Pienso,
luego existo; |
Cantos de San Lorenzo en El Escorial
El tostado de
un cuerpo no sólo pertenece
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Para
el asceta jansenista Milton Worner, las nubes están ahí esperando el
día del juicio terrible. Ellas, liberadas entonces de su servidumbre
por el Reino de la Palabra, servirán de soporte a la ascensión de
los justos y condenarán los azules de un cielo ya inútil al silencio
final. |
Como
insaciable es tenida esta amanita. De un hermoso y ardiente color
púrpura, esta criptógama es causa de la palidez y el decaimiento de
quienes practican el amor en sus proximidades. Lucrecia Borgia _para que la lividez de su cutis realzara la pasión de sus labios_ solía descansar en los atardeceres romanos sosteniendo entre sus senos la levedad de una de estas amanitas. Siglos más tarde, en pleno escándalo romántico, el escultor Andrea Visconti es detenido por el crimen de haber dado muerte a dos jóvenes a las que sometió al hongo "para admirar en sus cuerpos la elegancia nívea del mármol". |
En las horas inquietas de ciertos
amaneceres lo oigo galopar. Su locura y su confusión recuerdan
la dinámica de los océanos, el ir y venir de las olas, el rugir
de las marejadas, la insaciable ira de las tempestades. Son los
caballos perdidos en la fiebre del poeta muerto. Caballos apenas
concebidos, ni realidad ni metáfora. Mas yo los oigo incansables
—como la sangre arrebatada en un cuerpo sin sombra— ir de acá
para allá buscando las orillas de un sueño ya imposible. |
Echar pulso a
uno mismo, ganarse la partida (apostando en contra) piensa
él, o, al caso, dejar
también caer la hoja, o que la palabra la robe el viento, o
esperar copiando otros poemas. Mientras (es muy directo) en
el tejado, reseco en amarillos, el hombre, otro hombre,
lanza desde la locura gritos, imprecaciones, letanías
interminables, sórdidas letanías, y queda haciendo burla al
fotógrafo de ocasión que espera la instantánea; faltan dos:
la caída y una torta de hombre, de sexo de hombre, de tripas
de hombre; y ya no importa si todo ha hecho calcomanía en el
patio absorbente a un cemento más reseco, y él, el del
tejado, saca la lengua y no se tira _Tongo_, piensa el de
ocasión. El otro sigue allí, se rasca las axilas, estira las
orejas, hace el mono, saca y mete la lengua; ahora, riega de
orines a los espectadores. Mientras, él se juega a los
sucios dados, hechos para repellar muelas o música en teclas
al piano, la suerte de la suerte. Queda otra solución (se
hace así la pregunta, sin interrogaciones que son signos
machistas, obscenos, marcando, ambidiestros, equívocas
posturas. Siempre él, así, renuncia a la admiración; allí un
punto se le cae, pierde el equilibrio y aquí también) y
antes de contestarse suena la sirena, los bomberos rodean
practicantes y médicos, _Viva los bomberos_. El de la
máquina apunta de nuevo _Niño, tráete el flash, que esto va
para rato_. Y él (el del tejado), se desliza, tropieza,
parece que resbala e intenta hacer el amor a una gata de
febrero escapada del Clínico, refugiada también, _Y qué,
(dónde estábamos, quién gana, a quién apuestas). Quitarse el
chaleco de la angustia (es tal vez la cuestión), luego subir
al tejado, buscar la gata, sostenérsela al otro, dar
bramidos, dejar el resto abajo. _Corta, no sirve_. El
hombre, el de arriba, cae, ha mordido el anzuelo, luego el
sueño. El fotógrafo sil, flash, son las 6,45, tomó la
instantánea, falta una; más tarde, a la hora de cenar, lo
recordará. Y él qué, ha perdido. El piensa que el juego no
vale y también está allí regado de orines, tenso los
nervios, apoyándose simulón en el patio de arcadas. Que no
noten el temblor de las piernas, el juego suyo. El otro, el
de arriba de antes, dormido pasa, llevado entre cuatro
bomberos. Ensayar la muerte, mascar el sueño, disfrazarse de
neurótica trasnochada, póster de New York (Sara Bernhardt)._
Y qué, dormir en el ataúd, cantarse gregoriano para otros
oídos, cerrar los ojos, colocar las manos (siempre idéntica
obsesión) o escaparse bidet abajo en busca de un deseo (eso
ya lo ha escrito). |
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