No hagas tango
Lo
encontró en un bar de la Zona Rosa, entre unos cabrones
multinacionales que festejaban a la Diosa, la bailarina mulata que
venía de un festival de Cali. Lo presentaron como a un escritor
argentino en el exilio, un che al que lo habían fregado ¿sabes?, un
pinche periodista político que cantaba tangos. Canta, canta para mí,
dijo la bailarina que además era antropóloga y hablaba de la magia y
cosas así. ¿Cantas o no?, preguntó un canadiense que buscaba datos
en el Colegio de México y whisky. No, dijo el argentino, no tengo
ganas. Un periodista político, eso debe ser muy aburrido, lo provocó
la Diosa. Ella empezó a hablar del cine underground, del Kitsch, de
todas las pendejadas latinoamericanas de Norte a Sur, desde La Tecla
(México, D. F.) al Bar-Bar_o (Buenos Aires) una vasta geografía de
bares, cine-clubs, galerías de arte, donde los intelectuales se
cagan en el boom porque la onda está en otra parte, en París o New
York. ¡Ni modo!, dijo ella pero abandonó la mano en la mano del
argentino y él comenzó a acariciarla con tristeza, sólo para
demostrar cómo un macho argentino se levanta a una mina, a una vieja
entre machos mexicanos. Pero tal vez no fue así, quizás en ese
momento necesitaba realmente una mujer. Oye, oye, dijo ella ¿porqué
no escribes un libro acerca de Perón? Todos tus compatriotas
escriben libros así. Ven, ven, no te enfades, era una broma, era una
broma, cariño. Él le miró los pechos, los altos pechos de cierva
concebida que venían hacia él dando saltos como en el verso de
Miguel Hernández, dos hermosas toronjas para apagar la sed. Déjate
de mirarme con esa cara de tango ¿quieres? Don’t be vulgar, please.
Déjate de pensar cochinadas. Entonces la mulata comenzó a cantar una
cumbia de los cincuenta, muévete, muévete, decía y se movía en su
silla y él recordó a las Mulatas de Fuego y los mambos de Pérez
Prado y la erección de muchachito que había sido, la erección
solitaria, en un cine de barrio, en Buenos Aires, mirando una
película de Carmen Miranda. Los amigos de la Diosa abominaban ahora
del cine del Tercer Mundo, se burlaban de esos cuates que iban por
América con sus cámaras al hombro, dichosos con la miseria, decía
uno, merde, dijo otro, pinches oportunistas. Esto está muy aburrido,
Cara de Tango _dijo la Diosa_ vámonos juntos ¿quieres? Oye,
político: a esta hora la casa de Trotsky está cerrada. Pero podemos
ir a otra parte. Él se dejó llevar. Se despidieron de los amigos y
subieron al auto y ella manejó como si se despidiera del mundo.
Ahora me cantas el tango que me debes, cabrón. Sí, dijo él y comenzó
a cantarle el tango y a acariciarle las piernas. Ella frenó en una
cerrada de Coyoacán. Cuando lo besaba, deslizó su mano hasta el sexo
del hombre, lo apretó con fuerza, con furia, como vengándose de
algo. Después fueron al café que había sido un convento virreinal y
hablaron de la vida. A mí también me caen gordos mis amigos, pero no
tengo otros, dijo la mujer. El hombre recordó un verso de López
Velarde, dijo que sentía una íntima tristeza reaccionaria. Yo te voy
a curar, prometió la Diosa. En la cerrada volvieron a besarse. En el
auto, ella abrió la blusa y le ofreció los pechos.
Triste, reaccionario, niño, amor, basta, déjame,
glotón, vamos a casa. En la casa del cerro (herencia de mi padre,
era muy rico ¿sabes? déjame, loco) el hombre cayó abrazado a la
mujer que jugaba a resistirse, a ceder, al juego de la señora y el
doctor, cayó sobre la cama inmensa de kilómetros de exilio, cayeron
vestidos todavía, desnudándose, mordiéndose, besándose, la mulata de
Baudelaire, mi negra, mi Cara de Tango, macho sombrío, triste,
reaccionario, ella cerrando los ojos, concentrándose en el puro goce
de ese orgasmo imprevisto, fugaz,
perdóname,
Tango, perdóname, Macho, ahora te toca a ti. Se abrió la cueva
húmeda. Pase mi rey, pase mi huésped, entra mi negro, mátame. Él
estaba acostado en la blanca cama de espuma, con la mulata que había
nacido en Pekín porque su padre era embajador _espérame tantito
¿quieres?_ y ella seguía hablando desde el baño, orinando su dulce
miel como un verso de Neruda, volvía bamboleándose, mira a tu novia
¿te agrada tu novia? hablando como una popi, paseándose desnuda por
la recámara, excitándolo, contándole sus viajes por el mundo, las
brujerías de su madre negra que su padre se robó en Jamaica. Era muy
racista el güero, nunca me pudo querer. Mi padre, el padre, el Padre
de los pobres: ella quería que le contara historias de Perón.
Estaban desnudos, saciados de la primera vez, fumando y tomando agua
mineral, para que la segunda vez fuera mejor, más amistosa, no ese
relámpago de destrucción al que se habían entregado en la casa del
cerro. Dos veces, dos muertes. La primera vez, dijo el hombre, yo no
entendía, era un pendejo, un estudiante muy humanista, muy
antifascista, claro, muy pequeño burgués, una buena conciencia; la
segunda no quise equivocarme, quise creer en el Padre ¿entiendes?
Ser como todos, fundirme en ese Todo como tú en el Zen. Mi padre era
un viejo, dijo ella, un podrido viejo cargado de medallas. Cuando
dejó a mi madre, ella se ahogó en el mar. ¿Por qué te cuento esto?
No me gusta hacer tango. Cántame un tango, cántale un tango a tu
novia fea, fea, fea, pidió y se echó a llorar porque ahora era una
niñita sola en el mundo, no era la Diosa ni la mulata de Baudelaire,
sino una pobre muchacha pidiendo que le cantaran un tango. ¿Quieres?
Sí, dijo él y le cantó el tango de la casita de mis viejos y otros
tangos con patios y mujeres enfermas y jazmines. Todo eso está
muerto, pensó. Pero él no estaba muerto, estaba acariciando los
hermosos pechos de su amiga, las caderas inmensas, el sudor de los
muslos, trepando por ella como por el Árbol de la Vida que tenía en
su cuarto, bebiéndosela, emborrachándose de su boca, del suave
pulque de su vagina. Mi rey, gimió ella y se quemaron juntos otra
vez y se durmieron y despertaron abrazados y con frío. Sí, es lo que
vi, dijo el hombre, vi a la gente calentándose con las fogatas, toda
la noche, esperando a su padre, al General, al Macho. Yo estaba con
ellos, pero no era uno de ellos ¿entiendes? El Espía de Dios. El
poeta es el Espía de Dios, dijo ella. No soy poeta. Sí, lo eres dijo
la mujer lamiéndole el vello del pecho, succionando las tetillas del
hombre porque ahora soy tu niña ¿quieres? bajando hasta el sexo de
su amigo, su hermano de la noche. Él miró la cabeza de la mujer allá
abajo, la boca, la mata del pelo oscilando en un movimiento loco de
polea, en una frenética negación, su propio pene como un péndulo de
delirio. Mi rey. Mi negro. Y otra vez cabalgaron los dos. El
caballo, la yegua negra en un campo de incendio. Mi rey. Mi negra.
Ven. Claro que voy, espérame. Los cuerpos quedaron extenuados. La
madrugada empezaba a filtrarse por las ventanas, el día, la
certidumbre de despertar. El hombre miró a su amiga que dormía. Oyó
tangos de Buenos Aires, tangos de la memoria, tangos, tangos, tangos
de cuando era demasiado joven, cuando la revolución era una palabra,
un improbable porvenir y no esos militantes entre los que no estaba,
sabiendo que esa sería su condena, su muerte, el equívoco síntoma de
su vejez en el momento de escribir su análisis político de la
situación, mañana, dentro de unas horas, cuando brillara el sol.
Ella despertó. Le dijo: duérmete; esta tarde seré tu compañera en La
Siesta del Fauno, pero ahora duérmete, por favor. Pienso en mis
muertos, dijo él. Duérmete. Están matando a mi gente. Duérmete, te
digo. Si al menos supiera que lo que escribo sirve para algo. No
hagas tango, mi amor. Atan los cuerpos con alambres de púa, los
hacen volar con dinamita... Duérmete, ordenó la mujer. El hombre se
cubrió con la sábana, se acercó a su amiga y prometió no hacer
tango. Mientras la acariciaba pensó en Hansel y Gretel abandonados
en el vasto mundo. Entonces se durmió. Pobre amor _dijo la mujer
mientras acariciaba la cabeza del hombre dormido, estás lleno de
sueños, de la podredumbre de los sueños. Creo que te mereces un
descanso. |