Taxi
Echar pulso a
uno mismo, ganarse la partida (apostando en contra) piensa
él, o, al caso, dejar
también caer la hoja, o que la palabra la robe el viento, o
esperar copiando otros poemas. Mientras (es muy directo) en
el tejado, reseco en amarillos, el hombre, otro hombre,
lanza desde la locura gritos, imprecaciones, letanías
interminables, sórdidas letanías, y queda haciendo burla al
fotógrafo de ocasión que espera la instantánea; faltan dos:
la caída y una torta de hombre, de sexo de hombre, de tripas
de hombre; y ya no importa si todo ha hecho calcomanía en el
patio absorbente a un cemento más reseco, y él, el del
tejado, saca la lengua y no se tira _Tongo_, piensa el de
ocasión. El otro sigue allí, se rasca las axilas, estira las
orejas, hace el mono, saca y mete la lengua; ahora, riega de
orines a los espectadores. Mientras, él se juega a los
sucios dados, hechos para repellar muelas o música en teclas
al piano, la suerte de la suerte. Queda otra solución (se
hace así la pregunta, sin interrogaciones que son signos
machistas, obscenos, marcando, ambidiestros, equívocas
posturas. Siempre él, así, renuncia a la admiración; allí un
punto se le cae, pierde el equilibrio y aquí también) y
antes de contestarse suena la sirena, los bomberos rodean
practicantes y médicos, _Viva los bomberos_. El de la
máquina apunta de nuevo _Niño, tráete el flash, que esto va
para rato_. Y él (el del tejado), se desliza, tropieza,
parece que resbala e intenta hacer el amor a una gata de
febrero escapada del Clínico, refugiada también, _Y qué,
(dónde estábamos, quién gana, a quién apuestas). Quitarse el
chaleco de la angustia (es tal vez la cuestión), luego subir
al tejado, buscar la gata, sostenérsela al otro, dar
bramidos, dejar el resto abajo. _Corta, no sirve_. El
hombre, el de arriba, cae, ha mordido el anzuelo, luego el
sueño. El fotógrafo sil, flash, son las 6,45, tomó la
instantánea, falta una; más tarde, a la hora de cenar, lo
recordará. Y él qué, ha perdido. El piensa que el juego no
vale y también está allí regado de orines, tenso los
nervios, apoyándose simulón en el patio de arcadas. Que no
noten el temblor de las piernas, el juego suyo. El otro, el
de arriba de antes, dormido pasa, llevado entre cuatro
bomberos. Ensayar la muerte, mascar el sueño, disfrazarse de
neurótica trasnochada, póster de New York (Sara Bernhardt)._
Y qué, dormir en el ataúd, cantarse gregoriano para otros
oídos, cerrar los ojos, colocar las manos (siempre idéntica
obsesión) o escaparse bidet abajo en busca de un deseo (eso
ya lo ha escrito).
Qué se
pregunta. Hacerse Soledad. Y le viene de prestado la imagen
1880 de la vieja, con las manos de ríos y lagos de piel,
entrelazando ovillos; y más lejos, contar puntos, cuántos,
uno, dos, equivocarse. Tan pronto, y anillar, hacer cabo a
esa soledad, y luego hacer cometas, esperar un viento, otro
distinto que no viene, ascender, lamer montes, o hurgarse en
la infancia, o esperar ante el espejo (haciendo trampa) una
juventud nueva. Tírame el balón, no vale. Y qué, apoyarse
guapo en el mostrador, pagar y pensar; saber que se paga y
no se paga, buscar la justificación de por la cara, por esa
cara (hace un rictus). Y contar luego los billetes, y faltan
cinco. Guapo él (yo). Y qué, o dejar el reloj en la mesilla,
y apretarse, jurarse, insistirse. Lo perdí en el bar, me lo
quitó el cajero al extender en rojo la chequera en el Banco.
Y en definitiva, fue por la cara. Y por qué no. Había otros,
otros por la cara, otros que contarían billetes (el reloj
no, la estratagema es suya), y qué cara eligió. Lo juro, que
no me engaño, fue por esta cara (y mira al techo y la
molleja se le estira). Lo juro, fue por la cara, y qué, para
qué me cuenta a mí esas cosas, déjeme dormir, hábleme de
Usted. Y así, en definitiva calentar la soledad un poquito y
otro poquito el sexo; luego al salir, mirar en la mañana,
con desprecio, la ventana que hace hogar, el hombre, hombre
vecino, hombre prójimo, que fisgonea, llamando por teléfono
bajo una luz, en bata de cuadros y unas pantuflas de
esclavitud, atado así él (61, no) con cadenas de periódicos
a un butacón salvado al tiempo. _Así era, levante Usted el
bolillo, el resto se lo comió el sol. Y cantar; el hacerle
un gesto latino con la mano y gritar llamando un taxi. _Pare
más cerca, hombre. Fue por la cara. Y arriba queda un hueco
aún tibio, y el sol no se come los muebles, no se indigesta
el sol de soledad, la soledad ha echado las cortinas y él
baja en la única, la otra solución. Hizo bien en apostar en
su contra, piensa, mientras el tic tac de un taxi hace
moneda.