pedro-molina_temboury

Óyeme que me canso de tantos miramientos.

Yo quiero desnudarte de pretextos inútiles,
erizarte la piel
y quitarte la ropa, arrancártela a besos
y descender con ella por tu vientre y tus muslos
y dejarla caer
como el telón señala, a público y a actores,
el final del teatro.

Yo la amaba, pero ella amaba a un hombre
que amaba a otra mujer
quien a su vez tampoco era capaz de amarle.
Lejos de separarnos,
la vida nos unía de esta manera
aún más estrechamente:
el amor circulaba entre todos nosotros,
pasaba como un rayo desde un cuerpo a otro cuerpo,
saltaba echando chispas de pasión compartida
de unos labios a otros
sin que llegase a ser de nadie.

Lo que quiero que dure
no es el paso del tiempo entre los dos
ni es el acostumbrarse a compartir la vida,
lo que quiero que dure es tu abandono,
el momento del éxtasis,
ese punto de fuga del orgasmo

que es cuando te alejas más de mí.

Como un ave nocturna

tus quehaceres comienzan en cuanto todos duermen,

cuando nada se escucha tras la puerta cerrada

y, entonces, en silencio,

desperezas tus plumas,

abres tus blancas alas invisibles

y toda tú te incendias en la noche.

Dejas que la metamorfosis

se consuma,

que el intenso fulgor de tus caricias

atraiga las tormentas a tu alcoba

y una lluvia caliente venga luego,

para apagar las llamas.

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Viajar con una ninfa no resulta sencillo.

Más allá de lo bellas que se saben,

se rigen por sus leyes, diferentes

libres de consecuencias de sus actos.

El tiempo, por ejemplo

les transcurre sin dejar huella en ellas.

“¿Te acuerdas del volcán que destruyó Nisiros?

Fue cuando Agamenón iba camino a Troya.

¿Y Narciso y Jacinto y la lira de Orfeo?

A saber por qué musa anda tañendo hoy…”

Mientras que tú, mortal

sólo tienes anécdotas,

que si el jefe, el trabajo,

algún vulgar negocio

—las canas que te crecen, la creciente barriga—

Y además ya estás viejo

y las ninfas son jóvenes.

(Islas, ISLAS)