EL IDIOMA CASTELLANO |
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La plaza de Melilla es puramente militar, su población esta compuesta casi en su totalidad de los cuerpos de la guarnición, el presidio, algunos hebreos comerciantes y un corto número de españoles paisanos. El gobernador militar hace de alcalde; el comandante de Ingenieros, de arquitecto municipal; el médico del hospital militar, de médico municipal; concejales lo son por derecho propio todos los jefes de cuerpo de la guarnición y un representante del comercio. En honor a la verdad, la cosa marcha como una seda, y bien pudieran muchas poblaciones de la Península tomar como modelo para la suya la administración de aquel ayuntamiento, que más parece consejo de guerra que concejo administrativo. El orden público esta encomendado a los de la Partida. Prestan sus servicios en la Partida soldados del regimiento de infantería que por turno esta allí de guarnición, y algunos presidiarios de confianza. A los primeros están encomendados los cargos de municipales y serenos, y no usan más distintivo que un galón de algodón blanco sobre una manga de su uniforme. Los segundos cuidan de vigilar el campo; obligan a los moros a no salirse de las veredas y senderos y a que depositen las armas en un puesto avanzado de la Partida antes de entrar en la plaza. Estos guardias rurales llevan para su defensa escopeta, faca y un perro con aspecto de lobo. Los tales perros han llegado a tener cierta notoriedad, y raro sera el oficial a quien le haya tocado prestar allí sus servicios por algún tiempo que no recuerde a los célebres perros de la Partida. El perro de la Partida se acuesta tranquilo lejos de los muros de Melilla, a la sombra de una chumbera, y duerme descuidado, bien seguro de que no ha de molestarle ningún rifeño. Si un moro asoma en lontananza, el perro advierte a su amo con elocuentes ladridos. La sorpresa es imposible. Y vamos ya con lo que motiva el epígrafe del presente artículo. En aquellos mares, donde dicen que en otro tiempo se pescaron perlas y corales, no ha faltado quien en época no tan remota ha pescado aves de corral, convertidas en marítimas por el ingenio y travesura de algún pistolo guasón. Los moros surten a la plaza de aves de corral, huevos, caza, manteca, miel y otros víveres, cuando no andamos con ellos a tiro limpio; pero les esta terminantemente prohibido entrar animal alguno muerto o enfermo. Los soldados de la Partida investidos del cargo de municipales son los encargados de hacer cumplir ésta y otras órdenes. Un gatera con galón blanco buscó a dos camaradas de su confianza una mañana seguidamente al toque de diana. —¿Queréis que esta tarde nos comamos un gallo en pepitoria? —les preguntó. —¿Mos vas a conviar? —¿Ta tocao la lotería, ú tan enviao guita de tu pueblo? —¡Quiá! Estoy más peleo que un plato; pero si me ayudáis, esta tarde tenemos la gran merienda. Tú, Rodríguez, te vas a estar paseando por el andén que hay entre el mar y el muro equis, desde el cuerpo de guardia a la Marina, y mucha pupila en el agua, que por allí suele haber gallos nadando; si ves alguno, lo agarras, y al avío. Tú, Sánchez, estarás hoy en la entrada del mercado; fíjate bien en los gallos que llevan los moros; he tenido noticia de que piensan pasar uno muy grande y muy hermoso medio muerto de asma. Ya sabes tu obligación; agarras el gallo, y a la mar con él. El soldado que así se expresaba colocóse a la hora convenida a medio kilómetro de la plaza, sobre el camino que a ella conduce; Sánchez en la puerta del mercado, y Rodríguez de vigía, paseando junto al muro equis y esperando asomara el delfín con cresta y espolones. —A ver, tú, morito, ¿qué llevas ahí? —preguntó el soldado de avanzada a un rifeño que marchaba en dirección a la plaza. —Llevar farruco (gallo). —Farruco estar enfermo —replicó el de la Partida. Y esto diciendo, tomó el gallo como para examinarle, cual doctísimo profesor veterinario. —¡Por Dios grande! —exclamaba el moro—, farruco estar bueno; tú estar tontón de toda la cabeza tuyo. —Mira, mira qué ojos tan tristes; mira, fíjate en esa cresta. Cuando el gallo volvió a manos del moro, tenía, en efecto, todo el aspecto de un enfermo; la cabeza caída, los ojos medio entornados, el pico abierto y las alas sin plegar. En la puerta de la plaza esperaba Sánchez. —Este farruco estar muriendo; hay que tirarlo al mar. Así se hizo. El pobre farruco, desde que estuvo en manos del primer soldado de la Partida, hasta los muros de Melilla, había entregado su alma a Mahoma. Rodríguez no se impacientaba, por más que ya llevaba una hora de paseo en el muro equis. Tenía fe ciega en su camarada, y no apartaba su vista de las orillas. El oleaje, encargado de ir empujando hacia la orilla a cuantos cuerpos flotantes caen en el mar, puso a la vista y alcance de Rodríguez el magnífico farruco de la historia del cuento. Cuando por la tarde fue desplumado, la piel del animalito presentaba junto a las entrañas las huellas de cinco dedos duros como el acero. |