RAMÓN DE NAVARRETE

El elegante

La coqueta

 

   ¡V

                                                                                                                       El elegante

edle ahí! ¡Ese es! El mismo que años atras, allá  en vida de nuestros abuelos, se llamaba señorito de ciento en boca, pirraca y paquete, el que más tarde, y cuando nuestros padres enamoraban, trocó estos nombres por los de petit-maitre y currutaco; el mismo, en fin, que aún nos acordamos de haber oído apellidar lechuguino, en época no muy lejana, por cierto.

      Hoy, esta nomenclatura de El Elegante ha progresado admirablemente; hoy, merced a lo que el idioma de Mariana, de León y de Herrera se ha enriquecido, el antiguo pirraca, el moderno lechuguino,puede escoger entre una porción de titulos, a cual ma s pintoresco y castizo, como dandy, fashionable, león, o por mejor decir, lion, si hemos, de hablar técnicamente; pero así como diz que el ha bito no hace al monje, tampoco el título importa un bledo para el tipo, que con el transcurso de los años ha cambiado de traje, mas ni un punto sólo en sus inclinaciones, costumbres, ideas, mission y carácter.

      Hay voces en nuestra lengua a las que no se les da, comúnmente, su acepción propia y natural: Elegante, según el diccionario de la Academia, quiere decir hermoso, galán, bien hecho; y soberanos chascos se llevara  el que, tomando esta explicación al pie de la letra, busque todas esas cualidades en los seres que bullen en nuestra sociedad y a los que se les aplica el adjetivo en cuestión.

      El fashionable, el león, puede ser alto o bajo, feo o bonito, espigado o rechoncho, tuerto o jorobado, moreno o rubio, sin que por eso deje de pertenecer a la especie indicada: lo que importa es que se dedique día y noche a justificar el dictado con que se honra y envanece; lo que importa es que no falte a ninguno de esos preceptos de la elegancia, que al revés de lasconstituciones, sin hallarse escritos, son fielmente cumplidos y observados. Así, el que reúne a las ventajas físicas las materiales, eso es miel sobre hojuelas, y podemos calificarle de rey de la tribu, o de presidente de república tan homogénea como compacta.

      Yo tengo para mí  que el elegante desciende por línea recta de aquel Narciso  famoso, que cuentan se pasaba las horas muertas contempla ndose en la límpida corriente de los ríos, por no haberse descubierto todavía en Venecia ese objeto tan útil y querido de las hermosas, como odiado de cierto linaje de gentes que suelen verse en él de la manera que los pintó Iglesias en uno de sus festivos epigramas. Y tornando un poco atra s, es decir, cogiendo el hilo desde antes de esta digresión, que sin saber cómo se me ha venido a la pluma, voy a apuntar algunas de las razones que se me ocurren para justificar esta, tal vez, maliciosa e infundada sospecha, de la afinidad de mi tipo con el que tuvo el mal gusto de enamorarse de sí mismo. Para esto, forzoso es que me siga el lector a la vivienda del elegante, a la calle, al Prado, a las sociedades, a todas partes.

       Lo primero que hace el hombre de buen tono (que también por esta castiza meta fora se le conoce), en cuanto amanece para él, que no ha de ser antes de las doce del día, es pedir un espejo.

      En él observa si sus bigotes se han desrizado, si el cabello esta  lacio y descompuesto, si algún pelo de su barba se atreve a sobresalir ma s que los otros. En seguida, y aunque en bata y pantuflas, se contempla delante de otra luna de cuerpo entero, que reproduzca el suyo en toda su esbeltez y donosura, si tal fortuna logra. En el gabinete, en la sala, hay espejos por doquier; en la chimenea, en el tocador, sobre las mesas, y hasta en los peines con que se alisa sus bucles sedosos y perfumados. Después de la prolija operación de vestirse, en que suele emplear no ma s que tres horas, sale erguido y rozagante, ansiando por reflejar su perfilada imagen: los cristales de las tiendas sirven maravillosamente para este fin, y el elegante se mira con delicia o con dolor al pasar, según que le satisfaga o no aquel rápido examen. Si entra en una guantería, en una peluquería, o en un café, nuestro hombre se extasía en la admiracn de sí mismo; si se para delante de una hermosa en algún baile, es para que le sirva de disculpa a las miradas que dirige al trémol inmediato, y que muchas veces le presta una osadía inexplicable. Por último, no es extraño ni sorprendente encontrar dandys que lleven un diminuto espejo pegado en la copa del sombrero por su parte interior, ni otros que se examinen en la sombra, si cosa mejor, no encuentran a mano.

      Justificado el extremo que me propuse, hora es ya de describir, lógica y ordenadamente, mi tipo en todas sus diferentes fases: tarea ímproba por cierto y nada propia de fuerzas tan débiles,  aunque tanto se presta el asunto, que pienso, si no salir, no quedar, al menos, de todo punto desairado.

      El elegante es el hermano legítimo de la coqueta: bastara  para probar este aserto con asentar que una de sus primeras cualidades, la que ma s le lisonjea y le solaza, es la de coquetón; mas cúmpleme poner en evidencia los dema s puntos de contacto que los dos tienen entre sí: ambos son esclavos de la moda, ambos la tributan el ma s rendido culto; uno y otro tienen iguales deberes, idéntica vida  y semejantes ocupaciones. Ella, como él, se consagran al placer en todas sus variadas formas; él, como ella, usan a las veces de los mismos medios, si bien no para lograr el mismo fin.

      El verdadero dandy no es empleado, militar, contratista, banque, ni abogado; no es más que dandy, pura y simplemente, y así debería constar en el padrón del alcalde del barrio, Con frecuencia es un misterio la historia de su lujo y de su boato; y, quiza , alguna dama vetusta, de esas que aún se acuerdan del peinado del gran Carlos lII, pudiera narra rnosla, si en voluntad le viniese. No es esto decir que no haya elegantes propietarios de títulos ; al contrario, si mucho abunda la especie que antes hemos indicado, no escasea tampoco la última, que es la legítima, la pur sang, como diría alguno de sus individuos en ese lenguaje convencional, ni francés ni castellano, y que es uno de los distintivos de mi tipo. Así, a cada palabra española, une otra que aprendió en sus viajes, o que leyó en algún libro, no siendo extraño que cometa algunas incorrecciones, tales como:

      _ Hoy hace un calor desolant.

      _ La Marquesa esta  bonita como una pepiniére.

      _El Conde de c... ha muerto de migraine.

      Hay una obra longuísima, y rebosando filosofía, en que se intenta probar (y yo no sé si prueba) que el hombre verdaderamente feliz es el que, desengañado del mundo y sus vanas pompas, toma el portante y se va a sembrar patatas o coles, en algún rincón lejano, donde tenga por sociedad las cabras y los ciervos, por música el canto alegre de los pa jaros, por lecho la frésquísima hierba, por techo la bóveda celeste. Na rranse y se encarecen

allí los goces y fruiciones del alma, y ha blase de la quietud del espíritu, de la tranquilidad de la conciencia, y de otras muchas cosas que llamamos ya antiguallas en nuestro siglo. Yo creo que esa casta raza de filósofos de la esrecie de San Jerónimo, va desapareciendo por días; y que ahora el hombre verdaderamente feliz que existe en la tierra, es el conocido por dandy, fashionable, león, o como nos plazca llamarle.

      Por supuesto que uno de los preceptos de la elegancia es no tener penas, o por mejor decir, ser insensible a ellas. Así, Eduardo, Julio o Enrique (nombres indispensables) sabe, con resignación estoica, la muerte de su padre o de su hermano; y en cambio se desespera si Utrilla o Borrel le sacaron ancho un frac o estrecho un pantalón; así, lee, sonriendo, el billete perfumado en que Amalia o Eloísa le retiran su amor después de tres años de relaciones, y se aflige y rabia si, por ejemplo, el estirado guante amarillo forma una imperceptible arruga. El elegante hace, pues, profesión de escéptico y de positivo, ainda mais, de seductor y de irresistible. Si, por casualidad, alguna mujer no acoge benévolamente sus pretensiones, dice a todo el mundo con envidiable candor: «¡Es extraordinario! ¡Sin duda me han puesto mal con ella, o no me ha mirado bien!»

 

      La vida del fashionable es lo ma s divertido que puede darse; a las doce se desayuna; en seguida se viste y a las tres sale; si es invierno, al Prado; si es estío, a la calle de la Montera, a oír lo que se miente, o a tomar parte activa en tan sabrosa ocupación. Esta es la hora también de las visitas, de esas deliciosas conferencias, en que el calor y el frío se discuten con una variedad y una elocuencia pasmosas. ¡El Prado...! He ahí uno de los sitios donde más a sus anchas campea y brilla mi tipo: ya guiando un ligero tílburi o una preciosa briska, hace admirar su soltura y su gracia; ya muellemente recostado dirige miradas fulminantes a las notabilidades femeninas, mientras su jockey conduce el carruaje, y le hace volcar con la mayor gracia del mundo; ya, en fin, cabalga al lado de una elegante carretela, enviando por la ventanilla dulcísimas frases de amor envueltas entre el polvo que levanta el coche, o entre el humo que despide su cigarro.

      Hay cosas que un elegante no se permite nunca, y una de ellas es pasear por otro lado que por el que se llama París. Fuera verdaderamente un acontecimiento y una degradación, que hasta los periódicos consignarían, que se olvidase de su decoro hasta el punto de traslimitar de una manera tan escandalosa; fuera, en fin, tan grave como si entrase en el teatro antes de la mitad del primer acto a lo menos, o, por casualidad, comiese algún día a las cinco

menos dos minutos. En esta escrupulosidad para cumplir las leyes de la elegancia, es en lo que consiste principalmente la reputación del fashionable.

      El león consagra algunos momentos antes de tomar el cotidiano alimento de la tarde, a descansar en los blandos divanes del casino, o a ojear tal cual periódico, que suele ser el Diario de Avisos, para enterarse de las funciones que hacen por la noche en los teatros. Excusado es decir que es sobrio en sus comidas; porquc, ¿no se confundiría con un gaña n o con un hortera el que tuviese buen apetito? En seguida se digna aparecer en el coliseo; pero no se olvide que cuando la comedia o la ópera esn comenzadas. Esto tiene un doble fin: primero, el de ostentar indiferencia que tan bien cuadra al elegante; segundo, que le flechen hasta dos docenas de anteojos de las que ocupan los palos. Feliz él si al pasar oye: «_¡Qué buen mozo es Fernando!¡Con qué gusto se viste! ¡Qué bien se pone la corbata! ¡Es un hombre modelo! ¡Es un modelo de hombre!»

      Estas exclamaciones suelen alternar con otras de diferente género: «¡Caramba!, que me ha hecho usted ver las estrellas», dice el militar a quien un furioso pisotón viene a sacar de su extasis. «¡Diantre de pisaverde!», murmura un viejo a quien derriba el sombrero al pasar. «¡Qué peste a almizcle!», exclama una señora nerviosa, tapa ndose las narices con el puelo. «¡Ay!, ¡mis gafas...!», grita uno de esos médicos que las usan, sin duda para conocer mejor las enfermedades, al ver que se las lleva enganchadas, entre los dijes de su cadena, el elegante.

      Y, entretanto, imponen silencio unos; se impacientan otros; a rmase una especie de motin, y nuestro hombre, impa vido y triunfante, arriba a su luneta, habiendo conseguido su primordial objeto; el de llamar la atención, el de hacer efecto en la sala. Pero, aunque instalado en su asiento, no por eso cesan. las tribulaciones de sus vecinos. El dandy es dilletante hasta la médula de sus huesos; generalmente, no sabe una nota de música, pero delira por ella, y tararea con algunas inexactitudes, verdad es, todos los sparttitos de Bellini y de Donizetti. Así, mientras la prima donna ejecuta la Casta diva de la Norma, o la polaca de los Puritanos, el elegante le hace el dúo, con gran desplacer de los que se hallan inmediatos. Otras veces, interrumpe a los artistas con estrepitosas exclamaciones, ya lanzando un ¡bravo! cuando todos callan, ya prorrumpiendo en estas o semejantes palabras:

      _¡Oh! ¡Giulia Grissil, ¡si tú estuvieras aquí!

      _¡Qué diferencia de Rubini!

      _¡Qué degollación tan espantosa!

      _¡Oh, París!, ¡mon Paris cberi!

      Porque es de notar que París es el gran recurso del fasbionable: el que ha estado en aquel emporio de la elegancia, no ha hecho sus pruebas para ser admitido en la clase. Adema s, a ése le faltan los grandes recursos de desdeñar todo lo que no sea francés; de enternecerse con los recuerdos de por alla , con la memoria del Bouleuard y del coliseo italiano, de las Tullerías y del sastre Ragneau, únicas cosas que de la inmensa capital suele conocer

el dandy.

      Dos ocupaciones gravísimas acostumbra tener también éste en el teatro: aparentar fastidio e indiferencia, o dirigir visuales a diestro y a siniestro, ya enderezando sus miradas hacia un palco bajo, ya alza ndolas no menos que hasta la tertulia. Antes lo dije: el elegante es coquetón sobre todo. Y, ¡cómo se huelga y se solaza cuando, da ndole una palmadita en el hombro, le dice algún amigo:

      _¡Seductor l ¡Bribonazol, ¡que cuentas por docenas tus amadas!

      Para justificar tan envidiable reputación, desliza frases de serpiente por los oídos de las incautas e inocentes jóvenes de esa raza que pronto sera  una tradición en la sociedad actual.

      El león debe contar siquiera siete amantes. ¿Qué menos?, una para cada día de la semana. Y, por Dios, qué injustas son; se quejan, pues él a todas las ama igualmente. Haciendo parte del número siete, o fuera de él, que esto importa poco, ha de tener precisamente una querida escogida entre la clase de las guanteras, modistas, etc., para enseña rsela a sus amigos como un objeto ma s de lujo, como un mueble precioso e indispensable. Con no menos frecuencia, suele abandonada también, y entonces, siempre le queda a la muchacha el recurso de buscar otro ma s

constante, o si la echa de sensible, sorberse una noche un pomo de veneno, o dar un salto por la ventana. Aquí, mi cualidad de veridico, me obliga a decir en descargo de la conciencia del elegante, que este último extremo pertenece a la categoría de los fenómenos.

     Si el elegante cuenta tres o cuatro de esos lances escandalosos en que son víctimas los maridos, para pavonearse en los salones con la aureola de Lovelace, ¡magnífico! Si dos mujeres se le disputan y arman un alboroto públicamente por él, ¡sublime! Si después de esto abandona a las dos rivales, ¡merece que se le erijan estatuas!

      ¡Qué es verle en las reuniones, o en las soireés y en los raouts, como él dice siempre, volar cual ligera mariposa, de flor en flor, buscando la ma s bella y la ma s lozana, soltando aquí una palabra dulce, alla  una reconvención, ma s lejos un elogio, allí una invectiva sangrienta o un sarcasmo, que, a veces, sobra para descomponer unos amores de tres años! Por ejemplo, Julia tiene por amante a uno de esos hombres sin pretensiones, que llevan la levita hasta que se rompe y un sombrero hasta que se engrasa. Pues bien, el fashionable aprovecha un momento en que el candidato para marido se aleja, y dice a la hermosa .con tono incisivo y punzante:

       _¿Quién es el sastre de Florencio? Decidle que me le envíe mañana, para hacerme un frac de pico de pato como el suyo.

      El amor en las mujeres resiste a la ausencia (aunque esto sea casi fabuloso), sobrevive, quiza , a la muerte del objeto querido (a pesar de que raye en lo increíble), no se extingue, sin duda, con la miseria (en cuyo caso se llama heroicidad); pero muy raras veces es superior al ridículo. Así, Julia comienza a hallar grotesco a su amado desde aquel instante; se sonroja si alguno le mira, y acaba, en fin, por dejarle plantado, y por perder un casamiento

ventajoso, queda ndose, probablemente, soltera. ¡Y todo por la sa tira de un elegante! ¡Véase si esta especie tiene poco influjo en la moderna civilización!

      El dandy mide la importancia de las personas por el traje que llevan, y en su consecuencia, les otorga o no su amistad y su aprecio. Lo primero que hace con todo individuo que se le aproxima, es revisarle de los pies a la cabeza. ¡Desgraciado de él si su chaleco no es a  la derniére, o si lleva guante oscuro! ¡Infeliz si se permite presentarse sin botas de charol, o con un paletot antiguo!, entonces, el pobre hombre recibe un gesto de desdén, se le saluda friamente, y se le vuelve la espalda. Por el contrario, si es un dandy perfilado y pulcro, desde ese momento se le alarga la mano, se le jura devouement y cariño eternos, y se le concede intimidad y confianza. Sólo una excepción puede haber en esta regla general: que el uno tenga celos del otro porque le aventaje en esbeltez, en invención, o en boato.

      Mas llega un día en que comienzan para el dandy los pesares y los disgustos; cuando el talle principia a encorvarse, cuando los dientes fluctúan entre las dos quijadas, cuando e! cabello blanquea o desaparece enteramente. Entonces, las horas de tocador son un suplicio para él; entonces, suspira amargamente al encajar en su boca los objetos que tan diestramente fabrican Rotondo y Monasterio, o al usar ya el aceite de Boujican, ya los casquetes de Pela ez. Entonces, es lector asiduo del Diario y del Avisador, con el fin de ver dónde anuncian mejores cosméticos para desarrugar la tez o poblar las calvas; entonces, por último, fashionable, jubilado, nota al pasar las sonrisas burlonas de los jóvenes que no le admiten en su círculo; oye los sarcasmos de los viejos, que tampoco le aceptan, y de quienes él no quiere ser aceptado, y sufre los desaires de las mujeres, que odian de corazón al individuo que cumple los cuarenta sin estar casado. Porque el verdadero elegante ha de vivir y ha de morir soltero: algunos hay que se arrepienten, y suelen ser buenos esposos y excelentes padres; pero esto es la degeneración, el envilecimiento de la especie.

      Tanto como son alegres y placenteros los verdes años del león, son tristes y amargos los postreros de su existencia. Ser

indefinible, que ni es joven ni viejo, que vive sin presente y sin porvenir, que se alimenta con el recuerdo de sus glorias; es

como esos monumento de la Edad Media, que hoy queremos remendar o recomponer, despoja ndoles de su belleza pasada y

de su belleza actual. Lo mismo, pues, es el hombre que aquellas maravillas de los remotos siglos; cuando los años le roban su frescura y su esplendor, nada tan majestuoso, tan imponente como una blanca cabeza y una arrugada frente; ¡nada tan magnífico ni tan poético como las ruinas de un templo antiguo o de un palacio suntuoso, cuyas piedras va arrancando una a una la mano invisible y poderosa del tiempo...!

      El último período de la vida del elegante, se refunde casi enteramente en la de otro tipo que no es sólo español, sino

universal: el solterón. Pasan para él los días uno tras otro sin goces y sin esperanzas; ha llase aislado de todos y de todo: aquellas  canas que cuidadosamente tiñe, en vez de veneración, inspiran desprecio. Entregado a manos mercenarias, no tiene quien se siente junto a su lecho y vele en sus noches de dolor; ni quien venga a derramar en su alma ese ba lsamo dulcísimo del consuelo, que cierra las llagas del corazón, que fortifica las creencias, que aviva la fe, que hace renacer los sentimientos, que sostiene y prolonga la existencia. ¡Y luego, el día en que sus ojos se apagan para siempre, no hay nadie que le llore, nadie que le ame, nadie que grabe un recuerdo de, cariño ni deposite una flor sobre su tumba abandonada! ¡Y todo por no obedecer esas leyes inmutables de la naturaleza, que a cada época de la vida asignan sus deberes y sus

obligaciones; que a la juventud perdonan el aturdimiento, la veleidad, la ligereza; que a la edad madura prescriben la sensatez y el juicio; que a la ancianidad imponen la dignidad y el decoro!

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La coqueta

S

i hace cien años, allá en los  los que se  gastaban entre otras zarandajas , espadín y  polvos, se hubiese pronunciado la palabra que sirve de epígrafe a este artículo, hubiéranse mirado unos a  otros los que la oyeran , demandándose su
significación. En el transcurso de un siglo, y quizás mucho menos, se ha vulgarizado de tal modo, que apenas hay quien ignore la acepción que en nuestro idioma tiene. Hombres y mujeres , jóvenes y viejos, altos y bajos, ricos y pobres, nobles y plebeyos, todos conocen ese epíteto, y quizás es una de las primeras voces que el tierno infante aprende a  murmurar. ¡Tanlo es lo que se repite, y tanto lo que abunda el ser a  quien se le aplica!..

      ¿Deberemos inferir que el tipo sea moderno? No; así como Bossuet dijo «Estudiad el hombre y estudiaréis los vicios»,  también podemos decir: «Buscad a la mujer, y hallaréis la Coqueta.» En efecto, parece averiguado que nuestra madre Eva consintió en comer del fruto prohibido, porque Luzbel le aseguró que así agradada mas a  Adán. Véase como de todos los males de la humanidad tiene la culpa la coquetería de las mujeres.
      Dedúcese de aqui que el tipo es antediluviano, aunque el nombre sea moderno e importado de la Francia, de ese país de donde nos vienen tantas cosas buenas y malas, como la libertad de imprenta, las modas, las costumbres parlamentarias, los dramas, las coaliciones , los sastres y las telas. Mas todo cargo exige pruebas, y  yo voy a  aducir algunas no solo para demostrar la fecha del vicio, sino también sus funestos resultados.

      Elena, la causa eficiente de la guerra de Troya, fue una Coqueta, y algo más, que se dejó robar por Paris: Dido, la reina de Cartago, con remilgo y monadas, hizo que Eneas olvidase sus deberes y faltase a  sus juramentos. Calipso se consoló de la partida de Ulises con la llegada de Telémaco; Cleopatra solo se aplicó el a áspid, cuando no tuvo quien la requiriese de amores; Isabel de Inglaterra dio muerte a  Maria Stuard, porque le disputaba sus amantes; y la infeliz reina de Escocia pagó en el cadalso sus veleidades y coqueterías.
      Aun pudiera alargar mucho este catálogo, si no fuera inútil, porque basta a mi propósito lo dicho, y porque en este punto, gracias a  Dios, todos los hombres estamos acordes. Pero cúmpleme asentar que por el progreso de los siglos y por el adelantamiento de las ideas, las Circes y sirenas de los remotos tiempos, se llaman en nuestra época Emilias, Serafinas, y hasta Gerónimas.
      Falta ahora no más que averiguar la generalidad de este achaque femenino, y si está  vinculado en una o determinadas clases de la sociedad , o si es común a  todas. Pretenden algunos que la franqueza es la virtud de lo sdioses; otros aseguran que es una máscara de la impudencia , no fallando quien afirme que mohína y avergonzada la tal señora, ha huido en nuestros días a  los desiertos del África. Por tanto, yo no me atrevo a  resolver la delicada tesis que he sentado arriba, y me escaparé por la tangente diciendo tan solo que si fuese académico ó siquiera autor del Panléxico, al llegar a  la palabra Coqueta, saldría del paso añadiendo véase mujer, y viceversa.
      Ya concibo la noble indignación que al llegar aquí sentirá  la hermosa mitad del género humano. Mas por Dios que se tranquilice y sosiegue, pues tienen excepciones todas las reglas, y sin duda habra  muchas en la presente. No importa que en el mismo momento que le doy tan cumplida satisfacción, dirija alguna lectora sus miradas a la calle, donde las aguarda anheloso, el capitán de artillería, mientras en el canapé de enfrente escribe su primito en un precioso álbum , tiernísimas endechas cantando la constancia y el amor.
     Sentado, pues, que la Cocqueta es la mujer, no nos admirará  encontrarla entre todas  las clases de la sociedad. Lo son, pues, las damas elegante y melancólicas; las matronas añejas y graves; las jóvenes alegres y pizpiretas; las solteras de treinta y dos, que pasan por austeras y devotas; la hija del comerciante y del tendero que venden terciopelo y garbanzos; la doncella de labor que se pasea el domingo en el Prado; la criada para todo que baila los días de fiesta en la Virgen del Puerto; y hasta la desenvuelta y descocada manola que contesta con un sopapo al que se atreve a  mayores. Consiste en que la coquetería no es como la tisis o el asma, que se adquieren; sino como las enfermedades heredadas, que se nace con ellas.
      Existe una diferencia sin embargo, que en prueba de lealtad, quiero notar aquí: en esta clasificación general hay tres secciones de todo punto diversas; las Coquetas por instinto, las que lo son por estudio, y las que no lo son (vulgo feas.) La cuestión se reduce, pues, a  tres extremos: naturalidad, arte e impotencia.
     En el vasto círculo que abraza y comprende, hay mujeres que aspiran sonlamente al  matrimonio, y que para alcanzar ese fin ponen en planta todos los medios: algunas pocas, muy pocas, que renuncian a  la coquetería el mismo día que al celibato; otras por último,  que adquieren el estado perfecto, como le llaman los teólogos, no es sino un resorte más con que ejercer,  y en más vasta escala, sus artes.
     Resulta que este vicio es la esencia del corazón femenino; que os un germen que en todas las mujeres se halla, y en unas se revela espontáneamente, y en otras se desarrolla a  favor de constantes esfuerzos.Sentadas estas bases, fuerza es entrar ya en materia : expuesta la teoría, justo es hacer las explicaciones necesarias.
      La coquetería es un instinto, desde muy temprana edad aparece ya y se formula; ved a  la niña que juega con sus muñecas a  los amantes; que sin saber por qué, busca y prefiere la sociedad de los hombres; que se goza en adornar su frente con flores del jardín por donde alegre trisca; que se mira en la límpida corriente de los ríos; que se envanece y ufana al oírse llamar hermosa; que siente el agudo dardo de la envidia si a  otra en su presencia se le otorgan elogios, y que ya ambiciona y codicia galas y atavíos brillantes. Volved también los ojos a  la sencilla e inesperta aldeana, que escucha amores de los mozos de su pueblo; que se cantonea orgullosa al oír sus piropos; que acepta las músicas que le dan por la noche tres mancebos distintos, y que a  todos responde, y con todos baila. ¿Quién puede haber revelado en esas almas infantiles y candidas las aficiones de otra edad y los refinamientos de la civilización? La naturaleza, la naturaleza solamente.
      Pero esta propensión intuita de la mujer, ese germen que nace con ella, muere en unas sin desarrollarse, y en otras se engrandece y cultiva, elevándose a  la esfera de arte o de ciencia, que de ambas cosas tiene mucho, aunque hasta ahora no se haya determinado de cuál de las dos tiene más.
      La dama elegante y de alto rango, es la Coqueta por excelencia, porque posee más medios de que disponer para servir a  sus inclinaciones, y porque su vida entera se consagra a  perfeccionar el sistema que sigue. Asi se la ve por días lánguida, vaporosa, sentimental, alegre , viva o revoltosa; así combina el traje y los colores con la importancia del papel que va  a  representar, adoptando el negro cuando quiere dar a  su semblante una expresion grave y triste; el rosa para aparecer fresca y lozana; el blanco cuando desea que se la juzgue candorosa e inocente; y en fin el azul cuando se finje celosa.
      Y digo se finge, porque la Coqueta no siente nada de lo que expresa; porque todas las variaciones de su carácter son producidas por la índole del carácter mismo; porque acostumbrada a  jugar con los sentimientos del corazón,a remedarlos sucesivamente, se hace escéptica y positiva, y en nada cree, y en todo busca un goce material, o el logro de una esperanza cualquiera.
      Hay coquetas que se sublevan a  este título; que lo rechazan con indignación, pretendiendo que solo lo merecen las que mantienen relaciones con más de un hombre a  la vez. En muchas puede ser virtud que no hagan esto; en otras es necesidad. Quiero decir que las que tal consiguen , que las que logran engañar verbigracia a cinco a  un tiempo, merecen citarse como modelos, y llevar la borla de doctora en la facultad. Son más hábiles sin duda, son más diestras innegablemente las que maña se dan para tanto; pero no son ni más ni menos coquetas que las demás, ni hay por qué ofenderse de que con ese honroso epíteto se las clasifique y decore.
      La Coqueta de buen tono, que es el tipo legítimo y verdadero, y el que me propongo describir, no tiene más ocupación, ni mas deberes que los de su coquetería: no hay distinción entre solteras y casadas , entre niñas o adultas: iguales son sus medios, iguales sus resortes, e idénticos por fin su sistema y su arte.
      Emilia, Julia o Isabel, que de cualquiera de estos modos se llama, se levanta tarde, muy tarde; cuando el sol está en la mitad de su carrera. En la estrecha y suntuosa alcoba, todo revela ya quién es la que allí descansa; respirase una atmósfera embalsamada; arden ricos perfumes en dorados pebeteros; cubre el tálamo de la esposa o el sencillo lecho de la doncella, ya el terciopelo y el raso, ya la muselina y el gro, de agudas saetas suspendidos, o por lindas coronas rematados; difunde una lámpara de china un resplandor tibio y voluptuoso, y cobijada entre batistas y encaje, se contempla a  la deidad de aquel templo, no
sueltas las trenzas de su alisado cabello, sino recogidas en una elegante gorra de tul y blonda. Hasta en el sueño es estudiada la posición de la hermosa: no está  tendida prosaicamente sobre la pluma y la seda; no están descubiertos su albo seno, ni sus torneados hombros; solo se ve una blanquísima mano donde apoya la pura mejilla, ligeramente sonrosada; y así duerme casta y
pudorosamente, con la sonrisa en los labios que nunca la abandona, sino cuando es menester que la abandone, y soñando quizás nuevos triunfos y nuevas glorias.
      Toda esta poesía de que se rodea, y de que no prescinde ni con su marido, todo ese arte maravilloso que emplea hasta en los menores detalles, y hasta en las situaciones más solemnes de su vida, es lo que constituye su fuerza y lo que hace irresistibles sus encantos. El mismo esposo no penetra en el santuario cuando se le otorga tal merced, sino con emoción y con interés; porque nada destruye tanto las ilusiones, nada mata tan presto el cariño como cerciorarse de que el ángel que se ama es una mujer como todas; que bajo una capa de oro y seda está  encubierto un pútrido cadáver; que el ídolo ante quien nos prosternamos es un autómata de barro común y grosero.
      Por eso la verdadera Coqueta ni un momento sale del círculo en que se gira, y por hábito y por conveniencia es inexorable en este particular: aun cuando esté enferma , aunque solo vea al médico y a  la doncella, no faltará por eso a ninguna de las reglas que se ha impuesto; y recibirá  al facultativo sonriendo en medio de sus dolores, y preferirá  morir a que corten impíamente su cabello, o a que maltraten sus brazos o su espalda con cantáridas y sanguijuelas. ¿Por qué no hemos de llamar heroínas a las que así se sacrifican a sus voluntarios deberes, a las que en su afán de conquistar al hombre, preferen la muerte a  dejar de agradarle? 
      El tocador de la Coqueta es la parte más importante de su vida: así se la ve largas horas casando los colores y los adornos del modo que mejor le parece, estudiando la expresion que cuadra mejor a su semblante aquel día, y que no variará después de resuelta, ni un solo instante. Verdad es que en este punto como en varios otros, no tiene opinión propia, y admite las telas, los lazos o las flores que la proporcionaron más incienso y más conquistas. Si uno de sus amantes elogia su palidez, la Coqueta usa exclusivamente el blanquete; si otro menos romántico se pronuncia por unos buenos colores, hace provisión de carmín y de papelillos de rosa. Si el adorador es melancólico y sentimental, no hay batistas bastantes para enjugar las lágrimas de su amada; si es un desenfadado militar, mi tipo adopta el tono y las maneras desenvueltas de su víctima: si le gusta a  uno la soledad, ella pinta con poéticos colores los placeres del retiro, habla de deliciosos oasis, de queseras edificadas en el pico más escabroso de una montaña suiza, ensalza la vida pastoril, y envidia a  los pacíficos habitantes de la antigua Arcadia: si otro pondera los deleites de la vida social, también ella es de esta opinión. Y en tal variedad de gustos, y en tal contraste de aficiones, y en semejante laberinto de pareceres, pasa su vida contenta, satisfecho su amor propio, colmada su ambición; sin pasiones violentas, y sin dulces afectos, verdad es, pero sin dolores ni pesares tampoco.
      Esta disposición para plegarse a todo dócilmente, esta flexibilidad de carácter es más admirable, cuando a un mismo tiempo tiene que variar de un extremo a otro. Supongamos, pues, que Adela tiene cuatro amantes; el uno es mi mozalbete inexperto, uno de esos niños que acaban de salir del cascarón, como vulgarmente se dice, y que por tanto trae un corazón virgen, y una porción de ilusiones idem; que el segundo es un capitán de caballería, andaluz por más señas, y de los que declaran a  una mujer en estado de sitio, y la requiebran y obsequian marcialmente; que el tercero es un abogado rechoncho como su entendimiento, de peluquita rubia, de rostro cándido; en suma, uno de tantos como conocemos por el nombre de predestinados; que el último es por fin un Otelo pasado de moda, un catalán selvático y feroz, que se encela por un quítame allá esas pajas, que frunce el gesto por la menor cosa, y que jura vengarse a  sangre y fuego si se lo ultraja o se le vende. En este contrastede caracteres, en este dédalo oscurísimo y enmarañado, la Coqueta no se aturde ni desmaya: al inocente pipiolo le engaña de cualquier modo; al capitán le deslumhra con sus dengues y gachonadas; al mofletudo jurisperito llamándole su esposo; al terrible catalán desempeñando el papel de víctima, derramando a  lo mejor un torrente de lágrimas, o haciendo uso, en caso de necesidad, de los ataques de nervios. Así viven los cuatro en una paz octaviana, todos arrullados por blandas esperanzas, adormidos en dulces ensueños, mecidos en gratas ilusiones. La farsa dura hasta que uno de ellos avanza más que los otros, y pide al papá o al tío la mano de la inocente doncella, a  la que se le da un ardite del dolor del jovenzuelo, y de sus amenazas de suicidio; de los sarcasmos del capitán, de las búrletas del abogado (que es las más veces el preferido ) o de la teatral desesperación del Otelo.
      A veces suele calmarlos con seductoras promesas para el porvenir.También puede alcanzar otro desenlace la comedia: un día el más inexperto de los cuatro tiene la candidez de enseñar a  cuaquiera de los restantes un lazo de rubios cabellos: el otro se alarma por el color y por la forma de la prenda, y saca una igual del bolsillo, comunicando sus dudas al mancebo; pero este se irrita con semejante sospecha, llama calumniador al que toma el asunto con tanta frescura, y si aun así no le hace perder su sangre fría, hasta le apostrofa de cobarde. El resultado es el que puede colegirse: salen con los padrinos correspondientes, y por dónde hace el demonio que sean estos los dos compañeros de la coalición amatoria, y que al enterarse del motivo de la contienda, saquen otros dos lazos idénticos, finalizando la intriga, con no poco contento de todos, menos del que amaba de buena fe, que se mesa y arranca las barbas, si ya las ha, y que canta doloridas trovas, si el destino le hizo nacer poeta: pero en fin, el lance no tiene más consecuencias que escribir una epístola que firman los cuatro, y que va concebida en estos o parecidos términos :

«Temiendo que si sigue Vd. tan pródiga en la repartición e cabellos tenga que hacer pronto uso del tuétano de vaca,  o de la grasa de oso; o que como la de Sansón, su fuerza consista en el pelo, y que quedando calva, pierda las proporciones a  que aun puede aspirar; le devolvemos los preciosos recuerdos que de su amor guardábamos, para que los traspase a otros más inocentes y menos ingratos.»

     Tampoco es raro que media docena de amigos se encuentren con seis ediciones de un mismo billete, o con seis copias de un mismo retrato. En este caso la alocución de despedida se formula del modo siguiente:

«Habiendo leído y discutido maduramente los que suscriben la adjunta circular, han resuelto negarle su voto, en atención al descrédito de la candidatura que propone. Lo que comunicamos a  V. para su inteligencia y fines convenientes.
—Dios guarde a  V. muchos años.—Madrid, etc.»

      No piensen mis lectores que la Coqueta se corre ni desconcierta por esto: así como un propietario no teme ver siempre desalquilada la casa que un inquilino abandona, entonces lo mismo que aquel, Adela pone papeles: es decir, que destina una hora más al tocador; que si canta dirige sus miradas, mientras entona una romanza amorosa, al que más cerca tiene; que si baila el cotillón, saca tres veces seguidas a  uno mismo; que si este o aquel la contempla un instante, clava en él sus ojos toda la noche. Otras veces se resuelve a  atacar el alcázar de la vanidad humana: al tieso y afectado dandy, que no piensa más que en el frac de Utrilla, en el charol de Fortis , o en las corbatas de Bomel, le encomia cualquiera de sus trajes, y he aquí la conquista hecha: si es un autor dramático silbado, habla contra las cábalas literarias, se enciende en ira con las intrigas de bastidores, y acaba por decir que no conoce drama mejor que el suyo, aunque no lo haya visto, o desde el prólogo comenzase a bostezar y a dormirse. Si es un artista, le saca a  relucir dos o tres nombres que leyó en un periódico por la mañana , como Van-Dick y Correggio; hace el elogio del claro oscuro de sus cuadros, aunque sean chillones y desentonados, y le predice un porvenir brillante. Si es un hombre juicioso y racional (porque ni estos están libres de la fascinación), comienza por hablar mal de las mujeres, truena contra las coquetas, hace el elogio de la que no gusta de saraos ñi diversiones, y que limitada a  sus faenas domésticas, cumple todos sus deberes dedicando su existencia a su esposo, y a sus hijos. Con esto le basta para armarse en poco tiempo, y para no echar de menos el descalabro anterior.
      La arena verdadera en que combate mi tipo, el campo donde hace gala de su talento, donde despliega todos sus inmensos recursos, todas sus facultades físicas y morales, es un baile , es una reunión cualquiera. Allí prodiga sus mejores sonrisas: allí otorga sus codiciados favores: ya estrecha la mano de uno en el reposado rigodón: ya se abandona lánguida en los brazos de
otro al lanzarse al rápido vals: ya se deja caer sobre una banqueta exánime y fatigada, mientras este la abanica: ya irguiéndose de pronto como una rosa abatida por el ábrego, deja con la palabra en la boca al que la improvisaba una bien pensada declaración.
      El carnaval es un gran recurso para la Coqueta: sobre la careta natural que lleva siempre, se pone otra artificial: con el traje de valenciana da una cita en un salón de Villahermosa; y cuando el anzuelo ha prendido, pónese encima un dominó, y pasa cogida de otro junto al que la busca desalado.
     Esta operación se repite diferentes veces , sin más que cambiar tres o cuatro disfraces de diferentes colores, y pasando la noche entera en tan inocente ocupación.
      El teatro es otro de los sitios donde tiene erigido su trono: situada en un palco bajo, echa los anteojos al lion de la décima fila de lunetas, dirige la vista al que ocupa la galería de enfrente, y de vez en cuando levanta los ojos hacia el infeliz a quien relega a  la tertulia con cualquier especioso pretexto. Entonces es de verla orgullosa de tener en todas partes obedientes siervos: entonces es de verla gozarse con el imperio que ejerce; entonces, por último, es de verla repartir mirarlas y sonrisas a diestro v siniestro, hacer imperceptibles señas con la cabeza , o moviendo ligeramente los dedos. Nada más frecuente que escenas semejantes en los teatros: yo trocaría el nombre de estos  por el de oficinas telegráficas de coqueteos. Y forzoso es convenir en que las empresas de espectáculos públicos tienen mucho que agradecera  las Coquetas, y que debieran erigirlas estatuas y aun altares, en muestra de justa gratitud.
      Ofrece además el coliseo una porción de ocasiones favorables para que mi tipo afiance y consolide su dominio: si el drama es triste, la Coqueta halla coyuntura para demostrar su sensibilidad; y ¡luego son tan hechiceros unos ojos empañados por las lágrimas . Si es alegre la pieza, al reírse descubre dos filas seductoras de preciosos dientes: si un chiste grosero o impudente excita carcajadas en el patio, se enciende ruboroso su semblante, revelando así su pureza: si hay una catástrofe horrible, se cubre la cara con el abanico para coquetear por entre las varillas con algún neófito o inocente. Por último, si es Ópera, se agita , se conmueve, y tiene que aspirar vanas veces su frasquito de sales, para no desmayarse con la emoción que siente. Luego a  la salida hay mil ocasiones favorahjes para trocar algunas palabras, para deslizar una carlita, para dejarse estrechar la mano, para regalar el ramillete que aspiraba, reseco con su hálito y humedecido con sus lágrimas. ¿Y con qué riquezas se paga ese bouquet que ha recibido todas las impresiones de la hermosa por quien suspiran seis o siete? La moda ha dado un compañero al abanico: este divide sus funciones con el lindo manojo de flores, que a  las veces hasta suele asemejarse a  la banda con que la hermosura recompensaba en los torneos la destreza del vencedor.
      Hay mujeres que son eternamente Coquetas . Y estas tiñen sus cabellos cuando comienzan a blanquear, estiran su cutis con cosméticos y menjunges cuando principia a arrugarse, y reemplazan sus dientes con los que construyen Rotondo y Monasterio, cuando los primitivos desaparecen. Esas no son ni solteras, ni casadas, ni viudas, ni madres; no son más que Coquetas.
      Sacerdotisas de ese nuevo ídolo, a  él lo sacrifican todo; las afecciones lo mismo que los deberes: si son ricas, cuando no obtienen ya obsequios, los compran; si son pobres , se mueren o se hacen devotas.
      A esta última especie corresponden las tías o las madres severas e implacables, que tienen en duro cautiverio a sus hijas, o a  sus sobrinas; las que declaman contra las costumbres de la época; las ásperas y regañonas, las de gesto avinagrado, y las que cubren su despoblada cabeza a  favor del arte de Reigon y de Pelaez.
      Ellas, y por aquel adagio de no hay peor cuña que la de la misma madera, se muestran inexorables con la coquetería: ellas, sobre todo si son solteronas, predican fervorosamente contra aquel vicio; ellas en fin , inflamadas en santo celo dan a las jóvenes rectos y saludables avisos Pero sin querer, e involuntariamente iba invadiendo un terreno que no me pertenece: de la Coqueta iba pasando a  la Devota, tipo no menos abundante y no menos digno de estudiarse y describirse.
      Así como las obras dramáticas terminaban en otros tiempos con su correspondiente moraleja, que reasumía el pensamiento moral del autor al escribirlas, así también quiero dar fin a  este artículo con una reflexión filosófica. En todos estos caracteres de la naturaleza, en todos estos tipos que se distinguen por sí solos, y a  los que da  color, por decirlo así, la mano eterna del tiempo, hay un enlace y una conexión íntimos, hay una semejanza, una identidad asombrosas. De la niña nace la mujer; de la mujer sale la Coqueta; de la Coqueta se desprenden otra porción de eslabones, que diferentes entre sí, guardan todos grande analogía con el primitivo, y nos los hace reconocer como los hijos de una nación, como las flores de una misma planta, como los dedos de una misma mano, iguales aunque desemejantes.

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