POESÍA RELATOS Uno de tantos |
Me da miedo quererte. Es mi
amor tan violento
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CELOS |
_¡Qué té más rico! _Es muy bueno, ¿verdad? _Riquísimo. ¿Dónde lo compras? _No sé. Me lo ha regalado Paulina Insúa. Pero si tienes interés... _¡Ya lo creo! Es verdaderamente exquisito. ¡Y con lo que a Federico le gusta! _ ¡Ah! Pero ¿a tu marido le gusta el té? _Muchísimo. Además, lo toma por prescripción facultativa, para adelgazar. ¡ Y si vieras qué bien le sienta! _¡Ah! ¿Sí? _Es un remedio infalible. _En efecto: estás más delgada. _¿Quién?.. ¿Yo?.. No... Lo mismo. _No, no: estás mejor, muchísimo mejor. i _¡Ya lo creo! Estás muy bien ahora. ¡_Mujer, no digas... Tenía razón. Todavía estaba demasiado gruesa, «un poquitito demasiado gruesa». De sobra lo sabía ella y bastante hacía la pobre por cvitarlo, sujetándose resignada y sumisa a toda una serie de torturas, que empezaban por el corsé, seguían por el plan nutritivo y terminaban con las poleas y el masaje; pero, a pesar de todos los medios y remedios, la carne persistía en rebelarse pujante y opulenta, oprimiendo las ballenas hasta deformarlas, descosiendo costuras, haciendo estallar botones y corchetes, rebosando por el cuello de las blusas en una sotabarba redonda, tierna, suave, satinada, blanquísima. _¡Tú sí que estás bien! María Luisa sonrió, halagada, satisfecha de sí misma, convencida de la omnipotencia de su hermosura. Diríase que tenía el privilegio de paralizar la acción del tiempo, de hacer que los días pasasen resbalando. _¿ Quieres más té? _Sí, un poco. La doncella, que entraba con una tarjeta, las interrumpió: _Señoritas ... María Luisa cogió la tarjeta y dio un grito: _Pero ¡qué cinismo! ¡Qué insolencia! ¿Tú ves? _¡Cómo! ¿Es él? _El mismo. ¿ Qué se habrá figurado ese hombre? Quedose un momento indecisa, nerviosa, repiqueteando con las uñas la mesa, mordiéndose los labios, brillantes de indignación los ojos. _Dígale usted que no estoy..., que no recibo..., lo que usted quiera... ¡No faltaba más! Pero antes de que la doncella se marchase rectificó: _No, espere usted, dígale que pase. Es mejor. Así acabaremos de una vez. Y volviéndose a Carmen, que aprobase con la cabeza: _¿No te parece? _Pero ¿qué es lo que quiere? _No sé... Ahora veremos... Ahí está. |
Sí, allí estaba, en la puerta del gabinete, inmóvil, algo pálido, algo descompuesto, un poco desconcertado, el sombrero en la mano enguantada, rígido el cuello bajo el almidón de la camisa. Era un hombre de unos treinta y cinco años: algo más, a juzgar por las canas que le plateaban los aladares; algo menos, por la expresión de su cara tersa y sin arrugas. Comenzó balbuciendo: _Señora..., yo me permito rogar a usted..., yo le suplico..., comprendo..., reconozco que..., realmente, no es esta la forma más correcta... Ella le atajó, irritada y nerviosa: _No, perdone usted: no se trata de esto. Ya ve que le he recibido. Él se inclinó: _Señora... _Pero si lo hice, comprenderá que ha sido única y exclusivamente para que termine esta situación enojosa y ridícula, a la que yo no he dado motivo. Necesito que me explique con qué derecho se ha permitido usted conmigo una confianza que no está justificada por nada, para la cual yo ni no he dado jamás, ¿entiende usted?, ¡jamás!, el más insignificante pretexto. Estaba soberbia, de pie en medio de la estancia, erguido el cuerpo, los labios convulsos, la mirada amenazadora y altiva. Él palideció más todavía. Quíso hablar y la voz se ahogó en la garganta. Ella insistió, implacable: _Bueno; veamos qué es lo que tiene usted que decirme. _Señora, yo le ruego... Le suplico que tenga la bondad de escucharrne. _Le agradeceré que sea muy breve. _Muy breve. Es una historia que está contada en dos minutos. _Perdone usted; no creo que haya ninguna historia que contar. El hecho se reduce a que usted, sin conocerme, sin haber hablado jamás conmigo, sin que a mí le una trato ni relación de ningún género, se ha permitido la..., yo no sé realmente cómo calificarlo..., la... "humorada" de regalarme una pulsera de brillantes. Francamente, no me explico, crea usted que no comprendo... _Es verdad; todo eso es verdad. Y le aseguro a usted, señora, que lamento con toda mi alma lo sucedido, y que si vengo a importunarla es precisamente para darle todo género de satisfacciones y de excusas. _La mejor satisfacción habría sido no insistir. _ 0h, no. De ninguna manera. En ese caso yo quedaría bajo el peso de una acusación, que necesito a todo trance desvanecer. Tenga usted en cuenta que si yo me he permitido enviarle ese... esa pulsera, ha sido en la creencia, en la seguridad absoluta de que usted no sabría jamás quién era la persona que se la enviaba. _Pero ¡eso es ridículo! ¿Cómo es posible que usted creyese que yo podía aceptar un regalo sin saber de quién era? _Es que yo había tomado muy bien mis precauciones. _Muy bien. _No se burle usted. Usted sabe que, sin la indiscreción imperdonable del joyero, a estas horas seguiría usted ignorándolo. Yo no podía suponer que aquel hombre faltara a lo que yo considero un secreto profesional. Pero es más: yo no creí nunca que usted pudiera descubrir quién era. El estuche no tenía indicación alguna. La forma en que llegó a sus manos... _Todo eso es inocente. En Madrid no hay más allá de media docena de plateros que sepan construir una joya semejante. _¿ Y usted los visitó a todos? _¡Naturalmente! Yo no podía, de ningún modo, aceptar un regalo para el cual, repito, no había dado el menor pretexto. _Pero convenga usted en que, sin la indiscreción de aquel hombre... _Caballero, estamos desviando la cuestión. Aquí de lo que se trata es de que usted, sin motivo, sin pretexto que le autorice... _Sí, señora, eso es..., eso es precísamente de lo que quiero, de lo que yo necesito justificarme y para lo cual vuelvo a suplicarle encarecidamente que me escuche. María Luisa le miró de alto abajo, más sorprendida en verdad que indignada; se apoyó en el respaldo de una silla y... _Bien: diga usted. Él se concentró en sí mismo; vaciló un momento. como si no encontrase la forma de empezar, y por fin se lanzó resuelto y decidido: . _Señora... : hace diez años... (perdóneme usted, no tengo más remedio), hace diez años yo era un pobre periodista que se ganaba la vida escribiendo crónicas y componiendo versos. Mis amigos aseguraban que yo tenía muchísimo talento, que mis trabajos eran admirables y que yo llegaría a hacer grandes cosas. _Y hay que reconocer que no se engañaban. _Gracias. muchísimas gracias; pero le suplico que no me interrumpa. En aquella época se engañaban. Yo no pasaba de ser un cronista muy mediano y un poeta bastante aceptable. Mis ambiciones eran muy pequeñas. Acostumbrado desde niño a carecer de todo, no sentía necesidad de poseer nada. La gloria, el lujo, el confort, el dinero, todas esas cosas por las cuales los hombres luchan y se afanan, me parecían vanidades que no compensaban el trabajo tan enorme que costaba adquirirlas. No existe nada, me decía, nada que merezca un esfuerzo. Como el borracho del cuento, estaba firmemente decidido a sentarme en la acera a esperar que pasase mi casa. Sin embargo, a veces sentía aquí, en la cabeza, rebullir algo así como el barrunto de una cosa muy grande; cosas confusas de algo sublime y glorioso que yo podía seguramente hacer. Pero esto exigía tiempo, sujeción, esfuerzo, trabajo, voluntad..., todo ello reñido en absoluto con mi modo de ser. Ya sabe usted: «No hay nada en la vida»...etcéte ra. Pero he aquí que un día, una noche, ya tarde, al salir del teatro, entré en un café a tomar un vaso de leche. Sentada ante una mesa vi una mujer. ¿Para qué descripciones? La vi a usted. _ ¡Caballero! _Le ruego que no me interrumpa. Yo le juro que en mis sentimientos no puede haber ni siquiera la sombra de una ofensa. La vi a usted sentada con un hombre: su marido; lo he sabido después. Ustedes no se fijaron en mí; era natural. Yo sí: yo los miré, y al verlos comprendí por primera vez en la vida lo que no había comprendido nunca: comprendí que en el mundo había algo que compensaba todos los trabajos y todos los esfuerzos. Por primera vez me encontré pequeño, desheredado y pobre. Por primera vez sentí el aguijón de la envidia. Y el acicate del deseo, y el afán de ser grande, y el ansia de acaparar millones y triunfos para depositarlos a los pies de una mujer. Salí del café borracho de ambición. Llegué a mi casa y empecé a trabajar. Y las ideas confusas de aquel algo sublime y glorioso que en mi mente bullía se cristalizaron, se concretaron. empezaron a fijarse obedientes y claras sobre las cuartillas. Seguí trabajando. Hui de los amigos, del café, de las redacciones, de las tertulias, me sepulté en mi casa y trabajé. Vi cómo mi obra crecía y se agrandaba, como un chico en el regazo de una buena nodriza. Y llegó un día en que se terminó. Tenía que ser; la inspiraba el amor y el amor en los artistas siempre es fecundo; cuando se satisface, nace el hijo; si no se satisface, nace la obra. Nació y fue un éxito. Pero un éxito era poco; era poco dinero y poca gloria los de una obra sola para aspirar dignamente a la posesión de una mujer como aquella que yo había visto sentada una noche ante la mesa de un café. Seguí, pues, trabajando, sin descanso, sin reposo, sin tregua; creé obra sobre obra y conseguí éxito tras éxito; fui el niño mimado de todas las empresas, el ídolo del público, y vi cómo se amontonaban en mi mesa los billetes de banco. Señora: todo lo que soy, todo lo que valgo, todo lo que tengo, se lo debo a usted. ¿Es mucho que quien tanto ha conseguido ofrezca a quien se lo debe una pobre pulsera? _De modo que la fecha que esa joya tiene grabada, es ... _La del día que la conocí a usted. Los brillantes, el número de obras que he escrito, once; siete de ellos. grandes, mis siete grandes éxitos... _Bien, todo eso está bien, pero en el fondo no justifica nada. Usted comprenderá que yo no le conozco..., que yo no he tenido hasta ahora el gusto de hablarle..., usted ni siquiera me ha sido presentado... _Por eso me he creído en el deber de darle estas explicaciones . _Que yo le agradezco y después de las cuales supongo que ya no tendrá ningún inconveniente... Metió la mano en el bolsillo, sacó la pulsera y se la ofreció. Ella la rechazó con un ademán lleno de gracia. _¡Oh! No, no... de ninguna manera. _Señora, yo le ruego... _Yo le suplico a usted que no insista. _Pero, una vez comprada... ¿qué quiere usted que haga yo?... _Guardarla. En el mundo hay mujeres muy buenas, muy dignas de amar y ser amadas. _¿Como la del café? _Como la del café. Cualquier día encontrará usted alguna en su camino. Guarde esa alhaja para entonces. _Confío al menos que no me guardará usted rencor. _Ninguno. _¿De veras? _De veras. _Y ¿me permitirá usted que la vuelva a ver? _Todos los jueves recibo a mis amigos. _Señora ... _Caballero... Salió lentamente. María Luisa le siguió con la mirada. Después llevó la mano a los ojos y quedó pensativa. Carmen rompió el silencio. _¡Pobre muchacho! Es muy simpático. _¡Muy simpático! _ ¡Y qué bonita es la pulsera! _¡Oh! ¡Es preciosa! *** Algunos días después, un lunes por la tarde, Carmen y María Luisa se encontraron en casa de Paulina Insúa. Salieron juntas, y una vez en el coche de María Luisa, Carmen le preguntó: _Oye: ¿qué pulsera es esa? _ ¡Ah! Sí, es verdad; pues nada, un capricho. Me gustó tanto aquella, ¿te acuerdas?... aquella ..., que me fuí a ver al joyero y le encargué que me hiciese otra completamente igual. _¿Me permites? María Luisa vaciló un momento, un momento nada más; desabrochó el brazalete y se lo dió a su amiga. _¡Ay! ¡Pero si tiene también la fecha! _Sí. Dije que me la hiciera completamente igual, y el nombre lo tomó tan al pie de la letra, que hasta la fecha puso. Ya ves... : una majadería. Carmen alzó la cabeza y la miró. Los grandes ojos claros de María Luisa sostuvieron la mirada fríos, serenos, tranquilos, impasibles. (Tomado del número 33 de la revista Lecturas de 1924)
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Un estremecimiento de frío le sacudió desde los tobillos a la nuca. Se levantó despacio, se aproximó a la chimenea y colocó cuidadosamente sobre las brasas medio consumidas el último tronco que le quedaba en la leñera. De rodillas sobre la plancha de cinc estuvo esperando a que el leño prendiese, y cuando empezó a arder con alegres y vivas llamaradas, se levantó y de nuevo se volvió a tender en el diván. Había muerto la tarde. Por el ancho ventanal del estudio comenzaban a entrar las sombras de la noche, una noche nublada de noviembre, melancólica y gris. Las llamas de la chimenea, al proyectarse en el tabique, destacaban con rojos resplandores los dorados de las molduras, los colores chillones de los lienzos, la cartulina de los dibujos, la loza policroma de las jarras de Talavera, repletas de pinceles. Dio un reloj las seis, y coincidiendo con la última campanada vibró el timbre de la puerta con largo y estrepitoso repiqueteo. Se levantó y fue a abrir. _¿Quién es? _Yo. Abre. Abrió. Recortada en el rectángulo de la puerta apareció. una silueta femenina, esbelta y grácil, envuelta en un abrigo amplio y obscuro, la cara medio oculta bajo un ancho boa de piel de topo. El se quedó un momento indeciso; luego, sin decir una palabra, echó a andar lentamente por el pasillo, llegó al estudio, dio luz y se encaró con la visitante: _¿Qué quieres? ¿A qué vienes? Ella se quitó el boa, se lo colgó del brazo, metió las manos en los bolsillos y dijo muy tranquila: _A verte. Quiero hablar contigo. _¿Conmigo? _ replicó él con una voz dura y vibrante que la cólera enronquecía. ¿Conmigo? ¿Para qué? Después de lo que me has dicho esta mañana, nada tienes ya que decirme. Nada hay ya de común entre los dos. ¡Nada! Entre nosotros todo ha terminado. ¡Vete! Ella se puso muy pálida, se mordió los labios y contestó muy triste: _Tienes razón; no he debido volver. Cuando me marché esta mañana no pensaba volver. Pero después me ha dado mucha pena pensar que estabas solo, que estarías sufriendo, y por eso he venido. _¿ Qué te importa a ti que yo sufra? _Si no me importara, no vendría. Hubo una larga pausa. El, más tranquilo prosiguió: _Pero ¿y mañana? ¿Crees que mañana no sufriré? ¿Y pasado mañana, y el otro, y todos los días..? Ella le cogió las manos: _¿ Y yo, crees que no sufro? Pero ¡qué voy a hacer! ¡Qué vamos a hacer más acomodarnos a las circunstancias! Te lo dije esta mañana. Piensa en mi situación. Yo he tenido hasta ahora la fortuna de ser una muchacha honrada; pero si sigo esta vida, ¿podré decir siempre lo mismo? Tú, que eres artista y vives en el arte, y conoces el mundo más que yo, dime: ¿cuántas modelos honradas han pasado por este taller? Esta vida no es para mí, no la siento, no me gusta, le tengo mucho miedo...Se me presenta una ocasión de librarme, de asegurar la tranquilidad de mi porvenir y me lo reprochas como un egoísmo. Encuentro un hombre de bien que se casa conmigo; este casamiento es mi garantía de ser buena, y me lo echas en cara como una maldad. ¿Dices que es por cariño? ¡Mentira! No me quieres. Si me quisieras, te alegrarías de mi felicidad. |
II _Pero ¿ese hombre es tu felicidad? Por lo menos, es mi tranquilidad. No me dirá, como tú, cosas bonitas; en su casa no ganaré dinero para comprarrne pieles y vestidos de seda; pero su casa será casa, y su dinero el mío, y mías sus alegrías, y mis penas suyas. Este, este es el veradero cariño. _¿El mío no?' _No sé. No tengo ninguna queja de ti. Siempre fuiste muy bueno conmigo. Cuando vine por primera vez de modelo a tu estudio era una niña. Pudiste haberme engañado y, sin embargo, me respetaste siempre. Yo te lo agradezco mucho. Has tenido conmigo atenciones, galanterías, que nunca olvidaré. A veces pienso hasta si me has querido; pero tu cariño no es el amor que yo necesitaba. _¿No? _No. _¿ Qué querías de mí? _ ¡Es muy difícil de explicar! _Tú misma reconoces que siempre fui bueno contigo. _Sí: fuiste bueno, amable, cariñoso.. .Pero el amor no vive sólo de dulzura, de amabilidad y de bondades. El amor necesita algo más. Es algo más... _¿ Querías que me casase contigo? _Nunca te dije nada. ¡l _Pero lo pensabas. _ _Eso es cuenta mía. _¡Y lo piensas aún...! l. _No. Ya no... _¡Sí! Lo piensas aún. Ahora mismo lo estás pensando. ¿Quieres... ? ¿Quieres que me case contigo? _Es tarde ya. _¿Tarde? ¿Por qué? _No sé... Pero es ya tarde. Hubo otra pausa larga. Ella se estremeció. Un largo escalofrío la sacudió de arriba abajo. Se arrolló de nuevo el boa a la garganta y, cruzando los brazos, apretó el abrigo contra el pecho. _¿Qué tienes? _Nada. Frío. Se ha quedado esta habitación muy destemplada. _Sí, se ha apagado la lumbre. Y lo peor es que no hay más leña. _Quizá soplando un poco... _ dijo ella acercándose a la chimenea y removiendo el rescoldo con la punta del pie. Él se acercó también, y sonriendo con a amargura se volvió hacia ella: _Es inútil. Todo sería inútil. Es demasiado tarde. Ya no hay más que cenizas. |
_¿Me va usted a dar más original, señor López? _No, señor Pérez; no pienso darle a usted más original. ¿Es que no tiene usted bastante? _Me falta una columna. _¿ Y no hay nada compuesto de que echar mano? _Un artículo sobre el amor en los lapones. _Magnifico. _Pero habrá que regletearle. _Regletee lo que le parezca. _Entonces, ¿ajusto? _Ajuste usted. Son las cuatro y cuarto de la madrugada. La estufa se ha apagado. Hace frío. El viejo reloj de la redacción golpetea monótono, con lento martilleo, tic, tac ..., tic, tac.... tic, tac... López se incorpora en el sillón, estira las piernas, arquea los brazos, entrelaza los dedos, apoya en ellos el cogote y bosteza, un bostezo enorme. que hace huir despavoridos a dos ratones que se habían aventurado a salir de su agujero. Después saca del bolsillo un papel de fumar y unas migajas de tabaco, lía un pitillo, lo enciende, se levanta, se pone el gabán y el sombrero, desliza una mirada indiferente sobre las mesas, sobre los montones de periódicos desdoblados, sobre los papeles azules de los telegramas, sobre los papeles amarillos de los telefonemas, sobre las satinadas cuartiIlas, y por fin, pausadamente, avanza hacia un sofá viejo y desvencijado, sobre el cual hay una especie de envoltorio negro; pone la mano sobre él y grita: _ ¡Eh! ¡Rodríguez, Rodríguez! El envoltorio se agita y asoma una bellera despeinada, unos párpados hinchados, unos bigotes lacios y caídos. _¿Qué es eso? ¿Qué pasa? _No pasa nada. Que hemos cerrado. _¡Ah! ¿Sí? ¿Qué hora es? _Las cuatro y veinte. _ ¡Qué barbaridad! El envoltorio se agita de nuevo, y tras la cabeza aparecen un pescuezo flaco, un tórax hundido, unos brazos larquiruchos, unas piernas inacabables. _ ¡Qué barbaridad! ¡Qué sueño! ¡Y qué frío! Me he quedado helado. ¿Ha caído mucho que hacer? López se encoge de hombros y se va. Tumbados en los bancos de la portería, los ordenanzas duermen. . Al abrir la cancela de cristales, un latigazo de frío le sacude el rostro y le hace estremecerse; pero, reponiéndose en seguida, se abrocha el gabán, se encasqueta el sombrero, mete las manos en los bolsillos, baja la cabeza y sale de estampía por la calle abajo. El viento sopla sutil y penetrante, azotándole las narices, asaetándole las orejas, salpicándole el bigote de cristales de escarcha. Ha llovido. Las luces vacilantes de los mecheros rielan en los charcos y la luna resbala en las aceras, haciéndolas brillar como láminas de cristal bruñido. López anda, anda, anda. Sus pasos retumban en las losas, y el eco los devuelve tan claros y sonoros, que dos veces se detiene y vuelve la cabeza para mirar si alguien le sigue. . No le sigue nadie. La calle está desierta. De tarde en tarde, el chacoloteo de una herradura, el trepidar de un coche, el tañido de unos cencerros, el ruidoso rodar de unas carretas, turban el reposo; y un coche pasa rápido y una carreta avanza, y luego otra, y luego otra, y otra, todas tardas, pausadas, balanceando su carga de jarras, de retama, de seras de carbón. Poco a poco el chacoloteo se amortigua, el trepidar se apaga, el sonar de los cencerros se extingue. Entonces los pasos vuelven a retumbar sobre las losas y se oyen los silbidos de los trenes, unos breves, corti tos, agudos como gritos. de espanto; otros largos, graves, aflautados, lastimeros. Un gallo canta. Repica frenética la esquila de un convento.
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López llega a su casa. A tientas _una ráfaga de aire le ha apagado en el portal la única cerilla que le quedaba _ emprende la penosa ascensión de la escalera. Los viejos peldaños crujen a la presión de la mano, tiembla con largo trémolo la mal sujeta barandilla. Al abrir la puerta de su cuarto ve la alcoba iluminada y a su mujer vestida. Un escalofrío de miedo, el presentimiento de una noticia desagradable, le deja un momento indeciso. Luego avanza. _¿Qué es eso? ¿Qué haces de pie a estas horas? Ella inclina tristemente la cabeza y señala la cuna: _El niño... _¿El niño? ¿Qué le pasa al niño? _Está malo. _¿Qué tiene? _No sé; ha estado todo el día muy fastidiosillo; no ha querido estar más que echado, no ha comido nada. Alpoco de marcharte tú le entró un frío muy grande, y luego mucha calentura, y con ella sigue. Tócale, tócale la frente; verás. López avanza muy decidido hacia la cuna; pero al llegar cerca de ella se detiene. _No me atrevo, tengo las manos heladas. _Hace mucho frío, ¿verdad? _Mucho frío. Los dos quedan callados, pensativos. El silencio se hace tan profundo, que se oye perfectamente la respiración del chiquillo, atropellada, fatigosa. Fuera, el viento silba, golpeando las persianas, zarandeando la barra de una cortina, que, al chocar contra el quicio de un balcón, produce un sonido metálico y, duro. Un reloj da lentas, acompasadas, unas horas. Otros relojes le contestan. _¿Has avisado al médico? _No; yo creo que esto no será nada; algún asiento; mañana le daré una purga y si, lo que no quiera Dios, se pusiera peor... _No, no: hay que llamarle en seguida; en los niños todo tiene importancia. ¿Dices que ha pasado muy mal día? _Muy inquieto. _Sin embargo, ahora parece tranquilo. Duerme. _No, no duerme. Está amodorrado. Llámale, verás como no duerme. López se acerca a la cabecera de la cuna, se pone en cuclillas y chilla con acento destemplado: _ ¡Cielín, rico de la casa...! ¿Quién te quiere a ti, gloria mía? . El chico abre los ojos y fija en su padre una mirada inteligente. Después, como si la luz le dañase, torna a cerrarlos. Es un chiquillo enclenque, delgaducho, con la frente enorme, limpia de pelo. Las rosetas violáceas que la fiebre ha dejado en sus mejillas le dan aspecto de una muñeca de cartón. López, en cuclillas delante de la cuna, le contempla largo rato fijamente, como si quisiera leer al través de la carne el secreto de su enfermedad, hasta que el dolor que le causa en las piernas la violencia de la postura le obliga a incorporarse. Entonces su mujer se acerca a él. _Oye, Pepe, ¿tienes dinero? López palidece. _¿Dinero? Según ...¿Cuánto necesitas? _Poco; para acabar el mes. Estamos a veinticuatro. _¿No te queda nada? Ella saca del bolsillo del delantal unas monedas. _Esto: seis pesetas y unos céntimos. Luego, en voz baja, toda. confusa, balbuciendo, tratando de justificarse: _ ¡Está todo tan caro! He tenido que pagar al zapatero... El muchacho ha venido tres veces... Pero López ha respirado ya. _¡Vamos! Tienes dinero para mañana. Bueno. Mañana buscaré yo dinero. Y preocupado por la idea de dónde sacará este dinero, se pone a dar paseos por la habitación. _¿No te acuestas? _No: acuéstate tú; yo no tengo sueño. He tomado café en la redacción y me he desvelado, Tú tienes que Ievantarte temprano para aviar las cosas de la casa. _¡Oh! Yo con una hora que duerma tengo bastante. _Razón de más para que te acuestes. Anda, yo cuidaré del niño. Además, voy a trabajar. Este último argumento la convence. Da las buenas noches a su marido, besa cinco o seis veces al enfermo, le arregla las sábanas, le pulsa, le toca la frente, vuelve a besarle y, por fin, se desnuda y se acuesta. López cambia las botas por unas zapatillas, el sombrero por una gorra, el gabán por otro más viejo; se sienta ante un pequeño velador, apoya la frente en la mano y queda pensativo. El viento sigue silbando. La barra de hierro golpetea persistente el quicio del balcón. La persiana metálica de una tienda se alza con estridente estrépito, Un perro aúlla. López se inclina febril sobre las cuartillas y escribe: «Para los que disfrutamos de cierto bienestar y de relativas comodidades, la situación de las clases trabajadoras... » El niño tose. El quinqué se apaga. Por los cristales escarchados entra tenue, vaga, difusa, la claridad del día.
(TOMADO DEL NÚMERO 42 DE LA REVISTA LECTURAS DE 1924)
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