PEDRO SALINAS

ÍNDICE

Cuanto rato te he mirado

Ayer te besé en los labios

Sí, reciente

La distraída

Qué cuerpos leves

Vivir en los pronombres

Los mares

La felicidad inminente

 

LA GLORIA Y LA NIEBLA

"...CADA BESO PERFECTO APARTA EL TIEMPO,

LO ECHA HACIA ATRÁS, ENSANCHA EL MUNDO BREVE

DONDE PUEDE BESARSE TODAVÍA..."

 

¡Cuánto rato te he mirado

sin mirarte a ti, en la imagen

exacta e inaccesible

que te traiciona el espejo!

«Bésame», dices. Te beso,

y mientras te beso pienso

en lo fríos que serán

tus labios en el espejo.

«Toda el alma para ti»,

murmuras, pero en el pecho

siento un vacío que sólo

me lo llenará ese alma

que no me das.

El alma que se recata

con disfraz de claridades

en tu forma del espejo.

PRESAGIOS- 1924

 Ayer te besé en los labios
Ayer te besé en los labios.
Te besé en los labios. Densos,
rojos. Fue un beso tan corto
que duró más que un relámpago,
que un milagro, más.
El tiempo
después de dártelo
no lo quise para nada
ya, para nada
lo había querido antes.
Se empezó, se acabó en él.
estoy solo con mis labios.
Los pongo
no en tu boca, no, ya no
-¿adónde se me ha escapado?-.
Los pongo
en el beso que te di
ayer, en las bocas juntas
del beso que se besaron.
Y dura este beso más
que el silencio, que la luz.
Porque ya no es una carne
ni una boca lo que beso,
que se escapa, que me huye.
No. Te estoy besando más lejos.

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SÍ, RECIENTE

No te quiero mucho, amor.

No te quiero mucho. Eres

tan cierto y mío, seguro,

de hoy, de aquí,

que tu evidencia es el filo

con que me hiere el abrazo.

Espero para quererte.

Se gastarán tus aceros

en días y noches blandos,

y a lo lejos turbio, vago,

en nieblas de fue o no fue,

en el mar del más y el menos,

cómo te voy a querer,

amor,

ardiente cuerpo entregado,

cuando te vuelvas recuerdo,

sombra esquiva entre los brazos.

LA DISTRAÍDA

No estás ya aquí. Lo que veo

de ti, cuerpo, es sombra, engaño.

El alma tuya se fue

donde tú te irás mañana.

Aún esta tarde me ofrece

falsos rehenes, sonrisas

                 vagas, ademanes lentos,

               un amor ya distraído.

                Pero tu intención de ir

              te llevó donde querías

               lejos de aquí, donde estás

        diciéndome:

«aquí estoy contigo, mira».

Y me señalas la ausencia.

SEGURO AZAR (1924-1928)

 

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Qué cuerpos leves, sutiles...
¡Qué cuerpos leves, sutiles,
hay, sin color,
tan vagos como sombras,
que no se pueden besar
si no es poniendo los labios
en el aire contra algo
que pasa y que se parece!
¡Y qué sombras tan morenas
hay, tan duras
que su oscuro mármol frío
jamás se nos rendirá
de pasión entre los brazos!
¡Y que trajín, ir, venir
con el amor en volandas,
de los cuerpos a las sombras,
de lo imposible a los labios,
sin parar, sin saber nunca
si es alma de carne o de sombra
de cuerpo lo que besamos,
si es algo! ¡Temblando
de dar cariño a la nada!
¿Y si no fueran las sombras
sombras? ¿Si las sombras fueran
-yo las estrecho, las beso,
me palpitan encendidas
entre los brazos-
como cuerpos finos y delgados,
todos miedosos de carne?
¿Y si hubiese
otra luz más en el mundo
para sacarles a ellas,
cuerpos ya de sombra, otras
sombras más últimas, sueltas
de color, de forma, libres
de sospecha de materia;
y que no se viesen ya
y que hubiera que buscarlas
a ciegas, por entre cielos,
desdeñando ya las otras,
sin escuchar ya las voces
de esos cuerpos disfrazados
de sombras, sobre la tierra?

(La voz a ti debida, 1933)

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Para vivir no quiero

islas, palacios, torres.

¡Qué alegría más alta:

vivir en los pronombres!

Quítate ya los trajes,

las señas, los retratos;

yo no te quiero así,

disfrazada de otra,

hija siempre de algo.

Te quiero pura, libre,

irreductible: tú.

Sé que cuando te llame

entre todas las gentes

del mundo,

sólo tú serás tú.

Y cuando me preguntes

quién es el que te llama,

el que te quiere suya,

enterraré los nombres,

los rótulos, la historia.

Iré rompiendo todo

lo que encima me echaron

desde antes de nacer.

Y vuelto ya al anónimo

eterno del desnudo,

de la piedra, del mundo,

te diré:

«Yo te quiero, soy yo».

TODO MÁS CLARO Y OTROS POEMAS(1949)

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LA FELICIDAD INMINENTE

 Miedo, temblor en mí, en mi cuerpo;

temblor como de árbol cuando el aire

viene de abajo y entra en él por las raíces,

y no mueve las hojas, ni se le ve.

Terror terrible, inmóvil.

Es la felicidad. Está ya cerca.

Pegando él oído al cielo se la oiría

en su gran marcha subceleste, hollando nubes.

Ella, la desmedida, remotísima,

se acerca aceleradamente,

a una velocidad de luz de estrella,

y tarda

todavía en llegar porque procede

de más allá de las constelaciones.

Ella, tan vaga e indecisa antes,

tiene escogido cuerpo, sitio y hora.

Me ha dicho. "Voy". Soy ya su destinada presa.

Suyo me siento antes de su llegada,

como el blanco se siente de la flecha,

apenas deja el arco, por el aire.

No queda el esperarla

indiferentemente, distraído,

con los ojos cerrados y  jugando

a adivinar, entre los puntos cardinales,

cuál la prohijará. Siempre se tiene

que esperar a la dicha con los ojos

terriblemente abiertos:

insomnio ya sin fin si no llegara.

Por esa puerta por la que entran todos

franquearé su paso lo imposible,

vestida de un ser más que entre en mi cuarto.

 En esta luz y no en luces soñadas,

en esta misma luz en donde ahora

se exalta en blanco el hueco de su ausencia,

ha de lucir su forma decisiva.

Dejará de llamarse

felicidad, nombre sin dueño. Apenas

llegue se inclinará sobre mi oído

y me dirá: "Me llamo..."

La llamaré así, siempre, aún no sé cómo,

y nunca más felicidad.

 Me estremece

un gran temblor de víspera y de alba,

porque viene derecha toda, a mí.

Su gran tumulto y desatada prisa

este pecho eligió para romperse en él,

igual que escoge cada mar

su playa o su cantil donde quebrarse.

Soy yo, no hay duda; el peso incalculable

que alas leves transportan y se llama

felicidad, en todos los idiomas

y en el trino del pájaro,

sobre mí caerá todo,

como la luz del día entera cae

sobre los dos primeros ojos que la miran.

Escogido estoy ya para la hazaña

del gran gozo del mundo:

de soportar la dicha, de entregarla

todo lo que ella pide, carne, vida,

muerte, resurrección, rosa, mordisco;

de acostumbrarme a su caricia indómita,

a su rostro tan duro, a sus cabellos

desmelenados,

a la quemante lumbre, beso, abrazo,

entrega destructora de su cuerpo.

Lo fácil en el alma es lo que tiembla

al sentirla venir. Para que llegue

hay que irse separando, uno por uno,

de costumbre, caprichosos,

hasta quedarnos vacantes, sueltos,

al vacar primitivo del ser recién nacido,

para ella.

Quedarse bien desnudos,

tensas las fuerzas vírgenes

dormidas en el ser, nunca empleadas,

que ella, la dicha, sólo en el anuncio

de su ardiente inminencia galopante,

convoca y pone en pie.

Porque viene a luchar su lucha en mí.

Veo su doble rostro,

su doble ser partido, como el nuestro,

las dos mitades fieras, enfrentadas.

En mi temblor se siente su temblor,

su gran dolor de la unidad que sueña,

imposible unidad, la que buscamos,

ella en mí, en ella yo. Porque la dicha

quiere también su dicha.

Desgarrada en dos, llega con el miedo

de su virginidad inconquistable,

anhelante de verse conquistada.

Me necesita para ser dichosa,

lo mismo que a ella yo.

Lucha entre darse y no, partida alma;

su lidiar

lo sufrimos nosotros al tenerla.

Viene toda de amiga

porque soy necesario a su gran ansia

de ser

algo más que la idea de su vida;

como la rosa, vagabunda rosa

necesita posarse en un rosal,

y hacerle así feliz, al florecerse.

Pero a su lado, inseparable doble,

una diosa humillada se retuerce,

toda enemiga de la carne esa

en que viene a buscar mortal apoyo.

Lucha consigo.

Los elegidos para ser felices

somos tan sólo carne

donde la dicha libra su combate.

Quiere quedarse e irse, se desgarra,

por sus heridas nuestra sangre brota,

ella, inmortal, se muere en nuestras vidas,

y somos los cadáveres que deja.

Viva, ser viva, en algo humano quiere,

encarnarse, entregada; pero al fondo

su indomable altivez de diosa pura

en el último don niega la entrega,

si no es por un minuto, fugacísima.

En un minuto sólo, pacto,

se la siente total y dicha nuestra.

Rendida en nuestro cuerpo,

ese diamante lúcido y soltero

que en los ojos le brilla,

rodará rostro abajo, tibio par,

mientras la boca dice: "Tenme".

Y ella, divino ser, logra su dicha

sólo cuando nosotros la logramos

en la tierra, prestándole

los labios que no tiene. Así se calma

un instante su furia. Y ser felices

es el hacernos campo de sus paces.

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LOS MARES

El mar. Chasquido breve,
muerte de adolescencia
sobre la arena tibia.
Playa.
El mar. Ámbito exacto:
allí acaba, aquí empieza,
aquí estoy yo, allí ella.
Ausencia.
El mar. Embate plano
contra las rocas tajadas.
Escribe blanca espuma
con el cantil su acróstico.
Se lo descifra el viento.
Secreto.
El mar. Sal en los labios
que beso, y esa gota
que va rodando, ajena,
por mejilla sin llanto.
La sal y el agua
en el amor y en el aire.
El mar. Las rastrojeras
ardidas.
Un chopo solo y quieto.
Esqueléticos galgos
buscan agua en el cauce
seco.

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LA GLORIA Y LA NIEBLA

I

    Al salir de la visita de la iglesia, Lena, con achaque de admirar un detalle de la fachada, se quedó atrás:

    —¿Te has fijado? —dijo a su amiga Florence, apuntando a la hojarasca de un capitel—. ¿No es precioso?

    Ya el guía estaba lo bastante distanciado para no oírlas.

    —Florence, es muy tarde para cenar en Méjico. ¿Por qué no quedarnos en algún restorán del camino, e invitarle? Parece un chico fino.

    Asintió la amiga, fueron las dos hacia el coche.

    En efecto, chico fino lo parecía —a pesar de su indumento modesto, tirando a pobre—, por la persona y los modales. Desde que empezó la excursión lo habían ido notando. Hablaba poco, lo justo, sin la profesional facundia de los guías, ofreciendo los datos precisos, nada más. Les llamó la atención, sobre todo, a las dos norteamericanas, el buen gusto con que escogía, para señalárselos en la selvática confusión de los enormes retablos, primorosos detalles: un ángel con facciones de indio, un racimo de frutas del país, un pajarillo con el ala rota. Cuando, al ir ellas a subir al coche, mantenía la portezuela abierta, ni ademán servil de criado, ni fingida galantería de señorito se le notaban. Más bien un deseo de dar a entender que no era ni lo uno ni lo otro: sencillamente un guía y chófer, combinados, que la agencia recomendaba a los turistas que quieren ver bien las cosas.

    —¿Hay algún restorán decente por aquí? —le preguntó Lena, cuando se acomodaron.

    —Sí, hay uno bueno: «El balcón del Anáhuac», a cinco kilómetros. Un poco caro. Lo menos les costará a Vds. la cena, para las dos, veinte pesos.

    Nuevo indicio de finura, se pensó Lena, eso de excluirse él, discretamente, de la comida.

    —No importa... si es agradable. Con el cambio..., —añadió sonriendo.

    Diez minutos de marcha. Entró el coche por la majestuosa puerta, con su coruscante arco barroco, acceso al patio apeadero de la vieja finca colonial, antes, restorán, ahora. Desdecían los automóviles allí parados, sus extremidades geométricas de goma, en aquel precioso empedrado antiguo, solería labrada con guijarros de dos colores, hecho para otros lujos de carretelas, de pezuñas de caballos fogosos, de señores criollos, y no turistas de extranjis.

    Lena susurró a su amiga:

    —Díselo tú.

    —¿No le gustaría cenar con nosotras?

    El mozo se les quedó mirando. De Florence habían sido las palabras invitatorias, pero el sonrojo se le subió a la cara a Lena. Las observaba muy serio, de arriba abajo, ellas un poco extrañadas por aquel que parecía examen del que pendiese la aceptación o el rechazo del convite. De súbito se le quebró la gravedad, en una sonrisa ancha, franquísima, cual si una segunda persona, que llevaba oculta, hubiese roto a vivir, dentro de la primera:

    —Yo, encantado. Muchas gracias.

    De comedor servía el patio de la casa; las mesas estaban colocadas en las galerías de la planta baja, dejando libre el centro, con su fuente en medio y cuatro rectas palmeras. Aun no se había acostumbrado el viejo señorío de la hacienda a esta servidumbre. Se defendía: los extraños, los comensales, ocupaban sólo el recinto inferior, pero arriba, en la oscuridad, los arcos encalados con sus cenefas rojas, sin una sola luz, las galerías desiertas, afirmaban su pertenencia a otro mundo, al de los señores, cerrado a los advenedizos de pago; su fidelidad a otro tiempo, un ayer sin fecha, vedado a las gentes de hoy, que han llegado muy tarde. Por eso tendría la anchurosa escalera, en su arranque, un gran cordón, tendido de lado a lado, impidiendo el paso.

    Ojeaban los tres, curiosamente; tampoco el muchacho había estado allí, antes. Sabía, dijo, que el palacio era obra del siglo XVII, propiedad de una familia patricia de Méjico. Corría el decir de que lo habían vivido, varios años, cuando la familia vino a menos, y lo arrendó, un poeta inglés y su amante, arpista retirada, y que sólo tocaba ya algunas noches en la azotea, para beneficio de su enamorado, de los pájaros, del aire embalsamado y del silencio lunero. Florence sacó un cuadernito, tomó unos apuntes.

    —¿Cómo se llamaba el poeta?

    —Pues, mire V., no me acuerdo. ¡Mal guía soy, eh! Un guía bueno lo sabría o lo habría inventado. ¿Y V. no lo apunta?, —dijo a Lena.

    —Yo, no. Yo me acuerdo. Más tarde. En mi diario.

    Le turbaba un poco eso de sentirse el rubor en la cara, cada vez que el mozo le dirigía la palabra. Ahora, él había cambiado. Como si la invitación le hubiera hecho franquear un frío vestíbulo en su relación, entrar por ella, más adentro. Hablaba con soltura, animadamente, más que a ellas, dejándose decir, al aire.

La mirada de Lena, surtidor arriba, fue a dar con los altos del patio, se aventuró en las galerías, penumbrosas.

    —¿Quién vivirá ahí?

    —Precisamente eso estaba yo pensando —dijo él.

    Cuando vino el camarero, Lena le preguntó.

    —Nadie, señorita. Está desocupado. Con los muebles de los dueños. Eso no lo alquilan.

    Se fijaban ahora con duplicado interés en aquella zona, reservada a la soledad y al pasado.

    —¡Qué sabe él...! —dijo sonriendo Luis.

    —¿Pero V. cree que no es verdad, que está habitado?

    —Pues claro —siguió, ensanchando su sonrisa, de modo que se entendiese que el que hablaba no era ya el guía, responsable de todos sus datos, sino otro.

    —O seres de carne y hueso, o sombras, pero alguien se pasea por ahí.

    Las tres miradas buscaban tras la misteriosa sucesión de arcos, por arriba.

    —¡Y los muebles! Como si los viera. Consolas de tapa de mármol verde, y las patas doradas, rematadas en garras de león. Espejos con marcos de cristal de Venecia, velados de gasas amarillas. Los sofás, con fundas blancas. Y muchos relojes, de bronce, de porcelana, con figuras de amorcillos, y parados, cada uno en su hora. Los relojes nunca se paran a la misma hora, ¿no lo han notado Vds.?

    A medida que hablaba, las miradas de las dos muchachas habían descendido, del presunto misterio de arriba, al rostro de Luis: dos expresiones de temor, de miedo, en aquellos ojos. Dos miedos: el de Florence, frío, razonado, enjuiciador, el prudentísimo miedo al desfogue de la imaginación, ese miedo que previene tantos desastres. El de Lena, oscuro, trémulo, profundo: miedo a la vida, a lo que de sus apariencias comunes sale, inesperadamente, extraño, y ya amenazando de seducción.

    —Vds. perdonen... Estaba hablando solo... ¡Tonterías...!

    Muy serio, se aplicó a la comida, callado.

    —No, no, es muy interesante —repuso cortésmente Florence, en tono tan gélido como si, para ella, el interés tuviese virtud de congelar lo que tocaba. Luego, ducha en salirse de esos menudos embrollos sociales, llamó en su auxilio a la santa realidad, mango siempre servicial de lo concreto, mosqueador inmejorable para ahuyentar los mariposeos de la fantasía.

    ¿V. no es mejicano, verdad? ¿Es V. de España?

    —Sí, soy español. Pero falto de mi país hace ocho años...

    —¿Salió V. por la guerra? ¿No piensa volver?

    La pareja de preguntas indicaba, sin duda, que lo que se esperaba de él, tanto para tranquilidad de los espíritus como para cebo de la curiosidad, era el entierro de aquellas musarañas de hace un instante, bajo paletadas de datos, de fechas, de detalles, todos verdaderos, sobre su persona: la relación de su vida. Por ella se entró, con toda naturalidad, sin recargo alguno sentimental.

    Al empezar la guerra civil, Luis, que ya se andaba en primer año de Letras, estaba pasando las vacaciones con su familia, en Liverpool. Allí tenía su padre oficio consular. Le llamaron a filas; quería presentarse, pero se opuso, invencible, la voluntad de los suyos. Principio de las adversidades, porque el padre hubo de dimitir, por pundonor, y echarse a ganar la vida con pena y poco fruto. Murió, a los tres años. La madre, apocada, decidió volverse a España: Luis, no. Le arreglaron la venida a Méjico y aquí estaba desde entonces, saliendo adelante como podía. Iba a acabar su Doctorado en Letras. Para mantenerse, a más de dar lecciones de inglés y de traducir, aceptaba ese empleo eventual de guía, con turistas norteamericanos de cierta clase.

    —¡Nada de extraordinario, como Vds. ven! Cosas de los tiempos. Hace cincuenta años mi vida hubiera parecido aventurera, novelesca. Hoy, comparada con lo que les ha ocurrido a tantos, es una vida vulgar.

    No decían ellas nada. Pero en su fuero interno parangonaban la existencia de aquel hombre con las suyas. Envueltas desde que nacieron en previsiones; vacunadas a los seis meses contra morbos variados; escudadas de las arremetidas del pecado por la moral ambiente; todo el invierno la misma temperatura en las casas —setenta grados Fahrenheit—, regulada automáticamente; y las mismas revistas ilustradas, con idénticas novelas cortas, llamando a sus puertas todas las semanas. ¿Los años de Colegio...? Sí, fueron otra cosa. Vacaciones de la normalidad casera. Pero aquellas modestas libertades, aquel organizado desorden, y vigilada independencia, permitidos por la atmósfera puritana de la institución, se revelaban pronto como variantes de la monotonía doméstica, monótonas a su vez, e insertas en un marco, más grande, pero con sus cuatro lados, infranqueables, en cuanto se disparaba el ímpetu del deseo. Luego las dos amigas, que se conocieron y amistaron en el Colegio, siguieron el mismo camino, la enseñanza. Lena, del español; Florence, de Psicología. Otro orden de ejemplaridades e impuso sobre sus vidas; antes llamadas a atender ejemplos, personificados en sus ductoras; al presente con obligación de darlos, ellas, a las dirigidas.

    ¡Y allí estaba ese muchacho, llamando a su vida una vulgaridad! A Florence le parecía casi un anacronismo; envío, Luis, de unas tierras donde no se sabía, aún, vivir, de unas sociedades horras de raciocinio y pródigas en pasiones. A Lena, mensajero de verdad, de realidad innegable, él; pero de un mundo que sólo con las plantas de su imaginación había pisado emocionada, por las páginas de las novelas. Cuando Luis terminó, Lena no supo quedarse allí en el borde de aquella vida, desplegada sencillamente ante sus ojos, al que Luis la había llevado; miró más allá, a lo que no se podía ver, porque era lo que vendría. Y pensar en ese porvenir, de otro, en lo que ocurriría, tras aquellas peripecias, al mozo, era ya acompañarle hacia el futuro. Interesarse, caer en la trampa, siempre armada.

    Cuando Florence se apartó un momento, discretamente, a pagar la cuenta, y se quedaron solos, el pensamiento se le vino cándidamente a los labios:

    —¿Y ahora, qué va V. a hacer?

    —¿Yo? ¿Qué voy a hacer? Vivir...

    Toda la vastedad tremenda contenida en ese verbo, donde nacen y se borran las vidas, como estelas en el mar, todas sus direcciones, la que busca la mina y la que seduce a la flecha, todos los números de esa ruleta del tamaño de la tierra, en la que empieza a rodar cada vida nueva en cuanto abre los ojos y —más atemorizador aún— la división neta y fatal en dos casillas, roja y negra, paraderos en que todas han de acabar, se abrió delante de Lena, como corola de una flor enorme, que había tenido plantada en su casa, en una maceta, sin sospechar lo que era. ¿Y ella? ¿No entraba ella en el juego?

    —¿Qué, nos vamos? Estoy un poco cansada —dijo Florence al volver.

    Buscaron el coche.

    —Si quieres —dijo—, yo me siento atrás, y descanso, y tú vas delante con este señor.

    Así, ella al lado de Luis, echaron a andar hacia Méjico. El camino, endiablado, enemigo de lo recto, se retorcía por los flancos de la sierra. Atendía Luis, callado, al volante. Lena le miraba a hurtadillas. Le veía de lado, pelo rizoso y abundante, perfecto perfil clásico, realzado en claroscuro por el reflejo de las luces del tablero, y los ojos negros clavados en el camino, absortos en el mirar.

    ¿V. escribe, verdad? —dijo ella, de repente, sin saber casi cómo vino a decirlo.

    Luis se volvió, un instante, y miró a Lena con la misma seriedad penetrante con que iba escrutando la carretera, en espera de otra curva.

     —¿Cómo lo sabe V.?

    —Saberlo, no lo sé... Es un barrunto...

    Sólo la oscuridad se enteró de la rojez que le invadía la cara, al contestar. Volvió el silencio. Atrás, Florence, novillada, se adormecía. Lena empezó a vislumbrar parecidos en el rostro del mozo; sí, a alguien se parecía.

    A algunas facciones le recordaban éstas. Poco a poco, como si el rostro mismo quisiera ayudarla, se le iban simplificando más lo rasgos. Perdía bulto, se acusaban las líneas. Llegó a verle, por fin, en purismo relieve, acentuado sobre el fondo negro que enmarcaba la ventanilla. Su individualidad se desvanecía; tornábase su sobria hermosura en belleza de un tipo, en modelo de una faz humana representante, por más allá de lo pasajero y personal, de una virtud, una fuerza general y eterna, dada a los hombres para veneranda admiración, no para trato o contacto de prójimo. De excepcional que se volvía en la visión de Lena, se alejaba de ella; algo le empujaba fuera del ámbito de los comunes mortales. Y conforme le veía más distante, se le volvían a la memoria imágenes de caras vistas en museos y láminas de libros, todas con un aire de familia, e iba hermanando con ellas este rostro. Era la soberbia hermandad de los grandes. No hombre; tipo, Luis: el tipo del genio. En la cera blanda de su alma, se quedó, así, su medalla para siempre.

Y Lena, súbitamente, se encontró adorándole. Pulcra adoración, limpia de toda veta de mal amor; repente del alma que se halla cuando menos lo espera ante un enviado de lo supremo y rinde su espíritu al ángel. Pero al minuto, un coche que venía de frente inundó de luz el rostro. Hombre, un hombre hermoso, solamente. Y sin embargo en esta faz de hombre cuando se aparecía como mucho más, un segundo antes, había ella adorado, con pleno fervor de alma. ¿Es que en adelante podría mirar a aquél, como a uno de tantos rostros mortales, si allí había hecho estación y parada un momento, una lumbre de espíritu inmortal? Consagradas se hallaban sus facciones por la fugaz visita de un fuego divino; y Lena supo que no las podría ver mucho sin tocarse de su ardor, sin buscar detrás, aun cuando se presentaran frías y comunes a ratos, la lumbre del prodigio. Y quemarse, de ella.

    Treinta años tenía, dos más que él. Su voluntad, mayor también, se fue recobrando de aquella flaqueza en que la puso la aparición del portento. Va siempre de par con lo portentoso, el temor; y el temor le dio fuerzas. Su educación, doméstica y social, le tenía dicho y redicho que apenas se agrieta la fortaleza de la persona con una hendedura, por leve que sea, hay que acudir a su reparo; por tan breve espacio se puede entrar el mal peor. Lena resolvió, mirando al camino; le venían al recuerdo las numerosas, cansadas, variantes, que en los sermones dominicales había oído, de la misma alegoría: recta, la virtud, tortuoso, el pecado; luz, aquélla, éste, tinieblas. Esos restos de retórica sagrada se le quedaron inertes, en la memoria, sin cobrar jamás visualidad en su imaginación. Pero ahora, alerta por el peligro, los vio, delante de ella, realizados. La luz, la de los dos faros del coche, rectísima, inflexible; el negro camino, enredoso, ofreciendo nuevo lazo, a cada instante. Su pasado, consejos de los padres, aleccionamientos de maestras, admoniciones del pulpito, le enseñaba a interpretar con claridad aquella imagen, que al fin se le había presentado a lo vivo, por gracia de las luces de un coche de alquiler y las curvas de una carretera de sierra mejicana. La decisión, indudable: no volver a ver más a aquel hombre.

    Ya descendían; una revuelta les descubrió, por fin entera, la suave concavidad del valle, toda sombra, y en su centro un gran espacio rojizo, que lo hacía el reflejo en la atmósfera del lucerío urbano. Seguía el mundo insistiendo en ofrecer suertes —rojo y negro—, empeñado en afirmar que nadie se puede zafar de los albures. Pero Lena se sentía ya segura, porque su mano la tenía apretada por los dedos huesudos de la voluntad, que no la soltaría.

    Se despidieron a la puerta del hotel. Sonrientes todos, pero de fuera; por detrás Florence, fría, distanciada; Lena, violentada, esforzándose; Luis, desilusionado. Quedó la despedida terminada hasta el borde, igual que una labor de gancho, con todos los cabos bien atados, que no queda uno suelto. Porque hay despedidas en que se dejan hilos, pendientes, y, si se quiere, se tira de ellos, y se deshila todo, y se deshacen los trazados de los adioses, y el hilo vuelve a ser capaz de obra nueva, que ahora dibuje lo contrario: arabescos de cita y de encuentro. Aquí todo quedó cerrado, sin mañana.

    Solas en su cuarto las dos amigas, no se dijeron nada. Se sentían emparejadas, secretamente, en un común orgullo: haber respondido a los mandatos de una raza, de una clase, de una profesión, instruidas desde niñas al uso de los frenos interiores, apenas asoma el peligro. Sin más diferencia que a Florence no le costó la operación más trabajo que el exigido por el manejo de los de su coche. Y Lena sintió, en la soledad de su lecho, resortes violentados, casi rotos, en sus adentros; la tremenda violencia sobre sí misma había hecho víctima.

    A las ocho se levantaron; el avión salía a las once. Se pusieron a hacer las maletas, con la meticulosidad y el orden que demanda esa conciencia del peso de las cosas, inspirada por los viajes aéreos.

    —¿Lena, tienes tú por casualidad el azulejo que compré ayer en Cuernavaca?

    —No, no lo creo. ¡Cómo no lo haya guardado sin fijarme en el fondo de mi maleta...! La puedo deshacer...

    Se negó Florence. No valía la pena. Además, era tarde.

    Aire de gran sala de espera. Promiscua algarabía de voces, las más altas que de costumbre, viajeros excitados, nerviosos; otras, muy quedas, diciéndose palabras finales, casi inaudibles. Y por encima de todas, monstruosas, inhumanas e informativas, las del altavoz, letanía de la mecánica, que recita nombres, horas, números, la única que nunca se calla, porque no es de persona y no necesita el silencio.

    Florence y Lena estaban sentadas en un banco, ya despachado todo, aguardando. Y entonces, otra voz, distinta de todas, reconocida por Lena como el rayo, y que se figuró que era para ella, habló por detrás del asiento:

    —Señorita, ¿es que no se quiere V. llevar lo que es suyo?

    Ya aparecía Luis, que había dado la vuelta y tendía a Florence un paquete:

     —Es el azulejo de ayer; se lo dejó V. en el coche. Fui al hotel a devolvérselo y me dijeron que se iban Vds. ahora. Me he llegado, a traerlo...

    Sonreía con clara naturalidad, que le embellecía el enérgico rostro juvenil. Florence, sorprendida, se deshizo en gracias. No cabía ser más atento. Y entonces el muchacho se volvió a Lena:

    —Para traerle a V. algo, también, se me ocurrió ofrecerle este librito mío. No es nada, lo único que he publicado. ¡Como V. ayer me adivinó que escribía...!

    Delgado volumen, de cubierta blanca. Lo tomó Lena, dominando un como temblor que le corría por el cuerpo; al abrirlo vio la dedicatoria: «A Miss Lena Whiting, con la esperanza de que vuelva por Méjico. Su guía de unas horas». Y la firma, con rasgueada rúbrica.

    Varias horas llevaba Lena fortificándose; acumuladas tenía decisiones sobre decisiones, sillares de cantería moral, murallón para defenderse, no sabía muy bien de qué. Pero bastó una punta de acero, la de la plumilla con que Luis trazó sus palabras, para atravesar los engañosos lienzos y dejar al descubierto lo defendido, su corazón.

    —¡Viajeros para Nueva York: puerta primera, por favor...!

    Lena, con toda su emoción erguida sobre el escombro de las derrumbadas defensas, sonreía a Luis, se dejaba ir a él, en la sonrisa:

    —¡Gracias, gracias! No sé si volveré... Pero V. es el que tiene que venir a los Estados Unidos. ¡V. vendrá, vendrá...!

    Por el suelo un pasado, treinta años, menos las últimas veinte horas, desde que conoció al mozo. Y en las dos palabras, idénticas, los dos vendrá, igual que dos alas, altas como dos alas, un futuro inevitable, fatal, ya alzaba vuelo.

II

    Tiene un diario algo de alcancía. Defensa contra la penuria de la edad madura, cuando ya la vida renta cada día menos, y hay que echar mano de los ahorros: sacar de la hucha billetes arrugados, monedas deslucidas, de hace muchos años, y ver si todavía valen para comprarse alegría de segunda mano. Un alma fuerte y confiada no suele llevar diario. Propios son de tímidos, de espíritus sin fe en sí mismos, temerosos de quedarse sin nada, un día.

    Lena escribía su diario porque, modesta como era, no se hacía ilusiones; y luego, por amor al orden. El olvido es un activo agente de desorden; se olvida sin ton ni son, a tuertas o a derechas. Cuando el olvidadizo acude a su memoria, de ella emergen bagatelas, chucherías que en la vida adquirimos por nada; en cambio se empeña en guardarse enterradas, en sus fondos, preciosas posesiones del alma, que se obtuvieron a costa de insignes alegrías o duras penas, y debía recordarlas siempre. Por eso, por ordenada, Lena tenía diario. Todo en una casa como es debido ha de estar en su sitio; en aquellas hojas de cuaderno se iba ella haciendo su interior morada, colocando en cada año los hechos, en sus fechas exactas, alhajándose así los espacios del recuerdo, donde se creía llamada a vivir, algún día, recluida. ¿Por qué la limpieza y el buen arreglo que motivaban el ir y venir de los cuerpos, la diligencia de las manos, en aquella casa de la madre y la hija, no habían de aplicarse, asimismo, a la interior hacienda? Vivir sin estar seguro de qué modo y cuándo nos había pasado una cosa, pensaba Lena, ha de ser tan perturbador como no saber por dónde andan, en un ajuar, la ensaladera de plata o el retrato de la abuela, y tener que darlos por perdidos.

    Pero la misma norma imperiosa de buen orden la prevenía contra el convertir las hojas del diario en registro de efusiones y espejo de flaquezas. Para eso estaba el arte de escribir: concisión en los apuntes, siempre breves, claridad, impersonalidad en la expresión. Por el estilo se traducía un trío de virtudes hermanas: delicadeza, modestia, pudor. Las notas, para ella sola; sin incentivo para nadie más. Su forma, casi telegráfica, a nadie podía provocar a la lectura; porque las gentes se entrometen, sí, en los epistolarios de los demás, pero no se sabe que se complazcan en leer telegramas ajenos. Economías de recuerdo, para ser recordados por ella sola, y no para pervivirse en el de otros.

    A la quinta carta que recibió de Luis —la primera de franco noviazgo, de relaciones de amor aceptadas—, se acabó el diario. En su última página decía: «No puedo seguir esto. Imposible, desde ahora, escribirle a él cartas, y luego otras cosas, en estas páginas. Sería reservarme algo. Lo que se me ocurra o me pase, que lo sepa él. Eso es lo honrado. Ya no estoy sola. Luis lo recordará todo, para los dos. Tiene una gran memoria.» Seguido puso la fecha.

    Hojeaba el cuaderno, despidiéndose de él. Y se detuvo preocupada, en los apuntes de unas semanas antes. «Lo que diga mi madre. Hay que pensarlo. Nunca aficionada a extranjeros; menos a latinos. Locos, poco de fiar, dice. ¿Cómo darle la noticia? Pero no tengo miedo. Tengo confianza, y se la comunicaré. Convencerla de que Luis no es como los otros. Tacto, por lo delicado que tiene el corazón.»

    Por esa última consideración, sin duda, dejó pasar Lena una semana, dos, sin hablar a su madre. Por fin se puso a sí misma un plazo: ocho días más. Después de todo, nada había que ocultar, todo estaba claro. El toque era persuadir a su madre de que viera a Luis con buenos ojos, como ella le veía. Pero la buena señora jamás le pudo mirar así los ojos, que bien enseñados por Lena, habían de reconocer a Luis como distinto de los demás, se negaron a ésta y a toda otra posible visión, cerrándose una noche, definitivamente, con toda tranquilidad mientras dormía, antes de que se cumpliera el término de Lena para la confidencia.

    En la oración funeral insertó el Dr. Thomson, profesor de Biblia del Colegio, frase que destelló en el alma de Lena. Una muerte no es una casualidad, es una lección; y más si el difunto es un progenitor. Sensible ella a la irradiación de esas palabras, quiso aleccionarse con el pasar de su madre. Los años que viviera con ella, hija ejemplar, en aquel pisito del pueblo donde estaba el Colegio, le revelaron las asordinadas hermosuras, las suaves alegrías que van creando los cien servicios menudos que un alma benévola presta a otra, si sabe aprovecharse de las múltiples coyunturas que ofrece un día a los actos del querer. Si se aprovecha el irse de la luz para prender una lámpara, en el justo momento que los otros ojos la pedían, y sin que la otra persona se moleste, tendiendo así puente entre día y noche; si se pisa muy quedo, de puntillas, cuando acaba de acostarse, al pasar junto a su habitación; si se dice a una amiga de la madre, encontrada de casualidad, en la calle: «Vaya V. por casa, hace mucho que no la vemos. Mamá se alegrará tanto.» La existencia burguesa es labor curiosa: mosaico de innumerables piezas menudas, brinda ocasiones de buscar piedrecillas chicas, finuras con que ir completando la taracea, volviéndola más bonita. Caben en ella infinitas pericias de lo menor, y por esa constancia en allegar poquedades puede arrimarse a la grandeza.

    El cúmulo de alivios, asistencias, de Lena para su madre sólo ayudaba a la anciana a dirigir su existencia al único término posible que tenía, y no muy remoto: a bien morir. Noble quehacer del alma, en el que la chica satisfizo puras energías y bebió agua de goces, pero que tenía por única extremidad la muerte. Aquí es donde la lección se le hacía patente, inescapable, a Lena. A un alma dadivosa, anhelante de dedicación, secretamente —la suya—, se le priva por designio superior del objeto de su consagración. Pero por otra parte el gran regente del teatro del mundo, cuando este personaje de amor —la madre— hace mutis por la derecha, cumplido su papel, empuja por el bastidor izquierdo otro ya marcado para el destino de protagonista, Luis, el amado. La diferencia, sin embargo, era magna: todos los concursos y apoyos que ahora se aplicaran a la nueva figura de amor tenían una meta diametralmente opuesta. A lo que iba a ayudar Lena desde ahora era a vivir, a ascender. Sus afanes servirían no a una vejez que declina, sino a una hermosa juventud en su arranque. Porque Luis estaba empezando a vivir y ella se volcaba a adestrarle a su mayor perfección, hacia la gloria.

    Para ciertas conciencias, criadas a lo puritano, el amor total empuja a los más peligrosos bordes del pecado: se teme, en su satisfacción y ejercicio, la mera complacencia de apetitos y gustos de la naturaleza sensoria, o del egoísmo hedonista. Nada más propio para evitar semejante sospecha que purificar y exaltar la pasión, llevándola a arder en el altar del bien ajeno: aquí, la fama del hombre amado. Así toda sombra de concupiscencia se desvanecía, y Lena se hallaba envuelta en limpia luz, de cumplidora entusiasta de un deber. Su amor nada daba que recelar, de impuro; y ya se podía poner a querer a Luis, sin escrúpulo, puesto que no le quería para ella, Lena Whiting, para regodeo de su cuerpo o regalo de su vanidad, sino para otra amada, que lo sería de los dos, su gloria de artista.

    Con su paciente energía, su afición al orden, empezó a planear su amor, punto por punto. Lo primero, dar realidad a sus palabras de despedida, al vendrá. Procurar a Luis una colocación de profesor de Español, lo cual con su título doctoral no era difícil. Si podía ser cerca de ella, mejor. Porque en seguida había de comenzar Lena su gran faena de animarle a su obra, confortarle en la contrariedad, vivir detrás de él, impulsándole a la realización de aquel genio cuyo perfil ella le vio una noche, en medalla flotante en el aire, y acabaría en relieve de auténtico mármol. Para eso, casarse. Cuanto antes. El afán de la enamorada de asegurarse la prenda de su amor se le presentaba a Lena cual práctico expediente, para no perder tiempo y comenzar sin más demora la obra común, la marcha de Luis a su destino. Temblaba en los oscuros de su alma, por perderle, por lo que podía suceder, allí en la distancia, a él, tan seductor, y con tantas mujeres sensibles a la seducción sueltas en el mundo. Ese temblor la impelía a desear que se ligara a ella pronto, muy pronto; mas en lugar de confesárselo como era, prefería pintárselo so capa de práctica conveniencia para él, equiparable a la prisa en firmar un contrato de negocios, que permita devengar sueldo en seguida.

Honrada y sincera, le contaba todas estas cosas a su novio: «No te hagas tantas ilusiones —respondió su carta—. ¡Eso de mi genio...! Tú, que lo ves y lo quieres. ¡Ojalá no te engañes, ni te desilusiones! ¡La gloria...! Para mí la ves muy clarita, esperándome ya. Mira, Lena mía, la gloria no se sabe nunca dónde para, ni cuál es su camino. Como es tan alta, está envuelta en nubes, embozada en nieblas, y no se la ve, aunque pase uno al lado. O se la confunde con otra cosa. Iré contigo, de todo corazón, hacia ella. Pero conste, ilusa mía, que tú eres la que cargas con las ilusiones. Yo pondré el talento que tenga, y el afán, eso sí, mucho afán, por no defraudarte el sueño.»

    Cuando Lena leía esto su amor se sentía tan pleno que necesitaba ponerse a hacer algo, en su servicio. Seres hay que al verse colmados de felicidad son como la taza alta de la fuente, rebosada por el agua del surtidor: contemplan recreadamente el desbordarse por las orillas de su alma, de tantas sobras y abundancias, frescas y cantantes, que van a la gran pila, más abajo, su vida, donde se envasan y atesoran. Pero a otros no les satisface que la dicha o el agua terminen en simple recreo, en goce que hinche el enorme hondón del alma, y lo empapa; necesitan encañarla, subyugar sus energías, y convertidas en fuerza de presión, dirigirlas a mover algo. Lena, cuando leía palabras de Luis y se colmaba de ventura, lanzábase a algún modo de actividad, en favor suyo: coger el abrigo, ir a comprar un libro y mandárselo, ponerse a traducir una poesía suya (aunque de eso no le decía nada); o llamar por teléfono a una amiga que vivía a trescientas millas para que gestionara el empleo de su novio.

    Todo eso iba ocurriendo en las postrimerías del año, entrado noviembre. En su cabeza se tenía Lena delineados planos de su futuro. A Luis se le encontraría trabajo, antes de la primavera, y podría empezar en setiembre. Antes, la boda. Casi seguro que en los primeros tiempos habrían de vivir separados, lo cual, escribía Lena en sus cartas, no era malo, porque dejaba a Luis más tiempo para su obra. Respondía a esto Luis como ella, deseándolo en su corazón, esperaba: con protestas, fervientes reiteraciones de su anhelo de no vivir más que a su lado. Y volvía ella a asegurarle que su casamiento era, en su intención, el primer paso en la vía del destino de Luis, al cual había que subordinarlo todo.

    De las relaciones de aquellos dos seres humanos se iba alzando, trabajada por la voluntariosa insistencia del sueño de Lena, la imagen de un tercero. Un Luis, no de carne y hueso, hombre actual, con su porción de vicios y virtudes, sus veintiocho años, sus temores y sus ilusiones; no, un Luis figura de ejemplaridad, ejemplar de la especie genio, que hay que cultivar con celo incansable y atención diaria para que medre hasta su plenitud. La medalla no la guardaba en la imaginación Lena; a él la ofrecía, y con ella, le ofrecía su persona y su existencia, para la conversión de aquel nervioso mozo y su alma agitada en inmóvil, augusta figura de genio, asentada para siempre en la inmortalidad gloriosa.

    Aquella pertinacia, en las cartas de Lena, en invitar a Luis a que pensara, más que en sus propias personas de amantes, en el gran tercero en concordia, el Luis soñado, ideal, al que los dos habían de dedicar lo mejor de su amor y sus vidas, dio por resultado que su simple y elemental naturaleza de hombre enamorado de una mujer se sintiese apocada, despreciada, en parangón con aquella imagen sobrehumana que Lena le ponía delante.

    «Celos me estás dando de mí mismo, Lena, con tanto ilusionarte con mi capacidad de escritor. ¿Por qué tenderme siempre ese espejo, azogado por tu generosidad, para que yo me vea embellecido, quizá imposible? Lo que ansío es verte a ti, es tu persona, tu realidad, no es el sueño de mi gloria. Estrecharte en mis brazos, dejar el futuro ese que te alucina, vivir en tu presencia y en nuestro presente.»

    Y lo cierto era que ella sentía idéntico anhelo de verle a él; las figuraciones y planes que se complacía en hacerse, para asegurarse de lo desinteresado de su amor, aunque nacidos de profunda verdad, su fe en Luis, actuaban a ratos a modo de una coraza, nada más, de las que suelen ponerse los espíritus puritanos encima para precaverse de los filos y puntas de la sensualidad. Pero una coraza jamás se une con el cuerpo; está siempre ajena a él, sobrepuesta, y tras ella golpea el corazón, se precipita la sangre, con los mismos ímpetus que si el pecho estuviese desnudo. Y así, aquel llamamiento de Luis, a ellos dos, a sus seres de carne y hueso, la penetró hasta el fondo.

    «Vistas, vistas quiero, Lena mía. Basta de visiones. Déjate llevar a lo que te pidan los ojos, a lo que te mande la presencia. Mira que de tanto soñarme en lo futuro, me envuelves en nieblas, pierdo mi cuerpo. ¿No tienes miedo de que nos volvamos, de seguir así, dos fantasmas al servicio de una sombra?»

    Estas palabras ganaron a Lena por el otro lado de su carácter, el práctico. Tuvo miedo; de perderle, así, en la bruma de los sueños que ella se fabricaba. De trocar un hombre por un perfil de medalla, antes, mucho antes, de tiempo. Al fin y al cabo, jóvenes eran, sus personas se atraían, y sus sentidos corporales afirmaban su parte de la verdad de la vida con la misma nobleza que las almas la suya. Vinieron a darse cuenta, escribiéndose esas cosas, de que la separación se volvía peligrosa, imposible. Habían de verse, para pararle los pies, o las alas, a un sueño que iba muy de prisa; que no invadiera el ámbito que el amor no puede ceder jamás al soñar demasiado sin descarnarse, sin renunciar a la terrible hermosa entereza a que le condena el alojarse en cuerpos mortales. Lena, siempre amiga de los frenos, agradeció los avisos de Luis para que detuvieran el frenético rodar en que podían salir atropellados. Sí, tenían que verse.

    Y una vez convencida, ya Lena se dedicó a prepararlo todo. ¿Dónde, cuándo? El cuándo lo disponía el calendario: las vacaciones primeras, las de Pascua de Resurrección. El dónde era más de pensar. Entraba en juego la consideración económica. Luis nada tenía. Lena, algunos ahorros. Se apresuró a ofrecérselos para sufragio de los gastos de viaje. Con toda sencillez. ¿No sería todo lo suyo de los dos, dentro de poco? Chocó con la obstinada resistencia de Luis, por delicadeza. Así, no. Bien que le ayudara cuando casados, si era indispensable, pero no antes. Otra vez volvió a darse en Lena una escena más de ésas que en su conciencia habían representado su auténtica pasión por Luis y sus esquemas de racionalismo puritano. En ellas, una, la pasión, se valía del otro, del ético raciocinio, para salirse con la suya; pero concediendo la apariencia de triunfo al frío calcular, cuando en verdad el victorioso era, como ella deseaba, sin saberlo, el ardor profundo de su querer.

    Puesto que Luis se resistía a que le adelantara el dinero antes de casarse y como al mismo tiempo tenían los dos por absolutamente necesario verse en aquellas Pascuas y estaban resueltos a hacerlo, ¿no se ofrecía, a la vista, simplicísima solución: casarse en abril en vez de en septiembre? Pero volvía a funcionar el mecanismo censor y represivo en el ánimo de Lena: el matrimonio habría de ser secreto, y publicarse sólo en otoño. Estaba esta salida destellando equívocas, exquisitas luces: so capa de solventar un escrúpulo moral anticipaba el cumplimiento de los deseos de su pasión; lo práctico de la ocurrencia servía de careta de racionalidad y sensatez, para que no se le conociesen los rasgos al inocente capricho romántico. Cosa tan innecesaria, pero tan atrayente, como un enlace secreto, arabesco de una fantasía sentimental, se imponía a Lena, y ella se lo presentaba a Luis, a modo de racional arbitrio con que solventar una dificultad económica. La razón, muy seria y engreída, adquiría, con aquellos adelantados dineros, un precioso juguete fabricado en el taller de la enamorada locura.

    Si aceptó Luis fue admitiendo todo lo que el recurso envolvía: el disfraz y la verdad; pero con más conciencia. Veía las dos cosas, la verdad interior, anhelando la unión, el fingimiento de cálculo, pretextando su ventaja, hijos ambos del espíritu de su novia, y así los quiso. Entendido de la comedia, pura y hermosa, de que era autora Lena, gustoso en representarla sin doblez ni reserva, con toda su alma, porque así la forjó ella, también. Ahora Luis es el que tenía más años.

    Se facilitaron los preparativos porque un buque tanque que zarpaba de un puerto mejicano del Pacífico, y rendía viaje en San Francisco, tomaba a Luis de pasajero, casi por nada. Y su arribo coincidía con el comienzo de las vacaciones. Ya la esperada felicidad, que antes flotaba, sin dónde, se situó: los dos enamorados, igual que un artista aboceta su cuadro, completaron aquellas líneas primeras del esquicio, 3 de abril, la fecha, con las otras. San Francisco, el lugar; y se extasiaron al ver claros los precisos contornos de realidad, los santos límites, que todo sueño ha de escoger, por difuso e infinito que se sienta, cuando quiere nacerse a la vida.

III

    Venía siempre por el lado del mar. Sorprendió a la pareja en el Parque Municipal, cuando descansaban, cerca del anochecido, sentados en la yerba. Luis había desembarcado a las doce, y desde entonces habían estado jugando con la ciudad: saltar en los tranvías de cremallera, subiendo y bajando colinas; buscarle las vueltas al mar y a la bahía, al doblar una esquina, deslumbrándose con las escapadas de la vista hacia aguas azules, y puentes de hilandería. ¡Víspera de su boda! Se despedían de los dos seres sueltos que habían sido hasta ahora, regresando a lo más atrás de aquellas sus edades solteras, a los retozos de la infancia. En el umbral de una tremenda seriedad derrochaban lo que les quedaba de sus niñeces, de su adolescencia, como se gasta la moneda de un país el día antes de la salida, porque luego hay que adquirirlo todo con otra. A la caída de la tarde fueron a parar al enorme Parque. Y allí les alcanzó.

   Cayó la niebla, espesísima, en cosa de momentos. Y lo cambiaba todo. La tierra, pecadora de tanta caricia templada, de tanta entrega de formas alegres a los ojos, de tanto gozo matinal, se daba a la penitencia. Descargaban las ráfagas de bruma, sobre las suaves curvas de las colinas sonrosadas, a modo de ramales de flagelo con que el asceta atormentado castiga los cuerpos de sus tentaciones, esas visiones deleitables, de que se agradaba un poco antes y ahora las reniega.

    No se veía a cinco pasos, ya. Las luces de los faroles, invisibles estos, flotaban en el aire gris, luciérnagas paradas. Luis y Lena, medio echados en la grama, todo lo querían. Estado total de aceptación, la dicha; dichosos, todo lo aceptaban, porque tantas felicidades como se les habían juntado en aquel día, hueste irresistible de ángeles campeadores, expulsaron de su mundo las hechuras del mal, y nada había que no se mereciese el sí del alma.

    Y por eso, por efecto de la mágica potencia trasmutador del amor gozoso, tampoco vieron en la niebla merma de luz, pérdida de vistas; sino favor de un poder benevolente que les traía nuevo bien. No habían estado bajo techo más que un poco rato, en el restorán, y con gentío en torno. Cuando de pronto, sin moverse, se vieron separados del mundo a toda prisa, por la obra rapidísima de los alarifes del aire, que elevando alrededor de los dos amantes sus hiladas de niebla, les regalaban una maravillosa soledad, les sobrecogió un sentir de revelación y prodigio. Luis lo dijo, el primero:

    —Lena, ¿sabes a qué ha venido?

    Ella, aunque ya se tenía su respuesta sabida, la calló:

    —No, ¿a qué?

    —A entregarnos el uno al otro, a guardarnos de las miradas de los demás, a hacernos albergue. Ella es nuestro techo, nuestras paredes, ¿no lo ves? Nuestro palacio sin peso, al aire, el más hermoso de todos. Estamos solos, enteramente solos, tú y yo, Lena.

    Le escuchaba extasiada, tan férvida creyente en lo que decía como si estuviera recitando la tabla de multiplicar. También ella lo sentía: la niebla era el primer recinto que el mundo alindaba para su amor. No había que abrir puertas aquí, traspasar umbrales, percibir el vago olor a cerrado, acomodarse a la extrañeza del dibujo del papel, en la pared. Todo era tan vago, tan acomodable al querer, que en aquellos obedientes espacios grises podían labrarse todas las moradas del deseo. Sí, eran Lena y Luis, los escogidos designados de la niebla. Los había invitado allí, para su amor.

    —Mira, ha venido a esto, a que nos acerquemos, hasta más no poder, a nuestra boda.

    Lena no repuso; se dejó besar, cediendo, sumisa, primero; luego se le sacudió dentro su pasión y despertó sus propios abrazos, sus propios besos, acoplándolos a los de Luis, haciéndolos unos. Operaba el portento de trasfiguración con poder pleno: para el amor, en su auge, la grama, corta y fría, acariciaba, suavísima, como lienzo camero, y el suelo molleaba, con blandor de pluma. Lo que la niebla iba tendiendo por los cuatro lados era terciopelos espesísimos, colgaduras de muy recatada alcoba, donde se rendían todos los ruidos. Lamparilla suave, aquel farol, pendiente en el aire, luz única que puede quedar prendida en cámara nupcial, alumbrando el misterio. Alguna bocina de automóvil, distante, acrecía la intimidad, porque sonaba a venir de fuera, del otro lado de aquellas paredes, de un mundo exterior. Hasta las sirenas con sus gritos regulares marcaban los límites extremos del ámbito del amor; llamadas de alerta eran, voces de guardias veladoras, rondando en la noche, para asegurar a los amantes el señorío y disfrute de su reino, la perfección de su abrazo, sin amenaza de enemigo. Camarín más secreto, muros de mayor amparo, casi luz más tierna, ¿quien los ha conocido, para el estreno de un amor? Si se les llegaban sin cesar a los cuerpos las húmedas vaharadas de la bruma, no eran sino hálito tibio de venusina deidad, protectora, alentándoles a mayor ardor.

    Cerca de la media noche buscaron la salida del parque; sin prisa iban, encantados, también, de los caminos de la niebla. Miraban para guiarse a lo alto, porque los senderos no se veían, y se aviaban por las líneas de luces, a los dos lados. Entonces, yendo así, pasado su brazo por la cintura de Luis, Lena se atrevió, ya atrevida a todo, a hablarle de sus traducciones.

    —¿Las llevas ahí?

    —Sí, siempre las llevo encima. Son muy pocas...

    —Dámelas, quiero verlas.

    Lena se reía de su vehemencia, de la pretensión de distinguir letra en aquella nebulosidad.

    —Loco, loco, ¿cómo vas a leerlas, sin luz?

    —Sí, sí, por lo menos, una. Ven.

    Se entreveía a la derecha un banco. Se sentaron.

    —Dame una...

    —Bueno, como quieras...

    Lena registraba en su bolso, a tientas, riéndose a toda risa.

    —La primera que salga, eh, es una lotería. Puede que sea la peor...

    Luis cogió el papel que ella le ofrecía.

    —Mira, dijo, tú tienes la hoja bien derecha. Yo alumbro y la leo.

    Sacó una caja de cerillas. Como el aire estaba muy parado, a cada fósforo se podían leer dos, tres, palabras. Salía el poema a balbuceos, entrecortado, hablar de niño que rompe a expresarse. Era breve; aun quedaron dos cerillas intactas. Luis, sin decir nada, había atraído a Lena hacia sí, y haciéndola descansar la cabeza en su pecho, la acariciaba.

    —Yo seré eso, tu traductora. No puedo ser más... Hablaré tus palabras, en mi lengua, porque a mí no se me ocurre nada tan hermoso. Tuyas serán siempre, pero revividas en mí...

    Él callaba, sin parar en el suave halago de la frente de Lena, con su mano.

    —Luis, no es un juego, no. No lo hago por amor... Lo que has escrito y eso que tú quieres escribir, novelas, dramas, lo tiene que conocer mucha gente, mucha. Traducirlas al inglés será darte a conocer... a medio mundo. Irás a ratos, por camino de palabras mías, a tu gloria... ¡Está tan clara...!

    Decía clara con los ojos clavados en aquel espesor impenetrable que les tenía puesto cerco por todas partes. Para ella, hasta en aquella informe blandura gris se podía cincelar el perfil glorioso. Luis hablaba muy bajo. —Aquí, aquí está mi gloria, en tu cabeza. Fuera, no la veo...

    Lena se irguió, enérgica y sonriente.

    —Tonto, es que no saber ver... Yo te enseñaré...

    Se puso él en pie, también. Iban a echar andar, cuando allí enfrente, un enorme bulto indeciso se les asomó, nueva sombra gris dentro de la grande, a la vista.

    —¿Qué es eso? Vamos a ver...

    Un monumento, mejor dicho, el arranque de un monumento, pedestal poderoso de una estatua que no veía porque la niebla cortaba el paso a la visión antes de llegar a la escultura. Así, mocho, sin remate visible, sin que los ojos pudiesen ver la figura, parecía cosa perdida, o abandonada de su dueño; desertada, quizá, por quién sabe qué personaje inmortal que no la quería. Seguía vibrando en los amantes un gozo de curiosidades, un puro triscar del alma, por todo lo que les salía al paso, todo digno de que allí se prendiera su alegría un monumento.

    —¿Quién será? ¿Tú lo sabes?

    —No, casi nunca vengo aquí... ¿Cómo quieres que sepa de quién son las estatuas? ¡Cuando te hagan la tuya...!

    —Tonta... A ver si lo adivinamos. ¿Es de hombre o de mujer?

    —Vaya una cosa... De hombre, demasiado lo sabes, a las mujeres no les hacen estatuas...

    —Ahora, yo pregunto... ¿Está de pie, o sentado?

    —Ni lo uno ni lo otro. Montado en un delfín...

    Lena se reía a carcajadas... godeándose en el cándido juego...

    —Bueno, ¿y va desnudo o vestido?

    —No se ve bien... Lo que le veo son las alas...

    —Mira, ya estoy hasta... Vamos a leer el nombre. Tus cerillas...

    Gastó las dos que le quedaban. En balde. Sólo se podían distinguir, a media altura, las letras de bronce, en realce.

    —Las leeremos con la mano... como los ciegos, dijo Luis. Tú tocas las letras, me las dices y yo las voy juntando...

    Lena se lanzó al capricho, toda alegría. Se arrimó al pedestal, empinándose lo más que pudo.

    —Tres palabras, me parece, dijo mientras tanteaba...

    Empezó a dictar:

    E... b... no, no, b no, d... g... a.

    Se interrumpió, volviendo la cabeza hacia Luis.

    —¡Mira tú que si fuera...!

    —¿Quién?

    —No te lo digo... ¡Ojalá...! ¡Qué buen agüero...!

    —¿Qué dices? A ver, sigue...

    Sí, lo que ella se pensaba. Salió un nombre Edgard, luego Allan... Poe. Otro poeta, allá en la cima, invisible, de su gloria.

    Saltó Lena al cuello de Luis...

    —¿Ves, ves? Estábamos sentados delante de él, sin saberlo. Nos oía. Ya te conoce. Él ya tiene lo que tú tendrás... mi Luis... Y llevaba el pelo así revuelto como tú...

    Todo el día había sido ocurrencias, azares, maravillosas venturas del aire y de los cuerpos. Otro antojo se le vino a Luis a la cabeza, porque el mundo era hoy mocedades, y toda cosa invitaba a inocentes devaneos y festejos del alma.

    —Voy a verle... como hemos leído su nombre... Subiré a que me reconozca bien y me dé el espaldarazo...

    Lena, agradada, sonreía.

    —Está muy alto, ten cuidado...

    —No, ya verás, eso no es nada.

    Palpó la piedra. Imitaba peñasco natural, con protuberancias y entrantes, como hechos a propósito para treparse arriba. Lena le vio subir, ágilmente; en un momento estaba en lo alto. Pero Luis no veía la estatua. ¿Posible, no verla, tan encima? A su lado debía de estar. La buscó tendiendo los brazos para alcanzarla; nada. Dio un paso, dos, adelante. Se sentía burlado, porque la esperada sombra broncínea del poeta parecía que le evitaba, negándose a vista y tacto, a realidad, a ser. Le dio coraje, avanzó un poco más, a tientas, afanoso de llegar a la forma. Y encontró el vacío. Cayó el cuerpo con pesado ruido sordo, casi a los pies de Lena, que sintió el aire de su caída, caricia final, en el rostro. Cayó de mala caída. Lena se echó sobre él, la cara sobre la suya. Hablaba débilmente, y el perfil, palidísimo, era ya propia medalla.

    —No había nada. Nada. Sólo niebla... todo niebla. No hay gloria... Sólo tú que lo creíste.

    Se empezó a levantar la bruma. Y el bulto, allí postrado, al pie del pedestal, parecía la estatua misma del glorioso, que huyendo de la metálica inmortalidad solitaria había descendido, en busca de segunda, última muerte, a la tierra, a morir como un hombre, en brazos de mujer.

     Así terminaba el artículo de fondo del diario de más respeto de la ciudad: «Quizá esa lamentable desgracia sirva para decidir, al fin, a la Comisión Municipal, a colocar en su lugar, sacándola del almacén donde aguarda hace meses, la estatua del gran poeta nacional. Respetables son las objeciones, puestas por algunos grupos cívicos y religiosos, a los deplorables extravíos de la vida del artista, objeciones que tanto han retardado la inauguración del monumento. Pero sobre esos puritanismos celosos debe estar la gloria del poeta, reconocida por todo el mundo culto.»

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