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Rafael Trujillo Navas

El vigilante

Piénsame

Al otro lado de la niebla

El vigilante

U

 

n relámpago de fatalidad culebrea en la mente del vigilante. Sus ojos, tan somnolientos antes de que los dos hombres invadiesen su ángulo de visión, acaban de convertirse en dos pupilas esmaltadas que rastrean de un lado a otro el vial, sopesando un peligro confuso e inminente. Durante un segundo se posan en la pareja de extranjeros que hace horas aparcaron su cutre furgoneta delante del edificio: una rubia rechoncha y un tipo con pantalón de peto, luego apuntan hacia la ventana iluminada del despacho de Garín y después, en un rapto aprensivo, descargan su analítico fulgor en los dos hombres del Opel blanco. La espesura del seto y la fila de naranjos a lo largo de la acera le permiten entrever con bastante dificultad cabellos oscuros, hombros, la espalda de alguno de ellos y una manga parda: retazos imposibles de conjugar en alguien completo. Los latidos se le agolpan. Su pensamiento errático topa con la agorera sentencia de su amigo Garín: "El corazón busca la noche para desaguar sus bajíos, Anselmo". Mientras rumia la frase ve las cabezas de los hombres del Opel sobre la línea del seto. Bastaría con que caminase un trecho hacia el interior del edificio para conectar la alarma y de ese modo evitar el peligro. Sin embargo, acecha. Conviene templar el ánimo en este oficio y no azorarse por un barrunto aciago.

La avenida está muerta a estas horas: cada diez minutos pasa un coche o una moto, cada mucho más alguien que camina como si quisiera incorporarse a una muchedumbre invisible.

Las cabezas se están hundiendo bajo los ramujos. Puede oír cómo los hombres achantan sus voces. De nuevo Garín le vuelve a las mientes; en ese instante se lo imagina en el butacón giratorio aporreando un sensible teclado con sus dedos astillados de padrastros, abriendo y cancelando operaciones de la compañía en la otra faz del mundo. "El alma asoma de noche, Anselmo, a la hora de las brujas". Un vaho ceniciento crece y se difumina sobre el matorral. Fuman. Estarán contemplando el trasiego de bártulos desde la baca hacia dentro de la furgoneta que realiza el extranjero mientras la gorda lo observa quieta como un buzón. Toman precauciones antes de cerrar la portezuela de la furgoneta y enfundarse en sus sacos de dormir. Desconfían del país, de este lugar de bloques anodinos y solares a medio construir o comidos de broza. Percibe el runrún que se traen los dos hombres, alguna palabra que despunta, una risa desganada y sus molleras calvas. Tiene sed, calor, a pesar del relente y la niebla que está cayendo. Debe sobreponerse a la desazón que lo aflige pensando en algo divertido. Le da vueltas en su sesera al próximo partido de fútbol contra los de la fábrica y eso le dibuja en su rostro una sonrisa nostálgica. Recuerda las encendidas carreras de Garín en otro tiempo, aquellas piernas lampiñas de entonces. Regatea casi igual de bien que cuando jugábamos en el instituto; la misma chispa del Diablo... Es posible que los hombres hayan reparado en el rectángulo de luz. Quizás, mientras guipan la ventana hacen cábalas y después planes y luego...¡Mierda! El frío le atiranta la cara, pero continua apostado fuera del edificio. Ni los dos hombres ni los extranjeros de la furgoneta saben que Anselmo está al loro, con las palmas de las manos empapadas de angustia, porfiando contra la incomprensible pasividad que lo mantiene allí, como varado en la nada. La ventana parpadea en su conciencia. Le da cosa que Garín esté todavía mareándose con papelotes sellados o traspuesto ante el cristal líquido del monitor; aunque sabe muy bien que Garín es un noctámbulo incurable. Además, conoce la negra honrilla de su amigo: si el asunto es importante para la compañía, los números de su reloj pasan a ser guarismos absurdos, vacíos de tiempo. Un purasangre, el Garín, batiéndose el cobre en el campo de fútbol... y en su momento estudiando en la facultad, según dicen. Me pregunto dónde estaríamos ahora de no habernos cruzado en el camino. Naturalmente, Garín, sentado en el mismo sillón, ante la amplia mesa repleta de documentos relevantes y no de partes de vigilancia; pero el menda...

Desde hace un rato uno de los hombres trata de hacerse entender por el tipo con pantalón de peto. La mujer redonda, sin gestos, le recuerda a una figura de Botero expuesta al aire libre para que los paseantes la contemplen al pasar. Los brazos semiabiertos del extranjero muestran desconcierto ante el hombre cuyo dedo imperativo señala la furgoneta. El vigilante escucha un fárrago de palabras castellano-alemanas imposible de retener con tanto espacio de por medio. Dentro del cuchitril acristalado de recepción, el teléfono, las esposas y la porra resaltan sobre la lisura del tablero. Debajo del mostrador la pantalla de televigilancia aún está apagada. Algo más lejos, empotrado en la pared, destaca el cuadro niquelado de la alarma. Pero el vigilante se pudre en una pasividad incomprensible. La inquietud es mala consejera. Retiembla de frío. Se frota los muslos, los bíceps sebosos a pesar de la molienda casi diaria de bajar y subir mancuernas. Le sobran años y le faltan músculos y convicción para llenar el uniforme gris asfalto que lleva puesto. Se bebería de un buche media botella de coñac de garrafón para sacudirse la rasca y las penurias que le rondan en la cabeza. Pero..., ¿cómo se lo tomaría Garín? Al fin y al cabo él me costeó aquella clínica para borrachos y borrachas con pasta gansa. Ni mojarme los labios. Un sentimiento siniestro, solapado desde hace mucho tiempo le remueve la bilis. El tipo con pantalón de peto se deja comer el terreno, recula, aletea con los brazos como un ave desplumada y estúpida. Alguien, quizás el otro hombre, un bulto inquieto a tanta distancia, hurga dentro del maletero del Opel blanco y extrae algo pesado, tal vez una caja o una bolsa alargada que deja sobre el capó.

El vigilante agradece el chorro cálido de su propio aliento bajándole desde el escote abierto hasta las tetillas. Un fino temblor le desdibuja las manos como hace meses, cuando le faltaban los tragos precisos. Casi las tres de la madrugada en su reloj de submarinista. El vano de luz atrae nuevamente su atención. Le hierve la sangre. ¡Tanto favor, obliga!, se dice cerrando enérgicamente el puño, con ánimo de alejar el odio añejo que le quema el estómago. Siempre dispuesto, Garín, desde que nos sentaron en el mismo pupitre. Por eso me lleno la boca al referir que el director de la compañía, don Pedro Garín, es antiguo amigo... Os contaré más, le digo a la gente henchido como un pavo, él me soplaba las contestaciones en los exámenes del primer curso de bachillerato. Me engorda, maldita sea, que sepan a quién le debo este empleo. Entretanto dialoga consigo mismo, la furgoneta vira y desaparece al final de la calle. ¿Por qué ese empeño de los dos hombres en echar de la avenida a los extranjeros?, murmura entre dientes, prefiere no hallar la respuesta.

Los contenedores de basura, los coches alineados, los rótulos, la niebla, los naranjos; hasta el mismo rebrillo del asfalto bajo la luz de las farolas redundan en la soledad del vial. Los hombres no se ven ahora en ningún sitio por más que mira; sin embargo, el coche está donde lo dejaron. Mide de reojo los escasos metros que lo separan de la alarma apagada, del interruptor de videocámaras: veinte ojos que ahora podrían estar lanzando sus miradas infrarrojas sobre los puntos de acceso, en lugar de dos globos irrigados de venitas que asoman como puntas de iceberg a la superficie helada de la cara y que oscilan y enrojecen y muchas veces se enturbian y no quieren reconocer lo evidente. Procura calmarse. Hay que tragar saliva en este oficio. Aguardará un tanto más para poner en funcionamiento el sistema de seguridad. Aguza el oído: ningún cuchicheo tras el verdor, ni humo ni ruido de pasos. Garín, Garín, Garín..., repite deslizándose con la espalda pegada al muro de la fachada hacia las traseras del edificio. Se agacha bajo los postes del inmenso cartel de Magno, entra en lo baldío y quebranta la maleza escarchada bajo las suelas de sus zapatos. Apenas se demora. Le sobra con un vistazo para cumplir, para decirse a sí mismo que no ocurre nada en aquella parte. Cerrará con llave la puerta del parking cuando Garín salga en el coche. De regreso a la entrada principal, presiente contrariado que quizás éste lo llame al despacho como otras veces que se ha quedado trabajando hasta muy tarde. A Garín le gusta hablar a lo grande cuando está cansado y satisfecho, después de rematar la dura tarea: una parrafada filosófica antes de irse a dormir alisa los nervios más que un vaso de leche tibia o un dedito de wisqui...

Ni rastro de los hombres todavía. Poca cosa van a encontrar en la zona que no sean oficinas o sucursales bancarias desiertas. Puede que hasta Green, el pub más cercano, esté recogiendo o a punto de hacerlo.

Se escucha un martilleo y a continuación un golpe sobre una superficie metálica. El vigilante baja parsimonioso hasta el seto y no ve a nadie en la acera. Vuelve a plantarse detrás del pilar, cerca de la puerta de entrada. Ignora si el trasteo que está escuchando viene de la parte de atrás del bloque o de los edificios contiguos. Las cosas parecen vivas de noche, las miras fijamente y quieren moverse. Tal vez los ruidos que está oyendo procedan del thriller que transcurre en su cerebro de centinela: calles lóbregas, lluvia, humo, voces ebrias que repiten su nombre; manos que se prolongan en una hoja inmaculada o en un cañón estriado, gente que maquina en nauseabundas covachas lo que hay que hacer con el vigilante. El teléfono sobre el mostrador asalta sus pupilas. No cesa de percibir sonidos vagos: Será Garín que baja, se dice. Pero la puerta del ascensor continua tercamente sellada. Se aprieta con ganas las falanges de los dedos. Escucha los tristes crujidos de sus tendones y sin pausa los nítidos disparos rompiendo la noche, provenientes de alguna planta del bloque. Durante un tiempo incierto permanece en la misma posición circunspecta que estaba cuando escuchó la detonación. Es como si en ese estrecho período sus miembros hubiesen pertenecido a un extraño. Poco a poco sus brazos se le despegan del tronco y sus piernas recuerdan el movimiento y le obedecen y ascienden peldaño a peldaño por las escaleras. Los dedos ateridos palpan la áspera funda del arma. La puerta del despacho de Garín está abierta: papeles, disquetes, carpetillas, archivadores diseminados por la gruesa moqueta. De las pocas cosas que han quedado en su sitio son la mesa, el sillón y Garín sentado en él, con la mirada aún caliente perdida en algún lugar del techo. El vigilante zanquea escrupulosamente para no pisar las cosas sembradas aquí y allá. Asoma su rubia y rizada cabeza por la ventana. El Opel blanco continúa allí. Sin meditarlo, sin atreverse a mirar otra vez lo que queda de Garín, cruza el despacho y el pasillo y desciende por las escaleras aguantando el resuello. Sale del edificio y echa a andar a lo largo de la acera. Los dos hombres abren las portezuelas y observan antes de subir al coche y marcharse los andares reticentes, inofensivos del vigilante.

Éste regresa al mismo punto donde había estado al acecho. El arma le pesa en la mano. La examina, la huele y la enfunda sumido en una calma ausente. Sacude la mano a una cuarta de sus ojos, con vehemencia, repetidas veces, como si quisiera despejar la niebla que va adensándose en la avenida, y de paso borrar de su mente la pechera ensangrentada de Garín y las caras grotescamente maquilladas de los dos hombres. Los brazos le cuelgan como a un vigilante de trapo. Ya no hay nadie a quien custodiar entre aquellos muros; nadie a quien espiar ahí fuera. El vigilante escruta en la niebla. Gira sobre sus talones y recorre esa distancia hasta la alarma que debió activar a la menor sospecha, al vislumbrar a los hombres del Opel blanco en la avenida. Lleva la cuenta de sus pasos rigurosamente, como un duelista. Quince, ajusta al final del trayecto. Los quince pasos de odio que siempre, secretamente, lo habían separado de Garín.

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Piénsame

Q

 

uizá, en otro tiempo, yo fui un personaje imaginario y mi existencia dependía de que alguien me concibiese y me dibujase en la nada; un personaje que sin saber cuándo ni por qué, se aventuró a vivir en este mundo de evidencias materiales, de relieves, de resonacias, de geometrías tenaces, de seres extremadamente concretos que bullen entre las cosas estáticas y mudas. Quizá, ese personaje que he sido o que soy, haya adoptado la apariencia y el temple de un hombre de rasgos distinguidos y aire nostálgico que ha gastado buena parte de su tiempo mortal desentrañando legajos en el Archivo General de Indias; que con idéntica devoción, ha volcado en sus clases datos e hipótesis sobre la Nueva España del siglo XVI; que ha visto nacer y morir muchos días desde su despacho a orillas del Atlántico, con una desazón inexplicable. Un hombre que ha vivido con su madre y con su esposa, Elisa, a la que hubiese deseado querer algo más de lo imprescindible.

Ayer, al término de un viaje, ese hombre comenzó a internarse en su pasado y, mientras recordaba, casi sin advertirlo, fue recobrando su antigua naturaleza abstracta.

Puede que ese designio se cumpla o se haya cumplido esta noche única, exuberante, en la que desde una habitación del Hostal Manila oigo el viento desgarrarse en los aleros, el verde rumor de los naranjos de abajo. En la que oigo la lluvia con extraordinaria nitidez, la misma lluvia que penetra en la tierra y surte el lecho rocoso del aljibe. (La lluvia, el agua). Hubo un tiempo en el que discernía una voz en el agua, una voz pavorosa la primera vez que llegó a mis oídos. (Acaso, esa voz, es ahora la que le dicta a la mano que escribe y no yo).

Cuando ayer vi asomar los campanarios de Morana sobre las cimas de los cerros, palpé soledad y vacío. Comprendí con toda mi carne que la ama había muerto y que Pepín, el menor de los Cárdenas, no estaría esperándome en las ruinas del castillo, con su carabina de aire comprimido terciada a la espalda. Comprendí que sólo me estaría aguardando un hombre llamado José Ardanuy, hipotético comprador de la casa del llano. Y en la casa del llano, una puerta, y tras esa puerta, un aljibe que deseaba ver y tocar antes de que lo cegasen para siempre. Conforme se fue definiendo ante el parabrisas el cúmulo de casas, doradas por el crepúsculo de la tarde, me acordé de la ama con aquella boquilla apretada entre sus dientes equinos, inclinando la regadera sobre las macetas, cuchicheándole pesares y lindezas a las plantas. Pensé en su agonía. Me figuré sus ojos moribundos rastreando el cuarto del asilo, deteniéndose en un punto. La ama pronunció mi nombre y habló para mí, como si yo fuese aquel punto: “Olvida a la Cantamora o tú serás el próximo”, nadie corrigió su delirio y le explicó que yo me hallaba en Quito, en un congreso.

Sin dejar de darle vueltas a esas palabras entré en Morana por una ronda desconocida para mí, iluminada por farolas delgadísimas. En la recepción del hostal, un hombre temblón, de piel encendida, tecleó trabajosamente mis datos en el ordenador y me entregó un posavasos con un número de teléfono y el nombre de José Ardanuy. La habitación olía y huele a alpechín, como el último rincón de Morana durante el invierno. También anoche fluía aire tibio por la rejilla empotrada en la pared. Recuerdo que aún no me había quitado la zamarra, ni la bufanda del cuello cuando me paralizó aquel frío hondísimo. “Es como si te metiesen las tripas en la nevera”, decía la ama.

Un vértigo de sensatez me hizo dudar de la veracidad de mi percepción. Moví penosamente las mandíbulas, los dedos rígidos como el mármol asidos al bolso. Me dije que si aquel frío era como el que yo recordaba, sería pasajero; y no me equivoqué, a los pocos minutos, un aliento cálido penetró en mi cuerpo y le devolvió elasticidad y sosiego. Me tumbé en la cama con el bolso agarrado y dejé transcurrir una indefinida porción de tiempo. Todo cuanto mi vista abarcaba parecía inmutable.

Caviloso, acariciando la idea de que algo que yo consideraba extinguido pudiese subsistir aún, di una vuelta cerca del hostal. Entré en un bar llamado Capitol y pedí anguila y cerveza. Me pregunté qué aspecto tendría Ardanuy. Madre había aceptado la venta de la casa del llano a través de Eloy Baena, el intermediario de Ardanuy. La imagen que ella guardaba de Ardanuy databa de muchos años atrás, de cuando era un muchacho y abastecía a la casa del llano de las verduras que acarreaba a lomos de una burra.

Lo llamé por teléfono y hablamos durante un buen rato. Cuando llegué a la habitación abrí la cartera y dispuse sobre esta mesa los documentos y el plano de la casa. Antes de enfrascarme en la escritura de propiedad rumié lo que me había dicho Ardanuy por teléfono. “Yo lo conocí a usted cuando era un niño, cuando su padre, que en paz descanse, lo traía en aquel Seat de color negro al pueblo. Usted pasaba los veranos y las navidades en la casa del llano, con su abuela y su tía Ana. Si mal no recuerdo, usted iba por esos sotos con aquel muchacho de los Cárdenas, el que tuvo tan mala suerte. La gente, después de la muerte de aquel muchacho, temía pasar por la casa del llano; entiéndame bien, no debido a la familia de usted ¡válgame Dios! sino a la Cantamora... Qué disparate y que exageración ¿no le parece? Como ya les habrá dicho Eloy, si compro la casa, la transformaré en un supermercado y en pisos: no creo que la Cantamora se encuentre a gusto en un sitio así ¿no le parece?...”, había serenidad y un trasfondo irónico en el modo en el que me habló Ardanuy.

Abstraído, anoté las cantidades y los plazos de trasferencia que debían estipularse en el contrato de venta. Pero mi pensamiento jugaba con la expresión que Ardanuy había empleado para referirse a la ama. “Es sabido que la Corista, aunque estaba ingresada en el asilo de San Francisco, iba a diario a la casa del llano a regar y a contarle batallitas a las plantas; como también es sabido, si me permite la franqueza, que los abuelos y la tía de usted no consintieron tapar el aljibe porque, en cierto modo, eso hubiese sido como dar por sentado la existencia de la Cantamora ¿me explico? Ellas han sido muy religiosas y la Iglesia, como usted sabe, no es amiga de esas quimeras”, la conjetura de Ardanuy no andaba descaminada, ni tampoco lo que añadió casi al final de su charla: “La madre de usted, tengo entendido, no ha resuelto lo del maldito aljibe por respetarle a la Corista la cabezonería de regar con agua de lluvia las plantas y los jardines ¿me equivoco? La pobre Corista se desahogaba contándole sus cosas a las plantas... Pues mire; le voy a ser franco otra vez, el gesto que ha tenido su madre con la Corista ha sido muy humano, créame, un gesto ejemplar”, me sorprendió la locuacidad de Ardanuy. No obstante, lo que me chocó, fue que llamase a la ama: Corista, la Corista; y no Guadalupe o Guadalupe María que era su nombre de pila. Hasta que madre empezó a hablar estuvo colgada de las tetas de aquella mujer. Debo aclarar, que antes de que Guadalupe fuese recogida en la casa del llano como nodriza, había cantado o actuado en una compañía (Compañía de Teatro Troya, o Variedades Troya) de Valencia, hasta el día que malparió detrás de unas bambalinas. Alguna vez, Pepín y yo vimos fotografías e incluso un vestido alechugado de color café de sus tiempos espléndidos. De su estrellato cutre y fugaz conservó la costumbre de fumar en boquilla y la de llevarse a la boca aquellas copitas primorosas colmadas de anisete. Seguramente, también retuvo de su antiguo esplendor esa verborrea melodramática con la que solía adobar sus chismes. La vieja ama fue la primera persona en la casa del llano que me prohibió acercarme a la puerta del cuarto del aljibe; la que me habló del peligro mortal que corría cualquier varón que escuchase la voz de la Cantamora o que admirase durante un instante su asombrosa y rara belleza. “Que tus ojos no se topen nunca, mientras vivas, con una mujer joven, desnuda, lívida, sentada sobre el brocal del aljibe.” La ama estaba equivocada.

Pero anoche no me atenazaba esta ansiedad, esta espera que hormiguea en mi piel como un sarpullido. Hubo un momento en el que abandoné esta mesita y me conduje dando tumbos hacia la cama. (Confieso que entre las sábanas deseé sentir la fría punzada).

      Tal vez inducido por la nostalgia debí cerrar voluptuosamente los párpados y diluirme en el sueño que recuerdo: No sé qué edad tengo; acaso inicio la adolescencia. Estoy escondido detrás de la palmera del patio. Tengo las manos apoyadas en el áspero tronco de la palmera y miro con aprensión la fuente de azulejos. Las palomas color ceniza se posan en la carpa de piedra y mojan sus picos en el caño de agua. Sudo. El sudor no me deja ver con claridad; pero puedo distinguir que uno de los azulejos no tiene estampado el astro rey ni la faz de un animal fabuloso, sino la cara sepia, alargada y caballuna de la vieja ama. La vieja ama surge del azulejo emperifollada con aquel vestido color café; de su mano cuelga una regadera de zinc. Viene hacia mi y me dice:”Te llevará esa perra que mora en el fondo del aljibe. Pregunta en Morana si crees que es un cuento. Los ha habido que han sufrido lo indecible: la muerte por buscar placer entre sus muslos con esa piltrafa testaruda que os cuelga”, sonríe y su expresión pierde dureza. “Esta basura era de uno de ellos”, vuelca la regadera y cae al suelo el sexo de un hombre. Evito la masa sanguinolenta y descubro a Pepín sentado en un tiesto. Siento hacia él un sordo rencor. En el sueño, sé que Pepín está muerto aunque él parece empeñado en demostrarme lo contrario con sus piruetas y sus chiflidos. Tiene los bolsillos de su pantalón rebosantes de gorriones acribillados. Pepín se saca la churra y me dice describiendo eses con el chorro de su orina: “Vamos a darle gusto a la Cantamora, Rafa”, sus palabras me hacen daño, “no seas maricón y ven conmigo que esto es un sueño”, Pepín se aleja del patio haciéndome señas para que lo siga. La ira intolerable que me provoca su invitación me devuelve a la oscuridad.

Desperté como si me hubiese tragado un puñado de yeso. Bebí a morro agua del grifo del lavabo y me acosté de nuevo. Aún quedaba noche por delante. Abrí los ojos a la oscuridad del cuarto. Toda aquella negrura parecía viva, como si poseyese consciencia, una sutil capacidad de acecho. Pulsé la perilla de la lámpara y barrí la habitación con la vista: nadie visible. Sólo las paredes beige y el mobiliario de olivo perseverantes en la penumbra. Pese a la quietud que me rodeaba, intuí que alguien había estado mirándome y que ese alguien me había acariciado en la cara, levemente.

“Te mira con sus grandes y tristes ojos”, decía la ama a la que con tanto afecto recuerdo mientras escribo estas líneas. Me viene a la memoria sentada en un sillón de mimbre, golpeándose con un paipai la pechera y fumando Bisonte. “El pelo de la Cantamora es como agua negra sobre sus hombros...”, gozaba trazando la secreta geometría del cuerpo inasible. Se complacía enumerando los horrores que la insana imaginación de la gente de Morana le atribuía a la Cantamora de un modo, debo decir, injusto. Hablaba de hombres muertos en la flor de la vida mucho antes de que el aljibe fuese segregado del castillo e incorporado a la casa del llano, cuando Morana era un promontorio de casas surgidas del fango; hablaba de muchachos que habían ascendido por el desnivel escarpado, sorteando chumberas, hasta el castillo y habían descendido por el aljibe en sogas de cáñamo. Hubo también en Morana quien se atrevió a retarla, como aquel teniente Ramírez cuya leyenda no he olvidado.

Yo escuchaba aquellos espantos y callaba mi ofensa por miedo a delatarme.

Mis pensamientos se organizaron bajo el agua de la ducha. ¿Estaba enfermo?, ¿por qué no pensaba en mis clases o en mi investigación sobre el Cedulario de la Nueva España, de Vasco de Puga? Había solicitado en la Facultad unos días para vender la casa del llano y no para perderme en un antiguo y raro embeleso.

Me vestí y tiré de la cinta de la persiana hasta el tope. Las nubes surcaban calmosamente el cielo. Bajo el nublado crecían las techumbres rojizas de Morana. A mitad de la calle, vislumbré el torreón patibulario que durante la Guerra habilitó como calabozo el teniente Ramírez. “Acabar con la malayerba de Morana era cuestión de ¡güevos! para él”, contaba la ama. “Una mala bestia... . Solía comulgar muy temprano, y después, con el alma como una patena iba al torreón; se ponía un guante de goma en la mano derecha; elegía a un grupo de descamisados y ¡bum!: balazo en la nuca. Su guante se manchaba de sangre y para más de uno, su alma quedaba aún más limpia que al recibir la Sagrada Forma. Todavía hay noches que sueño que lo estoy oyendo rezar el rosario... en este mismo patio, en compañía de tu abuela, de tu tía, de los curatos, de mi niña”, no debía hablarme de aquello, ni de la Cantamora, le advertían abuela y tía Ana.

Bajé hacia el recibidor del hostal y me llené los pulmones con aire saturado de alpechín. El bar Capitol estaba casi vacío; unos hombres de color tierra contaron sus monedas, las juntaron sobre la barra como si fuesen fichas de parchís, y se largaron dejando el vaho aguardientoso de sus alientos suspendido en la atmósfera. Esta mañana me atendió el mismo muchachón con el flequillo hasta el entrecejo que anoche me sirvió las raciones de anguila. No tardó en servirme café y tostada, y la bolsa con los bocadillos.

A la luz del día, la calle de los Molinos me pareció mezquina, desgastada. Bajo el choque silencioso de las nubes, notaba esa indefinible presencia, esa “mirada húmeda y triste” en mi piel, con un destello de reproche quizá (el olvido es una daga que hiere hondo, más hondo que el desamor). Con el peso de aquella mirada me acerqué al torreón de la fábrica de harina de los Riobó, una adinerada familia de Morana. Palpé el muro rancio; con la uña desprendí caliches de cal; me fijé en la veleta: un gallo (hoy descabezado y herrumbroso) que habría visto sesenta y tantos años atrás el teniente Ramírez: el hombre que se jactaba de ser el único con güevos para arrancar la malayerba anarquista de Morana. (Ojalá lo hubiese maldecido la Cantamora y esa maldición le hubiese deparado su macabro fin; pero insisto: ella no fue su perdición, ni la de Pepín Cárdenas ni la de tantos otros que nombraban en Morana).

Hacia el centro del pueblo oí el rumor del río. Bajo el ojo del puente discurría una vena generosa de agua parda. Cárdenas conocía muy bien el río. Los vados; la hondura de los chilancos por el ruido que producían las piedras al hundirse en el agua: pluc, pluc, ploc... Nadaba como su perro Zaín: batía con los brazos y las manos debajo del agua y estiraba su cuello de galápago hacia arriba. Pepín se llevó a su tumba los secretos de ese río, como también lo ocurrido aquella tarde “fatídica” que oyó la voz de la Cantamora en el aljibe. “Habla como una niña; tiene voz de niña, Rafa.”

Ya entrada la mañana me vi en una calle de casas modestas. Me sentía a merced de una acompañante invisible. Tomé un camino de tierra. Tenía tiempo de dar un paseo y luego ir por última vez a la casa del llano. Ardanuy me había citado “a las nueve de la noche en el número doce de la calle de la Tercia”.

Anduve a campo abierto, escuchando el bisbiseo de mis zapatos contra la yerba fresca. Atravesé un paraje donde antes hubo cientos, miles de álamos blancos. Hallé acomodo en el tocón de un eucalipto. (La fronda del soto queda a treinta o cuarenta metros de ese tocón medio podrido). La intensa y prolongada contemplación de los tarajes me hicieron evocar imágenes del pasado manchadas de sol: me veo entre aquellos tarajes, en camiseta, bañador y sandalias de goma. El podenco despeluznado de Pepín husmea los matojos resecos. El soto es un horno. El vibrar de las chicharras acentúa el calor. El perro escarba en una madriguera de conejos. Pepín está un poco más adelante; aguanta el resuello; apunta lentamente el cañón de la carabina hacia un taraje: ¡Pluc! El perro deja de escarbar y ladra al oír el disparo, el despavorido aleteo de la tórtola que se va borrando en el cielo calinoso de agosto. “¡Puto sol!”, Pepín tenía el sol contra su cara por eso el jodido plomo ha ido a incrustrarse en un rama seca:”Casi la toco de tan cerca como estaba... ¡cabrona!”

El sol quema en los hombros. Nos hundimos en una sombra. Zaín descansa sobre las patas traseras, la pelambre plagada de abrojos y de púas, la lengua descolgada. Una mosca de río me clava un finísimo alfiler de veneno en el tobillo. La exacta silueta del perro se desdibuja al escuchar el palmetazo que me propino en el tobillo. Mi amigo se recuesta perezosamente sobre el lecho de arenisca y me habla de la ama, del campaneo de las tetonas de la ama cuando está planchando ropa o cuando frota con el trapo la encimera de la cocina. Veo el ronchón del tamaño de una peseta que me ha crecido justo encima del hueso del tobillo; veo calor y somnolencia en la mirada de Pepín. Me habla dando hipos de una prima suya llamada Loreto; de Loreto en bragas y sostén mientras la costurera va a por un vestido; de Loreto dentro de la bañera, aterida, con el pelo recogido en un moño en lo alto de la cabeza; de Loreto que se yergue y se hurga temblorosamente entre los vellos dorados del pubis con unos dedos agobiados de sortijas. “Tiene los pezones colorados... dos moras tiernas pegadas a su pecho”, a juzgar por la atención concentrada del perro, parece que éste comprende por qué Pepín desplaza su mano a lo largo del sexo reventón. Oigo las palabras de Pepín, sus hipidos lascivos. Pero yo no pienso en Loreto mientras me masturbo, sino en un rostro que no alcanzo a modelar completo, en un pelo negrísimo, en unos muslos dóciles que apenas quedan fijados en mi mente se esfuman y vuelvo a buscarlos, con más urgencia.

Abandonamos la sombra distanciados por una reticencia pudorosa. Miramos a sitios divergentes. El aliento de Zaín humedece nuestras pantorrillas. Nuestras miradas se han interceptado, pero al instante se desperdigan en el suelo cubierto de maleza. Se escucha el canto de los abejarucos. Los tarajes nos rasguñan en las nalgas, en los brazos renegridos que separan ramas inextricables. Huele a tortuga. Zaín sale disparado y se pierde en el cañizal. “El río es aquí más ancho que en todo el cauce que atraviesa el término de Morana, ¿tú lo sabías?”, ya no fluye esa renuencia vergonzosa entre nosotros, y Pepín me mira y carga una sonrisa bravucona a un lado de la boca. Apoya la carabina en un poste de luz. “¡Baño va!”, vocea antes de que echemos a correr y nos zambullamos con el perro en el agua salpicada de volubles espejos.

Las nubes venían del oeste y se iban adensando sobre Morana. Por una vereda de cabras abierta en la espesura traspuse hasta un paraje donde el río parece mudo. Me senté al filo de un recodo ataluzado, mis pies suspendidos sobre la silenciosa corriente de agua. Le quité la envoltura de papel alumnio al bocadillo y tiré de la pestaña de la lata de cerveza. Mal sitio para almorzar; la ventolera me empujaba de costado. A unos docientos metros más o menos vi la noria (la noria de Cunani le llaman en Morana). Desde lejos parecía en buen estado. Contemplé con un escarabajeo en el estómago el agua anónima. Allí dicen que el río se tragó a Pepín, de un sopetón...

Seguí un trecho pegado a la margen del río. El aire levantaba embudos de polvo que se desbarataban contra los árboles de las huertas. Salí al mismo camino que había tomado hacía horas. Me vi en los arrabales de Morana, con los zapatos embarrados. Me sentía impelido por unos ojos que no eran los que me escrutaban desde las puertas, a través de los cristales, al cruzarse conmigo por la cuesta a cuyo término se abre la explanada elíptica de la Plaza de la Caridad. En esta plaza, donde ahora se ubica el ambulatorio, estaba el mercado de abastos. En el pasado, un día que recuerdo muy bien, la vieja ama me condujo bajo el arco de la puerta principal de aquel mercado y me dijo que desde donde ella estaba pisando, justamente, presenció lo que le hicieron al teniente Ramírez.

Crucé la Plaza de la Caridad y me introduje en un laberinto de calles empedradas. Tuvieron que orientarme unos paisanos para que llegase hasta el Llano de San Rafael.

La casa del llano se destacaba sobre el humor grisáceo del cielo. Al lado de la casa se erige la torre del homenaje del castillo mozárabe: un terrón color canela ensimismado en una soledad de siglos. Aunque he visto la casa del llano en muchas ocasiones (la última hace unos seis años, cuando el funeral de tía Ana), esta tarde he contado sus cinco balcones y sus ventanas con una ternura inmediata.

Abrí la puerta y me detuve un instante en el húmedo zaguán. En los días de bochorno, Pepín y yo pegábamos las mejillas a los paños de azulejos para sentir frescura. Año 1844; la fecha escrita en hierro resaltó en el frontal de la cancela. Mis pasos sonaban como de otro tiempo en el inmenso vestíbulo. Incliné el interruptor general de la luz y me fui hacia el comedor. La luz de la bombilla que pendía tristemente del techo apenas llenó el vacío de la habitación. Faltaban las pesadas cortinas rojas, las cornucopias, los muebles Luis XV donados por tía Ana a la Esclavas de María. Recordé la evocación que la vieja ama había hecho de una cena; de una cena remotísima que esta tarde he podido recomponer en mi mente como si la hubiese vivido: mis parientes maternos se encuentran alrededor de la mesa; sus facciones afiladas y desdeñosas (que yo mismo poseo) indisimulables bajo la iridiscencia de la araña; abuela espera al final de la oración para agitar la campanilla de plata. Madre es aún muy niña para asistir a esa cena; pero su ama sí ayuda a servir la mesa.

Entre mi tío abuelo Álvaro y el párroco de San Rafael, está de uniforme el teniente Ramírez. Es un hombre de mediana estatura, con una nariz alargada de punta respingona; sus gruesas cejas y sus ojos, negros y rutilantes como la funda de su arma. Sobre la caprichosa conversación y el tintineo de los cubiertos contra la loza, afloran los gestos y las palabras del teniente. Las cabezas se giran hacia él porque está comentando la avanzadilla que están llevando a cabo a pecho descubierto unas partidas anarquistas, a un kilómetro de Morana. Pero en este momento a ninguno de los presentes le preocupan los descamisados (¡Duro, Ramírez!). Se respira un optimismo que el transcurso de la cena exacerba y transforma en euforia. El párroco atrapa el hilo de la conversación y diserta sobre el otro combate, aún más arduo que el de las armas, ya que el Enemigo cuenta con un arsenal de ardides sutilísimos. La ama oye el nombre de la Cantamora en los labios raídos del párroco y observa como dos lucecitas en las pupilas del teniente. Los comensales bromean con la supertición de la Cantamora. La ama capta cómo el semblante del teniente adquiere el color de la bilis. El cura (don Ramón, se llamaba aquel párroco) también se contagia de la cachaza jocosa de abuela; aunque puntualiza que se compromete a pasar una noche entera dentro del aljibe, para dar ejemplo y desterrar de las mentes de Morana la infamante creencia en la Cantamora. Ama no sabe qué ha ocurrido ni qué palabras se han dicho entre el ir y venir del comedor a la cocina ni por qué está el teniente de pie, secándose los labios con la servilleta bordada. Aprecia algo insano en el semblante del teniente, en la película de sudor que le plastifica el rostro; en sus palabras, en ese magma violento que se revuelve debajo de sus palabras y que no acaba de erupcionar en un alarde de saber estar. La ama me explicó que abuela intentó disuadir al teniente de su empeño, pero que al final accedió a que se alojase esa noche en el cuarto del aljibe.

Y, en efecto, aquella noche (de la que tantos años distaba mi nacimiento), ama le llevó al huésped al cuarto del aljibe un sillón de orejeras, una jarra de agua, bicarbonato, un escabel y un cobertor. Por la mañana, antes de la misa de siete, el teniente pidió en la cocina unas yemas crudas de huevo batidas en un vaso de leche. Lo bebió de un trago y se fue de la casa del llano, despidiendo un olor nauseabundo. Al cabo de las horas, ama lo vio en el mercado de abastos: unos hombres lo empujaron con las culatas de sus fusiles hasta derribarlo encima de unas cajas de pescado. Esos mismos hombres lo trabaron y uno de ellos lo “desgüevó” de un tajo.

Apagué la luz del comedor y deambulé hecho un carámbano por el vestíbulo. La Cantamora estaba allí, recorriendo conmigo la muda desolación de unas paredes que ya nadie mira. Conmigo entró en el despacho y puede que hasta haya imitado mi absurdo gesto de traspasar con una mano la oquedad de los estantes empotrados, antes cubiertos de compendios de veterinaria y elayotécnia. A mi lado se adentró en una habitación de planta irregular y techo alto, que recuerdo atestada de muebles antipáticos, de bustos, de baúles, de enseñas y banderas de Falange enhiestas en un podio de madera. En aquella habitación (llamada impropiamente "gabinete" por madre y tía Ana) ocupó, parte del testero, el espantoso cuadro de ánimas que tía Ana me explicaba con malsana delectación.

El corazón me dolía de frío. Atravesé, atravesamos, el primer patio. Las plantas de las macetas estaban vivas. Me percaté de que ni siquiera un velo de polvo cubría el vestíbulo, ni los cachivaches diseminados por el suelo.

“La Cantamora oye cómo respiras...”, decía la ama y yo fingía un temor cerval. ¿Quién hubiese tolerado mi secreta pasión?, ¿quién la toleraría hoy, en mi circunstancias, con la estimable reputación que me aplasta con todo su hierro?; el silencio sigue siendo el único escudo.

Desde la chimenea del cuarto de estar, al otro lado del pasillo, miré las escaleras de mármol que conducen a la segunda planta. “Ella sabe dónde duermes.” En mi mente, se sucedieron aquellas noches cálidas, lentísimas, preñadas de olor a rosas; la ociosa cháchara de mis familiares y las visitas que poco a poco la noche deshilvanaba y convertía en un runrun cansado y borroso. Aquellas abúlicas despedidas; el chirrido de las persianas al ser abatidas, la estridencia de sillas y mecedoras que al final de la velada eran devueltas a sus lugares diurnos; los ruidos al desvestirse en los dormitorios, el íntimo roce de las ropas. Los rezos, los sempiternos rezos de la casa del llano. Pero los rezos acababan apagándose en algún momento incierto, igual que los hondos y resignados supiros. Era entonces cuando desde mi cama de madera podía oír el chorro de la fuente, cuando sentía un pálpito o una voz que pronunciaba mi nombre y me decía: no temas. El frío me sacudía muy adentro en ese instante. El corazón dejaba de ser un músculo y adquiría la contundencia de un puño de bronce que golpease a las puertas de mí mismo. Tendido, a flote sobre el blanco oleaje de las sábanas, cerrados los ojos, la veía emerger del aljibe y caminar pálida y vagarosa por el patio. Veía sus pies descalzos; huellas de agua sobre las losas rojas. Inconsciencia, sed abrasadora al sentir su piel sellada a la mía.

“Déjate ver”, le suplicaba al desprenderme de su cuerpo. Transcurría una pausa, un retazo de noche sitiada por millares de grillos, y después yo escuchaba su invariable respuesta: “Piénsame, sólo piénsame”. Aparté mi vista de las escaleras y accedí por el corredor al segundo patio. Creía que la conducción del agua había sido cerrada. Sin embargo, de la boca verdinosa de la carpa de piedra caía un arco de agua. Los arriates, la yedra que tupe el muro de las caballerizas transpiraban plenitud, un fragor de savia virgen. Me encontraba en el brumoso escenario de mi sueño.

El viento venía cargado de antiguos e insondables clamores. El cuarto del aljibe, de trazos vagamente mozárabes, se recortaba sobre una sucia claridad de alumbrado. Podía contarme los latidos. No tenía frío, ni miedo ni en mi mente revoloteó un mal presagio o una duda sobre lo que iba a hacer. Era el encuentro, el incurable deseo redescubierto en Morana los que me producían aquel sabor a sangre cruda en la boca. No pensaba en nada; únicamente oía mi pulso, oía el agua de la carpa como si estuviese cayendo dentro de mí. Me detuve a unos metros de la puerta. Nunca había estado tan cerca de esa puerta. La cerradura cedió con facilidad. Las hojas de madera maciza quedaron libres, bailando sobre sus goznes, a merced de un leve impulso que no sé si en realidad han dado mis manos. A partir de ése instante, salvo el tacto rugoso y amable de la madera, mis recuerdos inmediatos son como una plácida y etérea ensoñación.

Sé que al volver sobre mis pasos era noche cerrada y había empezado a llover. Navegué entre las sombras de la casa iluminado por la misma dicha que me alumbra ahora. Al salir de la casa eché a andar por el Llano de San Rafael. Caminé pegado a las fachadas, bajo los balcones, con suma ligereza, como si mis piernas hubiesen perdido gravidez. Tenía una cita pendiente que había olvidado por completo, como había olvidado llevar conmigo los documentos de la casa del llano. Eran casi las diez y media cuando llegué a la calle de la Tercia. La gestoría continuaba abierta a esas horas. A través de las oblicuas hilachas de agua y del ventanal distinguí a un hombre canoso, achaparrado, curtido, cuyo traje gris marengo, la corbata y la camisa blanca acentuaban si cabe la tosquedad de su aspecto, la catadura de nuevo rico. Aunque me costaba asociar a aquel hombre con la voz que había escuchado por teléfono, supuse que se trataba de Ardanuy. Estaba sentado, con un sombrero de fieltro calado en una de sus rodillas, mirando a alguien que yo no veía.

Ardanuy entretenía una mano en tamborilear al ritmo de su impaciencia sobre un ángulo de la mesa, y la otra en hacer un gesto giratorio mientras charlaba con la persona velada por un estore. Pensé en sus pisos y en el hipermercado desmoronándose en el anchuroso solar de su mente y reanudé mi marcha con un ramalazo de mala conciencia. Es posible que Ardanuy me aguardase un poco más; o que aquel campesino endomingado fuese otro paisano y que Ardanuy se hubiese ido antes de que yo llegase. En cualquier caso, debí personarme en la gestoría y decirle que había decidido reconsiderar la venta de la casa del llano. Supongo que de haber actuado así, yo no hubiese quedado como un patán. Al menos, como contrapartida a mi falta de seriedad, no he tenido que exponer el motivo que me ha llevado _de ayer para esta noche_ a deshacer la venta, y que doy por sentado, Ardanuy hubiese calificado no como un motivo sino como una chifladura.

De vuelta al hostal, bajo el turbión de agua y de viento, las calles me parecieron ficticias. Las palabras de la vieja ama me zumbaban en los oídos como una frenética nube de abejas: “Olvida a la Cantamora o tú serás el próximo”. Inmensa suerte ha sido volver a hallarla. Creo que hubiese amado a la Cantamora aunque ella hubiese sembrado de muerte el pueblo de Morana, aunque fuese cosa probada su intervención en el ahogamiento de Pepín Cárdenas.

Entré en el hostal chorreando y crucé el hall ante la ciega indiferencia del recepcionista temblón. Hace horas que me liberé de la ropa empapada y me vine a esta mesa con el presentimiento de ser alguien distinto al de ayer tarde. Nunca he sentido tanto bienestar, ni tanta confusión. Ignoro por qué he emborronado media agenda con una confesión que tal vez hubiese debido preservar en la oscuridad de mi mente. Pero lo escrito en estas hojas fechadas ha brotado casi sin mi concurso. Tal vez, repito, ella se ha valido de mí para reescribir un capítulo de su difamada existencia.

Noto cómo me disuelvo en una progresiva incertidumbre. No sé cuándo partiré de Morana. No sé si madre y Elisa deben saber qué me ha ocurrido y, si deben saberlo, en qué momento y con qué palabras he de contárselo. Seguramente, mañana preguntarán por mí en el departamento, pero yo no estaré allí, ni cuento con una justificación razonable. Confieso, sin embargo, que tales dudas no ensombrecen mi ánimo. Sé que ella vendrá de un momento a otro y eso es lo único que soy capaz de pensar y de sentir.

Algo ha debido cambiar en tan corto margen de tiempo. La vida que he llevado fuera de Morana, ahora, se me antoja lejanísima e inverosímil. Dudo, incluso, de que yo sea ese profesor de Historia de América que se inspira y se aflige al contemplar las aguas del Atlántico. Puede que todo eso sea un sueño o una invención. Que madre, Elisa y mis alumnos también sean figuraciones. O puede que la advertencia de la vieja ama se haya cumplido; en cuyo caso, la mano que pone punto y final a esta crónica es la de un muerto.

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Al otro lado de la niebla

A

 

ún era capaz de recordar momentos, o más bien de ver imágenes temblorosas de tantos días vividos. Veía números, negras columnas de números. Y fuego. Se miró las manos lívidas, las magras espinillas que asomaron al tirarse de las perneras de los calzones. Todo era tan confuso... Ignoraba cómo podía hallarse físicamente en la ciudad, después de tanto tiempo vagando en la misma niebla que ahora se arrastraba bajo las yucas empapadas. Aún no era consciente de quién había sido en aquella ciudad, ni de qué asunto de su pasado había venido a resolver.

A pesar de la noche cerrada y de la lluvia, iba por los umbríos senderos del parque despacio, perplejo, ajustándose los guantes que encontró junto a una pesada llave en el bolsillo del abrigo. Los números que invadían su reciente memoria eran pulcros, alargados, trazados en tinta negra. Formaban espesas columnas en un libro de contabilidad cuyas hojas pasaba alguien angustiado. Un hombre indiscernible tras una mancha blancuzca, que se ahogaba o que jadeaba de pavor, como si entre las hojas acabase de descubrir una tragedia irremediable.

Cruzó arriates embarrados, la avenida de los álamos blancos. ¿Qué significaban las cifras, las llamaradas, las enormes perolas repletas de capullos de seda que creía estar viendo?

A la salida del parque siguió la dirección del viento. Andaba sin desviar la cabeza hacia las hileras de coches que circulaban a su derecha, envarado, pisando una línea imaginaria tan inflexible como había sido su vida. Junto a las cuentas y a las carpetas de hilo de bramante, invadieron su emergente consciencia las imágenes de una máquina de escribir con teclas redondas embutidas en aros de plata y la de una mujerona estrábica. Andaba e iba tejiendo la historia de sus antiguos horrores. Recordó la aversión que había sentido por lo incierto, por lo defectuoso. Había temido el contagio venéreo tanto o más que la comisión de errores, que el incurable espanto de saber que el aire, el agua y los alimentos estaban infectos de microbios, de bacterias, de monstruos infinitesimales cuyo número nadie podría asegurar.

Caminaba dejándose conducir por sus pasos. Los transeúntes se echaban a un lado al verlo venir por la acera y una vez que hubiese pasado, lo miraban largamente bajo sus paraguas, como cerciorándose de que acababan de ver a un hombre anacrónico, inverosímil, imperturbable bajo el aguacero.

       Transitó por las antiguas atarazanas, a lo largo del paseo de los plátanos de sombra. Su abstracta figura fue cortando la amarillenta desolación del puerto. No había ningún barco atracado en el muelle, ni espigones extendidos hasta la mediana del río como hubo en el pasado; sólo algunas chalupas cabeceaban en la plancha de agua. Deambuló entre las grúas, quedamente, rememorando la disposición de los tinglados, el lugar donde los carros de la Amstrong Cook y Cía depositaban las planchas de corcho y las cajas de tapones, el antiguo trazado de los railes del ferrocarril. Se vio a sí mismo muchos años atrás, cuando los barcos llegaban hasta el corazón de la ciudad. Se vio de espaldas, al lado de unas vagonetas cargadas de pirita, mirando el casco verdoso de un vapor proveniente de Manchester. Fue una mañana aplastante, sin cielo. Las mulas de tiro relucían de sudor. Los estibadores, desnudos de cintura para arriba, parecían bestias aceitosas descargando del barco las balas de lana negra y la máquina de hilatura. Se recordó cubriéndose la boca y la nariz con un pañuelo blanco para no aspirar la peste cruda del río, deshaciéndose en el bochorno mientras examinaba las referencias del flete: el peso y el grosor del vellón, los accesorios de la maquinaria, los precios convenidos en libras esterlinas. No debía dejar ningún cabo suelto. Hasta que no cuadraron punto por punto cada una de las especificaciones, no firmó el recibí y ordenó el acarreo de la mercancía a la Fábrica de Sedas.

Siguió cauce arriba, escalando la pendiente de la lluvia. Amarró una mirada incolora en los bolardos que jalonaban el muro de atraque. Comprendió que muchos años antes había sido el contable mayor de la Fábrica de Sedas, y que sus pasos lo impelían hacia ella.

Más allá de los puentes, en la otra orilla, en lugar de los bloques empotrados en el caserío, creyó ver la casa de Flora Oquendo. El acuoso dormitorio: las úlceras del tedio en las paredes azulencas, el fúnebre ropero, la bilis amarilla que se descolgaba de la lámpara sobre la mesita de noche y resbalaba hacia el suelo de madera, los semblantes compuestos y apretados de dos viejos encerrados en el óvalo de una fotografía. Flora aprendió a humillarse en aquel cuarto, en la alta cama de madera, a yacer vestida, sólo desnudo el frondoso triángulo del pubis. Porque, como él le explicaba, había que hacer lo preciso únicamente, y evitar el roce de una piel con otra, las caricias, los besos; sobre todo los besos, ese insano trasiego de salivas.

Deambuló por calles uniformes, iluminadas por esferas como globos de hielo. En otro tiempo había pensado que la ciudad terminaría pareciéndose a una monumental maqueta. Sus calles serían líneas y curvas exactas, como las de los planos, como las líneas pautadas de un libro contable.

La lluvia cesó cuando pisó las aceras del casco antiguo. Al hilo de su memoria revivida, cruzó una plazuela y se detuvo en una calle adoquinada. Por allí cerca, quizá donde ahora parpadeaba la cruz verde menta de una farmacia, estuvo ubicada la academia en la que se propuso la construcción de un mundo matemático, exento de errores. Recordaba muy bien esa academia: tenía presentes sus ventanas rematadas en arco, sus escaleras de peldaños gastados, su baranda escasa de barniz, suavísima del roce insistente de las manos. Se acordaba especialmente de la puerta alargada, grave, con el número 2 de cobre, y un redondel también de cobre por el que asomaba un ojo enloquecido poco después de oírse el chicharreo del timbre. Veía a aquel hombre espigado, canoso, ufano de haber sido contador en la Compañía Nacional de Tranvías. Lo veía avanzar por un pasillo de baldosas sueltas, dejando en el aire un vaho a eucalipto. Oía la voz de su maestro desbaratada por la tos perruna, elevándose con grandilocuencia sobre las cabezas remolonas de los alumnos. "Ningún hombre ha inventado los números", afirmaba. "Ni siquiera Fra Lucas Paciolo, ese monje que figura en los libros, inventó la contabilidad por Partida Doble allá por el 1495, porque la relación entre las cantidades..._les decía con dos puntas de pasión en las pupilas_ entre el Debe y el Haber del libro Diario sin ir más lejos, es inmanente a la propia vida".

Nunca creyó que llegaría a violar, debido a su imperdonable negligencia, las reglas de la contabilidad por Partida Doble que le había inculcado su maestro en la academia. Precisamente, había sacrificado su vida a cultivar hasta la excelencia ese sistema contable. Por esa razón había vivido solo, relegado en la habitación de una fonda. Su entrega a los libros contables había sido la causa de que renunciara a casarse con Flora Oquendo. Contadas veces se le había visto en las bullas de la ciudad, en los espectáculos. Se había defendido de la frivolidad del amor, del pulso arrítmico que animaba la ciudad, de todo cuanto hubiese podido mermar la teneduría de sus libros. En muchas ocasiones: durante un insomnio, antes de un arqueo, tumbado junto al cuerpo sediento de ternura de Flora, la consideración teórica de cometer un fallo, un solo fallo en sus asientos contables, lo había diluido en una inseguridad cósmica, en un estado de pequeñez aterradora.

Iba paso sobre paso, indiferente a las miradas de asombro de los escasos noctámbulos, a los perros ululantes tras los postigos. Andaba por la primitiva zona industrial. Los nombres en cerámica vidriada y los paramentos de algunas de las antiguas fábricas persistían como las ruinas dejadas tras un bombardeo tenaz. Muchas de aquellas fábricas lo habían querido como tenedor; pero él había amado la firmeza. Por eso permaneció siempre en el edificio que ahora miraba delante suya, con una expresión vertiginosa, como dejándose atrapar por sus muros de ladrillo y el nombre de "Fábrica de Sedas" compuesto en azulejos sobre el dintel de la puerta.

La mano lívida empujó la verja atascada de olvido. El doble giro de la llave en la cerradura produjo un crujido de huesos secos. El pasado estaba allí, prendido a los muros que sus manos palpaban con penosa lentitud, acumulado en las nubes cenicientas que sus pasos iban levantando a través de las habitaciones desmanteladas, de las naves sederas adosadas a la pared del patio. El suelo disparejo aún conservaba las huellas donde estuvieron ancladas las perolas con agua caliente, las devanadoras de los capullos de seda, el ingenio de aspas rotantes que formaba las madejas de seda. ¿Cuándo habría cesado la actividad de la fábrica? Recorrió la nave vacía de la sección de algodón; el lugar que había sido destinado a los tejidos de lana y a los paños de yute. Podía escuchar el eco de aquellas máquinas ausentes, los gritos pelados del capataz en el mostrador de los estríos. Durante muchos años, su labor había consistido en reducir la complicada marasma de la fábrica a su esencia, a los conceptos y cantidades que apuntaba con veneración en las hojas foliadas. La apacible certidumbre, la verdad abstracta, separada de los mezquinos negocios que la causaban, habitaba entre los bordes de sus libros contables, más allá de esos límites se propagaba el caos.

El tiempo había hundido la techumbre del almacén. Caminó sobre la escombrera hasta que se detuvo en el sitio donde, hacía demasiados años, depositaron la lana negra y la máquina de hilatura cuando llegaron del puerto. Al día siguiente del acarreo, la yesca encendida de un peón borracho prendió las balas. El fuego quemó la lana y convirtió la máquina en una chatarra negruzca e inútil.

Los recuerdos emergían limpiamente. Había venido a borrar una milésima de su pasado. Por la escalera de caracol subió a la segunda planta. Aunque erraba por una superficie arrasada y absurda, su mirada levantó a lo largo de la planta una mampara de madera y abrió un hueco por donde se internó en un despacho inexistente. La memoria hizo surgir del polvo la percha de árbol, los anaqueles de cristal esmerilado donde se atesoraban los libros. Sus ojos colgaron de las paredes las menciones, los diplomas que le otorgaron en la Escuela de Comercio. En la semioscuridad, a contraluz con la primera ventana, se fue perfilando el duro contorno de Flora Oquendo. Las manos hombrunas de la mecanógrafa se aplicaron sobre el teclado de la máquina Underwood cuyo picoteo hambriento empezó a sonar en el quimérico despacho. Antes de reabsorberse en la penumbra, el espectro de Flora alzó dulcemente la cabeza inclinada sobre la máquina de escribir y le clavó una mirada de hembra resentida. Mas él no había regresado a saldar una deuda con aquella mujer. Había venido a restituir una verdad, acaso una verdad tan minúscula y banal, que para la mayoría de los mortales, no justificaría el regreso. Quizá la relación que habían mantenido fue más onerosa para él que para Flora Oquendo. Flora había muerto ajena a lo que ocurría después de aquellos encuentros carnales: el terror que él sentía, las friegas con permanganato que se daba en la fonda, la peregrinación por las consultas de los médicos para desechar la contracción de algún improbable mal venéreo.

Progresó por la estancia pisando los rectángulos de luz cobriza que enviaba el alumbrado a través de las ventanas. Miró las baldosas cuarteadas, el rincón oscuro donde empezó a erigirse aquel filtro de loza con hombres cazando patos estampados en el depósito. Cerca del filtro, en la pared del fondo, comenzó a crecer la mesa de nogal donde él construía año tras año aquel universo contable cuya perfección le había resultado inalcanzable en vida. Sobre el tablero oblongo de la mesa, su mirada dispuso el Código de Comercio, los lapiceros, los manguitos de muselina, la gaveta de pagarés y los libros en el mismo sitio que ocuparon el día de su muerte. Recordaba aquel día como si su memoria hubiese franqueado la propia muerte, como si aún estuviese entre los vivos.

Aquella jornada funesta, abrió la fábrica muy temprano. El corrillo de operarias envueltas en sus mantones aguardaba para entrar. Caras aguadas, saludos renuentes, alientos enfermos. Apartó con un gesto de la mano la copa de aguardiente que le ofreció Liborio, el capataz; le urgía admirar a solas la redondez de sus cálculos. Al llegar al despacho encendió la lámpara y bebió un vaso de agua pura. Se sentó en el sillón, ante el libro de balances. Vestía entonces la misma indumentaria con la que haría poco más de tres horas se concretó en la bruma del parque (grueso abrigo de paño, hongo marrón y guantes de lana). Abrió el libro y comenzó a repasarlo desde el primer folio. Un sentimiento de plenitud le embargó aquel día mientras su índice experto paseaba por las columnas de números. Otro libro inmaculado, se dijo entonces. Pero el ominoso descuadre lo esperaba venenosamente en la página 42. Al instante, las manos volaron sobre los libros auxiliares, sobre las hojas del Diario. Recordó que abrió las ventanas pero aun así le faltó aire. Se ahogaba. Algo debió romperse dentro de su cerebro... Ahora podía ver el pasado, contemplar el instante de su muerte, sucedida al descubrir que había omitido cargar como pérdidas las balas de lana negra y la máquina de hilatura que ardieron en el fuego, meses antes de aquel día de cierre. Ése era el fallo que había venido a destruir, la única mácula que enturbiaba una labor de tantos años. Sin embargo, ya era tarde para colmar su afán de perfección, siempre lo sería.

El despacho se fue desvaneciendo a su espalda, mientras se dirigía hacia las escaleras. Antes de transformarse en bruma, anduvo un rato por el laberinto de corredores desnudos. El cadáver de una fábrica resultaba aún más patético que el cadáver de un hombre.

Cerró la puerta de la Fábrica de Sedas y luego dejó caer la llave en la broza nacida entre la verja y el muro. Avanzó por la calle, a través de la niebla, entendiendo al fin que los errores nunca se extinguen del todo; incluso, aunque su corrección fuese posible, perduraría hasta el final de los tiempos la insoportable consciencia de haberlos cometido.

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