Publio Ovidio Nasón

índice

Arte de amar

 

Metamorfosis

(fragmentos)

El origen del mundo

Las edades del hombre

Júpiter e Ío

Faetón

Narciso y Eco

Píramo y Tisbe

Arte de amar

LIBRO PRIMERO

 S

i alguien en la ciudad de Roma ignora el arte de amar, lea mis páginas, y ame instruido por sus versos.  El arte impulsa con las velas y el remo las ligeras naves, el arte guía los veloces carros, y el amor se debe regir por el arte. Automedonte sobresalía en la conducción de los carros y el manejo de las flexibles riendas; Tifis acreditó su maestría en el gobierno de la nave de los Argonautas; Venus me ha escogido por el confidente de su tierno hijo, y espero ser llamado el Tifis y el Automedonte del amor.

    Éste en verdad es cruel, y muchas veces experimenté su enojo; pero es niño, y apto por su corta edad para ser guiado. La cítara de Quirón educó al jovenzuelo Aquiles, domando su carácter feroz con la dulzura de la música; y el que tantas veces intimidó a sus compañeros y aterró a los enemigos, dícese que temblaba en presencia de un viejo cargado de años, y ofrecía sumiso al castigo del maestro aquellas manos que habían de ser tan funestas a Héctor.

    Quirón fue el maestro de Aquiles, yo lo seré del amor: los dos niños temibles y los dos hijos de una diosa. No obstante, el toro dobla la cerviz al yugo del arado y el potro generoso tiene que tascar el freno; yo me someteré al amor, aunque me destroce el pecho con sus saetas y sacuda sobre mí sus antorchas encendidas.

    Cuanto más riguroso me flecha y abrasa con sin par violencia, tanto más brío me infunde el anhelo de vengar mis heridas.

    Yo no fingiré, Apolo, que he recibido de ti estas lecciones, ni que me las enseñaron los cantos de las aves, ni que se me apareció Clío con sus hermanas al apacentar mis rebaños en los valles de Ascra. La experiencia dicta mi poema; no despreciéis sus avisos saludables: canto la verdad. ¡Madre del amor, alienta el principio de mi carrera! ¡Lejos de mí, tenues cintas, insignias del pudor, y largos vestidos que cubrís la mitad de los pies! Nosotros cantamos placeres fáciles, hurtos perdonables, y los versos correrán limpios de toda intención criminal.

    Joven soldado que te alistas en esta nueva milicia, esfuerzate lo primero por encontrar el objeto digno de tu predilección; en seguida trata de interesar con tus ruegos a la que te cautiva, y en tercer lugar, gobiérnate de modo que tu amor viva largo tiempo. Éste es mi propósito, éste el espacio por donde ha de volar mi carro, ésta la meta a la que han de acercarse sus ligeras ruedas.

    Pues te hallas libre de todo lazo, aprovecha la ocasión y escoge a la que digas: «Tú sola me places.» No esperes que el cielo te la envíe en las alas del Céfiro; esa dicha has de buscarla por tus propios ojos. El cazador sabe muy bien en qué sitio ha de tender las redes a los ciervos y en qué valle se esconde el jabalí feroz. El que acosa a los pájaros, conoce los árboles en que ponen los nidos, y el pescador de caña, las aguas abundantes en peces.

    Así, tú, que corres tras una mujer que te profese cariño perdurable, dedícate a frecuentar los lugares en que se reunen las bellas. No pretendo que en su persecución des las velas al viento o recorras lejanas tierras hasta encontrarla; deja que Perseo nos traiga su Andrómeda de la India, tostada por el sol, y el pastor de Frigia robe a Grecia su Helena; pues Roma te proporcionará lindas mujeres en tanto número, que te obligue a exclamar: «Aquí se hallan reunidas todas las hermosuras del orbe.» Cuantas mieses doran las faldas del Gárgaro, cuantos racimos llevan

las viñas de Metimno, cuantos peces el mar, cuantas aves los árboles, cuantas estrellas resplandecen en el cielo, tantas .jóvenes hermosas pululan en Roma, porque Venus ha fijado su residencia en la ciudad de su hijo Eneas.

    Si te cautiva la frescura de las muchachas adolescentes, presto se ofrecerá a tu vista alguna virgen candorosa; si la prefieres en la flor de la juventud, hallarás mil que te seduzcan con sus gracias, viéndote embarazado en la elección; y si acaso te agrada la edad juiciosa y madura, créeme, encontrarás de éstas un verdadero enjambre. Cuando el sol queme las espaldas del león de Hércules, paséate despacio a la sombra del pórtico de Pompeyo, o por la opulenta

fábrica de mármol extranjero que publica la munificencia de una madre añadida a la de su hijo, y no olvides visitar la galería, ornada de antiguas pinturas, que levantó Livia, y por eso lleva su nombre.

    Allí verás el grupo de las Danaides que osaron matar a los infelices hijos de sus tíos, y a su feroz padre, con el acero desnudo. No dejes de asistir a las fiestas de Adonis, llorado por Venus, ni a las del sábado que celebran los judíos de Siria, ni pases de largo por el templo de Menfis que se alzó a la ternera vendada con franjas de lino; Isis convierte a muchas en lo que ella fue para Jove.

    Hasta el foro, ¿quién lo creerá?, es un cómplice del amor, cuya llama brota infinitas veces entre las lides clamorosas. En las cercanías del marmóreo templo consagrado a Venus surge el raudal de la fuente Appia con dulcísimo murmullo, y allí mil veces se dejó prender el jurisconsulto en las amorosas redes, y no pudo evitar los peligros de que defendía a los demás; allí, con frecuencia, el orador elocuente pierde el don de la palabra: las nuevas

impresiones le fuerzan a defender su propia causa; y Venus, desde el templo vecino, se ríe del desdichado que siendo patrono poco ha, desea convertirse en cliente; pero donde has de tender tus lazos sobre todo es en el teatro, lugar muy favorable a la consecución de tus deseos. Allí encontrarás más de una a quien dedicarte, con quien entretenerte, a quien puedes tocar, y por último poseerla. Como las hormigas van y vuelven en largas falanges cargadas con el grano que les ha de servir de alimento, y las abejas vuelan a los bosques y prados olorosos para libar el jugo de las flores y el tomillo, así se precipitan en los espectáculos nuestras mujeres elegantes en tal número, que suelen dejar indecisa la preferencia. Más que a ver las obras representadas, vienen a ser objeto de la pública expectación, y el sitio ofrece mil peligros al pudor inocente.

    ¡Oh Rómulo, tú fuiste el primero que alborotó los juegos escénicos con la violencia, cuando el rapto de las Sabinas regocijó a tus soldados, que carecían de mujeres! Entonces los toldos no pendían sobre el marmóreo teatro, ni enrojecía la escena el líquido azafrán; con el ramaje que brindaba la selva del Palatino, dispuesto sin arte, levantábase el rústico tablado; el pueblo se acomodaba en graderías hechas de césped, y el follaje cubría de cualquier

modo las hirsutas cabezas. Cada cual, observando alrededor, señalaba con los ojos la joven que para sí codiciaba, y revolvía muchos proyectos a la callada en su pecho; y mientras el danzante, a los rudos sones de la zampoña toscana, golpea cadencioso tres veces el suelo con los pies, en medio de los aplausos, que entonces no se vendían, el rey da a su pueblo la señal de lanzarse sobre la presa. De súbito saltan de los asientos, y con clamores que delatan su intención, ponen las ávidas manos en las doncellas.

    Como la tímida turba de palomas huye las embestidas del águila, como la tierna cordera se espanta en presencia del lobo, así huyen, aterradas, de aquellos hombres sin ley que las acometen, y no hubo una sola que no reflejase la palidez en la cara. El espanto fue en todas igual, mas no se manifestó de la misma manera. Las unas se arrancan los cabellos, las otras pierden el sentido; éstas guardan un sombrío silencio, aquéllas llaman a sus madres; quiénes se lamentan, quiénes quedan embargadas de estupor, algunas permanecen inmóviles y no pocas se dan a la fuga. Las doncellas robadas, presa ofrecida al dios Genio, desaparecen de allí, y el temor multiplicó en muchas los naturales encantos. Si alguna se resiste tenaz a seguir al raptor, éste la coge en brazos, y estrechándola contra el ávido seno, la consuela con tales palabras: «¿Por qué enturbias con el llanto tus lindos ojos? Lo que tu padre es para tu madre, eso

seré yo para ti.» Rómulo, tú fuiste el único que supo premiar a los soldados; si me concedes el mismo galardón, me alisto en tu milicia. Desde entonces sigue la costumbre en las funciones teatrales, y hoy todavía son un peligro para las hermosas.

    No dejes tampoco de asistir a las carreras de los briosos corceles; el circo, donde se reúne público innumerable, ofrece grandes incentivos. Allí no te verás obligado a comunicar tus secretos con el lenguaje de los dedos, ni a espiar los gestos que descubran el oculto pensamiento de tu amada. Nadie te impedirá que te sientes junto a ella y que arrimes tu hombro al suyo todo lo posible; el corto espacio de que dispones te obliga forzosamente, y la 1ey del

sitio te permite tocar a gusto su cuerpo codiciado.

    Luego buscas un pretexto cualquiera de conversación, y que tus primeras palabras traten de cosas generales. Con vivo interés pregúntale a quién pertenecen los caballos que van a correr, y sin vacilación toma el partido de aquel, sea el que fuere, que merezca su favor. Cuando se presenten las imágenes de marfil en la solemne procesión, aplaude con entusiasmo a la diosa Venus, tu soberana. Si por acaso el polvo se pega al vestido de la joven, apresúrate a quitárselo con los dedos, y aunque no le haya caído polvo ninguno, haz como que lo sacudes, y cualquier motivo te incite a mostrarte obsequioso. Si el manto le desciende hasta tocar el suelo, recógelo sin demora y quítale la tierra que lo mancha, que bien pronto recabarás el premio de tu servicio, pues con su consentimiento podrás deleitar los ojos al descubrir su torneada pierna. Además, observa si el que se sienta detrás de vosotros saca demasiado la rodilla y oprime su ebúrnea espalda. La menor distinción cautiva a un ánimo ligero. Fue útil a muchos colocar con presteza un cojín o agitar el aire con el abanico, y deslizar el escabel bajo unos pies delicados.

    El circo brinda estas ocasiones al amor naciente, como la arena del foro que entristecen las contiendas legales. Allí descendió a pelear mil veces el hijo de Venus, y el que contemplaba las heridas de otro, resultó herido también; y mientras habla, toca la mano del adversario, apuesta por un combatiente, y, depositada la fianza, pregunta quién salió victorioso, solloza al sentir el dardo que se le clava en el pecho, y, simple espectador del combate, viene a ser una de sus víctimas.

    ¿Qué espectáculo iguala en lo emocionante al simulacro de una batalla naval en la que César lanza las naves de Persia contra las de Atenas? Desde uno y otro mar acuden mozos y doncellas, y el orbe entero se da cita en Roma.   Entre tanta muchedumbre, ¿quién no hallará la mujer de su predilección? ¡Ah, cuántos se dejaran abrasar por una hermosa extranjera!

    César se dispone a sojuzgar pronto lo que le falta del orbe, y pronto serán nuestros los últimos confines del Oriente. ¡Reino de los parthos, vas a sufrir rudo castigo¡ ¡Alborozaos, manes de Craso; estandartes que, a pesar vuestro, pasasteis a poder de los bárbaros, aquí está vuestro vengador, acreditado de insigne caudillo en los primeros encuentros, pues muy joven obtiene victorias no concedidas a la juventud! ¡Espíritus apocados, no preguntéis el día

natal los dioses: el valor de los Césares se adelanta siempre a la edad, su genio soberano brilló desde los tiernos años, rebelde a los tardíos pasos del crecimiento!

    Hércules, de niño, ahogó con sus manos dos serpientes, y ya en la cuna se mostró digno vástago de Jove. ¡Tú, Baco, que seduces con tus gracias juveniles, cuán grande apareciste en la India, conquistada por tus tirsos victoriosos!   Joven príncipe, combatirás alentado por los auspicios y el valor de tu padre, y gracias a los mismos reportarás la

victoria; debes ilustrar con hazañas heroicas tu nombre glorioso, y si hoy eres el príncipe de la juventud, luego lo serás de la vejez. Hermano generoso, venga la injuria de tus hermanos; modelo de hijos, defiende los derechos de tu padre. Tu padre, que lo es también de la patria, te puso las armas en la mano; el enemigo arrebató con violencia el reino al autor de tus días, pero tus dardos serán sagrados, y las saetas de aquél sacrílegas; la justicia y la piedad

combatirán bajo tus enseñas, y el partho, ya vencido por su mala causa, lo será asimismo por las armas, y mi joven héroe añadirá a las del Lacio las riquezas del Oriente. ¡Marte, que eres su padre, y tú, César, su padre también, prestad ayuda al guerrero, ya que uno de vosotros es dios, y el segundo lo será presto!

    Sí, te lo aseguro: vencerás; yo cantaré los versos ofrecidos a tu gloria, y tu nombre resonará en ellos con sublime acento. A punto de combatir, animarás las huestes con mis palabras, y ojalá no sean indignas de tu esfuerzo. Pintaré al partho fugitivo, el brío animoso de los romanos, y los dardos que lanza el enemigo, volviendo las riendas de su caballo. Partho, si huyes para vencer, ¿qué dejas a los vencidos?

    Al fin tu Marte te amedrenta con presagios funestos. Pronto lucirá el día en que tú, el más hermoso de los hombres, aparezcas resplandeciente en el carro de cuatro blancos corceles. Delante de ti caminarán los jefes enemigos con los cuellos cargados de cadenas, sin que puedan, como antes, buscar su salvación en la fuga; los jóvenes, al lado de las doncellas, contemplarán regocijados el espectáculo, y este día feliz ensanchará todos los corazones. Entonces, si alguna muchacha te pregunta los nombres de los vencidos reyes, y cuáles son las tierras, los montes y los ríos de las imágenes conducidas en triunfo, responde a todo, aunque no seas interrogado, y afirma lo que no sabes como si lo supieses perfectamente.

    Esa imagen con las sienes ceñidas de cañas es el Éufrates; la que sigue, de azulada cabellera, el Tigris; aquélla, la de Armenia; ésta representa la Persia, donde nació el hijo de Dánae; estotra, una ciudad situada en los valles de Aquemenia; aquél y el de más allá son generales; de algunos dirás los nombres verdaderos, si los conoces, y si no, los que puedan convenirles.

    Las mesas de los festines brindan suma facilidad para introducirse en el ánimo de las bellas, y proporcionan además de los vinos otras delicias. Allí, con frecuencia, el Amor de purpúreas mejillas sujeta con sus tiernos brazos la altiva cabeza de Baco; cuando el vino llega a empapar las alas de Cupido, éste queda inmóvil y como encadenado en su puesto; mas en seguida el dios sacude las húmedas alas, y entonces, ¡desgraciado del corazón que baña en su rocío! El vino predispone los ánimos a inflamarse enardecidos, ahuyenta la tristeza y la disipa con frecuentes libaciones. Entonces reina la alegría; el pobre, entonces, se cree poderoso, y entonces el dolor y los tristes cuidados desaparecen de su rugosa frente; entonces descubre sus secretos, ingenuidad bien rara en nuestro siglo, porque el dios es enemigo de la reserva. Allí, muy a menudo, las jóvenes dominan al albedrío de los mancebos: Venus, en los festines, es el fuego dentro del fuego.

    No creas demasiado en la luz engañosa de las lámparas; la noche y el vino extravían el juicio sobre la belleza. Paris contempló las diosas desnudas a la luz del sol que resplandecía en el cielo, cuando dijo a Venus: «Venus, vences a tus. competidoras.» La noche oculta las macas, disimula los defectos, y entre las sombras cualquiera nos parece hermosa. Examina a la luz del día los brillantes, los trajes de púrpura, la frescura de la tez y las gracias del cuerpo.

    ¿Habré de enumerar todas las reuniones femeninas en que se sorprende la caza? Antes contaría las arenas del mar. ¿A qué citar Bayas, que cubre de velas sus litorales y cuyas cálidas aguas humean con vapores sulfurosos? Los que salen de allí con el dardo -mortal en el pecho dicen de ellas: «Estas aguas no son tan saludables como publica la fama.» Contempla el ara de Diana en medio del bosque próximo a nuestros muros y el reino conquistado por el acero

de una mano criminal; aunque la diosa es virgen y odia las flechas de Cupido, ¡cuántas heridas causa a su pueblo y cuántas causará todavía!

     Hasta aquí mi Musa, exponiendo sus advertencias en versos desiguales, te advirtió dónde encontrarías una amada y dónde has de tender tus redes; ahora te enseñará los hábiles recursos que necesitas poner en juego para vencer a la que te seduzca.

    Quienesquiera que seáis, de esta o de la otra tierra, prestadme todos dócil atención, y tú, pueblo, oye mi palabra, pues me dispongo a cumplir lo prometido.

    Primeramente has de abrigar la certeza de que todas pueden ser conquistadas, y las conquistarás preparando

astuto las redes. Antes cesarán de cantar los pájaros en primavera, en estío las cigarras y el perro del Ménalo huirá asustado de la liebre, antes que una joven rechace las solícitas pretensiones de su amador: hasta aquella que juzgues más difícil se rendirá a la postre; los hurtos de Venus son tan dulces al mancebo como a la doncella; el uno los oculta

mal, la otra cela mejor sus deseos. Conviene a losvarones no precipitarse en el ruego, y que la mujer, ya de antemano vencida, haga el papel de suplicante.

    En los frescos pastos la vaca llama con sus mugidos al toro y la yegua relincha a la aproximación del caballo.

    Entre nosotros el apetito se desborda menos furioso y la llama que nos enciende no traspasa los límites de la naturaleza. ¿Hablaré de Biblis, que concibió por su hermano un amor incestuoso, expiado valerosamente echándose un lazo al cuello? Mirra amó a su padre, no como debía amarle una hija, y convertida en árbol, oculta bajo la corteza su crimen y hoy nos sirven de perfumes las lágrimas que destila el tronco oloroso que aun lleva su nombre. Pacía en los opacos valles del frondoso Ida un toro blanco, gloria del rebaño, señalado por leve mancha negra en la frente; era la única, pues el resto de su cuerpo igualaba la blancura de la leche. Las terneras ardientes de Gnosia y Cidón desearon sostenerlo sobre sus espaldas, y la adúltera Pasifae, que se regocijaba con la ilusión de poseerlo, concibió un odio mortal contra las que consideraba más hermosas.

    Cuento hechos harto conocidos. Creta, la de las cien ciudades, y nada escrupulosa en mentir, no osará negarlo. Dícese que ella misma cortaba con poca habilidad las hojas recientes de los árboles y las tiernas hierbas de los prados, ofreciéndoselas al toro; ella seguía al rebaño sin que la contuviese el temor de su esposo, y Minos quedó vencido por el cornudo animal. ¿De qué te sirve, Pasifae, ponerte preciosas vestiduras, si tu adúltero amante desconoce el valor de esas riquezas? ¿De qué el espejo que llevas en tus excursiones por las montañas y para qué, necia, cuidas tanto el peinar tus cabellos? Mírate en ese espejo, y te convencerás de no ser una ternera; mas ¿con qué ardor no desearías que te naciesen los cuernos en la frente? Si aun quieres a Minos, renuncia a torpes ayuntamientos, y si pretendes engañar a tu esposo, engáñale con un hombre. Pero la reina, abandonando su tálamo, vaga errante por montes y selvas como la Bacante soliviantada por el dios de Aonia. ¡Ah!, ¡cuántas veces distinguía a una vaca con

ceño iracundo y exclamaba!: «¿Por qué ésta agrada a mi dueño? Mira cómo retoza en su presencia sobre la fresca hierba. Sin duda cree en su imbecilidad estar así más bella. Dice, y al momento ordena separar a la inocente del rebaño y someter su cerviz al pesado yugo, o la obliga a caer ante el ara del sacrificio, como víctima, y alegre recoge en sus manos las entrañas de una rival. Muchas veces aplacó a los númenes con tan cruentos espectáculos y apostrofaba así las carnes palpitantes: «Ea, id a cautivar al que amo. Ya deseaba convertirse en Europa, ya en la

ninfa Io; en ésta porque se transformó en vaca, en la otra porque fue arrebatada sobre la espalda de un toro. El jefe del rebaño se juntó con Pasifae engañado por el cuerpo de una vaca de madera, y el fruto de esta unión descubrió la naturaleza del padre.

    Si la otra Cretense hubiera resistido las persecuciones de Tiestes, ¡oh, qué difícil es a la mujer agradar a un sólo varón! Febo no habría detenido su carro y sus corceles en mitad del camino, revolviéndolos hacia las puertas de la Aurora. La hija de Niso, por haberle robado sus purpúreos cabellos, cayó desde la popa de un navío y convirtióse en ave.

     Agamenón, que desafió victorioso los peligros de Marte en la tierra y las borrascas de Neptuno en el piélago, vino a perecer víctima de su adúltera esposa.

    ¿Quién, no ha llorado la suerte de Creusa de Corinto y no ha maldecido a la inicua madre bañada en la sangre de sus hijos? Fénix, la de Amintor, vertió torrentes de lágrimas por sus órbitas privadas de luz, y los caballos espantados destrozaron al infeliz Hipólito. Fíneo, ¿por qué saltas los ojos de tus inocentes hijos? ¡Ay!, tan horrendo castigo caerá un día sobre tu cabeza. Tales crímenes hizo cometer la liviandad femenina, más ardiente que la nuestra y con más furor en sus arrebatos.

    Ánimo, y no dudes que saldrás vencedor en todos los combates; entre mil apenas hallarás una que te resista; las que conceden y las que niegan se regocijan lo mismo al ser rogadas, y dado que te equivoques, la repulsa no te traerá ningún peligro. ¿Mas cómo te has de engañar teniendo las nuevas voluptuosidades tantos atractivos? Los bienes ajenos nos parecen mayores que los propios; las espigas son siempre más fértiles en los sembrados que no nos

pertenecen y el rebaño del vecino se multiplica con portentosa fecundidad. Ante todo haz por conocer a la criada de la joven que intentas seducir, para que te facilite el primer acceso, y averigua si obtiene la confianza de su señora y es la confidente de sus secretos placeres; inclínala en tu favor con las promesas y ablándala con los ruegos; como ella quiera, conseguirás fácilmente tus deseos. Que ella escoja el momento, los médicos suelen también aprovecharlo, en que el ánimo de su señora, libre de cuitas, esté mejor dispuesto a rendirse; el más favorable a tu pretensión será aquel en que todo le sonría y le parezca tan bello como la áurea mies en los fértiles campos. Si el pecho está alborozado y no lo oprime el dolor, tiende a dilatarse y Venus lo señorea hasta el fondo. Ilión, embargada de tristeza, pudo defenderse con las armas, y en un día festivo introdujo en su recinto el caballo repleto de soldados. Acomete

la empresa así que la oigas quejarse de una rival, y esfuerzate en que no quede sin venganza la injuria.

    La criada que peina sus cabellos por la mañana, avive el resentimiento y ayude el impulso de tus velas con el remo, y dígale suspirando en tenue voz: « Por lo que veo, no podrás vengarte del agravio.» Después hable de ti con las palabras más persuasivas y júrele que mueres de un amor que raya en locura; pero revélate decidido, no sea que el viento calme y caigan las velas. Como el cristal es frágil, así se calma pronto la cólera de la mujer.

    Me preguntas si es provechoso conquistar a la misma sirvienta; en tal caso te expones a graves contingencias; ésta, después que se entregue, te servirá más solícita; aquélla, menos celosa; la una te facilitará las entrevistas con su ama, la otra te reservará para sí. El bueno o mal suceso es muy eventual.

    Aun suponiendo que ella incite tu atrevimiento, mi consejo es que te abstengas de la aventura. No quiero extraviarme por precipicios y agudas rocas; ningún joven que oiga mis avisos se dejará sorprender; no obstante, si la criada que recibe y vuelve los billetes te cautiva por su gracia tanto como por los buenos servicios, apresura la posesión de la señora y siga la de la criada; mas no comiences nunca por la. conquista de la última. Una cosa te aconsejo, si tienes confianza en mis lecciones y el viento no se lleva mis palabras y las hunde en el mar: o no intentes

la empresa, o acábala del todo; así que ella tenga parte en el negocio, no se atreverá a delatarte.

    El pájaro no puede volar con las alas viscosas, el jabalí no acierta a romper las redes que le envuelven y el pez queda sujeto por el anzuelo que se le clava; pero si te propones seducirla, no te retires hasta salir vencedor. Entonces ella, culpable de la misma falta, no osará traicionarte, y por ella conocerás los dichos y hechos de la que pretendes. Sobre todo, gran discreción; si ocultas bien tu inteligencia con la criada, los pasos de tu dueño te serán perfectamente conocidos.

    Grave error el de creer que sólo los pilotos y labriegos deben consultar el tiempo. No conviene arrojar fuera de sazón en el campo la semilla que puede engañar nuestras esperanzas, ni en todo tiempo librar a los embates de las olas una frágil embarcación, ni siempre es de seguros resultados atacar a una tierna beldad; a veces importa aprovechar la ocasión favorable, ya se aproxime el día de un natalicio, ya el de las calendas de marzo, que Venus se

goza en prolongar. Si el circo resplandece no adornado como antes con figuras de relieve, sino con los despojos de los reyes vencidos, difiere algunos días tu pretensión. Entonces reina el triste invierno y amenazan las lluviosas Pléyadas; entonces las tímidas Cabrillas se sumergen en las aguas del Océano; no acometas nada de provecho, pues si alguien se confía entonces a los riesgos de la navegación, apenas podrá salvar los ateridos miembros en la tabla

de su bajel hecho piezas. Tus ataques han de comenzar el día funesto en que las ondas del Allia se tiñeron con la sangre de los cadáveres romanos o el último de cada semana que consagra al reposo y al culto el habitante de Palestina. Mira con santo horror el natalicio de tu amada, y como nefastos los días en que es ineludible el ofrecer presentes. Aunque lo evites con cautela, te sonsacará algo; la mujer tiene mil medios para apoderarse del caudal de su apasionado amante. Un vendedor con la túnica desceñida se presentará ante tu dueño deseoso de comprar, y delante de ti expondrá sus mercaderías.

    Ella te rogará que las examines para juzgar tu buen gusto; después te dará unos besos, y por último te pedirá que le compres lo que más le agrade, jurándote que con eso quedará contenta por largos años y diciéndote: «Ahora tengo necesidad de ello y ahora se puede comprar a precio razonable.» Si te excusas con el pretexto de que no tienes en casa el dinero necesario, te pedirá un billete, y sentirás haber aprendido a escribir. ¡Cuántas veces te exigirá el regalo

que se acostumbra en el natalicio y cuántas renovará esta fecha al compás de sus necesidades!

     ¿Qué harás cuando la veas llorar desolada por una falsa pérdida y te enseñe las orejas sin los ricos pendientes que ostentaban? Las mujeres piden muchas cosas en calidad de préstamo, y así que las reciben se niegan a la devolución. Sales perdiendo y nunca se tiene en cuenta tu sacrificio. No me bastarían diez bocas con otras tantas lenguas, si pretendiese referir los astutos manejos de nuestras cortesanas.

    Explota el camino por medio de la cera que barniza las elegantes tablillas, y que ella sea la primer anunciadora de la disposición de tu ánimo, que ella le diga tus ternuras con las expresiones que usan los amantes, y seas quien seas, no te sonrojen las más humildes súplicas. Aquiles, movido por las preces, entregó a Príamo el cadáver de Héctor; la voz del suplicante templa la cólera de los dioses. No economices el prometer, que al fin no arruina a nadie, y todo el mundo puede ser rico en promesas. La esperanza acreditada permite ganar tiempo; en verdad es una diosa falaz; mas nos complace ser por ella engañados. Los presentes que le hubieses hecho podrían incitarla a abandonarte, y por lo pronto se lucraría con tu largueza sin perder nada. Confía siempre en que le vas a dar lo que nunca pensaste; así un campo estéril burla mil veces la esperanza del labrador, así el jugador empeñado en no perder, pierde a todas horas, y sus ávidas manos no sueltan los dados que le prometen pingües ganancias. Lo principal y más dificultoso es alcanzar de gracia los primeros favores; el temor de darlos sin provecho la inducirá a seguir concediéndolos como antes; dirígele tus billetes impregnados de dulcísimas frases, con el fin de explorar su disposición y tentar las dificultades del camino. Los caracteres trazados sobre un fruto burlaron a Cidipe, y la imprudente doncella,

leyéndolos, se vió cogida por sus propias palabras.

    Jóvenes romanos, os aconsejo que no aprendáis las bellas artes con el único objeto de convertiros en defensores de los atribulados reos; la beldad se deja arrebatar y aplaude al orador elocuente, lo mismo que la plebe, el juez adusto y el senador distinguido; pero ocultad el talento, que el rostro no descubra vuestra facundia y que en vuestras tablillas no se lean nunca expresiones afectadas. ¿Quién sino un estúpido escribirá a su tierna amiga en tono declamatorio?

Con frecuencia un billete pedantesco atrajo el desprecio a quien lo escribió. Sea tu razonamiento sencillo, tu estilo natural y a la vez insinuante, de modo que imagine verte y oírte al mismo tiempo. Si no recibe tu billete y lo devuelve sin leerlo, confía en que lo leerá más adelante y permanece firme en tu propósito. Con el tiempo los toros rebeldes acaban por someterse al yugo, con el tiempo el potro fogoso aprende a soportar el freno que reprime su ardor. El anillo de hierro se desgasta con el uso continuo y la punta de la reja se embota a fuerza de labrar asiduamente la tierra. ¿Qué más duro que la roca y más leve que la onda? Con todo, las aguas socavan las duras peñas. Persiste, y vencerás con el tiempo a la misma Penélope. Troya resistió muchos años, pero al fin cayó vencida. Si te lee y no quiere contestar, no la obligues a ello; procura solamente que siga leyendo tus ternezas, que ya responderá un día a lo que leyó con tanto gusto. Los favores llegarán por sus pasos en tiempo oportuno.

    Tal vez recibas una triste contestación, rogándote que ceses de solicitarla; ella teme lo que te ruega y desea que sigas en las instancias que te prohíbe. No te descorazones, prosigue, y bien pronto verás satisfechos tus votos. En el ínterin, si tropiezas a tu amada tendida muellemente en la litera, acércate con disimulo a su lado, y a fin de que los oídos de curiosos indiscretos no penetren la intención de tus frases, como puedas revélale tu pasión en términos

equívocos. Si se dirige al espacioso pórtico, debes acompañarla en su paseo, y ora has de precederla, ora seguirla de lejos, ya andar de prisa, ya caminar con lentitud. No tengas reparo en escurrirte entre la turba y pasar de una columna a otra para llegar a su lado. Cuida que no vaya sin tu compañía a ostentar su belleza en el teatro; allí sus espaldas desnudas te ofrecerán un gustoso espectáculo; allí la contemplarás absorto de admiración y le comunicarás, tus secretos pensamientos con los gestos y las miradas. Aplaude entusiasmado la danza del actor que representa

a una doncella, y más todavía al que desempeña el papel del amante. Levántate si ella se levanta, vuelve a sentarte si se sienta, y no te pese desperdiciar el tiempo al tenor de sus antojos. Tampoco te detengas demasiado en rizarte el cabello con el hierro o en alisarte la piel con la piedra pómez; deja tan vanos aliños para los sacerdotes que aúllan sus cantos frigios en honor de la madre Cibeles. La negligencia constituye el mejor adorno del hombre. Teseo, que nunca se preocupó del peinado, supo conquistar a la hija de Minos; Fedra enloqueció por Hipólito, que no se distinguía en lo elegante, y Adonis, tan querido de Venus, sólo se recreaba en las selvas. Preséntate aseado, y que el ejercicio del campo de Marte solee tu cuerpo envuelto en una toga bien hecha y airosa. Sea tu habla suave, luzcan tus dientes su esmalte y no vaguen tus pies en el ancho calzado; que no se te ericen los pelos mal cortados, y tanto éstos como la barba entrégalos a una hábil mano. No lleves largas las uñas, que han de estar siempre limpias, ni menos asomen los pelos por las ventanas de tu nariz, ni te huela mal la boca, recordando el fétido olor del macho cabrío. Lo demás resérvalo a las muchachas que quieren agradar y para esos mozos que con horror de su sexo se entregan a un varón.

    Mas ya llama a su poeta Baco, el que ayuda siempre a los amantes y atiza las llamas en que él mismo se consume. Ariadna erraba loca por la desierta arena que ciñe la isla de Naxos combatida por el mar; apenas sacude el sueño medio cubierta con la sencilla túnica, con los pies descalzos y sueltos los rubios cabellos, se dirige a las sordas olas llamando al cruel Teseo, y un raudal de lágrimas se desliza por sus frescas mejillas; gritaba y lloraba a la vez, y el

llanto y las voces, lejos de amenguar su belleza, contribuían a realzarla de un modo extraordinario.

    Ya golpeándose el pecho sin cesar con mano despiadada, gritaba: «El pérfido ha partido; ¿qué será de mí, qué suerte me espera?» En aquel momento resuenan por el extenso litoral los címbalos y los tímpanos golpeados con frenéticas manos, cae desvanecida, las últimas palabras expiran en sus labios y diríase que en su cuerpo no quedaba una gota de sangre. De súbito aparecen las Bacantes con los cabellos tendidos por la espalda, y detrás la turba de

los Sátiros que preceden al dios; después el viejo Sileno, tan borracho, que gracias si se mantiene en equilibrio cogiéndose a las crines del asno cabizbajo, persigue a las Bacantes que huyen y le acometen de improviso; como es tan pésimo jinete, hostiga con la vara al cuadrúpedo que monta y al fin se apea de bruces por las orejas del paciente animal. Los Sátiros entonces gritan: «Levántate, padre Sileno; levántate. » Preséntase al fin, en su carro ceñido de pámpanos, el dios que gobierna los domados tigres con riendas de oro. Pálida de terror Ariadna, no nombra más a Teseo, porque la voz se le hiela en la garganta; tres veces quiso huir, y el miedo la detuvo inmóvil otras tantas; estremecióse como las espigas estériles agitadas por el viento y la débil caña que tiembla en las orillas del húmedo pantano. El dios la conforta así: «Depón tus temores; yo seré un amante más fiel que Teseo, y tú serás, Ariadna, la esposa de Baco. El cielo premiará tu dolor; como una constelación reinarás en el cielo, y las naves guiarán su rumbo por tu corona de brillantes.» Dijo, y para que los tigres no la espantasen desciende del carro, salta sobre la arena de la playa, que cede a sus pies, y la arrebata en los brazos, sin que ella pugne por defenderse; que no es fácil resistir al poderío de un inmortal. Unos entonan los cantos de Himeneo, otros gritan: «Evoe, Evoe», y entre el común alborozo, el dios y la joven desposada se reclinan en el tálamo nupcial.

    Así, cuando asistieres a un festín en que abunden los dones de Baco, si una muchacha que te atrae se coloca cerca de ti en el lecho, ruega a este padre de la alegría, cuyos misterios se celebran por la noche, que los vapores del vino no lleguen a trastornar tu cabeza. Allí te será permitido dirigir a tu bella insinuantes discursos con palabras veladas

que no escaparán a su perspicacia y se los aplicará a sí misma; escribe en la mesa con gotas de vino dulcísimas ternuras, en las que tu amiga adivine tu pasión avasalladora, y clava en los suyos tus ojos respirando fuego: un semblante mudo habla a las veces con singular elocuencia. Arrebata presuroso de su mano el vaso que rozó con los labios, y bebe por el mismo lado que ella bebió. Coge cualquiera manjar que hayan tocado sus dedos, y aprovecha la ocasión para que tu mano tropiece con la suya; ingéniate, asimismo, por ganarte al esposo de tu amada; os será muy útil a los dos el tenerlo por amigo. Si la suerte te proclama rey del festín, concédele la honra de beber primero y regálale la corona que ciñe tu cabeza; ya sea tu igual, ya inferior a ti, déjale que tome de todo antes y no dudes dirigirle las expresiones más lisonjeras. Con el falso nombre de amigo se burla multitud de veces sin riesgo a un marido, y aunque el hecho quede casi siempre impune, no deja de ser un crimen. En tales casos el procurador suele ir más lejos de lo que se le encomienda, y se cree autorizado para traspasar las órdenes que recibió.

    Quiero darte la medida a que te atengas en el beber: es aquella que no impide al seso ni a los pies cumplir con su oficio. Evita, en primer término, las reyertas que provoca el vino, y los puños demasiado prontos a repartir golpes. Euritión murió por haber bebido desatinadamente. Entre el vino y los manjares sólo ha de reinar la alegría. Si tienes buena voz, canta; si tus brazos son flexibles, baila, y no descuides, si las tienes, revelar aquellas dotes que favorecen

la seducción. La embriaguez verdadera perjudica, y cuando es fingida puede ser útil. Estropee tu lengua solapada la pronunciación de las voces; así, lo que hagas o digas fuera de lo regular, creerán todos que lo ocasiona el exceso de la bebida.

    Desea mil felicidades a la señora de tus pensamientos y al que tiene la dicha de compartir su tálamo; mas en lo recóndito del alma profiere contra este último cien maldiciones. Cuando las mesas se levantan y los convidados se retiran, aprovecha las circunstancias del lugar y la confusión de la multitud para aproximarte a ella; mézclate entre la turba, colócate sin sentir a su lado, pásale el brazo por el talle y toca su pie con el tuyo. Esta es la ocasión de abordarla; lejos de ti el agreste pudor; Venus y la Fortuna alientan siempre a los audaces. No esperes que yo te dicte los preceptos de la elocuencia; rompe atrevido el silencio, y las frases espontáneas y felices acudirán a tus labios. Tienes que representar el papel de un amante y tus palabras han de quemar como el fuego que te devora; te serán

lícitos todos los argumentos para persuadirla de tu pasión y serás creído sin dificultad. Cualquiera se juzga digna de ser amada y aun la más fea da gran valor a sus atractivos; mil veces el que simula el amor acaba por sentirlo de veras y termina por ser lo que al principio fingía. ¡Oh jóvenes!, tened tolerancia con los que se aprestan a engañaros; muchas veces un falso amor se convierte en verdadero. Esfuerzate por apoderarte de su albedrío con discretas

lisonjas, como el arroyo filtra sus claras ondas en las riberas que lo dominan. Prodiga sin vacilación tus alabanzas a la belleza de su rostro, a la profusión de sus cabellos, a sus finos dedos y su pie diminuto; la mujer más casta se deleita cuando oye el elogio de su hermosura, y aun las vírgenes inocentes dedican largas horas a realzar sus encantos. ¿Por qué Juno y Palas se avergüenzan hoy todavía de no haber obtenido el premio en el certamen de los montes de Frigia?

El ave de Juno despliega orgullosa su plumaje, viéndolo alabado; si lo contemplas en silencio, recoge sus tesoros. En el certamen de la veloz carrera, los corceles se encienden con los aplausos que se tributan a sus cuellos arrogantes y bien peinadas crines. No seas tímido en prometer; las jóvenes claudican por las promesas, y pon a los dioses que

quieras como testigos de tu sinceridad. Júpiter desde lo alto se ríe de los perjurios de los amantes y dispone que los vientos de Eolia los sepulten en las olas; por las aguas de Estigia solía jurar con engaño ser fiel a Juno, y su mal ejemplo alienta hoy a todos los perjuros.

    Conviene que existan los dioses, y como conviene creer en su existencia, aportemos a las antiguas aras las ofrendas del incienso y el vino. Ellos no yacen sumidos en quietud reposada y semejante al sueño; vivid en la inocencia y velarán por vosotros.

    Volved el depósito que se os ha confiado, acatad las piadosas leyes, aborreced el fraude, y que vuestras manos estén limpias de sangre. Si sois listos, engañad impunemente a las jóvenes; fuera de esto observaréis siempre la buena fe. Burlad a las que pretenden burlaros; casi todas son gente de poca confianza; caigan presas en los lazos que os tienden.

    Es fama que el Egipto, por la sequía que abrasaba la tierra, vio estériles sus campos durante nueve años. Trasio entonces se presentó a Busiris y le anunció que sería fácil aplacar a Jove con la sangre de un extranjero, y Busiris le contestó: «Tú serás la primer víctima ofrecida al padre de los dioses, y como huésped de Egipto, tú nos traerás el agua.»

    Fálaris tostó en el toro de bronce los miembros de Perilo, su inventor, que experimentó el primero tan atroz suplicio: uno y otro fueron justos. ¿Qué ley más equitativa que condenar a los artífices de tormentos a morir con su propia invención? Es razonable castigar a las perjuras con el perjurio, y no pueden quejarse más que de ellas mismas, puesto que su ejemplo alienta la falsía.

    También son provechosas las lágrimas, capaces de ablandar al diamante: si te es posible, que vea húmedas tus mejillas, y si te faltan las lágrimas, porque no siempre acuden al tenor de nuestros deseos, restrégate los ojos con los dedos mojados. ¿Qué pretendiente listo no sabe ayudar con los besos las palabras sugestivas? Si te los niega, dáselos contra su voluntad; ella acaso resista al principio y te llame malvado; pero aunque resista, desea caer vencida.

    Evita que los hurtos hechos a sus lindos labios la lastimen y que la oigas quejarse con razón de tu rudeza.

    El que logra sus besos, si no se apodera de lo demás, merece por mentecato perder aquello que ya ha conseguido. Después de éstos, ¡qué poco falta a la completa realización de tus votos! La estupidez y no el pudor detiene tus pasos. Aunque diga que la has poseído con violencia, no te importe; esta violencia gusta a las mujeres: quieren que se les arranque por fuerza lo que desean conceder. La que se ve atropellada por la ceguedad de un pretendiente, se regocija de ello y estima su brutal acción como un rico presente, y la que pudiendo caer vencida sale intacta de la contienda, simula en el aspecto la alegría, mas en su corazón reina la tristeza. Febe se rindió a la violencia, lo mismo que su hermana, y los dos raptores fueron de sus víctimas muy queridos.

    Una historia harto conocida, y no por eso indigna de contarse otra vez, es la de aquella hija del rey de Seiros, cuyos favores alcanzó el joven Aquiles. Ya la diosa vencedora de sus rivales en el monte Ida había mostrado su reconocimiento a Paris, que la designó como la más hermosa; ya de extraño reino había llegado la nuera al palacio de Príamo y los muros de Ilión encerraban a la esposa de Menelao; los príncipes griegos juraron vengar la afrenta del

esposo, que si bien de uno solo, recaía por igual sobre todos. Aquiles ocultaba su sexo con rozagante vestidura de mujer, cosa torpe en verdad si no obedeciera a los ruegos de una madre. ¿Qué haces, nieto de Éaco? No es ocupación digna de ti el hilar la lana. Arribarás a la gloria siguiendo otra arte de Palas. No convienen los canastillos al brazo que ha de soportar el escudo. ¿Por qué sostienes la rueca con esa diestra que derribara un día la pujanza de Héctor? Arroja los husos que devanan el estambre laborioso, y empuña en tu recia mano la lanza de Pelias. Por acaso durmieron una noche en el mismo tálamo Aquiles y la real doncella, que descubrió con su estupro el sexo de quien la acompañaba. Ella, no cabe duda, cedió a fuerza mayor, así hemos de creerlo; pero tampoco sintió mucho que la fuerza saliese vencedora, pues cuando el joven apresuraba la partida, después de trocar la rueca por las armas, le dijo repetidas veces: «Quédate aquí.» ¿Dónde está la violencia? Deidamia, ¿por qué detienes con palabras cariñosas al autor de tu deshonra?

    Si la mujer por un sentimiento de pudor no revela la primera su intención, se conforma a gusto con que el hombre inicie el ataque. Excesiva confianza pone en las gracias de su persona el mancebo que espera que la mujer se anticipe al ruego. Es él quien ha de comenzar, quien ha de dirigirle la palabra, expresando esas tiernas solicitudes que ella acogerá con agrado. Para obtener su aquiescencia, ruega; es lo único que ella exige; declárale el principio y la causa de tu inclinación. Júpiter se mostraba siempre rendido con las antiguas heroínas, y con todo su poder no consiguió que ninguna se le ofreciese primero. Mas si ves que tus rendimientos sólo sirven para hincharla de orgullo, desiste de tu pretensión y vuelve atrás los pasos. Muchas suspiran por el placer que huye y aborrecen al que se les brinda; insta con menos fervor y dejarás de parecerle importuno. No siempre han de delatar tus agasajos la esperanza del triunfo; en ocasiones conviene que el amor se insinúe disfrazado con el nombre de amistad. He visto más de una mujer intratable sucumbir a esta prueba, y al que antes era su amigo convertirse por fin en su amante.

    Un cutis muy blanco no dice bien al marino, que lo debe tener tostado por las aguas salobres y los rayos del sol, y tampoco al labriego que sin descanso remueve la tierra a la intemperie con la reja o los pesados rastrillos; y sería vergonzoso que tu cuerpo resplandeciese de blancura persiguiendo con afán la corona del olivo. El amante ha de estar pálido; es el color que publica sus zozobras, y el que le cuadra, aunque muchos sigan diferente opinión. Con pálido rostro perseguía Orión por las selvas a Lirice, y pálido estaba Dafnis por los desvíos de una Náyade cruel. Que la demacración pregone las angustias que sufres, y no repares en cubrir con el velo de los enfermos tus hermosos cabellos. Las cuitas, la pena que nace de un sentimiento profundo y las noches pasadas en vela aniquilan el cuerpo de las jóvenes; para lograr tu intento has de convertirte en un ser digno de lástima, tal que quien te vea exclame al

punto: «Está enamorado.» ¿Lamentaré la confusión que reina al apreciar lo justo y lo injusto, o más bien os la aconsejaré? La amistad, la buena fe, son entre nosotros nombres sin sentido. ¡Qué dolor!; es peligroso ensalzar a la

que amas en presencia del amigo; como estime merecidas tus alaban zas, trata de quitártela. Mas Patroclo -dirás- no mancilló el lecho de Aquiles, y Fedra conservó su pudor al lado de Piritoo. Pílades amó castamente a Hermíone, como Febo a Palas, como los gemelos Cástor y Pólux a su hermana Helena. Si alguien espera hoy ejemplos  semejantes, espere coger los frutos del tamariz y encontrar la miel en la corriente de un río. Nos atrae con fuerza

la culpa; cada cual atiende a sus placeres, y le resultan más intensos gozándolos a costa de un desdichado.

    ¡Qué maldad!; no es al enemigo al que ha de temer el amante; guárdate de los que consideras adictos a tu persona, y vivirás seguro; desconfía del pariente, del hermano y del caro amigo, porque todos te infundirán graves sospechas.

Iba a terminar, pero como son tan varios los temperamentos de la mujer, hay mil diversas maneras de dominarla. No todas las tierras producen los mismos frutos: la una conviene a las vides, la otra a los olivos, la de más allá a los cereales. Las disposiciones del ánimo varían tanto como los rasgos fisonómicos; el que sabe vivir se acomoda a la variedad de los caracteres, y como Proteo, ya se convierte en un arroyo, fugitivo, ya en un león, un árbol o un cerdoso jabalí. Unos peces se cogen con el dardo, otros con el anzuelo, y los más yacen cautivos en las redes que les tiende el pescador. No uses el mismo estilo con mujeres de diferentes edades: la cierva cargada de años ve desde lejos los lazos peligrosos. Si pareces muy avisado a las novicias y atrevido a las gazmoñas, unas y otras desconfiarán de ti, poniéndose a la defensiva. De ahí que la que teme entregarse a un mozo digno, venga tal vez a caer en los brazos de un pelafustán.

    He concluido una parte de mi trabajo, otra me queda por emprender: echemos aquí el áncora que sujete la nave.

LIBRO SEGUNDO

C

antad ¡vítor Peán!, cantad por segunda vez ¡vítor Peán!: la presa que acosaba cayó en mis redes. Que el amante risueño ciña mis sienes de verde lauro, y me eleve por encima del cantor de Ascra y el viejo Homero. Tal el hijo de Príamo, huyendo a toda vela de la belicosa Amiclas, arrebató la esposa de su huésped, y tal era, Hipodamia, el que en su carro vencedor te conducía lejos de los patrios confines.

    Joven, ¿por qué te apresuras?; tu barco navega en alta mar, y el puerto a que te guío está muy lejano. No basta que mis lecciones hayan rendido en tus brazos una bella; por mi arte la conseguiste, y mi arte te ayudará a conservarla. No arguye menos mérito que la conquista el guardar lo conquistado: lo uno es obra del azar, lo otro consecuencia del arte.

    Ahora, pues, Cupido y Citerea, si alguna vez me fuisteis propicios, venid en mi ayuda; y tú, Erato, cuyo nombre quiere decir amor. Voy a exponer los medios eficaces de fijar los pasos de ese niño vagabundo que recorre por acá y allá el vasto universo. Tiene gran ligereza y dos alas para volar; por consiguiente, es muy difícil sujetarle al freno.

    Minos había previsto cuanto pudiese impedir la fuga de su huésped; mas éste con las alas se abrió camino a través de los aires. Apenas Dédalo hubo encerrado aquel monstruo, medio hombre y medio toro, que concibiera una madre criminal, se presentó al justiciero Minos y le dijo: «Espero que pongas término a mi destierro, y que mi pueblo natal reciba mis cenizas; y ya que no me permitió vivir en mi patria la iniquidad del destino, séame lícito morir en ella. Si consideras mi vejez indigna de tu gracia, pon en libertad a mi hijo; y si rehusas perdonarlo, perdona a su anciano padre.» Así dice, y refuerza éstas con otras mil razones; pero Minos permanecía inflexible, y comprendiendo la inutilidad de los ruegos, se dijo a sí mismo: «Ahora, Dédalo, ahora se te ofrece la ocasión de acreditar tu inventiva. Minos impera en la tierra y domina sobre el mar; la tierra y las aguas se oponen a nuestra fuga; mas la ruta del cielo queda libre, y por ella intento abrirme camino. ¡Júpiter poderoso, dígnate favorecer mi audaz tentativa; no me propongo escalar las celestes mansiones, pero no encuentro más que esta vía abierta a mi salvación! Si la Estigia me ofrece un pasaje, atravesaré las ondas de la Estigia: séame permitido cambiar mi propia naturaleza.»

    Las desgracias avivan a menudo el ingenio. ¿Quién hubiese nunca creído que el hombre llegaría a viajar por el aire? Con Plumas hábilmente dispuestas, que enlaza un hilo de lino, y uniendo las extremidades con cera derretida al fuego, termina un día la artística labor. Ícaro, gozoso, maneja la cera y las plumas, ignorando que fuesen las armas que había de cargar en sus hombros. El padre le dijo entonces: « Con estas naves hemos de abordar a la patria, y gracias a su auxilio escaparemos a la tiranía de Minos. Nos atajó todos los caminos, mas no pudo impedirnos el de los aires; y pues éste se nos permite, aprovecha mi invento para atravesarlo, pero evita aproximarte a la virgen de Tegea y a Orión, que, espada en mano, acompaña al Boyero. Mide tu vuelo por el mío, yo te precederé, y siguiéndome próximo, caminarás con seguridad bajo mi dirección. Si voláramos por el eterno elemento cerca del sol, la cera no soportaría el calor; y si con vuelo humilde nos deslizásemos hasta la superficie de las olas, las plumas, humedecidas por el agua, perderían su movilidad. Vuela entre estos dos peligros; sobre todo, hijo, teme los vientos, y deja que tus alas obedezcan a su impulso.» Después de darle estos avisos, adapta las alas al muchacho, y le enseña a moverlas, como el ave instruye en volar a sus débiles polluelos; en seguida ajusta a sus hombros las que fabricó para sí, y ensaya con timidez el vuelo por la nueva ruta. Ya dispuesto a volar, abraza y besa a su hijo, y las lágrimas resbalan por sus mejillas paternales. Destacábase no lejos una colina que, sin alcanzar la altura de un monte, dominaba los campos, y desde ella se lanzan los dos a la peligrosa evasión. Dédalo mueve las alas, y no pierde de vista las de su hijo, sosteniendo la marcha con uniforme velocidad. Lo nuevo del viaje les produce indecible satisfacción, y el audaz Icaro traspasa las órdenes prescritas. Un pescador los vió al tiempo que sorprendía los peces, y del asombro, la flexible caña se le escapó de la mano. Ya habían dejado a la izquierda Samos y Naxos, Paros y Delos, tan amada de Febo, y a la diestra Lebintos, Calimne, que sombrean los bosques, y Astipalea, ceñida de pantanos abundantes en pesca, cuando el joven, incauto y temerario con exceso, se eleva más alto en el aire y abandona a su padre; al momento se relaja la trabazón de las alas, la cera se derrite a la proximidad del sol, y por más que mueve los brazos, no acierta a sostenerse en la tenue atmósfera; aterrado, desde la celeste altura pone en el mar las miradas, y el espanto que le produce cubre sus ojos de un denso velo. La cera se había derretido; en vano agita los brazos, despojados de las alas; falto de sostén, tiembla, cae, y al caer, exclama : «¡Padre, padre mío, me veo arrastrado!»; y las verdes olas ahogan sus voces lastimeras.  El infeliz padre, que ya no lo era, grita: «Icaro, Icaro!, ¿por qué región del cielo caminas?» Y aun le llamaba, cuando distingue las plumas sobre las ondas: la tierra recibió sus despojos, y el mar todavía lleva su nombre. Minos no pudo impedir que Icaro volase, y yo me empeño en detener a un dios más voluble que los pájaros.

    Se equivoca lastimosamente el que recurre a las artes de las hechiceras de Hemonia y se vale del Hipomanes

extraído de la frente de un potro juvenil. Las hierbas de Medea y los ensalmos de los Marsos, con sus acentos mágicos, no consiguen infundir el amor. Si los encantamientos lo pudiesen crear, Medea hubiera retenido al hijo de Esón, y Circe al astuto Ulises. De nada aprovecha a las jóvenes tomar filtros amorosos, que turban la razón y excitan el furor. Rechaza los artificios culpables; si quieres ser amado, sé amable; la belleza del rostro ni la apostura arrogante, bastan a asegurar el triunfo. Aunque fueses aquel Nireo tan celebrado por Homero, o el tierno Hilas, a quien arrebataron las culpables Náyades, si aspiras a la fidelidad de tu dueño y a no verte un día abandonado, has de juntar las dotes del alma con las gracias corporales. La belleza es don muy frágil: disminuye con los años que pasan, y su propia duración la aniquila. No siempre florecen las violetas y los lirios abiertos, y en el tallo donde se irguió la rosa quedan las punzantes espinas. Lindo joven, un día blanquearán las canas tus cabellos, y las arrugas surcarán tus frescas mejillas. Eleva tu ánimo, si quieres resistir los estragos del tiempo y conservar la belleza: es el único compañero fiel hasta el último suspiro. Aplícate al cultivo de las bellas artes y al estudio de las dos lenguas. Ulises no

era hermoso, pero sí elocuente, y dos divinidades marinas sufrieron por él angustias mortales. ¡Cuántas veces Calipso se dolió viéndole apresurar la partida, y quiso convencerle de que el tiempo no favorecía la navegación.

    Continuamente le instaba a repetir los sucesos de Troya, y él sabía relatar el mismo caso con amena variedad. Un día que estaban sentados en la plaza, la hermosa Calipso le pidió que le refiriese de nuevo la trágica muerte del

príncipe de Odrisia, y Ulises, con una varilla delgada que al azar empuñaba, trazó en la arena el cuadro del suceso, diciéndole: «Ésta es Troya (y dibujó los muros en el suelo arenoso); por ahí corre el Símois, y aquí estaba mi campamento. Más lejos se distingue el llano (y en seguida lo traza) que regamos con la sangre de Dolon, la noche que intentó apoderarse de los caballos de Aquiles; por allí cerca se alzaban las tiendas de Reso el de Tracia, y por allí

regresé yo la misma noche con los corceles robados a este príncipe.» Proseguía la descripción, cuando una ola repentina destruyó el contorno de Pérgamo y el campo de Reso, con su caudillo. Entonces la diosa dijo: «Ya ves las olas que crees favorables a tú partida cómo destruyen en un momento nombres tan insignes.»

    Seas quien seas, pon una débil confianza en el prestigio de tu lindo semblante y adórnate con prendas superiores a las del cuerpo. Una afectuosa complacencia gana del todo los corazones, y la rudeza engendra odios y guerras enconadas. Aborrecemos al buitre, que vive siempre sobre las armas, y a los lobos, siempre dispuestos a lanzarse sobre el tímido rebaño, mientras todos respetan a la golondrina, y la paloma Chaonia habita las torres que levantó la industria humana. Lejos de vosotros las querellas y expresiones ofensivas; el tierno amor se alimenta de dulces palabras. Con las reyertas, la esposa aleja de sí al marido, y el marido a la mujer; obrando así creen devolverse sus mutuos agravios; esto conviene a las casadas: las riñas son el dote del matrimonio; mas en los oídos de una amiga sólo han de sonar veces lisonjeras. No os habéis reunido en el mismo lecho por mandato de la ley; el amor desempeña con vosotros sus funciones; al acercarte a su lado, prodígale blandas caricias, y dile frases conmovedoras

si quieres que se regocije en tu presencia. No es a los ricos a quienes me propongo instruir en el arte amatorio: el que da con largueza no necesita mis lecciones. Se pasa de listo el que dice cuando quiere: «Acepta este regalo», y desde luego le cedo el primer puesto: para vencer, sus dones valen más que mis consejos. Soy el poeta de los pobres porque amé siendo pobre, y como no podía brindar regalos, pagaba con mis versos. El pobre ame con discreción, el pobre huya la maledicencia y soporte resignado muchas cosas que no toleran los ricos. Recuerdo que en cierta ocasión mesé frenético los cabellos de mi querida, y este instante de cólera lo pagué con la pérdida de días deliciosos. Ni me di cuenta, ni creo que le rompiese la túnica; pero ella lo afirmó, y tuve que comprarle otra nueva. Vosotros, si sois cuerdos, evitad los desplantes en que incurrí desatinado, y temed las consecuencias de mi falta. Las guerras, con los parthos; con vuestras amigas vivid en paz, y ayudaos con los juegos y las delicias que mantienen la ilusión. Si fuese dura y un tanto esquiva a tus pretensiones, paciencia y ánimo: con el tiempo se ablandará. La rama del árbol se encorva fácilmente si la doblas poco a poco, y se rompe si la tuerces poniendo a contribución todo tu vigor. Aprovechando el curso del agua, pasarás el río, y como te empeñes en nadar contra la corriente, te verás por ella arrastrado. Con habilidad y blandura se doman los tigres y leones de Numidia, y paso a paso se somete el toro al yugo del arado. ¿Hubo criatura más selvática que Atalanta, la de Arcadia? Pues con toda su fiereza sucumbió a los rendimientos de un joven.

    ¡Cuántas veces Milanión (así se dice) lloró a la sombra de los árboles su tormento y la crueldad de la doncella!; ¡cuántas, por obedecerla, cargó sobre los hombros las engañosas redes, y atravesó con los dardos al cerdoso jabalí, hasta que se sintió herido por el arco de su rival Hileo, aunque otro arco más temible había hecho blanco un su corazón!

    Yo no te ordeno que así armado recorras las asperezas del Ménalo, ni que lleves las redes en tus espaldas, ni que ofrezcas el pecho a las saetas dirigidas contra ti. Un mozo previsor halla suma facilidad en seguir los preceptos de mi arte. Cede a la que te resista; cediendo cantarás victoria. Arréglate de manera que hagas las imposiciones de su albedrío. ¿Reprueba ella una cosa?; repruébala tú y alábala si la alaba; lo que diga, repítelo, y niega aquello que niegue, ríete si se ríe, si llora haz saltar las lágrimas de tus ojos, y que tu semblante sea una fiel copia del suyo. Si juega, revolviendo los dados de marfil, juega tú con torpeza, y en seguida pásale la mano; si te recreas con las tabas, evítale el disgusto de perder y amáñate por que te toque siempre la fatal suerte del perro, y si os entretenéis a las tablas robándoos las piezas de vidrio, deja que las tuyas caigan en poder de la parte contraria; coge por la empuñadura la sombrilla abierta cuando haya necesidad, y si atraviesa por medio de la turba, ábrele camino; al reclinarse en el blando lecho, no descuides ofrecerle un escabel, y quita o calza las sandalias a su pie delicado.

    A veces tiritando de frío tendrás que calentar su mano helada en tu seno, y aunque sea vergonzoso para un hombre libre, no te abochorne sostenerle el espejo: ella te lo agradecerá. El héroe vencedor de los monstruos que le suscitó una madrastra, cuyo odio consiguió vencer; el que ganó por sus méritos el cielo que antes sostuvo en sus recias espaldas, es fama que manejaba los canastillos e hiló la lana entre las doncellas de Jonia. El héroe de Tirinto obedeció los mandatos de una mujer; anda, pues, y quéjate de sufrir lo que aquél sufrió. Si te ordena presentarte

en el foro, acude con antelación a la hora que te indique, siendo el último que te retires. ¿Te da una cita en cualquiera otro lugar? Olvida todos los quehaceres, corre apresurado, y que la turba de transeuntes no logre embarazar tus pasos. Si volviendo a casa de noche después de un festín llama a su esclavo, ofrécele tus servicios, y si estás en el

campo y te escribe «ven en seguida», el amor odia la lentitud, a falta de coche emprende a pie la caminata, y que no te retrase ni el tiempo duro, ni la ardiente Canícula, ni la vía cubierta con un manto de nieve.

    El amor, como la milicia, rechaza a los pusilánimes y los tímidos que no saben defender sus banderas. Las sombras de la noche, los fríos del invierno, las rutas interminables, la crueldad del dolor y toda suerte de trabajos, son el premio de los que militan en su campo. ¡Qué de veces tendrás que soportar el chaparrón de la alta nube y dormir a la

inclemencia sobre el duro suelo! Dicen que Apolo apacentó en Fera las vacas de Admeto y se recogía en una humilde cabaña. ¿Quién no resistirá lo que Apolo lleva en paciencia? Despójate del orgullo, ya que pretendes trabar con tu amada lazos perdurables.

    Si en su casa te niegan un acceso fácil y seguro y se te opone la puerta asegurada con el cerrojo, resbálate sin miedo por el lecho o introdúcete furtivamente por la alta ventana. Se alegrará cuando sepa el peligro que corriste por ella, y en tu audacia verá la prenda más segura del amor. Muchas veces pudiste, Leandro, abstenerte de la compañía de Hero; sin embargo, pasabas el estrecho a nado para que conociese los arrestos de tu ánimo.

    No menosprecies solicitar la ayuda de las criadas, según el puesto que cada cual ocupe, y si es preciso, el favor de los siervos. Saluda a cada cual con su nombre, esto no te perjudicará, y amante ambicioso, estrecha en las tuyas sus manos serviles.

    Conforme a tus medios de fortuna, haz algún regalillo de poco coste al que te lo pida, y lo mismo a las sirvientas en el aniversario de aquel día en que disfrazadas de matronas burlaron y exterminaron la hueste de los galos. Créeme, cáptate el favor de la plebe menuda y no te olvides del portero ni del guardián de su dormitorio.

    No te incito a dar ricos presentes a tu amada, sino modestos y que los haga valiosos la oportunidad.

    Cuando la cosecha sea abundante y los árboles rebosen de fruto, ofrécele por tu siervo en un canastillo los dones del campo, y dile, aunque los hayas comprado en la Vía Sacra, que proceden de un huerto vecino a la ciudad. Envíale la cesta de uvas o las castañas tan apetecidas por Amarilis, bien que a las jóvenes de hoy les gustan poco, y una docena de tordos o un par de palomas le testificarán mejor que la tienes presente en la memoria. Con tales obsequios

se conquista también la herencia de un viejo sin prole; pero mala peste destruya a los que ofrecen dádivas con criminal intención.

    ¿Te recomendaré por igual que le escribas en tus billetes versos delicados? ¡Ay de mí! Los versos gozan ahora poco prestigio; son alabados, eso sí, pero se acogen con más gusto los dones magníficos. Por barbarote que sea un rico, nunca deja de agradar.

    Hoy vivimos en el siglo de oro, al oro se tributan mil honras, y hasta el amor se consigue a fuerza de oro. Infeliz Homero, si vinieses acompañado de las Musas y con las manos vacías, serías despedido ignominiosamente. Sin embargo, hay un corto número de mujeres instruIdas y otras que no lo son y quieren parecerlo; a éstas y aquéllas encómialas en tus versos, y buenos o malos, al leerlos, dales relieve con el primor del recitado; doctas e ignorantes acaso consideren corno un pequeño regalo los cantos compuestos en su alabanza.

    Avíate de modo que tu amiga te pida en cualquier ocasión aquello mismo que pensabas realizar, creyéndolo conveniente. Si has prometido la libertad a alguno de tus siervos, ordénale que vaya a interponer el favor de la señora de tus pensamientos, y si lo indultas de un castigo o lo libras de las cadenas, deba a su intercesión lo que estabas resuelto a disponer. El honor será de tu amiga, la utilidad tuya, y no perderás nada en que ella crea ejercer sobre ti un dominio absoluto.

    Si tienes verdadero empeño en conservar tus relaciones, persuádela que estás hechizado por su hermosura. ¿Se cubre con el manto de Tiro?; alabas la púrpura de Tiro, ¿Viste los finos tejidos de Cos?; afirma que las telas de Cos le sientan a maravilla. ¿Se adorna con franjas de oro?; asegúrale que sus formas tienen más precio que el rico rnetal. Si se defiende con el abrigo de paño recio, aplaude su determinación; si con una túnica ligera, dile que encienda tus deseos, y con tímida voz ruégale que se precava del frío. ¿Divide el peinado sus cabellos?; alégrente por lo bien dispuestos. ¿Los tuerce en rizos con el hierro?; pondera sus graciosos rizos. Admira sus brazos en la danza, su voz cuando cante, y así que termine, duélete de que haya acabado tan pronto. Admitido en su tálamo, podrás venerar

lo que constituye tu dicha y expresar a voces las sensaciones que te embargan, y aunque sea más fiera que la espantosa Medusa, se convertirá en dulce y tierna para su amante. Ten exquisita cautela en que tus palabras no le parezcan fingidas y el semblante contradiga tus razones; aprovecha ocultar el artificio, que una vez descubierto llena de rubor, y con justicia destruye por siempre la confianza.

    Al declinar de un año abundantísimo, cuando los maduros racimos se pintan con un jugo de púrpura y el tiempo inconstante ya nos encoge con el frío, ya nos sofoca de calor, y sus bruscas transiciones rinden los cuerpos a la languidez, ella puede rebosar de salud; mas si cae enferma en el lecho y siente la maligna influencia de la estación, entonces has de patentizar tu amor y solicitud; siembra entonces para recoger después una abundante cosecha; no te enoje el fastidio que produce una larga enfermedad, rindan tus manos los servicios que ella consienta, vea las lágrimas suspensas en tus ojos y no advierta que la repugnancia te impide besar sus yertos labios y humedecerlos con tu llanto. Haz votos por su saluden alta voz, y si se ofrece la ocasión, cuéntale el sueño de feliz augurio que has tenido

y ordena que una vieja purifique el dormitorio y el lecho, llevando en las trémulas manos el azufre y los huevos de la expiación. Ella conservará grato recuerdo de tus servicios, y con tal conducta muchos se abrieron camino para conquistar una herencia; pero evita provocar el odio de la enferma por tu excesiva oficiosidad, y guarda la justa medida en tu solícito celo. No le impidas que coma, y si tiene que tomar una poción amarga, que se la sirva tu rival.

El viento que hincha tus velas a la salida del puerto, no te servirá cuando navegues en alta mar.

    El amor débil en su nacimiento, hecho costumbre, cobra fuerzas, y si lo nutres bien, con el tiempo adquiere gran robustez. El becerrillo que solías halagar con tus caricias, ya hecho toro infunde pavor; el árbol a cuya sombra descansas ahora, fué un débil plantón; el arroyuelo humilde dilata el caudal en su curso, y por donde pasa recibe multitud de corrientes que lo transforman en río impetuoso. Que se acostumbre a tratarte, tiene gran poder el hábito, y no rehuyas penas o tedios por ganarte su voluntad. Que te vea y escuche a todas horas, y que noche y día estés presente a su imaginación. Cuando abrigues la absoluta confianza de que sólo piensa en ti, emprendes un viaje, para que tu ausencia la llene de inquietud: déjala que descanse; en los barbechos fructifican abundantes las semillas, y la árida tierra absorbe con avidez el agua de las nubes. Mientras tuvo presente a Demofón, Fílida le atestiguó un

amor moderado, y así que aquél se hizo a la vela, ésta se consumió en una llama voraz; el cauto Ulises atormentaba a Penélope con su ausencia, y Laodamia languidecía separada de su caro Protésilas; pero no retardes la vuelta, en obsequió a tu seguridad; el tiempo debilita los recuerdos, el ausente cae en el olvido, y otro nuevo amante viene a reemplazarlo.

    En la ausencia de Menelao, por no dormir sola, se entregó Helena a las ardientes caricias de su huésped. ¡Qué insensatez la tuya, Menelao, partir solo, y dejar bajo el mismo techo a tu esposa con un extranjero! ¡Imbécil!, confías las palomas a las uñas del milano y entregas tu redil al lobo de los montes. No es culpable Helena ni su adúltero amante por hacer lo que tú, lo que otro cualquiera hubiese hecho en su lugar. Tú la indujiste al adulterio brindándole el sitio y la ocasión; ella es sólo responsable de seguir tus consejos. ¿Qué había de suceder, con el marido ausente, a su lado un amable extranjero, y temiendo dormir sola en el vacío lecho? Que Menelao piense lo que quiera, yo la absuelvo de responsabilidad; no pecó en aprovecharse de la complacencia de su marido.

    Mas ni el feroz jabalí, cuando colérico lanza a rodar por el suelo los perros con sus colmillos fulminantes, ni la leona cuando ofrece las ubres a sus pequeñuelos cachorros, ni la violenta víbora que aplasta el pie del viajero inadvertido, son tan crueles como la mujer que sorprende una rival en el tálamo del esposo: la rabia del alma se pinta en su faz, el hierro, la llama, todo sirve a su venganza, y depuesto el decoro, se transforma en una Bacante

atormentada por el dios de Aonia. La bárbara Medea vengó con la muerte de sus hijos el delito de Jasón y los derechos conyugales violados. Esa golondrina que ves fue otra cruel madrastra: mira su pecho señalado con las manchas sangrientas del crimen. Los celos rompen los más firmes lazos, las uniones venturosas, y el hombre cauto no debe provocarlos jamás. Mi censura no pretende condenarte a que te regocijes con una sola bella; líbrenme los dioses; apenas las casadas pueden resistir tal obligación. Diviértete, pero cubre con un velo los hurtos que cometas, y nunca te vanaglories de tus felices conquistas. No hagas a la una regalos que la otra pueda reconocer, y cambia de continuo las horas de tus citas amorosas, y para que no te sorprenda la más suspicaz en algún escondite que le sea

conocido, no te reúnas con la otra a menudo en el mismo lugar. Cuando le escribas, vuelve a releer de nuevo las tablillas antes de enviárselas: muchas leen en el escrito lo que no dice realmente. Venus, ofendida, prepara con justicia las armas, devuelve los dardos que la hieren, y fuerza al combatiente a soportar los males que ha ocasionado. Mientras Agamenón vivió contento con su esposa, ésta se mantuvo fiel, y sólo el ejemplo del marido la incitó a

claudicar. Clitemnestra había sabido que Crises, con el ramo de laurel en la mano y en la frente las cintas sagradas, no logró rescatar a su hija; había oído hablar, ¡oh Briseida!, del rapto que te causó tan vivos dolores, y de los motivos vergonzosos que retrasaron la conclusión de la guerra. Esto lo había oído, pero con sus propios ojos vio la hija de Príamo, y al vencedor que volvía sin sonrojo hecho, esclavo de su propia cautiva. Entonces la hija de Tíndaro acogió

en su pecho y su tálamo a Egisto y vengó con el crimen la infidelidad del esposo.

    Si a pesar de las precauciones, tus furtivas aventuras llegan un día a traslucirse, aunque sean más claras que la luz, niégalas rotundamente, y no te muestres ni más sumiso ni más amable de lo que acostumbras: estas mudanzas son señales de un ánimo culpable; pero no economices tu vigor hasta dejarla satisfecha: la paz se conquista a tal precio, y

así desarmarás la cólera de Venus. Habrá quien te aconseje el empleo de hierbas nocivas, corno la ajedrea o una mezcla de pimienta con la semilla de la punzante ortiga, o la del rojo dragón diluida en vino añejo; todas, a mi juicio, son venenosas, y la divinidad venerada en el monte Erix, poblado de bosque, no consiente que con estas drogas se alcancen sus placeres; puedes aprovecharte del blanco bulbo que nos envía la ciudad de Megara y la hierba estimulante que crece en nuestros jardines, con los huevos, la miel del Himeto y los frutos que produce el arrogante

pino.

    Docta Erato, ¿a qué te entretienes en discurrir sobre el arte médica? Corramos por el camino de donde nos hemos separado. Tú, que obediente a mis consejos ocultabas ayer tus infidelidades, modifica la conducta, y por orden mía pregona tus hurtos clandestinos. No culpes mi inconsecuencia; la corva nave no obedece siembre al mismo viento, ya la impulsa el Bóreas de Tracia, ya el Euro; unas veces hincha las velas el Céfiro y otras el Noto. Mira cómo el conductor del carro ora afloja las tendidas riendas, ora reprime con pericia la fogosidad de los corceles. Sirve mal a muchas una tímida indulgencia, pues su afecto languidece si no lo reanima la sospecha de alguna rival; se embriaga demasiado con los prósperos sucesos y le cuesta gran trabajo sobrellevarlos con ánimo sereno. Como un fuego ligero se extingue poco a poco por falta de alimento y desaparece envuelto por la blanca ceniza, mas con el auxilio del azufre vuelve a surgir la llama que despide una nueva claridad; así, cuando el corazón languidece por exceso de seguridad indolente, necesita vivos estímulos que le devuelvan la energía. Infúndele agudas sospechas, vuelve a encender de nuevo el fuego apagado, y que palidezca con los indicios de tus malos pasos. ¡Oh, cien y mil veces feliz aquel de quien se querella su prenda justamente ofendida! Apenas la noticia de la infidelidad llega a lastimar sus oídos, cae desmayada y pierde al mismo tiempo el color y la voz. ¡Ojalá fuese yo la víctima a quien arrancase furiosa los cabellos y cuyas tiernas mejillas sangrasen destrozadas por sus uñas! ¡Ojalá al verme se deshiciese en llanto y me contemplase con torvas miradas, y aunque quisiera no acertase a vivir un momento sin mí. Si me preguntas cuánto tiempo has de conceder al desahogo de la ofendida, te aconsejaré que el menor posible, para que la dilación no avive la fuerza del resentimiento. Apresúrate a estrechar con tus brazos su marmóreo cuello, y acoge en tu seno su rostro bañado en lágrimas; cúbrelas de besos y enjúgalas con los deleites de Venus; así firmarás las paces y con el

rendimiento desarmarás su cólera. Si ella se desatina en extremo y te declara abiertamente la guerra, invítala

a las dulzuras del lecho y allí se ablandará, allí depone sus armas la pacífica Concordia, y de allí, créeme, surge pronto el perdón. Las palomas que acaban de reñir, juntan sus picos acariciadores, y diríase que sus arrullos suenan como palabras de ternura.

    La naturaleza al principio era una masa confusa y desordenada, donde giraban revueltos los astros, la tierra y el mar; después el cielo se elevó sobre la tierra y ésta quedó ceñida por las olas del Océano y surgieron del informe caos los diversos elementos: el bosque recibió por habitantes a las fieras, el aire a las aves y los peces escogieron las aguas por morada.

    Entonces el linaje humano erraba en los desiertos, campos y la fuerza constituía el don más preciado de sus rudos cuerpos; las selvas les daban habitación, las hierbas comida, las hojas lecho, y por largo tiempo vivió cada cual desconocido de sus semejantes. La voluptuosidad se dice que dulcificó los instintos feroces, el varón y la hembra, reunidos en el mismo lugar, aprendieron lo que debían hacer sin necesidad de maestro, y Venus no tuvo que recurrir

al arte para cumplir su grata misión. El ave ama a su compañera que le llena de gozo, el pez solicita a su hembra en medio de las aguas, la cierva sigue al ciervo, la serpiente se une a la serpiente, la perra se entrega al adulterio con el perro, la oveja recibe los halagos del carnero del carnero, la vaca se regocija con el toro, la cabra aguanta al inmundo

macho cabrío y las yeguas se agitan furiosas, y por juntarse a los potros recorren largas distancias y atraviesan a nado los ríos.

    Ánimo, pues; emplea tan eficaz remedio en calmar el enojo de tu amada; es el único que curará su acerbo dolor: esta medicina supera a los jugos de Macaón, y con ella, si hubieses pecado, volverás a ganarte su perdida voluntad.   Así cantaba yo. Apolo se me aparece súbitamente, pulsando con sus dedos las cuerdas de la lira de oro, con un ramo de laurel en la mano, ceñida por una guirnalda de sus hojas la divina cabellera, y en tono profético me habla de esta suerte: «Maestro del amor juguetón, guía pronto tus discípulos a mi templo, donde se lee la inscripción conocida en todo el universo que ordena al hombre conocerse a sí mismo: el que se conozca a sí mismo guiará con sabiduría sus pasos por la difícil senda y jamás intentará empresas que sobrepujen a sus fuerzas. Aquel a quien la naturaleza dotó de hermosa cara, saque de ella partido; el que se distingue por el color de la piel, reclínese enseñando los hombros; el que agrada por su trato, evite la monotonía del silencio; cante el hábil cantor, beba el bebedor infatigable; pero el orador impertinente no interrumpa la conversación con sus discursos, ni el poeta vesánico se ponga a recitar sus

ensayos.» Así habló Febo; obedeced sus mandatos: las palabras del dios merecen la mayor confianza.

    Vuelvo a mi asunto: el que ame con prudencia y siga los preceptos de mi arte, saldrá victorioso y alcanzará cuanto se proponga. No siempre los surcos devuelven con usura las semillas que se les arroja, ni siempre el viento favorece la ruta de las naves. El amante tropieza en su camino más tedios que satisfacciones, y ha de preparar el ánimo a rudas pruebas.

    No corren tantas liebres en el monte Athos, ni vuelan tantas abejas en el Hibla, ni produce tantas olivas el árbol de Palas, ni se ven tantas conchas a orillas del mar, como penas se padecen en las contiendas amorosas: los dardos que nos hieren están bañados en amarga hiel. Si te dicen que ha salido fuera, aunque la veas andar por casa, cree que ha salido fuera y que tus ojos te engañan. Si te ha prometido una noche y encuentras la puerta cerrada, llévalo en paciencia y reclina tu cuerpo en el duro suelo. Tal vez alguna criada embustera pregunte en tono insolente: «¿Por qué este hombre asedia nuestras puertas?» Ea, dirige a este intratable bicho frases cariñosas desde los umbrales, y adórnalos con las rosas que arrancaste a la guirnalda de tu cabeza.

    Cuando se digne recibirte, apresúrate a complacerla; si se niega, retírate: un hombre discreto nunca es importuno. ¿Quieres que tu amiga pueda exclamar: «No hallo medio de despedirle»? Como no siempre la mujer da pruebas de buen sentido, no consideres torpe acción aguantar las injurias y si es preciso los golpes, ni besar tiernamente sus lindos pies. Mas ¿por qué me detengo en minucias insignificantes? Álcese el ánimo a mayores. Cantaré grandes

cosas: vulgo de los amantes, préstame dócil atención. El trabajo es arduo, pero no hay esfuerzo sin peligro, y el arte que enseño se recrea en las dificultades. Tolera en calma a tu rival y acabarás por vencer, y aun entrarás triunfante en el templo del sumo Jove. Cree mis vaticinios, que no los profieren labios mortales, sino las encinas de Dódona. Mi enseñanza no conoce preceptos más sublimes. ¿Se entiende por señas con tu rival?; sopórtalo indiferente. ¿Le escribe?; no te apoderes de sus tablillas, déjala ir y volver por doquiera al tenor de su capricho.

    Algunos maridos tienen esta complacencia con sus legítimas esposas, sobre todo cuando el dulce sueño viene a facilitar los engaños: en este punto, lo confieso, yo no he llegado a la, perfección. ¿Qué partido tomar? Los consejos que prescribo rebasan la medida de mis fuerzas. ¿Toleraré que en mis barbas un cualquiera se entienda por gestos con mi amada, sin que estalle el volcán de mi cólera? Recuerdo que cierto día ella recibió un beso de su marido y me quejé amargamente; tan locas eran las exigencias de mi pasión. Este defecto me perjudicó no poco en múltiples ocasiones. Es más ladino el que permite que otros se regodeen con su prenda; pero yo estimo lo mejor ignorarlo todo. Déjala que oculte sus trapacerías, no sea que la obligada confesión de la culpa haga huir el pudor de su rostro. Así, jóvenes, no queráis sorprender a vuestras amigas; consentid que os engañen y que os crean convencidos con sus buenas razones. Los amantes cogidos infraganti se quieren más desde que su suerte es igual, y el uno y el otro se aferran en seguir la conducta que los pierde.

    Se cuenta una hazaña bien conocida en todo el Olimpo: la de Venus y Marte sorprendidos por la astucia de Vulcano. El furibundo Marte, poseído de un amor insensato hacia Venus, de guerrero terrible convirtióse en sumiso amador, y Venus, ninguna diosa es tan sensible a los ruegos, no se mostró huraña y dificultosa al numen de la guerra. ¡Cuántas veces dicen que puso en ridículo la cojera de su marido y las manos callosas de andar entre el fuego y las tenazas! Delante de Marte simulaba la marcha torcida de Vulcano, y en estas burlas realzaba su hermosura con gracia sin rival. Supieron celar bien los primeros deslices, y su trato culpable aparecía lleno de verecundo pudor. Mas el Sol, ¿quién puede ocultarse a sus miradas?, el Sol descubrió a Vulcano la infiel conducta de la esposa. ¡Oh Sol, qué ejemplo diste tan pernicioso! ¿Por qué no reclamaste el premio de tu silencio, ya que ella tenía con qué pagarlo? Vulcano urde en torno del lecho una red imperceptible, que desafiaba la vista más perspicaz, y simula un viaje a Lemnos. Los amantes llegan a la cita, y desnudos uno y otro caen presos en la red. El marido convoca a los dioses y les ofrece en espectáculo a los prisioneros. Venus apenas podía contener las lágrimas; en vano intentaba taparse la cara y cubrir con las manos las partes vergonzosas, y no faltó un chusco que dijese al tremebundo Marte: «Si te pesan esas cadenas, échalas sobre mis hombros.» Obligado por las instancias de Neptuno, se resolvió Vulcano a libertar a los cautivos. Marte se retiró a Tracia y Venus a Pafos. Vulcano, ¿qué ganaste con tu estratagema?

     Los que antes celaban el delito, hoy obran con entera libertad y sin átomo de pudor. Muchas veces habrás de arrepentirte de tu necia insensatez y de haber escuchado los gritos de la cólera. Os prohibo estas venganzas, como os las prohibe ejecutar la diosa que fué víctima de tales insidias. No tendáis lazos a vuestro rival, ni penetréis los secretos de una misiva cuya letra os sea conocida: dejad estos derechos a los maridos, si estiman que los deben

ejercer, pues a ello les autorizan el fuego y el agua de las nupcias. De nuevo os lo aseguro: aquí sólo se trata de placeres consentidos por las leyes, y no asociamos a nuestros juegos a ninguna matrona.

     ¿Quién osará divulgar los profanos misterios de Ceres y los sacros ritos instituidos en Samotracia? Poco mérito encierra guardar silencio en lo que se nos manda, y al contrario, revelar un secreto es culpa harto grave. Con justicia Tántalo, por la indiscreción de su lengua, no alcanza a tocar los frutos del árbol suspendidos sobre su cabeza y se ahoga en medio de las aguas. Citerea, sobre todo, recomienda velar sus misterios: os lo advierto para que ningún

charlatán se acerque a su templo. Si los de Venus no se ocultan en las sagradas cestas, si el bronce no repercute con estridentes golpes, y todos estamos iniciados en ellos, es a condición de no divulgarlos. La misma Venus, cuantas veces se despoja del vestido, se apresura a cubrir con la mano sus secretas perfecciones. Con frecuencia los rebaños se entregan en medio del campo a los deleites carnales; mas al verlos, la honesta doncella aparta ruborizada la vista.

     A nuestro hurtos convienen un tálamo oculto y una puerta cerrada, con nuestros vestidos cubrimos vergonzosas desnudeces, y si no buscamos las tinieblas, deseamos una medio obscuridad; todo menos la luz radiante de día. En aquellos tiempos en que aún no se habían inventado las tejas que resguardasen del sol y la lluvia, y la encina nos servía de alimento y morada, no a la luz del día, sino en las selvas y los antros, se gozaban los placeres de la

voluptuosidad: tanto respetaba el pueblo rudo las leyes del pudor. Mas ahora pregonamos nuestras hazañas nocturnas, y nada se paga a tan alto precio como el placer de que las sepa todo el mundo. ¿Vas a reconocer en cualquier sitio a todas las muchachas, para decir a un amigo: «Esa que ves fué rnía», y para que no te falte una a quien señalar con el dedo, la comprometes, de modo que sea la comidilla de la ciudad? Digo poco: hay sujetos que fingen cosas que negarían si fuesen verdaderas, y se vanaglorian de que ninguna les ha negado su favor, y si no

mancillan los cuerpos, afrentan los nombres y ponen en duda la reputación de mujeres honradísimas.

    Anda, pues, odioso guardián de una mujer, atranca las puertas y échales por más seguridad cien cerrojos. ¿De qué sirven tus precauciones si la calumnia se ensaña en la honra y el adúltero pregona lo que nunca ha existido? Nosotros en cambio hablamos con reserva de nuestras conquistas verdaderas, y con un velo tupido encubrimos nuestros hurtos misteriosos. No reprochéis nunca los defectos de una joven; el haberlos disimulado fué a muchos de gran utilidad. Aquel que llevaba un ala en cada pie no reprobó en Andrómeda el color del semblante. Andrómaca sorprendía a todos por su talla desmesurada, pero Héctor encontró que no pasaba de la regular. Acostúmbrate a lo que te parezca mal, y lo conllevarás bien: el hábito suaviza muchas cosas y la pasión incipiente se alborota por

una nonada. Cuando el ramillo injerto se nutre en la verdadera corteza, cae al menor soplo del viento, mas con el tiempo arraiga y desafía la violencia del huracán, y ya rama vigorosa, enriquece al árbol que la adoptó con frutos exquisitos. Las deformidades del cuerpo desaparecen un día, y lo que notamos como defectuoso llega por fin a no serlo. Un olfato poco acostumbrado repugna el olor que despiden las pieles de toro, y a la larga concluye por soportarlo sin repugnancia.

    Dulcifiquemos con los nombres las macas reconocidas: llamemos morena a la que tenga el cutis más negro que la pez de Iliria; si es bizca, digamos que se parece a Venus; si pelirroja, a Minerva; consideremos como esbelta a la que por su demacración más parece muerta que viva; si es menuda, di que es ligera; si grandota, alaba su exuberancia, y

disfraza los defectos con los nombres de las buenas cualidades que a ellas se aproximan. No le preguntes los años que tiene o en qué consulado nació; deja estas investigaciones al rígido censor, máxime si se marchitó la flor de su juventud, si su mejor tiempo ha pasado y ya comienzan a blanquear las canas entre sus cabellos. Mancebos, esta edad u otra más adelantada cuadra a vuestros placeres, estos campos habéis de sembrar porque producen la mies en

abundancia. Mientras los pocos años y las fuerzas os alientan, tolerad los trabajos, que pronto vendrá con tácitos pasos la caduca vejez. Azotad las olas con los remos, abrid la tierra con el arado, o empuñad briosos las sangrientas armas del combate, o entregaos en cuerpo y alma al servicio de las bellas, que como el de la guerra os ofrecerá ricos despojos. Se ha de añadir que las mujeres de cierta edad son más duchas en sus tratos, tienen la experiencia que tanto ayuda a desarrollar el ingenio, saben, con los afeites, encubrir los estragos de los años y a fuerza de ardides

borran las señales de la vejez. Te brindarán si quieres de cien modos distintos las delicias de Venus, tanto que en ninguna pintura encuentres mayor variedad. En ellas surge el deseo sin que nadie lo provoque, y el varón y la  hembra experimentan sensaciones iguales. Aborrezco los lazos en que el deleite no es recíproco: por eso no me conmueven los halagos de un adolescente; odio a la que se entrega por razón de la necesidad y en el momento del placer piensa indiferente en el huso y la lana. No agradezco los dones hijos de la obligación, y dispenso a mi amiga sus deberes con respecto a mi persona.

    Me complace oír los gritos que delatan sus intensos goces y que me detenga con ruegos para prolongar su voluptuosidad. Me siento dichoso si contemplo sus vencidos ojos que anubla la pasión y que languidece y se niega tenaz a mis exigencias.

    La naturaleza no concede estas dichas a los años juveniles, sino a esa edad que comienza después de los siete lustros. Los que se precipitan demasiado beben el vino reciente; yo quiero que mi tinaja me regale con el añejo que data de los antiguos cónsules.

    El plátano sólo después de algunos años resiste los ardores del sol, y la hierba recién segada de los prados hiere los desnudos pies. ¡Qué!, ¿osarías anteponer Hermíone a Helena y afirmar que Jorge valía más que su madre? El que pretenda coger los frutos de Venus ya maduros, si tiene constancia alcanzará el debido galardón.

    He aquí que recibe a los dos enamorados el lecho confidente de sus cuitas. Musa, no abras la puerta cerrada del dormitorio. Sin tu ayuda las palabras elocuentes brotarán espontáneas de los labios; allí las manos no permanecerán ociosas y los dedos sabrán deslizarse por las partes donde el amor templa ocultamente sus flechas. Así en otros días lo hizo con Andrómaca el valeroso Héctor, cuyo esfuerzo no brillaba sólo en los combates, y así el gran Aquiles con su cautiva de Lirneso, cuando cansado de combatir se retiraba a descansar en el lecho voluptuoso. Tú, Briseida, permitías que te tocasen aquellas manos que aun estaban empapadas con la sangre de los frigios. ¿Acaso no fué esto mismo lo que más te soliviantaba, viendo orgullosa cómo acariciaba tu cuerpo su diestra vencedora? Créeme, no te afanes por llegar al término de la dicha; demóralo insensiblemente, y la alcanzarás completa. Si das en aquel sitio más sensible de la mujer, que un necio pudor no te detenga la mano; entonces observarás cómo sus ojos despiden una luz temblorosa, semejante al rayo del sol que se refleja en las aguas cristalinas; luego vendrán las quejas, los dulcísimos murmullos, los tiernos gemidos y las palabras adecuadas a la situación; pero ni te la dejes atrás desplegando todas las velas, ni permitas que ella se te adelante. Penetrad juntos en el puerto. El colmo del placer se goza cuando dos amantes sucumben al mismo tiempo. Esta es la regla que te prescribo, si puedes disponer de espacio y el temor no te obliga a apresurar tus hurtos placenteros; mas si en la tardanza se oculta el peligro, conviene bogar a todo remo y hundir el acicate en los ijares del corcel.

    Me acerco al fin de la obra: mozos agradecidos, concededme la palma y ceñid mis cabellos perfumados con guirnaldas de mirto. Cuanto sobresalía Podalirio entre los griegos por su arte en curar, Pirro por su pujanza, Néstor por su elocuencia, Calcas por sus veraces vaticinios, Telamón por su destreza en las armas y Automedonte por su habilidad en guiar los carros, tanto sobresalgo yo en el arte de enamorar. Jóvenes, ensalzad a vuestro poeta, cantad

sus alabanzas, y que su nombre corra triunfante por la redondez del orbe. Os he provisto de armas como las que Vulcano entregó a Aquiles; éste venció con ellas; venced vosotros con las que os puse en las manos, y el que con mi acero triunfe de una feroz amazona, inscriba sobre su trofeo: «Ovidio fue mi maestro.»

    Mas a su vez las tiernas doncellas me suplican les de algunas lecciones, que serán el tema del libro siguiente.

 

LIBRO TERCERO

 A

 

rmé a los griegos contra las amazonas, y ahora debo armar contra ellos a Pentesilea y su belicosa hueste. Volad al combate con medios iguales y triunfen los protegidos de la encantadora Venus y el niño que recorre en su vuelo el vasto universo. No era justo que las mujeres peleasen desnudas contra enemigos bien armados, y en estas condiciones la victoria de los hombres sería altamente depresiva.

    Tal vez alguno del montón me objete: «¿A qué suministras ponzoña a la víbora y entregas el rebaño a la loba furiosa?» Respondo que es injusto extender a todas las culpas de unas pocas, y que cada cual debe ser juzgada según los propios méritos. Si Menelao se queja con motivo de Helena, con mucho mayor Agamenón puede acusar a Clitemnestra, la hermana de Helena; si por la maldad de Erifile, la hija de Talaión, Anfiarao descendió vivo a los infiernos sobre sus briosos corceles, tenemos a Penélope casta y fiel a su marido, en los dos lustros de la guerra de Troya y en los otros dos que anduvo errante por los mares.

    Acuérdate de Laodamia, que acabó sus días en la flor de la edad por unirse a su esposo en la tumba, y de Alcestes, que redimió de la muerte a su marido, Admeto, con el sacrificio de la propia vida. «Recíbeme, Capaneo, y que nuestras cenizas se confundan», clama la hija de Ifis, y en seguida se lanza en medio de la hoguera.

    La virtud es femenina por el traje y el nombre; ¿qué tiene de extraño que favorezca a su sexo? Pero mi arte no pretende alentar almas tan grandes; a mi humilde bajel convienen velas más reducidas. Con mis lecciones aprenderán amores fáciles y les enseñaré el modo de conseguir sus propósitos. La mujer no sabe resistir las llamas ni las flechas crueles de Cupido; flechas que, a mi juicio, hieren menos hondas en el corazón del hombre. Éste engaña muchas veces; las tiernas muchachas, si las estudias, verás que son pérfidas muy pocas. El falso Jasón abandonó

a Medea ya hecha madre, y bien pronto buscó otra desposada que ocupase su lecho. Teseo, ¡cuánto temió por tu causa Ariadna servir de pasto a las aves marinas, abandonada en el desierto litoral!

    Pregunta por qué Filis corrió nueve veces a la playa, y oirás que, dolidos de su infortunio, los árboles se despojaron de su cabellera. Eneas goza fama de piadoso, y, no obstante, Elisa, en premio de la hospitalidad te dejó la espada y la desesperación, instrumentos de tu muerte. Voy a manifestaros lo que causó vuestra ruina: no supisteis amar, os faltó el arte, sí, el arte que perpetúa el amor. Hoy también lo ignoraríais, mas Citerea me ordenó enseñároslo, deteniéndose delante de mí y diciéndome: «¿Qué mal te han hecho la infelices mujeres, que las entregas como desvalido rebaño a los jóvenes armados por ti? Tus dos cantos primeros los adoctrinaron en las reglas del arte, y el bello sexo reclama a su vez los consejos de tu experiencia. El poeta que llenó de oprobio a la esposa de Menelao, mejor aconsejado, cantó después sus alabanzas. Si te conozco bien, te creo incapaz de ofender a las bellas, y mientras vivas esperan de ti el mismo proceder.»

    Dijo, y de la corona de mirto que ceñía sus cabellos arrancó una hoja y varios granos y me los regaló. Apenas recibidos, sentí la influencia de un numen divino, la luz brilló más pura a mis ojos, y el pecho quedó aliviado de su carga abrumadora.

    Puesto que me alienta el ingenio, aprended, lindas muchachas, los preceptos que me permiten daros el pudor, las leyes y vuestro propio interés. Tened presente que la vejez se aproxima ligera, y no perderéis un instante de la vida. Ya que se os consiente por frisar en los años primaverales, no malgastéis el tiempo, pues los días pasan como las ondas de un río, y ni la onda que pasa vuelve hacia su fuente, ni la hora perdida puede tampoco ser recuperada.

Aprovechaos de la juvenil edad que se desliza silenciosa, porque la siguiente será menos feliz que la primera. Yo he visto florecer las violetas en medio del matorral, y recogí las flores de mi corona entre los abrojos de la maleza. Pronto llegará el día en que ya vieja, tú, que hoy rechazas al amante, pases muerta de frío las noches solitarias, y ni los pretendientes rivales quebrantarán tu puerta con sus riñas nocturnas, ni al amanecer hallarás las rosas esparcidas

en tu umbral. ¡Desgraciado de mí!, ¡cuán presto las arrugas afean el semblante, y desaparece el color sonrosado que pinta las mejillas! Esas canas que juras tener desde la niñez, se aprestan a blanquear súbitamente toda tu cabeza. La serpiente se rejuvenece cambiando de piel, lo mismo, que el ciervo despojándose de su cornamenta; a nosotros nada

nos compensa de las dotes perdidas. Apresúrate a coger la rosa; pues si tú no la coges, caerá torpemente marchita.

Añádase a esto que los partos abrevian la juventud, como a fuerza de producir se esterilizan los campos. Luna, no te ruborices de visitar a Endimión en el monte Latinos; diosa de los dedos de púrpura, no te avergüences de Céfalo, y por no hablar de ti, Adonis, a quien Venus llora desolada, ¿no se debió al amor el nacimiento de Encas y Harmonia?

Imitad, jóvenes mortales, el ejemplo de las diosas, y no neguéis los placeres que solicitan vuestros ardientes adoradores. Si os engañan, ¿qué perdéis? Todos vuestros atractivos quedan incólumes, y en nada desmerecéis aunque os arranquen mil condescendencias.

    El hierro y el pedernal se desgastan con el uso; aquella parte de vosotras resiste a todo y no tiene que temer ningún daño. ¿Pierde una antorcha su luz por prestarla a otra? ¿Quién os impedirá que toméis agua en la vasta extensión del mar? Sin embargo, afirmas no ser decoroso que la mujer se entregue así al varón y respóndeme, ¿qué pierdes sino el agua que puedes tomar en cualquiera fuente? No pretendo que os prostituyáis, sino libraros de vanos temores; vuestras dádivas no os han de empobrecer. Que el leve soplo de la brisa me ayude, a salir del puerto; después en alta mar volaré al impulso de vientos más impetuosos.

    Comenzaré por los artificios del adorno. A un excelente cultivo son deudoras las viñas de su fecundidad, y las espigas del grano que en abundancia producen. La hermosura es un don del cielo, mas cuán pocas se enorgullecen,

de poseerlo; la mayor parte de vosotras está privada de tan rica dote, pero los afeites hermosean el semblante que desmerece mucho si se trata con descuido, aunque se asemeje en lo seductor al de la diosa de Idalia. Si las mujeres de la antigüedad no gastaban, su tiempo en el aderezo personal, tampoco los esposos con quienes trataban se distinguían por el asco. Andrómaca vestía una túnica suelta. ¿De qué maravillarse?; era la esposa de un duro soldado.

¿Había de presentarse cargada de adornos la cónyuge de Ayax, a este héroe que cubría su cuerpo con un escudo de siete pieles de toro? Antes imperaba una rústica sencillez, mas hoy Roma brilla con las espléndidas riquezas del orbe que ha sometido.

    Considera, lo que fué antiguamente el actual Capitolio, y creerás que es otro el Júpiter que veneramos. Esa curia donde se reunen los dignísimos senadores, en el reinado de Tacio era una humilde cabaña. Donde ahora deslumbra el suntuoso templo consagrado a Febo y nuestros insignes caudillos, existía un prado en que se apacentaban los bueyes. Que otros prefieran lo antiguo, yo me felicito de haber nacido en época que conforma con mis gustos; no porque hoy se explota el oro oculto en el seno de la tierra, y las playas remotas nos envían la concha de la púrpura; no porque decrece la altura de los montes a fuerza de extraer sus mármoles, ni porque se rechazan de la costa las cerúleas olas con los muelles prolongados, sino porque domina el adorno y no ha llegado hasta nosotros la rusticidad primitiva que heredamos de nuestros abuelos. Mas vosotras no abruméis las orejas con esas perlas de alto precio que el indio tostado recoge en las verdes aguas; no os mováis con dificultad por el peso de los recamados de oro que luzcan vuestros vestidos; el fausto con que pretendéis subyugarnos, tal vez nos ahuyenta, y nos cautiva el aseo pulcro y el cabello primorosamente peinado, cuya mayor o menor gracia depende de las manos que se ejercitan en tal faena.

Hay mil modos de disponerlo; elija cada cual el que le siente mejor, y consulte con el espejo. Un rostro ovalado reclama que caiga dividido sobre la frente: así lo usaba Laodamia; las caras redondas prefieren recogerlo en nudo sobre la cabeza y lucir al descubierto las orejas: los cabellos de la una caigan tendidos por la espalda, como los del canoro Febo en el momento de pulsar la lira; la otra líguelos en trenzas, como Diana cuando persigue en el bosque las fieras espantadas. A ésta cae lindamente un peinado hueco y vagoroso; la otra gusta más llevándolo aplastado sobre las sienes; la una se complace en sujetarlo con la peineta de concha; la otra lo agita como las olas ondulantes; pero ni contarás nunca las bellotas de la espesa encina, ni las abejas del Hibla, ni las fieras que rugen en los Alpes, ni yo me siento capaz de explicar tantas modas diversas, número que aumenta con otras cada día que pasa. A muchas da singular gracia el descuido indolente; crees que se peinó ayer tarde, y sale ahora mismo del tocador.

    Que el arte finja la casualidad; así vió Alcides a Jole en la ciudad que tomaba por asalto, y dijo al instante: «La amo»; y tal aparecía Ariadna abandonada en las playas de Naxos, cuando Baco la arrebató en su carro entre los gritos de los Sátiros que clamaban: «Evoe.» ¡Qué indulgencia tiene la naturaleza con vuestros hechizos, y cuántos medios os brinda para ocultar los defectos! Nosotros los disimulamos bastante mal, y con la edad huyen nuestros cabellos, como las hojas del árbol sacudidas por el Bóreas. La mujer, cuando encanecen los suyos, los tiñe con las hierbas de Germania, y adquieren un color más hermoso que el natural; la mujer se nos presenta con abundantísimos cabellos
gracias a su dinero, y de ajenos convertidos en propios, sin avergonzarse de comprarlos en público, a la faz del mismo Hércules y el coro de las Musas.
 

   ¿Qué diré de los vestidos? No quiero ocuparme de los bordados ni de la lana dos veces teñida en la púrpura de Tiro. Pudiendo usar tantos colores de precio menos elevado, ¿qué furor os induce a gastar en el traje todas vuestras rentas? Ved el color azulado de la atmósfera transparente y limpia de las nubes lluviosas que impele el viento de Mediodía, o el otro semejante al del carnero que salvó a Frixo y Helle de las astucias de Ino: este verde recibe el nombre de verdemar porque imita sus ondas, y creo que así son los vestidos con que se atavían las Ninfas; aquél se asemeja al azafrán, color de la túnica de la Aurora, que esparciendo rocío apareja en su carro los brillantes corceles: aquí veis el del mirto de Pafos y de las purpúreas amatistas, el de la rosa encarnada y del plumaje de la grulla de Tracia. Por otra parte tampoco falta, Amarilis, el color de tus castañas, de las almendras, y de la estofa a que la cera ha dado su nombre.
    Cuantas flores produce de nuevo la tierra a la llegada de la primavera, en que brotan las yemas de la vid sin temor del invierno perezoso, tantas y más varias tinturas admite la lana; elige con acierto, pues el mismo color no conviene a todas personas por igual.
    El negro dice bien a las blancas como la nieve, a Briseida sentaba admirablemente, y cuando fué arrebatada vestía de negro. El blanco va mejor a las morenas; Andrómeda lo prefería, y vestida de este color descendió a la isla de Serifo. Casi me disponía a advertiros que neutralizaseis el olor a chotuno que despiden los sobacos, y pusierais gran
solicitud en limpiaros el vello de las piernas; mas no dirijo mis advertencias a las rudas montañesas del Cáucaso, ni a las que beben las aguas del Caico de Misia. ¿A qué recomendaros que no dejéis ennegrecer el esmalte de los dientes y que por la mañana os lavéis la boca con una agua fresca? Sabéis que el albayalde presta blancura a la piel y que el carmín empleado con arte suple en la tez el color de la sangre.
    Con el arte completáis las cejas no bien definidas y con los cosméticos veláis las señales que imprime la edad. No teméis aumentar el brillo de los ojos con una ceniza fina o con el azafrán que crece en tus riberas, ¡oh transparente Cidno! Yo he compuesto un libro sobre el modo de reparar los estragos de la belleza, de pocas páginas, pero donde hallaréis mucha doctrina. Buscad allí los cosméticos de que tenéis necesidad las feas; en mi arte aprenderéis mil útiles consejos, si evitáis que el amante vea expuestos sobre la mesa vuestros frascos: el arte sólo mejora el rostro cuando se disimula. ¿A quién no causan disgusto los mejunjes con que os embadurnáis la cara, que por su propio peso resbalan hasta vuestro seno?; ¿a quién no apesta la grasa que nos envían de Atenas extraída de los vellones sucios de la oveja? Repruebo que en presencia de testigos uséis la medula del ciervo u os restreguéis los dientes: estas operaciones aumentan la belleza, pero son desagradables a la vista. Muchas cosas repulsivas al hacerlas, agradan una vez hechas.
    Las magníficas estatuas cinceladas por el laborioso Mirón, antes de labrarse fueron bloques informes de pesado mármol. Para formar un anillo, primero se bate el oro, y de la sórdida lana se tejen las vestiduras que os cubren; la que era una tosca piedra, hoy se ha convertido en noble escultura, y es Venus que sale desnuda de las olas destilando el líquido humor de su cabellera. Imaginemos que te hallas durmiendo mientras arreglas tu tocado, y no aparezcas a nuestros ojos hasta después de darte la última mano. ¿Por qué he de reconocer el afeite que blanquea tu tez? Cierra la puerta de tu dormitorio y no dejes ver tu compostura todavía imperfecta. Conviene a los hombres ignorar muchas cosas: la mayor parte les causaría repulsión si no se substrajeran a su vista. ¿Ves los áureos adornos que resplandecen en la escena de los teatros?; pues son hojas delgadas de metal que recubren la madera, y no se permite a los espectadores acercarse a ellos sin estar acabados.
    Así, no preparéis vuestros encantos ficticios en presencia de los varones; mas no os prohibo ofrecer a la peinadora los hermosos cabellos, porque así los veo flotar sobre vuestras espaldas; os aconsejo, sí, que no eternicéis esta operación, ni retoquéis cien veces los lindos bucles, y que la peinadora no tema vuestro furor. Odio a la que le clava las uñas en la cara y le pincha con la aguja en el brazo, obligándola a maldecir la cabeza de su señora que tiene entre las manos, y a manchar con lágrimas y sangre sus cabellos aborrecidos. La que esté medio calva, ponga un guardia a la puerta o vaya a componerse al templo de la diosa Bona.
    Un día se anunció mi súbita llegada a cierta joven, y en su turbación se puso al revés la cabellera postiza. Que tan vergonzoso accidente no ocurra más que a mis enemigos, y caiga sólo tal deshonor sobre las hijas de los parthos. Es repulsivo un animal mutilado, un campo sin verdor, un árbol desprovisto de hojas y una cabeza falta de cabellos. No vienen a oír mis lecciones Semele o Leda o Europa, la que atravesó el mar, sobre las espaldas de un falso toro, ni Helena, a quien tú, Menelao, reclamas con tanta razón, y a quien tú, raptor troyano, haces bien en retener. La turbamulta que oye mis palabras se compone de feas y hermosas; estas últimas abundan menos que aquéllas, y se
curan poco de los preceptos y recursos del arte; gozan el privilegio de la beldad, que por sí sólo ejerce un dominio avasallador. Cuando el mar duerme tranquilo, el piloto descansa con seguridad; pero si las olas se encrespan, no deja un momento el timón. Cierto que son pocas las caras sin defectos; atiende a disimularlos, y a serte posible, también las macas del cuerpo. Si eres de corta estatura, siéntate, no crean que estás sentada hallándote de pie; si diminuta, extiende tus miembros a lo largo del lecho, y para que no puedan medirte viéndote tendida, oculta los pies con un traje cualquiera. La que sea en extremo delgada, vístase con estofas burdas y un amplio manto descienda por sus espaldas; la pálida tiña su piel con el rojo de la púrpura, y remédiese la morena con la substancia extraída al pez de Faros. El pie deforme ocúltese bajo un calzado blanco, y una pierna desmedrada manténgase firme, sujeta por
varios lazos. Disimula las espaldas desiguales con pequeños cojines, y adorna con una banda el pecho demasiado saliente. Acompaña con pocos gestos la conversación, si tienes gruesos los dedos y toscas las uñas, y a la que le huele la boca le recomiendo que no hable nunca en ayunas, y siempre a regular distancia del que la oye. Si tienes los dientes negros, desmesurados o mal dispuestos, la risa te favorecerá muy poco ¿Quién lo creerá? Las jóvenes aprenden el arte de reír, que presta gran auxilio a la beldad; entreabre ligeramente la boca, de modo que dos lindos hoyuelos se marquen en tus mejillas, y el labio inferior oculte la extremidad de los dientes superiores. Evita las risas continuas y estruendosas, y que suenen en nuestros oídos las tuyas con un no sé qué de dulce y femenino que los halague. Ciertas mujeres, al reír tuercen con muecas horribles la boca; otras dan suelta a la alegría con tales risotadas, que diríase que lloran o lastiman los oídos con estrépito tan ronco y desagradable como el rebuzno de la borrica que da vueltas a la piedra de moler. ¿En dónde no imperan las reglas del arte? Aprenden a llorar con gracia, a llorar cuando quieren y del modo que les conviene.

    ¿Qué diré de las que se comen letras indispensables a la inteligencia de las palabras y obligan a su lengua a pronunciarlas tartamudeando? El vicio de estropear las voces lo toman a gracia, y se ingenian en hablar menos bien de lo que podrían. Estudiad estas pequeñeces, que os aprovechará conocerlas. Aprended a andar como os favorezca más; en el movimiento de los pies hay tesoros de gracias inestimables que atraen o alejan a los pretendientes. Ésta mueve con intención las caderas, dejando flotar la túnica a capricho del viento y avanza el pie en actitud majestuosa; aquélla, como la cónyuge rubicunda del habitante de Umbría, en su marcha abre las piernas y da pasos  desmesurados. En esto como en otras mil cosas, guárdese un término medio. Os chocará la ordinariez en los pasos de la una, y en los de la otra el excesivo abandono. Realizarás grandes conquistas si dejas al descubierto la extremidad de la espalda y la parte superior del brazo izquierdo, descuido que favorece mucho a las blancas como la nieve; yo, ante tales hechizos, quisiera en mi arrebato cubrir de besos lo que devoran mis ojos.
    Las Sirenas eran unos monstruos marinos que detenían el curso de las naves con su voz encantadora; apenas Ulises oyó sus acentos, estuvo a punto de romper los lazos que le sujetaban, mientras sus compañeros,
con la cera puesta en los oídos, desconocían el peligro. El canto es cosa muy seductora: muchachas, aprended a cantar; no pocas, con la dulzura de la voz consiguieron que se olvidase su fealdad, y repetid ora las canciones que oísteis en los suntuosos teatros, ora los temas ligeros compuestos en el ritmo de Egipto. La mujer aleccionada por mis avisos sepa manejar el plectro con la derecha, y con la izquierda sostener la cítara. Orfeo, el de Tracia, movió las rocas y las fieras, el lago del Tártaro y el Cancerbero de tres cabezas; y tú, Anfión, justísimo vengador de la afrenta de tu madre, ¿no viste, a los acentos divinos de tu voz, obedecer las piedras que alzaron los muros de Tebas? Es harto conocida la fábula de Arión: un pez, aunque mudo, se sintió conmovido por su canto. Aprende así a tocar con las dos manos las cuerdas del salterio, cuya música despierta las efusiones amorosas. Séante conocidas las poesías de Calímaco, las del cantor de Cos, las del viejo de Teos, tan amante del vino, y no olvides las de Safo, poetisa en extremo voluptuosa, ni las comedias del que nos representa un padre burlado por las astucias del siervo Geta, y puedes leer además los versos del apasionado Propercio, sin excluir los mejores trozos de Galo, del dulce Tibulo o el poema que compuso Varrón sobre el Vellocino de Oro, ¡oh Frixo!, tan funesto a tu hermana y al cantor del fugitivo
Eneas, que echó los cimientos de la soberbia Roma, obra maestra con la cual ninguna se atreve a competir. Y acaso mi nombre se mezcle con los de tan egregios Poetas, librando mis escritos de las aguas del Leteo, y tal vez alguno dirá: «Lee los elegantes versos del maestro que ha instruído por igual a los dos sexos, y de los tres libros que intituló Los Amores, escoge el que hayas de recitar con voz suave y conmovedora, o declama en tono elevado una de sus Heroidas, género desconocido del cual se tiene por inventor.» Así accedan a mis votos Febo; Baco, el de los cuernos en la frente, y las nueve hermanas, diosas propicias a los poetas.
    ¿Quién dudará que exijo de una hermosa que sepa la danza, y que mueva, dejando la copa del festín, los torneados brazos al compás de la música? Se aplaude con estrépito a las que saben cimbrear las caderas en los espectáculos teatrales: tanta seducción encierra su movilidad sugestiva. Casi me sonroja detenerme en estas minuciosidades, mas
quiero que las jóvenes sean hábiles en echar los dados y calcular la fuerza con que los arrojan en la mesa, y ya sepan sacar el número tres, ya adivinar con viva penetración el lado que se ha de evitar y el que se les demanda; que discurran, si juegan al ajedrez, y comprendan que un peón no puede resistir a dos enemigos; que el rey, cuando pelea sin ayuda de la reina, se expone a caer prisionero, y que el contrario a menudo tiene que volver sobre sus pasos. Si diviertes las horas jugando a la pelota con ancha raqueta, no toques más que la que debes lanzar.
    Hay otro juego que divide una superficie en tantos cuadritos como meses tiene el año; sobre la pequeña mesa se ponen tres piedras en cada uno de sus lados, y vence quien los coloca en la misma línea.
    Aprende estos juegos tan divertidos; es de mal tono que una joven los desconozca, y muchas veces jugando suele brotar el amor. No requiere gran talento el aprenderlos a la perfección; más difícil es al jugador aparecer dueño de sí mismo. A veces por falta de prudencia la pasión nos arrebata, y un accidente cualquiera deja ver nuestro carácter al
desnudo; estalla la cólera, siempre aborrecible, el afán de lucro suscita cuestiones y produce quejas amargas, se apostrofan los contendientes unos a otros, el aire resuena con los clamores, y cada cual invoca en su favor a los dioses irritados, piérdese la confianza entre los que juegan, y piden que se cambien los tableros; hasta muchas veces noté que las lágrimas humedecían sus mejillas. Que Júpiter preserve de tales torpezas a la que solicita parecer agradable.
Estos son los juegos que os permite la debilidad de vuestro sexo; los hombres se ejercitan en otros más esforzados, como el de la pelota, el dardo, el aro de hierro, las armas y el manejo de la rienda que obliga a caracolear al caballo. No tenéis cabida en el campo de Marte, ni acudís a nadar en las aguas heladas de la fuente Virginal o las plácidas
ondas del Tíber; en cambio se os consiente, y os resultará de provecho, pasear a la sombra del pórtico de Pompeyo, así que los ardientes corceles del Sol llegan al signo de la Virgen, visitar el suntuoso palacio consagrado a Febo, que ganó sus laureles sumergiendo en el abismo las naves egipcíacas, y los monumentos que alzaron la esposa y la hermana de Augusto con su yerno ceñido por la corona naval. Visitad también las aras donde se quema el incienso en honor de la vaca de Menfis y los tres teatros ocupando los sitios más visibles. Acudid a la arena del circo, húmeda todavía con la tibia sangre, y fijaos en la ardiente rueda que pasa al ras de la meta. Lo oculto permanece ignorado, y nadie desea lo que no ve. ¿Qué partido sacarás de tu hermosura si ninguno la contempla? Aunque superes en el canto a Tamiris y Amebea, no conseguirá el aplauso tu lira desconocida. Si Apeles, el de Cos, no hubiese pintado a Venus, aun yacería ésta sepultada en el fondo de las aguas.
     Los poetas sagrados, ¿qué piden a los dioses sino la fama? Este es el galardón que esperan de sus trabajos. En otros días los vates eran amados de héroes y reyes, y los antiguos coros alcanzaban magníficos premios: el título de poeta infundía veneración como el de la majestad, y con el honor se le prodigaban cuantiosas riquezas. Ennio, nacido en los montes de Calabria, mereció juntar sus cenizas a las del gran Scipión; mas al presente las coronas de hiedra yacen sin honor y los frutos de las vigilias laboriosas de las Musas se desprecian como productos de la holgazanería. A pesar de ello, aspiramos con tesón a la fama. ¿Quién conocería a Homero si no sacase a luz La Ilíada, su poema
inmortal? ¿Quién tendría noticias de Dánae si, siempre encerrada, hubiera llegado a la vejez encerrada en la torre?
Jóvenes hermosas, os será útil de vez en cuando mezclaros con la turba y dirigir los inciertos pasos lejos de vuestras moradas. El lobo asedia muchas ovejas para sorprender a una, y el ave de Júpiter persigue a muchos pájaros; así la mujer hermosa ofrézcase a las miradas del pueblo; entre tantos no dejará de encontrar uno a quien sorprenda.
Véasela en todas partes deseosa de agradar y ponga los cinco sentidos en aquello que contribuya al realce de sus prendas. Por doquiera reina el azar; ten siempre dispuesto el anzuelo, y el pez acudirá a morderlo donde menos te figures. Mil veces los perros olfatean en vano los escondrijos de la selva, y el ciervo viene a caer en las redes sin que ninguno lo acose. ¿Quién menos que Andrómeda, sujeta a una roca, podía esperar que sus lágrimas moviesen la compasión de nadie? Tampoco es raro en el funeral de un esposo encontrar el sucesor, y entonces nada
sienta a la mujer como el caminar con el cabello en desorden y dar libre rienda al llanto; pero huya más que a la peste de esos mozos que se pagan de su gallardía y elegancia, y temen descomponer el artificio de sus cabezas. Lo que te dicen ya lo han dicho a otras mil, y sin norte fijo corren vagabundos de acá para allá. ¿Qué hará la mujer con un mozalbete más afeminado que ella, y que acaso sostenga tratos con mayor número de amantes? Apenas me creeréis, y debéis creerme.
    Troya permanecería en pie si hubiese aprovechado, los consejos de su rey Príamo. Algunos se insinúan con los agasajos de un falso rendimiento, y por tales medios aspiran a ganancias deshonrosas. No os seduzca su cabellera perfumada de líquido nardo, ni el estrecho ceñidor que sujeta los pliegues de su túnica ni la toga de hilo fino, ni la multitud de anillos que casi les cubren los dedos. Acaso el más elegante de éstos sea un ratero que se encienda en el deseo de apoderarse de vuestros ricos vestidos. «Vuélveme lo mío», gritan a todas horas las muchachas despojadas, y el foro resuena en repetidas exclamaciones: «Vuélveme lo mío.» Desde sus templos rutilantes de oro, Venus y las diosas de la vía Appia oyen sin inmutarse tales querellas. Entre estos sujetos hay algunos de fama tan vil, que la mujer engañada por ellos merece entrar a la parte de su oprobio. Aprended en las quejas de otras a temer vuestro
daño, y no abráis nunca la puerta a un falaz seductor. Hijas de Cecrops, no fiéis en los juramentos de Teseo; lo que hizo antes, lo hará mañana poniendo a los dioses por testigos de su perjurio. Y tú, Demofón, que heredaste la perfidia de Teseo, ¿qué confianza mereces después de haber engañado a Filis? Si os dan buenas promesas, pagad en la misma
moneda; si las cumplen, no rehuséis vuestros favores. Sería capaz de extinguir el fuego siempre encendido de Vesta, arrebatar los objetos del culto en el templo de la hija de Inaco y brindar a su esposo el acónito mezclado en la infusión de cicuta, la que después de aceptar regalos del amante le niega la satisfacción de Venus.

   Mas he ido harto lejos; Musa, refrena los corceles y evita que en su impetuosidad se desboquen. Si tu amante sondea el vado con las frases que escribió en las tablillas de abeto, encarga a una cauta sirviente recoger sus misivas; reflexiona al leerlas, y colige de su propia confesión si es fingida o nace de un alma realmente enamorada. Contéstale tras breve demora: el retraso, como no se prolongue mucho, aguijonea al amor. Ni te muestres demasiado asequible al que te solicita, ni te niegues a sus pretensiones con excesiva dureza; condúcete de modo que tema y espere a la vez, y a cada repulsa crezcan las esperanzas y el temor disminuya. Redacta las contestaciones en estilo sencillo y natural: el lenguaje corriente es el que mejor impresiona. ¡Cuántas veces una carta bien escrita produjo el incendio de un corazón vacilante, y, al contrario, un lenguaje bárbaro echó por tierra el influjo de la beldad! Mas puesto que renuncian vuestras frentes al honor de las sagradas cintas, y a toda costa os proponéis engañar a vuestros maridos, entregad las tablillas a la criada o al siervo más redomado, y no confiéis tan caras prendas a un amante novicio. Yo he visto mujeres, pálidas de terror por tal imprudencia, pasar la mísera vida en continua esclavitud. Es pérfido de veras el que se reserva pruebas semejantes, pero tiene en su poder armas tan terribles como los rayos del Etna. En mi sentir, debe rechazarse el fraude con el fraude, y las leyes nos permiten ofender a los que nos acometen armados.    Procurad que vuestra mano se ejercite en trazar diferentes formas de letra. ¡Ah!, perezcan los traidores que me obligan a tales consejos. No es prudente responder en las tablillas sino después de borrar los signos anteriores, por que la escritura no denuncie dos manos distintas. Las misivas al amante han de parecer dirigidas a una amiga, y en sus frases, el pronombre el debe substituirse por ella.

     Ya es hora de renunciar a pequeñeces; tratemos asuntos de mayor importancia, desplegando al viento todas las velas. El refrenar las violencias del carácter favorece los atractivos físicos; ingenua paz conviene a los hombres, la cólera brutal a las fieras. La cólera deforma los rasgos del semblante, hincha las venas de sangre y enciende los ojos
con las siniestras miradas de las Górgonas. «¡Lejos de mí, flauta; no te estimo en tanto!», dijo Palas, viendo en los cristales del río sus mejillas desfiguradas. Vosotras, si en los arrebatos de la furia os miráis al espejo, apenas habrá quien reconozca su propia cara. Tampoco la hagáis antipática con humos de soberbia; el amor se alimenta de dulcísimas miradas. Creed en mi experiencia: el desdén orgulloso es aborrecible, y un aspecto altanero lleva consigo los gérmenes del odio. Mirad al que os contempla, sonreíd afectuosas al que se sonríe, y a sus gestos responded
con señales de inteligencia; así, tras los preludios, el niño vendado renuncia a los dardos inocentes, y prueba las flechas más agudas de su aljaba.
    También aborrecemos a las melancólicas. Ame Ayax enhorabuena a Tecmesa; nosotros, turba regocijada, nos dejamos vencer por mujeres de genio alegre. Nunca hubiera yo rogado a Andrómaca ni a Tecmesa que una y otra me dispensasen su íntima amistad, y hasta me resistiría a creer, si los hijos no atestiguasen lo contrario, que se ofrecieron en el tálamo sus respectivos esposos. La compañera sombría de Ayax ¿pudo decirla nunca «luz de mi vida», ni esas frases que tanto nos seducen? ¿Quién me prohibirá aplicar el ejemplo de las grandes a las cosas menores, y compararlas a las disposiciones de un hábil caudillo?
    El jefe experto entrega a un oficial el mando de cien infantes, a otro un escuadrón de caballos, al tercero la defensa de las águilas; vosotras del mismo modo examinad para qué sirve cada uno de nosotros, y dadnos el empleo que nos corresponda. Pedid al rico valiosos presentes y no rechacéis al jurisconsulto que con su elocuencia defiende vuestra causa. Los que componemos versos, solamente versos podemos enviar; pero sabemos amar como ninguno y cubrimos de gloria el nombre de la que supo conquistarnos. Grande es la fama de Némesis y no menor la de Cintia; a Licoris se la conoce desde el Occidente a las regiones de la Aurora, y son muchos los que desean saber quién se oculta bajo el seudónimo de Corina. Además, la perfidia es aborrecida por los hijos de Apolo, y el arte que cultivan dulcifica sus costumbres.
    No nos dejamos sobornar por la ambición o la sórdida codicia, y amantes del reposo y la sombra, despreciamos los pleitos del foro. Se nos vence con facilidad, nos encendemos en el fuego más vivo y sabemos amar con sobra de buena fe: la dulzura del arte suaviza el temperamento rudo, y nuestros hábitos conforman con la inclinación al
estudio. Muchachas, sed complacientes con los vates de Aonia: el numen les inspira, las Musas les conceden su favor, un dios vive en ellos, traban relaciones con el cielo, y de la bóveda celeste desciende sobre sus cabezas el genio creador. Es un crimen exigir el pago del placer a los doctos vates; pero, ¡ay de mí!, un crimen que ninguna teme
perpetrar.
    Valeos del disimulo, encubrid por algún tiempo vuestra codicia; si no, el amante novel escapará pronto a la vista de las redes: el hábil jinete no gobierna lo mismo al potro que las riendas acaban de someter, que al acostumbrado a tascar el freno. No te has de conducir de igual modo para dominar a un mancebo en la flor de la juventud, que a un
hombre cuya razón han madurado los años. Aquél, campeón bisoño que ejercita sus primeras armas en la milicia del amor, y presa recientemente caída en los lazos de tu tálamo, no debe conocer otra que tú, ni separarse un momento de ti; es una débil planta que se ha de resguardar con alta cerca; teme a las rivales, vencerás mientras seas la única: el imperio de Venus y el de los reyes no consiente división: éste, como soldado viejo, amará sin despeñarse, usará de cautela y conllevará prudente lo que un novicio no sabe soportar. No romperá ni intentará incendiar la puerta, ni te clavará las uñas en las tiernas mejillas, ni desgarrará su túnica ni la tuya, ni serán motivo de llanto los cabellos que te arranque: tales excesos son propios de un jovenzuelo, en el arrebato de la pasión y la edad. El hombre ya hecho aguanta resignado los golpes crueles, se enciende en fuego más lento, como la leña húmeda todavía, o el ramaje recién cortado en la selva del monte; su amor es más seguro; el del otro, más vivo y pasajero, coge con presteza el fruto que se te escapa de la mano.
    Que todo se rinda de golpe, que las puertas se abran al enemigo y se crea seguro en medio de la traición; lo que se alcanza de modo tan fácil no alienta la perseverancia, y de vez en cuando precisa mezclar la repulsa a la condescendencia; que no traspase los umbrales, que llame cruel a la puerta, y ya ruegue sumiso, ya amenace colérico. Nos disgusta lo dulce y renovamos el apetito con jugos amargos. Más de una vez perdió a la barca el tiempo favorable; por esta razón no aman los maridos a sus mujeres, porque disponen de ellas como les place. Cierra la puerta, y que el encargado de vigilarla me diga en tono adusto: «No se puede pasar»; la prohibición exaltará mis deseos. Arrojad, ya es tiempo, las armas embotadas, y substituidlas por otras más agudas; aunque temo se vuelvan contra mí los dardos de que os he provisto.
    Cuando caiga en el lazo el amante novel, será de gran efecto que al principio se imagine único poseedor de tu tálamo, mas luego mortifícale con un rival que le robe parte de su conquista: la pasión languidece si le faltan estos estímulos. El potro generoso vuela por la arena del circo, viendo los otros que se le adelantan o le siguen detrás. Cualquier dosis de celos resucita el fuego extinguido; yo mismo, lo confieso, no sé amar si no me ofenden; pero cuida no se patentice demasiado la causa de su dolor; importa que sospeche más de lo que realmente sepa; exacérbalo con la enfadosa vigilancia de un supuesto guardián o la molesta presencia de un esposo severo; la voluptuosidad que se goza sin riesgo tiene pocos incentivos; finge temor aun siendo más libre que Tais, y aunque puedas abrirle de par en par las puertas, dile que salte por la ventana; lea en tu semblante indicios de terror, y que una astuta sierva entre apresurada y grite. «Somos perdidos», y oculte en cualquier escondite al joven lleno de espanto. En compensación, permítele que te acompañe algunas noches libre de miedos, no vaya a creer que no valen los sustos que le cuestan:
Quisiera pasar en silencio las estratagemas que burlan a un marido astuto o un guardián incorruptible. Casadas, temed a vuestros esposos, que tienen el derecho de espiar vuestros pasos: es lo justo, y así lo demandan las leyes, la equidad y el pudor; mas ¿quién tolera ver sometida a esta vigilancia la liberta que ha poco redimió la varilla del
pretor? Ven a mi escuela, y aprenderás el arte de los engaños. Aunque te vigilen tantos como ojos tenía Argos, si te empeñas con decisión te reirás de todos. ¿Podrá ningún guardián impedirte que escribas tus billetes en las horas que dedicas al baño, y que la confidenta los lleve ocultos en el seno cubierto por un chal, o que los substraigas a la vista
metidos en el calzado o bajo la planta del pie? Y demos que se descubran tus ardides; la misma confidenta te prestará sus espaldas a guisa de tablillas, y en la piel de su cuerpo volverá las respuestas. Los signos que se trazan con leche recién ordeñada burlan la perspicacia de un lince, y se leen claramente echándoles un polvillo de carbón. El mismo
efecto obtendrás con la punta de la caña del húmedo lino, y en las tablillas, al parecer intactas, quedarán grabados caracteres invisibles.
    Grande empeño demostró Acrisio en guardar a su hija Dánae; ésta, sin embargo, con su falta le hizo pronto abuelo. ¿Qué conseguirá impedir un guardián cuando hay en Roma tantos teatros, cuando la mujer puede asistir, si lo desea, a las carreras del circo, o acude a las fiestas celebradas en honra de Isis, donde no se permite la entrada a los vigilantes de sus pasos, porque la diosa Bona excluye de su recinto a los varones, fuera de aquellos que le place admitir; cuando los siervos quedan a la guarda de los vestidos de la señora, a la puerta del baño, y dentro se oculta el amante libre y seguro? Siempre que ella quiera, encontrará una amiga que se finja enferma y le ceda por complacerla
su lecho. El nombre de adúltera que damos a una llave falsa indica bien claro su uso, y la puerta no es el único medio de penetrar en la casa que se solicita. Se adormece la vigilancia del más taimado haciéndole beber en demasía, aunque sea el jugo de la vid cosechada en tierra española; también hay brebajes que lo sumen en profundo sopor y obscurecen sus ojos con la negra noche del Leteo. La confidenta, de acuerdo contigo, puede detener al odioso Cerbero con sus caricias, y ella a la vez regodearse largas horas. ¿Mas a qué andar con rodeos y consejos de tan
poco fuste, si con cualquier regalo se consigue comprar su aquiescencia?
    Los regalos, no lo dudes, sobornan a los hombres y los dioses, y el mismo Júpiter se aplaca con las ofrendas. ¿Qué liará el sabio cuando el idiota se regocija con las dádivas? El mismo marido cerrará la boca desde el momento que las reciba; pero basta que compres el silencio una vez al año, pues el guardián se dispone a alargar a todas horas la
mano que alargó la primera vez.
     Me quejaba, bien lo recuerdo, de que no se pudiese fiar nadie de los amigos, y este reproche no alcanza exclusivamente a los hombres.
     Si eres crédula con exceso, gozarán otras las dichas que se te deben, y la liebre que levantaste irá a caer en las redes ajenas. Esa amiga que solícita te proporciona las citas y le cede su lecho, en más de una ocasión hizo suyo a tu amante. No te sirvas tampoco de criada muy hermosa, porque algunas veces ésta ocupó conmigo el lugar de su señora. ¿Adónde me despeña la insensatez? ¿Por qué descubro el pecho a los dardos del enemigo y me hago traición a mí mismo? No enseña el ave al cazador el modo de sorprenderla, ni la cierva a la traílla de perros cómo la han de perseguir; mas si resultan útiles, continuaré explicando mis lecciones con fidelidad, aunque en mi daño suministre las armas a las mujeres de Lemnos. Arreglaos de manera, la cosa es fácil, que nos juzguemos amados por vosotras: se cree con facilidad lo que se desea ardorosamente. Trastornad al doncel con vuestras miradas, arrojad hondos suspiros, y reprobadle el haber venido tan tarde; acudid a las lágrimas por los fingidos celos de una rival, y señaladle la cara con vuestras uñas; él, compadeciendo tanto dolor, exclamará persuadido: «Esta mujer está loca por mí.» Sobre todo, si tiene lindas facciones y se lo advierte el espejo, se sentirá capaz de infundir amor a las mismas diosas.
     Seas quien seas, que la ofuscación no te lleve muy lejos, ni llegues a perder el seso oyendo el nombre de una rival. No creas con ligereza: Procris te ofrece un lastimoso ejemplo de lo perjudicial que resulta el creer sin reflexión. Cerca de los collados que matizan de púrpura las flores del Himeto brota una fuente sagrada cuyas márgenes están cubiertas de césped; los árboles y arbustos, sin formar bosque, defienden del sol, y esparcen sus perfumes el laurel, el romero y el obscuro mirto; crecen allí los bojes recios, las frágiles retamas, el humilde cantueso y el pino arrogante, y las flexibles ramas con las altas hierbas se balancean al blando impulso del Céfiro y las auras saludables.
    Allí descansaba el joven Céfalo, lejos de los criados y sabuesos, y  extendiendo en el suelo los miembros fatigados, solía decir: «Aura voladora, ven, alivia mi calor y refresca mi ardiente seno.» Un malintencionado que oyó sus inocentes palabras, corre y advierte a la suspicaz esposa, la cual, tomando el nombre de Aura por el de una concubina, se desploma abrumada al peso de tan súbito dolor. Palidece como después de la vendimia las hojas tardías de la vid que el próximo invierno destruye, o como los maduros membrillos que doblan las ramas que los sustentan, o los frutos del cornejo aun no sazonados para que se puedan comer. Así que vuelve del desmayo, rompe la túnica que viste su cuerpo, y se ensangrienta la cara con las uñas. Precipitada, furibunda, con los cabellos sueltos, corre a través del campo, cual una Bacante que agita el tirso en su delirio, y no bien llega al lugar indicado, deja a
las compañeras en el valle y penetra decidida en la selva evitando que se sienta el rumor de sus pasos. ¿Cuáles eran, Procris, tus designios cuando así te ocultabas? Insensata, ¿qué volcán estallaba en tu pecho alborotado? Sin duda temías que iba a llegar esa Aura que te mortificaba y ver con tus propios ojos la traición de que eras víctima. Ya quisieras no haber emprendido tal viaje, ni sorprender a los culpables; ya te confirmas en tu resolución, y los celos te anegan en cruel incertidumbre.
    El lugar, el nombre y el delator incitan tu crueldad, por esa inclinación de los amantes a creer siempre lo que temen, y así que nota en la hierba las señales del cuerpo que la había hollado, siente acelerarse los trémulos latidos de su corazón.
    Ya el sol en la mitad de su carrera acortaba las tenues sombras, y partía por igual la distancia del Oriente al Ocaso, cuando he aquí que Céfalo, el hijo de Cileno, vuelve a descansar en la selva y apaga la sed que le devora en la fuente vecina. Procris, escondida y llena de ansiedad, le ve tenderse en la hierba y oye que llama de nuevo al Aura y los blandos Céfiros: entonces se da cuenta la mísera del error a que la indujo aquel nombre, vuelve a mejor acuerdo y su faz recobra los perdidos colores. Álzase ligera, con el movimiento del cuerpo agita el follaje y corre a precipitarse en los brazos del esposo; y éste, creyendo que se le acerca una fiera, coge con presteza el arco y toma en la diestra el dardo fatal. ¡Infeliz!, ¿qué haces? No es una fiera, detente; ¡oh, qué desgracia!, tu esposa cae muerta a tus manos. «¡Ay de mí! -grita la mísera-, has atravesado el corazón de tu amante en el sitio profundo siempre herido por Céfalo. Muero prematuramente, mas sin afrenta de ningún rival, y esto hará que la tierra pese más leve sobre mi cuerpo: ya mi alma vuela en las alas del Aura que me engañó con su nombre; ven, y que tu querida mano cierre mis ojos.» Él, aterrado, recoge en los brazos el moribundo cuerpo de Procris y con su llanto riega la mortal herida, por donde exhala el alma, víctima de funesta imprudencia, y en los labios recibe su último suspiro.

     Pero volvamos a nuestro camino; tengo que explicar sin ambages, porque mi barca fatigada desea arribar al puerto. Sin duda esperáis que os conduzca a la sala del festín, y deseáis oír todavía mis lecciones.
    Acude allí tarde y no hagas ostentación de tus gracias hasta que se enciendan las antorchas: el esperar favorece a Venus y la demora es una gran seducción. Si eres fea, parecerás hermosa a los que están ebrios y la noche velará en las sombras tus defectos. Toma los manjares con la punta de los dedos, la distinción en comer tiene gran precio, y cuida que tu mano poco limpia imprima señales de suciedad en tu boca. No pruebes nada antes de ir al festín, y en la mesa modera tu apetito, y aun come algo menos de lo que te pida la gana. Si el hijo de Príamo viera a Helena convertida en una glotona, la hubiese aborrecido, diciendo: «¡Qué rapto tan estúpido el mío!» Mejor sienta a una
joven el exceso en la bebida; Baco y el hijo de Venus fraternizan amigablemente; pero no bebas más de lo que soporte tu cabeza, y no se enturbien tus razones, ni vacilen tus pies, ni veas dobles los objetos.
    Repugna la mujer entregada a la embriaguez; en tal situación merece ser la presa del primero que llega; y de sobremesa tampoco se rendirá sin peligro al sueño, que es muy propicio a los ultrajes hechos al pudor.
    Me avergüenza proseguir mis enseñanzas, mas la hermosa Dione me alienta y dice: «Eso que te sonroja es lo principal de mi culto.» Cada cual se conozca bien a sí misma y preste a su cuerpo diversas actitudes: no favorece a todas la misma postura. La que sea de lindo rostro, yazga en posición supina, y la que tenga hermosa la espalda,
ofrézcala a los ojos del amante. Milanión cargaba sobre sus hombros las piernas de Atalanta: si las tuyas son tan bellas, lúcelas del mismo modo. La mujer diminuta cabalgue sobre los hombros de su amigo.
    Andrómaca, que era de larga estatura, nunca se puso sobre los de su esposo Héctor. La que tenga el talle largo, oprima con las rodillas el tálamo y deje caer un poco la cabeza; si sus músculos incitan con la frescura juvenil y sus pechos carecen de máculas, que el amante en pie la vea ligeramente inclinada en el lecho. No te sonroje soltar, como una Bacante de Tesalia, los cabellos y dejarlos flotar sobre los hombros, y si Lucina señaló tu vientre con las arrugas, pelea como el ágil partho, volviendo las espaldas. Venus se huelga de cien maneras distintas; la más fácil y de menos trabajo es acostarse tendida a medias sobre el costado derecho.
    Nunca los trípodes de Febo ni los oráculos de Júpiter Amnón os responderán las verdades que os dicta mi Musa. Si merece alguna confianza el arte de que hice larga experiencia, creed que mis cantos nunca os engañarán. Siéntase la mujer abrasada hasta la medula de los huesos, y el goce se dividirá por igual entre los dos amantes; que no cesen
las dulces palabras, los suaves murmullos y los deseos atrevidos que estimulan el vigor en tan alegres combates. Y tú, a quien la naturaleza negó la sensación de los placeres de Venus, finge sus gratos deliquios con falsas palabras.    Desgraciada de aquella que tiene embotado el órgano en que deben gozar lo mismo la hembra que el varón, y cuando
finjas, procura que tus movimientos y el brillo de tus ojos ayuden al engaño, y lo acrediten de verdadero frenesí, y que la voz y la respiración fatigosa solivianten el apetito. ¡Oh vergüenza!, la fuente del placer oculta misteriosos arcanos. La que al dejar los brazos del amante le exige el pago de sus complacencias, ella misma priva de todo valor a
los ruegos. No consientas que la luz penetre por las ventanas abiertas: hay cosas en tu cuerpo que parecen mejor vistas entre sombras. Aquí terminan mis juegos: ya es hora de soltar los cisnes sujetos a la lanza de mi carro, y que las lindas muchachas, como antes lo hicieron los jóvenes, inscriban en sus trofeos: «Tuvimos a Nasón por maestro.»

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Metamorfosis

Libro primero

Invocación

M

e lleva lleva el ánimo a decir las mutadas formas a nuevos cuerpos: dioses, estas empresas mías –pues vosotros los mutasteis– aspirad, y, desde el primer origen del cosmos hasta mis tiempos, perpetuo desarrollad mi poema.

El origen del mundo

    Antes del mar y de las tierras y, el que lo cubre todo, el cielo, uno solo era de la naturaleza el rostro en todo el orbe, al que dijeron Caos, ruda y desordenada mole y no otra cosa sino peso inerte, y, acumuladas en él, unas discordes simientes de cosas no bien unidas.

    Ningún Titán todavía al mundo ofrecía luces, ni nuevos, en creciendo, reiteraba sus cuernos Febe, ni en su circunfuso aire estaba suspendida la tierra, por los pesos equilibrada suyos, ni sus brazos por el largo margen de las tierras había extendido Anfitrite, y por donde había tierra, allí también ponto y aire: así, era inestable la tierra, innadable la onda, de luz carente el aire: ninguno su forma mantenía, y estorbaba a los otros cada uno, porque en un cuerpo solo lo frío pugnaba con lo caliente, lo humedecido con lo seco, lo mullido con lo duro, lo sin peso con lo que tenía peso.

    Tal lid un dios y una mejor naturaleza dirimió, pues del cielo las tierras, y de las tierras escindió las ondas, y el fluente cielo segregó del aire espeso.  Estas cosas, después de que las separó y eximió de su ciega acumulación, disociadas por lugares, con una concorde paz las ligó.

    La fuerza ígnea y sin peso del convexo cielo rieló y un lugar se hizo en el supremo recinto. Próximo está el aire a ella en levedad y en lugar.

    Más densa que ellos, la tierra, los elementos grandes arrastró y presa fue de la gravedad suya; el circunfluente humor lo último poseyó y contuvo al sólido orbe.

    Así cuando dispuesta estuvo, quien quiera que fuera aquel, de los dioses, esta acumulación sajó, y sajada en miembros la rehizo.

    En el principio a la tierra, para que no desigual por ninguna parte fuera, en forma la aglomeró de gran orbe;

entonces a los estrechos difundirse, y que por arrebatadores vientos se entumecieran ordenó y que de la rodeada tierra circundaran los litorales.

    Añadió también fontanas y pantanos inmensos y lagos, y las corrientes declinantes ciñó de oblicuas riberas, las cuales, diversas por sus lugares, en parte son sorbidas por ella, al mar arriban en parte, y en tal llano recibidas de más libre agua, en vez de riberas, sus litorales baten.

    Ordenó también que se extendieran los llanos, que se sumieran los valles, que de fronda se cubrieran las espesuras, lapídeos que se elevaran los montes.

    Y, como dos por la derecha y otras tantas por su siniestra parte, el cielo cortan unas fajas –la quinta es más ardiente que aquéllas–, igualmente la carga en él incluida la distinguió con el número mismo el cuidado del dios, y otras tantas llagas en la tierra se marcan.

    De las cuales la que en medio está no es habitable por el calor. Nieve cubre, alta, a dos; otras tantas entre ambas colocó y templanza les dio, mezclada con el frío la llama. Domina sobre ellas el aire, el cual, en cuanto es, que el peso de la tierra, su peso, que el del agua, más ligero, en tanto es más pesado que el fuego. Allí también las nieblas, allí aposentarse las nubes ordenó, y los que habrían de conmover, los truenos, las humanas mentes, y con los rayos, hacedores de relámpagos, los vientos.

    A ellos también no por todas partes el artífice del mundo que tuvieran el aire les permitió. Apenas ahora se les puede impedir a ellos, cuando cada uno gobierna sus soplos por diverso trecho, que destrocen el cosmos: tan grande es la discordia de los hermanos.

     Euro a la Aurora y a los nabateos reinos se retiró, y a Persia, y a las cimas sometidas a los rayos matutinos. El Anochecer y los litorales que con el caduco sol se templan, próximos están al Céfiro; Escitia y los Siete Triones

horrendo los invadió el Bóreas. La contraria tierra con nubes asiduas y lluvia la humedece el Austro.

    De ello encima impuso, fluido y de gravedad carente, el éter, y que nada de la terrena hez tiene. Apenas así con lindes había cercado todo ciertas, cuando, las que presa mucho tiempo habían sido de una calina ciega, las estrellas empezaron a hervir por todo el cielo, y para que región no hubiera ninguna de sus vivientes huérfana, los astros poseen el celeste suelo, y con ellos las formas de los dioses; cedieron para ser habitadas a los nítidos peces las ondas, la tierra a las fieras acogió, a los voladores el agitable aire.

    Más santo que ellos un viviente, y de una mente alta más capaz, faltaba todavía, y que dominar en los demás pudiera: nacido el hombre fue, sea que a él con divina simiente lo hizo aquel artesano de las cosas, de un mundo mejor el origen, osea que reciente la tierra, y apartada poco antes del alto éter, retenía simientes de su pariente el cielo; a ella, el linaje de Jápeto, mezclada con pluviales ondas, la modeló en la efigie de los que gobiernan todo, los dioses, y aunque inclinados contemplen los demás vivientes la tierra, una boca sublime al hombre dio y el cielo ver le ordenó y a las estrellas levantar erguido su semblante.

    Así, la que poco antes había sido ruda y sin imagen, la tierra se vistió de las desconocidas figuras, transformada, de los hombres.

Las edades del hombre

 Á

urea la primera edad engendrada fue, que sin defensor ninguno, por sí misma, sin ley, la confianza y lo recto honraba.

 Castigo y miedo no habían, ni palabras menazantes en el fijado bronce se leían, ni la suplicante multitud temía la boca del juez suyo, sino que estaban sin defensor seguros.

    Todavía, cortado de sus montes para visitar el extranjero orbe, a las fluentes ondas el pino no había descendido, y ningunos los mortales, excepto sus litorales, conocían.

    Todavía vertiginosas no ceñían a las fortalezas sus fosas.

    No la tuba de derecho bronce, no de bronce curvado los cuernos, no las gáleas, no la espada existía. Sin uso de soldado sus blandos ocios seguras pasaban las gentes.

    Ella misma también, inmune, y de rastrillo intacta, y de ningunas rejas herida, por sí lo daba todo la tierra, y, contentándose con unos alimentos sin que nadie los obligara creados, las crías del madroño y las montanas fresas recogían, y cornejos, y en los duros zarzales prendidas las moras y, las que se habían desprendido del anchuroso árbol de Júpiter, bellotas.

     Una primavera era eterna, y plácidos con sus cálidas brisas acariciaban los céfiros, nacidas sin semilla, a las flores.

     Pronto, incluso, frutos la tierra no arada llevaba,

y no renovado el campo canecía de grávidas aristas.

    Corrientes ya de leche, ya corrientes de néctar pasaban, y flavas desde la verde encina goteaban las mieles.

    Después de que, Saturno a los tenebrosos Tártaros enviado, bajo Júpiter el cosmos estaba, apareció la plateada prole, que el oro inferior, más preciosa que el bermejo bronce.

    Júpiter contrajo los tiempos de la antigua primavera y a través de inviernos y veranos y desiguales otoños y una breve primavera, por cuatro espacios condujo el año.

    Entonces por primera vez con secos hervores el aire quemado se encandeció, y por los vientos el hielo rígido quedó suspendido.

    Entonces por primera vez entraron en casas, casas las cavernas fueron, y los densos arbustos, y atadas con corteza varas.

     Simientes entonces por primera vez, de Ceres, en largos surcos sepultadas fueron, y hundidos por el yugo gimieron los novillos.

    Tercera tras aquella sucedió la broncínea prole,

más salvaje de ingenios y a las hórridas armas más pronta, no criminal, aun así; es la última de duro hierro.

    En seguida irrumpió a ese tiempo, de vena peor,

toda impiedad: huyeron el pudor y la verdad y la confianza, en cuyo lugar aparecieron los fraudes y los engaños y las insidias y la fuerza y el amor criminal de poseer.

    Velas daba a los vientos, y todavía bien no los conocía el marinero, y las que largo tiempo se habían alzado en los montes altos en oleajes desconocidos cabriolaron, las quillas, y común antes, cual las luces del sol y las auras, el suelo, cauto lo señaló con larga linde el medidor.

    Y no sólo sembrados y sus alimentos debidos se demandaba al rico suelo, sino que se entró hasta las entrañas de la tierra, y las que ella había reservado y apartado junto a las estigias sombras, se excavan esas riquezas, aguijadas de desgracias.

    Y ya el dañino hierro, y que el hierro más dañino el oro había brotado: brota la guerra que lucha por ambos, y con su sanguínea mano golpea crepitantes armas.

    Se vive al asalto: no el huésped de su huésped está a salvo, no el suegro de su yerno, de los hermanos también la gracia rara es.

    Acecha para la perdición el hombre de su esposa, ella del marido, cetrinos acónitos mezclan terribles madrastras, el hijo antes de su día inquiere en los años del padre.

     Vencida yace la piedad, y la Virgen, de matanza mojadas, la última de los celestes, la Astrea, las tierras abandona

Júpiter e Ío (I)

H

 

ay un bosque en la Hemonia al que por todos lados cierra, acantilada, una espesura: le llaman Tempe. Por ellos el Peneo, desde el profundo Pindo derramándose, merced a sus espumosas ondas, rueda, y en su caer pesado nubes que agitan tenues humos congrega, y sobre sus supremas espesuras con su aspersión llueve, y con su sonar más que a la vecindad fatiga.

    Ésta la casa, ésta la sede, éstos son los penetrales del gran caudal; en ellos aposentado, en su caverna hecha de escollos, a sus ondas leyes daba, y a las ninfas que honran sus ondas.

    Se reúnen allá las paisanas corrientes primero, ignorando si deben felicitar o consolar al padre: rico en álamos el Esperquío y el irrequieto Enipeo y el Apídano viejo y el lene Anfriso y el Eante, y pronto los caudales otros que, por donde los llevara su ímpetu a ellos, hacia el mar abajan, cansadas de su errar, sus ondas.

    El Ínaco solo falta y, en su profunda caverna recóndito, con sus llantos aumenta sus aguas y a su hija, tristísimo, a Ío, plañe como perdida; no sabe si de vida goza o si está entre los manes, pero a la que no encuentra en ningún sitio estar cree en ningún sitio y en su ánimo lo peor teme.

    La había visto, de la paterna corriente regresando, Júpiter a ella y: “Oh virgen de Júpiter digna y que feliz con tu lecho ignoro a quién has de hacer, busca”, le había dicho, “las sombras de esos altos bosques”, y de los bosques le había mostrado las sombras, “mientras hace calor y en medio el sol está, altísimo, de su orbe, que si sola temes en las guaridas entrar de las fieras, segura con la protección de un dios, de los bosques el secreto alcanzarás, y no de la plebe un dios, sino el que los celestes cetros en mi magna mano sostengo, pero el que los errantes rayos lanzo:

no me huye”, pues huía. Ya los pastos de Lerna, y, sembrados de árboles, de Lirceo había dejado atrás los campos, cuando el dios, produciendo una calina, las anchas tierras  ocultó, y detuvo su fuga, y le arrebató su pudor.

    Entre tanto Juno abajo miró en medio de los campos y de que la faz de la noche hubieran causado unas nieblas voladoras en el esplendor del día admirada, no que de una corriente ellas fueran, ni sintió que de la humedecida tierra fueran despedidas, y su esposo dónde esté busca en derredor, como la que ya conociera, sorprendido tantas veces, los hurtos de su marido.

    Al cual, después de que en el cielo no halló: “O yo me engaño o se me ofende”, dice, y deslizándose del éter supremo se posó en las tierras y a las nieblas retirarse ordenó.

    De su esposa la llegada había presentido, y en una lustrosa novilla la apariencia de la Ináquida había mutado él –de res también hermosa es–: la belleza la Saturnia de la vaca aunque contrariada aprueba, y de quién, y de dónde, o de qué manada era, de la verdad como desconocedora, no deja de preguntar.

    Júpiter de la tierra engendrada la miente, para que su autor deje de averiguar: la pide a ella la Saturnia de regalo.

    ¿Qué iba a hacer? Cruel cosa adjudicarle sus amores, no dárselos sospechoso es: el pudor es quien persuade de aquello, de esto disuade el amor.    Vencido el pudor habría sido por el amor, pero si el leve regalo, a su compañera de linaje y de lecho, de una vaca le negara, pudiera no una vaca parecer.

    Su rival ya regalada no en seguida se despojó la divina de todo miedo, y temió de Júpiter, y estuvo ansiosa de su hurto hasta que al Arestórida para ser custodiada la entregó, a Argos.

Argos

 

     De cien luces ceñida su cabeza Argos tenía, de donde por sus turnos tomaban, de dos en dos, descanso, los demás vigilaban y en posta se mantenían.

    Como quiera que se apostara miraba hacia Ío: ante sus ojos a Ío, aun vuelto de espaldas, tenía. A la luz la deja pacer; cuando el sol bajo la tierra alta está, la encierra, y circunda de cadenas, indigno, su cuello.

    De frondas de árbol y de amarga hierba se apacienta, y, en vez de en un lecho, en una tierra que no siempre grama tiene se recuesta la infeliz y limosas corrientes bebe.

    Ella, incluso, suplicante a Argos cuando sus brazos quisiera tender, no tuvo qué brazos tendiera a Argos,

e intentando quejarse, mugidos salían de su boca, y se llenó de temor de esos sonidos y de su propia voz aterróse.

     Llegó también a las riberas donde jugar a menudo solía, del Ínaco a las riberas, y cuando contempló en su onda sus nuevos cuernos, se llenó de temor y de sí misma enloquecida huyó.

     Las náyades ignoran, ignora también Ínaco mismo quién es; mas ella a su padre sigue y sigue a sus hermanas y se deja tocar y a sus admiraciones se ofrece.

    Por él arrancadas el más anciano le había acercado, Ínaco, hierbas: ella sus manos lame y da besos de su padre a las palmas y no retiene las lágrimas y, si sólo las palabras le obedecieran, le rogara auxilio y el nombre suyo y sus casos le dijera.

    Su letra, en vez de palabras, que su pie en el polvo trazó, de indicio amargo de su cuerpo mutado actuó. “Triste de mí”, exclama el padre Ínaco, y en los cuernos de la que gemía, y colgándose en la cerviz de la nívea novilla: “Triste de mí”, reitera; “¿Tú eres, buscada por todas las tierras, mi hija? Tú no encontrada que hallada un luto eras más leve. Callas y mutuas a las nuestras palabras no respondes, sólo suspiros sacas de tu alto pecho y, lo que solo puedes, a mis palabras remuges.

    Mas a ti yo, sin saber, tálamos y teas te preparaba y esperanza tuve de un yerno la primera, la segunda de nietos.

    De la grey ahora tú un marido, y de la grey hijo has de tener.

     Y concluir no puedo yo con mi muerte tan grandes dolores, sino que mal me hace ser dios, y cerrada la puerta de la muerte nuestros lutos extiende a una eterna edad.”

    Mientras de tal se afligía, lo aparta el constelado Argos y, arrancada a su padre, a lejanos pastos a su hija arrastra; él mismo, lejos, de un monte la sublime cima ocupa, desde donde sentado otea hacia todas partes.

    Tampoco de los altísimos el regidor los males tan grandes de la Forónide más tiempo soportar puede y a su hijo llama, al que la lúcida Pléyade de su vientre había parido, y que a la muerte dé, le impera, a Argos.

    Pequeña la demora es la de las alas para sus pies, y la vara somnífera para su potente mano tomar, y el cobertor para sus cabellos.

    Ello cuando dispuso, de Júpiter el nacido desde el paterno recinto salta a las tierras. Allí, tanto su cobertor se quitó como depuso sus alas, de modo que sólo la vara retuvo: con ella lleva, como un pastor, por desviados campos unas cabritas que mientras venía había reunido, y con unas ensambladas avenas canta.

    Por esa voz nueva, y cautivado el guardián de Juno por su arte: “Mas tú, quien quiera que eres, podrías conmigo sentarte en esta roca”, Argos dice, “pues tampoco para el rebaño más fecunda en ningún lugar hierba hay, y apta ves para los pastores esta sombra.”

    Se sienta el Atlantíada, y al que se marchaba, de muchas cosas hablando detuvo con su discurso, al día, y cantando con sus unidas cañas vencer sus vigilantes luces intenta.

   Él, aun así, pugna por vencer sobre los blandos sueños y aunque el sopor en parte de sus ojos se ha alojado, en parte, aun así, vigila; pregunta también, pues descubierta la flauta hacía poco había sido, en razón de qué fue descubierta.

Pan y Siringe

 

     Entonces el dios: “De la Arcadia en los helados montes”, dice, “entre las hamadríadas muy célebre, las Nonacrinas, náyade una hubo; las ninfas Siringe la llamaban.

    No una vez, no ya a los sátiros había burlado ella, que la seguían, sino a cuantos dioses la sombreada espesura y el feraz campo hospeda; a la Ortigia en sus aficiones y con su propia virginidad honraba, a la diosa; según el rito también ceñida de Diana, engañaría y podría creérsela la Latonia, si no de cuerno el arco de ésta, si no fuera áureo el de aquélla; así también engañaba. Volviendo ella del collado Liceo, Pan la ve, y de pino agudo ceñido en su cabeza tales palabras refiere....” Restaba sus palabras referir, y que despreciadas sus súplicas había huido por lo intransitable la ninfa, hasta que del arenoso Ladón al plácido caudal llegó: que aquí ella, su carrera al impedirle sus ondas, que la mutaran a sus líquidas hermanas les había rogado, y que Pan, cuando presa de él ya a Siringa creía, en vez del cuerpo de la ninfa, cálamos sostenía lacustres, y, mientras allí suspira, que movidos dentro de la caña los vientos efectuaron un sonido tenue y semejante al de quien se lamenta; que por esa nueva arte y de su voz por la dulzura el dios cautivado: “Este coloquio a mí contigo”, había dicho, “me quedará”, y que así, los desparejos cálamos con la trabazón de la cera entre sí unidos, el nombre retuvieron de la muchacha.

Júpiter e Ío (II)

 

     Tales cosas cuando iba a decir ve el Cilenio que todos los ojos se habían postrado, y cubiertas sus luces por el sueño.

    Apaga al instante su voz y afirma su sopor, sus lánguidas luces acariciando con la ungüentada vara. Y, sin demora, con su falcada espada mientras  cabeceaba le hiere por donde al cuello es confín la cabeza, y de su roca, cruento, abajo lo lanza, y mancha con su sangre la acantilada peña. Argos, yaces, y la que para tantas luces luz tenías extinguido se ha, y cien ojos una noche ocupa sola. Los recoge, y del ave suya la Saturnia en sus plumas los coloca, y de gemas consteladas su cola llena. En seguida se inflamó y los tiempos de su ira no difirió y, horrenda, ante los ojos y el ánimo de su rival argólica le echó a la Erinis, y aguijadas en su pecho ciegas escondió, y prófuga por todo el orbe la aterró. Último restabas, Nilo, a su inmensa labor; a él, en cuanto lo alcanzó y, puestas en el margen de su ribera

sus rodillas, se postró, y alzada ella de levantar el cuello, elevando a las estrellas los semblantes que sólo pudo, con su gemido, y lágrimas, y luctuoso mugido con Júpiter pareció quejarse, y el final rogar de sus males.

   De su esposa él estrechando el cuello con sus brazos, que concluya sus castigos de una vez le ruega y: “Para el futuro deja tus miedos”, dice; “nunca para ti causa de dolor ella será”, y a las estigias lagunas ordena que esto oigan.

    Cuando aplacado la diosa se hubo, sus rasgos cobra ella anteriores y se hace lo que antes fue: huyen del cuerpo las cerdas, los cuernos decrecen, se hace de su luz más estrecho el orbe, se contrae su comisura, vuelven sus hombros y manos, y su pezuña, disipada, se subsume en cinco uñas: de la res nada queda a su figura, salvo el blancor en ella, y al servicio de sus dos pies la ninfa limitándose se yergue, y teme hablar, no a la manera de la novilla muja, y tímidamente las palabras interrumpidas reintenta.

    Ahora como diosa la honra, celebradísima, la multitud vestida de lino.

     Ahora que Épafo generado fue de la simiente del gran Júpiter por fin se cree, y por las ciudades, juntos a los de su madre, templos posee.

Faetón (I)

T

uvo éste en ánimos un igual, y en años, del Sol engendrado, Faetón; al cual, un día, que  grandes cosas decía y que ante él no cedía, de que fuera Febo su padre soberbio, no lo soportó el Ináquida y “A tu madre”, dice, “todo como demente crees y estás henchido de la imagen de un genitor falso.”

    Enrojeció Faetón y su ira por el pudor reprimió, y llevó a su madre Clímene los insultos de Épafo, y “Para que más te duelas, mi genetriz”, dice, “yo, ese libre, ese fiero me callé. Me avergüenza que estos oprobios a nos sí decirse han podido, y no se han podido desmentir. Mas tú, si es que he sido de celeste estirpe creado, dame una señal de tan gran linaje y reclámame al cielo.”     Dijo y enredó sus brazos en el materno cuello, y por la suya y la cabeza de Mérope y las teas de sus hermanas, que le trasmitiera a él, le rogó, signos de su verdadero padre.

   Ambiguo si Clímene por las súplicas de Faetón o por la ira movida más del crimen dicho contra ella, ambos brazos al cielo extendió y mirando hacia las luces del Sol: “Por el resplandor este”, dice, “de sus rayos coruscos insigne, hijo, a ti te juro, que nos oye y que nos ve, que de éste tú, al que tú miras, de éste tú, que templa el orbe, del Sol, has sido engendrado. Si mentiras digo, niéguese él a ser visto de mí y sea para los ojos nuestros la luz esta la postrera. Y no larga labor es para ti conocer los patrios penates. De donde él se levanta la casa es confín a la tierra nuestra: si es que te lleva tu ánimo, camina y averígualo de él mismo.”

    Brinca al instante, contento después de tales palabras de la madre suya, Faetón, y concibe éter en su mente, y por los etíopes suyos y, puestos bajo los fuegos estelares, por los indos atraviesa, y de su padre acude diligente a los ortos.

Libro segundo

Faetón (II)

    El real del Sol era, por sus sublimes columnas, alto, claro por su rielante oro y, que a las llamas imita, por su piropo, cuyo marfil nítido las cúspides supremas cubría; de plata sus bivalvas puertas radiaban de su luz.

    A la materia superaba su obra; pues Múlciber allí las superficies había cincelado, que ciñen sus intermedias tierras, y de esas tierras el orbe, y el cielo, que domina el orbe.

    Azules tiene la onda sus dioses: a Tritón el canoro, a Proteo el ambiguo, y de las ballenas apretando,  a Egeón, las inabarcables espaldas con sus brazos, a Doris y a sus nacidas, de las cuales, parte nadar parece, parte, en una mole sentada, sus verdes cabellos secar; de un pez remolcarse algunas; su faz no es de todas una misma, no distante, aun así, cual decoroso es entre hermanas.

    La tierra hombres y ciudades lleva, y espesuras y fieras y corrientes y ninfas y los restantes númenes del campo.

    De ello encima, impuesta fue del fulgente cielo la imagen, y signos seis en las puertas diestras y otros tantos en las siniestras.

    Adonde, en cuanto por su ascendente senda de Clímene la prole llegó y entró de su dudado padre en los techos, en seguida hacia los patrios rostros lleva sus plantas, y se apostó lejos, pues no más cercanas soportaba sus luces: de una purpúrea vestidura velado, sentábase en el solio Febo, luciente de sus claras esmeraldas.

   A diestra e izquierda el Día y el Mes y el Año, y los Siglos, y puestas en espacios iguales las Horas, y la Primavera nueva estaba, ceñida de floreciente corona, estaba desnudo el Verano y coronas de espigas llevaba; estaba también el Otoño, de las pisadas uvas sucio, 30y glacial el Invierno, arrecidos sus canos cabellos.

    Desde ahí, central según su lugar, por la novedad de las cosas atemorizado al joven el Sol con sus ojos, con los que divisa todo, ve, y “¿Cuál de tu ruta es la causa? ¿A qué en este recinto”, dice, “acudías, progenie, Faetón, que tu padre no ha de negar?”

    Él responde: “Oh luz pública del inmenso mundo, Febo padre, si me das el uso del nombre este y Clímene una culpa bajo esa falsa imagen no esconde: prendas dame, genitor, por las que verdadera rama tuya se me crea y el error arranca del corazón nuestro.”

    Había dicho, mas su genitor, alrededor de su cabeza toda rielantes se quitó los rayos, y más cerca avanzar le ordenó y un abrazo dándole: “Tú de que se niegue que eres mío digno no eres, y Clímene tus verdaderos” dice “orígenes te ha revelado, y para que menos lo dudes, cualquier regalo pide, que, pues te lo otorgaré, lo tendrás. De mis promesas testigo sea, por la que los dioses han de jurar, la laguna desconocida para los ojos nuestros.”

    No bien había cesado, los carros le ruega él paternos, y, para un día, el mando y gobierno de los alípedes caballos.

    Le pesó el haberlo jurado al padre, el cual, tres y cuatro veces sacudiendo su ilustre cabeza: “Temeraria”, dijo, “la voz mía por la tuya se ha hecho. Ojalá mis promesas pudiera no conceder. Confieso que sólo esto a ti, mi nacido, te negaría; pero disuadirte me es dado: no es tu voluntad segura. Grandes pides, Faetón, regalos, y que ni a las fuerzas esas convienen ni a tan pueriles años. La suerte tuya mortal: no es mortal lo que deseas. A más incluso de lo que los altísimos alcanzar pueden, ignorante, aspiras; aunque pueda a sí mismo cada uno complacerse, ninguno, aun así, es capaz de asentarse en el eje portador del fuego, yo exceptuado. También el regidor del vasto Olimpo, que fieros rayos lanza con su terrible diestra, no llevará estos carros, y qué que Júpiter mayor tenemos. Ardua la primera vía es y con la que apenas de mañana, frescos, pugnan los caballos; en medio está la más alta del cielo, desde donde el mar y las tierras a mí mismo muchas veces ver me dé temor, y de pávido espanto tiemble mi pecho; la última, inclinada vía es, y precisa de manejo cierto: entonces, incluso la que me recibe en sus sometidas olas, que yo no caiga de cabeza, Tetis misma, suele temer.  Añade que de una continua rotación se arrebata el cielo y sus estrellas altas arrastra y en una rápida órbita las vira. Pugno yo en contra, y no el ímpetu que a lo demás a mí me vence, y contrario circulo a ese rápido orbe. Figúrate que se te han dado los carros. ¿Qué harás? ¿Podrías en contra ir de los rotantes polos para que no te arrebate el veloz eje?  Acaso, también, las florestas allí y las ciudades de los dioses concibas en tu ánimo que están, y sus santuarios ricos en dones. A través de insidias el camino es, y de formas de fieras, y aunque tu ruta mantengas y ningún error te arrastre, a través, aun así, de los cuernos pasarás del adverso Toro, y de los hemonios arcos, y la boca del violento León, y del que sus salvajes brazos curva en un circuito largo, el Escorpión, y del que de otro modo curva sus brazos, el Cangrejo. Tampoco mis cuadrípedes, ardidos por los fuegos esos que en su pecho tienen, que por su boca y narinas exhalan, a tu alcance gobernar está: apenas a mí me sufren cuando sus agrios ánimos se enardecen, y su cerviz rechaza las riendas. Mas tú, de que no sea yo para ti el autor de este funesto regalo, mi nacido, cuida y, mientras la cosa lo permite, tus votos corrige. Claro es que para que de nuestra sangre tú engendrado te creas unas prendas ciertas pides: te doy unas prendas ciertas temiendo, y con el paterno miedo que tu padre soy pruebo. Mira los  rostros aquí míos, y ojalá tus ojos en mi pecho pudieras inserir y dentro desprender los paternos cuidados. Y, por último, cuanto tiene el rico cosmos mira en derredor, y de tantos y tan grandes bienes del cielo y la tierra y el mar demanda algo: ninguna negativa sufrirás. Te disuado de esto solo, que por verdadero nombre un castigo, no un honor es: un castigo, Faetón, en vez de un regalo demandas.¿Por qué mi cuello sostienes, ignorante, con tus blandos brazos? No lo dudes, se te concederá –las estigias ondas hemos jurado– aquello que pidas. Pero tú con más sabiduría pide. Había acabado sus advertencias. Sus palabras, aun así, él rechaza y su propósito apremia y flagra en el deseo del carro. Así pues, lo que podía, su genitor, irresoluto, a los altos conduce al joven, de Vulcano regalos, carros. Áureo el eje era, el timón áureo, áurea la curvatura de la extrema rueda, de los radios argénteo el orden. Por los yugos unos crisólitos y, puestas en orden, unas gemas, claras devolvían sus luces, reverberante, a Febo. Y mientras de ello, henchido, Faetón se admira y su obra escruta, he aquí que vigilante abrió desde el nítido orto la Aurora sus purpúreas puertas, y plenos de rosas sus atrios. Se dispersan las estrellas, cuyas columnas conduce el Lucero, y de su posta del cielo el postrero sale: al cual cuando buscar las tierras, y que el cosmos enrojecía, vio, y los cuernos como desvanecerse de la extrema luna, uncir los caballos el Titán impera a las veloces Horas. Sus órdenes las diosas rápidas cumplen y, fuego vomitando y de jugo de ambrosía saciados, de sus pesebres altos a los cuadrípedes sacan, y les añaden sus sonantes frenos. Entonces el padre la cara de su nacido con una sagrada droga tocó y la hizo paciente de la arrebatadora llama e impuso a su pelo los rayos, y, présagos del luto, de su pecho angustiado reiterando suspiros, dijo: “Si puedes a estas advertencias al menos obedecer de tu padre, sé parco, chico, con las aguijadas, y más fuerte usa las bridas. Por sí mismos se apresuran: la labor es inhibirles tal deseo. Y no a ti te plazca la ruta, derechos, a través de los cinco arcos. Cortada en oblicuo hay, de ancha curvatura, una senda, y, con la frontera de tres zonas contentándose, del polo rehúye austral y, vecina a los aquilones, de la Osa. Por aquí sea tu camino: manifiestas de mi rueda las huellas divisarás; y para que soporten los justos el cielo y la tierra calores, ni hundas ni yergas por los extremos del éter el carro. Más alto pasando los celestes techos quemarás, más bajo, las tierras: por el medio segurísimo irás. Tampoco a ti la más diestra te decline hacia la torcida Serpiente, ni tu más siniestra rueda te lleve, hundido, al Ara. Entre ambos manténte. A la Fortuna lo demás encomiendo, la cual te ayude, y que mejor que tú por ti vele, deseo. Mientras hablo, puestas en el vespertino litoral, sus metas la húmeda noche ha tocado; no es la demora libre para nos. Se nos reclama, y fulge, las tinieblas ahuyentadas, la Aurora. Coge en la mano las riendas, o, si un mudable pecho es el tuyo, los consejos, no los carros usa nuestros. Mientras puedes y en unas sólidas sedes todavía estás, y mientras, mal deseados, todavía no pisas, ignorándolos, mis ejes, las que tú seguro contemples, déjame dar, las luces a las tierras.”

   Ocupa él con su juvenil cuerpo el leve carro y se aposta encima, y de que a sus manos las leves riendas hayan tocado se goza, y las gracias da de ello a su contrariado padre. Entre tanto, voladores, Pirois, y Eoo y Eton, del Sol los caballos, y el cuarto, Flegonte, con sus relinchos llameantes las auras llenan y con sus pies las barreras baten.

    Las cuales, después de que Tetis, de los hados ignorante de su nieto, retiró, y hecha les fue provisión del inmenso cielo, cogen la ruta y sus pies por el aire moviendo a ellos opuestas hienden las nubes, y con sus plumas levitando atrás dejan, nacidos de esas mismas partes, a los Euros.

    Pero leve el peso era y no el que conocer pudieran del Sol los caballos, y de su acostumbrado peso el yugo carecía, y como se escoran, curvas, sin su justo peso las naves, y por el mar, inestables por su excesiva ligereza, vanse, así, de su carga acostumbrada vacío, da en el aire saltos y es sacudido hondamente, y semejante es el carro a uno inane. Lo cual en cuanto sintieron, se lanzan, y el trillado  espacio abandonan los cuadríyugos, y no en el que antes orden corren.

    Él se asusta, y no por dónde dobla las riendas a él encomendadas, ni sabe por dónde sea el camino, ni si lo supiera se lo imperaría a ellos.

    Entonces por primera vez con rayos se calentaron los helados Triones y, vedada, en vano intentaron en la superficie bañarse, y la que puesta está al polo glacial próxima, la Serpiente, del frío yerta antes y no espantable para nadie, se calentó y tomó nuevas con esos hervores unas iras.

    Tú también que turbado huiste cuentan, Boyero, aunque tardo eras y tus carretas a ti te retenían. Pero cuando desde el supremo éter contempló las tierras el infeliz Faetón, que a lo hondo, y a lo hondo, yacían, palideció y sus rodillas se estremecieron del súbito temor, y le fueron a sus ojos tinieblas en medio de tanta luz brotadas, y ya quisiera los caballos nunca haber tocado paternos, ya de haber conocido su linaje le pesa, y de haber prevalecido en su ruego. Ya, de Mérope decirse deseando, igual es arrastrado que un pino llevado por el vertiginoso bóreas, al que vencidos sus frenos ha soltado su propio regidor, y al que a los dioses y a los rezos ha abandonado. ¿Qué haría? Mucho cielo a sus espaldas ha dejado; ante sus ojos más hay. Con el ánimo mide los dos; y, ya, los que su hado alcanzar no es, delante mira los ocasos; a las veces detrás mira los ortos, y, de qué hacer ignorante, suspendido está, y ni los frenos suelta ni de retenerlos es capaz, ni los nombres conoce de los caballos.

    Esparcidas también en el variado cielo por todos lados maravillas,  y ve, tembloroso, los simulacros de las vastas fieras. Hay un lugar, donde en gemelos arcos sus brazos concava el Escorpión, y con su cola, y dobladas a ambos lados sus pinzas, alarga en espacio los miembros de sus dos signos: a éste el muchacho, cuando, húmedo del sudor de su negro veneno, y heridas amenazando con su curvada cúspide, ve, de la razón privado por el helado espanto las bridas soltó.

    Las cuales, después de que tocaron postradas lo alto de sus espaldas, se desorbitan los caballos y, nadie reteniéndolos, por las auras de una ignota región van, y por donde su ímpetu les lleva, por allá sin ley se lanzan, y bajo el alto éter se precipitan contra las fijas estrellas y arrebatan por lo inaccesible el carro, y ya lo más alto buscan, ya en pendiente y por rutas vertiginosas a un espacio a la tierra más cercano vanse, y de que más bajo que los suyos corran los fraternos caballos la Luna se admira, y abrasadas las nubes humean.

    Se prende en llamas, según lo que está más alto, la tierra, y hendida produce grietas, y de sus jugos privada se deseca.

     Los pastos canecen, con sus frondas se quema el árbol,  y materia presta para su propia perdición el sembrado árido.

    De poco me quejo: grandes perecen, con sus murallas, ciudades, y con sus pueblos los incendios a enteras naciones en ceniza tornan; las espesuras con sus montes arden, arde el Atos y el Tauro cílice y el Tmolo y el Oete y, entonces seco, antes abundantísimo de fontanas, el Ide, y el virgíneo Helicón y todavía no de Eagro el Hemo.

    Arde a lo inmenso con geminados fuegos el Etna y el Parnaso bicéfalo y el Érix y el Cinto y el Otris y, que por fin de nieves carecería, el Ródope, y el Mimas y el Díndima y el Mícale y nacido para lo sagrado el Citerón, y no le aprovechan a Escitia sus fríos: el Cáucaso arde y el Osa con el Pindo y mayor que ambos el Olimpo, y los aéreos Alpes y el nubífero Apenino.

    Entonces en verdad Faetón por todas partes el orbe mira incendiado, y no soporta tan grandes calores, e hirvientes auras, como de una fragua profunda, con la boca atrae, y los carros suyos encandecerse siente; y no ya las cenizas, y de ellas arrojada la brasa, soportar puede, y envuelto está por todos lados de caliente humo, y a dónde vaya o dónde esté, por una calina como de pez cubierto, no sabe, y al arbitrio de los voladores caballos es arrebatado.

   De su sangre, entonces, creen, al exterior de sus cuerpos llamada, que los pueblos de los etíopes trajeron su negro color.    Entonces se hizo Libia, arrebatados sus humores con ese bullir,  árida, entonces las ninfas, con sueltos cabellos, a sus fontanas y lagos lloraron: busca Beocia a su Dirce, Argos a Amímone, Éfire a las pirénidas ondas.

    Y tampoco las corrientes, las agraciadas con riberas distantes de lugar, seguras permanecen: en mitad el Tanais humeaba de sus ondas, y también Peneo el viejo y el teutranteo Caíco y el veloz Ismeno con el fegíaco Erimanto y el que habría de arder de nuevo, el Janto, y el flavo Licormas y el que juega, el Meandro, entre sus recurvadas ondas, y el migdonio Melas y el tenario Eurotas.

    Ardió también el Eufrates babilonio, ardió el Orontes y el Termodonte raudo y el Ganges y el Fasis y el Histro. Bulle el Alfeo, las riberas del Esperquío arden, y el que en su caudal el Tajo lleva, fluye, por los fuegos, el oro, y las que frecuentaban con su canción las meonias riberas, sus fluviales aves, se caldean en mitad del Caístro.

    El Nilo al extremo huye, aterrorizado, del orbe, y se tapó la cabeza, que todavía está escondida; sus siete embocaduras, polvorientas, están vacías, siete, sin su corriente, valles.

    El azar mismo los ismarios Hebro y Estrimón seca, y los Vespertinos caudales del Rin, el Ródano y el Po,

y al que fue de todas las cosas prometido el poder, al Tíber.

    Saltó en pedazos todo el suelo y penetra en los Tártaros por las grietas la luz, y aterra, con su esposa, al infernal rey; y el mar se contrae, y es un llano de seca arena lo que poco antes ponto era, y, los que alta cubría la superficie, sobresalen esos montes y las esparcidas Cícladas ellos acrecen.

    Lo profundo buscan los peces y no sobre las superficies, curvos, a elevarse se atreven los delfines hacia sus acostumbradas auras; los cuerpos de las focas, de espaldas sobre lo extremo del profundo, exánimes, nadan; el mismo incluso Nereo, fama es, y Doris y sus nacidas, que se ocultaron bajo tibias cavernas.

    Tres veces Neptuno, de las aguas, sus brazos con torvo semblante a extraer se atrevió, tres veces no soportó del aire los fuegos.

    La nutricia Tierra, aun así, como estaba circundada de ponto, entre las aguas del piélago y, contraídas por todos lados, sus fontanas, que se habían escondido en las vísceras de su opaca madre, sostuvo hasta el cuello, árida, su devastado rostro y opuso su mano a su frente, y con un gran temblor todo sacudiendo, un poco se asentó y más abajo de lo que suele estar quedó, y así con seca voz habló: “Si te place esto y lo he merecido, ¿a qué, oh, tus rayos cesan, supremo de los dioses? Pueda la que ha de perecer por las fuerzas del fuego, por el fuego perecer tuyo, y su calamidad por su autor aliviar. Apenas yo, ciertamente, mis fauces para estas mismas palabras libero” –le oprimía la boca el vapor– “quemados, ay, mira mis cabellos, y en mis ojos tanta, tanta sobre mi cara brasa. ¿Estos frutos a mí, este premio de mi fertilidad y de mi servicio me devuelves, porque las heridas del combado arado y de los rastrillos soporto, y todo se me hostiga el año, porque al ganado frondas, y alimentos tiernos, los granos, al humano género, a vosotros también inciensos, suministro? Pero aun así, este final pon que yo he merecido ¿Qué las ondas, qué ha merecido tu hermano? ¿Por qué, a él entregadas en suerte, las superficies decrecen y del éter más lejos se marchan? Y si ni la de tu hermano, ni a ti mi gracia te conmueve, mas del cielo compadécete tuyo. Mira a ambos lados: humea uno y otro polo, los cuales si viciara el fuego, los atrios vuestros se desplomarán. Atlante, ay, mismo padece, y apenas en sus hombros candente sostiene el eje. Si los estrechos, si las tierras perecen, si el real del cielo: en el caos antiguo nos confundimos. Arrebata a las llamas cuanto todavía quede y vela por la suma de las cosas.”

    Había dicho esto la Tierra, puesto que ni tolerar el vapor más allá pudo ni decir más, y la boca suya se devolvió a sí misma, y a sus cavernas a los manes más cercanas.

    Mas el padre omnipotente, los altísimos poniendo por testigos y a aquél mismo que había dado sus carros, de que, si ayuda él no prestara, todas las cosas de un hado desaparecerían grave, acude, arduo, al supremo recinto desde donde suele las nubes congregar sobre las anchas tierras, desde donde mueve los truenos, y sus blandidos rayos lanza. Pero ni las que pudiera sobre las tierras congregar, nubes entonces tuvo, ni las que del cielo mandara, lluvias: truena, y balanceando un rayo desde su diestra oreja lo mandó al auriga y, al par, de su aliento y de sus ruedas lo expelió, y apacentó con salvajes fuegos los fuegos.

    Constérnanse los caballos, y un salto dando en contrario sus cuellos del yugo arrebatan, y sus rotas correas abandonan: por allí los frenos yacen, por allí, del timón arrancado, el eje, en esta parte los radios de las quebradas ruedas, y esparcidos quedan anchamente los vestigios del lacerado carro.

    Mas Faetón, con llama devastándole sus rútilos cabellos, 0rodando cae en picado, y en un largo  trecho por los aires va, como a las veces desde el cielo una estrella, sereno, aunque no ha caído, puede que ha caído parecer. Al cual, lejos de su patria, en el opuesto orbe, el máximo Erídano lo recibió, y le lavó, humeante, la cara.

    Las náyades Vespertinas, por la trífida llama humeante, su cuerpo dan a un túmulo, e inscriben también con esta canción la roca:

AQUÍ · SITO · QUEDA · FAETÓN · DEL · CARRO · AURIGA · PATERNO QUE · SI · NO · LO · DOMINÓ · AUN · ASÍ · SUCUMBIÓ · A · UNAS · GRANDES · OSADÍAS

    Pues su padre, cubiertos por su luto afligido, digno de compasión, había escondido sus semblantes, y si es que lo creemos, que un único día pasó sin sol refieren; los incendios luz prestaban, y algún uso hubo en el mal aquel.

Clímene

    Mas Clímene, después de que dijo cuanto hubo en tan grandes males de ser dicho, lúgubre y amente, y rasgándose los senos, todo registró el orbe, y sus exánimes miembros primero, luego sus huesos  buscando, los halló, aunque huesos, en una peregrina ribera escondidos. Y se postró en ese lugar, y su nombre, en el mármol leído, regó de lágrimas, y con su abierto pecho lo calentó.

Las Helíades

    Y no menos las Helíades le plañen y, inanes ofrendas a la muerte, le dan lágrimas, e hiriéndose los pechos con sus palmas, a quien no oiría sus tristes quejas, a Faetón, noche y día llaman y se prosternan al sepulcro.

    La luna cuatro veces había llenado, juntos sus cuernos, su orbe: ellas, con la costumbre suya –pues costumbre lo hiciera el uso–, sus golpes de duelo se habían dado; de las cuales Faetusa, de las hermanas la mayor, cuando quisiera en tierra postrarse, se quejó de que rigentes estaban sus pies, a la cual intentando llegarse la cándida Lampetie, por una súbita raíz retenida fue; la tercera, cuando con las manos su pelo a desgarrar se disponía, arranca frondas; ésta, de que un tronco sus piernas retiene, aquélla se duele de que se han hecho sus brazos largas ramas; y mientras de ello se admiran, se abraza a sus ingles una corteza y por sus plantas, útero y pecho y hombros y manos, las rodea, y  restaban sólo sus bocas llamando a su madre. ¿Qué iba a hacer su madre, sino, adonde la trae su ímpetu a ella, para acá ir y para allá, y, mientras puede, su boca unirles? No bastante es: de los troncos arrancar sus cuerpos intenta, y tiernas con sus manos sus ramas rompe; mas de ahí sanguíneas manan, como de una herida, gotas. “Cesa, te lo suplico, madre”, aquélla que es herida grita, “cesa, te lo suplico: se lacera en el árbol nuestro cuerpo. Y ya adiós….” La corteza a sus palabras postreras llega.

    Después fluyen lágrimas, y, destilados, con el sol se endurecen, de sus ramas nuevas, electros, los cuales el lúcido caudal recibe, y a las nueras los manda, para que los lleven, latinas.

Cigno

    Asistió a este prodigio, prole de Esténelo, Cigno, el cual a ti, aunque por la sangre materna unido,

en la mente aun así, Faetón, más cercano estaba. Él, tras abandonar –pues de los lígures los pueblos y sus grandes ciudades regía– su gobierno, las riberas verdes y el caudal Erídano de sus quejas había llenado, y la espesura, por sus hermanas acrecida; cuando su voz se adelgazó para la de un hombre, y canas plumas sus cabellos disimulan, y el cuello del pecho lejos se extiende, y sus dedos rojecientes liga una unión, un ala su costado vela, tiene su cara, sin punta, un pico. Se vuelve nueva Cigno una ave, y no él al cielo y a Júpiter se confía, como acordado del fuego injustamente enviado desde él; a los pantanos acude y a los anchurosos lagos, y el fuego odiando, 0las que honrara eligió, contrarias a las llamas, las corrientes.  Demacrado entre tanto el genitor de Faetón, y privado él de su propio decor, con tal orbe cual cuando falta estar suele, la luz odia y a sí mismo él, y al día, y da su ánimo a los lutos, y a los lutos añade ira, y su servicio niega al cosmos. “Bastante”, dice, “desde los principios del tiempo la suerte mía ha sido inquieta, y me pesa de estos, cumplidos sin fin por mí, sin honor, trabajos. Cualquier otro lleve, portadores de las luces, los carros. Si nadie hay y todos los dioses que no pueden confiesan, que él mismo los lleve, para que al menos mientras prueba nuestras riendas, los que han de orfanar a los padres, alguna vez los rayos suelte. Entonces sabrá, las fuerzas experimentando de los caballos de pies de fuego, que no merecía la muerte quien no bien los gobernara a ellos.”

    Al que tal decía circundan, al Sol, todos los númenes, y que no quiera las tinieblas congregar sobre las cosas con suplicante voz ruegan; sus enviados fuegos también Júpiter excusa, y a sus súplicas amenazas, regiamente, añade.

Reúne y todavía de terror espantados Febo los caballos, y con la aguijada, doliente, y el látigo se encona –pues enconado está– y de su nacido les acusa e imputa a ellos.

Narciso y Eco

 É

l, por las aonias ciudades, por su fama celebradísimo, irreprochables daba al pueblo que las pedía sus respuestas. La primera, de su voz, por su cumplimiento ratificada, hizo la comprobación la azul Liríope, a la que un día en su corriente curva estrechó, y encerrada el Cefiso en sus ondas fuerza le hizo. Expulsó de su útero pleno bellísima un pequeño la ninfa, ya entonces que podría ser amado, y Narciso lo llama, del cual consultado si habría los tiempos largos de ver de una madura senectud, el fatídico vate: “Si a sí no se conociera”, dijo.

    Vana largo tiempo parecióle la voz del augur: el  resultado a ella, y la realidad, la hace buena, y de su muerte el género, y la novedad de su furor. Pues a su tercer quinquenio un año el Cefisio había añadido y pudiera un muchacho como un joven parecer.

    Muchos jóvenes a él, muchas muchachas lo desearon. Pero –hubo en su tierna hermosura tan dura soberbia– ninguno a él, de los jóvenes, ninguna lo conmovió, de las muchachas.

    Lo contempla a él, cuando temblorosos azuzaba a las redes a unos ciervos, la vocal ninfa, la que ni a callar ante quien habla, ni primero ella a hablar había aprendido, la resonante Eco.

    Un cuerpo todavía Eco, no voz era, y aun así, un uso, gárrula, no distinto de su boca que ahora tiene tenía: que devolver, de las muchas, las palabras postreras pudiese.

    Había hecho esto Juno, porque, cuando sorprender pudiese bajo el Júpiter suyo muchas veces a ninfas en el monte yaciendo, ella a la diosa, prudente, con un largo discurso retenía mientras huyeran las ninfas. Después de que esto la Saturnia sintió: “De esa”, dice, “lengua, por la que he sido burlada, una potestad pequeña a ti se te dará y de la voz brevísimo uso.”

    Y con la realidad las amenazas confirma; aun así ella, en el final del hablar, gemina las voces y las oídas palabras reporta.

    Así pues, cuando a Narciso, que por desviados campos vagaba, vio y se encendió, sigue sus huellas furtivamente, y mientras más le sigue, con una llama más cercana se enciende, no de otro modo que cuando, untados en lo alto de las teas, a ellos acercadas, arrebatan los vivaces azufres las llamas. Oh cuántas veces quiso con blandas palabras acercársele y dirigirle tiernas súplicas. Su naturaleza en contra pugna, y no permite que empiece; pero, lo que permite, ella dispuesta está a esperar sonidos a los que sus palabras remita. Por azar el muchacho, del grupo fiel de sus compañeros apartado había dicho: “¿Alguien hay?”, y “hay”, había respondido Eco.

    Él quédase suspendido y cuando su penetrante vista a todas partes dirige, con voz grande: “Ven”, clama; llama ella a aquel que llama. Vuelve la vista y, de nuevo, nadie al venir: “¿Por qué”, dice, “me huyes?”, y tantas, cuantas dijo, palabras recibe. Persiste y, engañado de la alterna voz por la imagen: “Aquí unámonos”, dice, y ella, que con más gusto nunca respondería a ningún sonido: “Unámonos”, respondió Eco, y las palabras secunda ella suyas, y saliendo del bosque caminaba para echar sus brazos al esperado cuello. Él huye, y al huir: “¡Tus manos de mis abrazos quita!

Antes”, dice, “pereceré, de que tú dispongas de mí.”

     Repite ella nada sino: “tú dispongas de mí.” Despreciada se esconde en las espesuras, y  pudibunda con frondas su cara protege, y solas desde aquello vive en las cavernas.

     Pero, aun así, prendido tiene el amor, y crece por el dolor del rechazo, y atenúan, vigilantes, su cuerpo desgraciado las ansias, y contrae su piel la delgadez y al aire el jugo todo de su cuerpo se marcha; voz tan solo y huesos restan: la voz queda, los huesos cuentan que de la piedra cogieron la figura.

    Desde entonces se esconde en las espesuras y por nadie en el monte es vista, por todos oída es: el sonido es el que vive en ella.

    Así a ésta, así a las otras, ninfas en las ondas o en los montes originadas, había burlado él, así las uniones antes masculinas.

    De ahí las manos uno, desdeñado, al éter levantando: “Que así aunque ame él, así no posea lo que ha amado.”

    Había dicho. Asintió a esas súplicas la Ramnusia, justas.

    Un manantial había impoluto, de nítidas ondas argénteo, que ni los pastores ni sus cabritas pastadas en el monte habían tocado, u otro ganado, que ningún ave ni fiera había turbado ni caída de su árbol una rama; grama había alrededor, a la que el próximo humor alimentaba, y una espesura que no había de tolerar que este lugar se templara por sol alguno.

   Aquí el muchacho, del esfuerzo de cazar cansado y del calor, se postró, por la belleza del lugar y por el manantial llevado, y mientras su sed sedar desea, sed otra le creció, y mientras bebe, al verla, arrebatado por la imagen de su hermosura, una esperanza sin cuerpo ama: cuerpo cree ser lo que onda es.

    Quédase suspendido él de sí mismo y, inmóvil con el rostro mismo, queda prendido, como de pario mármol formada una estatua.

    Contempla, en el suelo echado, una geminada –sus luces– estrella, y dignos de Baco, dignos también de Apolo unos cabellos, y unas impúberas mejillas, y el marfileño cuello, y el decor de la boca y en el níveo candor mezclado un rubor, y todas las cosas admira por las que es admirable él.

   A sí se desea, imprudente, y el que aprueba, él mismo apruébase, y mientras busca búscase, y al par enciende y arde. Cuántas veces, inútiles, dio besos al falaz manantial. En mitad de ellas visto, cuántas veces sus brazos que coger intentaban su cuello sumergió en las aguas, y no se atrapó en ellas.

    Qué vea no sabe, pero lo que ve, se abrasa en ello, y a sus ojos el mismo error que los engaña los incita.

Crédulo, ¿por qué en vano unas apariencias fugaces coger intentas? Lo que buscas está en ninguna parte, lo que amas, vuélvete: lo pierdes. Ésa que ves, de una reverberada imagen la sombra es: nada tiene ella de sí. Contigo llega y se queda, contigo se retirará, si tú retirarte puedas.

    No a él de Ceres, no a él cuidado de descanso abstraerlo de ahí puede, sino que en la opaca hierba derramado contempla con no colmada luz la mendaz forma y por los ojos muere él suyos, y un poco alzándose, a las circunstantes espesuras tendiendo sus brazos: “¿Es que alguien,  espesuras, más cruelmente”, dijo, “ha amado? Pues lo sabéis, y para muchos guaridas oportunas fuisteis. ¿Es que a alguien, cuando de la vida vuestra tantos siglos pasan, que así se consumiera, recordáis, en el largo tiempo? Me place, y lo veo, pero lo que veo y me place, no, aun así, hallo: tan gran error tiene al amante. Y por que más yo duela, no a nosotros un mar separa ingente, ni una ruta, ni montañas, ni murallas de cerradas puertas. Exigua nos prohíbe un agua. Desea él tenido ser, pues cuantas veces, fluentes, hemos acercado besos a las linfas, él tantas veces hacia mí, vuelta hacia arriba, se afana con su boca.

    Que puede tocarse creerías: mínimo es lo que a los amantes obsta. Quien quiera que eres, aquí sal, ¿por qué, muchacho único, me engañas,  a dónde, buscado, marchas? Ciertamente ni una figura ni una edad es la mía de la que huyas, y me amaron a mí también ninfas.

    Una esperanza no sé cuál con rostro prometes amigo, y cuando yo he acercado a ti los brazos, los acercas de grado, cuando he reído sonríes; lágrimas también a menudo he notado yo al llorar tuyas; asintiendo también señas remites y, cuanto por el movimiento de tu hermosa boca sospecho, palabras contestas que a los oídos no llegan nuestros…

    Éste yo soy. Lo he sentido, y no me engaña a mí imagen mía: me abraso en amor de mí, llamas muevo y llamas llevo. ¿Qué he de hacer? ¿Sea yo rogado o ruegue? ¿Qué desde ahora rogaré? Lo que deseo conmigo está: pobre a mí mi provisión me hace. Oh, ojalá de nuestro cuerpo separarme yo pudiera, voto en un amante nuevo: quisiera que lo que amamos estuviera ausente…

    Y ya el dolor de fuerzas me priva y no tiempos a la vida mía largos restan, y en lo primero me extingo de mi tiempo, y no para mí la muerte grave es, que he de dejar con la muerte los dolores.

    Éste, el que es querido, quisiera más duradero fuese. Ahora dos, concordes, en un aliento moriremos solo.”

    Dijo, y al rostro mismo regresó, mal sano, y con lágrimas turbó las aguas, y oscura, movido el lago, le devolvió su figura, la cual como viese marcharse: “¿A dónde rehúyes? Quédate y no a mí, cruel, tu amante, me abandona”, clamó. “Pueda yo, lo que tocar no es, contemplar, y a mi desgraciado furor dar alimento.”

Y mientras se duele, la ropa se sacó arriba desde la orilla y con marmóreas palmas se sacudió su desnudo pecho.

    Su pecho sacó, sacudido, de rosa un rubor, no de otro modo que las frutas suelen, que, cándidas en parte, en parte rojean, o como suele la uva en los varios racimos llevar purpúreo, todavía no madura, un color.

    Lo cual una vez contempló, transparente de nuevo, en la onda, no lo soportó más allá, sino como consumirse, flavas, con un fuego leve las ceras, y las matutinas escarchas, el sol al templarlas, suelen, así, atenuado por el amor, se diluye y poco a poco cárpese por su tapado fuego, y ni ya su color es el de, mezclado al rubor, candor, ni su vigor y sus fuerzas, y lo que ahora poco visto complacía, ni tampoco su cuerpo queda, un día el que amara Eco.

    La cual, aun así, cuando lo vio, aunque airada y memoriosa, hondo se dolió, y cuantas veces el muchacho desgraciado: “Ahay”, había dicho, ella con resonantes voces iteraba, “ahay.”

    Y cuando con las manos se había sacudido él los brazos suyos, ella también devolvía ese sonido, de golpe de duelo, mismo.

     La última voz fue ésta del que se contemplaba en la acostumbrada onda: “Ay, en vano querido muchacho”, y tantas otras palabras remitió el lugar, y díchose adiós, “adiós” dice también Eco.

    Él su cabeza cansada en la verde hierba abajó, sus luces la muerte cerró, que admiraban de su dueño la figura.

     Entonces también, a sí, después que fue en la infierna sede recibido, en la estigia agua se contemplaba. En duelo se golpearon sus hermanas las Náyades, y a su hermano depositaron sus cortados cabellos, en duelo se golpearon las Dríades: sus golpes asuena Eco.

    Y ya la pira y las agitadas antorchas y el féretro preparaban: en ninguna parte el cuerpo estaba; zafranada, en vez de cuerpo, una flor encuentran, a la que hojas en su mitad ceñían blancas.

 

Píramo y Tisbe

“P

íramo y Tisbe, de los jóvenes el más bello el uno, la otra, de las que el Oriente tuvo, preferida entre las muchachas, contiguas tuvieron sus casas, donde se dice que con cerámicos muros ciñó Semíramis su alta ciudad.

    El conocimiento y los primeros pasos la vecindad los hizo, con el tiempo creció el amor; y sus teas también, según derecho, se hubieran unido pero lo vetaron sus padres; lo que no pudieron vetar: por igual ardían, cautivas sus mentes, ambos.

    Cómplice alguno no hay; por gesto y señales hablan, y mientras más se tapa, tapado más bulle el fuego.

    Hendida estaba por una tenue rendija, que ella había producido en otro tiempo, cuando se hacía, la pared común de una y otra casa.

    Tal defecto, por nadie a través de siglos largos notado –¿qué no siente el amor?–, los primeros lo visteis los amantes y de la voz lo hicisteis camino, y seguras por él en murmullo mínimo vuestras ternuras atravesar solían.

    Muchas veces, cuando estaban apostados de aquí Tisbe, Píramo de allí, y por turnos fuera buscado el anhélito de la boca: “Envidiosa”, decían, “pared, ¿por qué a los amantes te opones? ¿Cuánto era que permitieses que con todo el cuerpo nos uniéramos, esto si demasiado es, siquier que, para que besos nos diéramos, te abrieras? Y no somos ingratos: que a ti nosotros debemos confesamos, el que dado fue el tránsito a nuestras palabras hasta los oídos amigos. Tales cosas desde su opuesta sede en vano diciendo, al anochecer dijeron “adiós” y a la parte suya dieron

unos besos cada uno que no arribarían en contra.

    La siguiente Aurora había retirado los nocturnos fuegos, y el sol las pruinosas hierbas con sus rayos había secado. Junto al acostumbrado lugar se unieron. Entonces con un murmullo pequeño, de muchas cosas antes quejándose, establecen que en la noche silente burlar a los guardas y de sus puertas fuera salir intenten, y que cuando de la casa hayan salido, de la ciudad también los techos abandonen, y para que no hayan de vagar recorriendo un ancho campo, que se reúnan junto al crematorio de Nino y se escondan bajo la sombra del árbol: un árbol allí, fecundísimo de níveas frutas, un arduo moral, había, colindante a una helada fontana.

    Los acuerdos aprueban; y la luz, que tarde les pareció marcharse, se precipita a las aguas, y de las aguas mismas sale la noche.

    Astuta, por las tinieblas, girando el gozne, Tisbe sale y burla a los suyos y, cubierto su rostro, llega al túmulo, y bajo el árbol dicho se sienta.

    Audaz la hacía el amor. He aquí que llega una leona, de la reciente matanza de unas reses manchadas sus espumantes comisuras, que iba a deshacerse de su sed en la onda del vecino hontanar; a ella, de lejos, a los rayos de la luna, la babilonia Tisbe la ve, y con tímido pie huye a una oscura caverna y mientras huye, de su espalda resbalados, sus velos abandona.

    Cuando la leona salvaje su sed con mucha onda contuvo, mientras vuelve a las espesuras, encontrados por azar sin ella misma, con su boca cruenta desgarró los tenues atuendos.

    Él, que más tarde había salido, huellas vio en el alto polvo ciertas de fiera y en todo su rostro palideció Príamo; pero cuando la prenda también, de sangre teñida, encontró: “Una misma noche a los dos”, dice, “amantes perderá, de quienes ella fue la más digna de una larga vida; mi vida dañina es. Yo, triste de ti, te he perdido, que a lugares llenos de miedo hice que de noche vinieras y no el primero aquí llegué. ¡Destrozad mi cuerpo y mis malditas entrañas devorad con fiero mordisco, oh, cuantos leones habitáis bajo esta peña! Pero de un cobarde es pedir la muerte.” Los velos de Tisbe recoge, y del pactado árbol a la sombra consigo los lleva, y cuando dio lágrimas, dio besos a la conocida prenda: “Recibe ahora” dice “ también de nuestra sangre el sorbo”, y, del que estaba ceñido, se hundió en los costados su hierro, y sin demora, muriendo, de su hirviente herida lo sacó, y quedó tendido de espalda al suelo: su crúor fulgura alto, no de otro modo que cuando un caño de plomo defectuoso se hiende, y por el tenue, estridente taladro, largas aguas lanza y con sus golpes los aires rompe.

   Las crías del árbol, por la aspersión de la sangría, en negra faz se tornan, y humedecida de sangre su raíz, de un purpúreo color tiñe las colgantes moras.

    He aquí que, su miedo aún no dejado, por no burlar a su amante, ella vuelve, y al joven con sus ojos y ánimo busca, y por narrarle qué grandes peligros ha evitado está ansiosa; y aunque el lugar reconoce, y en el visto árbol su forma, igualmente la hace dudar del fruto el color: fija se queda en si él es. Mientras duda, unos trémulos miembros ve palpitar en el cruento suelo y atrás su pie lleva, y una cara que el boj más pálida portando se estremece, de la superficie en el modo, que tiembla cuando lo más alto de ella una exigua aura toca.

    Pero después de que, demorada, los amores reconoció suyos, sacude con sonoro golpe, indignos, sus brazos y desgarrándose el cabello y abrazando el cuerpo amado sus heridas colmó de lágrimas, y con su llanto el crúor mezcló, y en su helado rostro besos prendiendo: “Píramo”, clamó, “¿qué azar a ti de mí te ha arrancado? Píramo, responde. La Tisbe tuya a ti, queridísimo, te nombra; escucha, y tu rostro yacente levanta.”

    Al nombre de Tisbe sus ojos, ya por la muerte pesados, Píramo irguió, y vista ella los volvió a velar.

La cual, después de que la prenda suya reconoció y vacío de su espada vio el marfil: “Tu propia a ti mano”, dice, “y el amor, te ha perdido, desdichado. Hay también en mí, fuerte para solo esto, una mano, hay también amor: dará él para las heridas fuerzas.

Seguiré al extinguido, y de la muerte tuya tristísima se me dirá causa y compañera, y quien de mí con la muerte sola serme arrancado, ay, podías, habrás podido ni con la muerte serme arrancado.

    Esto, aun así, con las palabras de ambos sed rogados, oh, muy tristes padres mío y de él, que a los que un seguro amor, a los que la hora postrera unió, de depositarles en un túmulo mismo no os enojéis; mas tú, árbol que con tus ramas el lamentable cuerpo ahora cubres de uno solo –pronto has de cubrir de dos–, las señales mantén de la sangría, y endrinas, y para los lutos aptas, siempre ten tus crías, testimonios del gemelo crúor”, dijo, y ajustada la punta bajo lo hondo de su pecho se postró sobre el hierro que todavía de la sangría estaba tibio.

    Sus votos, aun así, conmovieron a los dioses, conmovieron a los padres, pues el color en el fruto es, cuando ya ha madurado, negro, y lo que a sus piras resta descansa en una sola urna.”

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