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H.A. Murena

Pulsaciones

Retrato de un poeta

Tenemos dos ojos...

El gato

Pulsaciones

Grave

es no saber

amar lo fortuito,
lo trivial, un río
que despierta, la cinta
que los amantes olvidan
o la hoja yerta
de periódico
a la que el viento
arranca astral belleza
en una calle crepuscular.
Difícil
se torna tolerar
(desde los siete años
aproximadamente) la voz
de un cuerpo, su pavor,
las caídas,
el insensato rumor
que día
tras día
susurra que hemos de morir
en el trémulo oído
de nuestra alma inmortal.

Y también
en medio del poema
(que otros ven
como vida, cometa errante
o camino que se busca
y no se encuentra)
todo se detiene
repentinamente,
de abominación se cubre
la íntegra esfera,
calla la pluma, vacila
sobre el poetizar, pez
que sus huevos siembra
en las aguas envenenadas
de una época sin piedad.
 

Pero
hay momentos
como aquellos, por ejemplo,
en que de improviso alguien
con un nombre que no es nuestro
nos llama
y nos desnuda,
nos da un atisbo
de inenarrables dimensiones,
de nosotros mismos nos separa
y cada cual se pregunta
entonces
qué es
quién lo forjó,
para qué le infundieron
el latido de estrella
con que sobresale
en un caos gastado
y oscuro.

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Retrato de un poeta

Imagínenselo:

tenía más de un metro ochenta de estatura,

cuerpo de león,

pero en el medio del pecho

un signo trémulo y fatal

como el amor y el fuego.

 Nació en Perdriel, en San Isidro,

bajo la leche infinita de la noche austral.

Atónita se detendría su alma

ante la llanura perfumada e inmensa,

los ríos frutales,

el tierno silencio del mundo.

Y de improviso los oiría romperse

bajo el galope mortal de la anarquía,

aprendería el dogma implacable

de la ardiente tierra

que le habían destinado: imagínenselo.

Comprendan, se educó en los campos,

en jóvenes ciudades, vería

las libres caballadas del alba

surgiendo de lagunas brumosas,

cubiertas del misterio

con que empieza la vida, habrá tocado

criaturas humilladas, pobres

caídas, todo el dolor argentino

en su abierta llaga,

mientras en su centro puro

la poesía se alzaba

soñando las voces nuevas

para una belleza de rostro arrasado.

 Peleó en Pavón, en la guerrilla litoral,

en Sauce, en Cepeda,

y en las noches absolutas del vivac

vislumbraría el reino de hermanos

que un día, con el poder de quien entra

a casa de su enemigo

con una flor en la mano,

irrumpirá,

dispersará eternamente  la tristeza,

el mal, la pena: comprendan.

 Piensen que aún no se detuvo: dirigió

El Argentino, El Río de la Plata fundó

lo eligieron diputado, lo llamaron

senador y como un río que corre,

como el trigo que nace,

como un mar que golpea,

estuvo siempre de parte de los vencidos,

fue para ellos el ojo celeste,

el pan y el vino: piensen.

 Pero imaginen sobre todo su boca,

moldeada para decir lo terrible,

su boca en la hora en que

bruscamente

el poema empezó a brotarle

igual que a un árbol las incesantes

hojas, pájaros, milagros, el peso

de la tierra ascendiendo así

hacía la luminosa cúpula del cielo.

Esa hora en que el amor

borraba sus rasgos, su íntima historia,

su cruz y su corona, su nombre mismo,

el José Hernández, esa hora de su nacimiento

y de su muerte, ese instante

en que no era nadie y era todos

en el canto: imagínenselo.

 Imagínenselo ahora,

mercaderes, capitanes, políticos,

hombres eminentes y hombres oscuros,

almas enfermas de un tiempo

que perdió el futuro, imaginémoslo.

Su corazón late todavía

en el vivo viento de las tardes claras,

toquémoslo con el sentimiento y la mente:

será como si nos purificáramos….

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Tenemos dos ojos
porque
no sabemos ver.
Tenemos dos manos
porque
nada logramos aferrar.
Tenemos dos piernas
porque
no nos sostenemos.
Tenemos una boca
para errar.
De rodillas en el suelo,
una mano cerrando
los labios,
la otra velando
los ojos:
es la forma de comenzar.

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                                                      EL GATO

      ¿Cuánto tiempo llevaba encerrado?

      La mañana de mayo velada por la neblina en que había ocurrido aquello le resultaba tan irreal como el día de su nacimiento, ese hecho acaso más cierto que ninguno, pero que sólo atinamos a recordar como una increíble idea. Cuando descubrió, de improviso, el dominio secreto e impresionante que el otro ejercía sobre ella, se decidió a hacerlo. Se dijo que quizás iba a obrar en nombre de ella, para librarla de una seducción inútil y envilecedora. Sin embargo, pensaba en sí mismo, seguía un camino iniciado mucho antes. Y aquella mañana, al salir de esa casa, después que todo hubo ocurrido, vio que el viento había expulsado la neblina, y, al levantar la vista ante la claridad enceguecedora, observó en el cielo una nube negra que parecía una enorme araña huyendo por un campo de nieve. Pero lo que nunca olvidaría era que a partir de ese momento el gato del otro, ese gato del que su dueño se había jactado de que jamás lo abandonaría, empezó a seguirlo, con cierta indiferencia, con paciencia casi ante sus intentos iniciales por ahuyentarlo, hasta que se convirtió en su sombra.

Encontró esa pensionucha, no demasiado sucia ni incómoda, pues aún se preocupaba por ello. El gato era grande y musculoso, de pelaje gris, en partes de un blanco sucio. Causaba la sensación de un dios viejo y degradado, pero que no ha perdido toda la fuerza para hacer daño a los hombres; no les gustó, lo miraron con repugnancia y temor, y, con la autorización de su accidental amo, lo echaron. Al día siguiente, cuando regresó a su habitación, encontró al gato instalado allí; sentado en el sillón, levantó apenas la cabeza, lo miró y siguió dormitando. Lo echaron por segunda vez, y volvió a meterse en la casa, en la pieza, sin que nadie supiera cómo. Así ganó la partida, porque desde entonces la dueña de la pensión y sus acólitos renunciaron a la lucha.

      ¿Se concibe que un gato influya sobre la vida de un hombre, que consiga modificarla?

      Al principio él salía mucho; los largos hábitos de una vida regalada hacían que aquella habitación, con su lamparita de luz amarillenta y débil, que dejaba en la sombra muchos rincones, con sus muebles sorprendentemente feos y desvencijados si se los miraba bien, con las paredes cubiertas por un papel listeado de colores chillones, le resultaba poco tolerable. Salía y volvía más inquieto; andaba por las calles, andaba, esperando que el mundo le devolviera una paz ya prohibida. El gato no salía nunca. Una tarde que él estaba apurado por cambiarse y presenció desde la puerta cómo limpiaba la habitación la sirvienta, comprobó que ni siquiera en ese momento dejaba la pieza: a medida que la mujer avanzaba con su trapo y su plumero, se iba desplazando hasta que se instalaba en un lugar definitivamente limpio; raras veces había descuidos, y entonces la sirvienta soltaba un chistido suave, de advertencia, no de amenaza, y el animal se movía. ¿Se resistía a salir por miedo de que aprovecharan la ocasión para echarlo de nuevo o era un simple reflejo de su instinto de comodidad? Fuera lo que fuese, él decidió imitarlo, auque para forjarse una especie de sabiduría con lo que en el animal era miedo o molicie.

En su plan figuraba privarse primero de las salidas matutinas y luego también de las de la tarde; y, pese a que al principio le costó ciertos accesos de sorda nerviosidad habituarse a los encierros, logró cumplirlo. Leía un librito de tapas negras que había llevado en el bolsillo; pero también se paseaba durante horas por la pieza, esperando la noche, la salida. El gato apenas si lo miraba; al parecer tenía suficiente con dormir, comer y lamerse con su rápida lengua. Una noche muy fría, sin embargo, le dio pereza vestirse y no salió; se durmió enseguida. Y a partir de ese momento todo le resultó sumamente fácil, como si hubiese llegado a una cumbre desde la que no tenía más que descender. Las persianas de su cuarto sólo se abrieron para recibir la comida; su boca, casi únicamente para comer. La barba le creció, y al cabo puso también fin a las caminatas por la habitación.

      Tirado por lo común en la cama, mucho más gordo, entró en un período de singular beatitud. Tenía la vista casi siempre fija en las polvorientas rosetas de yeso que ornaban el cielo raso, pero no las distinguía, porque su necesidad de ver quedaba satisfecha con los cotidianos diez minutos de observación de las tapas del libro. Como si se hubieran despertado en él nuevas facultades, los reflejos de la luz amarillenta de la bombita sobre esas tapas negras le hacían ver sombras tan complejas, matices tan sutiles, que ese solo objeto real bastaba para saturarlo, para sumirlo en una especie de hipnotismo. También su olfato debía haber crecido, pues los más leves olores se levantaban como grandes fantasmas y lo envolvían, lo hacían imaginar vastos bosques violáceos, el sonido de las olas contra las rocas. Sin saber por qué comenzó a poder contemplar agradables imágenes: la luz de la lamparita _eternamente encendida_ menguaba hasta desvanecerse, y, flotando en los aires, aparecían mujeres cubiertas por largas vestimentas, de rostro color sangre o verde pálido, caballos de piel intensamente celeste...

      El gato, entretanto, seguía tranquilo en su sillón.

      Un día oyó frente a su puerta voces de mujeres. Aunque se esforzó, no pudo entender que decían, pero los tonos le bastaron. Fue como si tuviera una enorme barriga fofa y le clavaran en ella un palo, y sintiera el estímulo, pero tan remoto, pese a ser sumamente intenso, que comprendiese que iba a tardar muchas horas antes de poder reaccionar. Porque una de las voces correspondía a la dueña de la pensión, pero la otra era la de ella, que finalmente debía haberlo descubierto.

      Se sentó en la cama. Deseaba hacer algo, y no podía.

      Observó al gato: también él se había incorporado y miraba hacia la persiana, pero estaba muy sereno. Eso aumentó su sensación de impotencia.

      Le latía el cuerpo entero, y las voces no paraban. Quería hacer algo. De pronto sintió en la cabeza una tensión tal que parecía que cuando cesara él iba a deshacerse, a disolverse.

      Entonces abrió la boca, permaneció un instante sin saber que buscaba con ese movimiento, y al fin maulló, agudamente, con infinita desesperación, maulló.

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