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Rafael Pérez Estrada

Pienso, luego existo

Cantos de San Lorenzo en El Escorial

Naturaleza de la nube

Amanita sanguinaria

Caballos

Taxi

Pienso, luego existo;
y me respondió el objetual:
Los objetos existen,
luego piensan.
Y para redundar en lo dicho
empujé al suelo el jarrón utilizado
de pretexto hasta entonces:
Y sufren — añadí —
en silencio.

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Cantos de San Lorenzo en El Escorial

El tostado de un cuerpo no sólo pertenece
a las pruebas con que la fe se templa y reconoce
sino que es parte del orden gastronómico.
Hay en todo tormento una amorosa forma
de iniciarse en la carne y de tratar la víscera.
Tiene toda tortura un sabor a cocina,
un regular despiece y un ritual servicio
y de piches y de acólitos, de especias y de salmos.
Poned en las espaldas mantequillas y aceites,
que la cochura tenga el olor que conviene
a la piel que se hace milagro gustativo.
Haced que el pecho, su blancor de pechuga,
adquiera el punto exacto del paladar angélico.
Mezclad en la consulta de este raro suplicio
libros devocionarios y recetas monjiles,
en tanto la piedad y el gusto ya mezclados
os coronen mi martirio y su virtud exalten.

 

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Naturaleza de la nube

    Para el asceta jansenista Milton Worner, las nubes están ahí esperando el día del juicio terrible. Ellas, liberadas entonces de su servidumbre por el Reino de la Palabra, servirán de soporte a la ascensión de los justos y condenarán los azules de un cielo ya inútil al silencio final.
    
Al parecer, el poeta italiano Paulo Strozzi, en su juventud, hacía durar el tiempo del amor tanto como tardaba una nube amiga en cruzar el marco visual de su ventana.
   En el Museo de lo Milagroso y lo Curioso de Évora, se exhibe, junto a la momia apergaminada y lisa de un infante de Lancaster, un tarro de vidrio que guarda prisionera la rareza de una nube diminuta. Advierte el conservador del Museo que esta pequeña nube llueve desconsoladamente todas las primaveras.

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Amanita sanguinaria

     Como insaciable es tenida esta amanita. De un hermoso y ardiente color púrpura, esta criptógama es causa de la palidez y el decaimiento de quienes practican el amor en sus proximidades.
   
 A esta seta _cuyo aspecto sugiere la riqueza de una metáfora que atañe a un granate vital_ le son de aplicación cuantas leyendas traman el mito del vampiro.

     Lucrecia Borgia _para que la lividez de su cutis realzara la pasión de sus labios_ solía descansar en los atardeceres romanos sosteniendo entre sus senos la levedad de una de estas amanitas. Siglos más tarde, en pleno escándalo romántico, el escultor Andrea Visconti es detenido por el crimen de haber dado muerte a dos jóvenes a las que sometió al hongo "para admirar en sus cuerpos la elegancia nívea del mármol".

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Caballos

     En las horas inquietas de ciertos amaneceres lo oigo galopar. Su locura y su confusión recuerdan la dinámica de los océanos, el ir y venir de las olas, el rugir de las marejadas, la insaciable ira de las tempestades. Son los caballos perdidos en la fiebre del poeta muerto. Caballos apenas concebidos, ni realidad ni metáfora. Mas yo los oigo incansables —como la sangre arrebatada en un cuerpo sin sombra— ir de acá para allá buscando las orillas de un sueño ya imposible.
       Caballos sin nadie que los sueñe.

 

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Taxi

     Echar pulso a uno mismo, ganarse la partida (apostando en contra) piensa él, o, al caso, dejar también caer la hoja, o que la palabra la robe el viento, o esperar copiando otros poemas. Mientras (es muy directo) en el tejado, reseco en amarillos, el hombre, otro hombre, lanza desde la locura gritos, imprecaciones, letanías interminables, sórdidas letanías, y queda haciendo burla al fotógrafo de ocasión que espera la instantánea; faltan dos: la caída y una torta de hombre, de sexo de hombre, de tripas de hombre; y ya no importa si todo ha hecho calcomanía en el patio absorbente a un cemento más reseco, y él, el del tejado, saca la lengua y no se tira _Tongo_, piensa el de ocasión. El otro sigue allí, se rasca las axilas, estira las orejas, hace el mono, saca y mete la lengua; ahora, riega de orines a los espectadores. Mientras, él se juega a los sucios dados, hechos para repellar muelas o música en teclas al piano, la suerte de la suerte. Queda otra solución (se hace así la pregunta, sin interrogaciones que son signos machistas, obscenos, marcando, ambidiestros, equívocas posturas. Siempre él, así, renuncia a la admiración; allí un punto se le cae, pierde el equilibrio y aquí también) y antes de contestarse suena la sirena, los bomberos rodean practicantes y médicos, _Viva los bomberos_. El de la máquina apunta de nuevo _Niño, tráete el flash, que esto va para rato_. Y él (el del tejado), se desliza, tropieza, parece que resbala e intenta hacer el amor a una gata de febrero escapada del Clínico, refugiada también, _Y qué, (dónde estábamos, quién gana, a quién apuestas). Quitarse el chaleco de la angustia (es tal vez la cuestión), luego subir al tejado, buscar la gata, sostenérsela al otro, dar bramidos, dejar el resto abajo. _Corta, no sirve_. El hombre, el de arriba, cae, ha mordido el anzuelo, luego el sueño. El fotógrafo sil, flash, son las 6,45, tomó la instantánea, falta una; más tarde, a la hora de cenar, lo recordará. Y él qué, ha perdido. El piensa que el juego no vale y también está allí regado de orines, tenso los nervios, apoyándose simulón en el patio de arcadas. Que no noten el temblor de las piernas, el juego suyo. El otro, el de arriba de antes, dormido pasa, llevado entre cuatro bomberos. Ensayar la muerte, mascar el sueño, disfrazarse de neurótica trasnochada, póster de New York (Sara Bernhardt)._ Y qué, dormir en el ataúd, cantarse gregoriano para otros oídos, cerrar los ojos, colocar las manos (siempre idéntica obsesión) o escaparse bidet abajo en busca de un deseo (eso ya lo ha escrito).
    
Qué se pregunta. Hacerse Soledad. Y le viene de prestado la imagen 1880 de la vieja, con las manos de ríos y lagos de piel, entrelazando ovillos; y más lejos, contar puntos, cuántos, uno, dos, equivocarse. Tan pronto, y anillar, hacer cabo a esa soledad, y luego hacer cometas, esperar un viento, otro distinto que no viene, ascender, lamer montes, o hurgarse en la infancia, o esperar ante el espejo (haciendo trampa) una juventud nueva. Tírame el balón, no vale. Y qué, apoyarse guapo en el mostrador, pagar y pensar; saber que se paga y no se paga, buscar la justificación de por la cara, por esa cara (hace un rictus). Y contar luego los billetes, y faltan cinco. Guapo él (yo). Y qué, o dejar el reloj en la mesilla, y apretarse, jurarse, insistirse. Lo perdí en el bar, me lo quitó el cajero al extender en rojo la chequera en el Banco. Y en definitiva, fue por la cara. Y por qué no. Había otros, otros por la cara, otros que contarían billetes (el reloj no, la estratagema es suya), y qué cara eligió. Lo juro, que no me engaño, fue por esta cara (y mira al techo y la molleja se le estira). Lo juro, fue por la cara, y qué, para qué me cuenta a mí esas cosas, déjeme dormir, hábleme de Usted. Y así, en definitiva calentar la soledad un poquito y otro poquito el sexo; luego al salir, mirar en la mañana, con desprecio, la ventana que hace hogar, el hombre, hombre vecino, hombre prójimo, que fisgonea, llamando por teléfono bajo una luz, en bata de cuadros y unas pantuflas de esclavitud, atado así él (61, no) con cadenas de periódicos a un butacón salvado al tiempo. _Así era, levante Usted el bolillo, el resto se lo comió el sol. Y cantar; el hacerle un gesto latino con la mano y gritar llamando un taxi. _Pare más cerca, hombre. Fue por la cara. Y arriba queda un hueco aún tibio, y el sol no se come los muebles, no se indigesta el sol de soledad, la soledad ha echado las cortinas y él baja en la única, la otra solución. Hizo bien en apostar en su contra, piensa, mientras el tic tac de un taxi hace moneda.

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