Ramiro Fonte

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Rito menor

La rosa

Orfeo en el metro

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RITO MENOR

 

Incendiar los orígenes como se queman labios

y rechazar la máscara que el día nos prepara,

he ahí la forma secreta de pasar por otoño

sin perder la ebriedad de los culpados jardines.

 

Que nunca aquellos ojos a los que dimos

el reposo de las aves solitarias,

la lejanía clara de los ponientes

se claven en los espejos de la tarde.

 

Como fuegos perdidos

que buscasen al hombre,

su cuerpo sin lluvias atravesando abril

viven en los libros rotos de las fronteras.

 

Quién destejió banderas en el hastío

de las playas siendo agosto

y contempló el mar sin escuchar el canto

del marino apresado por las lunas del sur,

maldito sea!,

y en la hora futura de las amapolas,

en el alto mástil de las noches en nuestros corazones,

sea maldito,

y toda esa estación a la que pueda darse,

y todos sus puertos.

 

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LA ROSA

 

Esa flor que posabas

en el vértice agudo de tus días

que eran también los míos -si me lo concedes-

y era un peligro audaz, un tanto dulce,

dejarla allí, invocarla

a través de la canción de los solitarios

o de las grandes derrotas; esa flor

 

por ti acostada

en la trémula frontera que tu pecho

hace con lo terrible, con lo que queda lejos,

con lo que cae allende nuestros sueños,

se mustió durante cien albas bien frías;

de su ceniza brotó la única rosa.

 

Y era aquel tiempo triste, ciertamente.

Llovía mucho en torpes calendarios,

en los días jueves, en los abrigos lentos;

en las pálidas semanas de un amor,

y nosotros, los fugitivos

de todos los deseos,

manchábamos los colores de los retratos

con gestos esquivos, con miradas

codiciosas de la insegura partida,

y era aquel tiempo grande porque teníamos rosas.

 

A veces nos sorprendemos

persiguiendo los recuerdos como tal vez procura

un marinero ciego con sus ojos

el engaño de una luz que viene del mar,

y volvemos allí para caer de nuevo,

para dejar partir esos expresos

que desgarran el amanecer porque desean

otras ciudades puras, algún lugar sin nombre;

para darle a esa noche que no nos lo merece

la moneda de oro restregada

por la rara amistad que provocan los versos.

 

No debemos dejar que el viento de la impiedad

derroque una atalaya de inocencia

o que no queme el vuelo un ángel negro

derramado en las almas.

 

Porque estamos seguros

de que para ahogar de nuevo la mocedad

precisamos manos limpias y agua clara,

y saber que arrasamos un jardín

y alguna primavera, que perdimos

quizás alguna vida

para volver a la vida y encontrarnos,

pero no los recuerdos ni la rosa.

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ORFEO EN EL METRO

 

La que ves ahí, en la plataforma

de una estación de la línea verde

(abrigo azul, corta melena rubia),

que encuentras por azar en la infinita red;

esa que ves ahí (está de espaldas)

y, en cuanto suba al tren, sabes que la pierdes,

esa mujer que ves, se llama Eurídice,

prisionera de sombras, ella vive.

 

Si tú quieres robar la hermosura

de esta mujer, lograr una mirada

(todas las miradas son intrusas;

en ellas apuestas siempre a todo o nada)

recordarás la música de las musas,

seguirás por túneles a la extraña,

y así, en este momento, como Orfeo,

descenderás al Tártaro sin miedo.

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