Pulsaciones
Tenemos dos ojos... |
Grave es no saber
amar
lo fortuito,
Y
también
Pero |
Imagínenselo: tenía más de un metro ochenta de estatura, cuerpo de león, pero en el medio del pecho un signo trémulo y fatal como el amor y el fuego. Nació en Perdriel, en San Isidro, bajo la leche infinita de la noche austral. Atónita se detendría su alma ante la llanura perfumada e inmensa, los ríos frutales, el tierno silencio del mundo. Y de improviso los oiría romperse bajo el galope mortal de la anarquía, aprendería el dogma implacable de la ardiente tierra que le habían destinado: imagínenselo. Comprendan, se educó en los campos, en jóvenes ciudades, vería las libres caballadas del alba surgiendo de lagunas brumosas, cubiertas del misterio con que empieza la vida, habrá tocado criaturas humilladas, pobres caídas, todo el dolor argentino en su abierta llaga, mientras en su centro puro la poesía se alzaba soñando las voces nuevas para una belleza de rostro arrasado. Peleó en Pavón, en la guerrilla litoral, en Sauce, en Cepeda, y en las noches absolutas del vivac vislumbraría el reino de hermanos que un día, con el poder de quien entra a casa de su enemigo con una flor en la mano, irrumpirá, dispersará eternamente la tristeza, el mal, la pena: comprendan. Piensen que aún no se detuvo: dirigió El Argentino, El Río de la Plata fundó lo eligieron diputado, lo llamaron senador y como un río que corre, como el trigo que nace, como un mar que golpea, estuvo siempre de parte de los vencidos, fue para ellos el ojo celeste, el pan y el vino: piensen. Pero imaginen sobre todo su boca, moldeada para decir lo terrible, su boca en la hora en que bruscamente el poema empezó a brotarle igual que a un árbol las incesantes hojas, pájaros, milagros, el peso de la tierra ascendiendo así hacía la luminosa cúpula del cielo. Esa hora en que el amor borraba sus rasgos, su íntima historia, su cruz y su corona, su nombre mismo, el José Hernández, esa hora de su nacimiento y de su muerte, ese instante en que no era nadie y era todos en el canto: imagínenselo. Imagínenselo ahora, mercaderes, capitanes, políticos, hombres eminentes y hombres oscuros, almas enfermas de un tiempo que perdió el futuro, imaginémoslo. Su corazón late todavía en el vivo viento de las tardes claras, toquémoslo con el sentimiento y la mente: será como si nos purificáramos…. |
Tenemos
dos ojos |
¿Cuánto tiempo llevaba encerrado? La mañana de mayo velada por la neblina en que había ocurrido aquello le resultaba tan irreal como el día de su nacimiento, ese hecho acaso más cierto que ninguno, pero que sólo atinamos a recordar como una increíble idea. Cuando descubrió, de improviso, el dominio secreto e impresionante que el otro ejercía sobre ella, se decidió a hacerlo. Se dijo que quizás iba a obrar en nombre de ella, para librarla de una seducción inútil y envilecedora. Sin embargo, pensaba en sí mismo, seguía un camino iniciado mucho antes. Y aquella mañana, al salir de esa casa, después que todo hubo ocurrido, vio que el viento había expulsado la neblina, y, al levantar la vista ante la claridad enceguecedora, observó en el cielo una nube negra que parecía una enorme araña huyendo por un campo de nieve. Pero lo que nunca olvidaría era que a partir de ese momento el gato del otro, ese gato del que su dueño se había jactado de que jamás lo abandonaría, empezó a seguirlo, con cierta indiferencia, con paciencia casi ante sus intentos iniciales por ahuyentarlo, hasta que se convirtió en su sombra. Encontró esa pensionucha, no demasiado sucia ni incómoda, pues aún se preocupaba por ello. El gato era grande y musculoso, de pelaje gris, en partes de un blanco sucio. Causaba la sensación de un dios viejo y degradado, pero que no ha perdido toda la fuerza para hacer daño a los hombres; no les gustó, lo miraron con repugnancia y temor, y, con la autorización de su accidental amo, lo echaron. Al día siguiente, cuando regresó a su habitación, encontró al gato instalado allí; sentado en el sillón, levantó apenas la cabeza, lo miró y siguió dormitando. Lo echaron por segunda vez, y volvió a meterse en la casa, en la pieza, sin que nadie supiera cómo. Así ganó la partida, porque desde entonces la dueña de la pensión y sus acólitos renunciaron a la lucha. ¿Se concibe que un gato influya sobre la vida de un hombre, que consiga modificarla? Al principio él salía mucho; los largos hábitos de una vida regalada hacían que aquella habitación, con su lamparita de luz amarillenta y débil, que dejaba en la sombra muchos rincones, con sus muebles sorprendentemente feos y desvencijados si se los miraba bien, con las paredes cubiertas por un papel listeado de colores chillones, le resultaba poco tolerable. Salía y volvía más inquieto; andaba por las calles, andaba, esperando que el mundo le devolviera una paz ya prohibida. El gato no salía nunca. Una tarde que él estaba apurado por cambiarse y presenció desde la puerta cómo limpiaba la habitación la sirvienta, comprobó que ni siquiera en ese momento dejaba la pieza: a medida que la mujer avanzaba con su trapo y su plumero, se iba desplazando hasta que se instalaba en un lugar definitivamente limpio; raras veces había descuidos, y entonces la sirvienta soltaba un chistido suave, de advertencia, no de amenaza, y el animal se movía. ¿Se resistía a salir por miedo de que aprovecharan la ocasión para echarlo de nuevo o era un simple reflejo de su instinto de comodidad? Fuera lo que fuese, él decidió imitarlo, auque para forjarse una especie de sabiduría con lo que en el animal era miedo o molicie. En su plan figuraba privarse primero de las salidas matutinas y luego también de las de la tarde; y, pese a que al principio le costó ciertos accesos de sorda nerviosidad habituarse a los encierros, logró cumplirlo. Leía un librito de tapas negras que había llevado en el bolsillo; pero también se paseaba durante horas por la pieza, esperando la noche, la salida. El gato apenas si lo miraba; al parecer tenía suficiente con dormir, comer y lamerse con su rápida lengua. Una noche muy fría, sin embargo, le dio pereza vestirse y no salió; se durmió enseguida. Y a partir de ese momento todo le resultó sumamente fácil, como si hubiese llegado a una cumbre desde la que no tenía más que descender. Las persianas de su cuarto sólo se abrieron para recibir la comida; su boca, casi únicamente para comer. La barba le creció, y al cabo puso también fin a las caminatas por la habitación. Tirado por lo común en la cama, mucho más gordo, entró en un período de singular beatitud. Tenía la vista casi siempre fija en las polvorientas rosetas de yeso que ornaban el cielo raso, pero no las distinguía, porque su necesidad de ver quedaba satisfecha con los cotidianos diez minutos de observación de las tapas del libro. Como si se hubieran despertado en él nuevas facultades, los reflejos de la luz amarillenta de la bombita sobre esas tapas negras le hacían ver sombras tan complejas, matices tan sutiles, que ese solo objeto real bastaba para saturarlo, para sumirlo en una especie de hipnotismo. También su olfato debía haber crecido, pues los más leves olores se levantaban como grandes fantasmas y lo envolvían, lo hacían imaginar vastos bosques violáceos, el sonido de las olas contra las rocas. Sin saber por qué comenzó a poder contemplar agradables imágenes: la luz de la lamparita _eternamente encendida_ menguaba hasta desvanecerse, y, flotando en los aires, aparecían mujeres cubiertas por largas vestimentas, de rostro color sangre o verde pálido, caballos de piel intensamente celeste... El gato, entretanto, seguía tranquilo en su sillón. Un día oyó frente a su puerta voces de mujeres. Aunque se esforzó, no pudo entender que decían, pero los tonos le bastaron. Fue como si tuviera una enorme barriga fofa y le clavaran en ella un palo, y sintiera el estímulo, pero tan remoto, pese a ser sumamente intenso, que comprendiese que iba a tardar muchas horas antes de poder reaccionar. Porque una de las voces correspondía a la dueña de la pensión, pero la otra era la de ella, que finalmente debía haberlo descubierto. Se sentó en la cama. Deseaba hacer algo, y no podía. Observó al gato: también él se había incorporado y miraba hacia la persiana, pero estaba muy sereno. Eso aumentó su sensación de impotencia. Le latía el cuerpo entero, y las voces no paraban. Quería hacer algo. De pronto sintió en la cabeza una tensión tal que parecía que cuando cesara él iba a deshacerse, a disolverse. Entonces abrió la boca, permaneció un instante sin saber que buscaba con ese movimiento, y al fin maulló, agudamente, con infinita desesperación, maulló. |