Raquel Zarazaga

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Allá va la lengua

La boca mi bació...

Homeless

 

ALLÁ VA LA LENGUA

Nunca se atrevía a dar un paso sin ellas.

Aquellas flores blancas apañuscadas

_como los peluches de cuando era niña_

de tanto apretarlas.

En el mismo estuche de plástico

_con los vitrales empañados_

con que Joe Barker las encargara

en la floristería de Luxury

hace ya tantos años.

Juntos fueron a la fiesta de graduación.

Tras las gradas del campo de fútbol

recibió el primer beso sin olor a chicle.

Después, en los lavabos,

con muchachas de relamidos peinados

y zapatos con tacón de corcho

aprendió a fumar sacando el humo por la nariz.

-“Mira cómo me he ajado.”

Arrodillados ante las ventanas del comedor

atisbando a través de los visillos de gasa,

los vecinos de Goldenville la observan.

Pasea sus enormes ojeras bajo los tilos

y el olor de la pena inunda el resto de la noche.

Las damas en traje sastre que frecuentan la iglesia

eluden su presencia.

Cuando la ven acercarse con un agujero en el calcetín

y el fuelle para aventar las hojas muertas del camino

aceleran el paso.

“Las adolescentes buscan el amor donde lo encuentran”

_dijeron entonces_

cuando transtornada por el fallido amor

se ofrecía a los viandantes abriendo su bata de franela

para que los faroles de gas mostraran voraces

su sexo rasgado.

El reseco ramillete

se apiña tembloroso

en su ataúd artificial

sin poder aliviar la pena de su dueña.

-“Soy un árbol muerto.

Es inútil seguir en este viaje.”

Los techadores que trabajaban en el tejado de su casa

son los últimos en verla viva.

Con el cabello enmarañado,

sus labios de cupido rojos y pequeños

y una foto granulosa del joven Joe

se precipita sobre el sendero de la entrada.

El vuelo fue corto

pero suficiente.

Sobre la hierba recién abonada

parece contemplar las nubes.

 

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LA BOCA MI BACIÓ TUTTO TREMANTE…

la boca me besó, todo tembloroso...”

Francesca de Rímini al hablar de sus amores con Paolo Malatesta en el “Infierno” de DANTE

 Sus manos olían a sexo de oveja,

fermentada nostalgia de los prados sustantivos

que recorriera en la niñez.

Tenía el flequillo en cursiva barriéndole la frente,

y entre las greñas parecían asomar aún

briznas de heno

de cuando se tumbaba entre las bestias en el establo.

Los ribetes de la camiseta, bajo el jersey,

apuntaban una tirilla de rizos magros y espesos

que de seguro poblarían el pecho entero.

- “Me veo en tus ojos y no me entiendo.

Dime tu nombre...”

Bajo el cielo raso,

el contorno de su voz se derramaba,

gruñona y lluviosa.

Y de repente,

como cuando giramos el dial de la radio

y el volumen más fuerte de una emisora nos sobresalta,

ella se estremeció.

Adolfo, los niños,

el cesto de la ropa sucia,

los garbanzos en remojo...

batieron las alas a su alrededor

como murciélagos acechantes.

Pero el borrascoso roce de aquellos muslos

que cada vez tenía más cerca,

la atrapaban sin dudar.

Y no fue sólo un embiste de la pasión.

El que atiesó sus senos

en el umbroso portalón de un almacén en desuso,

con un beso de rapaz en celo,

fue el cómplice carnal de una empresa presentida.

Un divino amor necesitaba

y en yerbas reclinado le fue ofrecido.

Peregrinos,

tras tanta lucha nunca sabemos

cuando a gustar convida

el amor y su deseo.

 

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HOMELESS

Cuando la humedad del río transita las penumbras

la gorgona desdentada que sonríe como un buda

coloca sobre un cajón astillado

- como quien prepara un altar - sus cachivaches

para dejarse ir hacia la noche.

Un despertador,

dos gorros de lana,

un salero desconchado,

peinecillos de carey...

mientras un reguerillo de vino recorre

la cornisa de su abrigo sin talle.

-“Mi casa no tiene ventanas,

pero me gusta la luz del jardín.”

De una maleta funámbula asoma

un revoltijo de pañuelos erizados por la mugre.

Entre ellos, un retrato

al que la gusanera del tiempo

desdibujó sus perfiles.

En íntima tertulia con el ausente

le apunta con voz seca en fritura aturullada

el recuento inventariado de su deriva por las calles.

Cuando el siseo de las hojas

y el sonámbulo mar de papeles que recorre las aceras

afluye en tolvanera a sus oídos,

sin más compañía que el trajín alimenticio

de los noctámbulos roedores,

acopla su figurín remendado

al nudoso regazo de un sillón con polillas,

remanso quedo tras tanto errar cansino.

En náufragas bolsas de plástico,

una orquesta de bultos informes amuebla la estancia.

Cuánto paso fugitivo, cuánto errante trasiego...

“Omnia mea mecum porto.”

Todo lo mío lo llevo conmigo

 

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