Rafael Moriel

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Cuatro puertas

Mi bello canario

Cuatro puertas

 E

n lo alto de mi escalera hay cuatro puertas. Yo vivo en la del fondo, a la derecha. Habito un pequeño estudio desde los treinta y pronto cumpliré los treinta y seis. Aunque... sin embargo, jamás tuve noticia ni tropiezo con vecino alguno; y ahora que lo pienso, nunca vi a nadie allí, en el portal, ni siquiera en las escaleras.

      Creo que mi casa no es normal; posee algo extraño que me produce vibraciones _sólo eso_, ni buenas ni malas. Y a menudo tengo la impresión de que ese lugar, cada uno de sus escalones, hasta la misma pintura de sus paredes y la lámpara pertenecen a otro mundo, quizá onírico, como en una ilusión. Sin embargo, ¡yo estoy vivo!

      Me atormenta el desconocimiento que me rodea y siento la necesidad de descifrar el misterio. Hoy, cueste lo que cueste y al regreso del trabajo, lo sabré todo. Aunque sea lo último que haga. Lo siento próximo, impaciente.
      Ya estoy en el portal. Decidido, subo una a una las escaleras, silencioso, extremando precauciones... Me desborda el saber quién o qué se oculta tras las tres puertas restantes. Baboseo.

      En lo alto de la escalera, mi corazón palpita. Sé que nadie me verá pero actúo temeroso. Y me posee un terrible escalofrío cuando abordo el pomo de la primera puerta, la siguiente al estudio. Abro: todo está oscuro, el negro se me queda corto; ni siquiera existe la sombra, y miro la luz de la escalera y sigue allí, negándose a proyectar mancha alguna sobre el interior del ¿estudio? Muevo, abriendo y cerrando la puerta, jugando con la luz y su efecto, sin respuesta física de la sombra. Nada.

      _¿Hay alguien ahí...? _y no existe el eco. Me posee una sensación de vacío, un frío y la nada.   Asustado, cierro la puerta e intento normalizar mi entrecortada respiración, ya de espaldas y apoyado sobre la puerta, pálido, sudo, sudor helado. No sé cómo podré vivir a partir de ahora, sabiendo lo que hay al otro lado, tras la pared de mi dormitorio. No encuentro adjetivos para expresar las sensaciones que allí he percibido.

      Y abro, con extraña decisión _mezcla de temor y aturdimiento_, la segunda puerta:

      Azul, todo es azul; no veo paredes ni esquinas, ni rayas ni suelo. Me quedo un momento pensativo, rozando el éxtasis _más bien perplejidad_ y descubro que es "la puerta del azul", un azul brillante. Sin más, no se me ocurre otra cosa. Penetro unos metros...

      _¿Hay alguien ahí...? _y el eco resuena y mis pies pisan firme, pero allí todo es azul, ni siquiera se advierte superficie alguna; existe suelo o algo parecido, lo piso pero no es rugoso ni pulido, sólo azul. ¿Acaso el cielo infinito? De veras que no entiendo nada y salgo escapado, temeroso de que la puerta se cierre por sí sola y me quede encerrado; ¿quién acudiría en mi auxilio? ¿Es esto el cielo y aquello el infierno?... No es humano, desde luego, no pertenece a este mundo. O quizás sí.

      Cierro la segunda puerta y pienso, pienso tanto que no sé lo que pienso. Saco los cigarrillos y mis manos tiemblan; se me cae el paquete y golpeo mis bolsillos en busca del mechero. Enciendo un cigarrillo, le doy dos caladas y lo tiro... ¡Oh, Dios!... Me voy a volver loco.

      Debo continuar, hasta el final.

      Me acerco a la tercera puerta, verborreando... hablando solo. Mis labios emiten vocablos sin sentido, susurros... Palpo pero no hay pomo, tampoco puerta: es un cuadro, una pintura, ¿acaso una broma? ¿Quién puede quererme tan mal? No hallo explicación alguna a lo que me está sucediendo. Suspiro y suspiro.

      Derrotado, retorno cabizbajo y sin ninguna prisa a mi estudio. Una vez allí cierro la puerta y me tumbo sobre la cama, boca arriba, confuso, extrañamente tranquilo.

      Mirando a la bombilla, doblo mis brazos con las palmas de mis manos bajo el cuello; resoplo, y me digo a mí mismo:

      _Ahora que ya sé lo que hay detrás de las otras puertas, ¿en qué pensaré a partir de ahora?... _.   Desalentador

 

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Mi bello canario

 F

umaba en la terraza y ya era de noche. Había estado todo el día estudiando para los exámenes y me apeteció echar un cigarrillo al aire libre. De pronto, y entre la oscuridad, algo sutil y rápido llamó mi atención. Se trataba de un ligero aleteo procedente de los pisos más arriba de mi bloque. Fuera lo que fuese pasó de un modo fugaz por delante de mí.

      Quedé inmóvil al comprobar que se trataba de un pajarillo, de color blanco a primera vista, que se había posado en el saliente de la terraza, más allá del barandado. Era muy hermoso y me miraba. Deposité con suavidad mi cigarrillo sobre el barandado de la terraza y me dije a mí mismo que haría todo lo posible por atraparlo. Quería ese pájaro para mí.

      Me moví tan lentamente como me fue posible, acercándome con precaución. Entonces abrí mis manos, y lo atrapé. Esperaba que hubiese echado a volar, o al menos que se hubiese resistido al atraparlo. Pero no fue así. Pude sentir entre mis manos su cálido cuerpecillo, como algo sensible y delicado.

      Entré en la cocina y me puse manos a la obra. Necesitaba algo para encerrarlo. No tenía jaula, aunque mañana al mediodía, a más tardar, lo tendría todo arreglado y dispuesto. Estuve discurriendo sobre cómo improvisar un habitáculo similar; y allí en el suelo, bajo la ventana, descansaba la cesta de las patatas, metálica y enrejada. Buena idea, pensé.

      Mantuve al pájaro atrapado con una mano y volqué la cesta de las patatas con la otra, propinándole un par de golpes para desprender la suciedad adherida. Entonces la deposité sobre el suelo, invertida, con su parte abierta hacia abajo. Ahí tenía mi jaula: cuatro paredes y un techo, con barrotes y todo.

      Finalmente comprobé que aquel pajarillo, un hermoso y joven ejemplar de canario, elegante y alargado, era demasiado delgado en comparación con el espacio libre entre los barrotes. Supuse que le resultaría fácil escapar por allí.

      Corrí hacia el salón, con el pajarillo entre las manos. En el primer cajón del mueble chino siempre había estado la caja de puros que mi tío Domingo, el marinero, nos trajo de uno de sus viajes. Era una caja de madera más alta que ancha que almacenaba los puros en posición vertical. La abrí con una sola mano y volteé los cigarros, que quedaron desparramados sobre la mesa del salón. Nadie en casa fumaba aquellos puros y seguro que habían caducado hacía años.

      Introduje al pajarillo en la caja. Cerré su tapa y regresé veloz a la cocina, con la idea de recubrir toda la cesta con papel de periódico. Tras empapelarla, me hice con un par de tapas roscadas de botes de conserva y las introduje, con algo de agua y unas migajas de pan, bajo la cesta forrada.

      La jaula estaba lista y con la cena servida. Pero faltaba su inquilino.

      Abrí la caja de los puros e introduje mi mano con sigilo. El canario ni se movió. Entonces pude observarlo con más detalle. Arrinconado, se había cagado y me observaba, con aquellos ojos abiertos todo lo más que podía. A decir verdad que sentí compasión de él.

      Saqué despacio mi mano, tapando con ella la boca de la caja y separando mis dedos entre sí lo suficiente como para observarlo con detalle. Todos los pájaros son prestos y rápidos y probablemente acechaba en busca de un hueco por el que escapar. Por nada del mundo le daría esa oportunidad, aquella mascota era demasiado hermosa para dejarla escapar.

      Nos observamos largo rato. Su plumaje era de un hermoso amarillo claro, tornando grisáceo y blanquecino en los extremos de las alas.

      Introduje mi mano en la caja y lo atrapé. Tampoco opuso resistencia. Despegué ligeramente la cesta del suelo y lo introduje con cuidado, depositándolo en el interior. Y allí se quedó. El papel de periódico me impedía verlo.

Decidí cenar en la cocina, a su lado. No escuché ni el más mínimo ruido.

      Fregué mi plato y cerré los libros. Acostumbraba a guardarlos uno o dos días antes del examen y decidí no preocuparme más por los detalles de las lecciones. El trabajo ya estaba hecho y otra jornada de estudio sólo aumentaría mi inseguridad. Ahora tenía un pasatiempo que me abstraería del examen: mi bello canario.

Encendí un cigarrillo a la salud de mi invitado. No había transcurrido ni medio minuto cuando me arrodillé, impaciente, levantando la cesta con suavidad. El pajarillo permanecía inmóvil, mirándome con aquellos ojos negros y enormes. Introduje mi mano hasta atraparlo. Lo extraje con delicadeza, sintiendo los pálpitos de su corazón. Tenía los ojos enrojecidos y permanecía con el pico abierto, jadeando sin cesar. Al parecer, la tinta del papel de periódico le resultaba irritante y tóxica. Parecía muy asustado y se había cagado varias veces.

      Lo deposité en el suelo. La cocina no ofrecía muchos escondrijos y pensé que merecía un respiro; no parecía tener intenciones de volar y se mostraba temeroso y abatido. Lo toqué con el dedo, empujándolo varias veces hasta comprobar su reacción. Ni se movió. Pensé que no volaría. Sólo jadeaba, observándome.

      Arranqué todo el papel de la cesta y la descarté por completo. Finalmente lo introduje en la caja de los puros. Unas cuantas cagadas no importaban, aquellos cigarros estaban demasiado caducados.

      Me fui a la cama.

      Al día siguiente, a las diez de la mañana, ya me había hecho con una jaula nueva y dos cajas de alpiste, especial para canarios. Cogí el taladro y un metro ligero e instalé dos escarpias en la terraza, a un metro y medio de altura. Después colgué la jaula, con el canario dentro, y me pareció que aquel pajarillo se sentía alegre y confortable en su nuevo hogar. Saltó de un palo a otro, se bajó a comer y a beber y di por sentado que permanecería por siempre a mi lado. Ya no me sentiría tan solo.

      A eso del mediodía, sonó el timbre. Era un vecino que me preguntó sobre un pájaro que se le había escapado. ¡Que si por casualidad lo había visto!... Le dije que no sabía nada al respecto. Cerré la puerta y sonreí.

      Mi examen no pudo ir mejor.

      De regreso a casa, lo primero que hice fue saludar a Pelucho, ése sería su nombre a partir de entonces.   Pelucho, mi hermoso canario. Mis regresos de las clases poseían un matiz diferente. Tenía algo de qué preocuparme y alguien me esperaba, a mí.

      Cada mañana, antes de las clases, colgaba su jaula en la terraza. A mi regreso, en la tarde noche, la descolgaba y la metía en la cocina, junto al radiador. Pelucho me acompañaba durante la cena, brincando de un palo a otro; después recogía su cabeza entre las plumas y dormía apoyado sobre una de sus patas.

      Limpiaba su jaula a diario, rellenando los cocinillos con agua fresca y alpiste. Pero Pelucho no cantaba. A veces incluso lo sacaba de su jaula para juguetear con él. Sin embargo, apenas se movía y tampoco piaba, ni siquiera retomaba el vuelo. Solía posarlo sobre la mesa de la cocina; lo empujaba con un dedo, pero no se movía en absoluto. Al principio imaginé que todo era debido a su nueva situación, aunque finalmente terminé por asimilar la cronicidad de su comportamiento.

      A mediados del otoño, observé que Pelucho se estaba deteriorando. Poco tenía que ver con aquel hermoso ejemplar que una noche de verano volara hasta mi terraza. Sus plumas eran sucias y desordenadas y había perdido el plumaje de la cola. Pelucho continuó empeorando hasta quedar calvo.

      El veterinario me había recetado unas gotas que mezclaba con el agua. Me dijo que debía alejarlo del radiador, y que no cantaba porque era hembra. ¡Vaya!, Pelucho no cantaría jamás. Ni siquiera su nombre era el apropiado.

      A pesar de mis cuidados y de la atención prestada, Pelucha continuó perdiendo plumaje. Pronto, se transformó en un minúsculo envoltorio de carne pálida con multitud de puntos negros y dos ojos enormes y abultados. Su vientre se hinchó y un prominente edema deformó su aparato genital, transformándolo en un anillo enrojecido y sanguinolento.

      Llegó un momento en el que no supe muy bien qué hacer con ella. Pelucha me había decepcionado, sin duda, y lo mismo debía de ocurrir al contrario. Supuse que perecería en breve, ya que parecía muy enferma, y entonces comencé a descuidarla. Debía de quedarle poco tiempo, y aunque no quería correr riesgo de contagio, continué alimentándola con alpiste y hojas de lechuga, mezclando las gotas que me recetara el veterinario. Decidí hacerlo mientras continuara con vida.

      Transcurrieron varios meses sin ninguna mejoría. Cansado y aburrido de aquel engendro de pájaro enfermizo, dejé de limpiar su jaula y de mezclar su medicina.

      Mi canario empeoraba cada día. Sin embargo, y a pesar de todas aquellas enfermedades, una extraña fuerza la mantenía con vida. Pensé que sólo era cuestión de tiempo, la cosa me había salido rana.

      Comencé a olvidarme de rellenar sus cocinillos, un tanto a propósito. Cada mañana colgaba entre los barrotes un par de hojas de lechuga como sustituto del agua fresca y la comida. Le gustaba la lechuga, y así no tenía que limpiar los cocinillos, ni siquiera la jaula. De cuando en cuando inclinaba la caja de alpiste sobre el techo de la jaula, vertiéndole algo de alpiste a través de los barrotes.

      Pelucha era muy sucia, y las hojas de lechuga que picoteaba se iban secando y mezclando con las cáscaras del alpiste y las heces, que se adherían en las uñas de sus patas, conformando unas endurecidas costras que resonaban al brincar de un palo a otro de la jaula. Un día me percaté de que le faltaba un dedo. Supuse que alguna costra se habría enredado entre los barrotes... Pero Pelucha no hablaba. Tampoco cantaba.

      Fue entonces cuando se me pasó por la cabeza la idea de precipitar su inminente final. Los meses transcurrían y Pelucha continuaba viva, degradándose paulatinamente, mostrando un aspecto cada vez más repulsivo. Finalmente, y a pesar de sus continuos desprecios, a pesar de que jamás hubiese cantado ni alzado el vuelo, a pesar incluso de haberse transformado en un horrible cuerpo infecto y agónico cuyo inminente desenlace ansiaba, continué alimentándola.

      El nivel de residuos creció en el interior de su jaula. Las cáscaras de alpiste, la lechuga y las heces conformaban una sólida estructura. Hacía varios meses que no metía la jaula en la cocina por las noches y creo que sobrepasaba los dos kilos de peso. Pelucha había perdido todo su plumaje y sólo acercarme a un metro de su jaula me producía la náusea.

      Me sentía decepcionado. Aquel bicho hizo de mi ilusión un fracaso, y no contenta con ello había convertido mi terraza en un basurero.

      El estiércol rayó la mitad de la jaula, pero ella continuaba en su afán por ensuciar, con tal de fastidiarme. Su aspecto no podía resultar más desagradable: Pelucha estaba pelada y esquelética, con la totalidad de su piel recubierta por diminutos puntos negros apostillados. Tenía el vientre inflamado, terso y brillante, y las uñas de sus patas retorcidas y largas, cubiertas de heces endurecidas a causa de las cuales había perdido varios dedos. Pero se negaba a sucumbir. Pelucha sólo pensaba en sí misma, así que yo hacía lo propio

      Una infección prosperó en sus ojos. Se le hincharon tanto que parecían dos pelotas amoratadas. Más tarde cesó la infección, como consecuencia de la cual perdió la visión de un ojo. Su pupila era blanca y cuando se colocaba al perfil de su ojo ciego, solía divertirme moviendo mi mano, acercándola y alejándola con rapidez. Ella ni se enteraba. Repetía lo mismo por el otro lado y entonces se recogía asustada. ¡Pelucha estaba viva! La despreciaba con todas mis fuerzas. ¡Mi bello canario era un monstruo!

      Una mañana dejé la puerta de su jaula abierta. Pero, a pesar de ello, por la noche continuaba allí. Pelucha no parecía dispuesta a ponérmelo fácil. Pretendía martirizarme y haría lo que fuera con tal de lograrlo.

      El volumen de estiércol continuaba creciendo, a pesar de que gran una parte de él se escapaba por la puerta, que continuaba abierta. Aun así, la densa costra logró finalmente superarla, hasta que llegó un momento en el que hizo techo. Pelucha se buscó un rincón y a partir de entonces permaneció contra los barrotes, aplastada por sus propios residuos en el frontal de la jaula.

      Pelucha conformaba ahora un horrendo pellejo, apenas irreconocible, arrugado y retorcido, aunque su pico y el vientre por el que expulsaba las heces todavía eran visibles entre los barrotes.

      A menudo reflexionaba sobre aquel pájaro. Por las noches sufría terribles pesadillas en las que Pelucha tenía voz y voto. Ella se crecía en todo momento e impregnaba mi existencia con su oscura enfermedad. Aquellos sueños parecían tan reales que apenas lograba despertarme entre gritos y sudores. Aunque todo parecía más sencillo poco después, una vez despierto: cualquier día la encontraría rígida y punto final. Esperaba el momento con impaciencia.

      Transcurrieron días, semanas y meses.

      Pelucha continuaba picoteando la lechuga que yo le colgaba. Deseaba su muerte con todas mis fuerzas. Sin embargo, cada mañana su corazón latía entre los barrotes. Me atormentaba la idea de que Pelucha pretendiera sobrevivirme.

      Una fría mañana la encontré muerta. Su corazón, hinchado y amoratado, había dejado de latir.

      Abrí una bolsa de basura e introduje la jaula con Pelucha en su interior. Pesaba varios kilos.

      _Asunto concluido... _suspiré.

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