RICARDO DOMENECH |
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Posguerra |
El colegial pelirrojo abandona su celda. Un largo pasillo. Puertas _de cuarterones_ abriéndose y cerrándose. Voces, ruidos. Estrépito de adolescentes. El blancor de las paredes multiplica la claridad que viene de ambos extremos del pasillo. Los colegiales han quedado inmóviles, cada uno delante de su celda. Algunos visten de traje azul marino, otros llevan jersey. Ahora la mayoría parecen abstraídos; sólo unos pocos, aquí y allá, cuchichean volviendo la cabeza con disimulo. El colegial pelirrojo se fija en un colegial muy moreno, los ojos como carbones, que está unos puestos más adelante de su misma fila y que murmura algo al colegial que se encuentra a su lado, el cual parece prestarle poca atención. Se fija enseguida en el colegial que está frente a él, un muchacho de nariz aguileña y ojos rasgados que se está mirando los pies en un gesto carente de sentido. El colegial que se halla inmediatamente delante del pelirrojo no lleva el traje azul marino de uniforme ni tampoco jersey, sino una chaqueta mezclilla y pantalones bombachos, en contraste con la mayoría de sus compañeros, que usan pantalones largos. El colegial pelirrojo parece a punto de decirle algo, pero de pronto se vuelve y se queda mirando hacia un extremo del pasillo, por donde viene con gran remolino negro de sotana un Padre de cejas espesas y carrillos prominentes, el cual va diciendo de cuando en cuando y sin mirar apenas a los colegiales, vamos, vamos, dando alguna palmada o levantando un brazo y haciendo señas a los colegiales que están más lejos de él. Ambas filas han iniciado su lento paso, se oye e! monótono y continuado rumor de las pisadas, algunas baldosas repiten tac_tac con insistencia evidente de que allí se ha desprendido el cemento. El Padre de las cejas espesas y carrillos prominentes continúa andando en dirección opuesta a las filas. El colegial pelirrojo camina con las manos en los bolsillos. De improviso, el colegial de los pantalones bombachos se detiene con brusquedad y el pelirrojo casi tropieza con él, instintivamente trata de cogerse de algún sitio y apoya la mano izquierda en la pared. Lo ha hecho sobre un desconchado, y ahora se limpia pasándose una mano sobre la otra en un movimiento rápido. El nuevo pasillo se abre como una línea recta sin fin. Igual que el anterior, tiene puertas a ambos lados, pero del fondo viene una claridad más intensa. Esa claridad viene, en realidad, del corredor siguiente, uno de cuyos lados se asoma al patio del claustro. Precisamente el sol da sobre esa parte del Monasterio y en el suelo de baldosas de piedra y superficie desigual forma una serie de rectángulos de luz separados por la sombra de las columnas. Las columnas son de ligero fuste y capiteles con sencillos motivos vegetales. Las grandes baldosas de piedra están muy desgastadas y el colegial pelirrojo mira con cuidado antes de pisar. Desde la fila en que él se encuentra puede verse, y sin duda él lo ve ahora que ha vuelto hacia allí la cabeza, una parte del patio: las columnas tienen allí un fuste más grueso y arrancan, no de una baranda de piedra, como en el piso de arriba, sino de una basa; los capiteles son también más complejos, con figuras y motivos religiosos; se ven también árboles, plantas y césped y se oye piar a los pájaros sobre el apagado y monótono run-run de las pisadas de los colegiales. El colegial de los pantalones bombachos va dando saltitos, tratando de evitar, sin conseguirlo casi nunca, la raya que separa una baldosa de otra. El Padre de las cejas espesas y los carrillos prominentes avanza ahora muy deprisa, entre ambas filas, y cuando llega al extremo del corredor se vuelve, queda inmóvil, mira a todos lados, El colegial de los pantalones bombachos ha dejado de dar saltitos. En algún lugar muy delante del colegial pelirrojo ha habido una momentánea interrupciór de la marcha, de forma que los colegiales caminan ahora con cierta rapidez tratando de recuperar la regularidad de esta. Enseguida han vuelto al ritmo normal. Los colegiales a la altura del pelirrojo están abandonando ahora el corredor del claustro y tras cruzar un pequeño distribuidor bajan por una escalera, el rumor de las pisadas se hace más fuerte e irregular, alguna tos. No se trata de la escalera principal, sino de las muchas escaleras secundarias que hay en el Monasterio. Tiene forma de caracol, los peldaños son de ladrillo, el pasamanos, de madera sobre sencillos barrotes de hierro. La forma de la escalera hace que las filas vayan más despacio. El Padre de las cejas espesas y los carrillos prominentes baja por centro, levantándose un poco la sotana _en la otra mano un rosario y un misal_ y más despacio que los colegiales, mirando con mucho cuidado los escalones. El colegial de pantalones bombachos bajaba apoyándose en la barandilla pero de pronto ha retirado de allí la mano y observándo la expresión de asco ha dicho guarros, mientras con la mano, la izquierda, ha sacado el pañuelo del bolsillo y se limpiado la mano derecha sin dejar de murmurar guarros; después ha continuado bajando sin apoyarse ya en la barandilla. De nuevo han salido al claustro, ahora en la planta baja. El Padre de las cejas espesas y los carrillos prominentes ha quedado una vez más inmóvil, contemplando el lento avance de las filas de colegiales, todos en silencio y arrastrando mucho los pies; después se pone a andar nuevamente, a grandes zancadas. Desde este corredor se percibe con más intensidad el olor verde del jardín, el fuste de las columnas parece más alto y grueso. Como en el piso de arriba, el suelo es de grandes baldosas piedra, y hay menos puertas y de mayor tamaño. El colegial de los pantalones bombachos camina sin hacer nada especial, es el colegial pelirrojo quien lo hace ahora dando saltitos para saltar las rayas de las baldosas, hasta que pronto abandona distracción y camina indiferente. Para llegar a la capilla, adonde se dirigían los colegiales, el movimiento normal habría consistido en abandonar este corredor y penetrar en un pasillo muy corto y oscuro, al fondo del cual está la capilla (no la iglesia del Monasterio, reservada para la misa mayor de los domingos y otros actos solemnes). No era necesario dar una vuelta casi completa al claustro, y, sin embargo, esto es lo que han hecho. Nada más bajar, el sol daba sobre el corredor por el que caminaban y ahora da sobre el corredor de enfrente. El colegial pelirrojo lo comenta con el de los pantalones bombachos, y éste, anda, es verdad, mirando con extrañeza. La voz de uno de ellos: "¿Dónde vamos?", alguna risa aislada. El Padre de las cejas espesas y carrillos prominentes ha mudado de expresión. "¿Qué pasa aquí", pregunta en un tono muy alto, enfadado. El colegial de los bombachos se vuelve al pelirrojo y en silencio repite con su mirada la misma pregunta. El pelirrojo se vuelve al colegial que está tras él y repite qué pasa, otros muchos colegiales de esta y de la otra fila se miran asombrados o inquietos y preguntan qué pasa; algunos levantan expresivamente los hombros: no lo saben; otros insisten: qué pasa, y crecen los murmullos, de nuevo alguna risa, no han dejado de andar. El Padre de las cejas espesas va y viene, qué pasa aquí, repite, se puede saber qué pasa aquí. Su rostro ha enrojecido de rabia, de malhumor, mira con ojos amenazadores, inquisitivos. Los colegiales se miran entre sí con mayor extrañeza, los murmullos aumentan y el Padre, en el centro del corredor, ¡silencio! ¡Silencio y quieto todo el mundo! ¡Que no se mueva nadie! Las filas se detienen. Con voz más segura, el rostro menos congestionado, ordena: muy bien, ahora espérense, que no se mueva nadie, y avanza a grandes zancadas, sombra oscura, corredor adelante. Los colegiales le miran en silencio; viéndole, se tiene la impresión equívoca de que esa dirección que lleva igual puede encaminarle a la cabeza que a la cola de las filas. Como sea, los colegiales han quedado inmóviles y esperan, cuchichean entre sí. El nerviosismo se ha adueñado de miradas y rostros, y es una pelota de baloncesto la pregunta insistentemente repetida: qué pasa, qué pasa, qué pasa... no lo sé, dice el pelirrojo al de los bombachos. Murmullos, risas, guirigay... Callaros, hombre, dice algún colegial formalito, pero sin éxito. Súbitamente se hace de nuevo el silencio; por el fondo del corredor viene un Padre de ojos saltones y frente despejada. En su rostro se adivina una fuerte preocupación. Atraviesa todo el corredor sin fijarse en nadie y sin decir nada, muy de prisa. Por fin, se tiene en el extremo, da unas palmadas y, al oírle, inmediatamente los colegiales reanudan la marcha. Cualquiera sabe qué habrá pasado, dice el de los bombachos. Las filas se mueven con regularidad y la tensión parece haber desaparecido por completo. Sólo algún murmullo, sofocado por el rumor de pisadas... De improviso, el de los bombachos se vuelve al pelirrojo: mira, dice con estupor. Las filas no se han dirigido hacia la capilla, sino que han vuelto a la escalera de caracol y ahora están subiendo lenta y regularmente. No entiendo nada, dice el pelirrojo. El de los bombachos: yo tampoco, vaya lío, y sube sin apoyarse en la barandilla. Antes de que el Padre de las cejas espesas y carrillos prominentes apareciese bajando desde lo más alto de la escalera y entre las dos filas de colegiales, éstos ya oían su voz: que no se mueva nadie, que no se mueva nadie. Insistiendo en esta orden, congestionado el rostro avanza en dirección al claustro mientras los colegiales se van parando. Cada vez lo entiendo menos, dice el pelirrojo. Y el colegial de la nariz aguileña y los ojos rasgados: aquí pasa algo, y todavía añade: algo muy raro. Se miran unos a otros, nuevos gestos de extrañeza, nuevos murmullos, nuevos comentarios ociosos, pero incontenibles... Reina el barullo. Y de pronto, las filas se ponen en marcha. En la parte de la escalen donde están el pelirrojo, el de la nariz aguileña, el de los bombachos, etc., etc., no se ha recibido ninguna orden en tal sentido: ninguno de los Padres ha pasado por allí, pero, con toda probabilidad, dice el pelirrojo, la orden ha sido dada más allá de la escalera. Desde luego, los colegiales situados en los últimos peldaños, al ponerse a andar nuevamente, lo han hecho de un modo en el que se advertía que con ello imitaban a los de más adelante y no visibles desde el lugar en que se encontraba el pelirrojo, el de los bombachos, el de la nariz aguileña... Consecuentemente, al imitar cada colegial a los que tiene delante, las filas suben en dirección al corredor del piso de arriba, cuya claridad ya empieza a divisar el pelirrojo. Sin embargo, las filas no han seguido en dirección al corredor del claustro, como parecía presumible, sino que han doblado a la izquierda, adentrándose en un pasillo que tiene celdas a un lado y otro, y que es sensiblemente igual a los que se encuentran en el ala derecha una vez que se deja atrás el corredor del claustro, si bien con una diferencia: las celdas no están numeradas, hace observar el colegial de la nariz aguileña a los que se encuentran más cerca de él. Este hecho dio idea a los colegiales de la existencia de un conjunto de pasillos, todos similares y situados en esta parte del Monasterio, a la que no habían tenido hasta entonces acceso. ¿Cuántos pasillos? ¿Tantos como el otro lado? Probablemente, suponía el de los pantalones bombachos, pero convinieron los otros colegiales en que era inútil preguntarse por esto, pues resultaba suficiente la comprobación de la amplitud de aquel conglomerado de pasillos, de largos pasillos, lo que realmente el colegial pelirrojo, así dijo, no había sospechado hasta ahora, y los otros tampoco; ellos, tampoco. Avanzan lenta y regularmente, calmados ya los nervios por lo ocurrido antes. Todo parece resuelto: ninguno de los padres ha vuelto para decirles que se detengan y es forzoso creer que alguno de ellos ha dado la orden de que vayan en la dirección en que van, sea cual sea finalmente esa dirección. Todo parece resuelto, se dicen unos a otros con gestos más que con palabras, pues la misma movilidad de las filas ha hecho que, quizá inconscientemente, como un acto reflejo, estén otra vez callados. Al fin sólo se oye el monótono rumor de las pisadas. El colegial de los pantalones bombachos vuelve a caminar dando constantes saltitos. Cuáles han sido los motivos por los cuales han dado este rodeo _rodeo, pues nadie ha puesto en duda que, si bien por diferente camino, van a la capilla para oír la misa en este segundo día de sus ejercicios espirituales_ es algo que, suponen, sólo podrían explicar los Padres y los colegiales que ocupan los primeros puestos en las filas. Ya nos enteraremos, dice el pelirrojo. La sensación de tranquilidad, de normalidad, es completa, visible en los rostros de los muchachos, en su paso regular... Hasta que, súbitamente, aparece el Padre de los ojos saltones. Viene corriendo en la misma dirección de las filas _la última vez que le vieron fue precisamente cuando les adelantó__ y grita con todas sus fuerzas ideténganse! ¡Por el amor de Dios, deténganse! Estupefactos, asustados _quizá, más que por la orden, por la angustia de la voz_, desconocedores de lo que ocurre, pero ahora persuadidos de que es algo verdaderamente grave, los colegiales se paran en seco y el Padre de los ojos saltones continúa corriendo sin dejar de repetir angustiado deténganse, deténganse, por el amor de Dios... Ya se pierde por el fondo del pasillo, todo faldones de sotana, y ya los colegiales que están allí hacen gestos con la mano y llaman a gritos a aquellos otros que, invisibles desde el sitio en que se hallan el pelirrojo, el de los bombachos, el de la nariz aguileña, etc., deben de encontrarse ya en el pasillo siguiente, quién sabe en dirección a dónde. Otra vez el barullo, las preguntas sin respuesta, alguien ríe. Pero algunos colegiales callan ahora, y finalmente callan casi todos, sobrecogidos, asustados por el acontecimiento. ¿Quiénes están a la cabeza de las filas? Quizá ellos sepan a qué obedece todo, incluso es posible que tengan alguna responsabilidad en los hechos. El pelirrojo lo pregunta, pero el de la nariz aguileña le recuerda que no están en el colegio, sino en el Monasterio, adonde han venido para hacer los ejercicios espirituales a lo largo de toda la semana, y que por tanto no saben de memoria aún quiénes son los colegiales que ocupan las primeras celdas. De improviso, las filas se vuelven a poner en marcha. Arrastrando los pies, algunos colegiales se echan a reír; otros miran con espanto. ¡Deténganse, deténganse! Es ahora la voz del Padre de las cejas espesas. Las filas se detienen. Después, dando una palmada, el Padre ordena: rompan filas. Pero no se mueve nadie. Él repite: rompan filas, ¿no me han oído? Rompan filas. Pero nadie se mueve, los colegiales se miran entre sí. El Padre, congestionado, enfurecido, repite la orden que nadie cumple. Fuera de sí, rojo de rabia, se dirige a un colegial obeso y de cara inexpresiva, le pregunta a ver usted, por qué no rompe filas, que lo diga, y él asustado, tartamudeando, no puedo, no puedo, dice. Levantando amenazador los brazos, como si fuera a pegarle, inclinándose sobre él, grita con violencia he dicho que rompan filas, y el muchacho llorando no puedo, no puedo. Todos los demás miran expectantes. El Padre ha cogido ahora al colegial obeso de un brazo y tira de él sin conseguir arrancarlo de la fila, y el colegial grita y llora, le está haciendo daño y no puedo, no puedo, repite, mientras el Padre sigue tirando de él con todas sus fuerzas, el rostro congestionado. Ha aparecido el Padre de los ojos saltones y frente despejada, que se interpone entre los dos. Déjelo, ¿no ve que está lastimando al muchacho? Y el Padre de las cejas espesas, como volviendo en sí: lo lamento, lo siento... No hemos de perder la serenidad, dice el de los ojos saltones, y dirigiéndose ahora a los colegiales en voz alta pregunta por qué se pusieron en marcha la última vez. Los colegiales se miran entre sí, alzan los hombros, varios explican que se limitaron a seguir a los compañeros que iban delante. Como si esperara esta respuesta, quizá oída a los colegiales que iban delante, el Padre de los ojos saltones, amable y persuasivo, propone intentémoslo de nuevo, poned toda vuestra voluntad cuando yo diga rompan filas. ¡Ya: rompan filas!, dando una palmada. Los colegiales hacen un notorio esfuerzo por obedecerle, se inclinan como si aguantaran una pesada carga, jadean, pero un no visible imán les sujeta impidiéndoles abandonar la fila. Sombría la expresión el Padre de los ojos saltones les dice que lo dejen. Alguien pregunta qué pasa, padre, y él vacila antes de responder, hasta que al fin, con tono abatido, sincero, contesta no lo sabemos. El pelirrojo quiénes van a la cabeza de las filas, pregunta, y el padre de las cejas espesas tampoco lo sabemos nosotros, pues los que iban en cabeza se han confundido ya con los que iban en la cola y parecen haberlo olvidado, de modo que las filas forman un todo continuo a lo largo de los corredores y pasillos del Monasterio, dándose la circunstancia, como acababan de comprobar, de que las filas no pueden romperse y también de que, inexplicablemente, se ponen en marcha solas, al margen de las órdenes de los Padres y de la voluntad de los propios colegiales. Intercambia una mirada con el Padre de los ojos saltones, el cual desde sus ojos saltones parece reprocharle cuanto acaba de decir, y como arrepentido y en otro tono no debéis preocuparos, todo esto es algo raro y espectacular, pero no debéis preocuparos, dice, y el de los ojos saltones corrobora eso es, estas cosas pasan a veces, por decir algo, y no tiene importancia. Ya se van los dos reflujo de sotanas corredor adelante. Los colegiales quedan atónitos y asustados. Algunos intentan ahora, una vez más, salirse de la fila, doblando el cuerpo con todas sus fuerzas, incluso haciendo palanca con una pierna o con un brazo sobre la pared, sin conseguirlo. Desisten, abatidos. El pelirrojo se seca el sudor, el de los pantalones bombachos ha empezado a llorar en silencio, el gordito de antes grita qué nos pasa, se oyen lejos otros gritos desesperados de colegiales, el de la nariz aguileña a mí me gustaría estar en casa con mis papás, pero ellos me han traído al internado... Ya viene el Padre de las cejas espesas. Calma, calma, hijos míos, recomienda. Tranquilizaos, que esto pasará enseguida, pero la mayoría de los colegiales no le escuchan: siguen gritando o llorando. Tan grande es el poder de la costumbre que unas horas más tarde los colegiales habían conseguido habituarse, hasta cierto punto, a su nueva situación. De cuando en cuando, las filas se ponían en marcha y los Padres, en un constante ir y venir ordenando que se pararan, conseguían detenerlas; esto último parecía demostrar que, por lo menos, conservaban algún control: no podían romper las filas, pero podían detenerlas en un momento dado. Desde el ángulo de pasillos y corredores, haciendo bocina con las manos, los Padres informaron también de las normas que el Padre Rector acababa de establecer para hacer frente, de un modo práctico, a las nuevas circunstancias. Insistían las normas, especialmente, en la necesidad de que no se interrumpiera el normal desarrollo de los ejercicios espirituales. Con este fin, y tal como las normas habían anunciado, los camareros, los fámulos, y demás gente del servicio fueron instalando una sistemática red de altavoces, a fin de que pudieran impartirse cuanto antes las pláticas y conferencias de hoy, como asimismo, y si las cosas continuaban de igual modo mañana, pudieran los colegiales oír la santa misa. Más aún: a cada colegial se le facilitó un orinal y una colchoneta, y también una bolsa de comida, de las que se usaban para las excursiones. Cuando todo estuvo dispuesto, los colegiales se sintieron tranquilos. Nadie lloraba ya. Con la colchoneta a la espalda, la bolsa de la comida en una mano y el orinal en la otra, cada colegial era un ejemplo de disciplina; y todo aquello, un ejemplo de organización práctica, eficaz y terrestre. Sólo había un problema: ¿qué iba a pasar durante la noche? ¿Podrían dormir los colegiales o seguirían poniéndose en marcha las filas de modo intermitente y sin motivo que lo justificara? También eso se resolvió. Los Padres ordenaron a los muchachos que dejaran las colchonetas en el suelo y que se acostaran, y así lo hicieron ellos sin dificultad alguna. Durante horas y horas, los Padres recorrieron pasillos y corredores temiendo que las filas volvieran a ponerse en marcha, pero no ocurrió tal cosa: los muchachos dormían perfectamente, con un sueño. tranquilo y profundo, sin duda agotados, exhaustos por las emociones del día. Tan absoluta era la normalidad que algunos Padres descuidaron su guardia y se recogieron en sus celdas para echar una cabezada, exhaustos y agotados también. ¿Está muy cansado, Padre Esteban?, preguntó el de los ojos saltones al de las cejas espesas. Sí, Padre Marcos: como usted, como todos... Pero quizá lo peor no es eso, sino que, en momentos como éste, me asaltan dudas y me pregunto con temor si de verdad cumplimos con acierto nuestra misión educadora. El Padre de los ojos saltones, quitándole importancia, está usted agotado, Padre, le conviene descansar... En nuestro oficio hace falta una vocación tremenda. Pasándose una mano por la frente, el otro corroboró es verdad: una vocación tremenda, dirigiéndose ya hacia su celda, cabizbajo. PULSA AQUÍ PARA LEER RELATOS DE PROTAGONISTA INFANTIL y AQUÍ PARA LEER RELATOS DE TEMA FANTÁSTICO |
Los tanques y los camiones, ¿no tienen marcha atrás? y los nadadores, ¿no nadan de espaldas? Teniendo esto en cuenta, se comprende lo que algunos opinan: que, técnicamente, lo ocurrido, aunque inverosímil, es posible. Pero otros, también con razón, dicen: ¿y las motos? De las motos, ¿qué? Yo, la verdad, no me meto en tantas filosofías. Ha ocurrido, ¿no? Y todos hemos sido testigos, ¿no? ¡Pues entonces, leñe! Ahora, tocante al motivo, ése ya es otro cantar y yo me callo. Pero que ocurrió lo que ocurrió... Vamos, eso lo ha visto menda con estos ojos y no hay canalla que me lo niegue ahora mismo. La impresión que yo tenía era como en el tren, cuando llegas a una estación en que el tren se bifurca, y van y ponen una locomotora en la cola, y tú, que no te has movido de tu asiento y estás acostumbrado a que el campo y las casas y todo se vayan como huyendo en una dirección, ves que de golpe, en cuanto el tren se vuelve a poner en marcha, se van en la dirección opuesta y tú vas y dices carajo, qué es esto. El teniente Valbuena lo explicaba de otra manera. A él le dio la impresión de estar viendo bajar unas escaleras mecánicas en unos grandes almacenes o en el metro, y como si, de pronto, alguien hubiera manipulado en el mecanismo y la escalera se pusiera a subir, pero con todas las gentes en la postura anterior y como si creyeran estar bajando. Fue algo parecido a todo esto; fue lo mismo, igualito. Yo miraba el desfile y de pronto qué cosa tan rara, no puede ser. Y era eso, sí. En aquel instante _no lo olvidaré nunca_ pasaba delante de mí una compañía de fusileros a las órdenes del capitán Bravo, en perfecta formación, y el sol brillaba con intensidad en cascos y bayonetas... La tropa desfilaba muy marcial y muy disciplinada y muy requetebién... Pero lo hacía caminando de espaldas, hacia atrás. En la tribuna presidencial, el general Fortea ponía una cara que tampoco se me ha de borrar de la memoria. Debió de pensar que veía visiones, lo que pensamos todos, y se pellizcaba una mejilla y decía: caballeros, ¿ustedes ven lo mismo que estoy viendo yo? Y vaya que lo veíamos, como que no estamos ciegos, hay que joderse. Él abría y cerraba los ojos, y estuvo mucho rato sin decir esta boca es mía... Claro que, cuando lo hizo, fue ya en plan de machada. Va y echa mano al sable, y se pone, dice: ¡quieto tó el mundo! Con el estruendo del desfile nadie le oía. Pero menda se fue hasta la tarima de los músicos y con señas y gritando por favor, caballeros, basta ya, ¿no ven lo que pasa? El general suspende el desfile, que se callaran y se callaron, no sin antes preguntar que por qué sí y por qué no. ¡La manía de preguntar! Y es que ellos no se habían dado cuenta de nada, enfrascados como estaban con la música. Más difícil fue conseguir que los soldados dejaran de desfilar, así, de sopetón. El corneta tocó alarma, y eso mismo desconcertó a la tropa. Cuando se les gritó: ¡ Alto, aar!, los soldados miraban con extrañeza. Luego supimos que tampoco ellos, mientras desfilaban, advirtieron ninguna anomalía. Por lo brusco de la interrupción, la formación se deshizo completamente y se armó eL gran guirigay. Recomponer cada pelotón, cada sección y cada compañía parecía imposible. Se veía a los soldados buscando a su sargento o a su teniente; a los cabos, sargentos y tenientes buscando a su capitán... Y a los capitanes, buscando a aquéllos; y a los otros, buscando a los otros. Y no se encontraban todos venga a dar vueltas sin encontrarse, torpones al andar, como si acabaran de despertarse o como si estuvieran sonámbulos, tropezando, sin saber qué pasaba, en medio de un barullo enorme. Entonces, y a través de los altavoces, se dio orden de que todo el mundo regresara al cuartel, y una vez allí se reintegrara a su unidad. Aunque no con la rapidez que habría sido deseable _impaciente, rojo de ira, el general daba golpecitos con el sable en el barandal de la tribuna_, la medida surtió efecto, y pasado un rato la amplia avenida estaba despejada. El general ordenó que se quedara allí un retén, y se marchó al cuartel acompañado de un grupo de jefes y oficiales, entre los que me encontraba yo. Servidor es teniente cuchara, y no tiene tanta instrucción como Menéndez, Bravo, Castro, Valbuena y los demás que proceden de la Academia. Pero menda sabe lo que es un desfile, y el del día de autos fue como he dicho y por extraño que parezca: todos desfilando de espaldas, hacia atrás. Una cosa así no se ha visto nunca y tardará mucho en verse, dijo, y con mucha razón, el general cuando íbamos de regreso al cuartel. Y después le entró la perra, dale que te pego, con que si la UMD debía de andar por medio y no sé cuántas cosas más. Yo intenté quitarle hierro al asunto, y le dije, digo: mi general, ¿ha pensado usted en los nativos? No olvidemos que entre esta gente hay brujos y hechiceros. Él se echó a reír y me contestó con desprecio que los árabes, en muchas cosas, son más civilizados que nosotros. Pudiera, yo no digo que no. Pero lo que yo pretendía era que se le aclarase un poco aquella cara avinagrada que se le había puesto, porque me olía la que se avecinaba. Fue inútil. Nada más llegar a su despacho dio parte a Madrid, sin percatarse de que, en el mejor de los casos, en el Ministerio lo iban a tomar a chacota, y nombró una comisión de jefes y oficiales para que investigara a fondo lo sucedido. En el cuartel, fuimos todos de coronilla durante las dos semanas que duró la investigación. ¿Las causas? Nadie sabía. Los pelotones y secciones que iban a la cabeza del desfile dijeron, y verdaderamente tenía que ser así, que de allí no pudo partir la iniciativa, pues, de haberla tomado ellos, habrían tropezado con las unidades que venían detrás y desfilando de frente. Los que iban a la cola dijeron que, de haber sido suya la iniciativa, los que iban delante no les habrían podido seguir, pues, dado que iban delante, cómo les iban a ver, y no viéndoles, cómo coños les podían imitar... Verdaderamente, también tenía que ser así. En cuanto a las unidades que iban en medio del desfile, todos contestaban que ellos se habían limitado a hacer lo mismo que los que iban delante (aunque no se entendía bien si querían decir los de delante o los de detrás). A cada pelotón, y dentro de cada pelotón a cada escuadra, y dentro de cada escuadra a cada soldado, se le hizo un interrogatorio de aquí te espero, Baldomero. Tenía gracia uno de la motorizada, que le preguntaban en coña pero tú cuándo metiste la marcha atrás, como si las motos tuvieran marcha atrás, hay que joderse. Aparte estas cosas no faltaron rumores, sospechas y denuncias... que hicieron jodidos aquellos días en el cuartel. No había permisos para nadie, y a más de uno lo arrestaron o le metieron un paquete por nada, por cualquier tontería que a lo mejor había hecho hacía mucho tiempo. Por fin, las indagaciones se fueron centrando en el director de la banda, el capitán músico Clavijo, de quien se rumoreaba pertenecía a la UMD, y a quien el general tenía metido ceja y ceja. Sospechaba el general que a lo mejor aquellas marchas que había tocado la banda durante el desfile no eran marchas marciales, sino infernales, y producían efectos psicológicos raros, que obligaban a desfilar de espaldas y le minaban la moral al soldado. Según me contaron los de la comisión, el capitán Clavijo replicó que qué leñe, que aquéllas eran las marchas que se tocan en todos los cuarteles y en todos los desfiles. Pero general seguía en la suya, erre que erre, y se hizo grabar repertorio entero en cinta magnetofónica, y en su despacho hacía la prueba de que, uno por uno, algunos soldados se pusieran a desfilar al compás de las tales marchas y allí delante de él, hay que joderse. Yo no llegué a hablar después con ninguno de los soldados sometidos a la prueba. Ni siquiera lo intenté, porque sabía que tenían órdenes severas de no decir ni pío. Así que, claro, nunca se supo si la prueba había dado resultado o no. Pero el capitán Clavijo fue sumariado, por su pertenencia a la UMD, y enviado a prisiones militares. ¿Tuvo algo que ver en el asunto? Cá, yo no lo creo. Desde luego, era un tío muy estirao y muy finolis, pero los que más le trataban hablaban bien de él, y no se le veía jeta para hacer una machada de esa índole. No, nadie sabía las causas. Valbuena estaba en que había sido una cosa maravillosa, de esas que pasaban en otros tiempos. Y Menéndez juraba y perjuraba que quien había dado en el quid, sin saberlo, había sido Castro. Fue aquel mismo día, cuando oímos al almuédano llamando a la oración, y Castro, muy pianito para que no cogieran onda los chivatos del general, y mirando hacia la medina toda blanca sobre la que reverberaba el último sol de la tarde, dijo, dice: tarde o temprano, tendremos que irnos de aquí. Pudiera; yo no digo que no. (Del libro La pirámide de Khéops) PULSA AQUÍ PARA LEER RELATOS SATÍRICO-BURLESCOS |