—Mierda puta —maldije incapaz de conciliar el sueño. Por
si fuera poco sólo me quedaba un cigarrillo. De todas maneras me
levanté, lo encendí y me asomé a la ventana. |
Los hermanos «Dosenuno»
ver, chavales, limpiadme bien la zona_ ordenó Martínez, el encargado, señalando los cascotes de porcelana, las colillas, toda la basura, en suma, desperdigada como flores raras y enfermas alrededor del puesto de trabajo. _Que hoy nos visitan los “Dosenuno”. _¿Y esos quienes cojones son?_escupió desafiante mi compañero, Animal, que tenía atravesado a Martínez y no le pasaba una. Yo, por contra, no abría la boca en su presencia, por no tragarme las moscas gordas y verdes que revoloteaban dentro de la suya, esa alcantarilla infecta. Martínez padecía halitosis. Era un borracho de mierda al que el vino peleón había pateado las tripas hasta convertirlas en un pudridero. _Los hermanos “Dosenuno”. Los peces gordos de PINTURA_ explicó. Le hablaba exclusivamente a Animal, ignorándome. El corazón humano es obstinado, algo tontorrón, tan fatalmente ciego que nos conduce a desfiladeros, fosas sépticas... A pesar del nada disimulado paquete que Animal profesaba al encargado, quien además de un borracho de mierda era un hijoputa del dos, éste le trataba amistosamente. Como si ese paquete alojara bomboncitos de licor en lugar de la carga de amonal que activaba el odio salvaje de mi compañero. _Vienen a ver que pasa _ continuó Martínez _Ya sabéis que últimamente están saliendo muchos fallos en las tazas. Se refería a las tazas de váter, que era lo que fabricábamos en POZAL S.A. Animal y yo currábamos en la cadena de decoración. Teníamos que descargar los retretes y, de paso, supervisarlos, comprobar que no se escapara ninguno con una mota, un descuelgue de pintura, por diminuto que fuera. La gente, la gente sin imaginación, por lo que se ve se fija en esas chorraditas cuando se sienta a empujar. _Y eso de los Doseuno ¿Qué cojones es? ¿Un mote?_ volvió a la carga Animal. Cojones era una de sus palabras favoritas, seguramente porque Animal era una de esas personas sin imaginación. Martínez dio un par de pasitos en su dirección y se inclinó hacia su oreja, a juzgar por el tono jocoso que empleó, para iniciar un comentario morboso, algún cotilleo... _Es que es la hostia, je, je. Los “Dosenuno” son..._ pero no pudo terminar, pues desde el otro extremo de la nave le cortó un berrido, una orden dirigida a él. _MARTÍNEZ, DÉJATE DE CHÁCHARA, QUE YA ESTÁ... O SEA, QUE YA ESTÁN AQUÍ. Era López. El hijoputa número uno. En las fábricas las relaciones laborales funcionan de esa manera. Siempre hay alguien por debajo a quien encular y alguien por encima al que chupársela. Y Martínez se la chupaba a López, sumisa pero también devotamente, así que, como un muñequito, retrocedió esos dos pasitos y cambió automáticamente su actitud confidencial por una visiblemente autoritaria. _O sea que, lo dicho, a limpiar toda esa mierda. Ahora me hablaba a mí. Animal tenía ganado su mote a pulso, era un bestia, pero también elemental, previsible en sus reacciones, mientras que mi silencio, mi distancia, ponían nervioso al encargado. En consecuencia yo era a quien Martínez enculaba. Me volví, pues, sin decir nada y comencé a barrer. Pronto se levantó un remolino de polvo, el polen tuberculoso que expiraban aquellas flores extrañas, y no mucho más tarde, como si se tratara de una nube lisérgica, a través de ella aparecieron los dos extraños visitantes. Los hermanos Dosenuno. Intenté aparentar serenidad, que su presencia singular no me alterara hasta el punto de que ellos se sintieran incómodos, observados, incluso rechazados, pero resultaba difícil disimular los espasmos que me transmitía mi columna vertebral repentinamente transformada en una barrita de hielo. Los hermanos Dosenuno eran siameses. Cada uno de ellos tenía su propio y nada similar cuerpo pero estos se fundían en uno en sus respectivas frentes, que les malencaraban de manera que mientras uno de ellos se veía obligado a mirar hacia un lado el otro debía de orientarlo hacia el contrario. De esa manera tenían que caminar en una especie de baile de salón, el primero marcha atrás, el segundo marcándole el paso, y, supongo que por una cuestión de equilibrio el que andaba de frente era gordo, un barrilito, mientras que el que reculaba se quedaba en la esmirriada radiografía de un eructo de cerveza. Con todo aquella descompensación no resultaba lo más llamativo, puesto que sus cuerpos se apreciaban bien diferenciados, como una extraña pareja de danzantes, sino que lo que resultaba inevitablemente peculiar y hasta repelente era el lugar en que sus cabezas se unían, donde la piel se estiraba y retorcía como una loncha de queso caliente, sin que se supiera muy bien donde comenzaba uno y acababa el otro, a pesar de que existía una línea bien diferenciada a partir de la cual nacían los cabellos de los dos, siendo uno castaño y liso, espeso, y el otro negro y rizado, distribuido en circulitos como caquitas de oveja. Los Dosenuno estuvieron pululando por la nave varios minutos, acompañados de López,, Martínez y algún otro lameculos, que se movían a su alrededor torpe y tensamente, todavía no sabía muy bien si por los galones que pudieran ostentar los dos hermanos en la jerarquía de POZAL S.A. o por su apariencia monstruosa. De vez en cuando López, Martínez y sus mariachis conseguían relajarse, sonreír con algún comentario de los Dosenuno, pero pronto volvían a ponerse firmes. _¿Eso qué cojones es, un tío o dos?_ interrumpió mis observaciones Animal. Me encogí de hombros. Al principio supuse que los Dosenuno compartían un sólo cerebro pero en ese caso los movimientos de los dos cuerpos deberían estar regidos por éste, y eso no sólo no era así, cada uno de ellos disponía de una autonomía que habían conseguido sincronizar en beneficio mutuo, sino que además pronto me di cuenta de que las personalidades de cada hermano se mostraban distintas, que mis jefes sonreían cuando el esmirriado hacía girarse amablemente al gordo de manera que fuese el costado por el que asomaba su delgada cara el que les mirara, mientras que se ponían nerviosos cada vez que el gordo daba un caderazo para cambiar esa posición, desplazar a su hermano al flanco ciego y tomar la palabra él. _No se, tío, creo que son como el hermano bueno y el hermano malo_ contesté. Animal estalló en una carcajada, y su risa primitiva, me contagió, y también me ayudó a relajarme. Conseguí incluso olvidarme por un momento de los Dosenuno. _Cojones, que vienen p’aquí_ dijo, sin embargo, al cabo de un rato mi compañero y la barrita de hielo en mi columna, que había comenzado a deshacerse traspasó las paredes de mi estómago y comenzó a gotearme gélidamente en los intestinos. Como no era el momento de correr despavorido al baño intenté desahogar todo mi nerviosismo en las otras tazas, concentrarme exclusivamente en mi trabajo, en descargar y supervisar los retretes de la cinta, para no mirar a los siameses sin que resultara demasiado obvio que trataba de no mirarles; pero no había manera, percibía sus sombras tras de mi, hasta escuchaba sus respiraciones y lo único que me venía a la cabeza era la imagen de su cerebro, como una esponja con dos gajos que no habían llegado a separarse completamente. Fue, de todas maneras, mi compañero y su inteligencia de animalito, el que hubo de meter la pata, retirando una de las tazas cuando los Dosenuno y todo su solícito séquito ya se retiraban. _¿Cuales son los fallos más frecuentes?_ se apresuró a preguntar entonces uno de ellos, evidentemente el gordo, por el tono despectivo que empleó. Le hablaba a Animal, pero a éste le había bloqueado un pánico cerval, y fue incapaz ni siquiera de levantar la vista. Era una situación de lo más violenta. Los fallos de la pintura no tenían nada que ver con nosotros, y era evidente que lo que atenazaba a Animal no era, pues, la responsabilidad por los mismos, sino la apariencia extraordinaria de los siameses que todos los demás intentábamos disimular más civilizada, acaso hipócritamente. Mi compañero comenzó a tartajear y yo sentí como las miradas de Martínez y López me buscaron desesperadamente, intentando desviar la atención de Animal y centrarla en mí. _Que se jodan_ pensé, si bien no tuve valor para vengar con mi silencio el ninguneo al que me sometían habitualmente. _Salen muchas motas, muchos descuelgues_ dije, antes de que Animal lograra arrancarse y empeorar las cosas con alguno de sus “cojones”, y hasta conseguí maquear mi voz con un timbre espontáneo. De reojo observé como los músculos faciales de Martínez y López descomponían su rigidez y lamenté haberles sacado del atolladero, sobre todo a Martínez, pero no lo había hecho por ellos, quizás ni siquiera por Los Dosenuno, simplemente no podía soportar aquella tensión algo marciana. Intentaba que todo volviera a su cauce, pero no me ayudó nada mirar a los ojos al gordo, no ser capaz de ignorar el escorzo retorcido de la piel en su cuello, ni aquella tajada de cuero cabelludo como un tranchete, ni tampoco el tono hiriente de su voz, que usó en varias preguntas más. Aquel tipo era monstruoso y sin embargo, a la vez, sufría como humano aquella absurda e injusta monstruosidad, la vengaba utilizando su autoridad como un cuchillo blandido gratuitamente en el aire. Cuando agotó su arsenal de interrogantes los siameses se giraron y fue el esmirriado quien habló. Yo estaba descargando en ese momento una taza de las calificadas como “Rojo Atardecer”. _Ese color es bonito ¿verdad?_ dijo, y sonrió, y en aquella sonrisa había la misma, cálida, apasionada serenidad que en el crepúsculo de un día de verano. El contraste con las preguntas prácticas, técnicas de su hermano, acabó por descomponerme del todo y una vez que se hubieron alejado lo suficiente salí a la carrera hacia el baño. Una vez allí eché el pestillo y, me cercioré de que no había nadie más cerca. Yo no era de los que se fijaban en las motitas , los descuelgues de pintura cuando me sentaba a empujar. Por el contrario consideraba que se trataba de un acto íntimo, precisamente porque nos igualaba a todos los seres humanos, y eso me hacía pensar en la insignificancia de todos nosotros. Creía que un momento tan desagradable como aquel nos obligaba a reflexionar sobre ello, que la imaginación debía emplearse en buscar respuestas mientras los intestinos se vaciaban. _Rojo atardecer_ murmuré, por ejemplo, entonces. Había varios colores más entre las tazas que retirábamos con nombres poéticos, soñadores como aquel: azul índigo, rojo mágico, verde jazz... Otros, por el contrario, eran explícitos, sin matices de ese tipo: amarillo correos, negro pastel... Supuse que los primeros los habría diseñado el hermano esmirriado, y los segundos el gordo. Que de alguna manera los siameses formaban un sólo ser que expresaba a través de uno de ellos, el gordo, las expresiones más mundanas, más contaminadas por su instinto de supervivencia, y a través de otro, el esmirriado, las más puras, las más espirituales. Satisfecho con aquella reflexión, que podía hacer extensible al corazón humano, me encontraba ya a punto de abrocharme los pantalones cuando escuché como alguien entraba al baño, y se encerraba en otro de los compartimentos. Decidí entonces salir pero comprobé que no se trataba de una persona, sino de dos. Mejor dicho, de dos en una. Los hemanos Dosenuno. _Lo siento, estas situaciones me ponen muy nervioso_ dijo uno de ellos. _Tranquilo, hombre_ contestó el otro. No era capaz de distinguirlos, pues ahora ninguno de los dos se imponía, o cedía. Pensé que se trataba de algo lógico, que forzosamente debían de haberse acostumbrado a compartir los caprichos, las ruidandes, las urgencias más rutinarias y repulsivas, como aquella. Todavía estaba a tiempo de salir, pero entonces oí a uno de ellos comentar: _Al soplapollas ese del Martínez le canta el aliento a muerto. Y al otro: _Y el López es un chulopera. Estaba de acuerdo con las dos apreciaciones, si bien por una parte me sorprendió que también ellos dos lo estuvieran, pues comenzaba a desbaratar aquella teoría mía sobre su cerebro, y por otra me obligaba a permanecer allá pues indicaba que creían encontrarse a solas. Me quedé por tanto allá, encerrado y en silencio, esperando a que terminaran y preguntándome cómo estarían colocados en el retrete. Después aquella pregunta se convirtió en una tortura, porque pasaban los minutos y los Dosenuno no salían, por el contrario la tarea debía de estar resultándoles trabajosa, a juzgar por los jadeos que llegaban desde el otro lado de la pared. Casi instintivamente comencé a buscar un agujerito en la chapa que separaba las dos letrinas y me apliqué ya con decisión cuando ellos dos volvieron a intercambiar frases, ahora más entrecortadas y acompañadas por el ruido de ropas que se rozaban, o el pálpito de la tapa de la taza acelerado por un vaivén. _Así... así... cabrón... cómo me gusta. _Tranquilo, relájate, relájate. Por fin descubrí un plastón de papeles pegados, secos ya, que conseguí retirar sin estridencia, y tras el que apareció el milagroso agujerito. Pegué el ojo y miré: la imagen era grotesca. Cada uno de los siameses masturbaba a su hermano. El gordo estaba sentado en la taza y procedía lentamente, con delicadeza, mientras que el esmirriado, de pie, encorvado, se movía en convulsiones violentas, agitando la pelvis. Era él el que repetía: _Así...así....sigue.... sigue... Mientras el gordo intentaba calmarle: _Calla, loco, que nos van a oír. Continuaron todavía un ratito, hasta que se vaciaron prácticamente a la vez, en una perfecta comunión ahora en jadeos, espasmos y finalmente eyaculación. Después cada uno de ellos se limpió y tiraron de la cadena, momento que aproveché para volver a cubrir el agujerito. _Perdona, tío, necesitaba relajarme_ volvió a excusarse uno de ellos una vez que el calderín se hubo vaciado, mientras se lavaban las manos. _Que sí, hombre, tranquilo. De nuevo no supe ya quién era quién. Me daba igual. Aquello me había dejado petrificado. No el hecho en si de la masturbación, que consideré normal: incluso si alguna vez llegaban a mantener relaciones sexuales con otra persona cada siamés no iba a poder excluir al otro, así que no les quedaba intimidad alguna en esa materia, la más puramente física, y estaban condenados a compartirla y entonces ¿por qué no de la forma más placentera? Pero me había sorprendido la manera en que se habían tornado los roles que yo les había asignado. Pensé esta vez que su cerebro, sus dos cerebros, fundidos, al igual que sus frentes, en uno como una loncha de queso, se comunicaban por una especie de pequeño túnel en el que había un constante flujo de pensamientos, sensaciones; que toda aquella teoría del hermano bueno y el hermano malo era sólo un cuento. Luego, una vez que los Dosenuno hubieron salido dejé pasar un tiempo prudencial, tiré yo también de la cadena y volví a mi puesto de trabajo. _¿Dónde cojones te habías metido?_ me preguntó Animal. Pero no le contesté. No me creería. Y aún menos habría entendido nada. Nada de nada. PULSA AQUÍ PARA LEER TEXTOS DE VIAJES, PERSONAJES Y COSTUMBRES |