Miguel Sawa

 

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El gato de Baudelaire

Un desnudo de Rubens

La muerte de María Antonieta

EL GATO DE BAUDELAIRE

      ¿USTED sabe que Baudelaire tenía un gato? ¡Oh! un gato hermosísimo, de pelo negro, suave y brillante como la seda, las orejas graciosamente plegadas, los ojos redondos, de un verde claro, que a veces se encendían como dos ascuas, terribles, amenazadoras El gato de Baudelaire era de muy ilustre progenie. Yo he averiguado todos sus antecedentes de familia. Era nieto de Azucena, la gata blanca de Lamartine, e hijo de César, el felino amado por Víctor Hugo.

      Sátiro— que así se llamaba el gato de Baudelaire,— no tuvo descendencia. El poeta le condenó a eterna castidad, mutilándole con sus propias manos apenas nacido.

       Y Sátiro— ¡qué ironía la de su nombre!— incapacitado para el amor, sin ideal alguno en la vida, se hizo filósofo, y pensó, con Kant, que no hay nada superior en la tierra al soberano yo.

      Todos los gatos son egoístas, ya lo sabe usted, pero ninguno tanto como Sátiro. Tendido sobre la mesa del poeta, los ojos soñolientos, se hacía adorar como un animal sagrado. De vez en cuando distendía sus miembros en un desperezo voluptuoso y sacaba sus uñas encorvadas, que se alargaban feroces, buscando algo que destrozar.

      Yo odio a los gatos casi tanto como a los hombres. Es una monomanía como otra cualquiera. Todos tenemos alguna.

      Voy a explicarle el porqué de mi odio hacia esas pequeñas fierecillas del hogar.

      Yo tuve un amor en la vida que se llamaba Esmeralda. Y aquella mujer — ¡oh, no crea usted que le engaño!_— tenía, tanto en lo físico como en lo moral, algo de felino.— Por algo la llamaba yo «mi gata».

      Si la hubiera usted visto en las siestas del verano, desnuda, sobre una piel de tigre— nunca conoció el pudor,— desperezarse voluptuosa, como el gato negro de Baudelaire, alargando sus manos, ¡dos preciosas garras, en busca de la presa que destrozar!...

      Y yo, ¡insensato! la entregué mi corazón para que, jugando, jugando, llegase a clavar en él sus uñas y lo despedazase poco a poco, con sabia ferocidad.

      Esmeralda, idólatra de su persona, enamorada de sí misma, no amó a nadie en la vida. También creía en el yo de Kant; también, al venir al mundo debieron de mutilarla.

      ¡Pero era tan hermosa!... blanca, los ojos verdes, de un verde claro, del color del ajenjo,  misteriosos y soñadores; el cuerpo.... ¡Poderoso Dios, qué tentación de cuerpo! ¡Una obra perfecta de la naturaleza!

      No había hombre que al verla no se enamorase de ella. Y Esmeralda coqueteaba con todos: se hacía adorar de todos... Me hizo sufrir mucho; ya lo comprenderá usted. Yo era un hombre digno. Debí matarla. Pero por aquel entonces, no tenía yo el

valor del asesinato.

       «Mi gata» huyó un día con el clown Calígula. Y ya no volví a verla más. Alguien me contó que el clown, harto de sus liviandades la mató a puñaladas, ¡veintitrés puñaladas!

     Aquel bárbaro, furioso y desesperado, se ensañó con la pobre Esmeralda, destrozando su hermoso cuerpo a golpes de su hierro justiciero.

      Yo me he vengado también, a mi manera, de la traición de aquella mujer. ¡Oh, cuánta sangre he derramado desde que me abandonó! Yo no he usado el puñal como Calígula. Me he valido de las manos. La extrangulación; le recomiendo a usted este procedimiento para cuando quiera deshacerse de alguien. Es el mejor de todos. Vea usted estos dedos. Son de hierro. ¡Al que yo coja entre ellos!...

      Me horroriza pensar en mis víctimas. Yo puedo decir, como el personaje de la tragedia: «Mis crímenes son tantos como las arenas del mar».

      Comencé mi obra de venganza en el gato de Esmeralda. ¡Qué animal más precioso! Era blanco como la espuma, de ojos oblicuos, azules como el cielo. ¡Cuánto le quería Esmeralda! Y por eso, precisamente, le maté. ¡Oh, qué gozo al apretarle el cuello! El pobre animal me miraba con ojos suplicantes, demandándome piedad. Pero yo fui implacable. Y le ahogué entre mis manos con furia salvaje.

      Después... después.... Ya le he dicho a usted que mis crímenes han sido tantos como las arenas del mar.

      Realizado mi primer acto de venganza, sentí la bestial necesidad de la sangre. Hubo noche en que cometí hasta doce asesinatos. Mis dedos, convertidos en garras, se hacían cada vez más aptos, más «inteligentes» para matar. ¿Por qué mi odio terrible contra los gatos? se preguntará usted.

      La respuesta es muy sencilla. Por que Esmeralda— ¡oh, estoy bien seguro de ello!— era una gata con apariencias de mujer, y yo me propuse a bien de la humanidad, acabar con todos los animales de su especie.

      No vaya usted a figurarse, sin embargo, que mí odio a los gatos era general. No; los humildes, los miserables, los vagabundos, me inspiraban verdadera lástima. Mi «especialidad»— vaya usted a saber por qué —han sido los gatos amados por los hombres célebres. Por eso me fui a Paris a matar el gato de Baudelaire.

      ¡Qué espantosa aventura aquella!¡Mi última aventura! Aún me estremezco al recordarla. Era de noche. Yo había entrado en la habitación del poeta como un ladrón, descerrajando la puerta. Sátiro, como de costumbre, yacía tendido sobre la mesa en que se escribieran las Flores del mal. Sus ojos relucían en la oscuridad como dos ascuas. Me acerqué a él cautelosamente, y ya iba a echarle las manos al cuello, cuando el animal se puso bruscamente en pie, mirándome airado con sus ojos sangrientos. Yo no puedo decirle a usted lo que pasó después. Sátiro se arrojó furioso sobre mí, clavándome sus uñas, poderosas como las de un tigre, sobre la cara.

      Di un grito de dolor. Y dejé de ver. Sátiro, me había arrancado los ojos con sus garras de fiera.

      Y por eso estoy ciego. Soy un pobre inválido del crimen. ¡Pero bien me he vengado de Esmeralda! Ya apenas si hay por el mundo ningún animal de su especie. ¡Yo he acabado con todos!

 

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UN DESNUDO DE RUBENS

       EL loco había sacado la cabeza por entre los barrotes de la ventana— una cabeza espantable, de cabellos erizados, que se movía incesante con movimientos nerviosos —y me llamaba con gritos de desesperación.

      —¡Caballero! ¡Si quisiera usted hacerme el favor de oírme unos momentos!... Tengo que revelarle un secreto importantísimo... Escúcheme usted por lo que más quiera en el mundo... Sólo unos momentos... Acerqúese usted sin miedo... Yo no hago mal a nadie... Yo soy un pobre loco inofensivo...

      E interrumpiéndose y clavando en mí sus ojos de fiebre:

      —Mire usted, caballero, no quiero engañarle. Yo no sé decirle a usted en verdad si estoy loco ó estoy cuerdo. ¿La razón es el don de pensar que Dios ha dado a los hombres para diferenciarlos de los animales? Pues entonces, a pesar de lo que digan los médicos, puedo asegurarle a usted que estoy en el pleno dominio de mis facultades mentales. ¡Qué más quisiera yo que mi cerebro hubiese dejado de funcionar regularmente! ¡Qué más quisiera yo que verme libre del tormento de pensar!

      Y después de una pausa:

      —Creo que vivimos equivocados. ¿Por qué considerar la inteligencia— ¡oh vanidad humana!— como un privilegio, como una gracia suprema? ¡Cuánto más felices que nosotros los animales, libres del dolor del pensamiento! Todos los males del hombre tienen su origen en el cerebro. Yo he pedido al médico que me amputase el mío, como si fuera un tumor, pero no ha querido hacerme caso. ¡Los médicos son tan imbéciles! Créame usted, yo sería feliz si no pensara, si no recordara que...

      Y girando cada vez más descompasadamente, más frenéticamente la cabeza, siguió diciéndome:

      —¡Que no se entere nadie, que nadie escuche lo que voy a decirle!... ¡Me va en ello la vida! Caballero, soy un miserable: ¡he matado a mi mujer!  

      Y tapándose la cara con las manos como si se sintiera horrorizado de sí mismo:

      —¡Sí; soy un miserable! ¡No merezco perdón de Dios ni de los hombres! Pero no se marche usted... Tengo que contarle la historia... Toda la historia... No crea usted que soy un asesino vulgar... Cuando usted sepa...

      Sus ojos se llenaron de lágrimas:

      —Yo puedo decir como Otelo: «mi cólera es como la de Dios, que destruye los objetos que más ama».

      Hizo una pausa, y después, algo más sereno, aunque siempre moviendo la cabeza vertiginosamente, continuó:

      —Pues verá usted: yo estaba muy enamorado de mi mujer. ¿Cómo no sentir el amor ante aquel prodigio de la Naturaleza? Dios al darla vida dijo: «Ahí va mi obra maestra.» No puedo describir con palabras su belleza porque no las hay que den idea

de lo que era aquel portento de encantos y de gracias. Ya le digo a usted: la obra maestra del Gran Artífice.

      La voz del loco se hizo musical; al hablar parecía que cantaba.

      —Puedo asegurarle a usted— continuó—que la felicidad no es una mentira. Yo he sido feliz como no lo ha sido nadie en el mundo. El hombre que ha poseído a la mujer amada no tiene derecho a negar la felicidad.

      Hizo otra pausa; ahora su voz se tornó bronca y al hablar parecía que lloraba.

      —Verá usted cómo ocurrió mi desgracia. Paseábamos nuestro idilio por la hermosa Italia. Ya habíamos visitado Roma, Nápoles, Venecia, Milán... Y llegamos a Florencia. Pues bien: una tarde fuimos al Museo Dei Officis y al entrar en la sala destinada a Rubens... ¡Oh, en aquellos momentos sí que puedo asegurarle a usted que me volví loco! Porque imagínese usted cuál sería mi sorpresa y mi espanto y mi indignación al ver que uno de aquellos lienzos representaba a una mujer desnuda, y que aquella mujer era una copia exacta de la mía, lo que se dice una copia exacta.

       Sí; aquella era su cara ¡su misma cara! y aquel era su cuerpo ¡su mismo cuerpc!... Era ella ¡toda ella! Sus ojos, su nariz, su boca, su cuello, su seno, sus piernas... ¡era ella, toda entera!

      ¡Rubens había visto a mi mujer desnuda! Otros ojos, antes que los míos, habían gozado de ia contemplación de aquel cuerpo que yo creía sagrado. ¿Pero era esto posible?

      Ya le he dicho a usted que en aquellos momentos estaba completamente loco. Saqué el revólver y disparé primero sobre mi mujer y luego sobre el lienzo revelador de mi deshonra. Unos hombres me detuvieron y me llevaron no sé a dónde y luego

me trajeron aquí.

      Ahogado por loa sollozos dejó de hablar; luego, ya sin preocuparse de mí, monologó:

      —¡Pero Rubens nació hace mucho tiempo y no pudo conocer a mi mujer! ¿Cuántos años hace que nació Rubens?    ¡Doscientos, trescientos años! ¡No! ¡No pudo conocerla! Pero la adivinó y he hecho bien en matarla. ¡La adivinó!

      Y llorando y riendo a un mismo tiempo:

      —¡Sí, he hecho bien en matarla!

 

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LA MUERTE  DE MARÍA ANTONIETA

 

      ¡RÍASE usted de todos esos idealistas que creen posible la igualdad, la fraternidad humana! Mientras el mundo exista, existirá la ley de castas y la diferencia de clases. El poder real es el poder real, la aristocracia es la aristocracia, y el pueblo es el pueblo. ¡Si lo sabré yo, que soy el hombre más grande que ha producido la Revolución francesa!

      Voy a contarle a usted lo que me ha ocurrido en esta mi segunda aparición en la vida.

      Hay en Madrid, en la llamada calle de Tudescos, una casa triste, lóbrega, sin sol y sin aire, que amenaza venirse abajo, rendida por la pesadumbre de los años. Pues bien, en esa casa ha vivido, hasta hace poco, la propia María Antonieta, reina un tiempo de Francia.

      Yo la vi una tarde asomada al balcón, y quedé deslumbrado ante su belleza soberana. Luego, pensé: «¡Pero si yo conozco a esa mujer!» Y seguí reflexionando: «¡Vaya si la conozco!» Pero no acertaba a adivinar quien era. Hasta que mi cerebro se iluminó de pronto con la luz de una idea: «¡Pues si es la Austríaca!»

     Sí, aquella mujer era la propia imagen, el propio retrato de la pobre reina guillotinada. Como ella tenía la frente alta y serena, los ojos azules, los cabellos rubios—de un rubio pálido, color de oro viejo,— la boca altiva, la nariz aguileña...

      La ilusión era completa. Estaba en presencia de María Antonieta rediviva. Y tuve tentaciones de saludarla con una reverencia de minué.

      Usted dirá: «¿Pero cómo podía ser aquella mujer, María Antonieta?»

      La verdad, no sé que responderle.

      La vida está llena de estos hechos inexplicables.

      Sin embargo, ¿por qué no creer que hay seres extraordinarios a quienes Dios concede el privilegio de gozar de dos ó más existencias?

      Yo soy uno de esos seres extraordinarios. Fíjese usted en mí. ¿No me reconoce usted? Esta fealdad grandiosa de mi rostro debe ser para usted una revelación. Dios sólo ha hecho un hombre semejante a mí, dijera mejor un monstruo: Mirabeau. Y al no ser yo Mirabeau, claro es que tengo que ser por fuerza Danton. Sí, sépalo usted; yo soy el famoso convencional del 89, el compañero de Marat y Robespierre, el hombre de las matanzas de Septiembre; yo soy aquel que dijo al verdugo al pie de la guillotina: «Enseñarás mi cabeza al pueblo, ¡qué bien vale la pena de que la vea!» Yo soy Danton redivivo. ¿Y querrá usted creerlo? Así como yo me doy cuenta de mi existencia, así como yo sé quién soy, María Antonieta, en cambio, ha olvidado por completo su historia, su pasado, ignora quien es, y no hay modo de convencerla de que ha nacido en Viena y que es hija de María Teresa y viuda de Luis XVI.

      Yo le hice el amor con fines puramente altruistas; yo intentaba, al casarme con ella, realizar la unión entre la monarquía y el pueblo. Y María Antonieta me ha rechazado, se ha burlado de mí. ¡Si no hay modo de hacer compatible lo que es fatalmente incompatible!

      Yo me dirigí a ella con el siguiente discurso:

      —Señora: Vengo a proponeros la alianza del poder real con la revolución. El siglo XX no es el siglo XVIII. Ya no hay clases ni privilegios. Su igual humana es un hecho y María Antonieta bien puede ser la esposa de Danton.

      Ella se echó a reír.

      —¡Pero está usted loco!

      Yo continué imperturbable:

      —¡Qué felicidad haberla encontrado a usted en esta triste casa de la calle de Tudescos! ¿Pero por qué ha abandonado usted su palacio de las Tullerías? ¿Viene usted acaso de Versalles o de Marly? ¿Dónde está su corte amable de adoradores? ¿Y el conde de Artois? ¿Y el de Provenza? ¿Y los caballeros Coigny, Tersen, Vaudreil, Lauzan y tantos otros? ¿Dónde sus damas? ¿Y la princesa de Lamballe? ¿Y el buen rey? Permítame usted, señora, que la salude con una reverencia de minué. Permítame usted que bese con toda cortesía su manita real. No, no se asuste usted, no me mire usted con esos ojos de espanto. Yo ya no soy el Danton de aquellos tiempos terribles. Yo soy ya otro hombre distinto. Si quiere usted, estoy dispuesto a gritar ¡viva la Monarquía!, a condición de que usted grite: ¡viva la República! Hagamos un pacto: unamos a la vieja Tiranía con el pueblo emancipado. ¡María Antonieta casada con Danton! ¿Y por qué no? Ya le he dicho a usted que estos son otros tiempos. Además, el odio de la Revolución nos ha igualado. ¡Piense usted que nuestras cabezas han podido besarse en la trágica cesta del verdugo Sansón! Yo abjuro, señora, en honor de usted, de todos mis ideales políticos. Danton se declara cortesano de María Antonieta. ¿Cómo no ser vasallo de tal reina? Imagínese usted por un momento que soy el conde de Artois o el de Provenza, que soy uno de tantos caballeros de su corte de amor. Permítame usted que me arrodille a sus pies, como cumple a un buen cortesano. ¡Oh, reina y señora, yo la adoro con toda mi alma!

      Ella me miraba asustada, sin saber que responderme.

      — ¡Me da usted miedo! ¡Yo no soy María Antonieta!

      — ¡Ah!, ¿te obstinas en negar? ¡Tú eres María Antonieta! ¡Tú eres la Austriaca!

      Y la cogí furioso por un brazo. ¡Danton estaba con la calentura!

      — ¡Suélteme usted!

      — ¡Declara que eres la Austríaca!

      —¡Perdón! ¡Soy inocente!

      — iNo!

      — ¡Socorro! ¡Socorro!

      Le eché las manos al cuello.

      —¡Muere, pues, ya que no quieres ser mía!

      Por eso le decía a usted que no es posible la alianza entre el poder real y el pueblo.  

 

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