EL MEDIODÍA DEL BUFÓN
Ciertamente,
esta vez he estado más que gracioso. Derroché ingenio. Y no
sólo para asegurar mi posición, para hacerme necesario, sino
por el simple placer de agradar desagradando, placer al que
los nobles de este Imperio no terminan de acostumbrarse,
tanto más cuanto que de él depende la satisfacción del rey y
el equilibrio de la corte. Los novelistas lo han hecho
demasiado fácil. Pero yo sé que contentar a un estómago
lleno es más difícil que alimentar a uno vacío. Así, pues,
corro un riesgo constante, riesgo al que sin embargo concedo
el valor monumental e inapreciable de la vida.
Quienes no han hecho de la lástima un arte, viven aún en la
precariedad y la vergüenza del deseo reprimido, sólo a
medias saciado, y siempre bajo el temor de recibir una
ofensa insuperable, cuando no un puntapié de esos peligrosos
zapatos Luis XV. No hay treta que no ensayen ni lenguaje al
que no recurran. Son unos necios. No ven que sólo pueden
recoger las migajas de lo que un profesional como yo ha
mondado a conciencia.
Mirad
por un instante al señor Delacroix. Tiene una mujer
hermosísima, dos amantes en extremos distintos de la ciudad
y unos cuantos francos de renta. Sin embargo, el señor
Delacroix imita penosamente a cuanto enano es favorito del
rey, sin importarle el decoro de su familia ni el constante
murmullo de los salones. ¿Qué decoro? El señor Delacroix
considera necesario decir uno de sus aburridísimos chistes
cada vez que la ocasión (por encima de la mirada fulminante
de un edecán o la ira del mismo rey) le parece propicia. ¿Y
esto para qué? Quisiera poder explicar este curioso
mecanismo de insatisfacción, a causa del cual el hombre más
elegante y seguro de sí se arrastra como un simple gusano. Y
esto no es todo. He visto a no pocos sabios tocar el suelo
hediondo de la cámara del rey con sus frentes venerables. ¿Y
quién es el rey, después de todo? Un anciano quejoso que
arruina las arcas del estado con su delirio de afeites, y al
que cuatro edecanes sostienen una y otra vez entre la cámara
real y el divino urinario.
Hay quienes suponen que los que son como yo dirigen más
secretamente la política del Estado. No lo creo. Somos más
bien los infaltables infusorios, el toque final que hace
caer con estrépito el ruinoso edificio. Porque el edificio
es ruinoso y seguirá siéndolo, al menos durante un tiempo.
Nació como una ruina y como tal ha ido desarrollándose,
creciendo monstruosamente entre las lianas de la destrucción
dejadas por el antiguo Imperio. Pero yo hablaba de esa
insatisfacción que hunde en el fango a tantas vidas
admirables. Tal vez hablaba de los mismos.
Hoy, por ejemplo, he sido testigo de uno de esos casos
sin solución cuya existencia transcurre en el más delicioso
ridículo. El señor Maritain es un sabio. Y no un sabio
cualquiera, sino el hombre que ha asombrado a la Academia
con tres descubrimientos sucesivos de la mayor importancia.
Lejos de contentarse con esto, el señor Maritain ha venido a
implorar al rey (no hay otra palabra) que le permita
trabajar en una de las alas más atestadas del castillo, pues
a sus sombras, dijo, la ciencia se encuentra como en su
medio natural, y hay ese olor de creación que no puede
obtenerse en ningún laboratorio. Ante tal muestra de
desprecio por sí mismo, el rey, sostenido por unos cojines
de Persia que sólo pueden aliviar sus incurables almorranas,
no tuvo más remedio que concedérselo. Al salir, el señor
Maritain se encontró con el señor Delacroix, que estaba allí
desde temprano, como siempre. Linda escena. Se hicieron un
saludo cortés y cómplice --lo cual, por otra parte, era una
simple formalidad, pues entre ambos extiende sus aguas un
odio profundo--, y luego echaron a andar en direcciones
distintas: uno a la Academia, a dar una noticia que le
sumiría un poco más en el oprobio; el otro, hacia un largo
peregrinaje por los salones del rey, en espera que éste
quisiera escuchar uno de sus abominables mejunjes
lingüísticos. El señor Delacroix es (o era) un escritor, y
un escritor de excelente futuro. Pero tuvo tal vez la
desgracia de escribir demasiado bien y demasiado pronto.
Hubo un tiempo--cada vez más lejano, cosa de la
prehistoria--en que esto era posible, y que, pese a la
férrea censura que siempre se ha ejercido sobre esos seres
extraños y mágicos que son los poetas, había por ellos un
desprecio mezclado con la admiración que establecía una
saludable distancia. Se les odiaba y se les quería a un
tiempo, y dentro del caprichoso zigzag de los deseos
imperiales, alguno de ellos no iba a parar inmediatamente a
un oscuro foso de las afueras. Y aún cuando se les vigilaba
estrechamente, sus estrofas cargadas de intención seguían
constituyendo el núcleo--núcleo secreto, es verdad,
escindido, perseguido, pero núcleo--en torno al cual se
organizaba la existencia. ¿Qué es lo que ha cambiado aquí?
No ha sido el poder, pues el poder no cambia. Sigue siendo
tan semejante a sí mismo como la mirada de un esclavo o de
una esfinge. No es la poesía, tampoco, pues ella, aunque
censurada y perseguida, se ha retirado aún más al canto
indefinido de los trovadores, y permanece como un anhelo en
la mirada alegre (pero en realidad sombría) de los que,
entregados al vicio por simple desvanecimiento de la
voluntad, tiene aún en el fondo de los ojos un brillo
perturbador, como si de ese fondo sin esperanzas pudiera
emerger algún día la certeza de la luz, desenvolviéndose en
ondas cada vez más amplias que otorgarían una nueva validez
a la metáfora del mar y de los caballeros encerrados en la
gruta. Esto son sólo sueños, y sueños extraños, puesto que
no abarcan un futuro. No hay otra certeza que esta luz bajo
la cual escribo, ni otra risa que esta con que respondo a
las conminaciones del silencio. Así, pues, lo que ha
cambiado en todo caso, es otra cosa. Desentrañar este
misterio no es mi tarea. Yo sólo soy un bufón, una suerte de
fracaso vivo, un extremo. Si bien es cierto que en mí se
revela la faz sin pretextos de lo que los hombres llaman
sociedad y progreso, no es esa la dirección en que se
encaminan mis reflexiones. He de decirlo claro, pues entre
los fantasmas que suelen acompañarme en esta hora, hay desde
angelicales propósitos inconclusos hasta emanaciones que
tratan de constituirse en representación muda y sucesiva del
infierno. Unos y otros son apartados con cortesía o con
brutalidad. No es que me abandonen, por cierto, pero ahora
entre nosotros las cosas están mucho más claras. Yo puedo
morder tranquilamente un trozo de carne, y ya pueden ellos
gritar a su gusto en las oquedades de la piedra, pues no hay
plegaria más ardiente que aquella que no tiene la esperanza
de ser oída. Yo, por mi parte lo que quiero es estar
completamente solo. Si hay algo sagrado para mí, que soy la
burla suprema de todo y de todos, eso es la hora de
almuerzo.
Desde siempre he permanecido en la sombra, apartado de
los hombres y de sus gustos, cubierto con un caparazón
amable, aunque resistente a los golpes. Soy célebre por una
locuacidad que no le debe nada al quietismo morboso de las
cortesanas. Pero mi existencia ha transcurrido entre olores
de herrumbre, mis compañeros han sido el moho y el vaho de
las grietas. He salido a la luz sólo para ser reflejo
deforme, arma eficaz que convence a los incrédulos, que de
antemano los vence. Pero mi reino es la oscuridad, y sé
mucho más del claustro que de las canciones obscenas y del
vino. Debieron arrojarme a un pozo en el momento de mi
nacimiento, y por alguna razón he desandado la cuerda para
recompensar a un horrorizado verdugo. He crecido entre
sombras que se desplazan, entre grados de oscuridad que
anunciaban un lejano mediodía. Tal convivencia con lo oscuro
me ha hecho dado o la reflexión y al estudio de lo diferente
y de lo semejante. Por lo demás, hay ciertas palabras que me
gustan mucho. Exhibirme también me gusta, pero menos. Veo
con irreprimible ironía cómo se adelantan los nuevos
mártires de la destrucción, moviendo sus cabezas indolentes
de muñecos bajo la luz solar, mientras tañen las pequeñas
campanas que yo mismo hago doblar para regocijo de todos.
¿Qué es lo que ha cambiado aquí?, me preguntaba hace un
momento. Ahora doy un nuevo mordisco a la carne que cruje
entre mis dientes con un sonido semejante al de los cuerpos,
y la grasa forma en mis labios el eco de un discurso,
discurso que no pronunciaré, pues encuentro más interesante
el fondo brumoso de las preguntas que nunca se formulan. Tal
vez lo más terrible de todo (pero terrible no tiene otro
significado aquí que el de ser una simple pauta de lo
escrito)sea que hasta la angustia se ha hecho sistemática, y
que ya no es posible transcurrir entre esos dos polos que
son el dolor y la alegría, pues ahora todos los signos giran
sin cesar en un aire vago, todos los signos y todas las
cabezas, y en el centro hay una cuerda anudada que rompe y
aclara el conjunto, como algo reluciente que no tiene ya
nada que ver, y que sería la inocencia misma si no fuera por
que en esta revisión de los libros anteriores la inocencia
no tiene lugar. Yo mastico un nuevo pedazo de carne y me
encojo de hombros con fruición. Este tocino montañés es una
verdadera delicia.
Los nobles (¿pero quiénes son los nobles?) han
comprendido una sola cosa: que todo se está acabando y que
nada se puede guardar. Los infieles, por su parte, hace ya
mucho que se cansaron de ser el término obstinado y
complementario de un simulacro de lucha. Qué fue de ellos es
un misterio cuyas consecuencias, sin embargo, son bien
reales. Asaltaron el poder, ¿no lo asaltaron?. ¿0 bien en un
minuto inaudito convencieron a los nobles de la inutilidad
de esa farsa vergonzosa? Sea como fuere, no se les ve por
ninguna parte. Ya casi no hay nobles. De la metamorfosis de
unos y otros ha crecido un monstruo nuevo: la irrisión. A
diferencia de todos los anteriores, éste tiene una
omnipresencia frente a la cual el rey mismo ha empezado a
diluirse, como si un potente rayo de sol en el viejo museo
de cera, cambiando la locuacidad en mudez y el lecho nupcial
en urinario silencioso. Las cortesanas cierran filas en
torno al viejo para protegerlo, oscuramente convencidas, sin
embargo, de que nada ni nadie lo salvará.Y es casi un
pintoresco elemento del paisaje, con su alto gorro de
comunión y sus pantuflas dobladas. Se va acercando
progresivamente a su nunca desmentida aspiración, que es la
de ser un payaso. De ahí que las cortesanas agiten
frenéticamente los brazos como abanicos chicos que erigieran
una escenografía instantánea frente a los barcos detenidos
por unas horas en el puerto. Sólo que aquí, como he dicho
antes, no hay puerto. El rey muestra a cada tanto su rostro
entre ese despilfarro de vestido, y me hace un paño
cómplice, pues soy el único entre los que le rodean que
comprende a fondo su locura. Mientras voy hacia él, tengo la
sensación absurda de ser Catulo frente a César, pero un
Catulo que ha probado el misterio de las catacumbas, y un
César que prefirió perder una batalla antes que quemar la
biblioteca de Alejandría. Como se ve, avanzo entre lo
posible y lo ilusorio. Lo único que no puedo dejar de hacer
es dejar de reflexionar con esta pluma en la mano.
Esta mañana me han pedido que hable a nombre de todos
los que permanecen callados, por ignorancia o por juramento.
¿He de mostrar unos hechos para convencer a alguien de la
lucidez de mis propósitos, de la calidad de mis fuerzas?
Sea. Me subí sobre el viejo tambor y largué un discurso
sobre las cosas visibles. Sobre las invisibles no hablé,
pero aquello estaba, por así decirlo, en el aire. (Cada vez
me siento mejor: para decidir esta frase me ha bastado un
segundo). Dije que el cielo era negro y que el mismo sol no
era más que una estafa. Afirmé que la única solución era
cerrar el mundo como se cierra un libro, pues el mundo no
era otra cosa que un libro, aunque con las páginas
cambiadas. Pero que como nunca sería posible conocer el
verdadero orden, lo mejor sería echar a un lado ese absurdo
fardo de cuentas y empezar uno nuevo. Hablé como un hombre
profundamente perturbado por la incertidumbre de la
civilización. Mostré el camino recorrido por esa misma
civilización durante los últimos sesenta mil años. No olvidé
la tortura ni los grados de lo servidumbre, al fin y al
cabo, algo sabía yo de eso. Tuve un instante de
agradecimiento para los héroes y ofrecí el perdón absoluto
para los asesinos. Fui alternativamente cruel y bondadoso.
Mostré la cara verdadera del poder y las huellas de la
irrisión humana en mi cuerpo desnudo. Terminé con una arenga
que si no era ella misma el apocalipsis final, era por lo
menos una caricatura estruendosa del imperio. Fue un
discurso pesimista, pero sincero. Cuando bajé del tambor
hubo aplausos clamorosos y manos insistentes que reclamaban
autógrafos. Mi éxito no habría sido tan completo si hubiera
hablado en el tono aquiescente y plautocómico de los
antiguos bufones. El viejo zorro era quien más reía
apartando los cuerpos de las cortesanas para mover los pies
en el aire como un molinete, No solo había mostrado una vez
más la solidez de mi posición sino que acababa de descubrir
el placer inmenso de hablar con seriedad y la tremenda burla
que se esconde en la historia. Más que un signo de
agotamiento,el baño que pedí permiso para tomar era un
intermedio necesario para tomar a solas esa noticia, que me
produjo a un tiempo asombro y cierta ubicuidad mágica
indecible. Sin quererlo, sin proponérmelo, yo había tocado
el centro mismo de la ignominia. Era hora de reflexionar.
Descendí a las aguas del sueño como quien sabe de
antemano lo que le espera. Pero que ahora espera algo más,
como si el sueño se hubiera profundizado. Era un simple
deseo de precisión, pero cuán importante. Como siempre
aparecieron en primer lugar los rostros familiares de la
sombra. Y como siempre, yo estaba sentado en un insomnio que
tenía la característica adicional de ser voluntario. Al
amanecer volvería a encontrar la piedra roída por las
alimañas, me despertaría el sonido de los murciélagos y de
los pájaros, empezaría otra vez el sueño donde yo era el rey
que soñaba ser un bufón en un imperio de utilería. A veces
había ido más lejos que el sueño del rey y el bufón, hasta
ese punto sensible en que la historia se inmovilizaba para
dar paso a otra cosa, pero siempre despertaba en el momento
de oir los aplausos lejanos mientras el cuerpo se desvanecía
en mis manos y sólo quedaban los estremecimientos, como un
eco. ¿Qué es lo que había cambiado aquí? Un loco que no era
sino yo mismo pasó frente a mí gritando en medio del día que
era también la noche. Cerré los ojos para seguir la ruta
iniciática del loco y entreví un lugar en lo oscuro y mi
cuerpo doblado en unas manos que no eran sino las mías. Al
final sólo quedarían las manos colgadas en las ramas como
colas de caballos inútiles.
El loco era yo mismo visto a través del mismo
espejo deforme. Llevaba el pelo con descuido y tenía los
ojos húmedos. Caminaba recto como un mástil y su traje era
tan impecable que me pregunté quien habría tenido tiempo
para vestirlo. El loco no tenía ojos. Su boca era una línea
sencilla. La cara misma era como un resplandor donde yo leía
la incertidumbre y repetía mi pregunta sobre el destino. Más
importante sería señalar el brillo profundo de esa escena, y
como llegamos a confundimos en una poesía trágica que se
balanceaba en el aire como los cuerpos de los asesinados. El
loco no aceptó que le ofreciera un cigarrillo. De pronto se
apartaban las ondas y yo veía por un momento la cara del rey
inclinado sobre el estanque. Luego volvía a caer la pluma y
se estremecían los cimientos del imperio. O bien hilaba como
una vieja tejedora, sin dejar de comentar las noticias del
día con las tejedoras más jóvenes.
Los pescadores ocupados en sus redes, el viejo rey con
una bacinilla en la cabeza, y las cortesanas abriendo la
boca para gritar, el olor de la ropa recién planchada, el
bufón y los señores de levita verde, peluca empolvada y
zapatilla de charol, todo estaba allí para esfumarse al
instante siguiente. Había algo más, pero ¿qué era? Yo podría
ahora desentumecerme los dedos y volverme de lado en la tina
para que la cortesana mayor me frotara a conciencia.
Prefiero morder una vez más la carne jugosa, y escuchar el
susurro del loco que se ha ido desmoronando en su árbol sin
un sólo quejido. Luego vino lo negro. No sé, habían pasado
muchas horas. Yo no cuento más que lo que está sucediendo,
aunque mis palabras se abran unas tras otras como cántaros
rotos. De modo que escuché la maldición de ese espíritu
solitario y comprendí la esencia del juego, que era al mismo
tiempo monstruoso y una entrevisión de la gracia. Me oí
llamar por el peor de los nombres, y el escarnio descendió
sobre mi y yo ascendí hasta la cima del escarnio. Sin
embargo, la felicidad no me hizo mejor, pues en ese momento
comprendí que debía abandonar al loco en el árbol, y que él
colgaría allí como el adiós que yo mismo no me había
atrevido a ofrecerme. Bufón o no, yo debía entrar en la
lucidez como quien conquista un imperio, bordeando ese río
de palabras en el que estaba sumergido y que evocaba algo
más terrible que la propia historia con todos sus héroes y
sus asesinos.
Frío, mojado de la cabeza a los pies, húmedo por
dentro, he cruzado las piernas sobre el zócalo en una rojez
que se filtraba por las grietas y me envolvía. He vuelto al
reino donde agoniza un rey y al decadente imperio de las
horas, pero ellos se debe únicamente a la explicación, a esa
misma explicación a través de la cual todo esto alcanzaría
su fin como un ejercicio higiénico e irónico. Ahora soy el
guardián de un secreto. No reconozco otra guía que esa
última imagen de mi sueño, ese adiós húmedo en un paraje de
selva, con los pies de loco flotando en la oscuridad como
dos triángulos blancos. Si he mencionado los casos del señor
Delacroix y del señor Maritain, es porque ellos constituyen
la perfecta representación de una tendencia que se afirma
cada vez más en esta parodia de imperio. Creo que el rey
terminará por convertir a todos los súbditos en bufones,
pues los bufones no profesionales como Delacroix y Maritain,
cuestan mucho dinero y reportan mucho beneficio. Sé que
parezco desdeñoso, pero si estoy aquí será para ofrecer una
explicación, para no revelar un secreto. De todos modos,
creo haber estado masticando un trozo de carne cuando decidí
tomar la pluma para mostrarle al anverso de una hoja que su
reverso no tenía por qué permanecer inmaculado. Me molesta
la virginidad en todas sus formas. Pero está visto que nada
es simplemente lo que parece ser. El marco cómodo de la
escritura de pronto deja de ser marco y de ser cómodo. No
ocurre nada especial, pero sin que se sepa porque ya no está
en el espacio luminoso de las palabras, sino en el corredor
tenebroso donde un grito no es una queja sino la señal
convenida para el asalto, y porque hay, sin duda, una
especie de mala conciencia en la voluntad de escribir "a
toda costa", como si fuera necesario dejar sentado de una
vez y para siempre que ningún gesto es posible dentro de esa
ausencia, ya que lo que se creía pura retórica momentánea se
abre insensiblemente al riesgo y a la provocación de una
muerte inconclusa, haciendo no solamente imposible el
retorno, sino ejerciendo una suerte de parálisis hipnótica
sobre la escritura, parálisis que es el continuo disolverse
de lo inventado, que, puesto que no se dirige al fin a una
entrevisión de la realidad ni reclama un gesto (ello no
tiene dirección ni retorno, tampoco futuro) termina por
arrollarse sobre si mismo como los surcos de un disco,
movimiento que es doble y que produce esa curiosa impresión
de ilimitariedad y de permanencia, esa cuasidimensionalidad
de la escritura. Movimiento que es también el del ojo y el
de torbellino. Lo que se quería divertimiento verbal acaba
en vertiginosa radiografía. La sombra del señor Delacroix
abraza a la del señor Maritain con una voluntad de niebla
que no es ya la de los moribundos. El bufón mismo ha dejado
de sonar y ha doblado las rodillas, pues ahora le interesa
ese centro de indiferencia en que el desánimo no necesita de
ninguna exhortación, de ningún apoyo. Las manos del
escribiente ejecutan aquella danza de despedida que subraya
la inmovilidad de los brazos, quietos a ambos lados del
cuerpo, del cual son a la vez partes y compañeras de
sufrimiento, pero parte sobrecogida por el olvido, danza del
abandono.
Quiénes hayan seguido pacientemente esta narración fluida
(paciencia que no podría apartarse de la intranquilidad)
habrán notado el hecho de que ella no sólo no concluye
donde, en buena ley debería concluir, sino que ni siquiera
comienza, pues para que algo pueda comenzar se precisa de un
caos previo, de una informidad anterior en la cual la
palabra resonaría como una orden, bien que una orden en
última instancia sólo es responsable ante sí misma. Orden al
fin, la palabra no puede renunciar a esta inminencia de
status que es su aparición, o dicho de otro modo: la
aparición de las palabras es su coherencia. Pero yo, bufón
del rey y guardián vitalicio de un secreto observo sin dolor
como las palabras se resuelven en ese gesto fantasmal de
unas manos que se han desplazado algunos centímetros de su
cuerpo, y que flotan frente a él como una pura invocación,
como el reclamo de un rito. Es como si el que escribe
hubiera sufrido una invisible metamorfosis en el ínterin, o
como si, ya antes, hubiera ocurrido un hecho fundamental que
hubiera anulado, sutil, pero irrevocablemente, toda noción
de orden, sin que pueda saberse nunca otra cosa sobre el
particular. Así, una profunda e indiscernible soledad parece
planear sobre lo escrito, pese al cuidado con que el autor
ha incluido aquí y allá datos más o menos precisos que
aluden a costumbres y usos de la época, cuando no una
transcripción fiel de ciertos hechos demasiado conocidos. Es
como si el que hablara en estas páginas estuviera rodeado
por un aire impenetrable, aire que comenzaría a extenderse a
partir de ese centro menos oscuro que es la evidencia del
lenguaje, y que iría evaporando los significados en oleadas
sucesivas, del mismo modo que el mar, dando una y otra vez
sobre la derruida costa de nuestros antepasados, ha
terminado por erigir un desolado promontorio sobre la choza
de un pescador y voces joviales. Dentro de los límites en
los que una explicación puede descender sobre la evidencia
sin provocar una sensación demasiado segura de raison
d'etre, y en el seno mismo de esa evasión que constituye lo
que "puede ser dicho y puede ser entendido", yo me encuentro
ahora ante el gesto inminente de saludar a esas manos, gesto
que ya no puedo rechazar más y que no es una reverencia,
pues en su símbolo (símbolo indiferente y noble) está el
llamado profundo de la sombra; no la promesa del retorno
sino el significado verdadero de esta masticación que debe
sostenerse hasta el final como ciertas músicas que viven en
la piedra, como cierto paisaje de monos que sólo puede
moldear el grito de la ausencia, el centro caído en la
inmemoria, y luego el vuelo ruidoso de los murciélagos y el
reinicio jadeante de la marcha.
¿Entonces? ¿Recojo las velas que había desplegado al viento
tan presurosamente? ¿Dejó al rey en su cámara, bajo los
dedos oleosos y hábiles de las cortesanas, que tratan
amorosamente de asfixiarlo? ¿Preparo otro discurso, una
nueva insolencia que haga palidecer a la anterior y que me
eleve hasta donde ni en sueños he podido elevarme yo mismo?
¿No habrá un asidero en lo justo, una respuesta que
reintegre, así sea por exclusión, la semejanza al torbellino
de esta resonancia vacía? ¿No habrá un espejo final donde se
defina el desaliento? Debo decir que sí y que esto es lo
único que puede consolarme todavía, aún cuando yo no quiera
ni necesite ser consolado, como si ese gesto,
desvaneciéndose, se prolongara, como si el moribundo que fue
pudiera por un instante volver a levantar la cabeza, la
cabeza de extraño, de recién venido. Porque yo he renunciado
a la nada. Estoy excluido hasta de lo inconcluso. Subido
sobre el zócalo, reaparezco en la luz del mediodía, frente a
los ventanales abiertos y a todo lo que grita con furor, a
los follajes y a las bestias del campo. Recobro mi sonrisa
ambivalente, el gorro se posa en mi cabeza. Para ser un
auténtico bufón se precisa no ser un enano. Tal vez estoy
enfermo, pero muerdo esta dádiva montañesa como en mis
mejores días, mientras un ruido de faldas entra en esta
resurrección de los sonidos como el de un tren lejano. Cae
la pluma sostenida y se arrastra por el suelo espejeante.
Veo mi cara que sonríe y mis dientes que mastican. Son
dientes sanos, dientes de campesino o de verdugo. Son los
dientes irrecuperables del que puede jugar con un peso
durante un tiempo determinado, dientes de la precisíón y
límite poderoso para la esperanza. La grasa ha empezado a
formar un charco del que vendrán a beber interminables filas
de hormigas. Mis dientes chasquean en el silencio y yo hago
un gesto invisible de aprobación. Al fin y al cabo, no
siempre se tiene la carne de un dios para el almuerzo.
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