El
sensor pitó y
las puertas
transparentes se
cerraron delante
de ella con un
siseo neumático.
Alma se las
quedó mirando
con esa
expresión
estúpida que el
estupor provoca.
Estiró el brazo
y volvió a
arrimar su
ordenador de
muñeca al ojo
rojizo del
sensor, pero no
pasó nada. No
puede ser, se
dijo. No me
puede estar
sucediendo esto
a mí.
_Perdone, pero está bloqueando la
entrada _dijo
una voz de
hombre a sus
espaldas.
Alma se volvió. Era el típico ejecutivo.
Traje elegante,
buenos
periféricos. No
muy distinto a
ella.
_Es un error _explicó con una sonrisa
nerviosa,
mientras seguía
intentando que
el aparato la
identificara.
_Si carece de autorización, deje
pasar _insistió
el tipo.
_¡No carezco de autorización! ¡Le
estoy diciendo
que es un error!
_chilló Alma.
Inmediatamente supo que se había
excedido. El
hombre y la
pequeña cola de
personas que
había detrás de
él la miraban en
un silencio
reprobador. Se
hizo a un lado,
avergonzada.
_Está bien, adelante. Pero que conste
que es una
equivocación…
_A nadie pareció importarle lo que
decía, de la
misma manera que
a ella nunca le
importaron
demasiado las
personas que no
podían acceder
al Sector Uno.
De hecho, cada
vez que las
puertas se
habían cerrado
para alguien
mientras ella
entraba sin
problemas, había
experimentado,
junto con un
vago sentimiento
de compasión, la
satisfacción
inconfesable de
pertenecer a los
elegidos.
Y ahora era ella la rechazada.
Pulsó en su ordenador el código de
incidencias que
estaba escrito
sobre la puerta.
El programa se
abrió en seguida
y Alma fue
contestando las
preguntas en voz
alta: sí, me han
negado el
acceso; sí,
resido en el
Sector Uno; sí,
poseo una
autorización
permanente y
vigente. El
aparato zumbó y
una neutra voz
cibernética
dijo:
“Identificación
negativa,
autorización
inexistente,
acceso denegado.
Muchas gracias y
buen día”.
Boquiabierta,
Alma se quedó
contemplando
fijamente la
pequeña
pantalla, aunque
el programa ya
se había
cerrado. Los
viajeros seguían
pasando con
fluidez junto a
ella. El
procedimiento
era muy
sencillo: había
que bajarse del
tren bala,
atravesar a pie
alguna de las
numerosas
puertas de
cristal y volver
a subirse al
tren al otro
lado. Era un
trayecto de dos
minutos que ella
había hecho
cientos de
veces. Más
humillada que
preocupada, Alma
sintió que la
ira anegaba su
pecho y ascendía
por su garganta
como un ácido
abrasador.
Desanduvo a
grandes zancadas
el corto pasillo
transparente, a
contradirección
de los demás
pasajeros y
profundamente
mortificada por
sus miradas de
curiosidad.
Fuera ya de la
zona de puertas
volvió a
encararse con el
ordenador. Lo
colocó en modo
holográfico y
pidió una
entrevista
personal. La
cabeza y el
torso de un
hombre joven se
materializaron
en el aire
delante de ella.
_Archivos Generales. ¿En qué puedo
ayudarle?
En realidad no debía de ser tan joven.
Tenía hecha una
cirugía plástica
estándar que
hacía que su
rostro fuera más
o menos igual
que el de unos
cuantos cientos
de miles de
personas. Alma
le detestó nada
más verlo, pero
intentó contener
su frustración y
explicó su caso
lo más
calmadamente
posible. Su
profesión de
ingeniera
energética,
dijo, le
obligaba a
viajar muy a
menudo a los
sectores más
contaminados del
país. Ahora
mismo, por
ejemplo,
regresaba de un
Sector Cuatro.
Su trabajo
estaba
catalogado de
Interés Especial
y de Riesgo
Máximo para la
Salud, explicó
con orgullo; y
calló que, como
compensación,
cobraba un
sueldo tan alto
que podía pagar
con toda
facilidad el
aire limpio del
Sector Uno.
Muchos
ciudadanos,
quizá incluso
ese mismo
pánfilo empleado
de cara de
plástico, tenían
que vivir en
zonas más
polucionadas por
no poderse
costear los
recibos del
aire; pero ella
hubiera podido
abonar el triple
sin notarlo. El
empleado atendió
sus
explicaciones
con aburrida
impavidez; o
puede que la
barata cirugía
estética hubiera
vaciado de
expresión su
rostro banal.
Luego se puso a
manipular algo
invisible,
porque sus
brazos se
difuminaban en
el vacío.
Alma cerró los párpados y se apretó
suavemente los
ojos con las
yemas de los
dedos. El dolor
de cabeza volvía
a estar ahí. Un
latido de fuego
que nacía detrás
del puente de la
nariz, en el
centro mismo de
su cráneo. Las
molestias habían
empezado una
semana atrás y
no habían hecho
más que
incrementarse.
Pidió hora en el
médico y hacía
tres días que
hubiera debido
ir a la
consulta, pero
al final su
trabajo en el
Sector Cuatro se
complicó y
decidió alargar
el viaje y
anular la cita.
Ahora se
arrepentía: la
brutal
contaminación no
había hecho sino
empeorar su
estado. Los
dolores eran
cada vez más
fuertes y además
comenzaba a
tener
alteraciones
visuales, un
síntoma típico
de las migrañas.
Ahora mismo,
mientras hablaba
con el empleado,
la realidad se
le redujo a una
especie de
pantalla
rectangular,
como si
estuviera
mirando por un
visor.
_Perdone por la espera _dijo el
hombre, alzando
el inexpresivo
rostro.
Alma sintió un pellizco de inquietud.
Se enderezó,
olvidando por un
momento la
jaqueca.
_Su identificación es negativa y sus datos
no constan. No
posee ninguna
autorización
porque su
identidad no
existe.
_¿Cómo?
_Con los datos que me ha dado, usted
no existe.
_Pero… ¡no puede ser, es una
confusión!
_Imposible. He hecho las
comprobaciones
cruzadas.
Años atrás, para evitar el caos que
podía generar
hasta la más
pequeña
equivocación en
un mundo
totalmente
informatizado,
se había creado
una compleja
estructura de
seguridad que
almacenaba los
datos en tres
circuitos
independientes.
Se suponía que
era un sistema
libre de fallos.
Alma sintió que
una mano helada
le apretaba la
nuca.
_¡Pe… pero… ¿cómo es posible, qué pasa, qué
hago ahora?!
_Puede pedir una última verificación en el
Archivo Central
del Estado. Pero
le dirán lo
mismo. Hasta
ahora el sistema
no se ha
equivocado
nunca. Es usted
quien nos debe
de estar dando
unos datos
erróneos. Tal
vez con ánimo de
engaño. Le
advierto que,
siguiendo el
protocolo
previsto en
estos casos, he
avisado al
servicio de
seguridad.
Gracias y buen
día.
La holografía se vaporizó en un
instante. Ahora
los latidos de
dolor retumbaban
dentro de la
cabeza de Alma y
apretaban sus
ojos por detrás,
enviando a la
retina oleadas
de sangre que
parecían teñir
intermitentemente
su visión con un
matiz rojizo. Se
sentía enferma,
se sentía fatal,
peor que nunca
en toda su vida;
ya era mala
suerte que su
creciente
indisposición
coincidiera con
esa situación
absurda y
asfixiante.
Tenía que pedir ayuda, tenía que
hablar con
alguien
conocido. Una
cuchillada de
pena pura
atravesó su
pecho: cinco
años atrás
habría tenido
muy claro a
quién recurrir.
Cinco años atrás
aún vivía
Jarque, su
pareja. Él
habría sabido
qué hacer, él
habría venido a
rescatarla. Él
se habría
alarmado si ella
no llegaba.
Ahora, en
cambio, nadie la
esperaba. No
tenía hermanos y
sus padres
habían muerto.
Trabajaba como
autónoma y los
clientes
cambiaban a
menudo. Y, en
cuanto a los
amigos, tampoco
eran muy
íntimos. De
nuevo la pena de
la muerte de
Jarque volvió a
dolerle tanto
que casi
agradeció poder
concentrarse en
el latigazo de
la jaqueca.
Decidió llamar a Martín: no era el amigo
más antiguo,
pero seguramente
era el más
generoso.
Acababa de
establecer la
comunicación
cuando el
ordenador se
quedó en blanco:
la holografía le
había chupado
toda la batería.
Alma corrió
aterrada hasta
el poste de
recarga más
próximo,
sintiendo
reverberar sus
pasos en la
dolorida base
del cerebro.
Pero, como se
temía, el poste
no la reconoció.
No tenía
crédito. No
tenía dinero. No
podía cargar el
ordenador. No
podía hacer
nada. Pensó:
esto es una
pesadilla.
Pensó: ¿estaré
durmiendo,
estaré
delirando, será
todo una
alucinación? La
boca le sabía a
metal caliente.
Se recostó en el
muro porque las
piernas no le
sostenían y
sujetó su
torturada cabeza
entre las manos.
Tenía que
encontrar una
solución, pero
su cerebro
parecía estarse
derritiendo.
Doscientos
metros más allá,
la larga línea
de puertas
soportaba un
tránsito
constante y los
trenes llegaban
y se iban con
regularidad. El
material
cristalino del
control hacía
que todo
pareciera
engañosamente
fácil, pero era
un muro
inexpugnable.
Piensa, se dijo
Alma con
desesperación.
¡Piensa en una
manera de salir
de aquí! De
pronto, una idea
se abrió paso
como un gusano
venenoso por su
embotada mente:
¿Y si todo
estuviera
preparado? ¿Y si
se tratara de
una conspiración
contra ella?
Alma iba a dar
un informe
bastante
negativo de la
planta química
que acababa de
visitar en el
Sector Cuatro.
¿Y si alguien
estuviera
intentando
cerrarle la
boca? Gimió,
asustada y
exhausta.
Piensa, Alma,
piensa. Sabía
que había
contrabandistas
que ayudaban a
los ilegales a
pasar las
puertas, pero,
¿dónde
encontrarlos?
La jaqueca estaba partiéndole las
sienes. Vomitó y
todavía se
sintió peor.
Aturdida y
tambaleante,
echó a andar
hacia los
lavabos para
asearse, pero de
pronto
aparecieron dos
energúmenos del
servicio de
seguridad y la
agarraron del
brazo.
_Tiene que venir con nosotros.
_¿Qué?
_Carece de autorización. No puede
estar junto a
las puertas.
De nuevo la incredulidad, la
humillación, la
ira. Alma
forcejeó
intentando
soltarse, pero
los hombres la
inmovilizaron
con brutal
facilidad. Le
estaban haciendo
daño, cosa que
no parecía
importarles en
absoluto. He
descendido un
escalón,
comprendió la
mujer con
acobardada
sorpresa: soy un
ser sin
identidad y
pueden
maltratarme. Y
en ese justo
instante entró
una llamada en
su ordenador;
por fortuna, era
posible seguir
recibiendo
comunicaciones
incluso con muy
poca batería.
_¿Alma? Soy la doctora Roderer… Le
llamo por la
cita que anuló…
¿Cuándo puedo
verla?
Convendría que
viniera cuanto
antes.
¡Era su médico! Alguien que la
conocía, alguien
que sabía de su
identidad. Alma
se echó a
llorar.
_¿Lo veis? ¡Existo! balbució
triunfante a los
gorilas.
La doctora lo arregló todo con
asombrosa
eficiencia.
Media hora más
tarde, y tras un
corto trayecto
en helijet,
Alma estaba
entrando en su
hospital
habitual del
Sector Uno. Los
dos guardias de
seguridad, ahora
serviciales y
amansados, la
ayudaron a
caminar, porque
apenas podía
mantenerse en
pie. Rítmicos
latidos de dolor
martirizaban su
cerebro, como si
en su cabeza se
alojara un
corazón cubierto
de cuchillas. La
sentaron en una
silla y rodó por
los largos
corredores de la
clínica; con
extrañeza y
cierta
inquietud,
observó que no
se dirigían a la
zona normal de
consultas
externas, sino
que descendían a
un lugar
subterráneo y
remoto. Su
inquietud
aumentó al
cruzar unas
puertas que
decían:
Unidad de
Androides.
Y el pánico se
disparó al verse
dentro de un
alarmante
cubículo, una
extraña mezcla
de quirófano y
taller mecánico,
todo acero
pulido y luces
destellantes.
_No, no, no es aquí, esto es un
error, ¿dónde
está la doctora
Roderer? Yo no
soy un androide…
gimió con
angustia
mientras los
gorilas la
alzaban de la
silla y la
ataban a una
mesa de metal
con veloz
eficiencia.
El rostro
conocido de la
doctora se
inclinó sobre
ella nimbado por
el cegador foco
del techo.
_Tranquila, Alma. Todo va a ser muy
rápido.
Clavaron agujas en sus venas,
conectaron
tubos. Perdió el
habla y su
visión empezó a
virar al rojo y
luego al azul.
No soy un
androide, pensó
Alma con
espanto. Le
zumbaban los
oídos y en su
cabeza seguía
retumbando un
pálpito de
sangre, aunque
el dolor casi
había
desaparecido. No
soy un androide,
se repitió,
aletargada; y
recordó aquella
noche junto a
Jarque, cuando
su pareja ya se
encontraba muy
enfermo y el fin
estaba cerca. Él
dormido en la
cama, ella
tumbada a su
lado, leyendo.
Llovía y el
ruido del agua
se mezclaba con
la respiración
de Jarque, un
poco acezante.
Cuánto le quiso
entonces, con
qué intensidad
sintió la vida
en ese instante
de calma, en esa
isla en mitad
del sufrimiento.
No, ella no
podía ser una
criatura
artificial si
era capaz de
experimentar
unas emociones
tan humanas. Ah,
Jarque, suspiró
Alma, el rumor
de las gotas de
aquella lluvia
acompasándose
ahora a los
latidos de su
corazón.
Entonces su
visión se
deshizo en una
tormenta de
píxeles y todo
se apagó
súbitamente.
****
_No soporto estas cosas _rezongó la
doctora Roderer
mientras
retiraba los
electrodos de
desactivación.
_Sí, es desagradable… _convino Mike,
el cirujano del
equipo_. Menos
mal que pasa
pocas veces. Si
hubiera venido a
su cita, como
todos, no habría
sufrido el
colapso
biológico. La
hubiéramos
dormido y no se
habría enterado
de nada.
_Pues no sabes lo peor: al llegar su
fecha de
caducidad, el
Archivo Central
simplemente la
borró, aunque
todavía no
estaba
desactivada.
_¿De verdad? Y luego dicen que el
sistema es
infalible. A mí
eso me parece un
error bastante
grande.
Las hábiles manos de Mike estaban
midiendo el
grado de
degeneración de
los tejidos
siliconados de
la criatura,
para determinar
lo que podía ser
reciclado. La
doctora
contempló el
cuerpo exangüe,
hermoso y
aparentemente
tan humano.
_Digan lo que digan, me parece una
crueldad que los
pobres no sepan
que son
androides _gruñó
la doctora,
conmovida a su
pesar.
_Pues por lo visto todos los estudios
demuestran lo
contrario. No
saberlo hace que
sean más felices
y trabajen
mejor.
Durante cuatro años, pensó ella. Sólo
vivían cuatro
míseros años.
_¿Tú crees que de verdad ignoran que
son
artificiales?
_musitó la
mujer.
_Eso parece.
_No sé… Me extraña que no se den cuenta de
que su pasado es
falso.
Mike alzó el rostro:
_Bueno, ya sabes. Ahora hacen unos
implantes de
memoria
buenísimos.
Durante unos segundos, los dos médicos se
miraron en
silencio a los
ojos. Entonces
quizá tú,
entonces quizá
yo, se dijo la
doctora,
estremecida.
Pero luego le
vino a la cabeza
el recuerdo de
una noche
lejana, lluviosa
y melancólica.
Una
reminiscencia
tan hermosa e
intensa que era
imposible que
fuera
artificial.
_Pobre Alma _suspiró Roderer.
Y se dispusieron a trocearla.