PABLO GARVCÍA BAENA |
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Quiero morir de amor esta tarde en el campo.
Estoy echado solo, con Dios y mi poesía,
sobre la tierra húmeda del castañar que el viento
del otoño descrencha con su peine de frío.
Mátame dulcemente, muerte que nos acechas:
ven ahora callada, ven ahora, callada
por el sendero, ahora que el corazón me tiembla
de amor, que todavía puedo darlo sangrante
y destrozado pero como una fuente puro.
Ven que quiero contarte esta tarde en el campo,
a ti, que sólo tú podrías consolarme,
todo el amargo cauce de mi llanto secreto,
a ti, que eres la única confidente que calla.
Un pájaro vuela por los pinos. ¿Son tus alas
las que mueven las nubes brillantes por el cielo
o vendrás cautelosa avanzando en la sombra,
y no oiré ni el crujido de las hojas pisadas?
Si eres libertadora de todo sufrimiento,
no, no vengas ahora a esta cita en el campo,
si te llamo no quiero el olvido en tu sueño
sino el quedar por siempre eterno en mi recuerdo.
Ven pronto, pronto, muerte. Ven, muerte, que te llamo,
antes que el corazón se me enturbie de odios
y me ciña el deseo con sus llamas ardientes.
Antes de que despierte el desprecio dormido,
ven, y en tu dura piedra, haz mi dolor eterno.
Ven, muerte, que no quiero olvidar, y ya veo
al fondo del dolor la aurora del olvido.
Ven, que quiero morir esta tarde en el campo.
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«Allí Venecia en el otoño
adriático...» A Nadia Consolani Allí Venecia en el otoño adriático su veronés veneno verdeante, su carnaval mojado desparrama, reparte entre las manos del viajero camisetas rayadas, bucentauros, palomas ciprias hacia San Giorgio. Llegan todos ansiosos: kodak, planos, ¡oh Venecia!, tarjetas del albergo Paganelli. Oros líquidos caen de los bulbos hinchados, de las cúpulas tensas, la corrupción nos acerca entre tus brazos náyades. Chorreantes caballos patalean agónicos los desteñidos bronces. Suena el tiempo y te hundes, Venecia, erizada de escamas como un reptil heráldico, nos hundimos contigo en tu estancado páramo, en ligeros pecados como música o lluvia, frutales azafates donde bichean los vermes. Se abrazan los tetrarcas en el pórfido, presta la espada a la erosión del beso, a la campana virgen del diácono. Y te vuelves al mar, tu padre incestuoso que te posee abierta, a la costumbre, pintada actriz que sabe que el amor es moneda fugitiva, vieja opulenta que fuiste Serenísima, madre de usuras y mercaderías, en tu diván de légamo y recuerdo. Vuelves al mar. Por la Laguna Muerta el cementerio flota como un ahogado oscuro, barcazas de difuntos al olvido, riada de sollozos alejándose: Lord Byron, corazón de cornalina, indumentos gofrados de Fortuny, laureles dannunzianos, rojas gemas al cuello de Desdémona, Ana Karenina y su pamela paja —niebla al fragor de la locomotora—: «Usted puede arrastrar mi nombre por el lodo.» Arrástranos contigo, cortesana del agua, sueltos los ceñidores, los secretos, cloacas engullendo últimas resistencias, carmíneas lumbrerías del deseo. Rige la podredumbre carnal con tu tridente, caduceo florido, muslo, armiño encharcado, mientras tus muros caen al liquen de los labios, góticas cresterías hacia el fondo, hacia el silencio, lecho, adormidera, a tu fango de hastío y de sabiduría, a tu esplendente fin inexorable, Venecia
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A Carlos Castilla «¿A quién pediremos noticias de Córdoba?» Porque las piedras que amabas a la tarde han sido derribadas, talados los cipreses y su claustro de salmos silencioso, destruidos los arcos, el capitel rodó sobre la ortiga y los artesonados aplastaron blasones, soberbia, yelmos, gules... Corrió la lagartija sobre lises y las manos falaces arrasaron vergeles, enmudeció la esquila en la espadaña, abatieron dinteles, picaron tracerías, hundieron hornacinas y a la venta pusieron atauriques, teselas, surtidores, plata ilustre de ofrendas y cobraron monedas de la traición tus hijos, subastaron tus lágrimas, oh madre, patria mía. No había más belleza en este mundo. Por las calles de cal, cuando furtiva ajena sombra iba enamorada, incansable de sol a sol, tejiendo el embeleso luna a luna, telones de murallas, celosías de altas clausuras, palmas de sombra sobre tapias blancas, era ya sólo amor el escenario, la letanía armoniosa de los nombres: Muro de la Misericordia, Alcázar Viejo, Plaza de los Aguayos, Piedra Escrita, Tesoro, Hoguera, Cidros, Mucho Trigo. ¿Qué ramos de tristeza los naranjos al cielo levantaban? ¿Qué soledad y sus arpas de relente enfriaban heridas como joyas? Fuentes cegadas, oigo vuestros caños por la memoria, vivas gargantas sollozantes. Palpo el mármol, los fustes, las verdinas sobre bronces ecuestres. Aromas como anillos ciñen nupcias, suben por galerías desvaídas: jazmín morisco, lilas, ajedrea. Edén siempre perdido, concédeme el recuerdo y su llave de niebla. Don Luis se alejó por la calleja, el Duque miró el ángel dorado del ocaso, volvió al baño Lucano y tus hijos de la campiña fueron a trabajar a Düsseldorf. Amarillas banderas como présagas aves codiciosas enlutaron terrazas. Usura y avaricia la heredad repartieron destruyéndola, dividieron tu duelo, echaron suertes sobre el solar patricio, fonsque sophiae, mientras te disfrazaban percalinas para un siniestro carnaval turístico, oh inmortal, eterna, augusta siempre, oh flor pisoteada de España. (Antes que el tiempo acabe)
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“Conozco tu corazón, virgen impura” Manuel Machado
Por el bosque de libros las mujeres amadas, Ofelia o Amaranta, Jezabel o Eloísa,
como la corza blanca fugitivas y aladas
Margarita, Bilitis, Bovary, Karenina,
Cálidas como el austro o el bóreas
frías,
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Giralda de las voces... Padecía por su garganta un ave prisionera. Era la pena de la petenera y era un vuelo de llanto y agonía. Entre el celo y la muerte y la agonía de la amargura ardiendo como cera está Pastora sobre su ara ibera: Nuestra Señora del Andalucía. Cádiz de sal, Triana de la luna, Málaga del jazmín, Córdoba amante, le dan el vino denso del olvido. Y ella, que el grito y el silencio auna, raja el granado rojo de su cante y entrega el corazón y su latido.
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