Rosa Montero

índice

El puñal en la garganta

El error

 

                                                                EL PUÑAL EN LA GARGANTA
    Tengo una foto en mis manos. Somos nosotros, Diego y yo, antes de que todo comenzara. Es una imagen del principio, primordial. Tengo un polvillo blanquecino en mis dedos. Son los restos del veneno que le sirvo todas las tardes en el vaso de sake: en cada toma un miligramo más. Es una evidencia del deterioro, terminal. El polvillo ha manchado la foto, de la misma manera que el sórdido presente mancha los recuerdos hermosos del pasado. Están contaminados esos recuerdos, tan envenenados como la copa de aguardiente.
        Miro ahora la foto y no le reconozco. Es el rostro de un hombre que se sabe amado: resplandece. Y era yo quién le amaba, aunque ahora no atino a saber cómo ni por qué.
        Hace seis meses que nos hicimos este retrato, apretujados en un fotomatón de la estación de Atocha, cuando llegamos a Madrid. Hace seis días que empecé a echarle los polvos en la copa. Las mujeres somos buenas envenenadoras: es un arte final que nos es propio. A los hombres les gusta matar con grandes exhibiciones de violencia, como si se sirvieran del asesinato no sólo para librarse de un enemigo, sino también para hacer una demostración de poderío. Y así, estrangulan, apalean, descoyuntan y degüellan. Sobre todo aman las navajas, los cuchillos, las hojas afiladas. Los temibles hierros penetrantes. Si me oyera el psiquiatra diría que estoy obsesionada con los símbolos fálicos. En realidad era un psiquiatra muy malo. Gratis, de la
Comunidad. Sólo fui un par de veces, cuando empezaron a sucedernos cosas raras.
        Pero decía que los hombres gustan de matar violentando los cuerpos desde fuera, mientras que las mujeres preferimos la destrucción interior, que es más sutil. Somos especialistas en este tipo de asesinatos y gozamos de una larga tradición intoxicadora: desde la madrastra de Blancanieves a Lucrecia Borgia. A fin de cuentas, preparar una pócima letal es muy parecido a preparar una sopa de gallinas, por ejemplo. Quiero decir que es una cosa de nutrición, que todo se queda entre pucheros. El envenenamiento como parte de la gastronomía.
        A mí siempre me gustó cocinar. Y a Diego tirar dardos. En eso, y sólo en eso, se nos anunciaba de algún modo el destino. Nos conocimos precisamente así: yo cocinaba en un bar de la playa, en La Carihuela, en Torremolinos, y él ganó el concurso de dardos del local. Era muy bueno, yo nunca había visto nada semejante. Era capaza de clavar una flecha en el culo de otra. Llevaba unos dardos especiales, de madera y plumas, en un estuche de cuero despellejado. Había vivido en Londres durante mucho tiempo, una vida nocturna de pubs, dianas de corcho y ocupaciones imprecisas y tal vez inconfesables. A mí me gustaba que fuera así, aventurero, cosmopolita y enigmático. Tampoco mi vida había sido lo que se dice ejemplar. Soy de la generación del 68, he rodado mucho y no siempre por los sitios más adecuados.
        Viví un par de años en la India, he sido yonqui, me detuvieron una vez en Heatrow con unos gramos de opio. Cuando encontré a Diego hacía mucho que estaba limpia, pero el mundo me parecía un lugar bastante triste. Él me dijo: “Te puedo hacer daño, no te enamores de mí”. Y eso me bastó para quedar prendida.
        Tengo cuarenta y cuatro años. Diego catorce menos. Pero hace seis meses apenas si se notaba la diferencia de edad: yo todavía conservaba un buen aspecto. Lo que siempre me ha fallado ha sido la sensatez, no el físico.
        Cuando nos vinimos a Madrid llevábamos un mes viviendo en la gloria. Nuestra pasión era insaciable: llegamos a la estación de Atocha y nos instalamos en el hotel Mediodía, justo al otro lado de la plaza, porque cualquier otro sitio parecía demasiado lejos para nuestra urgencia. Le prendíamos fuego a la cama varias veces al día. Y no era sólo el sexo: a través de tanta carne yo creía recuperar mi espíritu. Queríamos querernos y empezar juntos una nueva vida.A veces se me saltaban las lágrimas y pensaba que era de felicidad. Tenía que haber aprendido para entonces que llorar siempre es malo. El dinero se nos iba demasiado deprisa y necesitábamos buscar algún trabajo. Pero pasaban los días y no hacíamos nada. Una mañana de domingo, Diego llegó al hotel muy tarde y muy excitado. Venía con un transportista y traían entre los dos un enorme baúl. “Lo he comprado en el Rastro, en una tienda de antigüedades”, dijo mientras lo abría. “Es auténtico y me ha costado baratísimo.” Dentro había tres vestidos chinos de mujer, entallados, muy bellos, de satén bordado, y tres opulentos p’ao, el traje chino de hombre en el que luego se inspiró el quimono japonés (¿y por qué sé yo esto?, los tres negros y con el forro color fuego. Nunca había visto antes una seda como aquella, tan densa, tan pesada. En el baúl estaban además todos los complementos necesarios:
pantalones, zapatos, flores artificiales y agujas para el pelo, barras de maquillaje y joyas falsas. Había también una gruesa plancha de madera revestida de corcho, compuesta de tres paneles articulados; una vez montada sobre unos caballetes quedaba perfectamente vertical y del tamaño de una puerta más bien ancha. “Y ahora viene lomejor”, dijo entonces Diego. Y sacó una caja lacada color musgo. Cuchillos. Estaba llena de cuchillos. Finos, delicados, de doble filo, la hoja larga y punzante, el mango de plata labrada con incrustaciones de nácar. Relampagueaban como joyas en su lecho de terciopelo verde oscuro. Recuerdo
haberme extrañado de que la plata no estuviera ennegrecida, pero no dije nada. “Uno solo de estos puñales debe de costar lo que me han cobrado por todo el baúl, ha sido una ganga”. Nos probamos la ropa: nos quedaba perfecta. Empecé a sentirme yo también feliz. Era una felicidad extraña, un poco intoxicante, como el burbujeo que te sube por la nariz cuando tomas champán. “Ya verás, montaremos un número de variedades, seremos un éxito”, dijo Diego. El aliento le olía un poco a alcohol. Eso hubiera debido hacerme sospechar algo malo, o al menos algo raro, porque él jamás bebía ni una sóla gota. Pero me sentía tan
contenta y tan poderosa dentro de mi bello traje de china que ignoré los avisos.
        Suave suave el satén sobre mi piel, una caricia. Despojé a Diego de su quimono e hicimos el amor ahí mismo, en el suelo, entre cuchillos.
        Los primeros cambios fueron tan sutiles que fui incapaz de percibirlos. Pensando ahora, desde el conocimiento de lo que después vino, me doy cuenta de que, tras la entrada del baúl en nuestras vidas, nada volvió a ser igual. Diego empezó a entrenarse: montó el panel de corcho en un rincón del cuarto, chinchetó en él una silueta de papel y se puso a lanzar los cuchillos. Al principio, hasta que cogió el pulso de la forma y el peso de las armas, las puntas de acero rasgaron alguna vez el borde del patrón. Pero enseguida, y para mi sorpresa, porque los puñales exigían una técnica muy distinta a la de los dardos, adquirió una precisión y una seguridad admirables. “Dentro de poco empezaremos los ensayos de verdad”, dijo una tarde. “¿Cómo de verdad?”, le pregunté, aunque sabía. “Contigo. Los ensayos contigo, en el panel”. Me dejé caer sobre una silla. “Ni lo sueñes. No lo voy a hacer. No pienso hacerlo”. Diego se olvió bruscamente hacia mí: tenía un cuchillo en cada mano y por primera vez le tuve miedo. Pero fue un sentimiento tan fugaz como un escalofrío. Sonrió. “No seas tonta: eso es lo que nos va a hacer famosos, eso es lo que dará a nuestro número su categoría. Sin eso no nos contrataría nadie. No tendrás miedo, ¿verdad? Si no estuviera seguro de que no te va a pasar nada no te pediría que lo hicieras, cariño. Ya ves que no fallo nunca”.
        Era cierto, no fallaba jamás. Me estremecí. Me acababa de dar cuenta de que hacía mucho que no me llamaba “cariño” y que no me trataba tan dulcemente. Hacía varios días que no nos amábamos. Cada vez empleaba más horas en sus entrenamientos: incluso se vestía desde por la mañana con el p’ao, decía que necesitaba acostumbrarse a las amplias mangas para que no le estorbasen en la tirada. El panel había ido saliendo de su rincón del cuarto y ahora estaba en mitad de la habitación. Me ponía nerviosa la visión omnipresente y protagonista de esa estúpida plancha de corcho y madera. O quizá me ponía nerviosa el progresivo ensimismamiento de Diego. En cualquier caso, yo salía cada día más. Me levantaba temprano y me iba del hotel, paseaba por el Retiro, tomaba limón granizado en los chiringuitos, me sentaba en los bancos de Recoletos a leer un libro, me metía en un cine. Incluso fui una vez al Museo del Prado. Y cuando regresaba al hotel, Diego seguía clavando puñales en el corcho. En la penumbra, porque la habitación estaba cada día más a oscuras. Empezó corriendo las cortinas, luego bajando las persianas más y más.
        “No soporto este sol, el verano en Madrid es inaguantable.” Ahora estaba casi siempre de mal humor. Le había cambiado el carácter. Lo cual no era extraño, porque bebía. Bebía cada vez más y desde más temprano. Comenzó con ervezas, luego se pasó al whisky. Esos días fueron mi última oportunidad, ahora lo veo: hubiera debido marcharme entonces, pero no me sentía capaz de abandonarle. No ya por no poder vivir sin él, sino por no poder vivir sin mi propia pasión. Sin la ilusión de que la existencia podía ser un lugar mejor, sin ese centelleo entre las tinieblas.
        Una tarde regresé al hotel y me encontré con que Diego me estaba esperando. Me arrojó uno de los vestidos chinos. “Póntelo. Vamos a empezar los ensayos.” “Te dije que no pensaba hacerlo”, contesté cruzándome de brazos. Fue un desafío que duró muy poco: de inmediato, sin un solo gesto, sin una palabra, Diego me dio dos bofetadas. Nunca me había pegado. “Póntelo.” No estaba en absoluto furioso: su fría determinación era lo que le hacía más terrible.
        Aturdida, me quité los vaqueros, la camisa. Tantas veces antes me había desnudado ante sus ojos, tantas veces había disfrutado de la dulce y turbia sensualidad de ofrecerme al amante. Pero ahora su mirada me quemaba la piel, me hacía daño. Me puse el traje; algo se revolvió en mi estómago: era un espasmo de odio. Me dirigí hacia el panel con resolución: en ese momento no me importaba hacer de blanco, no me importaba lo más mínimo. El odio crecía dentro de mi vientre, mezclado con la furia, el deseo de venganza, la necesidad de humillarle y vencerle. Apoyé la espalda contra el corcho, extendí los brazos y me agarré al marco de madera labrada. Diego comenzó a arrojar los cuchillos: los puñales silbaban en el aire estancado, en la penumbra tibia. Los dos primeros se clavaron a ambos lados de las caderas, los segundos junto a los hombros. Después las afiladas hojas se apretaron en el hueco de las axilas, en la cintura, en la línea de las piernas. Las dos últimas se hincaron junto al cuello; cerca, muy cerca, como besos de acero. No quedaban más cuchillos y yo seguía viva.
        Diego se acercó y me apartó del corcho. De nuevo sin un gesto, de nuevo sin palabras, empezó a hacerme el amor con rudeza, incluso con violencia. Y a mí me gustaba. Le necesitaba de una manera feroz, absoluta, distinta. Había algo desesperado en la manera en que nos aferrábamos el uno al otro, en el modo de combatirnos por medio de la carne. Entonces es cierto que el odio se parece tanto al amor, pensé. Desde el suelo veía, en el panel, la silueta de mi cuerpo hacha con cuchillos, el perfil vacío de mi otro yo.
        Nada más terminar me puse en pie: quería ducharme, hubiera deseado meterme en el mar, librarme de algo interior que me manchaba. Entonces fue cuando lo vi. Estaba todo extendido sobre la cama, ordenadamente dispuesto, como si fuera un bodegón. El gran sobre de papel marrón a un lado, luego losrecortes de periódico haciendo un cuadrado, en el centro el folio
mecanografiado. “¿Qué es esto?”, pregunté. Diego se encogió de hombros: “Un sobre que me han dejado en recepción”. Cogí los papeles. Los recortes estaban muy amarillos y eran todos del año 1921. Trágico accidente en el circo Price. La muerte visitó la pista. Horror en el circo... Miré el folio: era una hoja nueva, sin arrugar, escrita a no dudar recientemente. Decía así: “El 17 de febrero de 1921, durante la función de noche del circo Price de Madrid, hoy desaparecido, Lin_Tsé, artista estrella de la velada y lanzador de cuchillos de gran fama, atravesó la garganta de su compañera en mitad de la actuación, causándole la muerte de manera instantánea. Era época de carnavales y el circo estaba lleno, de manera que dos mil personas pudieron
contemplar, espantadas, el fallo irremediable, la sangre que inundó de inmediato la pista y el dolor de Lin_Tsé que, en su desesperación, se arrancaba los cabellos de su larga coleta y hubo de ser sacado de escena medio desvanecido. Y no era para menos, porque la víctima, la pobre Yen_Zhou, no sólo era su ayudante, sino también su esposa.
        “Pero si alguno de esos dos mil horrorizados y conmovidos espectadores hubiera podido ver a Lin_Tsé pocos días después, sin duda se habría admirado ante la asombrosa recuperación del artista. Una vez secas las lágrimas de la primera noche, el hombre, inescrutable, no volvió a mostrar inclinación alguna a llorar a su muerta. En la compañía se rumoreaba desde hacía tiempo que Lin_Tsé mantenía una relación clandestina con Paquita, una de las muchachas del coro; la relación se hizo oficial apenas el artista quedó viudo, y cuatro o cinco meses más tarde se casaron. Paquita tenía quince años por entonces; Lin_Tsé,
unos cuarenta, y Yen_Zhou, según los recortes de la época, había cumplido los sesenta y uno. La policía interrogó al artista varias veces, pero nunca consiguió probarle nada. Todos en el circo estaban convencidos de que Tsé, un gran profesional que jamás fallaba en su rutina, había asesinado a su esposa en medio de la función de gala, bajo la mirada de todo el mundo, en un crimen espectacular ejecutado dentro de un espectáculo, el crimen más evidente y menos disimulado, el crimen perfecto”.
        Los folios no tenían firma, el sobre carecía de remite. “¿Qué es esto?”, pregunté de nuevo: mi voz sonaba chillona, extraña en mis oídos. “No sé. Supongo que me lo ha mandado el anticuario”, respondió Diego. Volvió a encogerse de hombros y se sirvió una copa de una botella tripuda que yo antes no había visto. “¿Quieres? Es sake. Un aguardiente de arroz japonés. Muy rico.Creo que de ahora en adelante no voy a beber más que esto”, dijo con un guiño.
        Y tenía razón. No ha vuelto a beber más que sake. Últimamente, sake envenenado.
        A partir de ese momento las cosas no hicieron sino deteriorarse. Aunque, a decir verdad, lo sucedido, más que un deterioro, era y es un cumplimiento, la llegada inexorable de nuestros destinos, de un final extraño y sin embargo lógico para el que parecería que hemos nacido, de modo que nuestras existencias anteriores, todas las peripecias y avatares vividos, no habrían sido sino el tiempo de espera hasta llegar a esto. Y esto es el furor y la violencia, el odio que hoy nos une con más fuerza de lo que une la pasión amorosa más intensa. Nunca he dependido tanto de un hombre como dependo hoy de Diego.
Por eso quiero matarle.
        Durante un tiempo seguimos ensayando: todos los días, empleando en ello muchas horas. Ya no salíamos de la habitación del hotel: mi vida era unlugar angosto y el universo se acababa en el pasillo. Vestíamos las ropas chinas, dormíamos de madrugada, comíamos desganadamente las bandejas que nos subían, a deshora, camareras estúpidas a las que yo detestaba inmediatamente, porque creía ver en ellas a mis rivales, chicas jóvenes con las que Diego coqueteaba. Yo me había descuidado mucho: podían pasar varios días sin que me lavara, llevaba las uñas rotas y sucias, el pelo grasiento. Me miraba de refilón en los espejos (no soportaba, ya no soporto más mi visión directa) y me veía vieja. He envejecido tanto en unas pocas semanas que casi parezco otra persona.
        Un día Diego se quitó el p’ao, se vistió con sus antiguos vaqueros y una camisa y se fue del hotel sin decir palabra. Yo me quedé temblando. Temblaba tanto que me tuve que sentar en la cama, ya que las rodillas no me sostenían.
       Tenía miedo porque pensaba que Diego se había ido para siempre. Pero también tenía miedo porque pensaba que iba a regresar. Me asusté tanto de mi propio susto que me eché a la calle y acabé, no sé cómo, en un centro de mujeres del barrio. Fue entonces cuando me enviaron a la consulta del psiquiatra. Creo que aquél fue mi último intento de escapar. Durante algunos días repetimos los dos la misma rutina: Diego se marchaba por las mañanas y yo poco después. Por la noche regresábamos a nuestro estrecho encierro. El día de mi tercera cita con el médico no acudí. En vez de ir a la consulta fui andando a la Biblioteca Nacional y convencí a uno de los empleados para que me buscara el significado de la palabra sipabiyao. Tardó bastante, pero al cabo regresó con la respuesta: era un arbusto parecido al zumaque, de la familia de las terebintáceas, pero en una variedad que sólo se daba en China. Era además, mucho más intoxicante que su pariente europeo. De hecho, la ralladura de sus raíces constituía un veneno poderoso; administrado en ínfimas cantidades, pero de forma continuada, alteraba al poco tiempo el proceso de coagulación de la sangre, de modo que la víctima fallecía a ausa de derrames cerebrales o hemorragias que parecían naturales. Como se trataba de un veneno limpio, que no dejaba huella, había sido abundantemente
usado, según decían las crónicas, en las épocas más turbulentas de la China de los mandarines, hasta el punto de que el último emperador de la dinastía Ming mandó arrancar, en 1640, todos los sipabiyaos del país, y prohibió su plantación y tenencia bajo pena de muerte. Eso, ralladura del arbusto letal, era lo que yo tenía en una minúscula botellita que estaba en el baúl, revuelta con los demás pomos de los maquillajes.
        Cuando Diego regresó aquella noche me comunicó que había firmado un contrato para que actuáramos en Carambola, un local a medias cabaré y a medias discoteca que está en la plaza del Ángel. Allí seguimos todavía; he de decir que tenemos mucho éxito y que hemos contribuido a que el lugar se haya puesto de moda. Todas las noches hay dos pases: a las doce y a las dos. Cerramos el espectáculo, que aparte de nuestro número es bastante vulgar: un travestido que imita a Rocío Jurado, un humorista muy triste, unas chicas ni demasiado jóvenes ni demasiado guapas con plumas en las caderas y los pechos pintados de purpurina. Luego salimos nosotros. Diego revienta globos y parte manzanas por la mitad con sus cuchillos, lanza armas desde el suelo, de espaldas o con los ojos vendados. Pero todo eso no son sino adornos, porque el número fuerte, lo que viene a ver la gente, es lo que me hace a mí. Al final redobla un tambor y yo me arrimo a la plancha de corcho y madera. Lo hago lentamente, mientras van acallándose las voces de la sala. Porque siempre se callan. Guardan un silencio absorto y casi litúrgico mientras Diego dispone sus cuchillos en hilera en la mesita auxiliar a su derecha. Y cuando coge el primero, cuando sujeta el puñal por la afilada punta y lo alza en el aire, centelleante, entonces el silencio es tan completo que resulta ensordecedor: es como un
fragor en los oídos, un viento entre hojarasca, el rugido del agua espumeante. Aunque tal vez ese sonido que oigo no sea más que mi miedo, que me agolpa remolinos de sangre en la cabeza. Siempre estoy esperando que el próximo cuchillo sea el último.
        Pero hasta ahora no lo ha sido, así que la vida continúa. Trabajamos, dormimos, comemos. Como cualquier persona. Y nos maltratamos: mucho más que cualquiera. Diego a veces es violento: cuando está muy borracho. Y yo le digo palabras espantosas, las frases más terribles que he dicho jamás. Siempre fui buena hablando; ahora soy buena hiriendo, haciéndole sentirse despreciable. Sé que le vuelvo loco cuando le hablo con todo mi odio. Es como si ahora Diego y yo sólo supiéramos vivir para hacernos daño.
        Hace unos días empecé a echarle los polvos de sipabiyao en la copa de sake. No es muy distinto de echar levadura en un bizcocho. Diego me quiere matar. Si yo no consigo terminar antes con él, él me asesinará una de estas noches, en mitad de la actuación, frente a todo el mundo. Me clavará un cuchillo en la garganta, como hizo Lin_Tsé con Yen_Zhou en el circo Price. A
veces me pregunto qué nos ha sucedido. Me produce vértigo pensar en todos esos detalles inquietantes que rodean nuestra historia. Resulta extraño, por ejemplo, que Lin_Tsé, según explica uno de los recortes, muriera dos días después de su boda de un derrame cerebral. Y que yo intuyera, que supiera de algún modo, aun antes de ir a la Biblioteca Nacional, que el diminuto frasco en el que se leía esa única palabra, sipabiyao, era una sustancia letal: mi arma secreta. O que la piel de Diego se esté poniendo oscura, un poco amarillenta: como de chino. Oh, sí, claro, el hígado, el sake, bebe tanto. Ahora sé que Diego había sido un alcohólico antes de conocerme. Y eso, su recaída, puede ser la causa de este infierno. Eso y mi masoquismo, eso y mis deseos autodestructivos, como decía ese estúpido psiquiatra. La pasión como dolor, la pasión como peligro. Sí, podría ser. Pero ¿por qué no dudo a la hora de escoger la dosis adecuada del veneno? ¿Por qué mi cuerpo ha envejecido tanto en tan poco tiempo? ¿Por qué ahora parezco estar más cerca de los sesenta años que de los cuarenta?
        De modo que seguimos. Esto es, yo sigo empozoñando su bebida y élsigue arrojándome los cuchillos cada noche, mientras yo espero, arrimada al papel, que me suba a la boca el sabor final del acero y la sangre. A veces, cuando está a punto de tirar el arma, creo adivinar (tarda un poco más de lo debido, hay un asomo de duda en su movimiento) que la trayectoria va a resultar fatal. Pero entonces algo cruza sus ojos fugazmente: un brillo de reconocimiento, un estremecimiento de la memoria. Y por una milésima de segundo somos capaces de vernos como fuimos, tal y como estábamos en la foto de la estación de Atocha, abrasados de amor y de deseo, ciegos de ganas de querernos: la pasión como vida, la pasión como belleza. Mueve entonces el brazo Diego imperceptiblemente, rectifica en último momento la dirección del tiro, y el cuchillo se clava una vez más junto a mi cuello con un sonido seco, borrando el dulce espejismo que nos unía al pasado y anegándonos nuevamente de odio. Así son nuestras noches, así pasan los días. No sé quién conseguirá esta vez acabar antes.

PULSA AQUÍ PARA LEER RELATOS SOBRE CRÍMENES

ir al índice

        El sensor pitó y las puertas transparentes se cerraron delante de ella con un siseo neumático. Alma se las quedó mirando con esa expresión estúpida que el estupor provoca. Estiró el brazo y volvió a arrimar su ordenador de muñeca al ojo rojizo del sensor, pero no pasó nada. No puede ser, se dijo. No me puede estar sucediendo esto a mí.
        _Perdone, pero está bloqueando la entrada _dijo una voz de hombre a sus espaldas.
       Alma se volvió. Era el típico ejecutivo. Traje elegante, buenos periféricos. No muy distinto a ella.
        _Es un error _explicó con una sonrisa nerviosa, mientras seguía intentando que el aparato la identificara.
        _Si carece de autorización, deje pasar _insistió el tipo.
        _¡No carezco de autorización! ¡Le estoy diciendo que es un error! _chilló Alma.
        Inmediatamente supo que se había excedido. El hombre y la pequeña cola de personas que había detrás de él la miraban en un silencio reprobador. Se hizo a un lado, avergonzada.
        _Está bien, adelante. Pero que conste que es una equivocación…
        _A nadie pareció importarle lo que decía, de la misma manera que a ella nunca le importaron demasiado las personas que no podían acceder al Sector Uno. De hecho, cada vez que las puertas se habían cerrado para alguien mientras ella entraba sin problemas, había experimentado, junto con un vago sentimiento de compasión, la satisfacción inconfesable de pertenecer a los elegidos.
        Y ahora era ella la rechazada.
        Pulsó en su ordenador el código de incidencias que estaba escrito sobre la puerta. El programa se abrió en seguida y Alma fue contestando las preguntas en voz alta: sí, me han negado el acceso; sí, resido en el Sector Uno; sí, poseo una autorización permanente y vigente. El aparato zumbó y una neutra voz cibernética dijo: “Identificación negativa, autorización inexistente, acceso denegado. Muchas gracias y buen día”. Boquiabierta, Alma se quedó contemplando fijamente la pequeña pantalla, aunque el programa ya se había cerrado. Los viajeros seguían pasando con fluidez junto a ella. El procedimiento era muy sencillo: había que bajarse del tren bala, atravesar a pie alguna de las numerosas puertas de cristal y volver a subirse al tren al otro lado. Era un trayecto de dos minutos que ella había hecho cientos de veces. Más humillada que preocupada, Alma sintió que la ira anegaba su pecho y ascendía por su garganta como un ácido abrasador. Desanduvo a grandes zancadas el corto pasillo transparente, a contradirección de los demás pasajeros y profundamente mortificada por sus miradas de curiosidad. Fuera ya de la zona de puertas volvió a encararse con el ordenador. Lo colocó en modo holográfico y pidió una entrevista personal. La cabeza y el torso de un hombre joven se materializaron en el aire delante de ella.
       _Archivos Generales. ¿En qué puedo ayudarle?
       En realidad no debía de ser tan joven. Tenía hecha una cirugía plástica estándar que hacía que su rostro fuera más o menos igual que el de unos cuantos cientos de miles de personas. Alma le detestó nada más verlo, pero intentó contener su frustración y explicó su caso lo más calmadamente posible. Su profesión de ingeniera energética, dijo, le obligaba a viajar muy a menudo a los sectores más contaminados del país. Ahora mismo, por ejemplo, regresaba de un Sector Cuatro. Su trabajo estaba catalogado de Interés Especial y de Riesgo Máximo para la Salud, explicó con orgullo; y calló que, como compensación, cobraba un sueldo tan alto que podía pagar con toda facilidad el aire limpio del Sector Uno. Muchos ciudadanos, quizá incluso ese mismo pánfilo empleado de cara de plástico, tenían que vivir en zonas más polucionadas por no poderse costear los recibos del aire; pero ella hubiera podido abonar el triple sin notarlo. El empleado atendió sus explicaciones con aburrida impavidez; o puede que la barata cirugía estética hubiera vaciado de expresión su rostro banal. Luego se puso a manipular algo invisible, porque sus brazos se difuminaban en el vacío.
        Alma cerró los párpados y se apretó suavemente los ojos con las yemas de los dedos. El dolor de cabeza volvía a estar ahí. Un latido de fuego que nacía detrás del puente de la nariz, en el centro mismo de su cráneo. Las molestias habían empezado una semana atrás y no habían hecho más que incrementarse. Pidió hora en el médico y hacía tres días que hubiera debido ir a la consulta, pero al final su trabajo en el Sector Cuatro se complicó y decidió alargar el viaje y anular la cita. Ahora se arrepentía: la brutal contaminación no había hecho sino empeorar su estado. Los dolores eran cada vez más fuertes y además comenzaba a tener alteraciones visuales, un síntoma típico de las migrañas. Ahora mismo, mientras hablaba con el empleado, la realidad se le redujo a una especie de pantalla rectangular, como si estuviera mirando por un visor.
        _Perdone por la espera _dijo el hombre, alzando el inexpresivo rostro.
        Alma sintió un pellizco de inquietud. Se enderezó, olvidando por un momento la jaqueca.
       _Su identificación es negativa y sus datos no constan. No posee ninguna autorización porque su identidad no existe.
        _¿Cómo?
        _Con los datos que me ha dado, usted no existe.
        _Pero… ¡no puede ser, es una confusión!
        _Imposible. He hecho las comprobaciones cruzadas.
        Años atrás, para evitar el caos que podía generar hasta la más pequeña equivocación en un mundo totalmente informatizado, se había creado una compleja estructura de seguridad que almacenaba los datos en tres circuitos independientes. Se suponía que era un sistema libre de fallos. Alma sintió que una mano helada le apretaba la nuca.
       _¡Pe… pero… ¿cómo es posible, qué pasa, qué hago ahora?!
       _Puede pedir una última verificación en el Archivo Central del Estado. Pero le dirán lo mismo. Hasta ahora el sistema no se ha equivocado nunca. Es usted quien nos debe de estar dando unos datos erróneos. Tal vez con ánimo de engaño. Le advierto que, siguiendo el protocolo previsto en estos casos, he avisado al servicio de seguridad. Gracias y buen día.
        La holografía se vaporizó en un instante. Ahora los latidos de dolor retumbaban dentro de la cabeza de Alma y apretaban sus ojos por detrás, enviando a la retina oleadas de sangre que parecían teñir intermitentemente su visión con un matiz rojizo. Se sentía enferma, se sentía fatal, peor que nunca en toda su vida; ya era mala suerte que su creciente indisposición coincidiera con esa situación absurda y asfixiante.
        Tenía que pedir ayuda, tenía que hablar con alguien conocido. Una cuchillada de pena pura atravesó su pecho: cinco años atrás habría tenido muy claro a quién recurrir. Cinco años atrás aún vivía Jarque, su pareja. Él habría sabido qué hacer, él habría venido a rescatarla. Él se habría alarmado si ella no llegaba. Ahora, en cambio, nadie la esperaba. No tenía hermanos y sus padres habían muerto. Trabajaba como autónoma y los clientes cambiaban a menudo. Y, en cuanto a los amigos, tampoco eran muy íntimos. De nuevo la pena de la muerte de Jarque volvió a dolerle tanto que casi agradeció poder concentrarse en el latigazo de la jaqueca.
       Decidió llamar a Martín: no era el amigo más antiguo, pero seguramente era el más generoso. Acababa de establecer la comunicación cuando el ordenador se quedó en blanco: la holografía le había chupado toda la batería. Alma corrió aterrada hasta el poste de recarga más próximo, sintiendo reverberar sus pasos en la dolorida base del cerebro. Pero, como se temía, el poste no la reconoció. No tenía crédito. No tenía dinero. No podía cargar el ordenador. No podía hacer nada. Pensó: esto es una pesadilla. Pensó: ¿estaré durmiendo, estaré delirando, será todo una alucinación? La boca le sabía a metal caliente. Se recostó en el muro porque las piernas no le sostenían y sujetó su torturada cabeza entre las manos. Tenía que encontrar una solución, pero su cerebro parecía estarse derritiendo. Doscientos metros más allá, la larga línea de puertas soportaba un tránsito constante y los trenes llegaban y se iban con regularidad. El material cristalino del control hacía que todo pareciera engañosamente fácil, pero era un muro inexpugnable. Piensa, se dijo Alma con desesperación. ¡Piensa en una manera de salir de aquí! De pronto, una idea se abrió paso como un gusano venenoso por su embotada mente: ¿Y si todo estuviera preparado? ¿Y si se tratara de una conspiración contra ella? Alma iba a dar un informe bastante negativo de la planta química que acababa de visitar en el Sector Cuatro. ¿Y si alguien estuviera intentando cerrarle la boca? Gimió, asustada y exhausta. Piensa, Alma, piensa. Sabía que había contrabandistas que ayudaban a los ilegales a pasar las puertas, pero, ¿dónde encontrarlos?
        La jaqueca estaba partiéndole las sienes. Vomitó y todavía se sintió peor. Aturdida y tambaleante, echó a andar hacia los lavabos para asearse, pero de pronto aparecieron dos energúmenos del servicio de seguridad y la agarraron del brazo.
        _Tiene que venir con nosotros.
        _¿Qué?
        _Carece de autorización. No puede estar junto a las puertas.
        De nuevo la incredulidad, la humillación, la ira. Alma forcejeó intentando soltarse, pero los hombres la inmovilizaron con brutal facilidad. Le estaban haciendo daño, cosa que no parecía importarles en absoluto. He descendido un escalón, comprendió la mujer con acobardada sorpresa: soy un ser sin identidad y pueden maltratarme. Y en ese justo instante entró una llamada en su ordenador; por fortuna, era posible seguir recibiendo comunicaciones incluso con muy poca batería.
        _¿Alma? Soy la doctora Roderer… Le llamo por la cita que anuló… ¿Cuándo puedo verla? Convendría que viniera cuanto antes.
        ¡Era su médico! Alguien que la conocía, alguien que sabía de su identidad. Alma se echó a llorar.
        _¿Lo veis? ¡Existo! balbució triunfante a los gorilas.
        La doctora lo arregló todo con asombrosa eficiencia. Media hora más tarde, y tras un corto trayecto en helijet, Alma estaba entrando en su hospital habitual del Sector Uno. Los dos guardias de seguridad, ahora serviciales y amansados, la ayudaron a caminar, porque apenas podía mantenerse en pie. Rítmicos latidos de dolor martirizaban su cerebro, como si en su cabeza se alojara un corazón cubierto de cuchillas. La sentaron en una silla y rodó por los largos corredores de la clínica; con extrañeza y cierta inquietud, observó que no se dirigían a la zona normal de consultas externas, sino que descendían a un lugar subterráneo y remoto. Su inquietud aumentó al cruzar unas puertas que decían: Unidad de Androides. Y el pánico se disparó al verse dentro de un alarmante cubículo, una extraña mezcla de quirófano y taller mecánico, todo acero pulido y luces destellantes.
         _No, no, no es aquí, esto es un error, ¿dónde está la doctora Roderer? Yo no soy un androide… gimió con angustia mientras los gorilas la alzaban de la silla y la ataban a una mesa de metal con veloz eficiencia.
El rostro conocido de la doctora se inclinó sobre ella nimbado por el cegador foco del techo.
        _Tranquila, Alma. Todo va a ser muy rápido.
        Clavaron agujas en sus venas, conectaron tubos. Perdió el habla y su visión empezó a virar al rojo y luego al azul. No soy un androide, pensó Alma con espanto. Le zumbaban los oídos y en su cabeza seguía retumbando un pálpito de sangre, aunque el dolor casi había desaparecido. No soy un androide, se repitió, aletargada; y recordó aquella noche junto a Jarque, cuando su pareja ya se encontraba muy enfermo y el fin estaba cerca. Él dormido en la cama, ella tumbada a su lado, leyendo. Llovía y el ruido del agua se mezclaba con la respiración de Jarque, un poco acezante. Cuánto le quiso entonces, con qué intensidad sintió la vida en ese instante de calma, en esa isla en mitad del sufrimiento. No, ella no podía ser una criatura artificial si era capaz de experimentar unas emociones tan humanas. Ah, Jarque, suspiró Alma, el rumor de las gotas de aquella lluvia acompasándose ahora a los latidos de su corazón. Entonces su visión se deshizo en una tormenta de píxeles y todo se apagó súbitamente.


                                                                                     
****
        _No soporto estas cosas _rezongó la doctora Roderer mientras retiraba los electrodos de desactivación.
        _Sí, es desagradable… _convino Mike, el cirujano del equipo_. Menos mal que pasa pocas veces. Si hubiera venido a su cita, como todos, no habría sufrido el colapso biológico. La hubiéramos dormido y no se habría enterado de nada.
        _Pues no sabes lo peor: al llegar su fecha de caducidad, el Archivo Central simplemente la borró, aunque todavía no estaba desactivada.
        _¿De verdad? Y luego dicen que el sistema es infalible. A mí eso me parece un error bastante grande.
        Las hábiles manos de Mike estaban midiendo el grado de degeneración de los tejidos siliconados de la criatura, para determinar lo que podía ser reciclado. La doctora contempló el cuerpo exangüe, hermoso y aparentemente tan humano.
        _Digan lo que digan, me parece una crueldad que los pobres no sepan que son androides _gruñó la doctora, conmovida a su pesar.
        _Pues por lo visto todos los estudios demuestran lo contrario. No saberlo hace que sean más felices y trabajen mejor.
        Durante cuatro años, pensó ella. Sólo vivían cuatro míseros años.
        _¿Tú crees que de verdad ignoran que son artificiales? _musitó la mujer.
       _Eso parece.
       _No sé… Me extraña que no se den cuenta de que su pasado es falso.
       Mike alzó el rostro:
       _Bueno, ya sabes. Ahora hacen unos implantes de memoria buenísimos.
       Durante unos segundos, los dos médicos se miraron en silencio a los ojos. Entonces quizá tú, entonces quizá yo, se dijo la doctora, estremecida. Pero luego le vino a la cabeza el recuerdo de una noche lejana, lluviosa y melancólica. Una reminiscencia tan hermosa e intensa que era imposible que fuera artificial.
        _Pobre Alma _suspiró Roderer.
        Y se dispusieron a trocearla.

ir al índice

 

IR AL ÍNDICE GENERAL