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La mariposa negra

Tremielga

Un sueño en plena Mancha

 

 

Aconsejome mi tío salir del estrecho recinto de mi hogar a las anchas esferas del mundo, y yo acepté sus consejos, como acepta un pájaro la libertad que por la puerta franca de su jaulilla le ofrece la loca suerte con el descuido de su ama.

¡Luchemos, que a eso se vino a esta vida! ¡Venzamos, que ése es el premio de la batalla! Tal pensábamos mi tío, un servidor de usted y Rousseau.

Y aquí me tienen que, con el morral de lienzo blanco atado a la espalda, el nudoso garrote en la derecha mano y el sombrero de paja en la siniestra, contemplo por última vez aquel campanario negro, cuyas vocingleras vecinas me despiden con su voz quebrantada, y aquel pueblo que duerme aún envuelto en la vaporosa gasa del alba, bajo la cual canta el gallo y ladra su ronco desafío el prehistórico Sultán, centinela de los corrales de casa. Adiós, Eladia de mi vida! ¡Jamás te olvidaré!... ¿Es tu pañuelo blanco aquello que me saluda entre  los hierros de la reja?... Pero no, que es una paloma que salió a ver la luz. ¡Adiós! ¡Yo volveré! Aguárdame tranquila. Me llevo la cabeza llena de ilusiones, pero en cambio me llevo el pecho vacío, porque el corazón... ¡el corazón se queda en el cajoncito de tu estuche costurero, junto a aquellas violetas secas, junto a aquel lazo negro, junto a aquel mechón de mi pelo que ayer echaba de menos sobre mi frente mi buena tía, al darme el último beso de despedida!

Salí caminando, como quien desea huir de lugares enojosos, y por todas partes sentía mágicas invocaciones, que hacíanme volver la cabeza, buscando por los aires los labios invisibles que pronunciaban mi nombre: misteriosos tironcitos de manos que yo no divisaba, y que agarrándome con sutiles dedos del chaquetón, me obligaban a suspender la marcha. Era mi espíritu quien inventaba toda aquella enloquecedora magia de llamadas; era mi espíritu que gemía separándose de la sin par, de la bendita Eladia. Magia, y nada más que magia de la fantasía era aquel errar continuo de mi mente, que hallaba en las blancas flores de los almendros del camino, algo semejante a las pupilas de Eladia, cuando ¡traidorzuelas! me miraban de reojo, ocultando la movible y chispeadora niña.

Aún dormirá mi Eladia; pero no; que el dolor  nunca fue buena almohada, sino para la muerte. ¡Oh! Y qué dolor tan grande y sincero el suyo. Cuando le dije que me marchaba a Madrid, alzose del banco en que sentados nos hallábamos, y tomándome las manos y mirándome fijamente con sus ojazos negros, exclamó:

_¿Te vas?... Pues que Dios te maldiga, que el cielo llueva sobre ti todos sus furores. Que el puente de Valdeoro se venga abajo con tu vil persona encima, no pudiendo soportar toda esa carga de recuerdos míos que te llevas.

Y rompió en copioso llanto, corriendo las lágrimas en amargos arroyuelos de pena, por aquel delicioso oasis de su carita pálida de marfil.

Yo también lloré. ¿Es vergonzoso el llanto en el hombre? A ver; que me arranquen esta pena, y entonces prometo no llorar; pero mientras la lleve clavada en el alma, mientras me oprima el corazón... lloraré como lloro al referir lo que entonces me sucedía.

Lo que me sucedía es que al trasponer los linderos del majuelo de Navalcaballo, donde acababa la circunscripción de Nidonegro, pareme otra vez a contemplar la fantástica perspectiva de aquel  lugarón medio moro y medio cristiano: moro, por las caras de sus mujeres; cristiano, por sus almas. Había allí un grandísimo zarzal, que nacía al amor de la humedad de una fuente; amor tornadizo; que por el estío se secaba, dejando mustias y sin el verde pomposo adorno del follaje las ramas larguiruchas, que parecían tentáculos de un pulpo petrificado. Pero entonces manaba la fuente un agua cárdena y dulcísima, filtrada de la vecina sierra, y que, como fúlgida fusión de diamantes, goteaba bajo la zarzamora. El ovalado tembloroso cristal que simulaba el pocillo de la fuente, sombreado bajo la oscuridad de la zarza, parecía una pupila negra, sobre la que se abatía aleteando una inmensa pestaña... Allí me detuve a humedecer mis ardorosos labios. Hinqué las rodillas en la mojada tierra y bajé la cabeza hasta tocar el agua... Pero entonces oí un ruido extraño, y algo leve y blando azotó mis mejillas, haciéndome cerrar los ojos. Era una mariposa que escapaba de mi compañía, agitando sus alas; era una mariposa negra. Creí que se había escapado de mi cerebro un pensamiento.

¡Ah, pillos! ¡Tunantes sin valor! ¡Pícaros sin alma! ¡Diez contra uno! Haced fuego, matadme;   esas balas no me asustan; lo que me asusta es vuestra infamia.

Se fueron los muy canallas dejándome sin zurrón, sin dinero, medio desnudo, amarrado a un roble con las duras bridas de un caballo, después de haberme apaleado bien a su sabor. Eran una compañía de bandoleros; lo peor de cada casa; las burbujas del vicio que salían a la superficie, estallando en pompas de maldad; la impunidad y la cobardía juntas.

Noche de luna. Parecía esta gran señora un aro de esos que en los circos atraviesan con su cuerpecito las amazonas. Los chorlitos murmuraban entre las cañas del río a tiempo que yo tornaba a Nidonegro, arrastrando mi pierna herida, deteniendo mi marcha para volver a vendarme aquella llaga sangrienta que me quemaba como hierro candente.

Dos días duró, no más, mi ausencia. Salí para prosperar, y mi encuentro con los secuestradores de Chispillas me había cortado las alas en el primer vuelo, obligándome a restituirme a los brazos de mi familia, en los que esperaba hallar reparo al desgraciado suceso de mi primera quijotesca salida. Lo único que me consolaba, era la idea de   ver a Eladia, a aquella encantadora chiquilla, de ojos y pelos negros, de frente y alma blancas, de manos y dientes menuditos, de cintura gallarda y delgada, de paso tan reposado y sereno, que al andar parecía no moverse, sino ir arrastrada sobre nubes, como visión de sueno místico. Iba a que ella me curara con sus preciosas manos, que, parecían dos divinos juguetes de marfil, poniéndome el bálsamo aquél de que mi tía conservaba la vieja receta; iba a que, en las horas de la estival siesta, me dejase reposar la cabeza ardiente en el regazo azul de su vestido.

Era la alta noche cuando llegué a Nidonegro, y al entrar en el corral de casa, después de saltado el portillo, vino Sultán a saludarme, y vi que en el portal lucía como siempre el dorado pábilo del farol, lamiendo con su lengua de fuego las sombras.

Pensé despertar a mi tía, llamar a la puerta de la alcoba donde el tío descansaba; pero me pareció mejor, a pesar de mi herida y mi cansancio_ prevenir, antes que a nadie, a la princesita de mi alma, de aquel inesperado regreso. Fui, pues, a su reja, y di un golpe en la vidriera; abriose   ésta de golpe al pequeño esfuerzo de mi mano, y vibraron los cristales chocando con la pared. La luna entró antes que mi vista en aquella estancia... pero allí no estaba Eladia. Vi su cama intacta, como si acabaran de hacerla, y la imagen de San Pedro, que por ser mi patrono ocupaba allí preferido lugar sobre la cabecera; vi, delante del confidente amarillo de madera torneada, los zapatos negros de Eladia; pero nada más vi. No estaba allí mi amor. ¿Dónde estaba Eladia? ¿Qué podría justificar su ausencia?

Los celos nacieron en mi alma, y de Romeo me troqué en Otello, comprendiendo en un punto, cómo pudo idear el ilustre vago de Londres con una misma mente ambas creaciones.

Decidme a entrar en la casa, y llamé al portón, sobre cuya herrumbrosa clave sonó el estampido del aldabonazo, que se repercutió en lo más hondo de las cuevas, como un ¡alerta! repetido aquí y allá por esos centinelas del silencio que se llaman ecos. Inmediatamente me contestaron. Bajó mi tío la amplia escalera de piedra, vestido completamente, con el mirar extraviado, el cabello en desorden, las manos juntas en gesto trágico de dolor.

_¿Qué nueva desgracia es ésta? _me dijo con voz ronca y ahogada_ ¡Anda, miserable! ¿Qué traes ahora a aquí? ¿Qué hiciste de Eladia? ¿Dónde la dejaste? ¡Liviano!

_¡Yo!... Eladia... ¿No está aquí Eladia? _grité como un loco.

_¡Hazte de nuevas! Eladia ha desaparecido. Al día siguiente de tu marcha, después de cenar, dijo que la atáramos al arco de la cocina, porque sino se escaparía... «Sí _nos dijo_, yo me voy con él, porque le está sucediendo una desgracia ahora mismo. Le van a matar... Y yo no quiero que muera, quedándome yo viva». Pedímosla explicaciones, ¡fue inútil! ¿Sabes lo que nos contestó? «Lo sé, porque ahora mismo, cuando estaba yo en mi cuarto, ha entrado volando por la ventana una mariposa negra y ha caído muerta en la almohada de mi cama. ¿Quieren aún más prueba?» Respondímosla que aquello era una brujería; que no era cristiano creer en tales agüeros. Y ella se calló. Fuimos a acostarnos. Amaneció el día de ayer, y ya no estaba en casa... Había salido descalza por no meter bulla; había descorrido el cerrojo, del portón y se nos había marchado... ¡Ay de nosotros!

El honrado viejo lloraba como un niño. No pude resistir más; experimenté un peso horrible en la cabeza, como si me hubieran echado en ella un mundo entero, y caí a tierra sin aliento.

Volví a ver al cabo. ¡Abriros, párpados! ¡Ojos; ved, que para eso os creó Dios y no para permanecer fijos en la negra noche de la calentura, contemplando aquel grotesco desfile de monstruos panzudos, lagartos hinchados, diablejos negros del tamaño de pepinos y con alas de mosca, cuervos que se convierten en culebras, viejas colmilludas de cuya nariz aquilina nace un alfanje, al que al oler desgarra, y los demás enfadosos y horribles abortos de la mente enferma.

Obedecieron mis ojos, y al abrirse vi a mi alrededor a mis buenos tíos, con el rostro triste y el más hondo luto en todo su semblante: _¡Eladia! balbucí.

_¡Chist! _me respondió el dedo de mi tía cerrando mis labios.

_¡Eladia! _repetí con esa pertinacia infantil que da la enfermedad a todos.

_Eladia no está aquí _me respondió por fin mí tío, tragando lágrimas y suspirando sollozos_. Está en Zaragoza.

_¿Qué hace allí?

_Allí... allí está.

_ Pero, ¿qué hace allí? Díganmelo enseguida.

_¡Loca!

_¿Loca? _pregunté incorporándome en el lecho, sin entender lo que me decían.

Sí _añadió mi tío, aquella noche en que salió a buscarte, cayó en poder de los secuestradores.

Quince días la tuvieron en una cueva, y cuando salió al mundo otra vez, venía sin razón... venía... ¡ah, infames!... venía peor que muerta... ¡Ha sido preciso llevarla a una casa de orates! ¡Allí está Eladia!

Caí en el lecho como muerto, y en el nuevo desvanecimiento febril que me acometió, vi flotar ante mis turbios ojos unas alas de negra gasa que el sol trasparentaba, y escuché cerca de mi oído el revoloteo de la mariposa negra.

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A cincuenta metros sobre el nivel del suelo, en lo más alto del cimborio, junto a una lucerna, sobre un andamio, estábamos el maestro Lucio y yo gravemente ocupados en ponerle nimbo de oro a un San Marcos Evangelista que el día anterior habían hecho surgir de la pared nuestros pinceles. ¡Qué artistas éramos nosotros! El maestro Lucio comparaba mi pincel con un rayo de sol, porque como éste, hacía brotar flores donde quiera; y yo, no por corresponder a estos elogios galantemente, sino por sentirlo, decía de la paleta de aquel venerable viejo que era una sonrisa del arco iris.

_Echa más oro ahí _me dijo mojando su pincel en la cazoleta del amarillo rey.

_¿Cuándo acabamos nuestra obra? _le pregunté a tiempo que cumplía sus órdenes_. Mañana... ¡Cuarenta años encerrado en esta catedral! ¡Qué larga fecha! ¡Aquí entré de aprendiz con el buen Ansualdo, a quien mataron los franceses...    Aquí me enamoré de mi Pepilla Alderete... ¡Aquí conocí a aquel desventurado Tremielga!...

_Y aquí me conoció usted a mí, señor mío, que yo soy alguien _exclamé festivamente.

Pero esta vez no produjo el ordinario efecto de otras mi humorística salida.

No se rió el maestro Lucio con aquella carcajada de honradez y franqueza que hacía temblar sus barbas de plata; no me miró afable como solía con aquellos ojos costarlos pálidos. Quedose pensativo y mudo, con el pincel alzado, la frente contraída por las mil arrugas de su vejez y las piernas quietas, colgando del andamio. Entraba el sol por la lucerna, y al dar en la noble faz del decrépito artista, tiñendo su blusa azul de los colores naranjado y rosa de los vidrios, prestábale mucha semejanza con uno de aquellos personajes bíblicos que, evocados por nosotros, habían venido a habitar las crujías del templo, los dorados camarines, el trascoro y la sacristía.

_Tú eres un niño y no te fijas aún en las cosas graves, pero aun siendo así, como es, he de contarte una historia que puede serte útil _me dijo después de un rato de silencio, sólo interrumpido por el metálico chocar de los candeleros que un monacillo, vestido de roja sotana, ponía en un altar_. ¿Te acuerdas tú, muchacho, de mi amigo Tremielga?

_¡Y cómo si me acuerdo! _contesté sin dejar   de esgrimir el pincel sobre la cabeza de San Marcos.

_Aún me parece que lo veo con su cara amarillenta como un pergamino, con sus ojos del color de la tinta, con sus manos flacas y su desgarbada persona que parecía un aguilucho desplumado...

Pues bien; ese aguilucho desplumado fue grande amigo mío; pero no amigo de ésos que se unen hoy y se separan mañana, como bolas de billar cuando el taco las pone en movimiento, sino amigo de la infancia, compañero de escuela, discípulo de Ansualdo, voluntario del mismo regimiento cuando lo del año 9, prisionero de la misma jornada... pariente del alma, porque también tiene el alma sus primazgos y relaciones de afinidad.

_Por ejemplo _dije yo_, aquí me tiene usted a mí que soy, por el alma, hijo de usted, aun cuando el padre que me ha engendrado es otro.

_Dices bien, Leoncillo... Tremielga era un ángel, pero un ángel rebelde, con un amor propio más grande que el mundo, con un talento enorme y dislocado... Porque un día le reprendió el maestro Ansualdo delante de Pepilla, rompió el caballete y tiró los pedazos a la calle... Pero ya he mentado dos veces a mi Pepilla, y debo decirte por qué... Tenía yo diecinueve años, y no sé qué tristeza romántica se apoderó de mí. Era el mes de mayo. ¡Qué noches más hermosas las de   aquel mes de mayo! ¡Qué reja la de Pepilla! ¡Qué macetas de rosas las que había en ella! ¡Y qué ojos los que fulguraban detrás del follaje de las macetas, atisbando mi paso y jugando al gracioso escondite del amor!... Prendome la graciosa cara de mi Pepilla; prendome su cinturita de palma valenciana; prendome la dulce canturía de su voz; prendome el enano pie que asomaba por entre los lamidos pliegues de la falda de cúbica, como diciendo: «¡Y qué nosotros que somos tan menuditos sostengamos todo este alcázar de hermosura!...». Y me enamoré locamente de Pepilla... Más de cinco veces pinté su retrato, entre rosales una, otra con el traje italiano que teníamos en el taller para vestir a la Virgen de la Silla; pero jamás acertaba a poner en su palmito retrechero aquella suave sombra que había debajo de los ojos, aquella lumbre de la pupila, y aquellos hoyuelos, fugaces como mariposas, que esparcía la risa en su rostro.

Pasaron dos meses, y el amor era un incendio en que los dos nos abrasábamos. Una atmósfera de luz y calor nos envolvía. Un aroma, que aún no han podido extraer los químicos de ninguna materia olorosa, embalsamaba nuestras almas...! Un día, en que pintaba el décimo retrato de mi novia, sentí que me descargaban en la espalda un golpe, y, al volverme, vi a Tremielga, a mi amigo querido, que con el tiento en la mano, y agitándole a guisa de espada, lleno de ira que en oleadas de siniestro  fuego escapábase por sus ojos, me dijo:

_¡Qué miserable eres! ¿Qué sortilegio empleas para arrebatarme los asuntos de todos mis cuadros? Apenas los concibo te pones a pintarlo mismo que yo ideé. Diríase que yo pienso por ti y que tú pintas por mí. ¡Ah, ladrón del arte! Así crece tu nombre.

_¿Estás loco, Tremielga?

_Motivo había... ¿De dónde sacaste la invención de ese lienzo que pintas ahora? ¿Dónde has visto ese rostro?... Mira, no sigas moviendo el pincel; tírale o yo seré quien le arranque de tu traidora mano. Esa Venus la he sentido yo nacer en mí cerebro. Ese pecho, blanco como ala de cisne, ha palpitado al soplo de mi inspiración, y esa mano que adelanta hacia nosotros para ocultar misteriosas bellezas, se ha agitado bajo los creadores esfuerzos de mi mente. ¡Esa Venus es mía!

No le hice caso. Pensé que, según costumbre adquirida últimamente por él, se habría embriagado con cerveza, cosa en aquella edad tan rara en España como la afición a la lectura. Dejéle, pues, disputar y me marché del estudio. Pero desde entonces pude observar un cambio profundo en su conducta, y que a su amistad efusiva y franca sucedían una reserva y una indiferencia glaciales. Cuando me hablaba, apenas podía encubrir con fórmulas urbanas reticencias de odio que me herían     profundamente, clavándoseme en el alma como púas de zarza.

_¡Tremielga te tiene envidia! _me decían las gentes.

Pero yo me negaba a creerlo. ¡Envidia Tremielga, cuando su talento es tan grande! ¡Envidia a mí, que me honraría siendo el autor del más malo de sus bocetos! ¿Envidia quien posee aquel lápiz con el que se apodera de las líneas de las cosas, hurtándoles las proporciones mismas de la realidad! ¡Era imposible!

Otra vez me dijeron:

_¡Tremielga trata de soplarte la dama! Pepilla Alderete le gusta, pero mucho.

Aquello era otra cosa. Yo no podía dudar del talento de Tremielga, pero podía dudar de su lealtad por dura que me fuese esta suposición. Traté de convencerme, y adquirí el convencimiento que vino a rasgar mi alma con sus uñas horribles. Imagínate, Leoncillo querido, que al ir a acariciar el perro que te sirvió de compañía durante tu vida toda, hallas que tu mano oprime, en vez de aquella hirsuta cabeza, símbolo de la inteligencia y la fidelidad, la cabeza escamosa y fría de una víbora. Pues eso me sucedió a mí al ver que mi amigo, mi hermano, me engañaba.

Una noche salía yo de la catedral y me encaminaba a la reja de Pepilla. Nunca lucieron más aquellas ascuas de oro que dicen que son mundos   arrojados por Dios en la inmensidad azul; nunca tuvo murmurio más dulce y armonioso aquella fuente que en el patio de la casa habitada por Pepilla corría, corría tocándome con su voz monótona mil himnos de amor. ¡Oh noche divina! Fue la primera en que mis labios besaron aquellos párpados que parecían hojas de rosa puestas por un hada allí para ocultar dos tesoros de diamantes. Aún se estremece dulcemente mi alma con tal recuerdo y tiembla mi corazón en su cárcel de huesos como pájaro loco que quiere volar... El reloj de la catedral parecía burlarse de nosotros adelantando el ir y venir de su batuta con que medía el tiempo; las ventanas góticas de este viejo edificio contemplábannos cual ojos envidiosos, y a veces yo creía ver dibujarse y palpitar, como cristalina pupila que se revuelve en su órbita, el espacio negro que cortaba la blancura de las piedras, señalando el hueco de las ojivas; e imaginaba _¡necio de mí!_ ver en aquella pupila el mirar vidrioso de Tremielga... Al fin me despedí de Pepilla, y era tan tarde, que por llegar a mi casa antes del alba eché a correr. ¡Cuál no sería mi asombro al hallarme detrás de la primera esquina la desgarbada persona de aquel desgraciado!

_¡Anda, miserable! _me dijo apretando ambos puños y acercando su cara a la mis con aire de reto_ Me has arrancado el alma. Aquella Venus que yo soñé ha pasado a ser tuya ilegítimamente...    Oye, Lucio, yo pensaba matarte, pero eso no resuelve nada. Pepilla vestiría luto y estaría más bonita, más interesante con el traje negro, con la palidez del dolor, con la honda fiereza que había de despertar en su espiritillo voluntarioso y rebelde tu asesinato... Lo que hago es marcharme, porque aquí la envidia de tu bien me consume. Es un fuego que arde dentro de mis pulmones, reduciéndolos a pavesas... ¿Crees tú que es sangre lo que bulle por estas venas? _y señalaba con su tembloroso dedo índice los gruesos cordones azules que resaltaban sobre la amarilla piel, como las vetas de óxido en el jaspe_ Pues no es sangre, sino pólvora líquida... Tú pintas mejor que yo, eres más amado que yo; me quitaste los laureles de la frente y el anillo nupcial del dedo. ¡Maldiga Dios tu pincel y tu alma!

Y se alejó.

¡Qué cosa más atroz es causar daño al prójimo! ¡Cuando se hace sin voluntad experiméntase un dolor semejante al que todo hombre compasivo sentiría pisando una hormiga que no se ha visto antes de aplastarla, y de cuya hormiga se supiera que tenía razón, esperanza, porvenir! ¡Yo había aplastado, sin quererlo, a aquella pobre hormiga, y en su postrer pataleo me daba compasión el mirarla cómo iba echando fuera los últimos alientos y las últimas ilusiones!...

Se fue a Alemania. En su cabeza llevaba un   mundo muerto como el de la luna; en su corazón unas cuantas fibras secas, al modo de pedacillos de paja atados en haz de dolor. Allá vivió doce años, y cuando vino de nuevo, éramos Pepita y Lucio padres de esos tres mancebos, que son tus amigos y casi tus parientes. Venía como tú le conociste. Era, según has dicho, un aguilucho desplumado, un conjunto de huesos en fea desproporción distribuidos; pero al encontrarme un día en la calle, se irguió súbitamente, y durante un minuto volví a ver en Tremielga a aquel muchacho animoso y decidido, lleno de fe en lo porvenir, gozoso del presente, satisfecho del pasado.

_¡Ah, Lucio, Lucio! _exclamó_ Despídete de tu fama, pintorcillo. Esta idea no me la quitarás. La tengo encerrada en mi cerebro y es una cosa magnífica. ¿Quieres saber dónde la concebí? Pues fue en Pirmansén, junto a un río negro como mi humor, de cuyas embetunadas ondas miré salir una musa inspiradora. Eres un desdichado emborronador de lienzos. ¡Te compadezco!

Aquel mismo día me contaron que Tremielga había ido a ver al obispo Mecenas inteligente y pródigo de los pintores, para pedirle que le cediera un salón de su palacio, donde pensaba exhibir cierto cuadro famoso que estaba terminando. Supe también que había dicho Tremielga en la plaza:

_Ese pillo de Lucio que me ha robado todas mis ideas, va a perder de una sola vez su primacía. ¡Qué asunto el de mi cuadro!... Es un combate. Hay allí luces que ese torpe no ha visto nunca; humos que salen de la tierra y se pasean sobre el campo como gasas fúnebres del ángel de las batallas; fieros rostros de soldados en los que brilla el júbilo de la victoria, y humildes caras de vencidos que piden protección. Se hablará en el mundo de mi obra, y dirán al pasar junto a la tumba de Tremielga: «¡Aquí duerme el genio!».

El obispo le otorgó lo que pedía. Instalose el cuadro en un aposento espacioso, y cubierto con una cortina aguardaba al concurso. Allí estaba el autor, consumido por la fiebre del trabajo y el interno rescoldo de su envidia. Todos llegamos, y cuando el obispo tomó asiento en su estadal y nos bendijo, tiró Tremielga del pedazo de sarga que ocultaba su obra. Cayó al suelo el telón y miramos todos. Pero, no bien puso sus ojos en el lienzo aquel concurso de pintores, un grito de sorpresa salió de todas las bocas que, a un tiempo, como coro de cantantes, dijeron:

El cuadro de las lanzas de Velázquez!

Sí, Leoncillo. El pobre Tremielga había compuesto como original lo que Velázquez hizo tantos años antes, y confundiendo en su alma la memoria y la fantasía, lo que aquella le pintó como recuerdo, diputolo él creación de ésta.

Había cegado la envidia a aquel gran genio como ciega al sol la parda nube, y en tal confusión    psicológica creeríase hallar una alegoría cruel de la negra pasión que levantaba en su alma trombas de fuego y polvo... ¿Has visto nunca, Leoncillo, cosa semejante?... ¿Por qué abres tanto los ojos? ¿No me has entendido? Pues este es de aquellos sucesos que no se pueden explicar... Han dado las cinco; es ya hora de bajar desde este andamio al mundo... En el mundo hallarás espíritus fundidos en el troquel de Tremielga, y ellos te enseñarán la moraleja de mi historia.

Añadiré, para darla punto, que al oír Tremielga aquella exclamación soltó una feroz carcajada, y agitando sus brazos como aspas de molino, dijo:

_¡Otro ladrón de mi pensamiento! ¡Lucio me robó aquella Venus! ¡Ese... Velázquez me ha robado la Rendición de Breda!

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Un sueño en plena Mancha
(Monólogo)
 

A los cervantistas.

Era por uno de estos caminos polvorientos, estrechos, irregulares y culebreantes que llevan de algún pueblo ruin a otro en la asolada y tristísima comarca manchega, por el que yo iba

«montado en mi parda mula,

tan trotona como falsa»,

una mañana de las calurosas de agosto. Pesaba el sol de tal suerte sobre el monótono paisaje, que el sudor caía en gotas, gruesas como granizos, por mi frente, y el sombrero de paja caldeaba mi cabeza, cual si el mismo yelmo de Mambrino fuera. Vibraba el aire de puro encendido, y el chirriar monótono de cien y cien cigarras que cantaban en todas partes, parecía la manifestación sonora de aquella atmósfera enrarecida. No fue pequeño mi gozo cuando divisé a lo lejos, donde dos pequeños montículos se unían, una casa mezquina y ruin,   en cuya puerta un emparrado daba sombra a varias mesas cercadas de arrieros, que bebían sendos vasos de vino, en tanto que sus acémilas, con la cabeza abrasada por el sol, arrancaban sus últimas hierbas a un vecino rastrojo. Iban en mangas de camisa y traían las de la suya remangadas hasta el codo, mostrando por entre los redoblados pliegues del lienzo moreno, unos brazos negros y carbonizados de ludir con el aire abrasador del estío y el frío relente de las madrugadas.

Escanciábalos vino una moza de no mayor blancura, cuyo guardapiés encarnado dejaba a la pública expectación dos piernas rollizas y musculosas, como de guerrero de Miguel Ángel, dos zapatos de cuero rojo y unas medias azules en que podía estudiarse geomancia, como en las del don Diego de Noche de que nos habla Quevedo.

Acerqueme y pedí algo que beber. Agua me trajeron de un pozo que allí cerca había y que por su negra boca echaba un vaho húmedo que daba gozo. Apuré el jarro tripudo y desportillado que la moza me ofreció de muy buena gana, y que yo bebí de mejor, y luego sentí deseo de dar entretenimiento al estómago con algo más sólido que el licor de Hipocrene, y del cual yo nunca fui partidario, aun cuando dice Píndaro aquello de que «alto don es el agua», por más que yo para mí tengo que lo de «alto» lo dijo porque el agua cae del cielo, y no por vía de encarecimiento y elogio.

Sin manteles ni otros detalles ele cortesana gastronomía, sino con la rusticidad de los banquetes homéricos, me pusieron delante, para que yo diese cuenta de ello, un plato de jigote manchego y un cazolón grande como pila bautismal, lleno de salsa de ensalada, en la que navegaban hojas de fresca y rubia lechuga tripuladas por rábanos y huevos duros. De todo me harté lindamente, que mi hambre era descomunal, y no pude domeñar su braveza sino cuando hube embaulado todo lo que había en los platos.

Quedeme tan descansado como si nada hubiese hecho, y no sé si fue a virtud del calor de afuera o del que adentro sentía yo por obra y gracia del vino tinto que trasegué desde el jarro al estómago, una pesantez soporífera se apoderó de mi cabeza, y lo que poco antes me pesaba sobre los hombros, como un globo lleno de hidrógeno, pesome luego como si fuese madera, y poco más tarde, como si se me hubiese trocado, de carne y hueso, en mármol o bronce. Mis ojos no podían abrirse, y parecíame ver delante de ellos una manecita de color de rosa que venía a cerrarme los párpados con dos dedos finos y delgados, como dos culebrillas de nieve.

_No, no quiero dormirme _decían mis labios_. Vamos a echar una siestecilla _decían en su mudo lenguaje los párpados, que son la boca del alma.

  _Que no _gritaban mis labios_. Que sí _replicaban los párpados.

Éstos vencieron, y aunque en la vaguedad del primer desvanecimiento, mis labios protestaron mascullando alguna frase para alejar el sueño, vi no éste y se apoderó de mí, echando la llave a la cerradura de mis sentidos con aquella misma mano rosada que me cerró los ojos... Soñaba que caía por una escalera de blandos colchones de pluma, y oía crujir el raso de que estaban forrados... Era delicioso aquel derrumbamiento gratísimo y embriagador... Después fueron haciéndose más duros los colchones; ya eran de lana, ya eran de maíz, ya eran de tierra, ya eran... ¡Santo Dios!... de mármol, y mi pobre persona rebotaba como una pelota, llenándome de dolores y cardenales la espalda, la frente y las rodillas. Oí luego un gran rumor de hojarasca y ramas que se tronchaban bajo la pesadumbre de mi persona, y varios cuervos y lechuzas salieron revolando junto a mí, como cuenta Cide Hamete que le ocurrió al Sr. Quijana cuando se desguindó a la cueva de Montesinos, ayudado de Sancho y el primo de Basilio. Entonces aquellos mismos dedos, finos y blancos cual culebrillas de nieve, vinieron a tocarme de nuevo los párpados y me los abrieron. Una luz clarísima llenome de rayos la retina, y vi ante mí una cosa tan rara y sin ejemplo, que yo no he podido aún creerla.

Era una procesión sin fin de muñecos graciosos   y chillones. Una humanidad en que el máximum de estatura fuese el palmo, y el mínimum la pulgada, iba en larga fila delante de mí por un caminejo, apropiado al tamaño de tales transeúntes.

Sobre un caballo, poco más grande que esos caballos de cartón que los muchachos envidian, sólo que de carne y hueso, y de más hueso que carne, venía jinete un hombre muy flaco, alto y desgarbado. ¡Qué rostro más triste! ¡Qué ojos más abiertos y espantados! Eran como una viva pregunta que iba hablando el lenguaje de la interrogación y de la lástima a cuanto a su alrededor acontecía. Sus espuelas eran dos estrellas recortadas en picos como el pan de boda; su sayo de ante, bisunto en las coyunturas, contaba tantos años como la barba que, lacia y desordenadamente, caía sobre el pecho de su dueño, con un abandono parecido al del sauce llorón; sus piernas vestían polainas con avampiés, y su cabeza tenía un sombrero de más falda que copa, honrándose con vistoso airón, de dos pomposas plumas compuesto, en una de las cuales había escrito este letrero: «Genio», y en la otra éste: «Locura».

Espantosa algarabía produjo la llegada de tan extraño sujeto en una comparsa de menudas figuritas con caras de cartón y trajes de época moderna. La gritería que levantaron fue ensordecedora. Todos le aclamaban, y unos decían, agitando los microscópicos brazos:

  _¡Venga acá el geógrafo! ¡Venga el Livingsthone? ¡Sea llegado en hora buena el que más supo de grados y latitudes que el mismo Malte_Brun!

Otros chillaban:

_¡Eche pie a tierra el jurisconsulto! Reciba nuestros brazos el Justiniano insigne, el sabio legislador, que en cada una de sus palabras ha encerrado más ciencia do hacer leyes que Licurgo y Solón en todas sus teorías!

Los más numerosos exclamaban:

_¡El cielo trae por acá a este bueno de don Quijote, último evangelista de los mortales! Sea honrado el santo varón que vaticinó nuestro triunfo. ¿Quién habló más claramente del derecho divino cuando dice?.., pero ¡cata! que no me acuerdo cómo es... Bien seguro estoy de que lo dije, y de que el excelente señor don Quijote era ultramontano.

Era una batahola de chillidos mil, mareante y absurda; una sinfonía por infinito número de discordes instrumentos tañida; un congreso de monos discutiendo la abolición del organillo; una reunión de nihilistas de a dedo pequeño, pidiendo la supresión de los ricos y los buenos mozos.

El caballero no contestó a los gritos, y seguía silencioso, aunque alarmado, su camino, cuando el más audaz y valiente de la turbamulta chillona dio un brinco, y sacándole del bolsillo del sayo un rollo de polvorientos pergaminos, pregonó:

_¡Esta es la prueba de que el insigne don Quijote   debe ser reputado como filósofo krausista!

Fue aquella la señal del desbordamiento, y la canalla pequeñuela se insolentó de modo que ya no hubo en ella mano que no se agarrara a los faldones de don Quijote; o, a lo menos, a las crines barrosas de Rocinante. Quién quitaba el sombrero al ingenioso hidalgo, quién le sacaba la espada del cinto y se la llevaba al hombro, abrumado con el peso de la herrumbrosa durlindana, cuál, colgándosele a un estribo, le estorbaba el uso de la espuela. Ya, por fin, un enjambre de ellos subió a gatas desde el pie a la polaina, y de la polaina a la cruz del caballo, haciéndole perder la noble y majestuosa apostura y rodar al suelo con grande estrépito y chilladiza de los que quedaron aplastados bajo el peso de hombre y bestia. La turba huyó entonces, ostentando en las manos jirones del traje de don Quijote, y él se quedó mal parado y contuso, como aquella vez en que chocó el mundo de visiones fulgurantes de su espíritu con los brazos del Briareo de palo y lona del molino.

En aquel paisaje microscópico que en medio de mi sueño distinguía, comenzaba a anochecer. Las sombras iban bajando, bajando, y lo envolvían todo. Calló el rumor de gente y el cuadro quede triste y silencioso. Hice un esfuerzo con los párpados para ver más y... Me desperté, hallándome con los codos apoyados en la mesa donde había almorzado,   y los restos de campesino y venteril agasajo a mi alrededor.

También oscurecía en el mundo real de la vida; y al levantarme del duro asiento y ver a lo lejos, entre densa polvareda, un jinete de rara apariencia, sombrero de ala comida por un lado, a guisa de yelmo, larga; zancas y agigantado talle, pensando que era el mismo aporreado personaje de mi sueño, grité, echando a correr hacia él:

_¡Don Quijote, don Quijote! Espéreme vuesa merced.

Corrí mucho y le alcancé; pero no era don Quijote, sino un arriero que iba a Esquivias a comprar aceite.

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