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Miguel Ibañez de la Cuesta

Una cosa lgera, alada, sagrada...

Algo desmesurado

Circunavalación

El fantasma y la conciencia de

Una cosa ligera, alada, sagrada ...

P

or fin, el poeta de provincias escribió el último verso del último poema de su último libro. Después, imprimió una copia, la empaquetó y se la mandó a su editor. Su editor era un hombre honrado que dirigía una editorial pequeña y artística, él era un hombre honrado que escribía poemas pequeños y artísticos: entre ambos había cierta corriente.

Mientras volvía de la estafeta de Correos, se imaginaba las críticas que recibiría este último libro: pequeñas y honradas críticas de unas cuantas líneas en el interior de dos o tres suplementos literarios, y que comentarían amablemente su elegancia informal, su razonable tristeza, su correcta emotividad.

Ya era su quinto libro. En este había, como en los otros cuatro, calles melancólicas, paisajes de invierno -matizados-, de otoño -que vienen ya con el matiz puesto-, recuerdos de infancia envueltos en una delgada niebla evocadora, y meditaciones sobre el paso del tiempo en un tono suavemente elegíaco y resignadamente gris.

En general, no se decía del poeta de provincias que fuera mejor ni peor que otros. No se decía gran cosa de él en realidad, y eso era lo único que le irritaba hasta sacarle de quicio.

¿Por qué ha conseguido X... sentar su culo gordo en lo más alto de la escala literaria? ¿Por qué se le alaban a Y... sus blanduras y sensiblerías de chiquilla enamorada? ¿Y el autobiografismo obsceno de Z..., a quién le debería importar, más que a su mamá y su tata?

Él se había dedicado a su obra sin caer en excesos, ni en confesiones, ni en trucos publicitarios ni en modernidades bobas ni en poses tradicionalistas; él había sabido mantenerse en el difícil punto de equilibrio sin el cual la poesía se transforma en un palique de dementes que se arrojan unos a otros sus lloros y sus manías. Y se lo habían pagado con un desdén elogioso, el mismo desapego con el que se comenta la belleza de una postal expuesta en un quiosco.

Pero era tal su contención que en su último libro de versos no había influido para nada lo que había pensado ya antes de empezar a escribirlo. Nadie, leyéndolo, hubiera sospechado la decisión, que al fin había tomado, de ser excesivo.

Entró en su casa, se quitó la ropa, abrió el grifo del agua caliente, se metió en la bañera y acercó a sus venas la cuchilla que ya tenía preparada.

Ahora sí que empieza lo bueno, pensó.

 

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Algo desmesurado

D

urante meses estuvo calculando los pasos justos que había hasta el patíbulo. Cada vez que le dejaban salir a pasear -una vez al día, escoltado y esposado- se dirigía hasta el centro exacto del patio, contaba los pasos que había desde su celda hasta el lugar en donde se iba a erigir el escenario de su muerte, contenía la respiración, y como un buzo que se interna cada día un poco más, aguantaba sin respirar un paso más cada día: no quería darles a sus enemigos el espectáculo de sus jadeos, su angustia, su miedo.

El día anterior al fijado para la ejecución consiguió andar hasta el centro del patio sin respirar. Lo había logrado justo a tiempo.

Aquella noche oyó desde su celda los martillazos y aserraduras: la música de su muerte.

Por la mañana lo sacaron de la celda, dos guardias lo agarraron por los brazos, se echó a a andar: un paso, otro paso, otro paso..., la cuenta se iba cumpliendo y él aguantaría hasta el final sin respirar, impasible como una estatua, sin bajar ni siquiera los ojos, sin dirigir la vista hacia el suplicio que aquellos miserables le habían destinado y que él había aprendido a ignorar.

Cuando llegó a lo que debería ser el primer escalón, cuando ya tenía la pierna derecha levantada, pues también con eso había contado, para subir al cadalso con serenidad y sangre fría, comprobó con una decepcionante sorpresa que allí no había ningún escalón: el tablado se elevaba más allá de donde debería estar, más allá de donde ellos mismos le habían dicho que iba a estar.

Entonces oyó la voz del director de la prisión, a sus espaldas, estudiadamente melosa y cruel, y sin verlo pudo adivinar que sonreía mientras le susurraba:

-¿Qué habías creído? La muerte siempre está un paso más allá.

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Circunvalación

E

l explorador llegó al extremo más alejado del continente desconocido y descubrió que el paisaje era igual que el de su tierra, las montañas eran iguales, los valles y los ríos también. Se internó en una ciudad igual que la suya, atravesó calles iguales que las que había atravesado antes de partir, se cruzó con las mismas caras que lo habían despedido, se paró ante una casa que reproducía la suya ladrillo por ladrillo y que tenía el mismo número de portal, abrió la puerta con su propia llave, se sentó en su sofá preferido, se sirvió una copa de su licor y después se miró al espejo.

El hombre que veía reflejado en el espejo no se parecía a él en nada.

Entonces supo que había llegado al país en el que nos vemos con los ojos de otros. También supo que nunca podría viajar más lejos y que ya nunca podría volver al punto de partida

 

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El fantasma y la conciencia de sí

M

uchos años después, volvió al lugar del naufragio.

Las olas golpeaban con la misma furia que entonces, y la sombra de los acantilados caía sobre el mar como una gigantesca losa.

Le pareció volver a oír los gritos de los marineros, el crujido del mástil, la embestida de la proa contra los arrecifes.

Pero no había nadie. Allí estaba sólo él. Y el mar.

¿Cómo es posible -se preguntó- que esté tan cerca del agua y ni siquiera me moje?

También le pareció haber vivido antes aquella situación y haberse hecho la misma pregunta.

Sólo cuando fue a rascarse la cabeza en un gesto de perplejidad, se dio cuenta de que aquel acto ridículo le iba a revelar por fin su verdadera condición, lo que ni el mar ni los gritos de los marineros ni su propia muerte le habían revelado hasta entonces.

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