Sebastián Mey

índice

 

El hombre verdadero y el mentiroso

 

Las barbas del estudiante

 

El viejo y la muerte

 

El cura de Torrejón

 

EL HOMBRE VERDADERO Y EL MENTIROSO

   Iban caminando dos compañeros, entrambos de una tierra, y conocidos; el uno de ellos hombre amigo de verdad y sin doblez alguna, y el otro mentiroso fingido. Acaeció, pues, que a un mismo tiempo, viendo en el suelo un talegoncico, fueron entrambos a echarle mano, y hallaron que estaba lleno de doblones de oro y de reales de a ocho. Cuando estuvieron cerca de la ciudad donde vivían, dijo el hombre de bien.

_Partamos este dinero, para que pueda cada uno hacer de su parte lo que le diere gusto.

El otro, que era bellaco, le respondió:

_Por ventura, si nos viesen con tanto dinero, sería dar alguna sospecha, y aun quizá nos pondríamos en peligro de que nos le robasen, porque no falta en la ciudad quien tiene cuenta con las bolsas ajenas. Paréceme que sería lo mejor tomar alguna pequeña cuantía por agora y enterrar lo demás en lugar secreto, y cuando se nos ofreciere después haber menester dineros, vendremos entrambos juntos a sacarlos, y con esto nos quitaremos por ahora de inconvenientes.

El hombre bueno, o si se sufre llamarle bobo, pues no cayó en la malicia ni engaño del otro, pretendiendo que su intención era buena, fácilmente vino en ello. Y tomando entonces alguna cantidad cada uno de ellos, enterraron lo demás a la raíz de un árbol que allí juntico estaba, habiendo tenido mucha cuenta con que ninguno los mirase, y muy contentos y alegres se volvieron de allí a sus casas. Pero el engañoso compañero, venido el día siguiente, puso en ejecución su pensamiento, y volviendo secretamente al sobredicho lugar, sin que persona del mundo tuviese aliento de ello, cuando el otro estaba más descuidado, se llevó el talegoncico con todo el dinero a su casa. Pocos días después, topando el buen hombre y simple con el bellaco y malicioso, le dijo:

_Paréceme que ya será hora que saquemos de allí y repartamos aquellos dineros, porque yo he comprado una viña y tengo que pagarla; y también he de acudir a otros menesteres que se me ofrecen.

El otro le respondió:

_Yo ando también en compra de una heredad, y había salido con intento de buscaros por esta ocasión.

_No ha sido poca ventura topamos _replicó el compañero_ para poder luego ir juntos como teníamos concertado.

_Que vamos en buen hora _dijo el otro.

Y sin gastar más razones se pusieron en camino. Llegados al árbol donde le habían enterrado, por bien que cavaron alrededor, como no hubo remedio de hallarle, no habiendo señal de dinero, el mal hombre que le había robado comenzó a hacer ademanes y gesto de loco, y grandes extremos y quejas, diciendo:

_No hay al día de hoy fe ni verdad en los hombres; el que pensáis que os es más amigo, ése os vende mejor. ¿De quién podremos fiar hoy en el mundo? ¡Ah, traidor, bellaco! ¿Esto me tenías guardado? ¿Quién ha podido robar el dinero, sino tú? Ninguno había que supiese de él. Aquel simplecillo, que tenía más razón de poderse quejar y de dolerse, por verse despedido en un punto de toda su esperanza, por el contrario, se vio necesitado a dar satisfacción y disculparse; y con grandes juramentos protestaba que no sabía en el robo arte ni parte; aunque e aprovechaba poco, porque mostrándose más indignado el otro y dando mayores voces, decía:

_No pienses que te saldrás sin pagarlo; la justicia, la justicia lo ha de saber, y darte el castigo que merece tu maldad.

Replicando el otro que estaba libre de semejante delito, se fueron gritando y riñendo delante el juez, el cual, tras haber los dos altercado en su presencia grande rato, preguntó si estaba presente alguno cuando escondieron el dinero. Aquel tacaño, mostrando más confianza que si fuera un santo, respondió:

_Señor, sí; un testigo había que no sabe mentir; el cual es el mismo árbol entre cuyas raíces el dinero estaba enterrado; éste, por voluntad de Dios, dirá toda la verdad como ha pasado, para que se vea la falsedad de este hombre y sea la justicia ensalzada.

El juez entonces (que quiera que lo moviese) ordenó de hallarse con ambas partes en el dicho lugar el siguiente día, para determinar allí la causa. Y así por un ministro les hizo mandato, so graves penas, que hubiesen de comparecer y presentarse, dando primero, como lo hicieron, buena seguridad. Pareciole muy a su propósito esta deliberación del juez al malhechor; pretendiendo que cierto embuste que iba tramando, tendría por semejante vía efecto. Por donde volviéndose a su casa, y llamando a su padre, le dijo así:

_Padre muy amado, un secreto quiero descubriros que os he tenido hasta agora encubierto, por parecerme que así convenía hacerse. Habéis de saber que yo propio he robado el tesoro que demando a mi compañero por justicia, para poder sustentaros a vos y a mi familia con más comodidad. Dende a Dios las gracias y a mi buena industria, que ya está el negocio en punto que sólo con ayudar vos un poquito será, sin réplica alguna, nuestro. Ycontole todo lo que había pasado, y lo que había proveído el juez. A lo cual añadió:

_Lo que al presente os ruego, es que vayáis esta noche a esconderos en el hueco del árbol, porque fácilmente entrar podréis por la parte de arriba, y estar dentro muy a placer, sin que puedan veros, porque el árbol es grueso y lo tengo yo muy bien notado. Y cuando el juez interrogase, disimulando entonces vos la voz, que parezca de algún espíritu, responderéis de la manera que conviene.

El mal viejo, que había criado a su hijo tal cual era él, se convenció de presto de sus razones, y sin temerse de peligro alguno, aquella noche se escondió dentro del árbol. Vino allí el juez al día siguiente con los dos litigantes y otros muchos que le acompañaban, y habiendo debatido buen rato sobre el negocio, al cabo preguntó al árbol en alta voz quién había robado el tesoro. El ruin viejo, en tono extraordinario y con voz terrible, dijo que aquel buen hombre. Fue cosa esta que causó al juez y a los presentes increíble admiración y estuvieron suspensos un rato sin hablar. Al cabo del cual dijo el juez:

_Bendito sea el Señor, que con milagro tan manifiesto ha querido mostrar cuánta fuerza tiene la verdad. Para que de esto quede perpetua memoria, como es razón, quiero de todo punto apurarlo; porque me acuerdo haber leído que antiguamente había ninfas en los árboles; verdad sea que nunca yo había dado crédito a cosas semejantes, sino que lo tenía todo por patrañas y fábulas de poetas; mas agora no sé qué decirme habiendo aquí en presencia de tantos testigos oído hablar a este árbol. En extremo me holgaría saber si es ninfa o espíritu, y ver qué talle tiene, y si es de aquella hermosura tan encarecida por los poetas; pues caso que fuese una cosa destas, poco mal podríamos nosotros hacerle por ninguna vía.

Dicho esto, mandó amontonar al pie del árbol leños secos, que había por allí hartos,  y ponerles fuego. ¿Quién podrá declarar cuál se paró el pobre viejo cuando comenzó el tronco a calentarse y el humo a ahogarle? Sólo sé decir que se puso entonces con voces muy altas a gritar:

_¡Misericordia, misericordia, que me abraso, que me ahogo, que me quemo!

Lo cual visto por el juez, y que no había sido el milagro por virtud divina, ni por haber ninfa en el árbol, haciéndole sacar de allí medio ahogado, y castigándole a él y a su hijo según merecían, mandó que le trajesen allí todo el dinero, y entregósele al buen hombre que tan injustamente habían ellos infamado. Así quedó premiada la verdad y la mentira castigada.

La verdad finalmente prevalece,

y la mentira con su autor perece

 

ir al índice

LAS BARBAS DEL ESTUDIANTE

Venía de Salamanca un gentil hombre, estudiante gorrón, de buen hábito, tan alcanzado de dinero como presumido, y queriendo entrar en su pueblo, en una villa por donde acertó a pasar un día, se entró en la casa de un barbero, y viendo que el maestro se estaba mano sobre mano, le dijo que le hiciese merced de quitarle la barba.

El barbero, que no vivía de otra cosa sino de su oficio, llamó a su mujer, pidió un peinador limpio guarnecido, sacó un estuche dorado, afiló de pronto una navaja y aparejó la mejor tijera que tenia, y poniéndole una silla de caderas, le hizo sentar en ella. Quitase el estudiante el cuello, bajó el jubón, y el maestro le puso un paño tan limpio y tan oloroso como si fuera para servicio de altar. Comenzó a quitarle el cabello curiosamente, tratándole con el respeto y crianza que su buena traza y talle merecía.

El estudiante, que no estaba acostumbrado a que le tratasen con tanta cortesía, y para tan chico santo como él era le parecía ser mucha aquella fiesta, porque su bienhechor no pecase de ignorancia, con voz humilde y baja le dijo:

_Mire vuestra merced, señor, que estoy sin blanca, que pido limosna para poder ir a mi tierra, y que el trabajo que vuestra merced toma en quitarme el cabello ha de ser por amor de Dios.

Oyolo el barbero, y perdida la paciencia, vuelto para el pobre mancebo, con mucho enojo le dijo:

_¡Cuerpo de Dios con el gorrón!, ¿y a eso venís ahora? Ya yo me espantaba que tan de madrugada venía algo de provecho a mi casa: siéntese aquí.

Alzase pacíficamente el mozo de la silla en que estaba; sentáronle en un banquillo y, puestos otros lienzos de jerga, según eran gruesos, y con el color de hollín, deja la obra el maestro, y en su lugar entró el aprendiz a acabar lo que su amo había comenzado, y por él debió de decirse: «En la barba del ruin se enseña». La tijera era tal, y de modo la navaja, que a cada vuelta le iba desollando medio carrillo. Pero como el negocio era de balde, sufría y callaba.

En esta ocasión estaba en un corredor alto de la casa aullando un galgo del barbero, y de suerte, que era enfado para todos cuantos le oían; y del dueño, que había menester poco para enojarse, comenzó a dar voces, diciendo:

_Subid arriba, y mirad qué tiene aquel perro y por qué está aullando.

Oyolo el estudiante y, mirando al barbero, le respondió:

_No se espante vuestra merced de que gruña y aúlle, porque le deben de estar quitando el pelo de por amor de Dios, como a mí.

 

ir al índice

El viejo y la muerte

 

        Llevando un pobre viejo una carguilla de leña del monte a su casa, tropezando al acaso en una raíz de un árbol, dio consigo y con la carga en tierra, donde levantado, sentándose a par de su carga, comenzó a lamentar su miseria y trabajo y llamar a la muerte que viniese presto.

La muerte, acudiendo a sus voces y presentándose delante, le dijo cómo estaba allí presta para lo que de ella quisiese. Respondió el viejo entonces:

_Quería que me ayudase a cargar esta carguilla de leña que se me ha caído y no tengo quien me ayude.

Los hombres llaman a la muerte ausente

mas no la quieren ver cuando presente.

 

ir al índice

El cura de Torrejón

 

        Alonso Fresnedo, cura de Torrejón, concertó con Juan Carrasquero, escribano, que viniese a su casa al día siguiente, porque le había de emplear en cierto menester que les importaba mucho. Y encargole una, dos y muchas veces que no lo hiciese falta. Respondiendo el otro que perdiese cuidado, le volvió a decir:

–Mirad que del todo me echaríais a perder; por tanto, desengañadme, y si habéis de venir, no me hagáis burla.

–Yo os prometo –díjole Carrasquero– que, si no muero, acudiré luego de mañana, que no seréis aún vos levantado, y si acaso no viniese tan presto como os digo, sin duda ninguna me podéis dar por muerto.

El cura le estuvo a la mañana esperando, y eran ya más de las nueve. Por donde, viendo que no venía, mandó al sacristán tañese a muerto. El sacristán comenzó a tocar a grande priesa. Oyendo esto los del pueblo, acudieron muchos de ellos a saber quién era el muerto, y preguntándoselo al cura, les respondió que Juan Carrasquero.

–Tan bueno y sano estaba como yo anoche –dijeron algunos de ellos–; Dios le haya perdonado.

Y corrieron en grande número a su casa a darle a su mujer el pésame. Pero halláronle a la puerta ya, que iba a casa del cura, y diciéndole:

–¿Cómo que no sois muerto? Pues el cura nos ha dicho que sí.

Él se fue muy bravo al cura y le riñó mucho por lo que había hecho.

–¿Cómo –le dijo el cura–, no me dijiste anoche que creyese que eras muerto si a la pinta del día no estabas aquí? Pues creyendo yo que decías verdad y que realmente serías muerto, he mandado que se hiciese lo que por los otros muertos se acostumbra. Y fuera razón que me lo agradecieras mucho.

Si hicieres al ingrato algún servicio,

publicará que le haces maleficio.

 

ir al índice

 

IR AL ÍNDICE GENERAL