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El amigo de él y ella

Tres sombreros de copa (fragmento)

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El amigo de él y ella

(Cuento persa de los primeros padres)

     Él y Ella estaban muy disgustados en el Paraíso porque en vez de estar solos, como debían estar, estaba también otro señor, con bigotes, que se había hecho allí un hotelito muy mono, precisamente enfrente del árbol del Bien y del Mal.

     Aquel señor, alto, fuerte, con espeso bigote y con tipo de ingeniero de Caminos, se llamaba don Jerónimo, y como no tenía nada que hacer y el pobre se aburría allí en el Paraíso, estaba deseando hacerse amigo de Él y Ella para hablar de cualquier cosilla por las tardes.

    Todos los días, muy temprano, se asomaba a la tapia de su jardín y les saludaba muy amable, mientras regaba los fresones y unos arbolitos frutales que había plantado y que estaban ya muy majos.

     Ella y Él contestaban fríamente, pues sabían de muy buena tinta que el Paraíso sólo se había hecho para ellos y que aquel señor de los bigotes no tenía derecho a estar allí y mucho menos de estar con pijama.

     Don Jerónimo, por lo visto, no sabía nada de lo mucho que tenía que suceder en el Paraíso, e ingenuamente, quería hacer amistad con sus vecinos, pues la verdad es que en estos sitios de campo, si no hay un poco de unión, no se pasa bien.

     Una tarde, después de dar un paseo él solo por todo aquel campo, se acercó al árbol en donde estaban Él y Ella bostezando de tedio, pero siempre en su papel importante de Él y Ella.

     _¿Se aburren ustedes, vecinos? _les preguntó cariñosamente.

     _Pchs ... Regular.

     _¿Aquí no vive nadie más que ustedes?

     _No. Nada más. Nosotros somos la primera pareja humana.

    _¡Ah! Enhorabuena. No sabía nada _dijo don Jerónimo. Y lo dijo como si les felicitase por haber encontrado un buen empleo. Después añadió, sin conceder a todo aquello demasiada importancia:

     _Pues si ustedes quieren, después de cenar, nos podemos reunir y charlar un rato. Aquí hay tan pocas diversiones y está todo tan triste...

     _Bueno _accedió Él_. Con mucho gusto.

     Y no tuvieron más remedio que reunirse después de cenar, al pie del árbol, sentados en unas butacas de mimbre.

     Aquella reunión de tres personas estropeaba ya todo el ambiente del Paraíso. Aquello ya no parecía Paraíso ni parecía nada. Era como una reunión en Recoletos, en Rosales o en la Castellana. El dibujante que intentase pintar esta estampa del Paraíso, con tres personas, nunca podría dar en ella la sensación de que aquello era el Paraíso, aunque los pintase desnuditos y con la serpiente y todo enroscada al árbol.

     Ya así, con aquel señor de los bigotes, todo estaba inverosímilmente estropeado.

    Él y Ella no comprendían, no se explicaban aquello tan raro y tan fuera de razón y lógica. No sabían qué hacer. Ya aquello les había desorganizado todos sus proyectos y todas sus intenciones.

     Aquel nuevo y absurdo personaje en el Paraíso les había destrozado todos sus planes; todos esos planes que tanto iban a dar que hablar a la Humanidad entera.

     La serpiente también estaba muy violenta y sin saber cómo ni cuándo intervenir en aquella representación, en la que ella desempeñaba tan principal papel.

      Por las mañanas, por las tardes y por las noches don Jerónimo pasaba un rato con ellos, y allí sentado, en tertulia, hablaban muy pocas cosas y sin interés, pues realmente, en aquella época, no se podía hablar apenas de nada, ya que de nada había.

     _Pues, si ... _decían.

    _Eso.

    _¡Ah!

    _Oveja.

    _Cabra.

    _Es cierto.

    De todas formas no lo pasaban mal. Él y Ella, poco a poco, distraídos con aquel señor que había metido la pata sin saberlo, fueron olvidando que uno era Él y la otra Ella, hasta le fueron tomando afecto a don Jerónimo, que, a pesar de todo, era un hombre simpático y rumboso. Y los tres juntos hacían excursiones por los ríos y los valles y reían alborozados de vivir allí sin penas, ni disgustos, ni contrariedades, ni malas pasiones.

     Una vez don Jerónimo les preguntó:

     _¿Ustedes están casados?

      Y ellos no supieron qué contestar, ya que no sabían nada de eso.

     _¿Pero no son ustedes matrimonio?

     _ No lo somos _confesaron al fin.

     _Entonces, ¿son ustedes hermanos?

     _Sí, eso _dijeron ellos por decir algo.

    Don Jerónimo, desde entonces, menudeó más las visitas. Se hizo más alegre. Presumía más. Se cambiaba de pijama a cada momento. Empezó a contar chistes y Ella se reía con los chistes. Empezó a llevarle vacas a Ella. Y Ella se ponía muy contenta con las vacas.

     Ella tenía veinte años y además era Primavera. Todo lo que ocurría era natural.

     _La quiero a usted _le dijo don Jerónimo a Ella un atardecer, mientras le acariciaba una mano.

     _Y yo a usted, Jerónimo _contestó Ella, que, como en las comedias, su antipatía primera se había trocado en amor.

     A la semana siguiente, Ella y aquel señor de los bigotes se habían casado.

    Al poco tiempo tuvieron dos o tres chiquitines que enseguida se pusieron muy gordos, pues el Paraíso, que era tan sano, les sentaba admirablemente.

    Él, aunque ya apreciaba mucho a don Jerónimo, se disgustó bastante, pues comprendía que aquello no debía haber sido así; que aquello estaba mal. Y que con aquellos niños jugando por el jardín aquello ya no parecía Paraíso, ni mucho menos, con lo bonito que es el Paraíso cuando es como debe ser.

     La serpiente, y todos los demás bichos, se enfadaron mucho igualmente, pues decían que aquello era absurdo y que por culpa de aquel señor con pijama no había salido todo como lo tenían pensado, con lo interesante y lo fino y lo sutil que hubiese resultado.

    Pero se conformaron, ya que no había más remedio que conformarse, pues cuando las cosas vienen así son inevitables y no se pueden remediar.

    El caso es que fue una lástima.

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DON SACRAMENTO.–Usted tendrá que ser ordenado... ¡Usted vivirá en mi casa, y mi casa es una casa honrada! ¡Usted no podrá salir por las noches a pasear bajo la lluvia! Usted, además, tendrá que levantarse a las seis y cuarto para desayunar a las seis y media un huevo frito con pan...
DIONISIO.–A mí no me gustan los huevos fritos...
DON SACRAMENTO.–¡A las personas honorables les tienen que gustar los huevos fritos, señor mío! Toda mi familia ha tomado siempre huevos fritos para desayunar... Solo los bohemios toman café con leche y pan con manteca.
DIONISIO.– Pero es que a mi me gustan más pasados por agua... ¿No me los podrían ustedes hacer pasados por agua...?
DON SACRAMENTO.– No sé. No sé. Eso lo tendremos que consultar con mi señora. Si ella lo permite, yo no pondré inconveniente alguno. ¡Pero le advierto a usted que mi señora no tolera caprichos con la comida...!
DIONISIO.– (Ya casi llorando.) ¡Pero yo qué le voy a hacer si me gustan más pasados por agua, hombre!
DON SACRAMENTO.–Nada de cines, ¿eh?... Nada de teatros. Nada de bohemia... A las siete, la cena... Y después de la cena, los jueves y los domingos, haremos una pequeña juerga. (Picaresco.) Porque también el espíritu necesita expansionarse, ¡qué diablo! (En ese momento se le descompone la carraca que estaba tocando. Y se queda muy preocupado.) ¡Se habrá descompuesto!...
DIONISIO.–(La coge y se la arregla.) Es así. (Y se la vuelve a dar a DON SACRAMENTO, que, muy contento, la toca de cuando en cuando.) La niña los domingos tocará el piano, DIONISIO... Tocará el piano, y quizá, quizá, si estamos en vena, quizá recibamos alguna visita... Personas honradas, desde luego... Por ejemplo, haré que vaya el señor Smith... Usted se hará en seguida amigo suyo y pasará charlando con él muy buenos ratos... El señor Smith es una persona muy conocida... Su retrato ha aparecido en todos los periódicos del
mundo... ¡Es el centenario más famoso de la población! Acaba de cumplir ciento veinte años y aún conserva cinco dientes... ¡Usted se pasará hablando con él toda la noche!... Y también irá su señora...
DIONISIO.–¿Y cuántos dientes tiene su señora?
DON SACRAMENTO.–¡ Oh, ella no tiene ninguno! Los perdió todos cuando se cayó por aquella escalera, y quedó paralítica para toda su vida, sin poderse levantar de su sillón de ruedas... ¡Usted pasará grandes ratos charlando con este matrimonio encantador!...
DIONISIO.– Pero, ¿y si se me mueren cuando estoy hablando con ellos? ¿Qué hago yo, Dios mío?
DON SACRAMENTO.–¡ Los centenarios no se mueren nunca! ¡Entonces no tendrían ningún mérito, caballero!... (Pausa. Don Sacramento hace un gesto de olfatear.) Pero... ¿a qué huele este cuarto?... Desde que estoy aquí noto yo un olor extraño... Es un raro olor... ¡Y no es nada agradable este olor!...
DIONISIO.– Se habrán dejado abierta la puerta de la cocina...
DON SACRAMENTO.–(Siempre olfateando.) No. No es eso... Es como si un cuerpo humano se estuviese descomponiendo...
DIONISIO.–(Aterrado. Aparte.) ¡Dios mío! ¡Ella se ha muerto!...
DON SACRAMENTO.–¿Qué olor es éste, caballero? ¡En este cuarto hay un cadáver! ¿Por qué tiene usted cadáveres en su cuarto? ¿Es que los bohemios tienen cadáveres en su habitación?...
DIONISIO.– En los hoteles modestos siempre hay cadáveres...
DON SACRAMENTO.–(Buscando.) ¡Es por aquí! Por aquí debajo. (Levanta la colcha de la cama y descubre los conejos que tiró el Cazador. Los coge.) ¡Oh, aquí está! ¡Dos conejos muertos! ¡Es esto lo que olía de este modo!... ¿Por qué tiene usted dos conejos debajo de su cama? En mi casa no podrá usted tener conejos en su habitación... Tampoco podrá usted tener gallinas... ¡Todo lo estropean!...
DIONISIO.– Estos no son conejos. Son ratones...
DON SACRAMENTO.– ¿Son ratones?
DIONISIO.– Sí, señor. Son ratones. Aquí hay muchos...
DON SACRAMENTO.– Yo nunca he visto unos ratones tan grandes...
DIONISIO.–ES que como este es un hotel pobre, los ratones son así... En los hoteles más lujosos los ratones son mucho más pequeños... Pasa igual que con las barritas de Viena...
DON SACRAMENTO.–¿Y los ha matado usted?...
DIONISIO.– Sí. Los he matado yo con una escopeta. El dueño le da a cada huésped una escopeta para que mate los ratones...
DON SACRAMENTO.– (Mirando una etiqueta.) Y estos números que tienen al cuello,¿Qué significan? Aquí pone 3,50...
DIONISIO.– No es 3,50. Es 3.50. Como hay tantos, el dueño los tiene numerados, para organizar concursos. Y al huésped que, por ejemplo, mate el número 14, le regala un mantón de Manila o una plancha eléctrica...
DON SACRAMENTO.– ¡Qué lástima que no le haya a usted tocado el mantón! ¡Podríamos ir a la verbena!... ¿Y qué piensa usted hacer con estos ratones?
DIONISIO.– No lo he pensado todavía... Sí quiere usted se los regalo...
DON SACRAMENTO.–¿A usted no le hacen falta?
DIONISIO.–No. Yo ya tengo muchos. Se los envolveré en un papel. (Toma un papel que hay en cualquier parte y se los envuelve. Después se los da.)
DON SACRAMENTO.–Muchas gracias, DIONISIO. Yo se los llevaré a mis sobrinitos para que jueguen... ¡Ellos recibirán una gran alegría!... Y ahora, adiós DIONISIO. Voy a consolar a la niña, que aún estará desmayada en el sofá malva de la sala rosa... Ya sabe usted cómo es ella... Ella le adora... (Mira el reloj.) Son las seis cuarenta y tres. Dentro de un rato el coche vendrá a buscarle para ir a la iglesia... Esté preparado... ¡Qué emoción! ¡Dentro de unas horas usted será esposo de mi Margarita!...
DIONISIO.– Pero ¿le dirá usted a su señora que a mí me gustan más los huevos pasados por agua?
DON SACRAMENTO.– Sí. Se lo diré. Pero no se entretenga. ¡Ah, DIONISIO! Ya estoy deseando llegar a casa para regalarles esto a mis sobrinitos... ¡Cómo van a llorar de alegría los pobres pequeños niños!
DIONISIO.–¿Y también les va a regalar usted la carraca?
DON SACRAMENTO.–¡Chis, no! ¡La carraca es para mí!

 (Y se va. PAULA asoma la cabeza por detrás de la cama y mira a DIONISIO tristemente. DIONISIO, que ha ido a cerrar la puerta, al volverse, la ve.)

PAULA.– ¡Oh! ¿Por qué me ocultaste esto? ¡Te casas, DIONISIO!...
DIONISIO.– (Bajando la cabeza.) Sí...
PAULA.– No eras ni siquiera un malabarista...
DIONISIO
.– No.
PAULA.– (Se levanta. Va hacia la puerta.) Entonces yo debo irme a mi habitación.
DIONISIO.–(Deteniéndola.) Pero tú estabas herida... ¿Qué te hizo Buby?
PAULA–Fue un golpe nada más... Me dejó K. O. ¡Debí de perder el conocimiento
unos momentos! Es muy bruto Buby... Me puede siempre... (Después.) ¡Te casas, DIONISIO!
DIONISIO.– Sí.
PAULA.– (Intentando nuevamente irse.) Yo me voy a mi habitación...
DIONISIO.– No.
PAULA.– ¿Por qué?
DIONISIO.– Porque esta habitación es más bonita. desde el balcón se ve el puerto...
PAULA.–¡Te casas, DIONISIO!
DIONISIO.– Sí Me caso, pero poco...
PAULA.–¿Por qué no me lo dijiste?
DIONISIO.– No sé. Tenía el presentimiento de que casarse era ridículo... ¡Qué no me debía casar...! Ahora veo que no estaba equivocado... Pero yo me casaba porque yo me he pasado la vida metido en un pueblo pequeñito y triste y pensaba que para estar alegre había que casarse con la primera muchacha que, al mirarnos, le palpitase el pecho de ternura... Yo adoraba a mi novia... Pero
ahora veo que en mi novia no está la alegría que yo buscaba... A mi novia tampoco le gusta ir a comer cangrejos frente al mar, ni ella se divierte haciendo volcanes en la arena... Y ella no sabe nadar... Ella, en el agua, da gritos ridículos. Hace así: "¡Ay! ¡Ay! ¡Ay!" Y ella sólo ama cantar junto al piano "El pescador de perlas". Y "El pescador de perlas" es horroroso, Paula. Ella tiene voz de querubín y hace así: (Canta.) ¡Tralaralá... pirí, pirí, pirí, pirí... Y yo no había caído en que las voces de querubín están llenas de vanidad y que, en cambio, hay discos de gramófono que se titulan "Ámame en diciembre lo mismo que me amas en mayo", y que nos llenan el espíritu de sencillez y de ganas de dar saltos mortales... Yo no sabia tampoco que había mujeres como tú, que al
hablarnos no les palpita el corazón, pero les palpitan los labios en un constante sonreír... Yo no sabía nada de nada. Yo sólo sabía pasear silbando junto al quiosco de la música... Yo me casaba porque todos se casan siempre a los veintisiete años. Pero ya no me caso, Paula... ¡Yo no puedo tomar huevos fritos a las seis y media de la mañana!
PAULA.– (Sentada en el sofá). Ya te ha dicho ese señor del bigote que los liarán pasados por agua...
DIONISIO.– Es que a mí no me gustan tampoco pasados por agua! ¡A mí sólo me gusta el café con leche, con pan y manteca! ¡Yo soy un terrible bohemio! Y lo más gracioso es que yo no lo he sabido hasta esta noche que viniste tú..., y que vino el negro..., y que vino la mujer barbuda... Pero yo no me caso, Paula. Yo me marcharé contigo y aprenderé a hacer juegos malabares con tres sombreros de
copa...
PAULA–Hacer juegos malabares con tres sombreros de copa es muy difícil. Se caen siempre al suelo...
DIONISIO.– Yo aprenderé a bailar como bailas tú y como baila Buby...
PAULA.–Bailar es más difícil todavía. Duelen mucho las piernas y apenas gana uno dinero para vivir.
DIONISIO.– Yo tendré paciencia y lograré tener cabeza de vaca y cola de cocodrilo...
PAULA.– Eso cuesta aún más trabajo. Y, después, la cola molesta muchísimo cuando se viaja en el tren.
DIONISIO.–(Va a sentarse junto a ella.) ¡Yo haré algo extraordinario para poder ir contigo! ¡ Siempre me has dicho que soy un muchacho muy maravilloso...!
PAULA.–Y lo eres. Eres tan maravilloso que dentro de un rato te vas a casar, y yo no lo sabía.
DIONISIO.–Aún es tiempo. Dejaremos todo esto y nos iremos a Londres.
PAULA.–¿Tú sabes hablar inglés?
DIONISIO.– No. Pero nos iremos a un pueblo de Londres. La gente de Londres habla inglés porque todos son riquísimos y tienen mucho dinero para aprender esas tonterías. Pero la gente de los pueblos de Londres, como son más pobres y no tienen dinero para aprender esas cosas, hablan como tú y como yo... ¡Hablan como en todos los pueblos del mundo! ¡Y son felices...!
PAULA.–¡Pero en Inglaterra hay demasiados detectives!
DIONISIO.– ¡Nos iremos a La Habana!
PAULA.–En La Habana hay demasiados plátanos...
DIONISIO.– ¡Nos iremos al desierto!
PAULA.–Allí van todos los que se disgustan, y ya los desiertos están llenos de gente y de piscinas...
DIONISIO.–(Triste.) Entonces, es que tú no quieres venir conmigo...
PAULA.– No. Realmente yo no quisiera irme contigo, DIONISIO...
DIONISIO.– ¿Por qué?
(Pausa. Ella no quiere hablar. Se levanta y va hacia el balcón.)   PAULA.–Voy a descorrer las cortinas del balcón. (Lo hace.) Ya debe de estar amaneciendo... Y
aún llueve... DIONISIO, ya se han apagado las lucecitas del puerto. ¿Quién será el que las apaga?
DIONISIO.– El farolero.
PAULA.– Sí. Debe ser el farolero...
DIONISIO.–Paula..., ¿no me quieres?
PAULA.–(Aún desde el balcón.) Y hace frío... [...] Ya es hora de que te marches.
DIONISIO.– No quiero. Estoy muy ocupado ahora.
PAULA.– (Haciendo lo que dice.) Yo te prepararé todo. Verás... El agua... Toallas... Anda. ¡A lavarte, DIONISIO!
DIONISIO.– Me voy a constipar. Tengo muchísimo frío... (Se echa en el diván, acurrucándose.)
PAULA.– No importa... Así entrarás en reacción. (Le levanta a la fuerza.) ¡Y esto te despejará! ¡Ven pronto! ¡Un chapuzón ahora mismo! (Le mete la cabeza en el agua.) ¡Así! No puedes llevar cara de sueño... Si no, te reñirá el cura... Y los monaguillos. Te reñirán todos...
DIONISIO.– ¡Yo tengo mucho frío! ¡Yo me estoy ahogando!
PAULA.– Eso es bueno. Ahora a secarte... Y te tienes que peinar. Mejor, te peinaré yo... Verás. Así... Vas a ir muy guapo, DIONISIO. A lo mejor ahora te sale otra novia. Pero..., ¡oye! ¿Y los sombreros de copa? (Los coge.) ¡Están estropeados todos...! No te va a servir ninguno... Pero, ¡ya está! ¡No te apures! Mientras te pones el traje, yo te buscaré uno mio. Está nuevo. ¡Es el que saco cuando bailo el charlestón...!(Sale. DIONISIO tras el biombo se pone los pantalones de chaqué. Entra don Rosario, el dueño del hotel, vestido absurdamente de etiqueta, con un cornetín
en una mano y en la otra una gran bandera blanca. Mientras habla corre por la
habitación.)                                        DON ROSARIO.– ¡Don DIONISIO! ¡Don DIONISIO...! ¡Tengo todo
preparado! ¡Dese prisa en terminar! ¡Está el pasillo adornado con flores y cadenetas! ¡Las criadas tienen puesto el traje de los domingos y le tirarán "confetti"! ¡Los camareros le tirarán migas de pan! ¡Y el cocinero tirará en su honor gallinas enteras por el aire!
DIONISIO.– (Asomándose por encima del biombo.) Pero ¿por qué ha dispuesto usted eso...?
DON ROSARIO.– No se apure, don DIONISIO. Lo mismo hubiese hecho por aquel hijo mío que se ahogó en el pozo... ¡He invitado a todo el barrio y todos le esperarán en el portal! ¡Las mujeres y los niños! ¡Los jóvenes y los viejos! ¡Los policías y los ladrones! ¡ Dese prisa, don DIONISIO! ¡ Ya está todo preparado! (Sale. Se oye una bonita marcha de cornetín. Aparece Paula con un sombrero de copa en la mano.)
PAULA.–¡DIONISIO!
DIONISIO._ (Sale detrás del biombo, con los pantalones del chaqué puestos y los faldones de la camisa fuera.) ¡Ya estoy...!
PAULA.–¡He encontrado ya el sombrero! ¡Ya verás qué bien te está! (Se lo pone a DIONISIO, a quien le está muy mal.) ¿Lo ves? ¡Es el que te sienta mejor!
DIONISIO.–¡Pero esto no es serio, Paula! ¡Es un sombrero de baile!
PAULA.– ¡Así, mientras lo tengas puesto, pensarás en cosas alegres! ¡Y ahora, el cuello! ¡La corbata! (Empieza a ponérselo todo muy mal.)
DIONISIO.–¡Paula! ¡Yo no me quiero casar! ¡Yo no voy a saber qué decirle a ese señor centenario! ¡Yo te quiero con locura!
PAULA.– (Poniéndole el pasador del cuello.) Pero ¿estás llorando ahora?
DIONISIO.–ES que me estás cogiendo un pellizco.
PAULA.–¡Pues ya está! (Termina. Le pone el chaqué.) Y ahora, el chaqué. ¡Y el pañuelo en el bolsillo! (Le contempla ya vestido del todo.) Pero ¿y la camisa ésta? ¿Se llevan así en las bodas?
DIONISIO.– (Ocultándose tras el biombo para meterse la camisa.) No. Si es que...
PAULA.– ¿Cómo es una boda, oye? ¿Tú lo sabes? Yo no he ido nunca a una boda... Como me acuesto tan tarde, no tengo tiempo de ir... Pero será así… ¡Sal ya! (DIONISIO sale ya con la camisa en su sitio.) Yo soy la novia y voy vestida de blanco con un velo hasta los pies... Y cogida de tu brazo... (Lo hace. Y se pasean por el cuarto.) Y entraremos en la iglesia..., así, muy serios los dos...
Y al final de la iglesia habrá un cura muy simpático, con sus guantes blancos puestos...
DIONISIO.– Paula, los curas no se ponen guantes blancos...
PAULA.– ¡Cállate! ¡ Habrá un cura muy simpático! Y entonces le saludaremos... "Buenos días. ¿Está usted bien? ¿Y su familia, está buena? ¿Qué tal sigue el sacristán? ¿Y los monaguillos, están todos buenos?" Y les daremos un beso a todos los monaguillos...
DIONISIO.–¡Paula! ¡A los monaguillos no se les da besos!
PAULA.– (Enfadada.) ¡Pues yo besaré a todos los monaguillos, porque para eso soy la novia y puedo hacer lo que quiera...!
DIONISIO.– Es que..., tú no serás la novia.
PAULA.– ¡Es verdad! ¡Qué pena que no sea yo la novia, DIONISIO!
DIONISIO.–¡Paula! ¡Yo no me quiero casar! ¡Vámonos juntos a Chicago!
DON ROSARIO.–¡Don DIONISIO! ¡Don DIONISIO!
DIONISIO.–¡Escóndete! ¡Es don Rosario! ¡No debe verte en mi cuarto!
(Paula se esconde tras el biombo.)                              

DON ROSARIO.– (Entrando.) ¡Ya está el coche esperándole! ¡Salga pronto, don DIONISIO! ¡Es una carroza blanca con dos lacayos morenos! ¡Y dos caballitos blancos con dos manchas café con leche! ¡Vaya caballitos blancos! ¡Ya las criadas están tirando "confetti"! ¡Y los camareros ya tiran migas de pan! ¡Salga pronto, don DIONISIO!
DIONISIO.– (Mirando hacia el biombo, sin querer marcharse.) Sí..., ahora voy...
DON ROSARIO.– ¡No! ¡No! Delante de mí... Yo iré detrás ondeando la bandera con una mano y tocando el cornetín...
DIONISIO.– Es que yo..., quiero despedirme, hombre...
DON ROSARIO.– ¿Del cuarto? ¡No se preocupe! ¡En los hoteles los cuartos son siempre iguales! ¡No dejan recuerdos nunca! ¡Vamos, vamos, don DIONISIO!
DIONISIO.– (Sin dejar de mirar al biombo.) Es que... (Paula saca una mano por encima del biombo, como despidiéndose de él)¡Adiós...!
DON ROSARIO.– (Cogiéndole por las solapas del chaqué y llevándoselo tras él.) ¡Viva el amor y las flores, capullito de azucena!
(PAULA sale de su escondite. Ve los tres sombreros de copa y los coge... Y, de pronto, cuando parece que se va a poner sentimental, tira los sombreros al aire y lanza el alegre grito de la pista: ¡Hoop! Sonríe, saluda y cae el telón.)

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