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Rubén Darío

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Manifiesto poético

Estival

Tengo de criar un perro

Metempsícosis

Caupolicán

Sonatina

Alaba los ojos negros de Julia

Señora, amor es violento

Marcha triunfal

Los cisnes

Leda

 

Lo fatal

A Margarita Debayle

Canción de los pinos

El rey Burgués

Febea

La resurrección de la rosa

D. Q

 El nacimiento de la col

Manifiesto poético. Prólogo a Prosas Profanas.

      Palabras liminares

       Después de Azul... después de Los raros, voces insinuantes, buena y mala intención, entusiasmo sonoro y envidia subterránea -todo bella cosecha-  solicitaron lo que, en conciencia, no he creído fructuoso ni oportuno: un manifiesto.

      Ni fructuoso ni oportuno:

      a) Por la absoluta falta de elevación mental de la mayoría pensante de nuestro continente, en la cual impera el universal personaje clasificado  por Remy de Gourmont con el nombre de Celui-qui-ne comprend-pas.

      Celui-qui-ne-comprend-pas es entre nosotros profesor, académico  correspondiente de la Real Academia Española, periodista, abogado, poeta  rastaquouer.

      b) Porque la obra colectiva de los nuevos de América es aún vana, estando muchos de los mejores talentos en el limbo de un completo desconocimiento del mismo Arte a que se consagran.

      c) Porque proclamando, como proclamo, una estética acrática, la imposición de un modelo o de un código, implicaría una contradicción. Yo no tengo literatura «mía» -como lo ha manifestado una magistral  autoridad-, para marcar el rumbo de los demás: mi literatura es mía en mí; quien siga servilmente mis huellas perderá su tesoro personal y, paje o esclavo, no podrá ocultar sello o librea. Wagner a Augusta Holmes, su  discípula, le dijo un día: «lo primero, no imitar a nadie, y sobre todo, a mí». Gran decir.

                                                                                  *

      Yo he dicho, en la misa rosa de mi juventud, mis antífonas, mis secuencias, mis profanas prosas. -Tiempo y menos fatigas de alma y corazón me han hecho falta, para, como un buen monje artífice, hacer mis mayúsculas dignas de cada página del breviario. (A través de los fuegos  divinos de las vidrieras historiadas, me río del viento que sopla afuera, del mal que pasa). Tocad, campanas de oro, campanas de plata, tocad todos los días llamándome a la fiesta en que brillan los ojos de fuego, y las rosas de las bocas sangran delicias únicas. Mi órgano es un viejo  clavicordio pompadour, al son del cual danzaron sus gavotas alegres abuelos; y el perfume de tu pecho es mi perfume, eterno incensario de  carne, Varona inmortal, flor de mi costilla.

      Hombre soy.

                                                                                  *

      ¿Hay en mi sangre alguna gota de sangre de África, o de indio chorotega o  nagrandano? Pudiera ser, a despecho de mis manos de marqués: mas he aquí que veréis en mis versos princesas, reyes, cosas imperiales, visiones de  países lejanos o imposibles: ¡qué queréis!, yo detesto la vida y el tiempo en que me tocó nacer; y a un presidente de República no podré saludarle en el idioma en que te cantaría a ti, ¡oh Halagabal! de cuya corte -oro, seda, mármol- me acuerdo en sueños...

      (Si hay poesía en nuestra América ella está en las cosas viejas, en Palenke y Utatlán, en el indio legendario, y el inca sensual y fino, y en el gran Moctezuma de la silla de oro. Lo demás es tuyo, demócrata Walt Whitman.)

      Buenos Aires: Cosmópolis.

      ¡Y mañana!

    *                                                                                  

      El abuelo español de barba blanca me señala una serie de retratos  ilustres: «Este, me dice, es el gran don Miguel de Cervantes Saavedra, genio y manco; este es Lope de Vega, este Garcilaso, este Quintana». Yo le pregunto por el noble Gracián, por Teresa la Santa, por el bravo Góngora y  el más fuerte de todos, don Francisco de Quevedo y Villegas. Después exclamo: ¡Shakespeare! ¡Dante! ¡Hugo!... (Y en mi interior: ¡Verlaine...!)

       Luego, al despedirme: «Abuelo, preciso es decíroslo: mi esposa es de mi tierra; mi querida, de París».

                                                                                   *

      ¿Y la cuestión métrica? ¿Y el ritmo?

      Como cada palabra tiene una alma, hay en cada verso, además de la armonía verbal, una melodía ideal. La música es sólo de la idea, muchas veces.

                                             *                                     

      La gritería de trescientas ocas no te impedirá, silvano, tocar tu encantadora flauta, con tal de que tu amigo el ruiseñor esté contento de tu melodía. Cuando él no esté para escucharte, cierra los ojos y toca para los habitantes de tu reino interior. ¡Oh pueblo de desnudas ninfas, de  rosadas reinas, de amorosas diosas!

      Cae a tus pies una rosa, otra rosa, otra rosa. ¡Y besos!

                                                                                   *

      Y, la primera ley, creador: crear. Bufe el eunuco; cuando una musa te dé  un hijo, queden las otras ocho encinta.

      R. D.

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Estival

1

La tigre de Bengala,

con su lustrosa piel manchada a trechos,

está alegre y gentil, está de gala.

Salta de los repechos

de un ribazo, al tupido

carrizal de un bambú; luego, a la roca

que se yergue a la entrada de su gruta.

Allí lanza un rugido,

se agita como loca

y eriza de placer su piel hirsuta.

La fiera virgen ama.

Es el mes del ardor. Parece el suelo

rescoldo; y en el cielo

el sol, inmensa llama.

Por el ramaje oscuro

salta huyendo el canguro.

El boa se infla, duerme, se calienta

a la tórrida lumbre;

el pájaro se sienta

a reposar sobre la verde cumbre.

Siéntense vahos de horno;

y la selva africana

en alas del bochorno,

lanza, bajo el sereno

cielo, un soplo de sí. La tigre ufana

respira a pulmón lleno,

y al verse hermosa, altiva, soberana,

le late el corazón, se le hincha el seno.

Contempla su gran zarpa, en ella la uña

de marfil; luego toca

al filo de una roca,

y prueba, y lo rasguña.

Mírase luego el flanco

que azota con el rabo puntiagudo

de color negro y blanco,

y móvil y felpudo;

luego el vientre. En seguida

abre las anchas fauces, altanera

como reina que exige vasallaje;

después husmea, busca, va. La fiera

exhala algo a manera

de un suspiro salvaje.

Un rugido callado

escuchó. Con presteza

volvió la vista de uno y otro lado.

Y chispeó su ojo verde y dilatado,

cuando miró de un tigre la cabeza

surgir sobre la cima de un collado.

El tigre se acercaba.

                                                             Era muy bello.

Gigantesca la talla, el pelo fino,

apretado el ijar, robusto el cuello,

era un don Juan felino

en el bosque. Anda a trancos

callados; ve a la tigre inquieta, sola,

y le muestra los blancos

dientes, y luego arbola

con donaire la cola.

Al caminar se vía

su cuerpo ondear, con garbo y bizarría.

Se miraban los músculos hinchados

debajo de la piel. Y se diría

ser aquella alimaña

un rudo gladiador de la montaña.

Los pelos erizados

del labio relamía. Cuando andaba,

con su peso chafaba

la yerba verde y muelle;

y el ruido de su aliento semejaba

el resollar de un fuelle. [... ]

2

El príncipe de Gales, va de caza

por bosques y por cerros,

con su gran servidumbre, y con sus perros

de la más fina raza.

Acallando el tropel de los vasallos,

deteniendo traíllas y caballos,

con la mirada inquieta,

contempla a los dos tigres de la gruta

a la entrada. Requiere la escopeta,

y avanza y no se inmuta.

Las fieras se acarician. No han oído

tropel de cazadores.

A esos terribles seres,

embriagados de amores,

con cadenas de flores

se les hubiera uncido

a la nevada concha de Citeres

o al carro de Cupido.

El príncipe atrevido

adelanta, se acerca, y se para;

ya apunta y cierra un ojo; ya dispara;

ya del arma el estruendo

por el espeso bosque ha resonado.

El tigre sale huyendo,

y la hembra queda, el vientre desgarrado.

¡Oh, va a morir!... Pero  antes, débil, yerta,

chorreando sangre por la herida abierta,

con ojo dolorido,

miró a aquel cazador; lanzó un gemido

como un ¡ay! de mujer... y cayó muerta.

3

Aquel macho que huyó, bravo y zahareño,

a los rayos ardiente.

del sol, en su cubil después dormía.

Entonces tuvo un sueño:

que enterraba las garras y los dientes

en vientres sonrosados

y pechos de mujer; y que engullía

por postres delicados

de comidas y cenas,

-como tigre goloso entre golosos-

unas cuantas docenas

de niños tiernos, rubios y sabrosos.

(AZUL- 1888)

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Tengo de criar un perro,
ya que en este mundo estoy.
No me importa lo que sea,
alano, galgo o bull-dog;
lo quiero para tener
un tierno y fiel queredor
que sonría con el rabo
cuando le acaricie yo;
para que me ofrezca todo
su perruno corazón,
y gruña a quien me amanece
y se alegre con mi voz;
y para si me da el c
ólera
y huyen de mi alrededor,
juntos, parientes y amigos,
que nos quedamos los dos:
yo, cadáver, como huella
de una vida que pasó;
él lanzado tristemente
sus aullidos de dolor
.

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METEMPSICOSIS

Yo fui un soldado que durmió en el lecho
de Cleopatra la reina. Su blancura
y su mirada astral y omnipotente.

Eso fue todo.

¡Oh mirada! ¡oh blancura y oh aquel lecho
en que estaba radiante la blancura!
¡Oh la rosa marmórea omnipotente!

Eso fue todo.

Y crujió su espinazo por mi brazo;
y yo, liberto, hice ol
vidar a Antonio.
(¡Oh el lecho y la mirada y la blancura!)

Eso fue todo.

Yo, Rufo Galo, fui soldado, y sangre
tuve de Galia, y la imperial becerra
me dio un minuto audaz de su capricho.

Eso fue todo.

¿Por qué en aquel espasmo las tenazas
de mis dedos de bronce no apretaron
el cuello de la blanca reina en broma?

Eso fue todo.

Yo fui llevado a Egipto. La cadena
tuve al pescuezo. Fui comido un día
por los perros. Mi nombre, Rufo Galo.

Eso fue todo.

 

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 Caupolicán

                                                                                                                        A Enrique Hernández Miyares

Es algo formidable que vio la vieja raza:
robusto tronco de árbol al hombro de un campeón
salvaje y aguerrido, cuya fornida maza
blandiera el brazo de Hércules, o el brazo de Sansón.
Por casco sus cabellos, su pecho por coraza,
pudiera tal guerrero, de Arauco en la región,
lancero de los bosques, Nemrod que todo caza,
desjarretar un toro, o estrangular un león.
Anduvo, anduvo, anduvo. Le vio la luz del día,
le vio la tarde pálida, le vio la noche fría,
y siempre el tronco de árbol a cuestas del titán.
"¡El Toqui, el Toqui!", clama la conmovida casta.
Anduvo, anduvo, anduvo. La Aurora dijo: "Basta",
e irguióse la alta frente del gran Caupolicán.

(AZUL)

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   Sonatina

                       La princesa está triste... ¿qué tendrá la princesa?

                  Los suspiros se escapan de su boca de fresa,  

                  que ha perdido la risa, que ha perdido el color.

                  La princesa está pálida en su silla de oro,

                  está mudo el teclado de su clave sonoro; 

                  y en un vaso olvidada se desmaya una flor.

                  El jardín puebla el triunfo de los pavos reales.

                  Parlanchina, la dueña dice cosas banales,

                  y, vestido de rojo, piruetea el bufón.

                  La princesa no ríe, la princesa no siente;

                  la princesa persigue por el cielo de Oriente

                  la libélula vaga de una vaga ilusión.

                        ¿Piensa acaso en el príncipe de Golconda o de China,

                  o en el que ha detenido su carroza argentina

                  para ver de sus ojos la dulzura de luz? 

                  ¿O en el rey de las Islas de las Rosas fragantes,

                  en el que es soberano de los claros diamantes,

                  o en el dueño orgulloso de las perlas de Ormuz?

                            ¡Ay! La pobre princesa de la boca de rosa,

                  quiere ser golondrina, quiere ser mariposa,

                  tener alas ligeras, bajo el cielo volar,

                  ir al sol por la escala luminosa de un rayo,

                  saludar a los lirios con los versos de Mayo,

                  o perderse en el viento sobre el trueno del mar.

                       Ya no quiere el palacio, ni la rueca de plata, 

                  ni el halcón encantado, ni el bufón escarlata,

                  ni los cisnes unánimes en el lago de azur.

                  Y están tristes las flores por la flor de la corte,

                  los jazmines de Oriente, los nelumbos del Norte,

                  de Occidente las dalias y las rosas del Sur.

                               ¡Pobrecita princesa de los ojos azules!

                  Está presa en sus oros, está presa en sus tules,

                  en la jaula de mármol del palacio real;

                  el palacio soberbio que vigilan los guardas,

                  que custodian cien negros con sus cien alabardas, 

                  un lebrel que no duerme y un dragón colosal.

                          ¡Oh quién fuera hipsipila que dejó la crisálida!

                  (La princesa está triste. La princesa está pálida)

                  ¡Oh visión adorada de oro, rosa y marfil!

                  ¡Quién volara a la tierra donde un príncipe existe 

                  (La princesa está pálida. La princesa está triste)

                  más brillante que el alba, más hermoso que Abril!

                        ¡Calla, calla, princesa -dice el hada madrina-,

                  en caballo con alas, hacia acá se encamina,

                  en el cinto la espada y en la mano el azor, 

                  el feliz caballero que te adora sin verte,

                  y que llega de lejos, vencedor de la Muerte,

                  a encenderte los labios con su beso de amor!

 Alaba los ojos negros de Julia


¿Eva era rubia? No. Con negros ojos
vio la manzana del jardín: con labios
rojos probó su miel; con labios rojos
que saben hoy más ciencia que los sabios.

Venus tuvo el azur en sus pupilas,
pero su hijo no. Negros y fieros,
encienden a las tórtolas tranquilas
los dos ojos de Eros.

Los ojos de las reinas fabulosas,
de las reinas magníficas y fuertes,
tenían las pupilas tenebrosas
que daban los amores y las muertes.

Pentesilea, reina de amazonas;
Judith, espada y fuerza de Betulia;
Cleopatra, encantadora de coronas,
la luz tuvieron de tus ojos, Julia.

La negra, que es más luz que la luz blanca
del sol, y las azules de los cielos.
Luz que el más rojo resplandor arranca
al diamante terrible de los celos.

Luz negra, luz divina, luz que alegra
la luz meridional, luz de las niñas,
de las grandes ojeras, ¡oh luz negra
que hace cantar a Pan bajo las viñas!

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Señora, Amor es violento,
y cuando nos transfigura
nos enciende el pensamiento
la locura.
No pidas paz a mis brazos
que a los tuyos tienen presos:
son de guerra mis abrazos
y son de incendio mis besos;
y sería vano intento
el tornar mi mente obscura
si me enciende el pensamiento
la locura.
Clara está la mente mía
de llamas de amor, señora,
como la tienda del día
o el palacio de la aurora.
Y el perfume de tu ungüento
te persigue mi ventura,
y me enciende el pensamiento
la locura.
Mi gozo tu paladar
rico panal conceptúa,
como en el santo Cantar:
Mel et lac sub lingua tua.
La delicia de tu aliento
en tan fino vaso apura,
y me enciende el pensamiento
la locura

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MARCHA TRIUNFAL

¡Ya viene el cortejo!

¡Ya viene el cortejo! Ya se oyen los claros clarines.

La espada se anuncia con vivo reflejo;

ya viene, oro y hierro, el cortejo de los paladines.

Ya pasa debajo los arcos ornados de blancas Minervas y Martes,

los arcos triunfales en donde las Famas erigen sus largas trompetas,

la gloria solemne de los estandartes,

llevados por manos robustas de heroicos atletas.

Se escucha el ruido que forman las armas de los caballeros,

los frenos que mascan los fuertes caballos de guerra,

los cascos que hieren la tierra,

y los timbaleros,

que el paso acompasan con ritmos marciales.

¡Tal pasan los fieros guerreros debajo los arcos triunfales!

Los claros clarines de pronto levantan sus sones,

su canto sonoro,

su cálido coro,

que envuelve en un trono de oro

la augusta soberbia de los pabellones.

Él dice la lucha, la herida venganza,

las ásperas crines,

los rudos penachos, la pica, la lanza,

la sangre que riega de heroicos carmines

la tierra;

los negros mastines

que azuza la muerte, que rige la guerra.

Los áureos sonidos

anuncian el advenimiento

triunfal de la Gloria;

dejando el picacho que guarda sus nidos,

tendiendo sus alas enormes al viento,

los cóndores llegan. ¡Llegó la victoria!

Ya pasa el cortejo.

Señala el abuelo los héroes al niño:

-ved cómo la barba del viejo

los bucles de oro circundan de armiño.

Las bellas mujeres aprestan coronas de flores,

y bajo los pórticos vense sus rostros de rosa;

y la más hermosa

sonríe al más fiero de los vencedores.

¡Honor al que trae cautiva

la extraña bandera!

¡Honor al herido y honor a los fieles

soldados que muerte encontraron por mano extranjera!

¡Clarines! ¡Laureles!

Las nobles espadas de tiempos gloriosos

desde sus panoplias saludan las nuevas coronas y lauros;

-las viejas espadas de los granaderos, más fuertes que osos,

hermanos de aquellos lanceros que fueron centauros.

Las trompas guerreras resuenan;

de voces los aires se llenan...

A aquellas ilustres espadas

a aquellos ilustres aceros,

que encarnan las glorias pasadas...

Y al sol que hoy alumbra nuevas victorias ganadas,

y al héroe que guía su grupo de jóvenes fieros;

al que ama la insignia del suelo materno;

al que ha desafiado, ceñido el acero, y el arma en la mano,

los soles del rojo verano,

las nieves y vientos del gélido invierno,

la noche, la escarcha,

y el odio y la muerte, por ser por la patria inmortal,

¡saludan con voces de bronce las trompas de guerra

que tocan la marcha triunfal!

(CANTOS DE VIDA Y ESPERANZA, 1905)

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LOS CISNES

       ¡Antes de todo, gloria a ti, Leda!

Tu dulce vientre cubrió de seda

el Dios. ¡ Miel y oro sobre la brisa!

Sonaban alternativamente

flauta y cristales. Pan y la fuente.

¡Tierra era canto, Cielo, sonrisa!

      Ante el celeste, supremo acto

dioses y bestias hicieron pacto.

se dio a la alondra la luz del día;

se dio a los búhos sabiduría,

y mediodía al ruiseñor.               

A los leones fue la victoria,

 para las águilas toda la gloria

                                 y a las palomas todo el amor.                               

    Pero vosotros sois los divinos

         príncipes. Vagos como las naves,

 inmaculados como los linos,

 maravillosos como las aves.

               En vuestros picos tenéis las prendas,

      que manifiestan corales puros.

                  Con vuestros pechos abrís las sendas

             que arriban indican los  Dioscuros.

                  Las dignidades de vuestros actos,

eternizadas en lo infinito,

          hacen que sean ritmos exactos,

           voces de ensueño, luces de mito.

                      De orgullo olímpico sois el resumen,

          ¡oh blancas urnas de la armonía!

                Ebúrneas joyas que anima el numen

 con su celeste melancolía.

          ¡Melancolía de haber amado,

           junto a la fuente de la arboleda,

   el luminoso cuello estirado

              entre los blancos muslos de Leda!

(Cantos de Vida y Esperanza, 1905)

LEDA

El cisne en la sombra parece de nieve;
su pico es de ámbar, del alba al trasluz;
el suave crepúsculo que pasa tan breve
las cándidas alas sonrosa de luz.

Y luego en las ondas del lago azulado,
después que la aurora perdió su arrebol,
las alas tendidas y el cuello enarcado,
el cisne es de plata bañado de sol.

Tal es, cuando esponja las plumas de seda,
olímpico pájaro herido de amor,
y viola en las linfas sonoras a Leda,
buscando su pico los labios en flor.

Suspira la bella desnuda y vencida,
y en tanto que al aire sus quejas se van,
del fondo verdoso de fronda tupida
chispean turbados los ojos de Pan.

 

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Lo fatal

Dichoso el árbol que es apenas sensitivo,

y más la piedra dura porque ésa ya no siente,

pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo

ni mayor pesadumbre que la vida consciente.

Ser y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,

y el temor de haber sido y un futuro terror...

Y el espanto seguro de estar mañana muerto,

y sufrir por la vida y por la sombra y por

lo que no conocemos y apenas sospechamos,

y la carne que tienta con sus frescos racimos,

y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos,

¡y no saber adónde vamos,

ni de dónde venimos...!

( Cantos de Vida y Esperanza, 1905)

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A Margarita Debayle

Margarita está linda la mar,
y el viento,
lleva esencia sutil de azahar;
yo siento
en el alma una alondra cantar;
tu acento:
Margarita, te voy a contar
un cuento:
Esto era un rey que tenía
un palacio de diamantes,
una tienda hecha de día
y un rebaño de elefantes,
un kiosko de malaquita,
un gran manto de tisú,
y una gentil princesita,
tan bonita,
Margarita,
tan bonita, como tú.
Una tarde, la princesa
vio una estrella aparecer;
la princesa era traviesa
y la quiso ir a coger.
La quería para hacerla
decorar un prendedor,
con un verso y una perla
y una pluma y una flor.
Las princesas primorosas
se parecen mucho a ti:
cortan lirios, cortan rosas,
cortan astros. Son así.
Pues se fue la niña bella,
bajo el cielo y sobre el mar,
a cortar la blanca estrella
que la hacía suspirar.
Y siguió camino arriba,
por la luna y más allá;
más lo malo es que ella iba
sin permiso de papá.
Cuando estuvo ya de vuelta
de los parques del Señor,
se miraba toda envuelta
en un dulce resplandor.
Y el rey dijo: «¿Qué te has hecho?
te he buscado y no te hallé;
y ¿qué tienes en el pecho
que encendido se te ve?».
La princesa no mentía.
Y así, dijo la verdad:
«Fui a cortar la estrella mía
a la azul inmensidad».
Y el rey clama: «¿No te he dicho
que el azul no hay que cortar?.
¡Qué locura!, ¡Qué capricho!...
El Señor se va a enojar».
Y ella dice: «No hubo intento;
yo me fui no sé por qué.
Por las olas por el viento
fui a la estrella y la corté».
Y el papá dice enojado:
«Un castigo has de tener:
vuelve al cielo y lo robado
vas ahora a devolver».
La princesa se entristece
por su dulce flor de luz,
cuando entonces aparece
sonriendo el Buen Jesús.
Y así dice: «En mis campiñas
esa rosa le ofrecí;
son mis flores de las niñas
que al soñar piensan en mí».
Viste el rey pompas brillantes,
y luego hace desfilar
cuatrocientos elefantes
a la orilla de la mar.
La princesita está bella,
pues ya tiene el prendedor
en que lucen, con la estrella,
verso, perla, pluma y flor.

* * *
Margarita, está linda la mar,
y el viento
lleva esencia sutil de azahar:
tu aliento.
Ya que lejos de mí vas a estar,
guarda, niña, un gentil pensamiento
al que un día te quiso contar
un cuento.


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Cancion de los pinos

¡Oh, pinos, oh hermanos en tierra y ambiente,
yo os amo! Sois dulces, sois buenos, sois graves.
Diríase un árbol que piensa y que siente
mimado de auroras, poetas y aves.

Tocó vuestra frente la alada sandalia;
habéis sido mástil, proscenio, curul,
¡oh pinos solares, oh pinos de Italia,
bañados de gracia, de gloria, de azul!

Sombríos, sin oro del sol, taciturnos,
en medio de brumas glaciales y en
montañas de ensueños, ¡oh pinos nocturnos,
oh pinos del Norte, sois bellos también!

Con gestos de estatuas, de mimos, de actores,
tendiendo a la dulce caricia del mar,
oh pinos de Nápoles, rodeados de flores,
oh pinos divinos, no os puedo olvidar!

Cuando en mis errantes pasos peregrinos
la Isla Dorada me ha dado un rincón
do soñar mis sueños, encontré los pinos,
los pinos amados de mi corazón.

Amados por tristes, por blandos, por bellos.
Por su aroma, aroma de una inmensa flor,
por su aire de monjes, sus largos cabellos,
sus savias, ruïdos y nidos de amor.

¡Oh pinos antiguos que agitara el viento
de las epopeyas, amados del sol!
¡Oh líricos pinos del Renacimiento,
y de los jardines del suelo español!

Los brazos eolios se mueven el paso

del aire violento que forma al pasar

ruidos de pluma, ruidos de raso,

ruidos de agua y espumas de mar.

    ¡Oh noche en que trajo tu mano, Destino,

aquella amargura que aún hoy es dolor!

La luna argentaba lo negro de un pino,

y fui consolado por un ruiseñor.

    ¡Oh noche en que trajo tu mano, Destino,

aquella amargura que aún hoy es dolor!

La luna argentaba lo negro de un pino,

y fui consolado por un ruiseñor.

Románticos somos... ¿Quién que Es, no es romántico?

Aquel que no sienta ni amor ni dolor,

aquel que no sepa de beso y de cántico,

que se ahorque de un pino: será lo mejor...

   Yo, no. Yo persisto. Pretéritas normas

confirman mi anhelo, mi ser, mi existir.

¡Yo soy el amante de ensueños y formas

que viene de lejos y va al porvenir

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                                                                                                         El Rey Burgués
                                                                               (Cuento alegre)
                                                                                                       
    
¡Amigo! El cielo está opaco, el aire frío, el día triste. Un cuento alegre... así como para distraer las brumosas y grises melancolías, helo aquí:
      Había en una ciudad inmensa y brillante un rey muy poderoso, que tenía trajes caprichosos y ricos, esclavas desnudas, blancas y negras, caballos de largas crines, armas flamantísimas, galgos rápidos y monteros con cuernos de bronce, que llenaban el viento con sus fanfarrias. ¿Era un rey poeta? No, amigo mío: era el Rey Burgués.
     Era muy aficionado a las artes el soberano, y favorecía con largueza a sus músicos, a sus hacedores de ditirambos, pintores, escultores, boticarios, barberos y maestros de esgrima.
     Cuando iba a la floresta, junto al corzo o jabalí herido y sangriento, hacía improvisar a sus profesores de retórica canciones alusivas; los criados llenaban las copas del vino de oro que hierve, y las mujeres batían palmas con movimientos rítmicos y gallardos. Era un rey sol, en su Babilonia llena de músicas, de carcajadas y de ruido de festín. Cuando se hastiaba de la ciudad bullente, iba de caza atronando el bosque con sus tropeles; y hacía salir de sus nidos a las aves asustadas, y el vocerío repercutía en lo más escondido de las cavernas. Los perros de patas elásticas iban rompiendo la maleza en la carrera, y los cazadores inclinados sobre el pescuezo de los caballos, hacían ondear los mantos purpúreos y llevaban las caras encendidas y las cabelleras al viento.
     El rey tenía un palacio soberbio donde había acumulado riquezas y objetos de arte maravillosos. Llegaba a él por entre grupos de lilas y extensos estanques, siendo saludado por los cisnes de cuello blanco, antes que por los lacayos estirados. Buen gusto. Subía por una escalera llena de columnas de alabastro y de esmaragdina, que tenía a los lados leones de mármol, como los de los tronos salomónicos. Refinamiento. A más de los cisnes, tenía una vasta pajarera, como amante de la armonía, del arrullo, del trino; y cerca de ella iba a ensanchar su espíritu, leyendo novelas de M. Ohnet, o bellos libros sobre cuestiones gramaticales, o críticas hermosillescas. Eso sí: defensor acérrimo de la corrección académica en letras, y del modo lamido en artes; alma sublime amante de la lija y de la ortografía.
     ¡Japonerías! ¡Chinerías! por lujo y nada más. Bien podía darse el placer de un salón digno del gusto de un Goncourt y de los millones de un Creso: quimeras de bronce con las fauces abiertas y las colas enroscadas, en grupos fantásticos y maravillosos; lacas de Kioto con incrustaciones de hojas y ramas de una flora monstruosa, y animales de una fauna
desconcida; mariposas de raros abanicos junto a las paredes; peces y gallos de colores; máscaras de gestos infernales y con ojos como si fuesen vivos, partesanas de hojas antiquísmas y empuñaduras con dragones devorando flores de loto; y en conchas de huevo, túnicas de seda amarilla, como tejidas con hilos de araña, sembradas de garzas rojas y de verdes matas de arroz; y tibores, porcelanas de muchos siglos, de aquellas en que hay guerreros tártaros con una piel que les cubre hasta los riñones, y que llevan arcos estirados y manojos de flechas.
     Por lo demás, había un salón griego, lleno de mármoles: diosas, musas, ninfas y sátiros; el salón de los tiempos galantes, con cuadros del gran Watteau y de Chardin; dos, tres, cuatro, ¿cuántos salones?
     Y Mecenas se paseaba por todos, con la cara inundada de cierta majestad, el vientre feliz y la corona en la cabeza, como un rey de naipe.
     Un día le llevaron una rara especie de hombre ante su trono, donde se hallaba rodeado de cortesanos, de retóricos y de maestros de equitación y de baile.
     _ ¿Qué es eso? _preguntó
     _ Señor, es un poeta
     El rey tenía cisnes en el estanque, canarios, gorriones, senzontes en la pajarera: un poeta era algo nuevo y extraño.
     _ Dejadle aquí.
     Y el poeta:
     _ Señor, no he comido.
     Y el rey:
     _ Habla y comerás.
     Comenzó:
     _Señor, ha tiempo que yo canto el verbo del porvenir. He tendido mis alas al huracán, he nacido en el tiempo de la aurora: busco la raza escogida que debe esperar con el himno en la boca y la lira en la mano, la salida del gran sol. He abandonado la inspiración de la ciudad malsana, la alcoba llena de perfume, la musa de carne que llena el alma de pequeñez y el rostro de polvos de arroz. He roto el arpa adulona de las cuerdas débiles, contra las copas de Bohemia y las jarras donde espumea el vino que embriaga sin dar fortaleza; he arrojado el manto que me hacía parecer histrión, o mujer, y he vestido de modo salvaje y espléndido: mi harapo es de púrpura. He ido a la selva, donde he quedado vigoroso y ahíto de leche fecunda y licor de nueva vida; y en la ribera del mar áspero, sacudiendo la cabeza bajo la fuerte y negra tempestad, como un ángel soberbio, o como un semidiós olímpico, he ensayado el yambo dando al olvido el madrigal.
     He acariciado a la gran naturaleza, y he buscado, al calor del ideal, el verso que está en el astro en el fondo del cielo, y el que está en la perla en lo profundo del océano. ¡He querido ser pujante! Porque viene el tiempo de las grandes revoluciones, con un Mesías que es todo luz, todo agitación y potencia, y es preciso recibir su espíritu con el poema que sea arco triunfal, de estrofas de acero, de estrofas de oro, de estrofas de amor.
     Señor, el arte no está en los fríos envoltorios de mármol, ni en los cuadros lamidos, ni en el excelente señor Onhet. ¡Señor!, el arte no viste pantalones, ni habla en burgués, ni pone puntos en todas las íes. Él es augusto, tiene mantos de oro, o de llamas, o anda desnudo, y amasa la greda con fiebre, y pinta con luz, y es opulento, y da golpes de ala como las águilas, o zarpazos como los leones. Señor, entre un Apolo y un ganso, preferid el Apolo, aunque el uno sea de tierra cocida y el otro de marfil.
     ¡Oh, la Poesía!
     ¡Y bien! Los ritmos se prostituyen, se cantan los lunares de las mujeres, y se fabrican jarabes poéticos. Además, señor, el zapatero critica mis endecasílabos, y el señor profesor de farmacia pone puntos y comas a mi inspiración. Señor, ¡y vos lo autorizáis todo esto!... El ideal, el ideal...
     El rey interrumpió
     _Ya habéis oído. ¿Qué hacer?
     Y un filósofo al uso:
     _ Si lo permitís, señor, puede ganarse la comida con una caja de música; podemos colocarle en el jardín, cerca de los cisnes, para cuando os paseéis.
     _ Sí, _dijo el rey, y dirigiéndose al poeta: _Daréis vueltas a un manubrio. Cerraréis la boca. Haréis sonar una caja de música que toca valses, cuadrillas y galopas, como no prefiráis moriros de hambre. Pieza de música por pedazo de pan. Nada de jerigonzas ni de ideales. Id.
     Y desde aquel día pudo verse a la orilla del estanque de los cisnes, al poeta hambriento que daba vueltas al manubrio: tiririrín, tiririrín... ¡avergonzado a las miradas del gran sol! ¡Pasaba el rey por las cercanías? ¡Tiririrín, tiririrín...! ¡Había que rellaenar el estómago? ¡Tiririrín! Todo entre la burla de los pájaros libres que llegaban a beber rocío en las lilas floridas; entre el zumbido de las abejas, que le picaban el rostro y le llenaban los ojos de lágrimas... ¡lágrimas que caían a la tierra negra!
     Y llegó el invierno, y el pobre sintió frío en el cuerpo y en el alma. Y su cerebro estaba como petrificado, y los grandes himnos estaban en el olvido, y el poeta de la montaña coronada de águilas, no era sino un pobre diablo que daba vueltas al manubrio, ¡tiririrín!
     Y cuando cayó la nieve se olvidaron de él, el rey y sus vasallos; a los pájaros se les abrigó, y a él se le dejó al aire glacial que le mordía las carnes y le azotaba el rostro.
     Y una noche en que caía de lo alto la lluvia blanca de plumillas cristalizadas, en el palacio había festín, y la luz de las arañas reía alegre sobre los mármoles, sobre el oro y sobre las túnicas de los mandarines de las viejas porcelanas. Y se aplaudían hasta la locura los brindis del señor profesor de retórica, cuajados de dáctilos, de anapestos y de pirriquios, mientras en las copas cristalinas hervía el champaña con su burbujeo luminoso y fugaz. ¡Noche de invierno, noche de fiesta! Y el infeliz cubierto de nieve, cerca del estanque, daba vueltas al manubrio para calentarse, tembloroso y aterido, insultado por el cierzo, bajo la blancura implacable y helada, en la noche sombría, haciendo resonar entre los árboles sin hojas la música loca de las galopas y cuadrillas; y se quedó muerto,... pensando en que nacería el sol del día venidero, y con él el ideal... y en que el arte no vestiría pantalones sino manto de llamas, o de oro... Hasta que al día siguiente, lo hallaron el rey y sus cortesanos, como gorrión que mata el hielo, con una sonrisa amarga en los labios, y todavía con la mano en el manubrio.
                                                                                    
 ***
     ¡Oh, mi amigo! el cielo está opaco, el aire frío, el día triste. Flotan brumosas y grises melancolías...
     Pero ¡cuánto calienta el alma una frase, un apretón de manos a tiempo! Hasta la vista.

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FEBEA

I

Febea es la pantera de Nerón. Suavemente doméstica, como un enorme gato real, se echa cerca del César neurótico, que la acaricia con su mano delicada y viciosa de andrógino corrompido.

Bosteza y muestra la flexible y húmeda lengua ante la doble fila de sus dientes finos y blancos. Come carne humana, y está acostumbrada a ver a cada instante, en la mansión del siniestro semidiós de la Roma decadente, tres cosas rojas: la sangre, la púrpura y las rosas.

Un día lleva a su presencia Nerón a Leticia, nívea y joven virgen de una familia cristiana. Leticia tenía el más lindo rostro de quince años, las más adorables manos rosadas y pequeñas, ojos de una divina mirada azul; el cuerpo de un efebo que estuviese para transformarse en mujer, digno de un triunfante coro de hexámetros, en una metamorfosis del poeta Ovidio.

II

Nerón tuvo un capricho por aquella mujer: deseo poseerla por medio de su arte, de su música y de su poesía. Muda, inconmovible, serena en su casta blancura, la doncella oyó el canto del formidable imperator que se acompañaba con la lira, y cuando él, el artista del trono, hubo concluido su canto erótico y bien rimado, según las reglas de nuestro Séneca, advirtió que su cautiva, la virgen de su deseo caprichoso, permanecía muda y cándida como un lirio, como una púdica vestal de mármol.

III

Entonces el César, lleno de despecho, llamó a Febea y le señaló la víctima de su venganza. La fuerte y soberbia pantera llegó , desperezándose, mostrando las uñas brillantes y filosas, abriendo en un bostezo despacioso sus anchas fauces, moviendo de un lado a otro la cola sedosa y rápida.

Y sucedió que dijo la bestia:

_Oh emperador admirable y potente! Tu voluntad es la de un inmortal; tu aspecto se asemeja al de Júpiter; tu frente está ceñida con el laurel glorioso; pero permite que hoy te haga saber dos cosas: que nunca mis zarpas se moverán contra una mujer que como ésta derrama resplandores como una estrella, y que tus versos, dáctilos y pirriquios, han resultado detestables.

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La resurrección de la rosa

Amiga Pasajera: voy a contarle un cuento. Un hombre tenía una rosa; era una rosa que le había brotado del corazón. ¡Imagínese usted si la vería como un tesoro, si la cuidaría con afecto, si sería para él adorable la tierna y querida flor! ¡Prodigios de Dios! La rosa era también un pájaro; parlaba dulcemente, y, a veces, su perfume era tan inefable y conmovedor como si fuera la emanación mágica de una estrella que tuviera aroma.

Un día el ángel Azrael pasó por la casa del hombre feliz, y fijó sus pupilas en la flor. La pobrecita tembló y comenzó a padecer y estar triste, porque el ángel Azrael es el pálido e implacable mensajero de la muerte. La flor, desfalleciente, ya casi sin aliento y sin vida, llenó de angustia al que en ella miraba su dicha. El hombre se volvió hacia el buen Dios, y le dijo:

_Señor, ¿para qué me quieres quitar la flor que nos diste?

Y brilló en sus ojos una lágrima.

Conmovióse el bondadoso Padre, por virtud de la lágrima paternal, y dijo estas palabras:

_Azrael, deja vivir esa rosa. Toma, si quieres, cualquiera de las de mi jardín azul.

La rosa recobró el encanto de la vida. Y ese día, un astrónomo vio, desde su observatorio, que se apagaba una estrella en el cielo.

                                                                                    (Azul, 1888)

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                                                        D. Q.
Estamos de guarnición cerca de Santiago de Cuba.
Había llovido esa noche; no obstante el calor era excesivo.
Aguardábamos la llegada de una compañía de la nueva fuerza venida de España, para abandonar aquel paraje en que nos moríamos de hambre, sin luchar, llenos de desesperación y de ira. La compañía debía llegar esa misma noche, según el aviso recibido. Como el calor arreciase y el sueño no quisiese darme reposo, salí a respirar fuera de la carpa. Pasada la lluvia, el cielo se había despejado un tanto y en el fondo oscuro brillaban algunas estrellas. Di suelta a la nube de tristes ideas que se aglomeraban en mi cerebro. Pensé en tantas cosas que estaban allá lejos; en la perra suerte que nos perseguía; en que quizá Dios podría dar un nuevo rumbo a su látigo y nosotros entrar en una nueva vía, en un rápida revancha. En tantas cosas pensaba...

¿Cuánto tiempo pasó? Las estrellas sé que poco a poco fueron palideciendo; un aire que refrescó el campo todo sopló del lado de la aurora y ésta inició su aparecimiento, entre tanto que una diana que no sé por qué llegaba a mis oídos como llena de tristeza, regó sus notas matinales. Poco tiempo después se anunció que la compañía se acercaba. En efecto, no tardó en llegar a nosotros. Y los saludos de nuestros camaradas y los nuestros se mezclaron fraternizando en el nuevo sol. Momentos después hablábamos con los compañeros. Nos traían noticias de la patria. Sabían los estragos de las últimas batallas. Como nosotros estaban
desolados, pero con el deseo quemante de luchar, de agitarse en una furia de venganza, de hacer todo el daño posible al enemigo. Todos éramos jóvenes y bizarros, menos uno; todos nos buscaban para comunicar con nosotros o para conversar; menos uno. Nos traían provisiones que fueron repartidas. A la hora del rancho, todos nos pusimos a devorar nuestra escasa
pitanza, menos uno. Tendría como cincuenta años, mas también podía haber tenido trescientos. Su mirada triste parecía penetrar hasta lo hondo de nuestras almas y decirnos cosas de siglos. Alguna vez que se le dirigía la palabra, casi no contestaba, sonreía melancólicamente; se aislaba, buscaba la soledad; miraba hacia el fondo del horizonte, por el lado del mar. Era el abanderado. ¿Cómo se llamaba? No oí su nombre nunca.

 

                                                         
         II.
  
  El capellán nos dijo dos días después:
     -Creo que no nos darán la orden de partir todavía. La gente se desespera de deseos de pelear. Tenemos algunos enfermos. Por fin, ¿cuándo veríamos llenarse de gloria nuestra pobre y santa bandera? A propósito: ¿Ha visto usted al abanderado? Se desvive por socorrer a los enfermos. Él no come; lleva lo suyo a los otros. He hablado con él. Es un hombre milagroso y extraño. Parece bravo y nobilísimo de corazón. Me ha hablado de sueños irrealizables. Cree que dentro de poco estaremos en Washington y que se izará nuestra bandera en el Capitolio, como lo dijo el obispo en su brindis. Le han apenado las últimas desgracias; pero confía en algo desconocido que nos ha de amparar; confía en Santiago; en la nobleza de nuestra raza, en la justicia de nuestra causa. ¿Sabe usted? Los otros seres le hacen burlas, se ríen de él. Dicen que debajo del uniforme usa una coraza vieja. Él no les hace caso. Conversando conmigo, suspiraba profundamente, miraba el cielo y el mar. Es un buen hombre en el fondo; paisano mío, manchego. Cree en Dios y es religioso. También algo poeta. Dicen que por la noche rima redondillas, se las recita solo, en voz baja. Tiene a su bandera un culto casi supersticioso. Se asegura que para las noches en vela; por lo menos, nadie le ha visto dormir. ¿Me confesará usted que el abanderado es un hombre original?.
    -Señor capellán –le dije–, he observado ciertamente algo muy original en ese sujeto, que creo por otra parte, haber visto no sé dónde. ¿Cómo se llama?.
    -No lo sé –contestome el sacerdote–. No se me ha ocurrido ver su nombre en la lista. Pero en todas sus cosas hay marcadas dos letras: D.Q.
                                                                        III.
    A un paso del punto de donde acampábamos había un abismo. Más allá de la boca rocallosa, sólo se veía sombra.
    Una piedra arrojada rebotaba y no se sentía caer. Era un bello día. El sol caldeaba tropicalmente la atmósfera. Habíamos recibido la orden de alistarnos para marchar y probablemente ese mismo día tendríamos el primer encuentro con la tropas yanquis. En todos los rostros, dorados por el fuego furioso de aquel cielo candente, brillaba el deseo de la sangre y de la victoria. Todo estaba listo para la partida, el clarín había trazado en el aire su signo de oro. Íbamos a caminar, cuando un oficial, a todo galope, apareció por un recodo. Llamó a nuestro jefe y habló con él misteriosamente. ¿Cómo os diré que fue aquello? ¿Jamás habéis sido aplastados por la cúpula de un templo que haya elevado vuestra esperanza? ¿Jamás habéis padecido viendo que asesinaban delante de vosotros a vuestra madre? Aquélla fue la mas horrible desolación. Era la noticia.
    Estábamos perdidos, perdidos sin remedio. No lucharíamos más. Debíamos entregarnos como prisioneros, como vencidos. Cervera estaba en poder del yanqui. La escuadra se la había tragado el mar, la habían despedazado los cañones de Norte América. No quedaba ya nada de España en el mundo que ella descubriera. Debíamos dar el enemigo vencedor las armas, y todo; y el enemigo apareció, en la forma de un gran diablo rubio, de cabellos lacios, barba de chivo, oficial de los Estados Unidos, seguido de una escolta de cazadores de ojos azules. Y la horrible escena comenzó. Las espadas se entregaron; los fusiles también... Unos soldados juraban; otros palidecían, con los ojos húmedos de lágrimas, estallando de indignación y de vergüenza. Y la bandera... Cuando llegó el momento de la bandera, se vio una cosa que puso en todos el espanto glorioso de una inesperada maravilla. Aquel hombre extraño, que miraba profundamente con una mirada de la más amarga despedida, sin que nadie se atreviese a tocarle, fuese paso a paso al abismo y se arrojó en él. Todavía de lo negro del precipicio, devolvieron las rocas un ruido metálico, como el de una armadura.
 
                                                                         IV.
    El señor capellán cavilaba tiempo después:
    -“D.Q.”...De pronto, creí aclarar el enigma. Aquella fisonomía, ciertamente, no me era desconocida.
    -D.Q. –le dije– está retratado en este viejo libro: Escuchad. “Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años; era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada o Quesada –que en eso hay alguna diferencia en los autores que de este caso escriben– aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llamaba Quijana”.

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El nacimiento de la col
 

      En el paraíso terrenal, en el día luminoso en que las flores fueron creadas, y antes de que Eva fuese tentada por la serpiente, el maligno espíritu se acercó a la más linda rosa nueva en el momento en que ella tendía, a la caricia del celeste sol, la roja virginidad de sus labios.
      _Eres bella.
      _Lo soy __dijo la rosa.
      _Bella y feliz __prosiguió el diablo__. Tienes el color, la gracia y el aroma. Pero...
      _¿Pero?
      _No eres útil. ¿No miras esos altos árboles llenos de bellotas? Ésos, a más de ser frondosos, dan alimento a muchedumbres de seres animados que se detienen bajo sus ramas. Rosa, ser bella es poco...
      La rosa entonces__tentada como después lo sería la mujer__deseó la utilidad, de tal modo que hubo palidez en su púrpura.
      Pasó el buen Dios después del alba siguiente.
     _Padre __dijo aquella princesa floral, temblando en su perfumada belleza__, ¿queréis hacerme útil?
     _Sea, hija mía __contestó el Señor, sonriendo.
     Y entonces vio el mundo la primera col.

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