grave metal de las campanas.

¡Ojalá se conserve esta ciudad antigua bajo la cruz católica y la guarda fiel de sus

volcanes! Luego, fiestas reales celebradas en geniales días, y festivas pompas. Las señoras, en sillas de altos espaldares, se dejan saludar por caballeros de bigote petulante y traje de negro y plata. Ésta une al pie breve la mirada lánguida.

Aquélla tiene los cabellos de seda. Un perfume desmaya el aliento de la que ahora conversa con un señor de la Audiencia. La noche penetra... penetra... El obispo se retira, seguido de los bedeles. El tesorero, gentil hombre y caballero de la orden de Montesa, relata la historia de los linajes. De los veladores de vidrio cae la luz de las candelas entumecida y eclesiástica. La música es suave, bullente, y la danza triste a compás de tres por cuatro. A intervalos se oye la voz del tesorero que comenta el tratamiento de “Muy ilustre Señor” concedido al conde de la Gomera, capitán general del Reino, y el eco de dos relojes viejos que cuentan el tiempo sin equivocarse. La noche penetra... penetra... El Cuco de los Sueños va hilando los cuentos.

Estamos en el templo de San Francisco. Se alcanzan a ver la reja que cierra el altar de la Virgen de Loreto, los pavimentos de azulejos de Génova, las colgaduras de Damasco, los tafetanes de Granada y los terciopelos carmesí y de brocado.

¡Silencio! Aquí se han podrido más de tres obispos y las ratas arrastran malos pensamientos. Por las altas ventanas entra furtivamente el oro de la luna. Media luz. Las candelas sin llamas y la Virgen sin ojos en la sombra.

Una mujer llora delante de la Virgen. Su sollozo en un hilo va cortando el silencio. El hermano Pedro de Betancourt viene a orar después de medianoche: dio pan a los hambrientos, asilo a los huérfanos y alivio a los enfermos. Su paso es imperceptible. Anda como vuela una paloma.

Imperceptiblemente se acerca a la mujer que llora, le pregunta qué penas la aquejan, sin reparar en que es la sombra de una mujer inconsolable, y la oye decir: ¡Lloro porque perdí a un hombre que amaba mucho; no era mi esposo, pero lo amaba mucho! ... ¡Perdón, hermano, esto es pecado!

El religioso levantó los ojos para buscar los ojos de la Virgen, y..., ¡qué raro!, había crecido y estaba más fuerte. De improviso sintió caer sobre sus hombros la capa aventurera, la espada ceñida a su cintura, la bota a su pierna, la espuela a su talón, la pluma a su sombrero. Y comprendiéndolo todo, porque era santo, sin

decir palabra inclinóse ante la dama que seguía llorando...

¿Don Rodrigo?

Con el tino del loco que se propone atrapar su propia sombra, ella se puso en pie, recogió la cola de su traje, llegóse a él y le cubrió de besos. ¡Era el mismo Don Rodrigo! ... ¡Era el mismo Don Rodrigo! ...

Dos sombras felices salen de la iglesia —amada y amante— y se pierden en la noche por las calles de la ciudad, torcidas como las costillas del infierno.

Y a la mañana que sigue cuéntase que el hermano Pedro estaba en la capilla

profundamente dormido, más cerca que nunca de los brazos de Nuestra Señora.

El Cuco de los Sueños va hilando los cuentos. De los telares asciende un siseo de moscas presas. Un razraz de escarabajo escapa de los rincones venerables donde los cronistas del rey, nuestro señor, escriben de las cosas de Indias. Un lerolero de ranas se oye en los coros donde la voz de los canónigos salmodia al crepúsculo. Palpitación de yunques, de campanas, de corazones...

Pasa Fray Payo Enríquez de Rivera. Lleva oculta, en la oscuridad de su sotana, la luz. La tarde sucumbe rápidamente. Fray Payo llama a la puerta de una casa pequeña e introduce una imprenta.

Las primeras voces me vienen a despertar; estoy llegando. ¡Guatemala de la Asunción, tercera ciudad de los Conquistadores! Ya son verdad las casitas blancas sorprendidas desde la montaña como juguetes de nacimiento. Me llena de orgullo el gesto humano de sus muros —clérigos o soldados vestidos por el tiempo—, me entristecen los balcones cerrados y me aniñan los zaguanes abuelos. Ya son verdad las carreras de los rapaces que se persiguen por las calles y las voces de las niñas que juegan a Andares:

—”¡Andares! ¡Andares!”

—”¿Qué te dijo Andares?”

—”¡Que me dejaras pasar!”

—¡Mi pueblo! ¡Mi pueblo, repito, para creer que estoy llegando! Su llanura feliz. La cabellera espesa de sus selvas. Sus montañas inacabables que al redor de la ciudad forman la Rosca de San Blas. Sus lagos. La boca y la espalda de sus cuarenta volcanes. El patrón Santiago. Mi casa y las casas. La plaza y la iglesia. El puente. Los ranchos escondidos en las encrucijadas de las calles arenosas. Las calles enredadas entre los cercos de yerba-mala y chichicaste. El río que arrastra continuamente la pena de los sauces. Las flores de izote. —¡Mi pueblo! ¡Mi pueblo!

ir al índice

Leyenda del Cadejo

Y asoma por las vegas

 el Cadejo, que roba mozas

de trenzas largas y hace ñudos

en las crines de los caballos

Madre Elvira de San Francisco, prelada del monasterio de Santa Catalina, sería con el tiempo la novicia que recortaba las hostias en el convento de la Concepción, doncella de loada hermosura y habla tan candorosa que la palabra parecía en sus labios flor de suavidad y de cariño.

Desde una ventana amplia y sin cristales miraba la novicia volar las hojas secas por el abraso del verano, vestirse los árboles de flores y caer las frutas maduras en las huertas vecinas al convento, por la parte derruida, donde los follajes, ocultando las paredes heridas y los abiertos techos, transformaban las celdas y los claustros en paraísos olorosos a búcaro y a rosal silvestre; enramadas de fiesta, al decir de los cronistas, donde a las monjas sustituían las palomas de patas de color de rosa, y a sus cánticos los trinos del cenzontle cimarrón.

Fuera de su ventana, en los hundidos aposentos, se unía la penumbra calientita, en la que las mariposas asedaban el polvo de sus alas, al silencio del patio turbado por el ir y venir de las lagartijas y al blando perfume de las hojas que multiplicaban el cariño de los troncos enraizados en las vetustas paredes.

Y dentro, en la dulce compañía de Dios, quitando la corteza a la fruta de los Ángeles para descubrir la pulpa y la semilla que es el Cuerpo de Cristo, largo como la medula de la naranja —¡vere tu es Deus absconditus!—, Elvira de San Francisco unía su espíritu y su carne a la casa de su infancia, de pesadas aldabas y levísimas rosas, de puertas que partían sollozos en el hilván del viento, de muros reflejados en el agua de las pilas a manera de huelgo en vidrio limpio.

Las voces de la ciudad turbaban la paz de su ventana, melancolía de viajera que oye moverse el puerto antes de levar anclas; la risa de un hombre al concluir la carrera de un caballo o el rodar de un carro, o el llorar de un niño.

Por sus ojos pasaban el caballo, el carro, el hombre, el niño, evocados en paisajes aldeanos, bajo cielos que con su semblante plácido hechizaban la sabia mirada de las pilas sentadas al redor del agua con el aire sufrido de las sirvientas viejas.

Y el olor acompañaba a las imágenes. El cielo olía a cielo, el niño a niño, el campo a campo, el carro a heno, el caballo a rosal viejo, el hombre a santo, las pilas a sombras, las sombras a reposo dominical y el reposo del Señor a ropa limpia...

Oscurecía. Las sombras borraban su pensamiento, relación luminosa de partículas de polvo que nadan en un rayo de sol. Las campanas acercaban a la copa vesperal los labios sin murmullo. ¿Quién habla de besos? El viento sacudía los heliotropos. ¿Heliotropos o hipocampos? Y en los chorros de flores mitigaban su deseo de Dios los colibríes. ¿Quién habla de besos? ...

Un taconeo presuroso la sobrecogió. Los flecos del eco tamborileaban en el corredor...

¿Habría oído mal? ¿No sería el señor pestañudo que pasaba los viernes a última hora por las hostias para llevarlas a nueve lugares de allí, al Valle de la Virgen, donde en una colina alzábase dichosa ermita?

Le llamaban el hombre-adormidera. El viento andaba por sus pies. Como fantasma se iba apareciendo al cesar sus pasos de cabrito: el sombrero en la mano, los botines pequeñines, algo así como dorados, envuelto en un gabán azul, y esperaba los hostearios en el umbral de la puerta.

Si que era; pero esta vez venía alarmadísimo y a las volandas, como a evitar una catástrofe.

—¡Niña, niña! —entro dando voces—, ¡le cortarán la trenza, le cortarán la trenza, le cortarán la trenza! ...

Lívida y elástica, la novicia se puso en pie para ganar la puerta al verle entrar; más calzada de caridad con los zapatos que en vida usaba una monja paralítica, al oírle gritar sintió que le ponía los pies la monja que paso la vida inmóvil, y no pudo dar paso...

... Un sollozo, como estrella, la titilaba en la garganta. Los pájaros tijereteaban el crepúsculo entre las ruinas pardas e impedidas. Dos eucaliptos gigantes rezaban salmos penitenciales.

Atada a los pies de un cadáver, sin poder moverse, lloró desconsoladamente, tragándose las lágrimas en silencio como los enfermos a quienes se les secan y enfrían los órganos por partes. Se sentía muerta, se sentía aterrada, sentía que en su tumba —el vestido de huérfana que ella llenaba de tierra con su ser— florecían rosales de palabras blancas, y poco a poco su congoja se hizo alegría de sosegado acento... Las monjas —rosales ambulantes— cortábanse las rosas unas a otras para adornar los altares de la Virgen, y de las rosas brotaba el mes de mayo, telaraña de aromas en la que Nuestra Señora caía prisionera temblando como una mosca de luz.

Pero el sentimiento de su cuerpo florecido después de la muerte fue dicha pasajera.

Como a una cometa que de pronto le falta hilo entre las nubes, la hizo caer de cabeza, con todo y trapos al infierno, el peso de su trenza. En su trenza estaba el misterio. Suma de instantes angustiosos. Perdió el sentido en sus suspiros y hasta cerca del hervidero donde burbujearan los diablos tornó a sentirse en la tierra. Un abanico de realidades posibles se abría en torno suyo: la noche con azucares de hojaldre, los pinos olorosos a altar, el polen de la vida en el pelo del aire, gato sin forma ni color que araña las aguas de las pilas y desasosiega los papeles viejos.

La ventana y ella se llenaban de cielo...

—¡Niña, Dios sabe a sus manos cuando comulgo! —murmuró el del gabán, alargando sobre las brasas de sus ojos la parrilla de sus pestañas.

     La novicia retiró las manos de las hostias al oír la blasfemia ¡No, no era un sueño! Luego palpose los brazos, los hombros, el cuello, la cara, la trenza...

Detuvo la respiración un momento, largo como un siglo al sentirse trenza. ¡No, no era un sueño, bajo el manojo tibio de su pelo revivía dándose cuenta de sus adornos de mujer, acompañada en sus bodas diabólicas del hombre-adormidera y de una candela encendida en el extremo de la habitación, oblonga como ataúd! ¡La luz sostenía la imposible realidad del enamorado, que alargaba los brazos como un Cristo que en un viático se hubiese vuelto murciélago, y era su propia carne! Cerró los ojos para huir, envuelta en su ceguera, de aquella visión de infierno, del hombre que con sólo ser hombre la acariciaba hasta donde ella era mujer —¡La más abominable de las concupiscencias!—; pero todo fue bajar sus redondos párpados pálidos como levantarse de sus zapatos, empapada en llanto, la monja

paralítica, y más corriendo los abrió... Rasgó la sombra, abrió los ojos, saliose de sus adentros hondos con las pupilas sin quietud, como ratones en la trampa, caótica, sorda, desemblantadas las mejillas —alfileteros de lágrimas—, sacudiéndose entre el estertor de una agonía ajena que llevaba en los pies y el chorro de carbón vivo de su trenza retorcida en invisible llama que llevaba a la espalda ...

Y no supo más de ella. Entre un cadáver y un hombre, con su sollozo de embrujada indesatable en la lengua, que sentía ponzoñosa, como su corazón, medio loca, regando las hostias, arrebatóse en busca de sus tijeras, y al encontrarlas se cortó la trenza y, libre de su hechizo, huyó en busca del refugio seguro de la madre superiora, sin sentir más sobre sus pies los de la monja...

Pero, al caer su trenza, ya no era trenza: se movía, ondulaba sobre el colchoncito de las hostias regadas en el piso.

El hombre-adormidera buscó hacia la luz. En las pestañas temblábanle las lágrimas como las últimas llamitas en el carbón de la cerilla que se apaga.

Resbalaba por el haz del muro con el resuello sepultado, sin mover las sombras, sin hacer ruido, anhelando llegar a la llama que creía su salvación. Pronto su paso mesurado se deshizo en fuga espantosa. El reptil sin cabeza dejaba la hojarasca sagrada de las hostias y enfilaba hacia él. Reptó bajo sus pies como la sangre negra de un animal muerto, y de pronto, cuando iba a tomar la luz, saltó con cascabeles de agua que fluye libre y ligera a enroscarse como látigo en la candela, que hizo llorar hasta consumirse, por el alma del que con ella se apagaba para siempre. Y así llego a la eternidad el hombre-adormidera, por quien lloran los cactus lágrimas blancas todavía.

El demonio había pasado como un soplo por la trenza que, al extinguirse la llama de la vela, cayó en piso inerte.

Y a la medianoche, convertido en un animal largo —dos veces un carnero por luna llena, del tamaño de un sauce llorón por la luna nueva—, con cascos de cabrón, orejas de conejo y cara de murciélago, el hombre-adormidera arrastró al infierno la trenza negra de la novicia que con el tiempo sería madre Elvira de San Francisco —así nace el cadejo—, mientras ella soñaba entre sonrisas de ángeles, arrodillada en su celda, con la azucena y el cordero místico.

ir al índice

Leyenda de la Tatuana

Ronda por Casa-Mata la Tatuaba...

El Maestro Almendro tiene la barba rosada, fue uno de los sacerdotes que los hombres blancos tocaron creyéndoles de oro, tanta riqueza vestían, y sabe el secreto de las plantas que lo curan todo, el vocabulario de la obsidiana —piedra que habla— y leer los jeroglíficos de las constelaciones.

Es el árbol que amaneció un día en el bosque donde está plantado, sin que ninguno lo sembrara, como si lo hubieran llevado los fantasmas. El árbol que anda ... El árbol que cuenta los años de cuatrocientos días por las lunas que ha visto, que ha visto muchas lunas, como todos los árboles, y que vino ya viejo del Lugar de la Abundancia.

Al llenar la luna del Búho-Pescador (nombre de uno de los veinte meses del año de cuatrocientos días), el Maestro Almendro repartió el alma entre los caminos.

Cuatro eran los caminos y se marcharon por opuestas direcciones hacia las cuatro extremidades del cielo. La negra extremidad: Noche sortílega. La verde extremidad: Tormenta primaveral. La roja extremidad: Guacamayo o éxtasis de trópico. La blanca extremidad: Promesa de tierras nuevas. Cuatro eran los caminos.

—¡Caminín! ¡Caminito!... —dijo al Camino Blanco una paloma blanca, pero el Caminito Blanco no la oyó. Quería que le dieran el alma del Maestro, que cura de sueños. Las palomas y los niños padecen de ese mal.

—¡Caminín! ¡Caminito! ... —dijo al Camino Rojo un corazón rojo; pero el Camino Rojo no lo oyó. Quería distraerlo para que olvidara el alma del Maestro. Los corazones, como los ladrones, no devuelven las cosas olvidadas.

—¡Caminín! ¡Caminito!... —dijo al Camino Verde un emparrado verde, pero el Camino Verde no lo oyó. Quería que con el alma del Maestro le desquitase algo de su deuda de hojas y de sombra.

¿Cuántas lunas pasaron andando los caminos?

¿Cuántas lunas pasaron andando los caminos?

El más veloz, el Camino Negro, el camino al que ninguno hablo en el camino, se detuvo en la ciudad, atravesó la plaza y en el barrio de los mercaderes, por un ratito de descanso, dio el alma del Maestro al mercader de joyas sin precio.

Era la hora de los gatos blancos. Iban de un lado a otro. ¡Admiración de los rosales! Las nubes parecían ropas en los tendederos del cielo.

Al saber el Maestro lo que el Camino Negro había hecho, tomó naturaleza humana nuevamente, desnudándose de la forma vegetal de un riachuelo que nacía bajo la luna ruboroso como una flor de almendro, y encaminóse a la ciudad.

Llegó al valle después de una jornada, en el primer dibujo de la tarde, a la hora en que volvían los rebaños, conversando a los pastores, que contestaban monosilábicamente a sus preguntas, extrañados, como ante una aparición, de su túnica verde y su barba rosada.

En la ciudad se dirigió a Poniente. Hombres y mujeres rodeaban las pilas públicas. El agua sonaba a besos al ir llenando los cántaros. Y guiado por las sombras, en el barrio de los mercaderes encontró la parte de su alma vendida por el Camino Negro al Mercader de Joyas sin precio. La guardaba en el fondo de una caja de cristal con cerradores de oro.

Sin perder tiempo se acerco al Mercader, que en un rincón fumaba, a ofrecerle por ella cien arrobas de perlas.

El Mercader sonrió de la locura del Maestro. ¿Cien arrobas de perlas? ¡No, sus joyas no tenían precio!

El Maestro aumentó la oferta. Los mercaderes se niegan hasta llenar su tanto.

Le daría esmeraldas, grandes como maíces, de cien en cien almudes, hasta formar un lago de esmeraldas.

El Mercader sonrió de la locura del Maestro. ¿Un lago de esmeraldas? ¡No, sus joyas no tenían precio!

Le daría amuletos, ojos de namik para llamar el agua, plumas contra la tempestad, marihuana para su tabaco...

El Mercader se negó.

¡Le daría piedras preciosas para construir, a medio lago de esmeraldas, un palacio de cuento!

El Mercader se negó. Sus joyas no tenían precio, y, además ¿a que seguir hablando?, ese pedacito de alma lo quería para cambiarlo, en un mercado de esclavas, por la esclava más bella.

Y todo fue inútil, inútil que el Maestro ofreciera y dijera, tanto como lo dijo, su deseo de recobrar el alma. Los mercaderes no tienen corazón.

Una hebra de humo de tabaco separaba la realidad del sueño, los gatos negros de los gatos blancos y al Mercader del extraño comprador, que al salir sacudió sus sandalias en el quicio de la puerta. El polvo tiene maldición.

 

Después de un año de cuatrocientos días —sigue la leyenda— cruzaba los caminos de la cordillera el Mercader. Volvía de países lejanos, acompañado de la esclava comprada con el alma del Maestro, del pájaro flor, cuyo pico trocaba en jacintos las gotitas de miel, y de un séquito de treinta servidores montados.

—¡No sabes —decía el Mercader a la esclava, arrendando su caballería—cómo vas a vivir en la ciudad! ¡Tu casa será un palacio y a tus órdenes estarán todos mis criados, yo el último, si así lo mandas tú!

—Allá —continuaba con la cara a mitad bañada por el Sol— todo será tuyo. ¡Eres una joya, y yo soy el Mercader de joyas sin precio! ¡Vales un pedacito de alma que no cambié por un lago de esmeraldas! ... En una hamaca juntos veremos caer el sol y levantarse el día, sin hacer nada, oyendo los cuentos de una vieja mañosa que sabe mi destino. Mi destino, dice, está en los dedos de una mano gigante, y sabrá el tuyo, si así lo pides tú.

La esclava se volvía al paisaje de colores diluidos en azules que la distancia iba diluyendo a la vez. Los árboles tejían a los lados del camino una caprichosa decoración de güipil. Las aves daban la impresión de volar dormidas, sin alas, en la tranquilidad del cielo, y en el silencio de granito, el jadeo de las bestias, cuesta arriba, cobraba acento humano.

La esclava iba desnuda. Sobre sus senos, hasta sus piernas, rodaba su cabellera

negra envuelta en un solo manojo, como una serpiente. El Mercader iba vestido de oro, abrigadas las espaldas con una Manta de lana de chivo. Palúdico y enamorado, al frío de su enfermedad se unía el temblor de su corazón. Y los treinta servidores montados llegaban a la retina como las figuras de un sueño.

Repentinamente, aislados goterones rociaron el camino percibiéndose muy lejos, en los abajaderos, el grito de los pastores que recogían los ganados, temerosos de la tempestad. Las cabalgaduras apuraron el paso para ganar un refugio, pero no tuvieron tiempo: tras los goterones, el viento azotó las nubes, violentando selvas hasta llegar al valle, que a la carrera se echaba encima las mantas mojadas de la bruma, y los primeros relámpagos iluminaron el paisaje, como los fogonazos de un fotógrafo loco que tomase instantáneas de tormenta.

Entre las caballerías que huían como asombros, rotas las riendas, ágiles las piernas, grifa la crin al viento y las orejas vueltas hacia atrás, un tropezón del caballo hizo rodar al Mercader al pie de un árbol, que, fulminado por el rayo en ese instante, le tomó con las raíces como una mano que recoge una piedra, y le arrojó al abismo.

En tanto, el Maestro Almendro, que se había quedado en la ciudad perdido, deambulaba como loco por las calles, asustando a los niños, recogiendo basuras y dirigiéndose de palabra a los asnos, a los bueyes y a los perros sin dueño, que para el formaban con el hombre la colección de bestias de mirada triste.

—¿Cuántas lunas pasaron andando los caminos? ... —preguntaba de puerta en puerta a las gentes, que cerraban sin responderle, extrañadas, como ante una aparición, de su túnica verde y su barba rosada.

Y pasado mucho tiempo, interrogando a todos, se detuvo a la puerta del Mercader de Joyas sin precio a preguntar a la esclava, única sobreviviente de aquella tempestad:

—¿Cuántas lunas pasaron andando los caminos? ...

El sol, que iba sacando la cabeza de la camisa blanca del día, borraba en la puerta, claveteada de oro y plata, la espalda del Maestro y la cara morena de la que era un pedacito de su alma, joya que no compró con un lago de esmeraldas.

—¿Cuántas lunas pasaron andando los caminos?.. .

Entre los labios de la esclava se acurrucó la respuesta y endureció como sus dientes. El Maestro callaba con insistencia de piedra misteriosa. Llenaba la luna del Búho-Pescador. En silencio se lavaron la cara con los ojos, al mismo tiempo, como dos amantes que han estado ausentes y se encuentran de pronto.

La escena fue turbada por ruidos insolentes. Venían a prenderles en nombre de Dios y el Rey; por brujo a él y por endemoniada a ella. Entre cruces y espadas bajaron a la cárcel, el Maestro con la barba rosada y la túnica verde, y la esclava luciendo las carnes que de tan firmes parecían de oro.

Siete meses después, se les condenó a morir quemados en la Plaza Mayor. La víspera de la ejecución, el Maestro acercóse a la esclava y con la uña le tatuó un barquito en el brazo, diciéndole:

—Por virtud de este tatuaje, Tatuana, vas a huir siempre que te halles en peligro, como vas a huir hoy. Mi voluntad es que seas libre como mi pensamiento; traza este barquito en el muro, en el suelo, en el aire, donde quieras, cierra los ojos, entra en él y vete... ¡Vete, pues mi pensamiento es más fuerte que ídolo de barro amasado con cebollón! ¡Pues mi pensamiento es más dulce que la miel de las abejas que liban la flor del suquinay! ¡Pues mi pensamiento es el que se torna invisible!

Sin perder un segundo la Tatuana hizo lo que el Maestro dijo: trazó el barquito, cerró los ojos y entrando en él —el barquito se puso en movimiento—, escapó de la prisión y de la muerte.

Y a la mañana siguiente, la mañana de la ejecución, los alguaciles encontraron en la cárcel un árbol seco que tenía entre las ramas dos o tres florecitas de almendro, rosadas todavía.

ir al índice

Leyenda de Matachines

Entre las cuatro grutas sin salida, la del viento, caverna agujereada, la de la tempestad, socavón de fuego y tambor de trueno, la de los despeñaderos de aguas subterráneas, cueva de cristalerías, la de los ecos, axila de guacamayas azules; entre las cuatro grutas sin salida, el llueve pies y pies y pies alucinantes de Tamachín y Chitanam, Matachines de Machitán.

—¡No murió! ¡No murió...! —gritaban los Matachines yendo de una gruta en otra a perder sus voces—. ¡No murió! ¡No murió...! —cada vez más recio el llueve pies y pies y pies de su danza frenética—. ¡Y si murió... —blandían los machetes—, si murió, lo tenemos jurado, moriremos nosotros, Matachines de Machitán!

Temerarios, lluviosos de amuletos, enlagrimados de vidrios, lágrimas de colores, cubiertos de tatuajes embriagadores pintados con sustancias que se sorbían a través de la piel, llevaban sus cabezas de un lado a otro, de un hombro a otro, negando, negando que hubiera muerto, negándolo con la oscilación de dos péndulos sincronizados, ¡no! ¡no! ¡no!, mientras arreciaba el llueve pies y pies y pies de su danza suicida.

—¡No murió! ¡No murió...! —las cabezas de un lado a otro, de un hombro a otro, ya no péndulos, badajos enloquecidos de campanas tocando rebato, resonantes las tobilleras de cuero de retumbo, tempestuosos sus brazaletes de metal de trueno, duros para golpear la tierra y que la tierra oyera—. ¡No murió! ¡No murió! —duros para golpear el cielo y que el cielo oyera—. ¡No murió! ¡No murió! —la tierra con los talones, lluvia de pies y pies y pies, y el cielo con sus gritos.

Y si hubiera muerto... —no, no, no...— lluvia de pies y pies y pies, seguía su danza, si hubiera muerto, lo tenían jurado, jurado con sangre, Tamachín mataría a Chitanam y Chitanam a Tamachín, en la plaza de Machitán. Matachines al fin. Y si no cumplían, si no escampaba el llueve pies y pies y pies de su danza, el latigueo de sus cabezas que negaban y negaban que hubiera muerto, si no cumplían, si Tamachín no mataba a Chitanam y Chitanam a Tamachín, en la plaza de Machitán, la tierra abriría sus fauces y se los tragaría.

Lluvia de pies y pies y pies... seguían danzando... danzar o morir... pies y pies y pies... las cabezas en vaivén... pies y pies y pies... en vaivén las ajorcas de gusanos de luz... en vaivén las quetzalpicaduras que guardaban sus sienes sudorosas... en vaivén la tierra que cuereaban cada vez más duro... pies y pies y pies... en vaivén el cielo que golpeaban con sus manos de tempestades empuñadas... Danzar o morir... pies y pies y pies... lluvia de pies y pies y pies... danzar o matarse... lo jurado, jurado...

Una estrella-anda-sola se desprendió del cielo parpadeante y se deshizo en polvito luminoso antes de llegar a los últimos celajes de la tarde derramada como sangre alrededor de los Matachines que seguían danzando, negando.

Se salvarían. Levantaron los machetes para saludar a la desaparecida andasola. Podían romper el juramento que los ataba y dejar el llueve pies y pies y pies con que machacaban la distancia de la vida a la muerte, en la más rabiosa de las danzas.

Romperlo, no. Esa anda-sola que rayó el cielo convertida al caer en rápida lagartija que corría a ras del agua, les anunciaba que podían desatarlo, sin cortarse de la nariz la flor del aire.

¿Desatar su juramento?

Invocaron el favor del viento, pero nadie contestó, en la gruta agujereada, nadie en la gruta de los tambores de la tempestad, nadie en los despeñaderos de aguas subterráneas ni en la axila de las guacamayas azules.

Sólo se oía la lluvia de las gotas caídas de las hojas, esa lluvia que las nubes depositan en las copas de los árboles, para que llueva después del aguacero. Y esas gotas hablaban, Debían ir muy lejos a desatar su juramento. Allá donde van y vienen los que van y vienen sin saber que van y vienen. Eso que llaman las ciudades. En una de estas ciudades preguntar por la casa de la Pita-Loca, llena de mujeres y escoger a la que tuviera el mañana en los ojos, el hoy en los labios y el ayer en los oídos.

Dejaron el llueve pies y pies y pies de su danza suicida, pies más en el aire que en la tierra, tocar la tierra era para ellos palpar la muerte, y empezó el llueve pies y pies y pies de los caminos. El tiempo de enfundar sus machetes en la vaina de las cabalidades. Cabal, machete, solo en tu vaina. Pero, cómo reconocerían la casa de la Pita-Loca. No era difícil. Por las falomas que ostentaba en puertas y ventanas, marcadas a fuego con yerro de herrar bestias.

Del llueve pies y pies y pies de su danza suicida al llueve pies y pies y pies de los caminos. Huían negando que hubiera muerto. Pero de quién huían si iban juntos. Tamachín con Chitanam, ¿Chitanam huyendo de Tamachín? Chitanam con Tamachín, ¿Tamachín huyendo de Chitanam? lluvia de pies y pies y pies a lo largo de noches de alta mortandad de estrellas, a través de bosques de inmensa mortandad de seres, dejando atrás soles e inviernos, mortandad de nubes, por momentos esperanzados, abatidos otros, temerosos siempre de no dar con la casa de la Pita-Loca y menos con esa mujer de ayer, hoy y mañana, y que aquella demencial carrera... pies y pies y pies... pies y pies y pies... terminara en la plaza de Machitán, en un duelo a  punta y filo de machete, en que los dos tendrían que matarse, matachines al fin, a los gritos de ¡Tamachín-chin-chin, matachín!

¡Chitanam-tam-tam, Machitán! ...

— ¡Luces! ¡Luces... —gritó Chitanam.

Tamachín lo confirmó al asomar entre niebla de frior caliente a lo alto de un cerro, añadiendo :

—No son luces, son los pies iluminados de la ciudad... andan, corren, se juntan, se separan...

— Esperaremos el día — propuso Chitanam, pronto a sentarse, en una piedra.

— No podemos esperar —advirtió Tamachín—, si murió no; podemos esperar...

—Ganar tiempo...

—Contra la muerte no se puede ganar tiempo, vamos...

—¡Y ser todos los demás que soy!... —se quejó Chitanam y sin soltar el paso—: ¡La noche encendida, los dioses encendidos, podrían cantar, reír, doblar los dedos o lanzarlos como agujas de brújulas con uñas hacia la casa de la Pita-Loca! El pinta-pájaros, pinta-nubes, pinta-cielos, pinta-todo —pedazos de aurora... pedazos de sueño...— les sorprendió en la ciudad que despertaba sobre cientos, miles, millones de pies y pies y pies. Tantas gentes van y vienen, vienen y van, sin saber si van o vienen, que es más lo que se mueve que lo que hay fijo en las ciudades. Pies y pies y pies, los de todos y los de ellos que por calles y plazas buscaban la casa de la Pita-Loca.

Y a llegar iban, a la vista las falomas de sus puertas y ventanas, cuando les sorprendió el paso de un entierro.

Sin consultarse, casi instintivamente, agregáronse al conejo y siguieron tras el féretro hasta el cementerio, silenciosos, compungidos, no sabiendo cómo esconder los machetes, la cabeza de un lado a otro sobre cóndilos recónditos para negar la muerte.

Al concluir el sepulturero su faena, caláronse los sombreros y a la calle. Debían llegar lo antes posible a la casa de la Pita-Loca en busca de aquella que tenía labios untados de presente, música antigua en los oídos y ebriedad de futuro en las pupilas. Pero de la puerta del cementerio se regresaron. Otro entierro... y otro... y otro. Esa mañana se les pasó enterrando gentes. No podían evitarlo, sustraerse a su naturaleza que les empujaba a seguirlos cortejos fúnebres al paso de los enlutados deudos, sin dejar de repetir, la cabeza de un lado a otro : no murió... no murió...

Qué hacer... Huyeron del cementerio a través de un barranco. Buscarían llegar a la casa de la Pita-Loca por una calle poco frecuentada o mal frecuentada, por donde nadie querría que pasara su muerto.

Pero criando ya tocaban fondo en aquella inmensa olla de árboles y peñascos, helechos, orquídeas, reptiles, en un recodo de la vereda que corría al par de un riachuelo por un lodazal de luto, encontraron un grupo de campesinos que subían con el blanco ataúd de una doncella. Y allá van los Matachines de regreso, con el corazón que se les salía contemplando aquel estuche de nieve que encerraba el cuerpo de una virgen. En el jadeó de la cuesta, silencio de pájaros y hojas se les oía repetir, si casi lo decían con la respiración... no murió... no murió...

Esperaron que anocheciera. De noche no hay entierros. Inexplicable. Un cigarrillo tras otro. Inexplicable. Estupidez municipal. Llevar uno su muerto chocando contra la luz del día cuando sería más íntimo cruzar la ciudad a medianoche, entre las luces de las calles en procesión de cirios o de antorchas, el silencio majestuoso de las plazas y el recogimiento de las casas cerradas.

La casa de la Pita-Loca, desván de mujeres que se ofrecían en los espejos, apenas formas de humo de tabaco, fantasmas de carne y pelo color de yema de huevo por las luces amarillentas, uñas de escama de pescado y cejas postizas, anzuelos que al no pescar goteaban llanto, estaba llena de borrachos que hacían combinaciones enigmáticas de apetitos y caprichos, hasta encontrar, si no el ideal de su tipo femenino, el que más se acercaba a su deseo. Todas tenían un pasado vivido y un pasado remoto de diosas, sirenas, madonas... como hacerle fondo de ojo al mar... lo propio en la mujer es el mundo pretérito en que vive y que a veces disimula, aventura del disfraz, con el traje que la vista de presente.

La mujer que buscaban los Matachines en casa de la Pita-Loca, Tamachín se adelantó a Chitanam, Chitanam a Tamachín y al fin entraron juntos, arrebatándose la palabra para describirla, decía tener música antigua en los oídos, pero sólo en los oídos, reír, hablar y besar en presente, a pesar de ser vieja toda dentadura de marfil, y foguear sus pupilas hasta limpiarlas de lo cotidiano para ver el mañana.

La Pita-Loca, oropendientes en las orejas, masapanes de perlas en el pecho, dedos encarcelados en anillos de piedras de colores, verdes, rojas, amarillas, violetas, negras, azules, tornasoles, les puso a prueba lanzándoles preguntas que no por inesperadas podían dejar de responder los Matachines, pues era cerrarse las puertas y no encontrar a la mujer que buscaban, aquella que tenía el ayer en los oídos, el hoy en los labios y el futuro en los ojos.

—¿Quién de los dos sabe bailar con zancos? —preguntó aquélla.

—Los dos —se adelantó Tamachín—, pero no sobre zancos, sobre las tetas de las diosas...

—¿Saben alguna oración secreta?

—Sabemos, ya lo creo que sabemos oraciones secretas —contestó Chitanam y tras un breve y calculado silencio alzó la voz—: ¡Dioses... Dioses... Dioses de ojos con agua, manos gastadas en la siembra, exactos en la cuenta del tiempo...

—Y andan buscando... —le cortó la Pita-Loca—, andan buscando a Nalencan...

Ambos callaron y aquélla se dijo, los atrapé.

—No, señora... —movió la cabeza Tamachín y Chitanam añadió:

—Desde luego que no. ¿Quién se preocupa por Nalencan en las ciudades?

Nadie. Ni tiene resplandor de relámpago ni ensordece con el retumbar de los cielos. No así allá en Machitán, donde la tempestad, la temible Nalencan se desploma apocalíptica entre tronos, truenos y dominaciones...

—Buscamos — intervino Tamachín — a la mujer de ayer, hoy y mañana... La Pita-Loca encogió los dedos, patas de arañas de colores, araña de brillantes, esmeraldas, rubíes, amatistas, turquesas, ópalos, topacios, zafiros, cada mano, y frunció las cejas de humo triste.

—No la hemos enterrado. La tenemos para dientes que como a ustedes, les gusta la mujer rígida y fría, totalmente fría, a temperatura de cadáver.

—¿Muerta? —preguntaron al mismo tiempo los Matachines, sintiendo junto a ellos algo que habían olvidado, la presencia del machete.

—Congelada. No era linda, pero no era fea. Los ojos achinados como de cocodrilo, respingona la nariz, el pelo lacio...

—¿Muerta? — repitieron aquéllos su pregunta.

—Sí, se suicidó, el suicidio es la muerte natural aquí en la casa. Pero si quieren estar con ella, siempre la tenemos preparada en su lecho funeral, olor a flores blancas y a ciprés, a jazmín e incienso... hay hombres que les gusta la carne fría... el amor en el cementerio... hacer su maña entre cuatro cirios...

—No, no, no murió... —insistían los Matachines sudando el frior acuoso de la angustia en los huesos.

—Aaaa...cabáramos, los señores son de los que creen, o lo oyeron decir aquí en la casa... La servidumbre cuenta que la bella de Machitán, así la llamábamos, se levanta de noche. Los muertos que sueñan que no están muertos son los que deambulan fuera de sus tumbas. Pues la bella, sueña que está viva, y anda por aquí, por allá, abriendo y cerrando las puertas. Lo brutal es que cuando un hombre la posee parece que revive y a pesar de su rigidez cadavérica, adquiere movimientos de esponja. Pero los estoy aburriendo con mis tonterías. ¿Quieren estar con ella?... Puede ir uno, primero, y otro después o si prefieren vayan los dos juntos...

—Debemos sacarla de aquí...

—Imposible. Por ningún dinero. Es tradición, y mi marido era inglés, un ex pirata, aunque a él no le gustaban los «ex», que mujer que entra en casa de la Pita-Loca, no sale ni muerta, pues aun muerta sirve para que se den cuerda perversos y degenerados...

—Esa mujer tenía —las palabras caían de los labios de los Matachines, que no realizaban cabalmente lo sucedido, como alas de hormigones viejos—, tenía el ayer en los oídos, el presente en la boca y el futuro en las pupilas...

—Y por eso, por eso se suicidó prontito. ¡Pruébenla, no lo estén pensando tanto! Está bañada y lavada... vayan... vayan a su alcoba... por encima se les ve que les gusta la carne muerta...

Arteros y veloces, tras cambiar una mirada, el zig-zag de los machetes y a cercén las dos manos de la Pita-Loca cortadas como dos panochas de piedras preciosas, sangrando más por los rubíes y granates que por sus vasos abiertos...

     Desatornillados de sus cabales, sueltos, ciegos, ensangrentados hasta los codos, por momentos gritaban, por momentos ladraban, ladrar de perros que se vuelven lobos aulladores y por momentos, tras aullar, se lamentaban con rugido de fieras.

Gritar, ladrar, aullar, rugir, molerse los dientes, comerse la lengua, tragarse la realidad, perdido el empeño, el sostén, la duda...

—No murió... no murió la bella de Machitán... —lloraban a carcajadas... sin poderse borrar de los ojos la visión de aquel cuerpo de tabaco blanco, momificado, que la Pita-Loca perfumaba para que la gozaran borrachos o sonámbulos...

Una anciana, pelo de pluma blanca, les detuvo al salir de la ciudad que de noche, dormida, no tenía pies.

—¿El camino buscan? —inquirió.

A lo que los Matachines, machete en mano, preparados siempre para abrirse paso a filo y muerte, contestaron :

—¡Por la Gran Atup que eso buscamos... el camino de regreso... tenemos que machetearnos hoy mismo... quitarnos la vida en la plaza de Machitán!

—Para eso son matachines...

—Sí, señora, para servirla...

—¿A mí...? jiji. —su risita olía a trapo quemado—, la muerte no me sirve... jijiji!

Luego adujo:

—El camino de los Matachines se acabó...

Chitanam, sin darse cuenta que aquello significaba que para ellos era llegado el fin, bromeó:

—¿Qué debemos asar para que siga?

—Asar nada. Hacer mucho. Hacer que les crezca el pelo, salvo que tengan a alguien que les dé su cabellera para hacerse el camino.

Tamachín suspiró:

—¡Tenemos... más bien teníamos, señora, pero se quedó sin camino antes que nosotros!

—Lo sé, yace dormida en la casa de la Pita-Loca, sobre una almohada negra des siete leguas de ríos hondos, justo lo que les falta a ustedes para llegar a Machitán. Sí se volvieran a pedirle prestados sus cabellos.

—Es imposible —exclamaron, mostrando a la vieja las manos de la maldita alcahueta con los dedos en túneles de piedras preciosas hasta las uñas.

—Se le cortan las manos a la riqueza malhabida —dijo la anciana horrorizada—, pero es inútil, es inútil, le salen nuevas manos...

—¡Apártate... —enarboló el machete Tamachín—, cola del cometa que anda donde no se ve, ya respiras poquito como todos los viejos, pero te juro que vas a respirar más poquito, si la muerte no nos lleva a miches hasta Machitán!

La anciana desapareció y les fue concedido. Sobre un galápago formado con dos omóplatos sin colchón, es dura la jineteada final, llegaron al lugar en que debían cumplir su juramento. Al bajar de tan frágil como fuerte cabalgadura de huesos, la muerte mostraba sus dientes descarnados.

—¿De qué te ríes...? —le preguntaron.

Y la respuesta lacónica:

—De ustedes...

No la oyeron, no les importaba. Ataviados para el duelo: camisas blancas, sus mejores camisas, puños, pecho y cuello alforzados, pantalones blancos, sus mejores pantalones, manos y caras teñidas de blanco, cambiaron una mirada de amigos enemigos y lanzaron sus machetes al aire. Estos cayeron enterrados de punta, uno frente a otro, pulso de matachines, señalando el lugar que le correspondía a cada uno en el terrible encuentro. A Tamachín le quedó el sol en la cara, a Chitanam en la espalda.

Tamachín pensó: Chitanam me aventaja, el sol no lo encandila. Chitanam pensó : Tamachín salió ganando, a la luz del sol me ve mejor.

Mientras tomaban sus machetes, un perico pasó volando sobre sus cabezas.

—¡Tamachín... chin... chin... matachín! —decía festivo y regresaba más gozoso—. ¡Matachín... chin... chin... Tamachín!

Luego se iba, luego volvía:

—¡Chitanam... tam... tam... Machitán! ¡Machitán... tam... tam… Chitanam!

—¡Por la Gran Atup que esto se acabó! —gritó Tamachín enfurecido, el machete en alto, yendo tras el perico que seguía en sus burlas...

—¡Matachinchín, matachín!... ¡Matatamtam, Machitán! —verde, alegre, jaranero—. ¡Matatamtam, Machitán! ... ¡Matachinchín, Matachín!

Y volando, volando, tam-tam y chin-chin... chin-chin y tam-tam..., sacó de la plaza convertida en palenque a los matachines de Machitán que lo perseguían con sus machetes.

—¡Matachines al fin! ... —dijo alguien, no el perico. Alguien. Sólo se le miraba el hombro y en el hombro, posado el perico.

—Atalayandítolos estuve, para que no se mataran, pero se me pasaron. Sin duda el baile del llueve pies y pies y pies los hace invisibles, y por eso mandé a traerlos con el perico.

Este, al sentirse aludido, echóse hacia atrás, abierto de patitas y alivió la tripa soltando un gusanito de estiércol en el hombro del hombre del hombro.

—¡Y por virtud de ese gusanito —gritó el perico, esponjándose como una lechuga avergonzada—, salvarán el pellejo Tamachín y Chitanam, y seguirían bailando el llueve pies y pies y pies en Machitán!

—Salvarla del todo, no —dijo el hombre del hombro—, se les dejará la vida por algún tiempo, si no hacen lo que hacen, derramar sangre.

—¡Matachines al fin! —recalcó el perico.

—Al entendido por señas —alzó la voz Tamachín, montando en cólera—, cobardía y excremento de perico es igual, y a ese precio no queremos la vida los matachines de Machitán.

—Si no es eso... —se apresuró decir Chitanam, no las tenía todas con la muerte, y aun con algo de caquita de perico prefería la vida...

Si el hombro del hombre no desaparece y el perico no vuela, los parte en dos el machete de Tamachín.

El filo vindicativo cortó el aire y dio en el pie de alguien. Un pie sin sangre, negro, peludo y con las uñas de punta. Un pie cortado, no de un tobillo, sino de un chillido desgarrador. Lo recogió Chitanam sin detener su paso. Volvían a la plaza de Machitán a reanudar el desafío, interrumpido por la presencia del perico, volanderas las alas de sus sombreros blancos como sus ropas, las caras y las manos espolvoreadas de envés de hoja de encino blanco, extraños personajes de ceniza que llevaban sobre el pecho, amuletos de muerte y pedrería, las manos cercenadas de la Pita-Loca,. cada uno una mano, y a flor de labio, en la resaca de su palabrear de condenados a muerte, la letanía del no murió... no murió... no murió...martillado para aminorar su culpa o porque en verdad creían que los que no mueren donde nacen, no son muertos, sino ausentes, doblemente ausentes como aquella que tuvo el ayer en los oídos, el hoy en los labios y el mañana en los ojos. Todo inútil, inmensamente inútil. Qué feroz desatino rodarse de preguntas sin respuesta, desimantados, incongruentes, tránsfugas, perjuros, atragantándose con llanto, al cuello el peso muerto de las manos hinchadas como sapos y reverberantes de oro y gemas de la maldita alcahueta.

—¿Me lo devuelves.., es mi pie... es mío! —dijo por señas y visajes a Chitanam, un mono por su color bañado en espuma de hervor de café.

—Si te sirve... —contestó aquél y se lo devolvió.

¿Qué puedo hacer por los señores? parecía preguntarles con sus fiestas el saraguate coludo, todo ojos a las reliquias que colgaban sobre el pechó de los Matachines. Se les adelantaba cojeando, los miraba y volvía a ver atrás. Cojeando, cojeando, no se puso el pie, rechinaba los dientes y volvía y volvía la cabeza.

Los alcanzó a pasos despeñados, el gran Rascaninagua.

—Porque sueño con los ojos abiertos creen que yo sé cosas —canturreaba—, creen que yo sé cosas, porque sueño con los ojos abiertos... ¿Y los señores... —enfrentóse a los Matachines—, quiénes son, cómo se llaman?... ¡Ah! ¡ah!... —se fijó mejor en ellos—, son los Matachines de Machitán.

El mono sentado en el suelo, empezó a quererse pegar el pie, antes que el gran Rascaninagua le preguntara por qué travesura se lo habían cortado. Revolvía saliva, tierra y chillidos.

—¡Telele, dejé de chillar! —amenazó Rascaninagua con el bastón en que se apoyaba, al saraguate. Luego volviéndose a los Matachines, en tono autoritario: — Mis amigos, en estos cerros no se debe derramar sangre...

Se limpió la boca con el envés de la mano. La palabra sangre mancha los labios de solo pronunciarla e inquirió con sus ojos perdidos en hojarasca de siglos, la impresión que causaba su mandato de «no más sangre» en aquellos que vivían sólo para eso, para derramarla.

—Y si no derramamos sangre, de qué hemos de vivir... —se adelantó a responder, en tono interrogativo, Chitanam—, y lo peor es que ahora estamos comprometidos, por juramento, yo a derramar la sangre de Tamachín y Tamachín la mía.

—Pero eso puede evitarse... —sacudió la cabeza Rascaninagua.

—¡Imposible! —gritaron, aquéllos.

     —No hay imposibles en mis cerros...

—Si pudiera evitarse. —apresuró Chitanam, esperanzado, no las tenía todas con la muerte, y menos a machetazos. .

—¡Con un revuelto de cobardía y caca de perico... —engallóse Tamachín —,

ja, ja, ja... —soltó la risa, para añadir en seguida: —La bella de Machitán nos espera más allá de la vida y debemos juntarnos con ella...

—¿Y por qué los dos? — frunció las cejas al preguntar Rascaninagua.

—Fue el amor lo que la perdió, el amor que sentía por nosotros dos —explicó Chitanam—, no se decidió por ninguno y cayó en poder de todos los que no la querían...

—Y... si cumplen el juramento de reunirse con la bella de Machitán, sin morir del todo, qué les parece —planteó en tono agorero y familiar Rascaninagua.

El mono, medio dormido, soltaba largos suspiros. Se había pegado el pie. Los Matachines dudaban de sus ojos. Cómo creerlo.

Saliva, tierra y chillidos, qué mejor pegamento.

—Morir sin morir del todo... cumpliríamos nuestro juramento y seguiríamos vivos... —pensaba sin decirlo Chitanam

—Pero hay una condición —Rascaninagua adivinó lo que éste pesaba con la sutil balanza de las probabilidades—, una sola condición. No se derramará más sangre en Machitán. La sangre de los Matachines será la última.

—Lo que nos mandes haremos con tal dé morir sin morir —habló Chitanam esperanzado, cada vez más esperanzado—. Cumplir nuestro juramento y no irnos de la vida...

Tamachín guardó silencio. Telele y Rascaninagua le resultaban sospechosos. Apretó las quijadas y se mordió el pensamiento. Los Matachines, ella lo dijo siempre, son valientes para dar la muerte, pero no para morir. Este zandunguero quiere hacernos creer que moriremos sólo aparentemente. Así nos da valor para matarnos. Las palpitaciones del corazón le cosían los labios. Al fin logró hablar:

—De mi parte agradezco, pero ni necesito ni acepto. Enfrentarme con Chitanam sabiendo que es de mentiras, me repugna. Si hemos de matarnos, que sea de verdad.

—Nada se pierde con hacer la prueba —murmuró Chita, que seguía no teniéndolas todas con la muerte.

—¡Todo se pierde... —se oyó la voz de Tamachín, vozarrón metálico, duro—, todo se pierde escuchando embusteros!

Telele bailaba, saltaba, sin que pudiera saberse cuál de los dos pies se había pegado con saliva y tierra.

—En fin agregó Tamachín, lo desarmaba el prodigio de ver al Mono con los los pies—, oigamos cómo es eso de morir, sin morir de veras...

—¡Quieto, Telele! —gritó Rascaninagua al saraguate que no dejaba paz—. ¡No pudiendo ser dios, es bailarín! —explicó sonriente, antes de endurecer la cara para anunciar a los Matachines, pétreo y solemne, que les daría dos talismanes, uno a cada uno, para que a su conjuro pudieran volver a la vida desde el mar de las sustancias.

—El instinto de conservación —prosiguió Rascaninagua— es el gran perro mudo, fiel cuidador de lo carnal del hombre, de su cuerpo, de su integridad, desde hacerle presentir los peligros hasta defenderlo ferozmente; luego viene el nahual o espíritu protector de su ánima, su doble, el animal que lo sostiene siempre, que no lo abandona nunca, que lo acompaña más allá de la muerte; y por último la

poderosa combustión de las sustancias de que está hecho lo vital, la vibración más íntima del ser, o sea el tono.

Hizo una pausa y siguió:

—El señor —se dirigió a Tamachín que despedía, colérico, negras llamas por los ojos—, el señor es de tono mineral y le corresponde y le entrego el frágil talismán de talco en forma de espejo de hojas de sueños superpuestos. Cada una de sus hojas dura nueve siglos, novecientos años. Cada nueve siglos tendrá Tamachín que cambiar de hoja para seguir vivo en su profunda sustancia mineral. Trescientos millones de espejos de talco, contando sólo la primera lámina, arrebatarán su sombra, para mantenerlo vivo, de la sombra de la noche.

Rascaninagua puso la mano en el hombro de Chitanam:

—En cambio, el amigo es de tono vegetal y le entrego el talismán agua verde, sangre de árbol, en este trozo de raíz de ceiba, para que navegue, después de muerto, en la sangre verde de la tierra, y vuelva cuando quiera a su forma corporal. Es por virtud de mis talismanes que los Matachines seguirán vivos en lo más íntimo de sus sustancias, piedra será Tamachín, árbol será Chitanam.

—¡Vengan los talismanes! —gritaron esperanzados y exigentes los Matachines.

—Pero, para llegar a ser indestructibles y salvarse de la nada usando una energía rudimentaria, más fuerte, sin embargo, que el instinto de conservación y el nahual o animal protector, deben evitar ser heridos en su forma mineral y vegetal, buscar lo más profundo de las selvas y los barrancos, para que nadie los toque, no separarse nunca y jurar que su sangre es la última que se derrama en Machitán.

—¡Por la Gran Atup que así será! —juraron los Matachines al recibir los talismanes y desaparecer Telele y Rascaninagua, a quien dieron en pago a su secreto de supervivencia, las manos muertas y enjoyadas de la Pita-Loca.

La plaza de Machitán negreaba de cabezas humanas. El desafío de los desafíos. Las torres y el frente de la iglesia, las ventanas y los techos de las casas, los árboles, todo era una sola cabeza. Los vecinos principales asomados a sus balcones. En las esquinas, hombres a caballo con espuelas que sonaban a lluvia dormida. A lo largo de las aceras, piñas de comerciantes que ofrecían refrescos, comidas, cocos de agua, dulces, frutas y baratijas.

Silencio expectante, más bien expectorante. Todos, a pesar del momento que se vivía, tosían, gargajeaban...

Salieron a la plaza los Matachines seguidos de comparsas abúlicas que llevaban esqueletos de culebras, gallos degollados, cueros de tigrillos, jaulas de hilos con pajarillos minúsculos, pieles de oveja, aves hipantes, cascabeles de serpientes, cuchillos de sacrificio con la forma del Árbol de la Vida, y afilados por la risa de Tohil, afilador de obsidianas, calaveras pintadas de colores, azules, verdes, amarillas, cornamentas de venados...

Los Matachines ocuparon los lugares que los machetes arrojados al aire les señalaron, al caer de punta y clavarse en la tierra, y sin más esperar se alzó la voz de Chitanam. Pedía que le dieran por ataúd el árbol hueco que ahora sonaba con cien lenguas de madera. Dormir su último sueño en un tun. Que un tun fuera su tumba, su tumba retumbante.

Luego habló Tamachín. Pedía que lo enterraran en una piedra cavada a su tamaño y, sin decir más, empezó su última danza de pies y pies y pies...

¡Chin-chin-chin... Matachín-chin-chin...!, pies y pies y pies... lluvia de pies y pies y pies...

¡Tamachín-chin-chin,,... chin-chín Tamachín…Tamachín-chin... Tamachín! ¡Tam-tam-tam... Chitanam-tam-tam...! —empezó Chitanam su última danza, su, llueve pies y pies y pies... Antes gritó su proclama, los machetes al aire como peces de sol : no iban al encuentro de la muerte, sino de la bella de Machitán... pies y pies y pies... lluvia de pies y pies y pies...

No se hizo esperar. la proclama de Tamachín :

¡Un nudo de amor de tres, no se puede desatar...! En el eco se oía: ...no se puede desandar...!

¡Es lo que pasa, Chitanam, cuando nacen dos hombres para una mujer!

—¡Es lo que pasa, Tamachín, cuando nacen dos hombres para una mujer!

Pies y pies y pies... pies y pies y pies... lluvia de pies y píes y pies... golpe... quite... golpe... quite... chocando los machetes... plin... plan... golpe de Chitanam... plan... pila... golpe de Tamachín... plan... plin... plan... quite y golpe de Chitanam... plin.., plan... plin... golpe y quite de Taniachín... los machetes chocando... pies y pies y pies... lluvia de pies y pies y pies... plin... plan... golpe de Machitán... plan... plin.., quite de matachín... golpe... quite... golpe... quite... sin herirse para prolongar la danza... el llueve pies agónico... pies y pies y pies... pies y pies y pies... no hay quite sin quite... no hay golpe sin golpe... plan... plan... al quite... al quite, Chitanam... al golpe, Tamachín, al golpe, al golpe, al golpe, Chitanam... al quite, al quite, al quite, Tamachín... pies y pies y pies... pies y pies y pies... piesip... es... piesip... es... tambaleantes.., heridos de muerte... un puntazo al corazón... por la tetilla..

Trapos ensangrentados... nada más sus camisas... nada más sus pantalones...sus fajas coloradas... su caites... sus sombreros... Eso se enterró... sus trapos... no sus cuerpos... se hicieron invisibles...

Sus trapos ensangrentados y sus machetes, en un árbol resonante y en una roca

de gesto doloroso...

Días, meses, años... Chitanam transformado en un caobo inmenso y Tamachín convertido en una montaña, se reconocieron:

—¡Tam-tam, Chitanam!

—¡Chin-chin, Tamachín!

—¡Tam-tam, harás uso de tu talismán?

—¡Chin-chin, Tamachín hará uso de su talismán!

—¡Tam-tam, volverás a Machitán?

—¡Chin-chin, volveremos, Matachín!

Un machetazo rasgó el cielo de miel negra. Heridos caobo y peñasco por el rayo, no pudieron hacer uso de sus talismanes, volver a ser los Matachines de Machitán. Lluvia fermentada. Ebriedad de la tierra. Los ríos borrachos de equis en equis zigzagueantes. Los árboles bamboleándose borrachos. La ebriedad del mineral es el vegetal. Los minerales son vegetales borrachos. La borrachera del vegetal es el animal. Los animales son vegetales alucinados, delirantes...

Rascaninagua, seguido del mono que lucía sobre su pecho peludo las manos enjoyadas de la Pita-Loca, asomó con el cuerpo intacto de aquella que en vida tuvo oídos rumorosos de ayeres, labios de brasas que ardían en presente y ojos de adivinaciones futuras.

La traía en brazos. Pesaba menos que el humo, menos que el agua, menos que el aire, menos que el sueño.

Un ataúd de caoba. Un peñasco de sangre. El nudo de las tres vidas.

Porque sueño con los ojos abiertos creen que yo sé cosas... Astros materiales, se deshojó la noche del destino!

 

PULSA AQUÍ PARA LEER RELATOS DE TEMA FANTÁSTICO

ir al índice

SONETO

Añoso ya y tonto de capirote,

aburrido de tan largo jolgorio,

una tarde pensó Don Juan Tenorio

divertirse en hacer de Don Quijote.

Después de siesta se rascó el cogote,

se ajustó más ceñido el suspensorio,

mandó a Ciutti copiar el relatorio

y puso al manso Rocinante al trote.

Mas al sentir la no ligera carga

el pobre bruto, enjuto de sudores,

tropezó luego, se tendió a la larga,

renunció a la victoria y sus honores

y tuvo allí Don Juan, mozo de adarga,

que aligerarse haciendo aguas mayores.

 

PULSA AQUÍ PARA LEER POEMAS  SOBRE RECREAIONES LITERARIAS

 

ir al índice

ULISES

íntimo amigo del ensueño, Ulises,

volvía a su destino de neblina,

un como regresar de otros países

a su país. Por ser de sal marina.

Su corazón surcó la mar meñique

y el gran mar del olvido por afán,

calafateando amores en el dique

de la sed que traía. Sed, imán.

Aguja de marear entre quimeras

y Sirenas, la ruta presentida

por la carne y el alma ya extranjeras.

Su esposa lo esperaba y son felices

en la leyenda, pero no en la vida,

porque volvió sin regresar Ulises.

 

PULSA AQUÍ PARA LEER POEMAS SOBRE SERES MÍTICOS

ir al índice

EL AMOR

Ah, suave afán, cabal e inútil pena,

clima de una piel tibia como un trino,

en secreto misterio la cadena

forjando está con sólo ser divino.

Astral tonicidad de sus recreos

preciosa soledad de sus combates,

en linterna de alarma sus deseos

quemando está de campos a penates.

Eternidad de pétalo de rosa,

silencio azul de álamo que aroma,

manjar de sombra con calor de esposa,

fruto prohibido que en el polen yerra,

tejiendo está con alas de paloma

el vestido de novia de la tierra.

 

 

PULSA AQUÍ PARA LEER POEMAS SOBRE QUÉ ES EL AMOR

ir al índice

NIETO Y CUENTO

Lejos de la saliva de tu acento,

sin el extraño azul de tu congoja,

yo soy el niño que te cuenta un cuento

que empieza en mar y que termina en hoja.

La voz juega a jugar, pero es lamento

de una pena tan honda que deshoja

el relato del niño, en el momento

en que la abuela su pañuelo moja.

Un telar de trapecios, sinfonía

de rosales que miran hacia fuera

con los ojos cegados por la aurora,

y el niño sigue el cuento, todavía

oloroso a cantar de enredadera,

mientras la abuela sin moverse llora.

 

ir al índice

INVIERNO

En rodillas de viento galgo y huella

fui tras de ti, mujer en mi presencia

transportada por ágil luz de estrella

de sentido en sentido hasta la ausencia.

Atravesaste, amor, los egoísmos

que en sílice de lágrimas desvelo

yuxtaponiendo abismo sobre abismos

en mi insoluble soledad de hielo.

La gran araña de la lluvia teje

con agua y viento telarañas móviles,

¿qué mañana serán cuando despeje?

Superficies de vidrio sin quebranto,

como serán mis ojos cuando inmóviles

hayan llorado ya todo su llanto.

ir al índice

IR AL ÍNDICE GENERAL