Osvaldo Soriano

índice

Otoño del 53

El detective Giorgio Bufalini...

Encuentros

Otoño del 53        

      Salimos temprano de Neuquén, en un ómnibus todo destartalado, indigno de la acción patriótica que nos había encomendado el General Perón. Íbamos a jugarles un partido de fútbol a los ingleses de las Falklands y ellos se comprometían a que si les ganábamos, las islas pasarían a llamarse Malvinas para siempre y en todos los mapas del mundo. La nuestra era, creíamos, una misión patriótica que quedaría para siempre en los libros de Historia y allí íbamos, jubilosos y cantando entre montañas y bosques de tarjeta postal.
      Era el lejano otoño de 1953 y yo tenía diez años. En los recreos de la escuela jugábamos a la guerra soñando con las batallas de las películas en blanco y negro, donde había buenos y malos, héroes y traidores. La Argentina nunca había peleado contra nadie y no sabíamos cómo era una guerra de verdad. Lo nuestro, lo que nos ocupaba entonces, era la escuela, que yo detestaba, y la Copa Infantil Evita, que nuestro equipo acababa de ganar en una final contra los de Buenos Aires.
      A poco de salir pasó exactamente lo que el jorobado Toledo dijo que iba a pasar. El ómnibus era tan viejo que no aguantaba el peso de los veintisiete pasajeros, las valijas y los tanques de combustible que llevábamos de repuesto para atravesar el desierto. El jorobado había dicho que las gomas del Ford se iban a reventar y no bien entramos a vadear el río, explotó la primera.
      El profesor Seguetti, que era el director de la escuela, iba en el primer asiento, rodeado de funcionarios de la provincia y la nación. Los chicos habíamos pasado por la peluquería y los mayores iban todos de traje y gomina. En un cajón atado al techo del Ford había agua potable, conservas y carne guardada en sal. Teníamos que atravesar montañas, lagos y desiertos para llegar al Atlántico, donde nos esperaba un barco secreto que nos conduciría a las islas tan añoradas.
      Como la rueda de auxilio estaba desinflada tuvimos que llamar a unos paisanos que pasaban a caballo para que nos ayudaran a arrastrar el ómnibus fuera del agua. Uno de los choferes, un italiano de nombre Luigi, le puso un parche sobre otro montón de parches y entre todos bombeamos el inflador hasta que la rueda volvió a ser redonda y nos internamos en las amarillas dunas del Chubut.
      Cada tres o cuatro horas se reventaba la misma goma u otra igual y Luigi hacía maravillas al volante para impedir que el Ford, alocado, se cayera al precipicio. El otro chofer, un chileno petiso que decía conocer la región, llevaba un mapa del ejército editado en 1910 y que sólo él podía descifrar. Pero al tercer día, cuando cruzábamos un lago sobre una balsa, nos azoto un temporal de granizo y el mapa se voló con la mayoría de las provisiones. Los ríos que bajaban de la Cordillera venían embravecidos y resonaban como si estuvieramos a las puertas del infierno.
      Al cuarto día nos alejamos de las montañas y avistamos una estancia abandonada que, según el chileno, estaba en la provincia de Santa Cruz. Luigi prendió unos leños para hacer un asado y se puso a reparar el radiador agujereado por un piedrazo. El profesor Seguetti, para lucirse delante de los funcionarios, nos hizo cantar el Himno Nacional y nos reunió para repasar las lecciones que habíamos aprendido sobre las Malvinas.
      Sentados en las dunas, cerca del fuego, escuchamos lo mismo de siempre. En ese tiempo todavía creíamos que entre los pantanos y los pelados cerros de las islas había tesoros enterrados y petróleo para abastecer al mundo entero. Ya no recordábamos por qué las islas nos pertenecían ni cómo las habíamos perdido y lo único que nos importaba era ganarles el partido a los ingleses y que la noticia de nuestro triunfo diera la vuelta al mundo.
      — Elemental, las Malvinas son de ustedes porque están más cerca de la Argentina que de Inglaterra —dijo Luigi mientras pasaba los primeros mates.
      — No sé —porfió el chofer chileno—, también estén cerca del Uruguay.
      El profesor Seguetti lo fulminó con la mirada. Los chilenos nunca nos tuvieron cariño y nos disputan las fronteras de la Patagonia, donde hay lagos de ensueño y bosques petrificados con ciervos y pájaros gigantes parecidos a los loros que hablan el idioma de los indios. Sentados en el suelo, en medio del desierto, Seguetti nos recordó al gaucho Rivero, que fue el último valiente que defendió las islas y terminó preso por contrabandista en un calabozo de Londres. 
      A los chicos todo eso nos emocionaba, y a medida que el profesor hablaba se nos agrandaba el corazón de sólo pensar que el General nos había elegido para ser los primeros argentinos en pisar Puerto Stanley.
      El General Perón era sabio, sonreía siempre y tenía ideas geniales. Así nos lo habían enseñado en el colegio y lo decía la radio; ¡qué nos importaban las otras cosas! Cuando ganamos la Copa en Buenos Aires, el General vino a entregarla en persona, vestido de blanco, manejando una Vespa. Nos llamó por el nombre a todos, como si nos conociera de siempre, y nos dio la mano igual que a los mayores. Me acuerdo de que al jorobado Tolosa, que iba de colado por ser hijo del comisario, lo vio tan desvalido, tan poca cosa, que se le acercó y le preguntó:
      "¿Vos qué vas a ser cuando seas grande, pibe?". Y el jorobado le contestó:
      "Peronista, mi General". Ahí nomás se ganó el viaje a las Malvinas.
      De regreso a Río Negro, me pasé las treinta y seis horas de tren llorando porque Evita se había muerto antes de verme campeón. Yo la conocía por sus fotos de rubia y por los noticieros de cine. En cambio mi padre, después de cenar, cerraba las ventanas para que no lo oyeran los vecinos e insultaba el retrato que yo tenía en mi cuarto hasta que se quedaba sin aliento. Pero ahora estaba orgulloso porque en el pueblo le hablaban de su hijo que iba a ser el goleador de las Malvinas.
      Seguimos a la deriva por caminos en los que no pasaba nadie y cada vez que avistábamos un lago creíamos que por fin llegábamos al mar, donde nos esperaba el barco secreto. Soportamos vientos y tempestades con el último combustible y poca comida, corridos por los pumas y escupidos por los guanacos. El ómnibus había perdido el capó, los paragolpes y todas las valijas que llevaba en el techo. Seguetti y los funcionarios parecían piltrafas. El profesor desvariaba de fiebre y había olvidado la letra del Himno Nacional y el número exacto de islas que forman el archipiélago de Malvinas.
      Una mañana, cuando Luigi se durmió al volante, el ómnibus se empantanó en un salitral interminable. Entonces ya nadie supo quién era quién, ni dónde diablos quedaban las gloriosas islas. En plena alucinación, Seguetti se tomó por el mismísimo General Perón y los funcionarios se creyeron ministros, y hasta Luigi dijo ser la reencarnación de Benito Mussolini. Desbordado por el horizonte vacío y el sol abrumador, Seguetti se trepó al mediodía al techo del Ford y empezó a gritar que había que pasar lista y contar a los pasajeros para saber cuántos hombres se le habían perdido en el camino.
      Fue entonces cuando descubrimos al intruso.
      Era un tipo canoso, de traje negro, con un lunar peludo en la frente y un libro de tapas negras bajo el brazo. Estaba en una hondonada y eso lo hacía parecer más petiso. No parecía muy hablador pero antes de que el profesor se recuperara de la sorpresa se presentó solo, con un vozarrón que desafiaba al viento.
      — William Jones, de Malvinas —levantó el libro como si fuera un pasaporte—, apóstol del Señor Jesucristo en estos parajes.
Hablaba un castellano dificultoso y escupió un cascote de saliva y arena.
      El profesor Seguetti lo miró alelado y saltó al suelo. Los funcionarios se asomaron a las ventanillas del ómnibus.
      — ¿De dónde? —preguntó el profesor que de a poco se iba animando a acercársele.
      — De Port Stanley —respondió el tipo, que hablaba como John Wayne en la frontera mexicana—. Argentino hasta la muerte.
De golpe también los chicos empezamos a interesarnos en él.
      No hay argentinos en las Malvinas —dijo Seguetti y se le arrimó hasta casi rozarle la nariz.
      Jones levantó el libro y miró al horizonte manso sobre el que planeaban los chimangos.
      — ¡Cómo que no, si hasta me hicieron una fiesta cuando llegué! —dijo.
      Entonces Seguetti se acordó de que nuestra ley dice que todos los nacidos en las Malvinas son argentinos, hablen lo que hablen y tengan la sangre que tengan.
      Jones contó que había subido al ómnibus dos noches atrás en Bajo Caracoles, cuando paramos a cazar guanacos. Si no lo habíamos descubierto antes, dijo, había sido por gracia del Espíritu Santo que lo acompañaba a todas partes. Eso duró toda la noche porque nadie, entre nosotros, sabía inglés y Jones mezclaba los dos idiomas. Cada uno contaba su historia hablando para sí mismo y al final todos nos creíamos héroes de conquistas, capitanes de barcos fantasmas y emperadores aztecas. Luigi, que ahora hablaba en italiano, le preguntó si todavía estábamos muy lejos del Atlántico.
      —Oh, very much! —gritó Jones y hasta ahí le entendimos. Luego siguió en inglés y cuando intentó el castellano fue para leernos unos pasajes de la Biblia que hablaban de Simón perdido en el desierto.
      Al día siguiente todos caminamos rezando detrás de Jones y llegamos a un lugar de nombre Río Alberdi, o algo así. Enseguida, el General Perón nos mandó dos helicópteros de la gendarmería. Cuando llegaron, los adultos tenían grandes barbas y nosotros habíamos ganado dos partidos contra los chilenos de Puerto Natales, que queda cerca del fin del mundo.
      El comandante de gendarmería nos pidió, en nombre del General, que olvidáramos todo, porque si los ingleses se enteraban de nuestra torpeza jamás nos devolverían las Malvinas. Conozco poco de lo que ocurrió después. Jones predicó el Evangelio por toda la Patagonia y más tarde se fue a cultivar tabaco a Corrientes, donde tuvo un hijo con una mujer que hablaba guaraní.
      Ahora que ha pasado mucho tiempo y nadie se acuerda de los chicos que pelearon en la guerra, puedo contar esta vieja historia. Si nosotros no nos hubiéramos extraviado en el desierto en aquel otoño memorable, quizá no habría pasado lo que pasó en 1982. Ahora Jones está enterrado en un cementerio británico de Buenos Aires y su hijo, que cayó en Mount Tumbledown, yace en el cementerio argentino de Puerto Stanley.

PULSA AQUÍ PARA LEER RELATOS DE PROTAGONISTA INFANTIL

Y AQUÍ PARA LEER RELATOS FANTÁSTICOS

ir al índice

                                        El detective Giorgio Bufalini y la muerte de Venecia  
                                                                                                                                                                                                                                               8 de febrero de 1974
                                                                                                                                                                                                A Carlos Trillo y Horacio Altuna


     A fines de 1973, luego de pasar una semana en Turquía, llegué a Roma donde me esperaban Osiris Troiani y Pablo Kandel. Teníamos como misión preparar un suplemento de 24 páginas dedicado a Italia. Yo me ocuparía de la parte cultural.
     Troiani había viajado a Italia más de veinte veces; Kandel, que tenía un excesivo amor por el trabajo, irritaba al brillante Troiani. Cuando yo llegué a la plaza del Panteón quedé tan deslumbrado que le avisé inmediatamente a Troiani que no tenía la menor intención de ponerme a trabajar. Así, mientras Kandel cumplía con su responsabilidad profesional, Troiani y yo caminábamos por Roma, saboreábamos las mejores pastas y gustábamos los vinos más amables. Después empezamos a subir hacia el norte y en Florencia se nos acabaron los viáticos, que eran generosos. La Opinión proveyó otros por cable y seguimos hasta Venecia, donde nos anclamos en la Piazza San Marco.
     No quiero menguar la reputación profesional de Troiani: creo que él hizo algunas entrevistas porque habla italiano. También recuerdo que me prestó una enorme tijera con la cual seleccioné los mejores artículos de la prensa italiana para "cocinarlos" a mi manera. Es bueno aclarar, entonces, que el detective Giorgio Bufalini es totalmente apócrifo, lo mismo que sus aventuras. La información es, no obstante, correcta: cuando el suplemento se publicó recibimos una carta de felicitación del primer ministro italiano.
     A esa altura, mi situación en La Opinión ya se había vuelto insostenible. El subdirector Enrique Jara, que había llegado con la misión de "limpiar" la redacción, me había declarado la guerra. El diario acentuaba su vertiginoso giro a la derecha. En julio, luego de la gran huelga del personal, el clima se hizo irrespirable. Jara no alcanzó a echarme: me fui antes, dándome por despedido, e inicié un juicio que gané en primera instancia. Luego del golpe de Estado de 1976, la cámara de apelaciones le dio la razón a la empresa.
     Tres años más tarde el mismo Jara llevó al general Camps y sus cuerpos especiales hasta la casa de Timerman. El director, que apoyaba a Videla, fue torturado y más tarde expulsado del país. En los careos policiales Jara, acompañado de Ramiro de Casasbellas, denunció a decenas de periodistas_entre ellos yo_ por sostener ideas contrarias a las suyas. El tiempo de la ignominia se había instalado en el país y el diario, intervenido por los militares, fue un instrumento de silencio primero, de propaganda después. Pero los lectores lo abandonaron y tuvo que cerrar.
     Hace diez años, el detective privado Giorgio Bufalini llegaba a su despacho a las ocho de la mañana. Vivía cerca del molino Stucchi, en Venecia, hasta que el año pasado andaba con los bolsillos tan arrugados que tuvo que aceptar una indemnización de dos millones de liras para desalojar la casa que alquilaba desde hacía quince años.
      "Ahora _dice, recostado en un sillón que tiene el mismo color gris de la ciudad_ vivo en Spinea, tengo que tomar el vapor y nunca llego antes de las diez" . Extraña profesión la de Bufalini para una ciudad como Venecia. Su oficina está en un lugar encantador, la Calle del Cafetier, junto al Ponte de la Viste, a cincuenta metros del lugar donde los fascistas mataron a Amerigo Pocini.
     "Hago cualquier cosa. Acepto trabajos en todo el Veneto, porque si no sería imposible vivir. Divorcios hay pocos acá porque la gente es muy tradicionalista, enemiga de los escandaletes. Me contrataron muchas veces para seguir mujeres u hombres, pero no es fácil. Esto no es Nueva York. ¿Se animaría a seguir a una mujer en el vaporetto ?"
     No, su trabajo no parece cómodo. Seguir a alguien por las estrechas callejuelas, escudado detrás de un grupo de turistas puede ser un papelón. "Hace ocho años _recuerda Bufalini con nostalgia_, agarré a dos hombres de Turín que habían robado un collar muy caro en un negocio del Centro Histórico. Los arrinconé en el Casino. Se entregaron mansitos. Eran buenas épocas, señor".
Bufalini invita a tomar cerveza en la Sala Billardi, a cuatro pasos de su oficina. En la calle hay un olor ácido que debe llegar desde el puente. El sol del otoño es, aún, demasiado caliente para la calva del detective. Se pasa un pañuelo blanco y lo guarda en un bolsillo del saco. De allí saldrán luego los arrugados billetes para pagar la cerveza. Aparenta unos 54 años y dice que vive con una muchacha de 22, "¡Bella!", exclama, y guiña un ojo.
     De pronto, vuelve a ponerse dramático: "Acá nos hundimos, todos, señor. La ciudad un centímetro por año, yo bastante más rápido. Mire qué paradoja: para restaurar a Venecia hacen falta 270 mil millones de liras. ¡Para levantarme a mí se necesitaría tanto menos!".
     Pide otra cerveza y enciende la Muratti. "Me desalojaron de la casa. Un par de millones tientan, más si uno anda rengo del bolsillo. Hasta hace cuatro años acá la vida era tranquila, había que aguantar a los turistas, pero con ellos llegaban lindas mujeres. Ahora nos están echando a todos los venecianos. Las grandes corporaciones compran los edificios y empieza la especulación".
     Parece deprimido, pero en un gesto de audacia traga su vaso de cerveza con los ojos grises cerrados. ¿Quién compra? "Las grandes empresas Olivetti, Pirelli, las compañias aéreas. Se trata de echar a los nativos para convertir a Venecia en una isla con palacetes para ricachones. Acá hay 49.457 unidades inmobiliarias, pero sólo viven 10.200 patrones, lo demas está alquilado. Entonces, el primer paso es echar a los inquilinos y luego vender. Gran negocio, señor, pronto van a vender hasta el agua de los canales".
     Domina datos, cifras, como si alguien le hulsiera encargado el trabajo. El cronista se lo dice. El sonríe. "Leo los diarios _dice_, es lo único que hago a la mañana. Vea, hace diez años el metro cuadrado de terreno acá valia 150 mil liras, ahora ya se paga 250 mil y dicen que va a subir hasta 400 mil. El Centro Histórico, acá donde estamos sentados, tiene seis mil habitantes fijos. No va a quedar nadie.
     Paga y sale junto al enviado. Por la calle pasa una pareja de turistas y ella toma una foto del puente que incluye a Bufalini. Este sonríe: "Vaya uno a saber a dónde irá a parar ese retrato. Ya ve, acá uno no es dueño ni de su alma". Cuando entra en la oficina levanta la cortina y mira a través de los barrotes las azoteas rojas. "Todo empezó cuando la empresa Romana Beni Stabili hizo un complejo inmobiliario moderno de cien departamentos. Sólo vendió el 30 por ciento. La gente que compra quiere las casonas, viejas por fuera y puestas a todo lujo por dentro. Hasta Marcello Mastroiani compró un departamento moderno para pasar vacaciones".
     Va hacia una vieja heladera, saca una manzana y empieza a mordisquearla. "Yo soy comunista. Estoy convencido que en el negocio andan todos los partidos del gobierno, como siempre. La compañía Aeritalia compró el que era Hotel Splendid y va a montar una residencia de lujo. ¿Quiénes están detrás de eso?".
     Por de pronto, Venecia amenaza cambiar de manos y convertirse simplemente en un complejo turístico. El gobierno obliga a restaurar, pero concede solo el cuarenta por ciento de los gastos. La mayoría de los propietarios _gente de trabajo que ha heredado sus viviendas_, no está en condiciones de cumplir las ordenanzas. Las grandes empresas, sí. Ellas compran, restauran, luego hacen su negocio.
     Al mediodía, tres viejos músicos se guarecen bajo el toldo de un café en la Piazza San Marcos, y tocan. Los turistas no escuchan, pero toman cerveza, refrescos. Los sonidos del violín, el piano, el contrabajo, intentan piezas de moda, alegres, simples. No hay caso: el ritmo es triste, amargo y nadie aplaude. Los viejos miran a los turistas con una cierta indiferencia. Las palomas descienden sobre las mesas, picotean. Bufalini sonríe: "Napoleón dijo una vez que esta plaza era el más bello salón de Europa" De pronto cambia de expresión, mira a i musici y dice en voz baja: "Thomas Mann puso acá a su personaje porque sintió algo que nosotros sentimos siempre. Venecia es el único lugar del mundo donde se muere sin dolor. Ojalá nos dejen".

ir al índice

Encuentros

      Pronto el recuerdo de aquel pequeño funcionario que fue mi padre será un legajo amarillento en el fondo de un cajón. Todo irá a parar al fuego mientras los recuerdos pasan y huelen como las pestilentes cloacas que él ayudó a instalar. Todo está bajo tierra: mi padre en el cementerio de Morón, los caños de agua, las Obras Sanitarias que construyó Sarmiento, aquellas ilusiones del tiempo de Gardel.
      Me queda una tarde de 1956 en que vamos trepando las bardas en una vieja camioneta con un predicador durmiendo a mi lado. Llueve tan fuerte que avanzamos a los coletazos, el motor a fondo y el limpiaparabrisas que no funciona. Mi padre está de un humor terrible porque se le ha mojado el paquete de Saratoga y lleva horas sin fumar. El pastor ha subido a la salida de Cinco Saltos y va para donde lo lleven porque predica en el desierto. Aspira a llegar hasta los glaciares de Tierra del Fuego porque allí lo espera el último de los onas para abrazar su Evangelio redentor. Para todos tiene una verdad revelada. Les habla a los mapuches católicos, a los alemanes protestantes y si es preciso a los judíos extraviados en las orillas del Limay. Cuando lo vio a lo lejos, borroneado por la lluvia, mi padre detuvo la camioneta y le hizo señas para que dejara el equipaje en la caja y se viniera con nosotros adelante.
      —Si me perdona, hermano —gritó el tipo mientras mostraba la Biblia y me empujaba con el maletín—; no quisiera que se nos moje la palabra del Señor.
      Ahí no más mi padre le preguntó si llevaba cigarrillos. Para hacer tiempo el tipo entreabrió la tapa de cartón prensado y mientras arrancábamos deslizó los dedos por los recovecos del maletín. A través de la ranura adiviné un crucifijo y un par de libros viejos.
      —Me los robaron, hermano —dijo con una voz tronante y pesarosa—. Siempre me roban algo, que el Cielo los perdone.
      Lo que me divertía era el tic que le arrugaba la nariz y le arrastraba el bigote hasta el medio de la mejilla. Vestía un traje color borra de vino y una corbata verde, como se usaba en aquellos tiempos de Elvis Presley. Íbamos tan apretados que el pastor debía sostener la maleta de canto, entre el parabrisas y la nariz arrugada. —¿Cuál es su gracia? —le preguntó mi padre mientras pasaba un trapo por el vidrio empañado.
      En lugar de contestar, el hombre se limpió la nariz con un resoplido que tapó el ruido de la lluvia.
      —Con su permiso, hermano, me voy a echar un sueñito. Si se le ofrece algo me avisa.
      Y enseguida se durmió apoyado contra la ventanilla. Mi padre me contó entonces que él también había andado a solas por el campo antes de conocer a mi madre. En ese tiempo gobernaba Uriburu y los muchachos de la Liga Patriótica le habían dado una paliza en la calle Pasteur, cuando rondaba la casa de una belleza judía. Unos días después, descangallado por los garrotazos, se enteró de que la chica salía con otro y ahí no más se largó al campo.
      Me contó esa mentira como antes me había contado otras, pero a mí no me importaba porque me gustaban sus relatos dichos con voz muy baja, casi inaudible. Recuerdo que en sus cuentos él siempre caía mal parado. A los fascistas de Uriburu no atinó a devolverles ni un solo golpe y la chica del Once se quedó con otro. A Gardel lo encontró en un bar de Corrientes y lo llevó a su casa en un coche prestado, pero no se atrevió a pedirle autógrafo. Estaba acercándose a la mesa cuando el Zorzal apagó la sonrisa, se levantó de golpe y los mandó al carajo a Razzano y a una mujer de pelo amarillo. Mientras todos lo miraban alejarse, mi padre salió por otra puerta, subió al coche y oyó que Gardel lo llamaba. "Haceme la gauchada, pibe, tírame en casa", le dijo. En el trayecto lo convidó con un Camel importado y sacó los anteojos para leer algo que la rubia había escrito en una servilleta manchada de rouge. Después se puso a silbar y a tamborilear con los dedos sobre el tablero del coche. Nada más. Ni una palmada, ni una de esas eternas sonrisas. Carlitos arrugó la servilleta, la tiró por la ventanilla y en el cruce de Lavalle con Jean Jaurés desapareció para siempre de la vida de mi padre.
      —¡Eso no es verdad! —gritó el predicador entre sueños—. Gardel nunca compuso nada. ¡Si no sabía ni silbar...!
      Mi padre lo miró, azorado, como si el otro le discutiera su propio pasado. Bastó esa distracción para que la camioneta se saliera de la huella y resbalara cuesta abajo por el lodazal. Caímos de lado, uno encima del otro, hasta que la pickup de Obras Sanitarias quedó inclinada contra un alambrado. El primero en salir fue el pastor, con la valija sobre la cabeza; después mi padre me pidió que le sostuviera el volante para apoyar un pie y alcanzar el hueco de la puerta. Una vez que todos estuvimos afuera, el predicador abrió su maletín a hurtadillas y sacó un piloto de esos que usaba Humphrey Bogart. Se lo puso y señaló la Biblia.
      —Oremos, hermano. Porque le mientes a tu hijo y adoras a falsos ídolos.
      —Se puso los anteojos y silbaba —insistió mi padre—. Me parece que era Golondrinas.
      Pero el otro ya se había metido bajo el chasis ladeado y sermoneaba con ojos de poseído. Pedía perdón para mi padre y el infierno para el Zorzal. La lluvia le achataba el sombrero y el tic le hacía bailotear el bigote por toda la cara. Yo no sabía qué decir mientras mi viejo me estrechaba entre sus brazos y me decía, con voz de ruego, que él siempre hablaba la verdad, que nunca le había mentido a nadie y que yo tenía que seguir su ejemplo. "¡Oh, Jesús de la tormenta!" —gritaba el pastor—. "¡Jesús de los desiertos, rey del universo", y condenaba a Gardel a los terremotos de Sodoma y Gomorra. Entonces un trueno terrible sacudió las alturas y a mí me pareció que entre los grises de las nubes se dibujaba un Carlitos apesadumbrado y de anteojos que silbaba mientras leía aquella servilleta manchada de rouge. Con el tiempo he vuelto a imaginarlo así, de espaldas a su inmenso destino de padre celestial. Sentado en calzoncillos en un cuarto de hotel, con la barriga tan blanca como la de mi viejo, plegando las patillas de los anteojos, rasgando trabajosamente la guitarra.
      Pero aquel día el predicador se ensañó con Gardel para que yo lo imaginara tan torvo, ambiguo y tramposo como cualquier ventajero de pacotilla. Le dije a mi padre que yo le creía a él y dejamos que el pastor se extenuara nombrando los tangos que no hizo y las mujeres que no tuvo. Al anochecer se quedó dormido con la nariz fruncida y nosotros nos acurrucamos al lado a esperar que parara el diluvio. Mi padre le abrió el maletín y entre unos folletos de profecías impresos a mimeógrafo encontró una partitura de Cuesta abajo. Al margen, con letra temblorosa, el predicador había anotado como una dedicatoria: "Querido mío, esto lo hice yo para que vos fueras famoso".
      —No entiendo —dije, y de verdad no entendía.
      —Es jodida la envidia —murmuró mi padre—. ¡Silbaba tan lindo el hijo de puta!
      —¿Silbaba cosas de él?
      —De nosotros. De aquel tiempo cuando me dieron una paliza y mi novia se fue con otro.
      Cerró el maletín del predicador y se quedó un rato pensativo.
      —¡Qué puteada le mandó a Razzano!
      —Y vos lo acercaste a su casa.
      —En un Pontiac. Se puso los anteojos y me convidó un Camel.
      Paró la lluvia y empezaba a hacer frío.
      —Papá, ¿van a venir a buscarnos?
      —Claro que sí, van a traer comida y cigarrillos —señaló al predicador—; y así como a Carlitos lo llevaba todo el mundo, éste se va a quedar a pie para toda la vida.

ir al índice

 

IR AL ÍNDICE GENERAL