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Pilar Adón

Estas piernas húmedas...

¿Quieres algo de mí?...

Ella cree realmente...

La nueva mujer

El infinito verde

Del otro lado de los montes

 

Estas piernas húmedas no me pertenecen.
Caminan junto a mí, pero no son las mías.
Mi corazón sabio me sugiere que no me asuste, porque no son mías.
Mis piernas han desaparecido,
suplantadas por trozos de carne húmeda que no reconozco, que olvido.
El azul de los brazos,
la devoción de los labios,
el giro de la cabeza hacia el firmamento. Universo negro.
Creador de paraísos ajenos, ¿en qué dirección buscarte?
Virajes, latitudes, orientación en brújula.
Vergel de verdes pájaros y sonidos mansos,
explícame en qué cumbre. Explícame cómo. Y dime, ¿por qué esa altura?
Semejante altura para seres tan diminutos.
No puedo interrumpir ahora la huida. Iniciada está y seguiré.
Las piernas no mías me orientan.
Observador de mi escasez, háblame.
¿Cómo sabré que puedo detenerme?
 

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¿Quieres algo de mí? ¿Has llamado a mi puerta?
Dije sí al cansancio y dije sí al temor.
Dije sí a la más profunda pérdida de lo habitual y a la charla amable
bajo los pinos iluminados por el farolillo de noche.
Dije sí a los ojos siempre abiertos y a la extrañeza.
Y, ahora que lo sabes, dime, ¿quieres algo de mí?
¿Has sido tú, en realidad, quien ha llamado a mi puerta?


 

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Ella cree realmente en la maravilla.
Cree en la semilla
y en el árbol.
Dejémoslo así.
Clemencia pido ahora.
Son muy pocos los seres efímeros.
Dejemos que alguien crea por todos nosotros.

 

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La nueva mujer
Aplazo la decisión de moverme.
Aplazo la posibilidad de transformarme en otro ser.
No deseo convertirme en un tronco maduro
del que comiencen a brotar ramitas fuertes y hermosas.
Aplazo la búsqueda de alimento, la construcción de una cúpula
bajo la que esconderme.
Rechazo el movimiento hacia una postura quizá más cómoda
o quizá más insoportable aún. El aislamiento. El abandono.
La carencia.
Renuncio al salto sobre el río
y a la nueva mujer que empuja dentro de mí.
(De Con nubes y animales y fantasmas)

 

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El infinito verde

     Corrían las dos tomadas de la mano. Iban a ver el cadáver del loco con los dientes rotos que el padre de su amiga había encontrado la tarde anterior, y corrían entre los charcos, las zarzas, las ramas caídas, la hierba, las flores y las enormes piedras. Tenían prisa porque era tarde, la noche se les iba a echar encima. Así que su amiga iba delante, abriendo el camino, y Sofía se dejaba guiar. Era su amiga quien sabía dónde estaba el cadáver. Su padre se lo había descrito a ella y, por tanto, debía ser ella quien corriera ompiendo las ramas con los pies, haciendo un surco con el cuerpo, dejando un rastro tras de sí al pasar… Sofía iba detrás y a veces se reía.

    Las dos respiraban una humedad constante, y cada vez que abrían la boca una nube de vaho aleteaba a su alrededor hasta desaparecer disuelta en el aire. El frío se enroscaba en sus gargantas, apretando con fuerza, y su amiga decía «ya llegamos» cada diez pasos.

    Sofía se reía diciendo que no llegaban nunca, y entonces la otra chica tiraba más de su mano y repetía: «Ya llegamos».

    El verde las rodeaba, el verde limitaba sus movimientos, el verde no permitía ver qué había más allá, el verde ahogaba y no llegaban a su destino nunca. Sofía preguntó que por qué no se daban la vuelta.

    —¡Porque no! Porque ya estamos cerca y sería ridículo abandonar ahora. Veremos al muerto, y luego se lo contaremos a las demás.

    —Se hace de noche.

    —¿Es que quieres que todo el mundo se ría de nosotras? —preguntó casi gritando su amiga, mientras soltaba su mano con violencia.

    —No…

    —¡Pues entonces vamos!

    Y siguieron caminando con más decisión aunque también con menos fuerzas. El frío era cada vez más intenso, como eran más intensos los ecos producidos por los animales. Llevaban los pies empapados porque el verde no dejaba ver el suelo, el verde ocultaba los charcos, y las dos caían en ellos pensando inocentemente que todo lo que había bajo sus zapatos era tierra. Pero lo cierto era que aquel verde dominaba el recorrido.

    —Tiene que ser por aquí —dijo su amiga en voz baja.

    Y Sofía no se atrevió a repetir que deberían volver a casa. De todas formas, ya era casi de noche y el camino aparecería igualmente oscuro.

    —No puede quedar lejos…

    Eran dos excursionistas en busca de la representación fascinante que suponía un desenlace trágico. No puede quedar lejos… Las palabras de su amiga se fueron perdiendo en la distancia verde y, de pronto, Sofía advirtió que había dejado de oír su

voz y que todo lo que podía percibir era el sonido de unas pisadas que se alejaban corriendo.

    La llamó, gritó, pero no obtuvo respuesta. Tan sólo el rumor de los pasos de su amiga que, cada vez más remoto, se unía a los demás ruidos de la noche, y que pronto se disiparía también, dejándola sola allí, en el centro del verde, rodeada de una aspereza

húmeda y asfixiante, limitada por un verde que impedía pensar con claridad.

    Repitió su nombre, esta vez en voz baja, y le pareció que la maleza se estremecía ante aquel sonido extraño, así que no volvió a hablar. Intentó avanzar en la dirección que llevaban las dos, pero decidió de inmediato que lo mejor sería darse la vuelta y

emprender el camino de regreso. Sin embargo, no supo por dónde debía ir. El espacio abierto unos momentos antes había desaparecido. El bosque se había regenerado: había reconstruido en un segundo los desperfectos que ambas habían ocasionado. Tan sólo el verde que ella pisaba continuaba modificado, aunque se trataba de un espacio muy reducido. Cada vez más reducido… Todo palpitaba a su lado en una transformación inagotable, y únicamente ella creía mantenerse quieta e idéntica. Lo demás no cesaba. Todo evolucionaba en un fluir de vida y de destrucción, mientras Sofía permanecía cercada por el verde, en el interior de un reino que truncaba cualquier percepción de lo que sucedía en el exterior. Sólo podía reconocer el sonido del viento

entre las ramas de los árboles y el chapoteo de algún anfibio que nadaba, en círculos, junto a sus pies.

    Debía pensar con tranquilidad. Debía considerar qué hacer, hacia dónde moverse, cómo encontrar a su amiga. Pero le iba a resultar muy difícil, ya que algo extraño estaba sucediendo. El espacio había comenzado a establecer sus verdes vallas en torno a ella, y, además, no era un animal deslizándose bajo el agua lo que producía aquel chapoteo que escuchaba continuamente, lo que le causaba aquel curioso cosquilleo en los pies…

    No supo cómo había comenzado el proceso pero, más tarde, cuando ya resultaba imposible intentar siquiera hacer algo, cuando se miró las piernas y luego fue bajando los ojos hasta llegar a los pies, comprendió que ya no tenía pies y que unas curiosas prolongaciones con pelillos flotantes habían surgido directamente de sus talones. Le habían crecido raíces. Que absorberían las materias necesarias para su crecimiento y desarrollo, y que le servirían de sostén.

    Al darse cuenta de lo ocurrido, se sorprendió imaginando lo que podría suceder si una tarde, cuando estuviera casi anocheciendo y la luz empezase a confundirse con las sombras, dos chicas tomadas de la mano se aventuraran a pasar por allí, corriendo, en busca de los restos de aquella otra chica que se había perdido al querer encontrar el cadáver de un loco con los dientes rotos del que había oído hablar. Sintió pánico al imaginar los pies veloces de aquellas dos amigas, pisoteando, arrasando, destrozándolo todo. Le aterraba que pudieran pasar sobre ella y que ella, a causa de su origen diferente, a causa de su extracción no vegetal, careciera de la capacidad intrínseca de recuperación que advertía a su alrededor. Intuía un líquido extraño, de color indefinido, saliendo de su quebrada forma. Un color que no sería del todo rojo y que, tal vez, pudiera comenzar a ser verde. Verde como aquel universo salvaje y hambriento del que ya, sin remedio, formaba parte.

 (De  El mes más cruel)

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Del otro lado de los montes



 

    Le diable... Se disfrazó como lo haría un perro para llegar por la noche y morder los dedos de aquella pobre chica que iba a ser pintora y que viajaba por el norte de la península buscando su inspiración azul.

    No era demasiado guapa ni tampoco tenía una voz especialmente sensual, pero por los pueblos que iba dejando atrás pude comprobar años después que había permanecido una especie de recuerdo difuso de, sobre todo, su caja de acuarelas. Viajaba sola, según todos, con una bolsa de lona verde a la espalda y un libro en la mano repleto de horarios de trenes intercalados entre las páginas. Sabía hablar inglés, algo de francés, gallego y nada de alemán ni de holandés. Yo he seguido su ruta desde Cedeira por toda la cornisa Cantábrica, luego he descendido hasta Valencia y he tenido que ascender de nuevo hacia Gerona. He seguido la huella de sus bocetos y de sus acuarelas hasta el pueblo llamado Llançá donde la dueña del único camping ha podido decirme su nombre y la época exacta en la que aquella chica que quería ser pintora estuvo allí.

    Silvia Compte tenía veintiocho años y pasó casi quince días en Llançá zarandeada por una violenta Tramontana de principios de agosto. Llegó en tren y al aproximarse al camping, repentinamente, comenzó a llover y el viento de los montes empezó a soplar sin compasión, de modo que los turistas decidieron irse huyendo de la indeseable compañía de las inclemencias climáticas. Pero Silvia Compte se quedó mirando el viento entre los pinos, el agua de la lluvia estancada en los charcos del suelo de su endeble tienda de campaña y la luz de alguna lámpara yendo y viniendo balanceada por la violencia del aire.

    La espalda empapada del jersey y las manos mojadas mientras leía el Avui y veía las fotografías de Barcelona mojada. El rugido insondable de todas las ramas azotadas a su alrededor que a veces confundía con el avance, cada vez más próximo, del tren. Como si se fuera a estrellar contra su reducido territorio…

    La propietaria del camping no la olvida porque una mañana su tienda ya no estaba debajo del árbol que solía cobijarla. Los excursionistas franceses murmuraron durante semanas enteras (dos o tres) sobre las verdaderas intenciones de una chica que viajaba sola, pero la propietaria no quiso escuchar los rumores. Ella no cree que Silvia Compte se hubiera ido sin pagar y sin recoger la ropa que seguía tendida en la cuerda, mecida sin piedad por aquella violenta Tramontana capaz de arrastrar un cuerpo débil e ingenuo hasta los límites de cualquier abismo furtivo.

Antiguamente levantaba hombres.
En Colera, el pueblo de aquí al lado, antes de Port Bou,
tuvieron que levantar un muro junto a la estación
para que la Tramontana no se llevara los vagones del tren.
..

Palabras de la dueña del camping en agosto de 1998.

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