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Paulino Masip

De quince llevo una

El alfar

Memorias de un globe-trotter

De quince llevo una

    Marcelle Meritier era dueña de una tiendecita de ropas hechas cuya enseña, «Le cerf–volant», campeaba como a la mitad de la calle de la Bolsa.

    Modesto Rincón, palentino de Tierra de Campos, era un empleado, que hacía honor a su nombre, en la sucursal parisién de un banco español.

    La tienda de Marcelle se hallaba en el camino que Modesto recorría diariamente para ir y venir de su oficina al restaurant. Como está escrito que lo que no sucede en un año sucede en una hora, a nadie sorprenderá que hiciera un año y mucho más que Modesto pasaba dos veces todos los días laborables por delante de la tienda de Marcelle sin que ocurriera lo que ocurrió en un lunes, aparentemente idéntico a todos los lunes anteriores, de un ventoso mes de marzo tan ventoso como todos los marzos que Modesto había conocido desde que llegó a París.

    Y lo que ocurrió fue que, ese lunes, Modesto Rincón advirtió por primera vez la existencia terrenal de Marcelle y de su «Ciervo Volador», como tradujo nuestro nada filológico palentino.

    En ese singular momento, Marcelle estaba de pie en el umbral de la puerta de su tienda, el cuerpo apoyado con cierta languidez en una de las jambas, y la mirada, saltando por encima de los tejados fronteros, perdida en las nubecillas rosáceas de un cielo gris coloreado por los primeros, tímidos, rubores primaverales.

    Modesto venía por la calle abstraído en la preparación del menú que las preferencias de su estómago, en aquella singular mañana, singularmente apremiante, le sugerían.

    Un topetazo con un transeúnte contrario lo detuvo y le obligó a levantar los ojos.

    —Pardon.

    —Pardon.

    En los breves segundos de indecisión que siguieron al topetazo, los ojos de Modesto describieron un arco de círculo en cuyo punto y clave encontraron la figura de Marcelle. Modesto, subyugado instantáneamente por la soñadora actitud de la mujer, caminó unos pasos y se detuvo, extático, ante ella. La mirada de Marcelle se descolgó, poco a poco, de la nube a donde se había subido quién sabe en alas de qué pensamientos o de qué dulces ansiedades y, al cabo, vino a dar en la mirada de Modesto y ésta percibió un relámpago azul que la dejó deslumbrada.

    Modesto reanudó sus pasos casi a tientas. Durante un rato sintió en la espalda un calor vivísimo y punzante como si le estuvieran aplicando la lengua enardecida de un soplete.

    —Son sus ojos —pensó, y no se atrevió a volverse por miedo a quedar ciego.

    Cuando, después de comer, pasó otra vez por delante de la tienda ella no estaba y, no sé por qué extraña relación, en el mismo lugar en donde antes había sentido una quemadura —entre la sexta y la séptima vértebra poco más o menos— sintió ahora frío agudísimo.

    Por la noche, en la cama, Modesto volvió a sufrir las sensaciones alternadas de frío y calor, pinchazos de hielo y de llama, que lo preocuparon mucho, pero como no podía sacar ninguna consecuencia, ni llegar a ninguna conclusión de esas que a él, espíritu numérico, le gustaban tanto «que es lo que se trata de demostrar» pensó que el teorema estaba mal planteado y se quedó dormido.

    Pero al día siguiente, salió de la oficina con una angustia parecida a la que se padece cuando uno se quiere acordar de una palabra o del nombre de cierta persona y no puede; y es la peor de las angustias porque no tiene asidero al cual agarrarse, ni resorte que tocar, aunque sea para producir la catástrofe; angustia colgada en el vacío contra la que nada puedes sino esperar a que se deshaga sola por un golpe súbito de luz que tampoco sabes de dónde ha de provenir, ni conoces conmutador que la produzca.

    Modesto encontró pronto el punto de apoyo porque la mirada de Marcelle le estaba ya esperando. Marcelle hizo más: como si fuera un lazo arrojó su mirada al cuello de Modesto y tirando de ella fue trayéndolo hacia sí. Cuando Modesto llegó a su altura, Marcelle soltó cuerda y él pudo pasar sin detenerse. Pero la angustia se había ido y el juego se quedó en puro deleite.

    Al día siguiente, y al otro, y al otro, las miradas de Marcelle y de Modesto volvieron a buscarse y a encontrarse y a complacerse en el encuentro. Una mañana, las miradas se acompañaron de sonrisas y en esta compañía se buscaron algunas más.

    Y, al fin, en otra, la mirada y la sonrisa de Modesto se quedaron como colgadas en el aire porque no encontraron en su camino la mirada y la sonrisa de Marcelle.

    Entonces, buscando la escarpia en donde agarrarse, mirada y sonrisa se volcaron en el escaparate de la tienda y fueron a caer sobre un primoroso chaleco de punto que en él lucía.

    Inmediatamente Modesto sintió una imperiosa necesidad de una prenda de lana igual, en color, forma y tejido, al chaleco que tenía delante y, sin ningún examen de conciencia, y por lo tanto sin tenerla de que aquel umbral representaba en su vida no menos que el río Rubicón representó en la de Julio César, Modesto lo cruzó y se encontró dentro de la tienda.

    Marcelle le preguntó qué deseaba. Modesto contestó que el chaleco de punto; ella se lo trajo; él preguntó precio; ella le dijo que setenta francos; a él le pareció carísimo, pero sintió que no lo fuera más; ella sonrió mieles; él llevaba en el bolsillo el sueldo del mes recién cobrado y pagó con orgullo; ella le dio las gracias; él contestó «yo a usted», cogió el chaleco y se precipitó hacia la puerta.

No llegó a abrirla porque, a la mitad del camino, lo detuvo la voz de Marcelle:

    —Me atormenta una duda, señor. ¿Le estará bien? ¿Por qué no se lo prueba?

    —Déjelo. Es igual —murmuró Modesto.

    —¿Cómo ha de ser igual? Venga. Por aquí...

    Modesto notó que la voz de Marcelle resplandecía y quemaba, y se dejó conducir a la trastienda. Una vez dentro las manos de Marcelle cogieron el chaleco y las de Modesto no lo soltaron.

    Se estableció el contacto. Estaban a oscuras. Aquel chasquido ¿fue del conmutador o de un beso? Modesto sólo supo que el cuchitril se llenó de claridad y que vio, muy cerca de los suyos, los ojos de Marcelle.

    Entonces ella pronunció estas sencillas palabras:

    —Me llamo Marcelle, soy viuda, tengo veintiocho años y te amo.

    Y Modesto cayó de rodillas.

    Al día siguiente, Modesto llegó a la oficina con el corazón tan henchido de amor glorioso que se le derramó gota a gota en la oreja de su compañero de mesa.

    —Ya me la presentarás —le dijo éste.

    —Sí, hombre, cuando quieras —repuso Modesto lealmente, vanidosamente.

    A los tres días, Modesto le hundió el ojo derecho a su compañero de mesa porque éste se atrevió a preguntarle por Marcelle con alusiones y reticencias procaces.

    A los cinco días, recibió una reprimenda grave del jefe de su sección porque éste dijo, y Rincón no pudo desmentirlo, que había pasado dos horas, reloj en mano, en mano del jefe, con el retrato de Marcelle sobre la mesa y sus ojos sobre el retrato.

    A los ocho días, sangre, músculos, nervios, piel, cabellos, uñas de Modesto habían dejado de pertenecerle. Ahora eran propiedad de Marcelle, a cuya voz obedecían y a la de su dueño primitivo, no.

    A los diez días, Modesto le dijo a Marcelle que él no sería verdaderamente digno de ella hasta que un sacerdote santificase sus relaciones y que, no siendo digno, no podía ser feliz.

    Por toda respuesta, Marcelle, con los ojos arrasados en lágrimas, le besó en la frente.

    A los quince días justos...

    «Cuando me lo contaron sentí el frío...». No, no se lo contaron. Lo vio él mismo. Y no sintió frío —¡estos poetas!—, al contrario, fue como si hubieran abierto sobre su cara la puerta de un horno. Modesto sintió que se le chamuscaban las pestañas y en los ojos un escozor que le hacía llorar.

Aquella, como todas las tardes, Modesto, al salir de la oficina, fue a buscar a Marcelle. En una confitería del trayecto compró una bolsita de bombones y la llevaba colgada del dedo meñique de su mano derecha.

    Entró en la tienda. No había nadie. ¿Por qué el desamparo del negocio le dolió un poco más de lo normal en un futuro mercero consorte? ¿Por qué no pasó a la trastienda sin vacilaciones? ¿Por qué estuvo unos minutos clavado en el suelo, columpiando su bolsita de bombones, y por qué luego, con tácitos pasos, se acercó a la puerta y separó la cortina lenta, temerosa y, acaso, taimadamente? Y ¿por qué, Señor, cuando vio lo que vio, no se abrió la tierra a sus pies?

    El cuadro no era para menos. Allí estaban Marcelle, un hombre, un chaleco de punto y una extraña claridad que no procedía de la lámpara y que Modesto ¡ay! conocía muy bien.

    Un rugido señala su presencia, un salto de tigre la corrobora amenazante, el hombre balbucea una excusa y huye con el chaleco de punto bajo el brazo. Marcelle grita:

    —¡Se lo lleva sin pagar!

    —¡Qué importa! —replica Modesto elevándose a la altura de las circunstancias.

    Y, a continuación, la escena, la gran escena con sus reproches, sus imprecaciones, sus insultos... Entre los reproches no faltó el de los setenta francos que Marcelle le cobró por un chaleco de punto que no valía más que veinte según había sabido después; en las imprecaciones no faltó la alusión a la mujer adúltera que confundió con Mesalina; y ¿qué pluma se atrevería a transcribir los insultos de su verbo justiciero, contundente, inspirado? La mía no, por supuesto.

    Al fin, Modesto hubo de tomar un respiro, calló, y se dejó caer en una silla, sudoroso, jadeante.

Entonces Marcelle que, hurtando el cuerpo a sus dentelladas, se había replegado a un rincón, fue hacia Modesto, se le plantó delante, cruzó los brazos sobre el pecho, movió varias veces la cabeza y dijo con voz regañona:

    —Pero ¡qué raros, egoístas y absurdos sois los hombres! Si alguien te oyera no sé qué pensaría de mí. ¿Así entiendes tú la justicia? De modo que te amo, te soy fiel quince días, sólo te engaño uno ¡y todavía te enfadas!

    —¿Qué estás diciendo? —murmuró Modesto, y la pregunta no era figura retórica porque, en verdad, no percibía el sentido y la extensión de las palabras de Marcelle, la cual se las remachó con estas otras, dichas en el mismo tono entre altivo y desdeñoso:

    —Lo que oyes que bien a las claras hablo. Y te digo que me alegro mucho de que esto haya ocurrido antes de casarnos. ¡Bonito infierno me preparabas! ¿De modo que tengo contigo la atención de no engañarte más que un día cada quince, porque yo no soy como otras (y aquí Marcelle elevó la voz y le dio entonaciones de una grandilocuencia soberbia aunque algo teatral) que tienen amantes y promiscuan constantemente y tú, en vez de agradecérmelo, en vez de besarme los pies, me insultas y amenazas? ¡No, desde ahora mismo y para siempre renuncio a tu mano...!

    Modesto no quiso oír más y salió corriendo.

    Un cuarto de hora después se encontró sentado en un banco de los silenciosos jardines del Palais Royal. Ya estaba lejos, ya estaba solo, ya podía escucharse, ya podía pensar.

    Pero su cerebro era un mar tumultuoso cuyas olas lo traían y llevaban, zarandeándolo violentamente. Al fin pudo hacer pie en la barquilla de una frase que era lo único que sobrenadaba en el naufragio:

    —¡Quince y uno! ¡Quince y uno! ¡Quince y uno!

    Modesto se agarró con todas sus ansias a ella, sin mucha fe al principio, porque la barquilla parecía débil, pero, poco a poco, comenzó a sentirse seguro y luego cómodo y más tarde muy a su sabor. Vio claramente que la frase era algo más que una tabla de salvación provisional y aleatoria. Pasados unos cuantos minutos, la barquilla adquirió proporciones de transatlántico.

    Explicaré el fenómeno en un lenguaje más directo.

    A otro hombre, que no fuera empleado bancario, el martilleo del «quince y uno», expresión simbólica y numérica de la desgracia de Modesto, hubiera acabado adormeciéndolo con sopor hipnótico, pero a Modesto, por el contrario, le sirvió de acicate. Su inspiración encontró en el «quince y uno» una fórmula que en cierto modo le era habitual puesto que se parecía a otra, igualmente aritmética —«tres por cinco son quince y llevo una, siete y ocho son quince y llevo una»— que venía utilizando desde la infancia y que tenía para Rincón el prestigio de la infalibilidad. Lo único serio, respetable, verdadero, que existe en el mundo son los números. No engañan jamás y su exactitud no se altera ni con el clima, ni con la altura, ni con el tiempo, ni con el calor, ni con la política. Dos y dos son cuatro mande quien mande, haya guerra o paz, para el que cree en Dios y para el ateo, a cuatro mil metros o al nivel del mar, en una choza de caníbales y en un club de vegetarianos; dos y dos fueron cuatro para Adán y Eva y serán cuatro en el día del Juicio Final; lo son en la celda de un condenado a muerte y lo son en la alcoba donde nace el heredero del Imperio Inglés. Los números son los números y todo lo demás es poesía y ganas de perder el tiempo con mentiras.

    No tiene nada de extraño, pues, que un hombre que así pensaba —pues la elocuente exaltación de los números que acaban ustedes de leer pertenece a Modesto— encontrara en el «quince y uno» de Marcelle un cebo a la vez estimulante y apaciguador. ¡Ah, si ella le hubiera pedido perdón, si ella hubiera roto en lágrimas, si ella hubiera sacado una de esas excusas innobles que suelen las mujeres en estos casos, «me dio vergüenza», «fue un mal cuarto de hora», «perdí la cabeza»!, Modesto no tendría nada que pensar. La rotura sería insoldable moral y, acaso, materialmente. Sin el aceite de la aritmética yo no respondería de la vida de la adúltera in partibus.

    Limpio de nubes tempestuosas, de olas agitadas y de todo género de fantasmagorías, el cerebro de Modesto trabajaba ahora con la precisión de una máquina de calcular.

    Oigamos su monólogo:

    —Vamos a cuentas... Números, números... Quince y uno... Quince días y te engaño uno... De quince llevo uno... Es lo normal... Siempre ha sido así... Continuemos. Un día cada quince son dos días al mes, veinticuatro días al año, es decir, veinticuatro días, diré nublados, entre trescientos sesenta y cinco días... Si divido las dos cantidades se verá más claro. Hago la resta y tengo de un lado trescientos cuarenta y un días de sol esplendoroso, rutilante, y del otro lado veinticuatro días nada más sin la presencia del astro del día, tristes, sombríos... Realmente la diferencia es extraordinaria. Una tan favorable proporción como ésta entre los días nublados y los días de sol convierte cualquier región del mundo en admirable lugar de turismo que el oro inglés enriquece. Ni la Costa Azul, ni la Costa de Plata, ni el Levante español, gozan de tales privilegios. Probablemente no existe en el planeta un lugar tan extraordinariamente favorecido por Dios, pero, si existiera, los habitantes de ese país se considerarían bienaventurados... Sigo calculando... En diez años ¿qué pasaría en diez años? Diez años son 3.650 días... En diez años tendría 3.410 días esplendorosos, sin una sombra, contra 240 días negros y quizás algunos de ellos sólo grises y, algunos, a ratos nublados y a ratos con sol. ¡Estupendo, sería realmente estupendo, y quien se quejara merecería ser sepultado de por vida en una cueva!

    La máquina calculadora hizo aquí una pausa que Modesto aprovechó para mirar a su alrededor y advertir que había anochecido. Bajo los soportales brillaban algunas lámparas mortecinas. La blanca mole de la estatua de Víctor Hugo hundía sus fingidas rocas en los cuatro dedos de agua del estanque. El encristalado pabellón de los ajedrecistas estaba también suavemente iluminado. En cambio las sombras se habían tragado casi por completo a Camilo Desmoulins, que en un rincón gesticulaba ahora más en vano que nunca. Los escaparates de las tiendas de antigüedades y vejeces brillaban con suaves reflejos esmerilados...

Modesto volvió a su monólogo:

    —No me basta una sola prueba para demostrar si es o no razonable, justa y conveniente la proposición de quince a uno. La primera aplicación ha sido buena. Veamos otras. Aquí tengo ésta: una persona está quince días de buen humor y uno que se lo lleva el diablo; quince días saliéndole redondas todas las cosas que intenta, visitas, negocios, mujeres... (no, mujeres no, vamos a dejar las mujeres), viajes, citas con los amigos... y uno en que todo le rueda a contrapelo. ¿Qué hombre no firmaría a ojos cerrados un pacto semejante?

    Otra prueba. Si yo establezco un negocio con una persona y los dos ponemos por partes iguales el capital y el trabajo y a la hora de repartir beneficios yo me llevo quince unidades y la otra persona se lleva solamente una ¿tendría yo ni pizca de sentido si, encima, protestara?

    Y por último, la relación de quince a uno equivale exactamente al 6,666 por ciento, y ¿acaso es usurero que en el capital de felicidad que Marcelle me ha entregado, me haga descuentos del 6,666 por ciento? No, no es usura, tan no lo es que ni el amigo más íntimo te presta nada con un interés más bajo. ¿Debo decir y deducir como consecuencia que he sido tremendamente injusto con Marcelle?

    A pesar de su fe en la aritmética, Modesto no se atrevía a contestarse esta pregunta. Reconocía que eran pruebas suficientes, pero en el fondo de su alma le quedaba un vago recelo como si le faltara la demostración concluyente, aplastante, que no deja ningún resquicio por donde se cuelen dudas perturbadoras.

    Y el azar se la proporcionó.

    Seguía Modesto sentado en el banco dolido de que por primera vez en su vida la apelación a la aritmética no le hubiera satisfecho plenamente, cuando sintió que algo o alguien le andaba por las piernas. Bajó los ojos y vio un perro el cual clavó los suyos en Modesto. Era el can producto vulgar de un perro y una perra tan vulgares como él y si alguna vez había tenido amo, esto debió de ser en la primera infancia del gozque pues tanta mugre y roña, tantas mataduras y repelones, tanta flaqueza de cuerpo y de alma, la de su cuerpo visible en el dibujo de la osamenta, la del alma traducida en triste humildad, necesitan años para acumularse. Aunque a Modesto no le entusiasmaban demasiado los perros, como el estado de su ánimo lo inclinaba a la ternura, quiso hacerle una caricia, pero antes de que su mano llegara a la cabeza del can notó que un objeto extraño le golpeaba en ella. Modesto sonrió. El objeto extraño, que no tenía nada de extraño, era la bolsita de bombones que aún pendía de su dedo meñique y él había olvidado completamente.

    —Mejor que una caricia agradecería un bombón, sobre todo si es perra —murmuró Modesto acometido de un acceso de humor sarcástico insólito en él.

    Desató la bolsa y sacó un bombón, pero en ese momento le vino la ocurrencia de contar los que la bolsa contenía y averiguó que eran dieciséis... El número le estremeció... Quince y uno... Por un camino insospechado se le presentaba la ocasión de otra prueba... Quince para mí y uno para él... Aunque no tenía en sí mucha importancia quiso cerciorarse de un detalle que a su juicio contribuiría a reforzar el valor simbólico de la experiencia, examinó al animal y, en efecto, vio que era perro. Entonces, satisfecho de la coincidencia, se dispuso a desarrollar la prueba... Quince para mí y uno para él... ¡Adelante! Y Modesto, uno tras otro y con cierta premura, parte por el anhelo de verificar su fórmula aritmética, parte porque el perro se estaba poniendo molestamente gruñón, se tragó quince bombones que le empastaron muelas y dientes.

    Al terminar tomó el decimosexto entre pulgar e índice de su mano derecha y le dijo al perro con la voz enlodada y churretosa de dulce:

    —Quince para mí y uno para ti...

    El bombón decimosexto desapareció en las fauces caninas.

    Aquella noche Modesto durmió muy mal y amaneció con treinta y nueve grados de fiebre... Le duró varios días... Al tercero Marcelle lo supo, fue a verlo y se dedicó a cuidarlo todas las horas que la tienda le dejaba libres.

    Cuando Modesto recobró la conciencia preguntó a Marcelle:

    —¿Qué ha dicho el doctor que he tenido?

    —Un empacho —respondió ella.

    —¿Empacho?

    —Sí.

    Modesto rompió a reír alegremente.

    —¿De qué te ríes? —preguntó Marcelle, extrañada.

    —De alegría porque me voy a casar contigo.

    Marcelle intentó aclarar...

    —Pero...

    —¡Nada, nada...! Todo está resuelto...

    Cuando se quedó solo, Modesto, feliz, murmuró:

    —Los números no fallan nunca, se apliquen como se apliquen... La proporción de quince a uno es magnífica y me conviene mucho... (Se echó a reír). Me conviene tanto que en cuanto me descuide ¡me voy a empachar!

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El alfar

    —¡Señor Bautista!

    El viejo levantó la cabeza y sus ojos, deslumbrados por el resplandor de un sol de media tarde, buscaron tanteando el rostro de quien le hablaba. Al fin lo halló y se le quedó mirando acaso sin verlo, sin querer verlo.

    Sebastián, el quincallero, un mocetón desenvuelto, arrebolado, se echó a reír.

    —¿Se había usted dormido, abuelo?

    —No, Sebastián —dijo el señor Bautista tristemente—, no dormía...

    —Bueno, pues yo sólo quería decirle adiós, porque ya me voy. Y usted ¿a qué espera?

    El viejo movió levemente los hombros.

    —Vea usted —prosiguió el mozo—, aquí no queda nadie. Yo porque me entretuve echando una partida de mus y unos tragos... Vamos, levántese, hombre...

    El señor Bautista permaneció inmóvil. Ni siquiera giró los ojos para comprobar la afirmación de Sebastián quien siguió diciéndole:

    —Lo que no se ha vendido a estas horas ya no se ha de vender y tiene usted una jornada muy larga... Se dio mal el día, ¿verdad?

    Ambos habían venido al mercado semanal de Barruelos, por la mañana, muy temprano. Sebastián con su carga de quincallería que otra vez gravitaba, casi íntegra sobre los lomos de su mula y el señor Bautista con las piezas de alfarería amontonadas delante de él, en el suelo. Eran dos los montones: uno, el más grande, de cacharros de índole utilitaria: pucheros, ollas, alcarrazas, botijos, platos, tiestos, cazuelas, tazas; el otro, mucho más chico, lo formaban piezas de intención artística: toscas y graciosas figuritas de barro cocido con esmaltes de colores brillantes, azules, verdes, morados, amarillos, que representaban picadores, bailarinas, frailes, soldados y, revueltas con las figuraciones de tipos humanos, otras de humildes animalitos de Dios, burros, cerdos, perros, gallinas, y, todos, obra de diestras manos del hijo del señor Bautista que tenía su alfar a tres leguas del pueblo, en la ladera de un monte que daba la mejor arcilla de la comarca.

    Sebastián tenía razón. El día se había dado muy mal, no cabía peor, apenas unos céntimos de venta. Trabajo y viaje perdidos. Una desolación más sobre tantas desolaciones que le habían caído encima.

    La ancha plaza de Barruelos estaba desierta. El bullicio sonoro que la había llenado durante la mañana, era, ahora, silencio profundo. Sólo algunos chiquillos y perros en amigable competencia correteaban husmeando los relieves que habían dejado los puestos de verduras, frutas y averío.

    —Anímese, abuelo, que no se le haga tarde... Y no se preocupe. Tal día hará un año... Hasta la próxima.

    Sebastián arreó su mula y desapareció también.

    El señor Bautista no contestó. Luego, maquinalmente, sacó la petaca y lió un cigarro. Se lo puso sobre el labio inferior cerca de la comisura izquierda y encendió una cerilla. Le llamó la atención algo que brillaba enfrente de él, a la puerta de la fonda. Era un automóvil, grande, lujoso, pintado de verde claro o que los rayos del sol aclaraban.

    Atraído por los vívidos reflejos que la extraña bestia despedía, al señor Bautista se le olvidó prender el cigarro y no se quemó los dedos cuando la llama de la cerilla le llegó a la piel porque ya no había fuego que pudiera quemarle. La apagó entre las yemas, encendió otra y con ella el cigarro y volvió a hundir la cabeza entre los hombros. Así permaneció inmóvil como una pieza de barro más sin otro signo de vida que el aleteo de la brasa del cigarro en la boca.

    Bien sabía que era la hora de recoger porque si le cerraba la noche en el camino hacia el alfar —una vereda de cabras serpenteando barrancos— corría grave riesgo de mal paso y de rodar tras él hasta lo hondo, pero no tenía ninguna gana de moverse. Estaba entumecido por dentro y por fuera, agarrotados el alma y el cuerpo por los años y las desgracias. Su nuera había muerto hacía dos meses. Una buena mujer sin otro defecto que ser, como criada en la capital, algo fantasiosa, de cintajos, pomadas y perendengues. Lo malo fue que llevó ese defecto hasta en la manera de morirse. No murió como suele morirse la gente del campo, como habían muerto los suyos, que un día se pusieron enfermos, que otro día amanecieron peores, que vino el médico una vez y dijo que aquello no tenía remedio y no valía la pena de que volviera, que vino el cura y que, a unos más pronto y a otros más tarde, en la propia cama y sin moverse les tomaron la medida de la caja.

    Su nuera no. Enfermó de no sabía qué tumores malignos y hubo que llevarla a la ciudad y abrirle el cuerpo en rueda de médicos y cuántos viajes y trastornos y gastos para acabar, lo mismo que los demás, entre cuatro tablas de pino. Todo, pura fantasía que costó el poco dinero que había en la casa y préstamos y empeños que sabe Dios cuándo se saldría de ellos.

    Y desde entonces el hijo enfermo con un mal interior, que le había roído las carnes y amenazaba roerle los huesos, y lo tenía sin fuerzas, ni ganas de trabajar. ¡Cuántos golpes de tos, cuántos ahogos no le habían costado las dos hornadas que estaban allí, en el suelo, despreciadas como malditas! ¡Oro valía cada puchero, cada botijo, cada figurita y ni unos céntimos querían dar por ellos! Y ahora otra vez a casa con la carga, ¡otra vez!

    Mucha falta le hacía el dinero, pero le dolía menos que el desprecio hacia la obra de su hijo. Aquellos cacharros que ofrecía a la curiosidad impertinente de los compradores no estaban hechos con barro, no; estaban hechos con la sangre, con la vida del hijo de sus entrañas. ¡Eran sagrados! Y por eso, quizás, no había vendido casi ninguno. Le ofendía y exasperaba tanto el regateo miserable del céntimo que se peleó con todos los que no aceptaban a la primera los precios que el señor Bautista les ponía.

    Pero a estas alturas el sentimiento de la dignidad lo había abandonado cobardemente, y sólo le quedaba, mordiéndole, la terrible realidad de su impotencia. ¡Todo perdido, trabajo, viaje y esperar, esperar!

    Lo sacudió un tumulto de voces, gritos y carcajadas que irrumpió en la plaza. Provenían de un grupo de personas —tres hombres y tres mujeres— que habían salido de la fonda. Eran todos jóvenes, gente de ciudad a juzgar por las ropas y, en defecto de este testimonio, por la insolencia que probablemente multiplicaba la abundante comida y los copiosos vinos. A uno de ellos le falló la garganta y se ayudó haciendo sonar el claxon y la bocina del coche, estrepitosa y machaconamente.

    Los pocos vecinos que andaban por la plaza o bajo los soportales se detenían para mirarlos con curiosidad recelosa y despectiva.

    El señor Bautista los miraba atónito. ¿Podía haber en el mundo tanta juventud, tanta belleza, tanta alegría?

    Los seis forasteros seguían gritando, cantando, riendo, riendo; manoteaban, corrían de un lado para otro, se abrazaban.

Pese a sus alharacas, se veía que los dominaba una cierta indecisión. Sí, querían hacer algo y no sabían qué. Estaban en un singular momento de euforia física y espiritual, pero ni el lugar ni la hora se prestaban para los grandes arrebatos.

    Cansado de gesticular en el vacío, uno gritó:

    —¿Qué hacemos, muchachos? ¿Qué hacemos?

    Se reunieron en corro. Deliberaron. No se les ocurrió nada.

    —¡Ideas! ¡Ideas!

    —¡Abajo las ideas!

    —¡Un plan!

    —¡No hay plan!

    —¡Planrrataplán plan plan!

    Aplausos para el de la ocurrencia tamborilera y unánime imitación de redobles.

    Pero un minuto después se cansaron del juego infantil. Había que inventar otra cosa, algo que los arrastrara y les diera un quehacer... Volvieron a deliberar en corro. Los cerebros chirriaban en vano. Una de las mujeres apostrofó a los varones:

    —¡No se os ocurre nada porque sois muy brutos!

    —Lo mejor es que nos vayamos de aquí —dijo otra.

    —Si no sabéis divertirnos, ¿para qué nos sacáis de casa? —gritó la tercera.

    —Y ¿por qué no nos divertís vosotras que sois la gracia y la sal de la vida? —replicó el que se había entretenido tocando el claxon.

    Las tres mujeres protestaron indignadas. Pero, en esto, el joven del tamborileo las mandó callar.

    —¡Silencio! ¡Vista a la plaza!

    —¿Qué ocurre?

    —¡Miren!

    Los otros cinco obedeciendo, desparramaron miradas escudriñadoras por el desierto ámbito.

    —¿Qué ven? —preguntó el director circunstancial del grupo.

    —Veo una plaza que limita al norte con la iglesia, al este con la casa ayuntamiento, al oeste con unos soportales y al sur con nosotros —canturreó fingiendo gangosidades infantiles el tamborilero...

    Grandes aplausos de todos.

    —Muy bien, muy bien... ¿Y en el centro de la plaza?

    —Unos árboles raquíticos y atado a uno de ellos cierto burro que a lo mejor es flautista… —replicó el otro en el mismo tono.

    —Y ¿delante de los árboles, en nuestra dirección?

    —Un anciano de rostro consumido y manos sarmentosas que está sentado en una albarda perteneciente al burro antes citado.

    Los otros cuatro personajes seguían el juego de preguntas y respuestas muertos de risa.

    —Y el sarmentoso anciano que está vestido con un traje de pana negra y lleva gorra de visera negra también, detalles importantes olvidados por el alumno, ¿qué tiene delante de sí?

    —Dos montones de cacharros de loza.

    —Y ¿qué se puede hacer con esos cacharros?

    —Romperlos.

    —¿Cómo?

    —A pedrada limpia...

    —¿En dónde están las piedras?

    —A nuestros pies. Y como dice el refrán que lo que abunda no daña, podemos utilizarlas sin miedo.

    No había terminado de hablar cuando ya las mujeres tenían en sus manos sendas piedras. Viéndolas tan decididas con los ojos brillantes, los hombres se echaron a reír.

    El más filósofo de los tres que era, naturalmente, el que se había mantenido en segundo término activo, comentó líricamente:

    —¡Mujer, mujer, o amas o destruyes!

    —Pues como no es hora de amar, porque las circunstancias nos lo impiden ¡viva la destrucción! —gritó una de ellas, alta, pelirroja, encendida de color, el cuerpo macizo, al tiempo que adoptaba la actitud del discóbolo.

    —¡O besos o pedradas! —precisó otra, morena ella, abundante de carnes a simple vista bien repartidas.

    Y la tercera, una rubita de aspecto dulce y delicado, hizo bueno el dicho popular que recomienda no fiarse de las apariencias al levantar el brazo armado del pétreo proyectil y diciendo a la vez:

    —¡Voto por la rotura!

    Les cortó el viaje el que había llevado la voz cantante:

    —¡Un momento, señoras! No olviden que quien rompe, paga.

    —¡Pues paguen! —gritaron las tres mujeres a coro.

    —Parlamentemos...

    El señor Bautista se vio de pronto rodeado por las tres parejas. Le costó trabajo entender sus proposiciones parte por su propia extravagancia, parte porque los seis hablaban a un tiempo... ¿Comprarle toda la mercancía?

    —Sí, toda. ¿Cuánto quiere por ella?

    —Pero ¿toda? —volvió a preguntar el viejo con asombro receloso.

    —Sí. ¿Cuánto vale?

    Hablaba, al fin, sólo el director. Las mujeres examinaban curiosas el montón de las figuritas de barro.

    —¡Mira qué graciosa esta bailarina!

    —¡Y ese picador!

    —¡Y el fraile!

    El señor Bautista oía los elogios complacido, pero no disminuía su recelo.

    —Pero ¿para qué los quieren?

    —Eso no le importa. Usted diga el precio, se lo pagamos y nada más.

    —Pues la verdad, no sé...

    —Eche cuentas...

    El viejo se quedó pensativo. Necesitaba una explicación plausible de aquella fantasía, entre otros motivos, para creer en su veracidad y no caer de tonto en una broma de mal género. Al fin la encontró: «¡caprichos de señoritos borrachos!» Pero tenían razón ellos. A él ¿qué le importaba? Sin embargo continuó exponiendo sus dudas hasta que la insistencia de los inusitados compradores las desvaneció.

    Hizo sus cálculos a ojo de buen cubero, llegó a una cifra, la aumentó en algunos guarismos, porque los caprichos se pagan, y dijo:

    —Veinticinco duros.

    La rubita gritó:

    —Es regalado. ¡Paguen!

    Pagaron. El señor Bautista tenía ya el dinero en sus manos y aún no podía creer tamaña suerte. La alegría le humedeció los ojos. Muchas ganas le acometieron de darles las gracias, de besarles las manos, pero su reserva campesina lo contuvo. Se limitó a decirles:

    —¿No me necesitan para nada?

    —¡No! ¡No!

    —¿Ya me puedo ir?

    —¡Y cuanto antes, mejor! ¡A casa, a casa!

    El señor Bautista cogió la albarda y la red y se encaminó hacia el burro. Le temblaban las piernas. Nunca había sentido una emoción tan grande. Era protagonista de un milagro... sí, un milagro, aquello era un milagro...

    Mientras el viejo atalajaba su burro, los compradores deliberaban, con gran algarabía, sobre el procedimiento de la cachiza que querían hacer. Triunfó el concurso de tiro al blanco con dos distancias, una para las mujeres y otra para los hombres. El director se encargó de medirlas y colocar el primer objetivo, un botijo panzudo en el horquillo que formaba con el tronco la rama baja de uno de los árboles. Los demás se dedicaron a recoger proyectiles.

    El señor Bautista, que ya se disponía a montar en su burro para emprender el regreso hacia el alfar, vio esas maniobras y esperó, intrigado. ¿Qué demonios hacían? Pronto se dio cuenta del aleve propósito, pero le parecía tan monstruoso que no lo quería creer. Sin embargo, allí estaban ellos y ellas amontonando piedras y allí el botijo de blanco. ¿Serían capaces? El señor Bautista palideció. ¡Pero, no, no era posible!

    Pero en esto la rubita angelical no pudo contenerse más tiempo y, faltando al pacto, arrojó con toda la fuerza que pudo las dos piedras que traía en las manos no contra el blanco sino contra el montón, inerme por decirlo así, de pucheros, cazuelas, etc. El estrépito fue tremendo y la cachiza espantosa. La morena y la pelirroja, estimuladas por el ejemplo de su compañera, y para no ser menos que ella, dispararon también las suyas.

    En vano los hombres gritaban:

    —¡No vale! ¡No vale!

   El espíritu de destrucción soplaba sobre las tres mujeres, y nadie podría, al parecer, contenerlo. Una voz extraña, ajena, los detuvo.

    —¡Alto! ¡Alto!

    El señor Bautista, descompuesto, enloquecido de dolor y de rabia, se interpuso entre ellos y los montones de cacharros.

    —¡Alto! ¡No quiero, no quiero! ¡Eso no, eso no!

    La primera en recobrarse fue la rubita que dijo, desdeñosa:

    —Y ¿quién es usted para querer o no querer? Estos cacharros son nuestros...

    —No, señora —gritó el anciano.

    —Usted nos los ha vendido.

    —Pero no para romperlos...

    —Para lo que nos dé la gana... Nuestro dinero nos cuestan.

    Los tres hombres se habían acercado...

    —Pero romperlos nunca. ¡Eso es un crimen, un crimen!

    Intervino el tamborilero.

    —Usted dirá lo que quiera, pero apártese porque los hemos comprado para divertirnos...

    El señor Bautista estaba lívido, frenético de ira... Se metió las manos en la faja y saco los billetes de la venta...

    —Si sólo sirve para hacer daño aquí está su cochino dinero...

    Y arrojó los billetes al suelo.

    El filósofo, conciliador:

    —Pero, ¿a usted qué le importa, buen hombre?

    El señor Bautista quiso decirles que aquellos cacharros, por hijos de su hijo, eran nietos suyos, criaturas vivas amasadas con dolor y esperanza y nacidas con un fin tan noble y delicado como el de las criaturas de carne y de sangre; que, destrozarlas sin que hubieran cumplido su misión de servir en los hogares, unas, de alegrar, otras, el corazón de las almas sencillas, era un asesinato repugnante y más odioso porque las víctimas ni siquiera se podían defender, ni siquiera podían gritar; que las personas capaces de cometerlo serían, cualquier día, capaces de asesinar a sus propios hermanos por la misma monstruosa necesidad de ahogar el tedio de sus almas vacías...

    Y muchas cosas más a tenor de éstas hubiera dicho el señor Bautista; pero no hallando las palabras, angustiado por su impotencia, rompió a llorar y se lanzó de bruces sobre los montones de loza.

    Y allí se quedó, abrazado a los trozos puntiagudos que le herían las manos y el rostro, gimiendo convulsivamente.

    La rubita angelical murmuró:

    —¡Nos ha fastidiado el viejo!

    Y, volviendo la espalda, se marchó hacia el coche.

    Los otros la imitaron encogiéndose de hombros.

    El filósofo se quedó el último. Miró al señor Bautista, miró el dinero desparramado en el suelo, hizo un cálculo mental sobre lo roto y lo indemne, y, con mucha honradez y no escasa generosidad, recogió quince duros y dejó el resto.

    Los otros ya lo llamaban con el claxon.

    No mucho después, el alfar del señor Bautista y de su hijo ardió en llamas. Fue la rotura grande.

    Era la guerra civil.

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Memorias de un globe trotter

    Yo, señores, nací, hace treinta y tantos años, en un pueblecito belga, un pueblo muy lindo con su torre puntiaguda y sus tejados de pizarra, y su canal al costado. En ciertas horas, el canal tenía reflejos de espada y mi pueblo tomaba, entonces, un aire decidido y guerrero: en otras horas, cuando sonaban los carrillones de la iglesia y las más tenía un aire blandamente campesino, dulce y craso. Y siempre ya fuera guerrero, místico o campesino deba tal sensación de artificio, que nos hacía decir: «Nuestro pueblo parece de juguete». Luego supimos por qué.

    Cuando estuve en edad de elegir oficio, mis padres dejaron que siguiera los impulsos de mi vocación. Me costó algún tiempo lograr que mi vocación hablara. Es decir, no habló nunca. Confieso que tomé su nombre para superchería. Dije que mi vocación mandaba que yo fuera cerrajero y exclusivamente cerrajero. Al oírme, mis padres temblaron, pero no se atrevieron a rebelarse contra mi sino.

    Los pobres viejos tenían razón para quejarse. En mi pueblo no se hacían casas nuevas, ni se cerraba ninguna puerta de las viejas porque no había ladrones ni forasteros. Ser cerrajero en un pueblo donde nadie sentía la necesidad de cerrar nada, era el deseo de vivir alegre y dignamente sin preocupaciones de vanidad o de codicia. Cursé el aprendizaje en la ciudad y, ya sabio en el arte, me instalé en mi pueblo.

    En seis años sólo una vez se utilizaron mis servicios. A uno de los vecinos se le murieron, en pocos meses, la mujer y todos sus hijos. El dolor lo volvió loco y me mandó que le pusiera cerraduras y cerrojos en todas las puertas y ventanas de su casa para que la muerte no pudiera entrar a buscarle a él. Menos mal que, al poco tiempo, se lo encontraron muerto en la cama estando todo cerrado. La gente rió y se dijo: «Para la Muerte no hay cerrojos que valgan». Si llega a vivir unos años todos se hubieran contagiado de su locura. Se les notaba ya la preocupación y a mí me hacía temblar.

    Pero no sucedió, y no habrá habido hombre que haya sido tan feliz como lo fui yo en aquel tiempo. A la puerta de mi taller siempre había una cómoda banqueta que ocupaba, siempre, mi persona; al lado de la banqueta, en el suelo, un gran jarro de cerveza que mi brazo alcanzaba sin esfuerzo y todas las chicas del pueblo, siquiera una vez al día, pasaban por delante de mi puerta para que Hans, el cerrajero, las viera y les dijera cosas graciosas y sanamente intencionadas. La muchacha que al irse a acostar no encontraba en sus mejillas la flor encarnada, que una palabra de Hans había hecho nacer, sentía en su corazón el dolor de un día perdido.

    No hay nadie tan respetado como el que tiene una profesión que no le sirve para explotar a sus semejantes y, por eso, el cerrajero Hans era conocido en todo el contorno como un hombre amable y admirable.

* * *

    Un día el terrible soplo de unos pulmones de gigante removió, sacudió, azotó el aire denso que, como la niebla en los valles, se había posado en las plazas y calles de mi pueblo. Era la guerra. Otro día —¡buum! ¡buum!— todo el pueblo se deshizo como si fuera de juguete. ¡Ya lo sabíamos nosotros! Las casas, mi taller, mi banqueta, mi jarro de cerveza y las chicas que pasaban a verme, se desfiguraron como piezas de un puzzle y cada cosa pasó a formar parte de otro cuadro muy distinto.

    A mí me cogieron, me vistieron uniforme y me dieron un fusil. Yo les hubiera dicho que no era mi vocación, pero no me preguntaron nada y no pude decirlo. Creo que estuve —siempre con el fusil al hombro— en Rusia y en los Balcanes y en el Norte de Italia. También me parece que estuve en el frente francés corriendo entre dos columnas con unos papeles en la mano. No sé por qué les entró esa manía de llevarme de un sitio a otro sin parar.

    Y otro día, nos llamaron a mí y a otros muchos, y nos dijeron: «Ya os podéis ir. Esto se ha terminado».

    Volví a mi pueblo. Yo, solo, no lo hubiera sabido encontrar; pero alguno de mis antiguos convecinos, que no se habían ido tan lejos, lo recordaban todo mejor.

    —Aquí está tu taller, Hans —me dijo uno.

    Yo me senté en un pedrusco y dije alegremente:

    —Ya estoy otra vez en el umbral de mi puerta. No ha pasado nada.

    Pero alargué la mano para tomar mi jarro de cerveza y cogí el casco de un «peludo»[1]. Esto me puso muy triste y me hizo gritar:

    —¡La guerra era una cochinada!

    Los que estaban cerca, me oyeron y rieron:

    —¿Ahora te enteras, Hans?

    Luego me llamaron para que celebráramos consejo, al amparo de la única pared que quedaba en pie. Uno hablaba y los demás oíamos:

    —Tenemos el deber de reconstruir nuestro querido pueblo. El Gobierno nos ayudará.

    Hablaba como si tuviera en la tripa una fuente de cerveza. Se me secaban los labios sólo de oírle. Me alejé. ¿Reconstruir? Empecé a contar los cerrojos que tendría que hacer. Ahora todos se habrán vuelto suspicaces y, como tienen poco, querrán guardarlo bien. Una, dos, veinte, cincuenta. ¡Más de doscientas cerraduras! ¡No, no!

    Hans, el cerrajero, no debía perder su prestigio. «Cambiaré de oficio» —me dije—; pero en seguida vi que no podía ser. Uno tras otro, todos vinieron a buscarme, para que les pusiera ¡inmediatamente! candados y cerraduras hasta en las cajas de cartón de los zapatos. Se habían vuelto tan roñosos y tan malos que la pena me hizo volver a decir:

    —La guerra era una cochinada.

    Y, en cuanto se hizo de noche, comencé a andar y andar.

 * * *

    Dormí en una trinchera alemana, regiamente. La luz del día me puso en pie. Ordené huesos y músculos con unos desperezos y subí a la superficie para seguir mi camino. En el mismo borde de la trinchera encontré a un amigo del pueblo.

    —Te estaba esperando, Hans. Anoche te seguí. ¿Adónde vas? —me dijo.

    —No sé.

    —¿Tienes prisa? ¿Y rumbo?

    —No tengo prisa, ni rumbo. Busco un asiento cómodo, un jarro de cerveza y unas chicas guapas que pasen delante de mí para que yo las mire y me recree. Quiero ser Hans, el cerrajero.

    —Yo puedo ayudarte. También yo busco una cosa buena que he perdido. ¿Quieres que demos la vuelta al mundo? ¡Quién sabe!

    —Si encuentro el umbral de mi taller no seguiré.

    —Ni yo, si encuentro lo mío.

    Y comenzamos a andar.

    Así fue como Hans, el cerrajero, se convirtió en «globe–trotter». Mi compañero encontró lo que buscaba sin salir de Francia. En un hospital. Cuatro años viendo a la Muerte, a todas horas, lo habían enamorado de ella.

    Yo seguí.

    Cuantos más días pasan y más tierras ando menos esperanzas tengo de encontrar mi silla y mi jarro de fresca cerveza y los azules ojos que me miren amorosamente. Pero no puedo detenerme....

[1] El apodo “peludo” (en francés “poilu”) hace referencia a los soldados franceses de la I Guerra Mundial.

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