Pedro
Ugarte

Mañana será otro día

Fecundación

Los ocupantes de un rolls alquilado

El cuello de la botella

     Mañana será otro día

      Siempre me despertaban las agitadas discusiones matinales de Carlos y de Adriana. Ellos procuraban bajar la voz, pero el tamaño del apartamento era tan insignificante que no había modo de ignorarlas. En sus discusiones había apremios, exigencias, palabras desesperadas. Hablaban sobre mí. Que cuántos meses lleva en casa el gordo. Que ya es hora de que se vaya con la música a otra parte. Que todo esto resulta insoportable. Carlos interponía algunas excusas, pero la ira de Adriana acababa por vencerle: era preciso que el gordo se fuera de casa, era preciso echarlo ya.

  Yo procuraba no forzar la situación, no violentarlos más, de modo que me levantaba de la cama haciendo mucho ruido. Abría la ventana, tosía ostentosamente. Cuando por fin traspasaba la puerta de la habitación y les dedicaba un ostentoso «buenos días», ellos ya habían abandonado su recurrente discusión y se limitaban a mirarme fijamente, a veces sin reparar en el saludo. Era entonces cuando yo preguntaba qué había para desayunar.

  No recordaba exactamente cuántas semanas llevaba viviendo con ellos. Lo único cierto es que hacía ya aln tiempo que había aparecido en la vida de Carlos rogando que me diera alojamiento. Yo estaba pasando una mala racha, pero le aseguré que pronto las cosas irían mejor. Sería por poco tiempo. Llegué a su casa con un petate donde se hallaban todas mis pertenencias, todo lo que había logrado reunir en el mundo después de unos cuantos años de desgracias, reveses e imprevistos; bueno, después de unos cuantos años de verdadera mala suerte.

  Carlos era una buena persona y percibí enseguida que me acogería sin dudar. Después de todo, el apartamento tenía dos dormitorios y hacía apenas unos días que los médicos habían comunicado a Adriana su temprano embarazo.

    _Serán sólo unos días _dije.

    _No te preocupes _contestó Carlos_. Faltan aún muchos meses hasta el parto, aunque, claro, hab que empezar a preparar el cuarto del niño con cierta antelación.

 El cuarto del nifio sería adecuado para un niño, pero resultaba excesivamente pequeño para mí. No me quejé. Después de todo, es delicado vivir en una casa que no es la tuya. Es delicado asistir como testigo a todos y cada uno de los minutos hogareños de un joven matrimonio.

A partir de entonces (creo que algo de mérito hubo también en mi conducta) organizamos una convivencia bastante modélica. Carlos se levantaba muy de mañana para acudir a su trabajo en una central eléctrica a más de cien kilómetros de casa. Yo me despertaba más tarde, hacia las ocho, justo cuando Adriana terminaba de prepararse y se iba a la universidad. Le deseaba un buen día y me quedaba en la cocina, en busca de algo para desayunar. Después salía a la calle y compraba la prensa. Con el periódico entre las manos me proponía examinar atentamente las ofertas de empleo, pero luego no sé qué me pasaba. Los crucigramas ofrecen desafíos realmente sugestivos. Lo cierto es que a menudo lograba completarlos, y cuando por la noche Carlos y Adriana, sencillamente agotados, volvían el trabajo, siempre tenía alguna curiosidad para contarles: el nombre de un emperador azteca del siglo XV o cómo se conjuga la primera persona de indicativo del verbo roer. Yo suelo comer poco. Incluso no me importa comer mal. Quiero decir que, cuando comprobé que los días de bar ni Adriana ni Carlos pasaban por casa a mediodía, me encontré dispuesto a arreglarme con lo que fuera.

     _Realmente necesito pocas cosas _le dije a Adriana, el tercer o el cuarto día, cuando ya había agotado las exisetncias de embutido de la nevera_. Por mí no te preocupes. Puedes traerme cualquier cosa del súper. No sé, latas de fabada preparada, canelones congelados, cualquier cosa.

     La autorización para ingresar en aquella casa me la había dado Carlos, de modo que supuse que la autorización de Adriana era cosa sobrevenida.

 _Tampoco bebo vino en las comidas _musité, para facilitar las cosas, viendo que ella no contestaba.

     Realmente nunca tuve una relación cordial con ella, cosa que atribuía a su embarazo. Cuando las mujeres están embarazadas se ponen muy difíciles. Tienen caprichos extraños y te sorprenden con imprevistos arrebatos de cólera. Llevaba allí alrededor de una semana cuando ella dejó de dirigirme la palabra. Pero aun así yo procuraba ser amable. Si en el periódico encontraba reportajes que hablaban sobre el embarazo o sobre la maternidad señalaba la página y se la enseñaba por la noche. Al principio ella lo recibía todo con frialdad, pero luego leía minuciosamente. Un día le indiqué cierto artículo que hablaba sobre las posibles deformidades en el feto. Quizá no fue una buena idea.

     Los días pasaban en medio de una comedida expectación. Realmente me extrañaba lo poco que Carlos y Adriana hablaban entre sí. O que sólo lo hicieran cuando yo estaba ausente. Bastaba que me retirara a mi cuarto para que un

murmullo sordo se elevara, creciente, desde el salón, y volvieran a mis oídos las frases de todos los días. Que cuándo se va el gordo. Que eructa como un cerdo. Que por qué no le dices nada. Que agota el agua de la caldera con sus malditas duchas nocturnas.

Yo hacía todo lo posible por no perturbar la convivencia. Tenía mi cuarto perfectamente ordenado. Guardaba en una pequeña bolsa todos mis útiles de aseo. Jamás aparecía en el salón vestido en pijama, sino con albornoz y con unas correctas zapatillas. En fin, creo que llegaba a la sofisticación en los detalles: como el baño era diminuto, cada vez que en él depositaba cargas de gran profundidad abría el ventanuco y me quedaba un buen rato removiendo el aire con una revista, hasta estar seguro de que toda clase de aromas mefíticos ya hubieran desaparecido.

Seguía el embarazo de Adriana con interés, en demostración de mi extrema cortesía, uniendo en cierto modo mi suerte a la de ellos.

_¿ Qué te ha dicho hoy el ginecólogo? _le pregunté un día, al regreso de la consulta .

 Pero entonces, como tantas otras veces, Adriana sólo me contestó después de una suplicante mirada de su esposo.            _Todo va perfectamente _dijo.

      _¿Cuántos años tienes, Adriana?

     _Treinta y cinco.

Entonces aludí a los riesgos estadísticos del síndrome de Dawn, según la edad de la gestante. Pero comprendí enseguida que aquel comentario no fue muy oportuno. Adriana me dio la espalda, se encaró con Carlos y empezó a gritarle.

 _¡YA NO PUEDO MÁS! ¿ME OYES? ¡ESTO ES INSOPORTABLE, YA NO PUEDO MÁS!

 Era uno de esos momentos en que conviene que te refugies en tu cuarto de soltero, con alguna revista, y dejar que el joven matrimonio resuelva sus pequeñas diferencias. Pero, a pesar de mis esfuerzos por concentrarme en la lectura, fue imposible sustraerse a los argumentos que llegaban  de la sala. Que el embarazo avanza. Que hay que preparar la habitación del niño. Que resulta insoportable convivir con un extraño. Que el gordo se come todolo que  hay en la nevera. Que el gordo ese se va o seré yo misma ¿entiendes?, yo misma la que se marchará.

Después de algunos minutos de incomprensible silencio , Carlos golpeó tímidamente la puerta de mi habitación. Le dije que pasara.

    _Perdona a Adriana _me dijo_. Está muy nerviosa

    _Es lógico _apuntalé_. El embarazo.

    _Ya sólo quedan tres semanas para el parto.

    _Me iré antes.

    _Habría que preparar el cuarto para el niño. Traer la cuna. Todas esas cosas.

    _Por supuesto. No te preocupes

    Carlos hizo chasquear la lengua, en un gesto de pesar.

    _Maldita sea, Jorge, lo siento mucho. Yo ...

    _Tienes que pensar en tu familia. Eso es lo primero.

    _Me alegra que lo entiendas. Eres un buen amigo.

Preferí no contestar a eso. En realidad Carlos y yo no éramos amigos. Compartimos un monótono trabajo en la oficina de la central eléctrica, pero hacía mucho tiempo de eso. Cuando recurrí a él yo ya no tenía a nadie. Se me hizo duro tomar la decisión de presentarme en su casa en busca de refugio. Se me hizo duro, pero no quedaba ninguna otra persona que pudiera ayudarme. Era como aceptar que ya había agotado todos los recursos.

    Carlos salió de la habitación, sin la promesa de una fecha concreta, pero persuadido de que mi partida era inminente. Yo prefería no pensar en eso. Demasiado desagradable. Salir de aquella casa resultaría fácil, tan fácil como meter todo en la bolsa y acometer los besos de despedida, pero a continuación sería necesario tomar alguna dirección. Me espantaba ese momento. Me preocupaba. Qué proyecto era posible. Qué dirección.

Resolví hacer lo mismo que hacía todas las noches: darme una ducha de agua muy caliente y regresar a mi cuarto, con la toalla a la cintura, dispuesto a secarme, peinarme y ponerme el pijama y el albornoz.

Siempre sentía aquel momento de la noche como una incómoda encrucijada, pero tenía que sobreponerme. Envuelto en el albornoz, me dirigí a la cocina y, como todas las noches, tomé de la nevera una lata de cerveza. Después reuní fuerzas suficientes y entré en la sala de estar, donde Carlos y Adriana ya estaban viendo la televisión. Realmente hacía ya algunas semanas que nadie me preguntaba si quería cenar algo.

Llegados a este punto, siempre había un momento en que reflexionaba sobre cómo había llegado a aquel estado, qué demonios había fallado en mi vida, qui desde el principio. Pero esos pensamientos me inquietaban demasiado como para detenerme en ellos, de modo que desviaba mi atención hacia otras cosas, por ejemplo, hacia la película que nos disponíamos a ver en la televisión. Tenía la sensación de que haa salvado otra jornada, que hasta la mañana siguiente sega siendo invulnerable y que nada malo podía pasarme en lo que quedaba del día. Hacía mucho tiempo que en mi vida no había proyectos que miraran más allá del día. Una semana tenía aspecto de toda la eternidad. Y qui lo era.

En su sillón orejero, Carlos parecía una estatua que no pronunciaba palabra. Sus manos permanecían crispadas sobre los brazos del sofá. Pero yo sentía que era mi deber descargar el ambiente, comportarme como un huésped amable y agradecido. Dirigí entonces a Adriana un gesto de cómplice ternura, trazando con la mano, sobre mi propio estómago, la ostentosa curva de su embarazo. Ella contestó lanzándome una mirada envenenada.

    Presentí que no me quedaba mucho crédito, pero la pecula ya había empezado y prometía ser interesante. Además, después vendría el sueño, con su enorme absolución, con su increíble habilidad para que todo desaparezca como en un juego de magia. No, no dejé que el miedo me invadiera. «Mañana será otro día», me susurré a mí mismo. Y la palabra mañana, dicen, siempre viene preñada de esperanza.           

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Fecundación

   Llegaron hasta la aldea mensajeros a caballo y la noticia que traían de la lejana capital era la que nosotros, los jóvenes varones, siempre habíamos temido: tras haber dado a luz al último príncipe, la Reina había descansado algunas semanas y ahora estaba dispuesta a concebir un nuevo vástago real.
     Los jinetes recién llegados llamaron por su nombre a todos los jóvenes del pueblo, contrastaron en secreto genealogías campesinas, manejaron documentos y cifras. Por fin, a la mañana siguiente, dieron a conocer el nombre del elegido.
     El elegido era yo.
     Rápidamente tuve que preparar un saco con algunas pertenencias. Abracé a mis padres y hermanos. Hubiera querido despedirme de la maestra de la aldea (esa joven con la que apenas hablaba, porque me sonrojaba en su presencia), pero los jinetes recordaron que ya era hora de partir. Luego supe que ella lloró mi marcha. Y aquella noticia fue a partir de entonces una secreta esperanza que alumbraba el regreso.
     El viaje hasta la capital fue largo y tortuoso. Los jinetes me escoltaban con respeto, sabedores de que, desde el momento de la designación, estaba investido de una condición sagrada. Habrían dado la vida por protegerme si nos hubieran asaltado los bandidos.
     Acerca de la Reina circulaban por aldeas como la nuestra toda clase de rumores y leyendas. Que vivía recluida de por vida en palacio y que toda su labor se reducía a generar uno tras otro pequeños príncipes y princesas con el objeto de ampliar la familia real. Cada nacimiento era festejado en todo el país durante varios días (hacerlo era, de hecho, una obligación cuyo estricto cumplimiento quedaba en manos del ejército). La celebración del nacimiento de un nuevo príncipe era el único descanso que estaba permitido en las aldeas campesinas. Ello garantizaba nuestra alegría cada vez que se anunciaba que la familia real contaba con un nuevo vástago. Nadie conocía la edad de la Reina y prácticamente nadie conocía su aspecto. El palacio estaba protegido por un regimiento de fanáticos guardianes y una corte de mujeres estériles la atendía día y noche, mientras ella iba consumando sus prolongados embarazos.
     En la capital pasé a disposición de un anciano consejero. Los médicos reales examinaron mis dientes, tocaron mis músculos, sopesaron con científico impudor mi pene y mis testículos. Extendieron un pergamino oficial con su aprobación. Después fui conducido a los aposentos de la Reina (los guardias me trataban cortésmente, pero presentí que si me hubiera resistido no habrían dudado en conducirme por la fuerza). Se abrió una pesada puerta y luego se cerró a mis espaldas. A la luz de unas antorchas, me sentí extraviado en una estancia enorme, inabarcable para los ojos de un pobre campesino. En medio de la penumbra, me era difícil identificar las formas y los colores.
     Un lánguido suspiro de mujer indicó que no estaba solo. Quizás ni siquiera fue un suspiro: se trató de algo parecido a un resuello, una femenina y pesada expectoración, algo así como el respirar de una gran sirena. Distinguí una plataforma de dimensiones inconcebibles que me costó identificar como una cama. Entonces comprendí que allí, en aquel lecho recubierto  de finas sedas, algo extraño se movía.
     Nadie me había hablado del tamaño de la Reina. Quizás los innumerables embarazos la habían convertido en aquella informe masa de carne, o quizás fue elegida como Reina debido precisamente a su volumen portentoso. Temeroso, me acerqué. Percibí nuevos movimientos, pero me costó distinguir en ellos el perfil de una mano. Una mancha oscura en otra parte descubrió la forma de un pezón gigante. Todo lo que había ante mí era una marea de sebo que se extendía, repulsiva, desfiguradamente, a lo largo y ancho de la cama. La Reina, más que un ser humano, era una vasta superficie untuosa, informes depósitos de grasa. A veces, de forma monstruosa, algo humano se hacía visible (un ojo, unas uñas, el contorno de un labio), aunque la mayor seguridad de que aquello era algo vivo procedía de la respiración, asmática, profunda, como la de un animal que agoniza lentamente.
     Alguien se movió a mis espaldas y me di la vuelta con pavor: era el anciano consejero. Había entrado en silencio, acompañado por un séquito de eunucos.
     Tenemos mucho trabajo por delante dijo el anciano.
     Los eunucos instalaron junto al lecho un complicado artefacto de ingeniería. Había en él poleas y palancas. Aturdido, dirigí al consejero real una mirada interrogante.
     La Reina es excesivamente pesada explicó. Para proceder al coito es preciso desplazarla con esta compleja máquina.
Permanecí en silencio mientras el ejército de eunucos terminaba de montar el brazo mecánico. Por fin aplicaron varias abrazaderas al cuerpo de la Reina. Se accionaron palancas, se tensaron todos los cabos. Entonces el consejero acercó una antorcha hasta la máquina: apareció ante mis ojos una pavorosa gruta de carne. Con un gesto expeditivo, el consejero exigió que cumpliera mi alta misión.
     Estaba rodeado de eunucos obedientes y de un anciano consejero que evaluaba mi trabajo. Habría sido imposible encontrarme en condiciones de penetrar a aquella mujer (a aquella mujer o a aquella cosa) de no ser por una masculina estratagema: pensé en la maestra de mi aldea, aquella muchacha frágil, de tez cobriza y ojos verdes. Conseguí que mi miembro se endureciera. Por otra parte, había cerrado los ojos hacía algunos minutos, para no sentirme invadido por el asco. Mientras entraba en aquella cueva aceitosa (algo respiraba fatigosamente allá a lo lejos) me sentí completamente avergonzado, pero el recuerdo de la joven maestra logró mantener la excitación. Fue como si me estuviera masturbando sobre alguna superficie suave y confortable que nada tuviera que ver con un ser humano.
     Cuando terminé abrí los ojos (la Reina había lanzado algún bufido, que no supe si identificar con el placer) y retrocedí, confundido, avergonzado. Los eunucos me cubrieron con una túnica y el consejero, ahora, sonreía, como si hubiera asistido a la culminación de una delicada gestión diplomática. Pensé que su trabajo (sobrellevar la burocrática inspección de aquellas laboriosas fecundaciones) era aún peor que el mío.
     Mientras salíamos de allí, pensaba en cómo explicar al consejero real que, efectivamente, jamás revelaría nada sobre aquel asunto, nada sobre el modo en que se concebían los jóvenes príncipes de la familia real. Deseaba despedirme, correr hasta la aldea, encontrarme con la maestra y decirle al fin todas aquellas cosas que nunca antes me había atrevido a decir.
     Distraída, casi involuntariamente, el anciano consejero me había conducido hacia las profundidades del palacio. Accedimos a una mazmorra en cuyo centro había un grueso tocón de madera y sobre él, clavada, un hacha. Dos sombras enormes, con los brazos cruzados, confirmaron la presencia de los verdugos. Entonces la débil mano del anciano se posó sobre mi nuca y me invitó a inclinarme.

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LOS OCUPANTES DE UN ROLLS ALQUILADO
P
edimos sendos daikiris
mientras tú encendías un largo cigarrillo mentolado,
la terraza del Hotel Martinez,
y tus doradas piernas
cruzadas con elegancia ante mis ojos.
Nos trajeron los daikiris
_toleramos con desdén al camarero_
y bajo la luna de Cannes
comenzamos a charlar,
lentamente,
borrachos de ausencia y lejanía,
como si ya hubiéramos regresado
del amor y de los besos,
de la fidelidad,
de la didáctica barrera que separa
eso que algunos llaman
el bien
y el mal.
Bebimos los daikiris,
y tu pamela amarilla,
y mi reloj que tú, sin interés,
reconociste desde lejos,
como si ya estuviéramos hastiados
de la risa, de la espera,
de la oración campesina,
del trabajo y de las rentas.
Quién lo iba a decir,
nosotros,
a quienes esta ficción
estaba costando años de paciencia y oficina,
libres por una sola noche para siempre,
nosotros que bebíamos daikiri
por primera vez
para descubrir cómo sabía
y borrar de la garganta
el agudo ardor del vino de taberna.

(De El falso fugitivo )

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EL CUELLO DE LA BOTELLA
Dom Perignon, sin duda, proferiste
alzando una copa de sidra achampañada.
El carnaval privado, el tumulto de disfraces
nos dieron coraje suficiente
para lanzarnos al exceso.
Había algo patético en tu rostro
teñido de payaso
frente al uniforme gris de los criados.
Ni una sola objeción
a la multitudinaria risa
que creció en lenta marea
según las fases de la luna.
Pero alguien dijo amor
y te aplicaste al gesto suficiente
de los que han sufrido demasiado
para confesarlo en el público velódromo
donde las palabras pedalean,
incansables y ridículas.
Cayó la noche. Borrachos nos dispusimos
a patrullar las barriadas,
practicar los abusos deshonestos, el estupro,
la yuxtaposición de soledades,
guiados por nuestro experto en espumosos.
Aturdidos, imberbes, insensatos, embarcamos
en vacíos automóviles paternos
hacia una noche más de imponderables.
Cierta rigidez sentimental no amortiguaba
sin embargo en nuestras venas
un desconcierto de autopistas fracturadas
y el monótono rodar del dolor calzada abajo.
 

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