Los ocupantes de un rolls alquilado |
Siempre me despertaban las agitadas discusiones matinales de Carlos y de Adriana. Ellos procuraban bajar la voz, pero el tamaño del apartamento era tan insignificante que no había modo de ignorarlas. En sus discusiones había apremios, exigencias, palabras desesperadas. Hablaban sobre mí. Que cuántos meses lleva en casa el gordo. Que ya es hora de que se vaya con la música a otra parte. Que todo esto resulta insoportable. Carlos interponía algunas excusas, pero la ira de Adriana acababa por vencerle: era preciso que el gordo se fuera de casa, era preciso echarlo ya. Yo procuraba no forzar la situación, no violentarlos más, de modo que me levantaba de la cama haciendo mucho ruido. Abría la ventana, tosía ostentosamente. Cuando por fin traspasaba la puerta de la habitación y les dedicaba un ostentoso «buenos días», ellos ya habían abandonado su recurrente discusión y se limitaban a mirarme fijamente, a veces sin reparar en el saludo. Era entonces cuando yo preguntaba qué había para desayunar. No recordaba exactamente cuántas semanas llevaba viviendo con ellos. Lo único cierto es que hacía ya algún tiempo que había aparecido en la vida de Carlos rogando que me diera alojamiento. Yo estaba pasando una mala racha, pero le aseguré que pronto las cosas irían mejor. Sería por poco tiempo. Llegué a su casa con un petate donde se hallaban todas mis pertenencias, todo lo que había logrado reunir en el mundo después de unos cuantos años de desgracias, reveses e imprevistos; bueno, después de unos cuantos años de verdadera mala suerte. Carlos era una buena persona y percibí enseguida que me acogería sin dudar. Después de todo, el apartamento tenía dos dormitorios y hacía apenas unos días que los médicos habían comunicado a Adriana su temprano embarazo. _Serán sólo unos días _dije. _No te preocupes _contestó Carlos_. Faltan aún muchos meses hasta el parto, aunque, claro, habrá que empezar a preparar el cuarto del niño con cierta antelación. El cuarto del nifio sería adecuado para un niño, pero resultaba excesivamente pequeño para mí. No me quejé. Después de todo, es delicado vivir en una casa que no es la tuya. Es delicado asistir como testigo a todos y cada uno de los minutos hogareños de un joven matrimonio. A partir de entonces (creo que algo de mérito hubo también en mi conducta) organizamos una convivencia bastante modélica. Carlos se levantaba muy de mañana para acudir a su trabajo en una central eléctrica a más de cien kilómetros de casa. Yo me despertaba más tarde, hacia las ocho, justo cuando Adriana terminaba de prepararse y se iba a la universidad. Le deseaba un buen día y me quedaba en la cocina, en busca de algo para desayunar. Después salía a la calle y compraba la prensa. Con el periódico entre las manos me proponía examinar atentamente las ofertas de empleo, pero luego no sé qué me pasaba. Los crucigramas ofrecen desafíos realmente sugestivos. Lo cierto es que a menudo lograba completarlos, y cuando por la noche Carlos y Adriana, sencillamente agotados, volvían el trabajo, siempre tenía alguna curiosidad para contarles: el nombre de un emperador azteca del siglo XV o cómo se conjuga la primera persona de indicativo del verbo roer. Yo suelo comer poco. Incluso no me importa comer mal. Quiero decir que, cuando comprobé que los días de bar ni Adriana ni Carlos pasaban por casa a mediodía, me encontré dispuesto a arreglarme con lo que fuera. _Realmente necesito pocas cosas _le dije a Adriana, el tercer o el cuarto día, cuando ya había agotado las exisetncias de embutido de la nevera_. Por mí no te preocupes. Puedes traerme cualquier cosa del súper. No sé, latas de fabada preparada, canelones congelados, cualquier cosa. La autorización para ingresar en aquella casa me la había dado Carlos, de modo que supuse que la autorización de Adriana era cosa sobrevenida. _Tampoco bebo vino en las comidas _musité, para facilitar las cosas, viendo que ella no contestaba. Realmente nunca tuve una relación cordial con ella, cosa que atribuía a su embarazo. Cuando las mujeres están embarazadas se ponen muy difíciles. Tienen caprichos extraños y te sorprenden con imprevistos arrebatos de cólera. Llevaba allí alrededor de una semana cuando ella dejó de dirigirme la palabra. Pero aun así yo procuraba ser amable. Si en el periódico encontraba reportajes que hablaban sobre el embarazo o sobre la maternidad señalaba la página y se la enseñaba por la noche. Al principio ella lo recibía todo con frialdad, pero luego leía minuciosamente. Un día le indiqué cierto artículo que hablaba sobre las posibles deformidades en el feto. Quizá no fue una buena idea. Los días pasaban en medio de una comedida expectación. Realmente me extrañaba lo poco que Carlos y Adriana hablaban entre sí. O que sólo lo hicieran cuando yo estaba ausente. Bastaba que me retirara a mi cuarto para que un murmullo sordo se elevara, creciente, desde el salón, y volvieran a mis oídos las frases de todos los días. Que cuándo se va el gordo. Que eructa como un cerdo. Que por qué no le dices nada. Que agota el agua de la caldera con sus malditas duchas nocturnas. Yo hacía todo lo posible por no perturbar la convivencia. Tenía mi cuarto perfectamente ordenado. Guardaba en una pequeña bolsa todos mis útiles de aseo. Jamás aparecía en el salón vestido en pijama, sino con albornoz y con unas correctas zapatillas. En fin, creo que llegaba a la sofisticación en los detalles: como el baño era diminuto, cada vez que en él depositaba cargas de gran profundidad abría el ventanuco y me quedaba un buen rato removiendo el aire con una revista, hasta estar seguro de que toda clase de aromas mefíticos ya hubieran desaparecido. Seguía el embarazo de Adriana con interés, en demostración de mi extrema cortesía, uniendo en cierto modo mi suerte a la de ellos. _¿ Qué te ha dicho hoy el ginecólogo? _le pregunté un día, al regreso de la consulta . Pero entonces, como tantas otras veces, Adriana sólo me contestó después de una suplicante mirada de su esposo. _Todo va perfectamente _dijo. _¿Cuántos años tienes, Adriana? _Treinta y cinco. Entonces aludí a los riesgos estadísticos del síndrome de Dawn, según la edad de la gestante. Pero comprendí enseguida que aquel comentario no fue muy oportuno. Adriana me dio la espalda, se encaró con Carlos y empezó a gritarle. _¡YA NO PUEDO MÁS! ¿ME OYES? ¡ESTO ES INSOPORTABLE, YA NO PUEDO MÁS! Era uno de esos momentos en que conviene que te refugies en tu cuarto de soltero, con alguna revista, y dejar que el joven matrimonio resuelva sus pequeñas diferencias. Pero, a pesar de mis esfuerzos por concentrarme en la lectura, fue imposible sustraerse a los argumentos que llegaban de la sala. Que el embarazo avanza. Que hay que preparar la habitación del niño. Que resulta insoportable convivir con un extraño. Que el gordo se come todolo que hay en la nevera. Que el gordo ese se va o seré yo misma ¿entiendes?, yo misma la que se marchará. Después de algunos minutos de incomprensible silencio , Carlos golpeó tímidamente la puerta de mi habitación. Le dije que pasara. _Perdona a Adriana _me dijo_. Está muy nerviosa _Es lógico _apuntalé_. El embarazo. _Ya sólo quedan tres semanas para el parto. _Me iré antes. _Habría que preparar el cuarto para el niño. Traer la cuna. Todas esas cosas. _Por supuesto. No te preocupes Carlos hizo chasquear la lengua, en un gesto de pesar. _Maldita sea, Jorge, lo siento mucho. Yo ... _Tienes que pensar en tu familia. Eso es lo primero. _Me alegra que lo entiendas. Eres un buen amigo. Preferí no contestar a eso. En realidad Carlos y yo no éramos amigos. Compartimos un monótono trabajo en la oficina de la central eléctrica, pero hacía mucho tiempo de eso. Cuando recurrí a él yo ya no tenía a nadie. Se me hizo duro tomar la decisión de presentarme en su casa en busca de refugio. Se me hizo duro, pero no quedaba ninguna otra persona que pudiera ayudarme. Era como aceptar que ya había agotado todos los recursos. Carlos salió de la habitación, sin la promesa de una fecha concreta, pero persuadido de que mi partida era inminente. Yo prefería no pensar en eso. Demasiado desagradable. Salir de aquella casa resultaría fácil, tan fácil como meter todo en la bolsa y acometer los besos de despedida, pero a continuación sería necesario tomar alguna dirección. Me espantaba ese momento. Me preocupaba. Qué proyecto era posible. Qué dirección. Resolví hacer lo mismo que hacía todas las noches: darme una ducha de agua muy caliente y regresar a mi cuarto, con la toalla a la cintura, dispuesto a secarme, peinarme y ponerme el pijama y el albornoz. Siempre sentía aquel momento de la noche como una incómoda encrucijada, pero tenía que sobreponerme. Envuelto en el albornoz, me dirigí a la cocina y, como todas las noches, tomé de la nevera una lata de cerveza. Después reuní fuerzas suficientes y entré en la sala de estar, donde Carlos y Adriana ya estaban viendo la televisión. Realmente hacía ya algunas semanas que nadie me preguntaba si quería cenar algo. Llegados a este punto, siempre había un momento en que reflexionaba sobre cómo había llegado a aquel estado, qué demonios había fallado en mi vida, quizá desde el principio. Pero esos pensamientos me inquietaban demasiado como para detenerme en ellos, de modo que desviaba mi atención hacia otras cosas, por ejemplo, hacia la película que nos disponíamos a ver en la televisión. Tenía la sensación de que había salvado otra jornada, que hasta la mañana siguiente seguía siendo invulnerable y que nada malo podía pasarme en lo que quedaba del día. Hacía mucho tiempo que en mi vida no había proyectos que miraran más allá del día. Una semana tenía aspecto de toda la eternidad. Y quizá lo era. En su sillón orejero, Carlos parecía una estatua que no pronunciaba palabra. Sus manos permanecían crispadas sobre los brazos del sofá. Pero yo sentía que era mi deber descargar el ambiente, comportarme como un huésped amable y agradecido. Dirigí entonces a Adriana un gesto de cómplice ternura, trazando con la mano, sobre mi propio estómago, la ostentosa curva de su embarazo. Ella contestó lanzándome una mirada envenenada. Presentí que no me quedaba mucho crédito, pero la película ya había empezado y prometía ser interesante. Además, después vendría el sueño, con su enorme absolución, con su increíble habilidad para que todo desaparezca como en un juego de magia. No, no dejé que el miedo me invadiera. «Mañana será otro día», me susurré a mí mismo. Y la palabra mañana, dicen, siempre viene preñada de esperanza. |
Llegaron
hasta la aldea mensajeros a caballo y la noticia que traían
de la lejana capital era la que nosotros, los jóvenes
varones, siempre habíamos temido: tras haber dado a luz al
último príncipe, la Reina había descansado algunas semanas y
ahora estaba dispuesta a concebir un nuevo vástago real. |
LOS OCUPANTES
DE UN ROLLS ALQUILADO (De El falso fugitivo ) |
EL CUELLO DE LA BOTELLA |
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