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Cuento drolático El jardín del monasterio sonríe, recatado en la penumbra tibia dela tarde otoñal. No es un jardín austero y místico, a la manera del que Walhagried Strabus (el bizco) describe en su Hortulus. En él no crecen las plantas australes, de piadoso simbolismo, entre las cuales hay hierbas humildes de jugo tónico o anodino y santa virtud curativa: salvia, ruda, abrótano, hinojo, menta, apio silvestre, agrimonía y betónica; ni las rosas exangües insinúan su blanca y virginal pudicicia. Es más bien un parque pagano, afrodisíaco, poblado de rosas carnales, pinos eréctiles y olorosos laureles, cuya regalada sombra es propicia a la égloga. Los árboles indolentes rozan entre sí las ramas con suave temblor de voluptuosidad bucólica. La hierba, crecida, se rinde blandamente al halago de un viento indolente, cargado con aromas prolíficos, enervantes. Junto al tronco rugoso de un pino, que brinda ondulante palio con la expansión de su copa, en el suelo mullido un fraile dormita. Sostiene con la diestra mano, caída sobre el césped, un infolio pergaminoso y mugriento, y apoya la siniestra en el vientre rotundo, que subbe y baja a compás. El monje parece pequeño de alzada; es rechoncho, rostro cocido al sol, chata nariz carminosa, henchidos labios sensuales. Muestra, bajo el desorden del hábito talar, la recia musculatura de una pantorrilla, y el pie, no muy aseado, con tosca sandalia de vacarí. Entre los pliegues de la cogulla cenicienta brilla el cráneo, lustrado por la tonsura monacal. Óyese un susurro discreto de la parte de un portón ojival abierto en el muro del lado de Oriente. Luego, los pesados batientes de nogal oscuro con hierros de forja, giran en los gonces con estridencia. El monje se incorpora, perezoso y lánguido. _Buenas tardes nos dé Dios, Padre Francisco. _Siéntate aquí, a mi vera, dulce Juanita. La aldeana va a sentarse en el prado, cerca del fraile. Es una moza fresca y copiosa, como manjar de prior. Del lino rudo de su jubón blanco surge firme la garganta, en limpio florecer de carne sana. La sonrisa brota entre sus dientes y va a fundirse en el rosa ambarado de los carrillos, que el sol ha melado como los frutos otoñales. Oleadas rojas flamean en el rostro del monje, el cual se extiende por tierra y lo frota sobre el frescor de la hierba lozana. Cuando atina a erguirse, algunas hierbas y hojas, entre las guedejas hirsutas del cerquillo, lo coronan como a divinidad pradial. Su boca se dilata en ancha risa de Término lascivo, y en sus ojillos centellea el mismo fuego que debió de abrasar a los míticos sátiros cuando perseguían en las selvas de Jonia a las ninfas, pulcras, incautas e inocentes como palomas. _¿Qué ofrenda has traído, Juanita? La moza presenta dos aves: un gallo y una gallina, que cacarean, aleteando por soltar la cuerda que los traba de las patas. _ El Prior te hubiera agradecido más un azumbre de vino _dice el monje, arrastrando con pecaminosa deleitación sus ojos por el cuello resbaladizo de la campesina hasta clavarlos, insistentes y perspicaces, en el latir del seno bajo el jubón de nieve. _Acabóse ya el vino de la anterior cosecha, y tocante al de hogaño, los feudatarios del Conde, nuestro Señor, no han dado cabo todavía a la vendimia. Mírelos el Padre Francisco. El monje, con torpe tardanza, como rezagándose, retira la vista de los lugares íntimos en que hallaba contentamiento y fruición, para mirar ahora en el derrotero que la moza le señala con el índice de su mano gordezuela y mantecosa. Desde el jardín del monasterio de Fonteney le Comte se atalaya el valle de la Vendée. En el fondo, el río se desliza augusto, rítmicamente ondulado, como las barbas de las ancianas divinidades clásicas. Hay embarcaciones, temblando en su bruñida superficie. En las márgenes, los prados verde veronés se alborozan en la viveza de su tono. Montículos y aleores, plantados de viñedo y de olivo, caminan hacia el horizonte violáceo. El castillo del Conde de Poitou, construido con piedra bermeja, destaca su mole mazorral y almenada sobre el cielo, que tiene palidez de seda. En los alrededores menudean manchas rojas, pardas, blancas, azules, entre las matas verdinegras y cobrizas de las cepas sinuosas. Son los viñadores, siervos de la gleba, adscritos al terruño, que conllevan cantando su esclavitud feudal. El Padre Francisco suspira. Eleva hacia el cielo pálido los ojos nostálgicos; ojos venosos, sobretejidos por una red sanguinolenta. En tanto el fraile habla, la moza le contempla con curiosidad cándida: _ ¿ Qué se hicieron las bacantes con su seguimiento de dóciles panteras pintadas? Los viejos Silenos" bonancibles, ¿qué se hicieron? Sangre de Dionisos, sangre es, en la nueva ley, del propio Jesús. Mas los siervos de Dios apenas si la catan. _Lejanos tiempos de idilio! A esta sazón, las aves, que han deshecho la traba, corren por el jardín. El gallo intenta rendir a su pareja; cacarea por lo bajo, con golpes espasmódicos y en tono petulante, su concupiscencia; arrastra el ala en torno de la gallina; ejercita el imperio masculino, y después se vanagloria del triunfo, dando al aire un quiquiriquí donjuanesca; finalmente, se sacude y espulga, como quien se asea y acicala, con aire de seductor habitual. _Glosa, escolio, comento sublimes los de esas aves de corral en esta tarde eglógica_ balbuce el monje, y reposa su mirada densa sobre el corpiño combado, que se agita a impulsos de la respiración anhelante de la niña. El Padre Francisco toma el pergarninoso libro, lo apoya en el regazo como en facistol, y lee: mala toi to kataptces emperonama touto prepei Y como la campesina permanece absorta, el buen religioso exclama, irónico y galante: _ Acaso no lo comprendes. Tampoco lo comprendería el padre Prior, ni Monseñor, el obispo de la diócesis. Buena yunta de asnos garañones. Esto es del hechicero Teócrito: háblase de la celebración de las fiestas de Adonis. Los versos que acabo de leer te significan: Juanita, muy bien te cae esa abotonada vestidura curva. Pero me agradarías más sin el jubón. Esto último no está muy claro en el original de Teócrito. La moza rompe en risas de cazurra suspicacia. Juanita y el fraile son buenos camaradas, Se conocieron pocos días después de haber llegado el Padre Francisco al monasterio. Desde aquel punto, la amistad hubo de ir estrechándose, hasta llegar al período improrrogable de la franqueza llana y del cortejo. _ No tardaremos gran cosa de tiempo en hacer la bestia de dos lomos y cuatro patas. Te lo fío, Juanita _asegura el Padre Francisco con expresión cruda y picaresca, que consta en la Erótica Verba Rabelesiana. Narra el monje a la moza sus cuitas. Ella le escucha, siempre embelesada. _Ay, sólo en la dadivosidad de Juanita reside el bálsamo que restañe las heridas del atribulado fraile! Sus hermanos de comunidad (los llamados del cordón, y también cordeleros) le enviclian y le odian. Le sospechan de hereje, encantador y endiablado. "Hombre que habla nueve hablas, y algunas tan torcidas y revesadas, que del infierno han de provenir, que ningún fiel de cristiandad acierta a entenderlas", dicen los demás hermanos; róbanle taimadamente preciosos manuscritos helénicos y latinos, los cuales raspan y lavotean, y luego escriben encima monserga frailuna. Han hecho desaparecer así las Catilinarias del más atildado y viril de los retóricas para trazar en su vez las epístolas de Pablo de Tarsis, un bárbaro que apenas sabía latín. Quieren ahora apoderarse de su amado Teócrito para sustituir los idilios con las ordenanzas del venerable Scoto.'Al pobre Padre Francisco le acongoja semejante turba de ignorantes, libidinosos y glotones, descendientes fornecinos del Santo de Asís. Pero su ingenio es fecundo en ardides, trazas y burlas con que vengarse. Un runrún cercano detiene las razones del Padre Francisco, el cual musita misteriosas palabras al oído de su tierna confidente. Por la puerta del claustro asoma un nuevo monje. Es el Prior, frey Domenico Patavino, llamado así por ser nacido y profeso en Padua. Cierra la pesada puerta con golpe rudo y se llega al paraje donde platican sentados la moza y el fraile. Las facciones del Prior se dibujan apenas en la masa informe del rostro, cárdeno y congestionado. Los ojos brillan aviesos bajo la carne inflamada de los párpados. Su respiración es resuello asmático, y le impide hablar. Logra por fin decir, con voz temblona de ira: _Refocilaos, Padre Francisco: divertid a una moza con charla ladina, que por profano a la Orden os hace aparecer. El Padre Francisco permanece inmóvil, con sonrisa de ironía vagamente bosquejada. El Prior, entonces, dirígese a la moza: _¿Qué diligencia te trae por aquí? La campesina responde, la mirada hacia el suelo y opaca la voz: _ Traigo la ofrenda al Santo, e indica la pareja de aves, que picotea en el jardín. _Criaturas avariciosas; perseguís vuestra eterna condenación. ¿Juzgáis, por ventura, digna de la santidad de nuestro monasterio tan ruin ofrenda? Rebosa de animales lucios vuestro corral, vuestro granero de trigo y de pingües bastimentos vuestra despensa; y a Dios, al buen Dios, creéis que puede satisfacerle esta miseria ... Lleva esos animales al lego marmitón. La moza balbuce: _Míseros somos; en pobreza nos consumimos. Otra dicha no gozamos sino aquella que Dios, Padre universal, hasta a las desvalidas animalias concede; los bienes que a todos pertenecen, el calor del sol, el respiro del aire, el recreo de los ojos ante el cielo y la tierra, la dulzura de las aguas del río, o aquella otra de que a nadie, ni aun al más oprimido, se le puede desposeer, los deleites del propio cuerpo _y luego, atenta al mandato del Prior, la moza corre y atrapa a las aves entre los troncos de un laurel, cuyas hojas le hacen en la frente y los pómulos una caricia perfumada. Piérdense los frailes claustro adentro, y la aldeana, a través del portón ojival. |
El sol oblicuo de la mañana recorta sobre las losas del claustro grandes ojivas amarillas, que se doblan y suben luego por el muro. Algunas golondrinas, anidadas en los rosetones labrados de la techumbre, trazan al sesgo, piando, largas estrías negras dentro de la luz en haces. Hay un viento otoñal y aromático que unge de bienestar los cráneos relucientes de los monjes, alineados en dos filas: una, a lo largo de las columnas; la otra, al frente, pegada a la pared, bajo las pinturas murales que representan al fresco escenas de la vida del Señor Jesucristo. El Prior ostenta la cruz pectoral de oro, y, en el centro de sus monjes, los escruta con pupila despótica, de caballero feudal. Interroga por el Padre Francisco; nadie sabe darle cuenta de él. La ira reverbera en los purpúreos carrillos abaciales, Llega entonces un fraile aniñado, imberbe. Es el favorito del Prior, y en la propia celda prioral tiene su yacija. En la comunidad se murmura que, pese a lo haldudo del hábito y a la obstinada ocultación de la cogulla, calada siempre hasta más abajo de la nariz, este frailecito insinúa maneras y gestos, en el porte y en la voz, que denotan bien a las claras su condición femenina _no es doncel, que es doncella _. El frailecito ha recorrido todo el monasterio sin dar con el perdido Padre Francisco, y pone tan mimosa compunción y tan desolada tristeza en su relato, que la oronda fisonomía prioral traiciona, bajo la ira antecedente, una congoja misericordiosa y amorosa por consolar al apenado novicio. Pero frey Domenico da una orden, y las filas monacales avanzan hasta el templo. Dentro, colócanse unos de la banda de la Epístola y del Evangelio los otros. La plebe labriega, que aguardaba impaciente, tiene un murmurio largo y se remueve compacta, despidiendo vaho. Las altas bóvedas de la iglesia están sumidas en sombra. En el altar mayor, la penumbra extiende densos velos: rodeada de luces inmóviles y mortecinas, como manojitos de azafrán, hay, en el comedio del retablo, una hornacina lóbrega, la de San Francisco; se entrevé, como en profundidad lejana, el bulto borroso y grisáceo del Santo. A entrambos costados de la nave refulgen, como celestes jardines, sendos ventanales de vidrios de colores emplomados, obra de un artífice veneciano: representan escenas de santos rígidos y enjutos, inspiradas en la iconografía hierática de Bizancio. De las efigies manan chorros policromos, que, derramándose en algunas testas rústicas, las aureolan de colores litúrgicos. Ante el órgano, de monumental trompetería, que parece el albogue de Pan, pero exagerado, amplificado hacia el Empíreo, un monje, organista e himnógrafo, aguarda el comienzo de los oficios rituales: un rayo lateral de luz infunde en su hábito, cenizoso y tubular, diafanidades azules. Tiene el rostro enmagrecido y espiritualizado, las manos largas y casi transparentes; diríase una figura de vidriera, un ser vaporoso que ha descendido hasta el órgano por un sendero de luz. El Prior coloca sobre el pecho los brazos, en forma de equis. El monje músico pasea por el pálido marfil de las teclas su mano de vidrio, y se desata, de entre el espeso y alto boscaje del órgano, la cadencia del Kirie gregoriano, implorante y plañidera melodía gótica. En el altar mayor, ofician y pululan el presbítero, el diácono y el subdiácono, vestidos de gran pontifical, con recias, fastuosas dalmáticas y casulla orientales, tejidas en tisú de oro. El ceroferario ostenta en sus manos rollizas, anilladas de rubíes y amatistas, el robusto cirio lacrimoso. Los monjes, a coro, salmodian el canto llano. El pueblo, abigarrado y estremecido, escucha lleno de recogimiento. El Kirie va agonizando, con desolación nazarena. El Prior, vuelto hacia la turba de labriegos, inicia una plática de amonestación. Al principio, su voz es untuosa. Luego, la ira le impele y prorrumpe en vociferaciones, que repercuten en la bóveda acremente. Díceles que han perdido caridad y fe; que las ofrendas, por lo mezquinas, más que tales semejan limosnas; que la cólera de Dios está pronta a verterse; que el Santo, desde el Cielo, ha de enviar ejemplares castigos, y otras muchas amenazas temerosas. Los campesinos vuelven los ojos angustiados hacia la imagen de San Francisco. Un terror pánico se apodera de ellos. El Santo, en su hornacina, está moviéndose. Óyense gritos de espanto. La voz del Prior se ahoga en la garganta. La veneranda efigie, animada sin duda por voluntad divina, rota la catalepsia escultórica del leño esculpido, se ha llevado entrambas manos al vientre y estalla en carcajadas sonoras, que ruedan por el templo con ímpetu jovial. No es San Francisco: es el Padre Francisco, que, por chanza, se ha colocado allí, sustituyendo a la imagen del Santo. Le ha traicionado su risa de Término, aquella risa que ha conmovido tantas veces con su ulular profano el refectorio monacal. Y el Padre Francisco habla a gritos desde el altar: _ Fetiche por fetiche, tanto vale este mísero costal de miserias, pecados y altos pensamientos, que es el pobre Padre Francisco, como aquel vaso de pureza y santidad que fue el pobrecito de Asís, el seráfico Francisco. No adoréis ídolos humanos. Seguid lo que de natural y de sobrenatural haya en los hombres más hombres: la inteligencia magistral, el corazón ardoroso, el instinto fuerte. Hermana paloma, sí; y hermano lobo. Y también, hermano macho cabrío. Alegría, alegría. Aleluya, aleluya. Buscad y sorbed el sustantífico meollo. Haceos libres, amigos, dejando libre vuestra humanidad aherrojada. este aner filou(sed hombres, Amigos). A una señal del Prior, cuatro frailes se encaraman en el retablo y aprehenden al diabólico hermano, que, con sacrilegio y blasfemia, ha interrumpido los sagrados ritos. Lo arrastran hasta el claustro. La comunidad, rugiendo, se encarniza sobre él: unos le patean, otros le desgarran la vestidura, éstos le escupen, aquéllos le magullan, y todos, a la postre, le azotan con sus cordones, ensañándose. Luego de partirse los frailes, algunos campesinos acuden a socorrer a la víctima: entre ellos viene Juanita, la buena moza, amada del Padre Francisco. Cuando el monje la siente cerca de sí, abre los ojos, llenos de inteligencia, sensualidad y malicia; dilatánse sus labios en ancho gesto pecaminoso y afable, y con el cuerpo desnudo, amoratado, sangriento a trechos, parece un sátiro después de la vendimia, embadurnado con el hollejo de las uvas negras: un sátiro ebrio que sabe amar siempre. Este es un episodio _ no sabemos si apócrifo y fabuloso _ de la vida de Francisco Rabelais: fue el padre de la risa francesa y enseñó humanidad a los hombres. PULSA AQUÍ PARA LEER RELATOS SOBRE ESCRITORES O SUS OBRAS |
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Pandorga es uno de los tantos pueblecitos extraviados en desnudas soledades de la paramera castellana. Tierra y cielo. Como no pasa casi nada en el pueblo, dijérase que poco que pasa se perpetúa. El tiempo es allí igual que tierra: raso y monótono. Agosto. Prima noche: las diez. El pueblo de Pandorga está ,ya dormido. Es noche de luna. En lo alto de la calle, entre las sinuosidades y muescas de los aleros, el cielo es un retal de seda azul índigo, deshilachada, apolillada de estrellas. Sobre un costado de la calle bate el resplandor de la luna, Al mezclarse la luz azulina con la amarillez de los muros, se suscita una fosforescencia verdosa. Del lado frontero la sombra es morada, casi negra, como hollejo de uva. Puertas y ventanas están atrancadas. Silencio. Sólo se oye, en lejanía, el croar de las ranas. No todos duermen dentro del pueblo. En la sombra de la calle se adensa un bulto junto a una reja. Es un mozo con su cortejo. En la plaza de la iglesia un hidalgo lunático pasea. Ya se zambulle en lo oscuro. Ya se manifiesta en una clara. A veces habla solo, palabras inconexas. En rededor del pueblo se extiende hasta el horizonte la llana morena y redonda, un tanto convexa, como viejo escudo de cobre, bajo la luna. A lo largo de la calle, como un náufrago que, arrastrado la corriente, tan pronto se sumerge como emerge a flote, una muchacha, a medio vestir, corre en zig-zag y braceando en la sombra al claror de la luna. Según avanza despide grandes clamores clamores y golpea las puertas mudas: _¡Tío Olegario! ¡Tía Eufrosiana! ¡Señá Prísea! ¡Tía polinaria! ¡Que el tío Fulgencio se muere ... ! ¡Señá Bene! ¡Don Semproniano, los Santos Óleos, que el señor ulgencio se muere! ¡Señá Pascasia! ¡Tío Macario...! Todas estas tías y señoras de villorrio, viejas, amojamadas y de sueño de liebre, se incorporan en el camastro, tiesa la oreja. Encienden el candil. ¡Bendito Dios, el tío Fulgencio se muere...! Levántanse con diligencia. (Todas estas ancianas son cenceñas y ágiles.) Vístense los arreos y luctuosas tocas con que van a misa de fiesta. Sacan un pañuelo limpio de la cómoda y lo embeben parsimoniosamente en agua de colonia. Esta ceremonia de perfumar el pañizuelo es muy trascendente; el gran refinamiento, el único refinamiento en estos pueblecillos ascéticos. No usan de esta molicie las mozas, sino las viejas, que son quienes cuidan la hacienda y disponen de la pecunia. Es allí dictado popular que el buen olor redunda en atributo de gravedad y señorío. Existe de antiguo competencia sobre cuál de las tías del pueblo gasta mejor agua de colonia. Las más la compran _nunca un frasco entero, sino dos reales, por mucho, una peseta_ a los buhoneros de paso. Es un agua de colonia que huele a lacre. Algunas alardean de perfumarse con colonia de El Globo, comprada en una botica de Rioseco. Esta marca está admitida como la mejor del mundo. Las tías se encaminan con alacridad a la casa del agonizante. Con alacridad, sí, con secreta y celada alegría, porque en la hermética y letárgica vida del pueblo no hay otro acontecimiento importante si no es la muerte de una persona mayor. ¡Velar a un moribundo; volver a velarle, muerto; formar en el entierro, de plañidera; concurrir al funeral; alhajarse con lo mejor del arca; participar en el banquete mortuorio; tres o cuatro días seguidos de expectación, de sociabilidad severa, de obligada elocuencia, recordando lances biográficos del difunto, encareciendo sus virtudes, emitiendo sentenciosas consideraciones sobre la fragilidad del humano destino...! Verdaderamente, esto es muy ameno. Llegan a casa del agonizante las viejas y algún viejo. Atraviesan un tenducho, donde huele a sardina, arenque y tocino rancio. Penetran en un aposento holgado, que da a la calle por una ventana con reja. En el fondo del aposento hay dos catres. Uno, vacío y revuelto. En el otro yace un hombre formidable; el vientre colosal, oprimida la garganta por un dogal de carne inflada, rubicunda, que, ahogándole y congestionándole el rostro, le proyecta hacia afuera jos, y le fuerza a resollar como fragua. Las orejas son enormes, delgadas y de color morado. El tío Fulgencio, alias Botijas, frisa en los setenta años. Sobre un escabel, entre las dos camas, luce un velón de aceite de cuatro mecheros. Tínacra, la hija del tío Fulgencio, cuarentona, de cara ancha y palidez de harina, recibe a los visitantes y les refiere lo ocurrido: _Estaba ya en cama y traspuesta. Parecióme que padre hacía glu_glu_glu, como olla. Enciendo un mixto. ¡Señor me tengas! Ahí me le veo con sofoco de agonía. Llámole, y no me responde. Requerí la moza, Salió la moza a voces y en camisa. El trance ya me lo temía yo. Seis meses lleva padre alebrado, de que le dio el derrame. Don Manolito, el doctor, díjole que si repetía muerto era; que tuviese tiento en la comida. Pero él, dale que había de comer hasta que le rebasaba el galillo. Hoy cenó huevos revueltos, escabeche de atún, media hogaza y pilongas. De beber, por el medio azumhre. ¡Velay! Que le repitió el ataque, y ahora es el finiquito. Viejos y viejas, uno por uno, se acercan a la cabecera del doliente. El tío Macario, alias ParIeta (apoyando las manos en el colchón e inclinándose sobre el oído del tío Botijas, para que no pierda sílaba): _Ánimo, señor FuIgencio; esto tenía que venir, y más vale en la cama que en la horca. El tío Fulgencio asoma un poco de pupila por el ángulo de los ojos, junto a la nariz; le corren estremecimientos por el corpachón; gruñe con mayor violencia, Viejos y viejas se sientan en corro, cara al lecho del moribundo; las caras rugosas, como frutos puestos a secar en el sobrado, camuesas del último otoño. Llega don Sempronio, el párroco, con los Santos Óleos; monacillo, a la zaga. Mientras el cura unge al morihundo y salmodia la recomendación del alma, los circunstantes permanecen de rodillas, El monacillo (agitado, como si el pecho sintiese la impaciencia de las campanas por y gemir): _¿Doblaré ya a muerto, señor cura? Salen cura y monacillo. Llega el doctor, arrienda el caballo a la verja y penetra en la estancia: _Nada hay que hacer en este aprieto. La suerte se está barajando. Veremos qué naipe pinta. Mañana temprano volveré. Varias voces (alternativamente, en el corrillo velatorio): _No hay más sino ver que es el mal maligno. _Ya lleva la cédula rubricada por el señor cura. _ ¿Saldrá de la noche, don Manolito? _Alguna vena interior se le ha quebrado, según lo subido de la color bermeja. . _Justamente; otra hemorragia cerebral _responde el médico__. Si saldrá o no de la noche, no lo puedo asegurar. Esperemos que sí. Esta conjetura anima los rostros ¡Otra noche de función! ... Sale el médico, cabalga. y vase a un pueblecillo próximo, a pasar la noche jugando al tresillo con unos amigachos. Vuelve el cura, con el monacillo, y asientan en el corro. Pasa el hidalgo lunático por la calle. Aúlla un can. El tío Fulgencio lanza fiero resoplido y se rebulle. Las viejas se santiguan. Diversas voces: _Quéjase el loco y quejánse los perros, a una. _Peor agüero que lechuza siniestra. _Lobo y vulpeja, de una conseja. El cura (emurruñado): _Callen con esas supercherías. La señá Prisca: _Esto es ido; de ésta remata el señor Fulgencio. _Si Dios no lo remedia _corrige el cura. La tía Eufrosiana: _Llegada la hora, la muerte no demora, y pierde saliva quien a Dios implora. El tío Olegario: _Todos hemos de cruzar el mismo vado; no haya engaño. (Dirigiéndose al agonizante): _Ay, Fulgencio; juntos nos criamos; juntos corrimos rondas y parrandas; más que amigos, casi hermanos somos; te echaré bien de menos! ¡Cuida que no te he de olvidar, aunque me esperes allá muchos años, como propongo y deseo! El tío Fulgencio bufa y asoma un poco más las pupilas. La tía Apolinaría (sin reparar en el tío Fulgencio): _De que se muere tu padre, Tinacra, pongo esta mano a que el otro agosto te celebramos maridada. Tinacra (con mohín de melindre): _¿Tan casquivana me juzga, tía Apolinaria? Tengo los huesos duros. Gervasio no acuerda más de mí. El tío Parleta: _Gervasio no aguarda sino que el tío Fulgencio le deje desembarazada la trocha para llevarte a la sacristía. Tinacra: _No me melengaño. El tío Parleta: _Allá lo veredes. La señá Benedicta: _Mala voluntad tenía el tío Fulgencio a Gervasio. Tinacra: _Ensañado estaba contra él. Y no de razón; pero yo hija era, y obedecer me cumplía. El señor Fulgencio se agita terriblemente y eyacula un gruñido desgarrado. Todos acuden a él. El monacillo se despabila. _Son las boqueadas, _Se le escapa el ánima. Tinacra con voz enflaquecida: _Padre; sola me dejas! Las fuerzas se me ahílan.¡:Jesús! ¡Jesús! Desfallecida caigo. El cura: _Atiendan a la hija, que no dé en tierra. Póngale algo a oler. La señá Prisca: _Este pañuelo, con agua de colonia, que es un cordial. La señá Benedícta: _No, éste, éste, que es colonia de El Globo. El monacillo: _ ¿ Voy a doblar a muerto, señor cura? Los gallos, en sus muladares, lanzan el rayo que prende el fuego de la aurora. La irradiación de los flamígeros quiquiriquíes hiende la oscuridad. El señor Fulgencio, aunque no puede comunicarse, se da cuenta de todo. Piensa: «¿Esperáis que me muera? Buen chasco. Os fastidiaré. Me estáis chamuscando la sangre; pero entiendo que estas irritaciones pueden costarme caras. Calma, calma, Fulgencio. Oyelos como música de dulzaina.» Voces diversas: _No da pie ni mano. _No da pie ni mano. _Cruz y raya. _Recuesca en pace. El monacillo: _¿Voy a doblar a muerto, señor cura? El cura: _Tírate allá, mozuelo. Retírense todos y sosieguen. El señor Fulgencio vive todavía. Está mas tranquilo y respira mejor. Vuelven viejos y viejas a sentarse. Por la ventana entra la luz del día. Tinacra ha recobrado el sentido y se mezcla en el ruedo de la charla, que prosigue como antes, hasta que a las ocho de la mañana retorna el médico. Don Manolito (después de examinar al enfermo): _¡Caracho! Está sobremanera aliviado. Pasó la gravedad. Queda un golpe de naipes en la haceta. Hasta otra. y ojo, Tinacra, con lo que tu padre trasiega y embaúla. «Os he amolado», cavila el tío Fulgencio, viendo partirse a viejos y viejas, en tanto éstos van meditando. «Qué atento, qué político el tío Fulgencio; no ha querido morirse por volver a darnos otra buena noche.» Cada cual entra en su casa. Silencio. Los cernícalos chillan, volando sobre la iglesia, al sol. PULSA AQUÍ PARA LEER TEXTOS DE VIAJES Y COSTUMBRES |
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Sobre las ebúrneas gradas bizantinas, entre rasos ricos y piedras preciosas, van las seis princesas, en sus mandolinas modulando gráciles frases amorosas. Son las seis princesas de un país distante de que hablan las áureas crónicas francesas; de un país en donde la brisa galante suspiros murmura, son las seis princesas. Amalia: corona la regia figura las líneas correctas de su rostro fino, de Bizancio finge débil escultura o frágil madona del buen Perusino. Paz: lo austero tiene de una diosa ática que esculpiera Fidias en mármol pentélico, y surge en sus ojos atracción simpática que esfuma en el ánimo propósito bélico. Victoria es capullo de tibia fragancia que a un beso temprano de amor se entreabrió; luce de las reinas la misma elegancia que, a un tiempo, en Versalles, pintaba Watteau. Es suave y de brisa la risa de Luisa, aroma y conjura los besos soñados cuando la princesa deslíe su risa que finge por entre los dientes nevados, María: sus ojos son de terciopelo, ojos que destellan en tenues cambiantes. Luce rosas ígneas sobre el negro pelo; tal en sus gitanas Miguel de Cervantes. Y Ana, en cuyo rostro no es blanca la nieve, un ángel ha hilado su cabello en oro; de su cuerpo lindo la escultura es leve y en sus labios arde de amor un tesoro. Sonríen las rosas pomposas y hermosas _las mejillas rosas son en las princesasy las mandolinas dicen quejumbrosas secretos que ocultan las bocas traviesas. El crin crin armónico tiene indiscreciones y al azul lanzando sus notas perladas el ritmo modula de los corazones y rima destellos de amantes miradas. De los recios trajes entre brocateles cual pálido lirio florece la mano; tal trazó sus vírgenes con suaves pinceles en sus cuadros místicos el viejo Tiziano. El plectro de Concha destaca en la cuerda, la mano de nieve nostalgias evoca y la vacilante música se acuerda al leve y discreto temblor de una boca. Hablan indiscretas las seis mandolinas de las seis princesas de los labios rojos; hablan los secretos de las bocas finas, de los pechos frágiles, de los negros ojos. Y entre el torbellino de las notas locas que brillan con giros mágicos de plata, tienen languideces de dolor las notas que va sollozando la mandolinata. |
Estudio al pastel Al Marqués de Valero de Urría La diosa locura de risas perladas _risas en que perlas desgrana riente encendiendo bocas con las llamaradas de goces futuros, flota en el ambiente. Penden en los muros tapices rojizos, cubre el pavimento alfombra escarlata, y en los artesones lucen sus hechizos helénicos rostros de efebos de plata. Los rígidos pliegues de las colgaduras simulan solemnes, litúrgicos mantos; doquiera, soportan niveas esculturas ménsulas corintias de áureos acantos. Esbeltas arañas de oro cincelado engarzan diamantes de luz refulgentes, y en un fino auténtico Palyssi esmaltado las rosas de sangre yacen indolentes. Dulces violoncelos y tristes violas sollozan cadencias de un vals delirante, y con blando impulso se mueven las olas etéreas, polícromas del mundo elegante. Aquí, una Ateniense de húmedas miradas ostenta sus hombros para muchos caros _se ven en sus formas tibias y rosadas los tintes de nácar de mármol de Paros y entre los sollozos de los violines escucha imposible, bella, escultural, los dulces requiebros de los paladines, uno florentino y otro provenzal. Allá, una Teodora beldad bizantina que lleva en sus ojos el Bosforo azul con suave y lasciva molicie se inclina ciñendo su clámide de raso de tul: su risa engañosa de mágicos giros seduce a un esbelto, gentil chambelán, cuya ardiente súplica y tiernos suspiros envueltos en notas de la orquesta van. Pasea una Médicis maligna, enigmática, que enlaza su brazo a un Conde español, una hija del Nilo de expresión hierática contempla a sus plantas rendido al rey sol. De un lado una dama de ojos esmeralda su busto recuesta en muelle cojín, mientras, misterioso murmura a su espalda sentidas endechas un rubio Delfín; de otro, un atrevido paje veneciano con un cisne blanco en campo de azur sus cálidos besos estampa en la mano menuda y sedosa de una Pompadour. El vals dice lento frases voluptuosas, y vense en el fondo entre medias tintas gentiles galanes, mujeres hermosas, y joyas, y sedas, y tules y cintas. La Diosa Locura de risas perladas _risas en que perlas desgrana riente encendiendo bocas con las llamaradas de goces futuros reina en el ambiente.
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(Esbozo de sentimientos que provoca la danza) _Bien, chavita, Lolita, Argentinita, Malaguita, todas las que habéis celebrado vuestras bodas con el monstruo voraz que goza y grita y os desea, y al cabo os marchita! Vuestra flor al esposo vigor da; por su amor teje danzas vuestro pie; vuestros ojos se encienden _anda ya!; el rojo labio es para el beso _ole! _Con qué dúctil dulzura y sumisión, aurora de un futuro próximo, doblegáis vuestra cintura, hecha para el supremo abrazo impuro! _Con cuánta gentileza enderezáis al aire los amenos senos: una realeza marmórea, y por la vida hechidos, llenos! _Cuan sutiles y apenas grávidas! El cabello, endrina o miel. A la boca febril brindan las venas un arroyuelo azul sobre la piel. _Y vosotras, adolescentes de muslo fino y acerado, que por ser sonrientes e inconscientes placéis al amor hastiado! Son vuestros brazos infantiles como un árbol mozo y en flor que moviera brisas gentiles de juventud y un gran frescor. Y vosotras, tan placenteras y raudas, como Salomé, o tristes, como bayaderas, o vertiginosas _ole! A todas os admiro, ingenuas criaturas, ya que en la vida todo baila sin ton ni son, y sólo hacéis vosotras ritmos y galanuras con pie tan breve como es vuestro corazón. |