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Segundo Serrano Poncela

El centinela

Un olor a crisantemo

El zopilote

El doble

El centinela

     Durante la guerra hispano marroquí de 1860, un centinela que tenía a su cargo la zona oeste de la fortaleza de Bení–Assala, en las afueras de Tetuán, se distrajo durante la noche, ocasión que aprovecharon los moros para pasar a cuchillo buena parte de la guarnición dormida. Fue una matanza cruel: decapitaron a los soldados y colgaron sus cabezas, formando un círculo giratorio, de lo alto de un palo ensebado que servía a los muchachos para sus distracciones. A la mañana siguiente, un pilluelo gimnasta subió al palo, descolgó una de las cabezas, y creyendo que era un trofeo lo transportó de un lado a otro con gran griterío. Mientras tanto, una compañía regular atravesaba los arenales en persecución de la tribu, sospechando que se había llevado consigo tan importantes apéndices humanos para efectuar con ellos sus mágicos ritos.

     Se hicieron diferentes pesquisas hasta dar con el centinela distraído. Al fin, encontraron al soldado en el fondo de un patio; estaba comiendo higos con aguamiel, acompañado de una joven prostituta del aduar de Ressala. Habían pasado la noche juntos, amándose a la usanza mora, mientras una vieja les abanicaba los mosquitos y ponía una nueva estera debajo de sus cuerpos cada vez que alcanzaban el placer. Estaba el soldado fatigado y soñoliento. Le amarraron los brazos a la espalda con un látigo de piel de camello, trasladándole a la comandancia, donde rápidamente se formó un consejo de guerra. Por la noche regresó la compañía expedicionaria trayendo consigo las cabezas de sus infortunados compañeros, algunas de las cuales presentaban ya huellas de profanación.

     Durante la breve sustanciación de la sumaria, el consejo de guerra tuvo ante sí diez cabezas cortadas como prueba del caso. Como habían muerto cinco soldados, el fiscal consideró una serie de circunstancias agravantes y el centinela fue condenado al paredón de fusilamientos después de pasarle por la baqueta. Este castigo consistía en hacer que el acusado avanzara con las espaldas desnudas entre una doble fila de tropa, recibiendo por cada número par, un golpe de plano en las costillas. Naturalmente, cuando llegó al final de la fila, el condenado a muerte ya estaba muerto, con lo cual su fusilamiento tuvo el valor de una ceremonia simbólica. De las diez cabezas, cinco se adosaron a sus respectivos cuerpos y las otras cinco se enterraron aparte, con los honores militares propios del caso.

     El soldado centinela mantuvo en todo instante su inocencia, no ante el tribunal por causas que ahora veremos, sino ante la doble fila de baquetas. Sus gritos añadieron valor y ejemplaridad al espectáculo. Se supone que aludió de algún modo a las razones por las cuales se hallaba en aquel patio moruno y a la Justicia Divina que juzga después de la muerte, confiriendo una posibilidad de apelación postrera, según consta en el Apocalipsis, para después de la caída de la estrella Ajenjo. Por su parte, el defensor, que era un joven teniente de academia, argumentó como eximente la existencia de un estado de enajenación mental en su defendido. Un ardiente parhelio solar que todas las mañanas aparecía sobre la cresta del monte Atlas y se hundía todas las tardes en el mar oscuro, fue responsable de la pérdida de sus facultades. Este sol produce espejismos y en los ojos enrojecidos toda suerte de imágenes reales. El soldado puso el fusil en manos de su sombra, quien, luego de hacer el saludo reglamentario al recibir la entrega de la guardia, ocupó el puesto. Entonces el soldado bajó hasta el barrio de la morería acompañado de la joven prostituta y se entregó a la holganza. Su falta principal consistió en no recoger la consigna del cuerpo de guardia, con lo cual, técnicamente, siguió en servicio durante toda la noche. Había, por consiguiente, que sustituir una acusación por otra. En el momento de ocultarse el sol en el horizonte, la sombra se diluyó en la oscuridad: éste era un fenómeno físico bien conocido. Quedaba sólo el fusil, que, por alguna razón no bien definida, no pudo dispararse a sí mismo. Reclamó la presencia de un perito en armas para sustanciar una incógnita que, a su juicio, entorpecía la buena marcha del proceso.

     El fiscal consideró los hechos de otro modo. Según su punto de vista, la prostituta del aduar de Ressala era un moro joven disfrazado, en connivencia con la tribu de decapitadores. Subió al cuerpo de guardia llevando consigo un saco que contenía cinco cabezas de moros y sedujo al centinela obligándole a la deserción. Después aparecieron los asaltantes —ya vacía la torre de vigilancia—, y fácilmente pudieron deshacerse del pequeño retén que, a esas horas, dormía confiado. Cortaron las cabezas a sus víctimas, abandonaron la fortaleza con el mayor sigilo y pusieron las que contenía el saco en lo alto del palo ensebado, llevándose las legítimas.

     Esto explicaba el aparente conflicto producido por los dos hallazgos macabros. Cuando el centinela descubrió el engaño —lo cual tuvo lugar en cierto momento de la noche, hallándose ya en el patio—, la vergüenza del suceso le aturdió. De todos modos era cierto que si bien no pudo ultimar su deseo amoroso, sí había comprometido su honor viril durante horas, a solas con el mancebo, dado que los árabes habitualmente rodean el acto de una complicada y lenta (diríamos circular y espiral) serie de caricias eróticas. Su ambigüedad y su misterio voluptuoso permitieron mantener el equívoco hasta el último momento. Se produjo sin duda, en el soldado culpable un grave caso de conciencia: la denuncia autoacusadora e inmediata implicaba salvar el honor militar, aunque no eludir el castigo (siempre sería fusilado), a cambio de perder su honor viril. El silencio implicaba perder el honor militar in absentia, por lo menos mientras no fuera descubierto, arriesgarse al castigo y salvar el honor viril. De acuerdo con la casuística española tradicional del honor, éste adquiere o pierde relevancia sólo al ser proyectado, como un chorro de viva luz, sobre la sociedad. Los «otros» son los que dan o quitan el honor —Calderón ofrece abundantes testimonios al efecto—. Dentro de la jerarquía de valores que el honor envuelve, la deshonra callada adelgaza y aun suspende la deshonra; prácticamente la mantiene en estado fetal. Por otra parte, el vértice del deshonor se sitúa en los genitales según la misma jurisprudencia. Estaba claro por consiguiente la actitud del soldado, culpable de tres delitos y una falta, cada uno de los cuales, salvo la última, llevaba aparejada la pena de muerte. Abandonó el servicio en activo, deserción genérica y sodomía, tales eran los delitos. La falta, desconocimiento de la consigna. Esta última, sancionable antes del juicio, con un paseo de baqueta para evitar interpolaciones de un sumario subsidiario dentro del principal. Por un desventurado azar no previsto en las leyes, la falta había recibido el castigo de los tres delitos, subvirtiendo lastimosamente —así dijo el fiscal— el orden de procedimiento y el principio de nula poena siene liege (hubo, además, una referencia a la situación política española que omitimos por no hacer al caso).

     Aunque el juicio sumarísimo se celebró pocas horas después de la captura del soldado, resultó que éste ya había muerto con anterioridad, como sabemos. Hubo, pues, en los autos, un ligero vicio de nulidad destacado hábilmente por la defensa. Consistía en el hecho de que estaba siendo enjuiciado y acusado un ente de ficción; no a un muerto (situación posterior y ajena al caso, producida por diversa concatenación de efectos y causas), sino algo que no existía, una pura sombra de nada, la imagen de un centinela en abandono de servicio. Cuando el defensor destacó tal aspecto de la cuestión lo hizo pensando en una revisión de la sumaria por los tribunales superiores, cosa que consiguió unos meses más tarde.

     El Tribunal Supremo establecido en la Península, precisamente en Madrid, reclamó juntamente con los folios la presencia del acusado y del fusil, además de las diez cabezas que habían de servir como testigos de cargo. Como había transcurrido un año desde el día de autos, la nueva guarnición de Tetuán apenas si conservaba un vago recuerdo de aquel suceso, ya que desde entonces habían tenido lugar diversas razzias de moros y aumentado el número de centinelas muertos y soldados descabezados. Se convino, por consiguiente, en enviar a otro centinela procesado por abandono de servicio —en este caso sorprendido pacíficamente jugándose a la baraja con unos camelleros, en los fosos del fortín, la posesión de una negra—. Fue con él, y junto a los pliegos de autos, un fusil genérico, extraído de la armería. En lugar de las cabezas, el palo ensebado que aún servía de entretenimiento a los pilluelos del zoco, y, finalmente, la joven prostituta del aduar de Ressala reclamada por la defensa, junto con el mancebo sodomita coacusado por el fiscal.

     Adosaron, además, al expediente, la baraja y la esclava negra, retenida en concepto de prueba subsidiaria —por cierto, la usaban periódicamente los cantineros de la guarnición para amasar la harina del horno y otros menesteres—. El centinela, el palo ensebado, el fusil, la prostituta, el mancebo, la baraja y la esclava negra sirvieron para reconstruir más detalladamente la dramática historia, y el abogado defensor mostró ante el tribunal, con abundantes pruebas, que si el acusado había sido sorprendido jugando a las cartas en el foso (lo que corroboró la esclava), no podía estar a la vez cohabitando con la prostituta. No obstante, de considerar viciosa la declaración de la esclava negra, debido al doble significado en árabe del verbo jugar —equivalente a danzar, mover los dedos de hueso, recitar y practicar ejercicios deshonestos—, el caso se bifurcaba en otras tres posibles hipótesis; la primera: el centinela había dejado en su lugar a la esclava para concurrir al lecho de la prostituta, y el mancebo había llevado consigo a la esclava creyéndola el centinela. En este caso, no había sodomía (tercer delito), y se anulaba la anterior sentencia; segunda: el centinela, hallándose con la esclava negra o con la prostituta en el cuerpo de guardia, sorprendió a un mancebo moro que trataba de penetrar en la torre sin consigna y, al seguirle en comisión de servicio, había dejado en su lugar a una de ambas mujeres, investida de autoridad por la transferencia del fusil.

     Como las dos habían sido encontradas juntas en un patio del zoco, pero el fusil —es decir, el centinela—, no estaba en compañía de ambas y sí cumpliendo con su deber en solitario, no había en este caso abandono de servicio (primer delito) y también se anulaba per se la sentencia. La última hipótesis fue razonada del siguiente modo por el abogado defensor: Si un soldado (X) jugaba a las cartas en el foso, mientras que otro soldado (Z) se prostituía en la ciudad, y un tercero (M) ocupaba el puesto de guardia y sorprendía al joven moro, el cuadro, en su conjunto, no pasaba de ser una corriente escena de guarnición susceptible en última instancia de una corrección colectiva de la disciplina. No había, por tanto, deserción genérica (delito segundo).

     Quedaba el palo ensebado sin posible articulación lógica. Alguien preguntó qué hacía allí. Llamado el ujier a la presencia del tribunal, dijo no saber gran cosa de ello. Los ujieres se renovaban cada ocho horas y era posible que tal artefacto perteneciese, bien a cualquiera de sus compañeros, bien al conjunto de piezas de otra sumaria.

     —Quiero hacerle constar —manifestó el juez presidente— el estado de suciedad y abandono en que este instrumento se encuentra.

     Y acto seguido se retiró con marcada repugnancia para lavarse las manos manchadas de grasa.

El ujier, furioso y avergonzado, prometiose en su fuero interno convertirlo en astillas de cocina apenas acabara la sesión, y así sucedió.

     El caso, por su importancia y dramatismo fue cultivado sensacionalmente por los periodistas, claro está que desde diversas plataformas políticas, pero todos coincidieron en asegurar que el humilde soldado sería favorecido, en cualquiera de las hipótesis, con una sentencia mucho más benigna que la pena de muerte. En cuanto al paso de baqueta, del que fue víctima un año antes, resultó objeto de la general execración por estimarle un castigo sucedáneo de las torturas medievales en pleno siglo del positivismo y la industrialización. Algunos periodistas reclamaron ver al procesado para comprobar si aún quedaban cicatrices u otro tipo de huellas de aquel acto carnicero. Cuando el tribunal falló condenándole a un año de prisión por juegos prohibidos (fue estimada la primera hipótesis y, por consiguiente, convertida en hecho) algunos periódicos, de izquierda naturalmente, encontraron la pena excesiva, pero poco después el asunto fue dado al olvido.

     Las cosas marchan lentas en el ejército, sobre todo los expedientes de absoluta, los licenciamientos parciales y menudencias por el estilo.

     Cuando la sentencia de apelación llegó a Tetuán, se puso en movimiento la maquinaria administrativa con el propósito de hacer efectivo su resultado. Así, algo después, los inspectores militares descubrieron, compulsando las listas de bajas en campaña, licencias y movilizaciones que en la orden del día, relativa al comienzo de esta crónica, es decir, de los sucesos originales, no constaba la menor presencia de un centinela en la zona de la fortaleza de Bení–Assala.


 
 

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Un olor a crisantemo

     Pensó que pronto amanecería; que tras el otoño, ya moribundo, sobrevendría fatal, una vez más, el invierno y después, consolatoria y excitante, la primavera. Pensó también que estaba destemplado, aburrido y a pesar de todo, viviente.

    Entró en el bar ya cerrado a medias. Examinó al camarero de ojos estúpidos, sonámbulo, con un dedo en el agujero de la nariz. «Invertido en potencia», se dijo, Freud le clasificaría como un tipo anal y ahora me servirá la taza de café con sus falanges sucias.

    Pero lo hizo el dueño sin interrumpir el diálogo que sostenía con otro cliente, trasnochador también. Hablaban con lentitud, saboreando las palabras y el tema.

    —Así sucedió —el otro cliente exhibía unos remangados brazos gruesos— porque los hombres estamos en el deber de serlo cuando llega la oportunidad y no veo que haya nada malo en ello. Si una mujer se te manifiesta y te dice: «Eres mi tipo», entonces ni el Señor con todo el poder que tiene puede volver las cosas a su sitio.

    El dueño sentenció:

    —Así mismo. ¿Y qué pasó después?

    —Pues dijo: «Me molestan los que presumen». Y se enredaron. Era hombre de riñones y buen cumplidor. También el difunto. Pero una mujer es siempre una mujer y cuando volvió con el cuchillo y dijo: «Óigame, amigo», ya el otro estaba, como quien dice, muerto.

    —Perra suerte —se lamentó el dueño—. Perra vida.

    Un ventarrón de amanecer abrió la puerta y el camarero, sobresaltado, alzó los ojos. Valdés encendió un cigarrillo. Era lo de siempre entre hombres: algo sobre el eterno femenino; total, pornografía. La luz de la bombilla, torpe y extenuada como si también tuviera sueño, cubría las cosas con su pátina triste. «Debiera acostarme» bostezó.

    Todas las noches se repetía lo mismo a la misma hora y casi en el mismo lugar. Examinó el reloj puesto sobre un anaquel: eran las cinco de la madrugada. El mostrador del bar, húmedo y gelatinoso, había marcado en su chaqueta un borde oscuro. Se entretuvo un instante mirando los escaparates llenos de botellas. Al fin, con desgana, se levantó y salió a la calle.

    Un automóvil cruzó salpicándole de lodo. Casi todos los edificios cercanos semejaban almacenes de mercancías; oscuras naves por donde, en horas regulares, moveríanse continuamente hombres y carretillas repletas de fardos para ser apilados en altas murallas y contabilizados después, convertidos en dinero; algo que apenas recordaba cómo era (lo mismo le sucedía con la luz del sol y otros hábitos al parecer honestos). En medio de la calle, un espeso charco de agua sucia apenas visible a la luz del foco eléctrico, se nutría de múltiples afluentes. Optó por dirigirse a casa de Lou donde estaría mejor que en su solitaria y abandonada habitación. Hacía tiempo que no la visitaba y el deseo de hacerlo le sobrevino de pronto, aunque comprendía que hubiera podido decidirse a hacer otra cosa.

    Era por allí cerca y conocía los hábitos interiores del edificio de modo que sólo tuvo que empujar la puerta de cristales iluminada por tenue lámpara verdosa y ya dentro le acogió esa penumbra suave de las casas habituadas a dormir durante el día. Cruzó hasta la sala de recibir y allí estaba Lou, todavía levantada, con su larga bata de seda y el cigarrillo encendido entre los labios.

    —¿Tú por aquí?

    La voz sonó lánguida, empapada de fatiga. Eran viejos amigos. Lou sobrellevaba con dignidad sus años de madurez protegidos por una salud de robusta campesina habituada a la ciudad y sus excesos, con un punto de gordura bajo la fría seda y el pelo corto y duro, sin canas todavía, cuidadosamente teñido quizás, que se recogía por la mañana con rizadores y líquido de ondular de forma que, al atardecer, apenas soltaba los alambres derramábase en todas direcciones como una crespa cabellera de gorgona. Repitió: «¿Tú por aquí?», guiñando un ojo, costumbre adquirida a causa del cigarrillo. La sala estaba en desorden y Valdés tropezó con una caja de botellas vacías; separó con el pie una silla caída y se acercó a la convencional sirena que por un residuo de pudor, tan mecánico como el bostezo o las gárgaras nocturnas, se apretaba la bata contra los senos.

    —Decidí hacer penitencia con una de tus muchachas —la dijo—. Es muy tarde, me disgusta dormir solo y al fin y al cabo, todos somos pecadores.

     Lou dio una gran palmada, divertida. Su bata se abrió de nuevo y la voluta de humo extendióse recta, vertical, hacia el techo.

    —Ya se retiraron a dormir, hombre perdido.

    Y agitando las manos, amenazadora: «¿Quieres trastornarlas?». Pero él se acercó a la gran bata de seda floreada en cuyos hondos bolsillos producían continuas vibraciones metálicas el encendedor, las llaves y el dinero; abrazó el robusto talle; bajó sus dos manos, enlazadas, por la cintura separándolas al llegar a las inabarcables masas de carne. «Siempre habrá un rincón para mí en tu palomar», la dijo. Y examinó su alrededor con aire de experto. «Tuvimos desorden esta noche sobre cubierta; no me lo negarás.»

    —Algo parecido —Lou trató de alisar su cabello lo mismo que si tuviera que producir con un gesto una cantidad de energía eléctrica—. Estuvieron aquí hasta muy tarde; gente de dinero y con ganas de divertirse que rompieron por diez, bebieron por veinte y pagaron por treinta. Todo entre caballeros que se encuentran en su propia casa; así les dije. Como en su propia casa, ¿no es cierto? De seguro que sus buenas mujercitas no permitirían... Agarré por donde pude al puerco, ya subido encima del piano y lo llevé a rastras hasta el baño porque estaba vomitando.

    Valdés intentó de nuevo abrazar la copiosa cintura y Lou se lo agradeció con una serie de guiños.

    —Tienes razón, patrona. Ante todo buena conducta.

    Buscó donde sentarse entre los muebles desparramados. El piso olía a cloro y en un extremo de la sala apercibió por vez primera los zancajos de alguien arrodillado que frotaba unas manchas oscuras, quizás la vomitona del Adán repelido del paraíso. «Lo que me apetecería ahora es un coñac, encanto; un buen coñac.»

    Y justificó su petición tras un breve silencio meditativo: «La madrugada me produce siempre ideas lúgubres».

    Lou le pellizcó un brazo, acercóse al pequeño bar empotrado en la pared y sirvió una copa generosamente. «Había olvidado tus costumbres.» Después fue hacia uno de los balcones, entreabrió la pesada cortina y observó la calle aún oscura donde algo preludiaba la inminencia del alba.

    —Apúrate, mujer.

    La fregatriz diose media vuelta sobre sus rodillas y se quedó mirándole inmóvil; con la boca abierta; los desnudos dos brazos hundidos en la batea con jabón.

    —Reconozco que no es hora de visitas —Valdés bebió de un trago el solicitado y escogido licor—, pero un hogar donde sólo viven mujeres necesita un varón de respeto. Voy a quitarme la chaqueta si no ofendo tu pudor, encanto. ¿Tienes algo a mano en que envolverme?

    —Mejor subes y te acuestas, hombre perdido.

    Valdés se quitó la chaqueta y los zapatos; estaba comenzando a sentirse en familia. Ambos eran viejos amigos y habían dado ya las necesarias vueltas al mundo para saber justificar y hasta perdonar al prójimo. En otros tiempos tuvieron su personal affaire d'amour. Lou era entonces una mujer joven, con debilidades, entre otras la incurable atracción por todo género de novelas rosas; entusiasta de ese tipo de creaciones literarias en que una sencilla mecanógrafa huérfana y sin porvenir se ve solicitada por la pasión del jefe. Valdés descubrió demasiado pronto su punto flaco, usando cierta facilidad que siempre tuvo para entender los corazones femeninos —era su desgracia, bien lo sabía— y comenzó a cortejarla haciéndola sentirse joven huérfana necesitada del calor masculino, porque Lou andaba entonces por los veinticinco años; una mujer apetitosa que contaba por delante con un porvenir, así que el galán no tuvo inconveniente en aprovechar la doble y rara conjunción de pan de cuerpo y espíritu. Tenía él veintidós años y estaba dispuesto a vivir, pero su padre le cortó muy pronto las fuentes de ingreso a causa de algunas diferencias en la interpretación del sentido de la vida. Por entonces pensaba escribir cierto libro que no terminaría nunca; viajar y ser ambicioso a su manera. Un día se cansó de Lou y recorrió mundo hasta desilusionarse sabiendo que todo se repite y que el hombre se parece a las peonzas en que, haga lo que haga, siempre concluye dando vueltas en el mismo sitio. Cuando regresó en busca de su Dulcinea, Lou había levantado el campo pero volvió a encontrarla por segunda vez años más tarde, cuando más tranquila, gruesa y matronil había montado su propio negocio; usaba enormes batas y se teñía el pelo, conservando cierta especie de fidelidad para el único hombre que nutrió los ensueños de su corazón.

    Era un buen negocio. Abajo funcionaba el «cabaret»; un largo salón de espejos; bar americano, piano siempre desafinado y tiestos con palmeras enanas en los rincones. Aparatosas butacas forradas y largas cortinas daban al lugar apariencias de honorabilidad ya que el negocio de Lou aportaba su contribución a la felicidad de las gentes: buenos amigos y amantes esposos que acudían los sábados a beber whisky o coñac; hablaban con las muchachas y subían o bajaban, en confianza, de uno en otro piso para volver más tarde a sus ocupaciones rutinarias aliviados y contentos. En el segundo piso dormían las pensionistas; cuatro muchachas jóvenes y bien dispuestas. Para subir al tranquilo gineceo era necesario permiso de la dueña, y se llegaba hasta él por una escalera de pasamanos de latón dorado donde lucía una gran lámpara de cristal siempre encendida.

    Lou reapareció con una bata de baño.

    —Aquí tienes —dijo—, vas a parecer un recién casado.

    Valdés, satisfecho, hizo crujir las articulaciones de sus dedos:

    —Pronto amanecerá, ¡oh mujer maternal!, y necesito un nido caliente que no sea el tuyo. Respeto demasiado las formas y pudieras encontrarme sin ellas. ¿Con quién me acuesto?

    —¿No usarás faja? —preguntó Lou interesada—. Dicen que es la última moda entre los hombres.

La fregatriz emitió una larga risa silenciosa y se le saltaron las lágrimas. Lou golpeó la inclinada espalda para evitar el acceso de hipo y ambas siguieron trajinando en el salón adonde no llegaban ni el agua ni el viento, cerrada cápsula hecha para la felicidad nocturna, mientras Valdés subía las escaleras y se perdía en las profundidades del gineceo oloroso a respiración femenina, perfumes y cigarrillos.

    Las cuatro puertas daban a un pasillo alfombrado. El perfume le produjo cierta laxitud y permaneció indeciso ante las silenciosas entradas tratando de decidirse. Al fin abrió una de ellas al azar y asomó la cabeza. Desde la oscuridad alguien hizo crujir los muelles de la cama y un zapato vino a estrellarse contra la pared del pasillo.

    Valdés rio silenciosamente.

    —¡Niña! —dijo—. ¿Así te enseñaron a recibir a los amigos?

    Entró en la habitación y encendió la luz. La mujer estaba en la cama, sentada, cubierta por la chaqueta de un pijama de seda y trataba de alcanzar el otro zapato tanteando a ciegas el suelo. Valdés se precipitó a ayudarla:

    —Aquí lo tienes; completa tu amable saludo.

    Pero ella se escurrió entre las ropas mirándole con cierta curiosidad irritada.

    —¿Qué se te perdió aquí? —le dijo.

    Acababa de acostarse dispuesta a gozar de un sueño bien ganado en la seguridad de no tener nada que hacer hasta la tarde siguiente y aquella interrupción la contrariaba. Valdés se había sentado al borde de la cama, puesta a un lado la bata de baño y oprimía sus costillas con una mano, precisamente encima del corazón.

    —Vengo a traerte un mensaje de paz, gatita. Dios castiga a los impíos con un diluvio de pecados de modo que sólo nosotros, los que amamos mucho y bien, quedaremos sobre la haz de las aguas. Dijo Jehová: «Traeré el mar a la tierra para destruir toda carne en la que haya espíritu de vida, mas estableceré mi pacto contigo y entraréis en el Arca tú y tus mujeres». Así que aquí estoy. ¿Cómo te llamas?

    La mujer le oía con la boca abierta sin entender nada.

    —¿Cómo te llamas? —la preguntó de nuevo.

    Al fin ella pareció apreciar la situación.

     —¿Así que tú...? ¡Buen fresco estás hecho! —dijo—. ¿Conque el diluvio? A esto dices tú diluvio: ¡una dormida gratis!

    Valdés la examinó con su mirada más profunda:

    —Ignorante Eva; como todas las de tu sexo no sabes nunca lo que dices. Otra vez repito: ¿cuál es tu nombre?

    —Me dicen Amores.

    —Pues bien, hebrea. Acabas de escuchar con tus propios oídos pecadores un grave mensaje. Yo soy el portador de la paz y la paloma. ¿Con quién me has confundido?

    —Con alguien que estuvo aquí anoche. Un pesado. Cuando se fueron todos sus amigos él roncaba todavía sobre la cama y tuve que echarle a empujones. Había bebido mucho y no sabía qué hacerse. Sólo decía: «¡Si Gracita se entera!, ¡si Gracita se entera!». ¡Un cargante! Así que le peiné y le arreglé la corbata, un detalle que no se merecía pero dicen que es en lo que más se fijan las esposas. Ahora, cuando pensaba dormir, vienes tú a fastidiarme. ¿Qué quieres?

    Alguien gritó desde el otro lado del pasillo:

    —Amores, niña; ¿no estás sola?

    Valdés se puso en pie, sonriendo:

    —¡Por favor, bella judía; no proclames nuestro secreto!

    —¡Ay qué leche! —exclamó ella—. Eres un pesado.

    Desde afuera la misma voz volvió a gritar:

    —¿Quién está contigo, Amores?

    Alguien, otra mujer, entró en la habitación; una rubia con las piernas desnudas y un corto chaquetón. Dijo:

    —¿Tú por aquí de nuevo, perdulario?

    Y con un gesto admonitorio, dirigiéndose a la compañera:

    —Te lo advierto; no te despegarás de él hasta mañana por la tarde y además se servirá de ti y se tomará tu desayuno. ¿Tengo que presentaros?

    Amores, decepcionada e indiferente sólo respondió:

    —¿Lo sabrá el ama?

    —Es su protegido —explicó la otra—; conque, ¡adiós!

    Y se fue, dejándoles solos de nuevo.

    Con un gesto de hosca resignación Amores separó las ropas de la cama, sentóse encima con las piernas encogidas y recostó la barbilla sobre aquel soporte.

    —Está bien —concedió Valdés indeciso—, si tú no quieres...

    Y ella:

    —Es lo mismo. Ya que has venido, quédate.

    Valdés tuvo un instante de tristeza contemplando sus calcetines sucios. «Ya estamos dentro del Arca —y se pasó la mano por la boca como quien se limpia una telaraña—. Quizás no valga la pena salir de nuevo.»

    Pero ella siguió sin entender. Valdés consideró que todo estaba aclarado; sacóse la camisa, los pantalones e hizo una reverencia:

    —Con tu permiso voy a acostarme.

    Después, ya tendido, desarticuló los brazos con un largo bostezo. Ella permanecía sentada, en la misma posición inmóvil, con la barbilla sobre la articulación de las piernas. «¿No vienes?», la preguntó. Y Amores, obediente: «Si tú lo deseas...». Aún permaneció callado un instante, recogido en su indiferencia. La caliente atmósfera de la habitación le adormecía.

    —¿No te conozco? —la preguntó.

    —Soy nueva aquí.

    —¿De dónde eres?

    —Soy nueva, ¿no te digo?

    Era una mujer delgada, casi insignificante, de hombros caídos pero en sus ojos brillaba todavía cierta juventud. En conjunto exhalaba cierto aire febril, pero atractivo.

    —Bueno —añadió él alargando su mano que aprisionó el pequeño seno bajo la púdica seda—. ¡Estoy tan cansado! Pero contigo y dentro del Arca, ¿quién resiste la tentación?

* * *

    Poco después ya estaba dormido y respiraba con sosiego. Amores, acostada boca arriba, se podía contemplar parcialmente en el espejo donde la tenue luz de la pantalla destacaba sus pómulos y circuía sus ojos de profundas órbitas casi negras. Había tenido una noche laboriosa ocupada durante varias horas en atender al pesado cliente de turno: un pegajoso padre de familia dispuesto a malgastar su procaz imaginación ahorrada en noches de comercio insípido y estéril con aquella Gracita, su esposa, especie de púdica tarasca con moño y escoba que le esperaría, llameantes los ojos, en un oscuro rincón del pasillo, al regreso de sus escapadas sabatinas. Sonrió representándose la tribulación del mísero sobre todo al recordar, con maligna alegría, que llevaba sobre la frente una marca de carmín semejante al hierro de ganadería impura. Y ahora éste, tan apacible y cristiano, dormido como un niño de buena familia tras de su travesura; un tipo con barba de días y ropa interior sucia, aunque bastante caballero en sus modales; no muy exigente, es cierto, dada la hora avanzada. El espejo reflejaba dos bultos inmóviles: «Como dos muertos», pensó.

    Un fuerte dolor de cabeza hendía sus sienes atravesándole los parietales y aún le zumbaba dentro del cráneo el ruido festivo de las pasadas horas: risas y voces, bárbaro golpeteo del piano llegando hasta aquel encierro entre cuatro paredes frágiles, con el cliente al lado; choque de vasos y botellas rotas en alguna parte; los gritos del ama; de nuevo el piano desafinado y metálico —una pianola eléctrica que siempre repetía la misma canción—. Y ahora, ya concluido el trabajo, este otro visitante tan charlatán al principio como dormilón después. Todos eran iguales: violentos y aturdidos a lo primero, impulsados por la prisa; indiferentes y desdeñosos más tarde cuando encendían el cigarrillo volviéndose hacia la pared como si ella les produjese asco; dormidos al fin para despertar de nuevo con la urgencia inicial, satisfechos de encontrarla todavía a mano.

    Éste también la olvidó en seguida y ahora ella le escuchaba dormir y respirar con su aliento viril y pesado. Las mismas preguntas de ritual: «cómo te llamas», «quién eres», «de dónde vienes», tantas veces oídas y respondidas que ya sabía de antemano el momento en que habían de producirse; generalmente antes de aquello, como si en la forzada y urgente confidencia se diera el secreto de una más total intimidad. («Me dicen Amores.» Y esto porque cierta vez, oyendo un diálogo entre dos amantes de su novela radiada favorita, el nombre la gustó tanto como para apropiárselo.) Después tenía lugar la caricia; el secuestro de la voluntad masculina prisionera de la carne y al acabar, el hombre con el rostro hundido entre las almohadas entreteniéndose con nuevas cuestiones, ya más indiferente.

    En este caso, él repitió:

    —¿De dónde eres?

    —De cualquier parte.

    —Está bien —asintió él—. De ahí somos todos.

    Y se durmió al fin, como los demás. Pero ella no se sentía tranquila ni liberada por la paz material que donaba el acto con frecuencia sin repetición. Había sucedido algo poco antes cuando la mano masculina, curiosa y violenta, llegó por vez primera hasta su pecho tratando de acariciarle con una caricia común y ella lo rechazó con un gesto a medias de cansancio y disgusto, expresado demasiado a las claras. Él la soltó sorprendido, desanimado:

    —Tú no estás bien de la cabeza.

    Después volvió la mano en busca del seno; subió hasta su barbilla y sujetándola con dos dedos la obligó a torcer el rostro hacia la luz.

    —Sí —oyó que añadía—, tú tienes unos ojos de loca.

    Al oír aquello sintió una oscura sensación de angustia. Hubiera deseado llorar, golpearle, escupirle al rostro por aquel insulto pero no se atrevió porque emanaba de su acompañante un cierto aire triste y cínico a la vez por el que se hacía perdonar incluso el haber entrado como un ladrón o un explotador de mujeres en aquel lecho donde no se le esperaba. Sólo respondió, burlona, tratando de ocultar su angustia:

    —¿De verdad tengo gestos de loca?

    —¿Gestos de loca? No. Dije ojos de loca; unos ojos dormidos de loca, es lo que dije. ¿Hacia dónde miras cuando parece que estás mirando?

    Se asustó pero tuvo que ocultar su miedo mientras agotaban el efímero amor, las caricias y todo lo demás; inclusive el ulterior acto higiénico. No podía evitarlo, ni siquiera ahora mismo, recobrado su derecho a la tranquilidad tras la entrega del óbolo triste. Debiera dormir, sin duda, como lo hacía él dispuesto a seguir así, ausente, hasta quién sabe cuándo. «Estará amaneciendo —pensó— y si tuviera valor para levantarme y abrir la ventana, el amanecer me refrescaría.» Pero no lo hizo, consciente de su esclavitud ante el oscuro y tentador espejo; amarrada por el sortilegio; seducida.

    En la boca del hombre, entreabierta y con ligeras gotas de sudor sobre el labio, se formó el hipo de un ronquido. No supo cómo, pero inclinóse sobre el cuello masculino y murmuró:

    —Tengo miedo.

    Estaba sucediendo lo de siempre en tales circunstancias: contenida al borde del vértigo no sabía cómo escapar y ya se deslizaba entre la confusa selva de recuerdos apretados unos contra otros como gusanos inapresables; confusas formas huidizas que al acercarse se disolvían en la oscuridad del espejo. Debieron ser años fantasmales de esos que son propiedad de todos y todos poseemos como propios con su cargamento de tesoros, ensueños y mentiras, compensación del prosaico y sufriente vivir, pero a ella no le compensaban nada porque el solar de su memoria estaba vacío. Lo primero que necesitaba recordar era un nombre, su nombre verdadero y olvidado para siempre; quizás Mariana, Matilde, María. Un sonido antiguo en el que sobrenadaba el dulce mugir de la eme.

    De nuevo dijo:

    —Tengo miedo.

    Sacudió a su compañero nocturno por los hombros, asustada, haciéndole dar una brusca media vuelta y siguió sacudiéndole hasta que el confuso durmiente la preguntó: «¿Qué quieres?», para volverse a dormir extenuado por la vigilia de tantas madrugadas sin sentido. Pero no estaba dispuesta a cesar en su afán e inclinándose sobre uno de los hombros oscuros y algo velludos, le mordió. De pronto lo tuvo sentado en la cama, tentándose la carne ligeramente macerada donde se veía la huella de uniformes y diminutos dientes que habían apretado con furia.

    —Mi nombre. ¿Cuál es mi nombre? Quisiera saberlo.

    —¿Cómo tu nombre? ¿Qué quieres decir?

    —Sí. Cómo me llamo. Ayúdame a recordar.

    Despierto y divertido entornó los ojos para verla mejor a la difusa luz de la lámpara, ambos frente al espejo que los recogía y envolvía en su amoroso sudario.

    —Tu nombre es asunto privado, niña. Si quieres saber el mío es otra cosa. Me llamo Valdés; Juan Valdés.

    —No —dijo ella—. Es mi nombre lo que quiero.

    —¿Cómo tu nombre? ¿Qué historia es esa, bella judía? ¿Qué te traes entre manos?

    Ella no le oía. Sentada de nuevo sobre la cama, con la cabeza en el promontorio de las rodillas se apretaba con sus manos las piernas encogidas y sus ojos inmóviles parecían perforar la oscura luna del espejo. Como muchas otras noches le acechaban dos sombras en el inabordable fondo opaco; dos adustas sombras de mujer en aquel fondo multiplicado por el tiempo y la diferencia entre ambas consistía en que una de ellas se desperezaba como los gatos y la otra se peinaba los largos cabellos con un peine de carey, poca diferencia pero suficiente. Dos mujeres friolentas, arropadas con viejas pelerinas tejidas a mano; ahora sentada una de ellas en cierta butaca familiar, cosiendo, y la otra dando de comer a una cotorra terroncitos de azúcar sujetos entre sus dientes que el pájaro picoteaba satisfecho. «Ay rico, rico, riquito mío, ¿quién quiere a su pajarito lindo?»

    —Está bien —asintió Valdés—, dos mujeres y un ave canora (ella contó lo anterior sobrecogida y dudando). ¿Cuál es tu nombre? Adivina, adivinanza. ¿Para eso me has despertado?

   Y con ellas un viejo, ¿sabes? Un viejo que llevaba alrededor del cuello una bufanda siempre sucia y un aro postizo de celuloide sujeto por una polea. Le oigo toser y me mira. Eso es: me mira y me sonríe.

    —¿Y qué más?

    Levantó su cabeza entreabriendo las rodillas arbitrariamente encogidas y como carecía de otra ropa que el chaquetón del pijama, la violencia de su nueva postura descubrió el interior de unos muslos blancos y algo ajados que Valdés, ahíto, examinó con repugnancia sobre todo porque más arriba, inocente en su impudicia, se revelaba la oscuridad del sexo.

    —Hay también una calle estrecha, empedrada con adoquines, donde el agua y la grasa reverberan.

    —¿Y qué más?

    —Sacos de arena, tablas rotas y un letrero con una flecha apuntando hacia el sótano.

    —Si no te molesta —Valdés ya incorporado, hizo un movimiento de rotación a espaldas de ella y al fin quedó sentado en el borde de la cama—. Si no te molesta voy a fumar un cigarrillo, Casandra doméstica.

    —En el espejo; ahí están, ¿comprendes? Pero no les reconozco, quizás porque soy una loca; estoy loca y trastornada. Ahí están, de nuevo, las dos. Casi todos los días vienen.

    Extendió la mano con un dedo acusador y rígido, recogiéndose con la otra los botones del pijama a fin de cubrir los desnudos senos. Después la mano cayó, estiró las piernas y recostóse en la almohada. Valdés encendió un fósforo; hizo un ligero embudo con los labios, aspiró y expelió un gramo aromático.

    —¿Y ahora?

    —No sé —dijo ella.

    —¿No te llamas Amores?

    —No sé. Quizás me llamo Amores, pero no lo sé.

    —Permíteme recobrar cierta comodidad, pitonisa. Debe estar amaneciendo porque siento frío en los riñones. Voy a envolverme con la franela del baño y te escucho. Después colocaré una placa en la puerta: doctor Valdés, psicoanalista; servicio a domicilio.

    —Sí —dijo ella—. Trato de recordar pero no es posible. Nos miramos en silencio largo rato hasta que una de ambas me dice: «¿Cuándo acabará esta angustia?» o «¿Cómo Dios lo permite?». Después me veo vestida con un abrigo largo, de hombre, y vamos las tres por una calle larga y me detengo ante un escaparate donde está siempre el mismo maniquí de cartón y unos zapatos de punta estrecha. Miro al cielo y veo flotar pequeñas nubes blancas con estallidos.

    —Claro está, una guerra—. Y Valdés reflexionó—: ¿De dónde eres?

    —¿De dónde soy?

    —Siempre se es de alguna parte. ¿Cómo viniste aquí?

    —Espera —dijo ella—, ¡espera!

    En el fondo del espejo vio emerger de nuevo la calle y después una plaza antigua con cierta iglesia; apretados macizos de árboles y bajo los árboles mesas circulares con gente alrededor; mesas redondas de café al aire libre repletas de botellas.

    —Me decían: ¡hermosa vas a ser!; algo flaquita pero hermosa. Y me acariciaban la espalda.

    —No sigas. Te acariciaban la espalda y... está bien, Afrodita; te acariciaban donde la espalda se pierde y...

    —Siempre me daban algo.

    Con las humildes golosinas; algún caramelo y redondos anises estrellados, regresaba para saborearlos a escondidas sin evitar que una de las mujeres, apretados los dientes por el resentimiento y la envidia, le dijera: «¿De dónde vienes, sucia; quién te dio eso, prostituida?», mientras la otra, atenta a su cotorra, repetía: «Rico, rico, riquito, ¿quién quiere a su pajarito lindo?». Entonces el viejo tosía con fuerza para llamar la atención y trataba de intervenir. «¿Cómo, cómo?», mientras la protectora del pájaro variopinto suspiraba.

    Valdés arrojó el cabo del cigarrillo al suelo oprimiéndole con el pie descalzo y su blasfemia se detuvo a medias. Levantóse y llegó hasta el balcón; descorrió la cortina:

    —Ya es de día. ¿Qué más?

    —Un cine; una barraca de madera con las paredes cubiertas por carteles; mujeres con revólveres; retratos de grandes cabezas de amantes besándose. En la puerta vendían semillas de girasol y picadura de tabaco y detrás de la barraca había un solar abandonado. Desde allí se veía la pantalla del cine, sólo que al revés.

    Se detuvo, respiró con fuerza. Valdés, friolento, apretóse la bata de baño que dejaba al descubierto sus flacas canillas.

    —Y un pasadizo que olía a orines.

    Sintióse fatigada, mustia. Por la entreabierta cortina se afanaba, tratando de entrar, la raya turbia del naciente día; un ceniciento haz de luz como leche cuajada.

    —¿Sabes a quién me recuerdas?

    Ella no contestó.

    —¿Quieres saberlo? Pues a Madame Moreno que se anuncia como «médium», adivina el pasado y a veces predice el porvenir: viajes, matrimonios y otras calamidades. ¿No seguirás?

    Ella tenía ahora los labios apretados, las manos calzadas sobre la nuca y la cabeza reposando en el hueco del almohadón. Sobrevino un silencio vacío.

    —¿Te duermes? —preguntó él con suavidad.

    —No —dijo ella—, pero quisiera morirme.

    Detrás de sus ojos cerrados una vertiginosa carrera de imágenes se sucedía sin tregua: el portero del cine con una correa en la mano y ella huyendo —la niña, por supuesto, a través del solar—; el oscuro salón repleto de público que masticaba semillas de girasol; la oscuridad deliciosa y clandestina y alguien a su lado murmurando: «Déjate, deja...», sintiéndose intranquila porque le palpaban las piernas por debajo de la ropa, pero al regresar llevaba consigo semillas de girasol y más cigarrillos. Las semillas se las comía a escondidas y los cigarrillos se los fumaba el viejo. En el cine había también muchos soldados, como en las calles.

    —El viejo se fue algún día.

    —¿Y las mujeres también se fueron?

    —No —dijo ella haciendo un esfuerzo—. Me encerraron en la casa y no volví al cine en mucho tiempo. Dormíamos en un sótano; eso sí lo recuerdo bien. Un sótano donde pasábamos la noche rezando.

    —Quizás —dijo Valdés— una de ellas era tu madre.

    —No, no era mi madre, pero ¿quién sabe?

    —Supongo que, por entonces, tendrías trenzas largas.

    —Eso es, trenzas largas.

    —Y cantarías la bella canción, ¿recuerdas?

    Ella sonrió, soñadora, sabiendo lo que quería decir. Con los ojos cerrados dio licencia a una voz áspera pero agradable de oír; una voz trabajada por el humo del tabaco o el exceso de llanto, o bien simplemente una voz de contralto con catarro, algo rota, con raspaduras; una voz verdadera de mujer cuando suspira de amor entre las sábanas:

Qué rico pelo tienes,
carabí.
¿Quién te lo peinará?

    Valdés sintióse, de súbito, entusiasmado.

    —¡Eso, eso! Precisamente pensaba en eso, pitonisa. Ahora voy a besarte, ¿me lo permites?

    Rozó su rostro con las manos, suavemente, como quien acomete un grave ejercicio moral y la besó en la boca cerrada de nuevo de donde parecían destilar como leve hilo sonoro, los restos de la canción infantil. Después, con cuidado, la oprimió ambos hombros obligándola a levantarse, de modo que ambos quedaron sentados en la cama con las piernas juntas y los pies desnudos sobre la descolorida alfombra. Los de ella eran blancos y largos y él, confuso, trató de ocultar los suyos que mostraban una ligera costra de suciedad en el empeine. Se le ocurrió que, como dos criaturas solitarias y desguarnecidas, podrían cruzar de la mano sobre las aguas del Leteo. Pero en aquel momento estaban en el fondo de un arca alquitranada sin posibilidades de redención, ni aun siquiera por medio de la caridad que todo lo redime: ella, prostituida y sin nombre; él, vagabundo sentimental y anacrónico. Dos muestras de algo que pudo ser bella constitución humana, criaturas capaces de enorgullecer a Dios.

    —Amores —dijo—, ¡basta!

    —Todas las veces sucede lo mismo. Me confundo pero sigo, ¿por qué quieres detenerme ahora?

    —No se puede vivir martirizando la memoria de ese modo. ¿Sabes cómo acabarás? Tú misma te asesinas.

    —¿No dijiste que tengo mirada de loca?

    —Fue una broma; olvídalo.

    —Sí, fue una broma. Pero el espejo también me lo dice y eso me confunde y sigo adelante.

    —¿Qué buscas en él?

    —No lo sé. Quizás no busco nada; quizás la razón para seguir viviendo. Algo más fuerte que yo misma y por eso no puedo contenerme.

    Valdés oprimió ahora una de las manos femeninas que reposaban con languidez sobre sus rodillas.

    —Gracias —dijo ella.

    Se repitió el largo intervalo de silencio.

    —Así —propuso Valdés—, puesto que tienes que continuar, continúa.

    —¿Te canso?

    —Todavía no. ¿Sabes que yo también quisiera encontrarme con mi pasado alguna vez?

    —Pero tú eres y tú lo sabes. Tú estás dentro de ti, bien seguro y no necesitas del espejo ni de la memoria. Tú eres tú mismo.

    —Así parece, samaritana. Sólo se encuentra lo que se ha perdido. Felices aquellos que se perdieron alguna vez porque Dios multiplica la moneda con centenes.

    —Dios —repitió ella—. Sí, Dios.

    Y él: —Dime, ¿cómo eran aquellas mujeres?

    —La mayor tenía los ojos grises pero la otra tenía los ojos negros y el pecho alto y grande, de esos que parece que van a salirse por encima del escote. Andaba siempre taconeando y le rechinaba el charol de los zapatos. Hay también otro hombre.

    —¿Otro viejo?

    —No. Este otro debió llegar más tarde, algún día. Entraba diciéndome: «niña, vete a comprar girasoles», y yo le decía: «Sí, señor», con una entusiasmada reverencia. Entonces me mandaba a la calle y cerraba la puerta. Cuando regresaba, ya se había ido y estaba la del pecho alto fumando acostada y yo veía sus piernas gruesas y blancas al descubierto que no parecían ser tan gruesas cuando estaba vestida. Al levantarse íbamos a la cocina donde aquel hombre había dejado paquetes de leche en polvo, huevos y latas de conserva y ella me ordenaba alegre: «Guarda eso en el armario». Entonces, la otra que nos espiaba desde la puerta, no se podía contener. «¡Ojo, golosa!» me amenazaba temblando de gula, y entraba a contemplar los tarros de conservas alineados dentro del armario.

    —Claro —dijo Valdés— economía de guerra. Algo aprendemos con la experiencia. Después de todo, los estadistas hacen lo mismo pero en grande.

    Se sonrió como quien piensa en situaciones muy divertidas y ella le vio sonreír con los labios medio fruncidos, sujetando entre sus comisuras el pensamiento. Pero no añadió nada más.

    —Era bajito y tenía el pelo rizado.

    —Sí, era bajito y gordo. Se apeaba de una camioneta —no estaba segura si llevaba uniforme— y cuando la mayor le oía llegar, haciéndose la orgullosa y desentendida, se acercaba a la cotorra: «Rico, rico, riquito, ¿quién quiere a su pajarito lindo?», encaminándose después a la cocina, donde se encerraba. La puerta de aquella oscura alcoba, con su armario despensa, daba paso al visitante y a veces el hombre se retrasaba en salir. Lo hacía silbando por la prisa y apretándose el cinturón. Una vez apareció llevando consigo, envuelto en periódicos, un gran pescado que parecía vivo a causa de la movilidad de sus escamas, pero estaba muerto. Por la noche se descompuso y olía mal; tuvieron que arrojarlo a una alcantarilla. Todos los gatos vecinos anduvieron largo tiempo alrededor de la casa maullando y algunos saltaron por las ventanas. Después recordaba un invierno muy frío.

    —Llegó soplándose las manos, muy nervioso, y nos dijo: «Vámonos ya, ¿qué esperan? ¡Esto se acaba!, ¡esto se acaba!». No sabíamos qué hacer, supongo, porque me agarró del pelo y me dijo: «¡gusano!». Después, durante el camino lo repetía constantemente: «¡este gusano!, debimos dejarla». Íbamos en una camioneta... ¡Oye!, ¿por qué recuerdo tantos detalles? Dime, ¿por qué los recuerdo?

Valdés hizo un gesto de ignorancia y tedio.

    —Quién sabe.

    —Cierto —siguió ella—, pero es asombroso cómo los recuerdo. Así que montamos en la camioneta y la mayor quiso llevar consigo la cotorra pero el hombre se enfadó: «¡pajarito a volar!», dijo, y tiró la jaula al suelo. Ella gritó y le arañó como una furia. Creo que algo explotó cerca, acaso en la esquina de la casa y todos salimos corriendo; digo, la camioneta que casi se lleva por delante una pared. ¡Extraño! ¿Por qué recuerdo todo esto y casi nada más? Tú debes saberlo.

    —Acaso —dijo él. Pero fue interrumpido por un brusco movimiento de ella, puesta de pie, tensa, frente al espejo donde la luz del naciente día borraba el círculo luminoso, rodeado de sombras, de la lámpara.

    —La carretera estaba llena de automóviles y soldados; había nieve en las cunetas y gentes que se atravesaban en medio, pero aquel hombre, con su pelo rizado y su sonrisa aceleraba el motor tocando la bocina y pasábamos a pesar de todo.

    Se calló. Valdés pudo darse cuenta de que estaba llegando al fondo del pozo. Detrás de la cóncava sombra del espejo se alineó una mancha clara, y otra y otra. Ella gimió:

    —¡No puedo!

    —Sigue.

    —No puedo; de verdad no puedo.

    —Deja quietas las manos.

    —No puedo.

    Se retorcía los dedos como si las falanges removidas fueran a producir pequeñas luces, chispas, el fuego primitivo que iluminó las oscuras amanecidas de la conciencia del hombre.

    —¿Qué más? —la conminó curioso—. Tienes que decírmelo.

    —No sé. Creo que nos acostamos en el suelo, debajo del camión... pasaban muchos pies; muchos pies... No puedo, eso es todo.

    Separándose del espejo con un movimiento que presagiaba la profecía o la demencia trató de profundizar en él con su mirada. La luz matutina, fresca y consoladora, cubrió de ceniza el cristal y adornado como estaba con dos vasos que contenían flores de papel pintado, pareció profundo y borroso hipogeo. Nada se veía en él salvo la natural y triste decoración de la alcoba: una pared, una cama deshecha, dos cuerpos casi desnudos, lo cotidiano.

    —Amores —dijo—, ¿qué te asusta?

    Ella, con un gesto de confianza recobrada puso ambas manos en la luna turbia; acarició el cristal como quien lleva a cabo un llamamiento muchas veces repetido; algo relacionado con un terrible susto y cierta sensación taladrante de dolor aunque no concreta ni apreciable, ni aun quizás sensación; todo lejano. Pero ya no había forma de arrancar nada de aquella remota tierra del pasado sin nombre y la ignorancia se revolvía dentro de ella girando en vano, hinchando las venas de su cuello, casi ensangrentadas las encías a fuerza de apretar los dientes.

    —¡Oh, oh —dijo—, oh, oh!

    Sujetóse las sienes con ambas manos y vino a sentarse junto a él que la observaba fríamente, entretenido con tan curioso fenómeno. De pronto, la escondida fuente del llanto brotó sin remedio y Valdés pudo ver cómo aquella espalda cansada y cubierta por la tela del pijama subía y bajaba con un jadeo incoercible aunque nada supo, ni pudo saber después, de los reiterados esfuerzos, el vano llamamiento, el fracasado conjuro que escurría —una vez más— por la blanca sábana de la memoria.

El llanto se contuvo y ella habló de nuevo, ahora de tiempos más cercanos, convertida ya en mujer y asimismo acostada en la oscuridad de cualquier habitación, oyendo respirar a alguien a su lado; unas veces en este u otro hotel con piano, vitral, pasillos esterados y globos de luz rojos o verdes; o bien probándose algún vestido barato ante otro espejo parecido, silencioso y traidor en su mudez; peleando con mujeres semejantes a ella; oyéndolas reír, cantar, insultarse y quejarse de sus dolores menstruales o pidiéndose dinero unas a otras que luego se devolvían con dificultad. Pero nada de esto tenía importancia salvo la ocasión en que, estando enferma en el hospital, el viejo médico, aburrido, la advirtió: —Ten cuidado con lo que haces —levantando el apósito de cierto lugar; una bola grande y sanguinolenta de algodón; sólo una vez compasivo cuando ella le dijo: —Pues no sé cómo me llamo. —¿Y eso? Todos sabemos nuestro nombre. ¿Por qué tratas de engañarme? —Mi nombre es otro, aunque las muchachas y el ama me dicen Amores.

    —¿En dónde?

    —En la casa—. Entonces el médico se acercó a un archivador, removió unas tarjetas y leyó una de ellas.

    —Eres un caso interesante —dijo—, de veras interesante, ¡perra vida! (hablando a solas consigo mismo y nunca con ella).

    Dijo así con la tarjeta todavía en la mano, examinándola por encima de las gafas para volver a colocar la tarjeta en el archivo repitiendo: «perra vida» o «cochina vida» y regresar hasta la cama, levantar su cabeza y tantear bajo el despeinado cabello, junto a la nuca donde sus dedos siguieron el curso de una larga cicatriz horizontal como el corte para la degollación o algo parecido, la misma que a veces examinaban sus compañeras tal como se hace con ciertos misterios corporales, el sexo y demás lugares escondidos, diciendo (el médico y siempre para sí):

    —¿Dónde diablos...?—, tras un momento de duda que concluyó yéndose adentro, a los lavabos, mientras ella esperaba indolente el transcurrir de los días que traerían consigo un boletín de alta, ya recompuesta la salud tras de dos semanas de descanso, pero nada más.

    —Eso es todo —dijo—, ¿qué puedo hacer?

    La mano de Valdés vino a posarse sobre la nuca indefensa; deslizóse hacia la garganta ya tranquila; se detuvo en el alto nacimiento del pecho.

    —¿Y el médico opinó que eres un caso interesante?

    —Así me dijo: un caso interesante. Y añadió: ¡perra vida!

    —Era un sabio ese médico. ¿No has vuelto a verle?

    —No me atreví a volver. Si descubren que fue un aborto voy a la cárcel. Aunque pienso que él lo sabía. Digo, un aborto voluntario porque yo declaré que me había caído por las escaleras. Pero estoy segura...

    —¿Estás segura?

    —De que él no creyó mi historia.

    Desde la curva redonda y usada del pecho la mano subió de nuevo, lenta, hacia la garganta y las mejillas en busca de su última averiguación; una simple curiosidad vergonzante y disimulada.

    —¿Ésta es la cicatriz?

    —Ahí mismo. Si levantas el pelo puedes tocarla.

    —Parece un desgarrón. Debió ser un casco de metralla.

    —¡Si me hubiera muerto entonces! —dijo ella—. ¡Si me hubiera muerto!

    Valdés retiró la mano ya saciada. Todo recobraba su indiferencia.

    —Así es —reflexionó con escasa convicción— quizás hubiera sido mejor, pero siempre se acaba viviendo. ¿Qué más da?

    Ahora fue al balcón de nuevo, decidido a reconciliar el pasado con el presente. Abrió las cortinas de pegajosa pana que olían a tabaco. Por los cristales escurrían tiernas gotas de agua. Pensó que debían ser cerca de las siete y su estómago, insatisfecho, tuvo un deseo preludiado por cierta insistente picazón con que, desde un rato atrás, se amontonaban sus gases.

    —¿Qué te parece si me subes el desayuno?

    —Como quieras —accedió ella—, ¿café con pan tostado?

    —¿No habrá algo más? Quizás unos huevos pasados por agua. Cuando me desvelo se me abre el apetito.

    —Sí —dijo ella—. Tú me pareces una buena persona.

    Valdés movió la cabeza reflexivamente: —Eso creo yo también. Todos somos buenas personas; todos somos buenos cristianos y el mundo está lleno de gentes como nosotros.

    —¿Hablas en serio? —preguntó ella.

    —Claro que hablo en serio; por eso estamos tú y yo aquí.

    Ella echó sobre sus hombros un abrigó y se calzó las zapatillas. Abrió la puerta y le sonrió, indecisa.    

    —Vuelvo en seguida —dijo.

    Valdés tendióse sobre la cama solitaria, estiró las piernas, bostezó y como ya no sentía vergüenza por sus uñas sucias se entretuvo en dibujar sobre el respaldo un ideal arabesco para distraer así su espera.
 

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El zopilote

    Mis relaciones personales con el coitadiño Tejera son mínimas; diría que no existen. Me disgusta la gente sucia y él lo es. Luce un cuello de camisa arrugado y oscuro, lleno de tizne de tanto introducir los dedos entre el cogote y la parte posterior de la tirilla. Las solapas de su chaqueta están cubiertas de caspa y le faltan los primeros molares, de forma que al hablar escupe bolitas de saliva. Pequeño de estatura, rojizo y pecoso, recuerda su ascendencia montañesa pasada por el agua de un par de generaciones criollas. Es director propietario de la revista «El Quijote del Caribe», destinada en su mayor parte a publicar versos procedentes de los innumerables poetas que infectan la comunidad, pero también cultiva en sus páginas el anónimo y la noticia insidiosa. A principios de mes puede vérsele con un paquete bajo el brazo que contiene los ejemplares recién impresos de su engendro, visitando los domicilios de las personas favorecidas por sus galanterías a fin de ver si cae, de soslayo, alguna invitación para almorzar o un pequeño regalo en especie. Los honorarios son elásticos y nuestro hombre también; por esto y otras cosas apenas si mantenemos trato personal y su presencia física me desagrada.

    De modo que hubo de asombrarme la frescura con que en la noche de fin de año, en medio de una fiesta familiar muy escogida, se presentó en mi casa sin previo aviso. Confieso que al verle me arrebató el mal humor. «¡Este gusano! —me dije—. ¿Cómo tendrá el atrevimiento?» Pero ya se aproximaba con los brazos extendidos y ese andar a saltos propio de la gentes de poca estatura, salmodiando un: «Felices, muy felices... paz y prosperidad. Happy New Year!», a la vez que saturaba la atmósfera de un fuerte olor a cerveza. Había entre mis invitados gente distinguida, así que repartió abundantes dosis de reverencias; lanzó un ávido pestañazo a la mesa llena de licores y antes de que pudiera espetarle «¡Pero Tejera; usted es un fresco!», se anticipó:

    —Lamentándolo mucho... Circunstancias apremiantes me obligan... —y extendiendo sus cortos brazos—: ¡Don Francisco Mompou acaba de morir!

    No me dio tiempo a responder. Con una transición en el tono, significando abatimiento y contenida resignación, añadió:

    —Dejélo en la casa del cerro y vengo en su busca. No ignoro la estrecha amistad que les unía, y aunque resulte inoportuno en esta feliz efemérides —volvió a señalar, ahora con el índice, de modo muy preciso la mesa cargada de botellas—, lo hago forzado por el deber, mezclando mi pésame al espontáneo Happy New Year que brota de mi corazón.

    La noticia era muy desagradable. ¡Buen momento había escogido Mompou para morir! No solo porque un muerto estorba siempre entre los vivos, esto se sabe, y tanto más si los vivos tienen conciencia de estar viviendo muy a gusto; pero es que, además, el muerto repugnaba un poco. El desgraciado Mompou, a quien estarían lavando y vistiendo para su última y definitiva visita a la tierra si su cuerpo se hallaba en condiciones (esto pensé) de que unas manos poco escrupulosas lo tocasen hurtándose al asco y a la náusea; unas manos fieles y comprensivas, las únicas, por otra parte, que podrían hacerlo; aquéllas durante meses (quizás años, lo ignoramos todos) aguantaron el pus, la bacinilla, la deforme cabeza que trataba desesperadamente de alzarse entre las almohadas. Detalles estos de su enfermedad muy desagradables para ser recordados en medio de la alegría tradicional de una fiesta como la de Año Nuevo, en que renacen en el hombre, siempre impenitente cuando se trata de sus esperanzas y ensueños, los mejores deseos de vivir y renovarse. Por eso dije: «¡demonios!» o algo parecido, y arrastré conmigo al inesperado visitante hacia un rincón lejano de la terraza.

    —¡Conque al fin ha muerto!

    Tejera compuso su gesto de circunstancias otra vez:

    —Sí, señor, ha muerto, ¡coitadiño!

    Conforme le atraía hacia el rincón en penumbra sus ojos giraron hasta posarse en las panzudas y estimulantes botellas, iluminadas como una tentación por el reflejo de las lámparas.

    —¡Al fin dejó el pobre de sufrir en este mundo! ¡Dios lo acoja en su seno! Allá estuve junto a él, hasta su último suspiro, cumpliendo con un deber de amistad y encomendándole al Señor en mis oraciones, ¡coitadiño!, a la vez que pensaba en la nota necrológica que le dedicaré en el próximo número de «El Quijote».

    Y volvió a contemplar con aire melancólico las resplandecientes botellas.

    —¡Como un perro! —agregó—, ¡solo como un perro! Vine corriendo porque no ignoro su afecto por el difunto y también para cumplir con su última voluntad. Quiso que fuera usted quien se encargara del entierro, solicitando ser envuelto en una sábana y cerrado en un ataúd de plomo para que nadie lo huela. ¡Y cómo! —Tejera cerró los ojos, suspiró—. ¡Van a olerlo en alta mar! ¡Está lo que se dice bien podrido, coitadiño! Con permiso; siéntome desfallecer. ¿No sería posible una sola copita? Un cordial cualquiera y soy otro hombre.

    Hice una señal al camarero y este trajo una botella de coñac; puso junto a nosotros dos pequeñas copas y vasos con hielo. Tejera vació en el césped el contenido de uno de ellos y se sirvió imponente cantidad de licor.

    —¡Oh, perdón, estoy aturdido! —dijo echándose al gaznate, sin más, la dosis. Le arrimé una silla cercana.

    —Siéntese y dígame cómo fue a parar donde Mompou. Ignoraba esa relación íntima entre ambos.

    Se situó lo más cerca posible de la botella; estiró las piernas con satisfacción; pasóse el dorso de la mano por la boca y produjo un pequeño eructo.

    —Con su permiso, otro traguito más. La emoción ha sido muy fuerte y estoy, lo que se dice, desfallecido.

    Tras el segundo envite la botella quedó casi arruinada. Mientras bebía moviendo la nuez de arriba abajo con ansiosos jadeos deglutivos lo examiné sin ocultar mi disgusto. Aquel sujeto estaba más dispuesto a entablar relaciones con el alcohol que a contestar a mi pregunta, por lo que retirando la botella del alcance de su mano —lo que produjo en él un reprimido movimiento defensivo— repetí de nuevo:

    —¿Estaba usted allí por casualidad?

    Tejera comprendió que sus relaciones con el cordial se habían acabado y no se atrevió a insistir. Por otra parte, mi pregunta había quedado en el aire, si disimular el tono perentorio y amenazador con que había sido formulada.

    —Ninguna casualidad —me dijo—, puro sentimiento caritativo. Supe que estaba muy grave; recordé antiguos favores y me dije: «amigo Tejera, hay que hacer una buena obra». Día propicio, éste, para ejercitar la compasión, ¿no cree? Cuando llegué estaba el pobre, como quien dice, dando las últimas boqueadas.

    Mis invitados habían decidido respetar el aparte, y salvo algunas miradas curiosas, el resto de las personas nos olvidaron. Se aproximaba la medianoche y todos disponían esos ruidosos preparativos con que acostumbramos a despedir el año viejo: matracas de madera, pitos, tambores. Zumbaron los tapones descorchados y una cauda de luz rojiza se alzó en los cielos, allá lejos, al extremo norte de la ciudad. Faltaba poco para que la nueva sucesión de días, con sus sorpresas y ensueños, entrara por la puerta del calendario repartiendo entre los humanos sus presumibles bienandanzas. Todos los espíritus se sentían porosos y cordiales; todas las amistades prometían hacerse más duraderas; los amores, más puros; los propósitos de enmienda, más auténticos. En suma, el hombre, eternamente niño, eternamente tonto, renovaba sus esperanzas por el hecho de vivir un año más; haber enterrado una fecha y un tiempo con sus dolores y fastidio. Y en tan preciosa ocasión, aquel correo mugriento con olor a cerveza, me traía la noticia de una muerte, no por menos esperada, desapacible y temerosa por su apariencia.

    Evoqué a don Francisco Mompou envuelto en una fría sábana, bien arreglado y cosido, tal como había solicitado; tendido en un lecho solitario, solo, con la soledad verdadera y última. Y en torno, la figura silenciosa y descalza del zopilote atendiéndole con fidelidad entre maternal y perruna. De la explicación embustera del periodista cuya lengua estropajosa trataba de hilvanar en forma de discurso unas confusas informaciones para aligerar su mala conciencia (¿qué hazañas habría llevado a cabo en la soledad de la casona?) fueron brotando y tomando cuerpo los últimos instantes de aquel paisano ricacho al que la impiadosa mano del destino acababa de sellar contra la pared, como una mosca en el alegre festival de fin de año. Se me ocurrió la idea de que su muerte, en tal ocasión, no dejaba de ser una prueba de malicia, pero el respeto al amigo finado me hizo desechar el pensamiento mientras con ojo severo contemplaba al parásito Tejera farfullar un deshilvanado cuento según el cual, mediada la mañana de este día también agonizante, habiéndole llegado la noticia de que don Francisco se iba para el otro mundo, subió hasta la casona solitaria para encontrarse allí con un cuadro —tales fueron sus palabras— «propio de ese pintor Goya que pintaba, según dicen, hasta los esqueletos bailando»; un cuadro para hacer vomitar a cualquiera, dado el espectáculo que presentaba aquella habitación cerrada y casi a oscuras, en medio de la cual, sobre un revuelto lecho, se debatía, agonizante, el cuerpo podrido de alguien que fue enérgico acaparador de dinero: don Francisco Mompou, removiendo con cada basca el fétido olor que colmaba el cuarto, sucio de sus propias heces, engarabitadas las manos sobre la sábana, con las piernas hinchadas y tiesas, abiertas sus llagas, tirante la piel, el vientre escondido bajo múltiples rollos de gasa. Y alrededor, como un fantasma corpóreo, la mujer que fue durante años su perro fiel, cuyo nombre nadie sabía, quizás olvidado hasta por el propio difunto, y a quien todos conocíamos como el zopilote.

    Del relato de Tejera se desprendía que éste, impresionado por el cuadro, sólo tuvo ánimos para arrimar una silla a la cabecera del lecho —no muy cerca, por supuesto, porque el hedor no lo aguantaba nadie— a rezar, a beneficio del difunto, un gran número de padrenuestros. Supongo que esta literatura piadosa se podría sustituir con acierto por otra versión más aproximada a la realidad y me figuro a Tejera fisgando por los cajones y gaveteros del escritorio; metiendo la mano por debajo del colchón en busca del dinero que supondría escondido por don Francisco dentro de una talega. ¡Grave erro! Pocos sabían y yo entre ellos que Mompou, desconfiado como un avaro auténtico, guardaba hasta el último centavo en una caja fuerte del Banco adonde acudía todas las semanas para extraer cantidades exiguas, casi siempre en monedas de plata que cubrían sus necesidades. Y digo que pocos sabíamos aquello aunque quizá lo supiese yo sólo, ya que mi amistad con Mompou fue bastante íntima en la medida que se puede hablar de amistad entre los hombres. Nos habíamos conocido treinta años antes, cuando ambos llegamos a América en el mismo barco, destinados a la misma isla antillana, dispuestos a hacer fortuna y trocar nuestras alpargatas por un comercio bien consolidado, y ya en la vejez, una casa en el pueblo donde habíamos nacido. Este último deseo no tendría lugar para ninguno, pero con tal ilusión vivimos durante muchos años y, después de todo, eso es lo que vale.

    A punto de hundirme en tan lejanos recuerdos, casi olvidado de Tejera (no sé cómo éste logró alargar la mano hacia la botella de brandy conforme hablaba, atrayéndola de nuevo amorosamente), tuvo lugar la llegada de la medianoche y con ella un estruendo general que cortó el hilo de mis reminiscencias. Ya se sabe: sirenas, bocinas de automóvil, griterío, altavoces de radio. Después, casa por casa, habitación por habitación y boca por boca, todo aquello capaz de perforar, hendir, reventar los oídos mejor templados. Gritos de ¡felicidades!, ¡enhorabuena!, ¡año próspero!, abrazos y besos y hasta miradas amorosas y enternecidas, producto, en buena parte, del alcohol. Vinieron mis amistades y relacionados a propinarme sus mejores ósculos; devolvílos como pude y hasta Tejera, alzándose vacilante sobre sus pesadas piernas, se me acercó gesticulando, con su tufo de suciedad y alcohol, para cerrar sobre mis espaldas sus dos cortas extremidades y golpearme las costillas efusivamente; «¡Happy New Year, Happy New Year!» Agradecí sus cumplidos a la vez que ordenaba al camarero con la peor intención del mundo: «Sirva al señor una Coca–Cola». Alguien dentro de la casa puso en marcha el aparato de radio y por su amplificador brotó un chorro de música música bailable a cuyo son comenzó animado jaleo.   Fuime al otro extremo del jardín, aturdido, alcanzando sólo a oír un angustioso: «¡No, no, de eso no!» destinado por Tejera al camarero cuando este compareció con su botella en forma de calabaza. Agitaba sus manos regordetas sin poderlas levantar de la silla y bajo su rojiza pelambre, dos ojos aguanosos pestañeaban con ese adormecimiento propio de los borrachos.

    Dos horas más tarde, al filo de una fresca madrugada (la primera del recién nacido año), acompañado por Tejera, quien se adhirió a mi persona con el aire cansino y contumaz del ebrio poseído por una idea fija, me dirigí a la solitaria vivienda de Mompou. La ciudad descansaba después del regocijante banquete de afectos y mentiras con que el año viejo fue despedido. Cruzamos sus calles tranquilas, mal iluminadas y llenas de extraños desperdicios: papeles de colores, trompetas de cartón, vomitonas. Encontramos al paso algunos noctámbulos, solos o en grupos, cargados de ron y otros líquidos excitantes, que discutían con aire estúpido o humedecían largamente las esquinas con ese lento e inacabable fluir del orín del borracho. Una gran luna entre nubes contemplaba todo. Algunos automóviles con fragor de hierros, bocinas y gritos iban y venían de un lado para otro. Detrás de las puertas cerradas y las ventanas ya silenciosas, el sueño preparaba a las gentes para la tarea del vivir diario. Cruzamos, digo, las calles rectas y feas; destruimos su silencio con nuestros pasos; entramos por un arrabal de bohíos todos iguales, todos sucios, todos asimismo dormidos, y por un empinado repecho llegamos a la loma donde el difunto Mompou había construido, tiempo atrás, la vivienda donde ahora reposaba en espera de un domicilio más permanente aunque subterráneo.

    Recuerdo que cuando comenzó a edificar aquello las gentes se extrañaron de su capricho. Nos pareció como si hubiera querido levantar entre él y el resto del mundo una defensiva fortaleza de cemento, fealdad y astucia; tal fue la impresión que produjeron los muros pintados de gris, la minúscula terraza y las ventanas con rejas de hierro. Sólo yo comprendí que no había tal capricho impropio de un hombre incapaz de gastar un centavo en algo que no tuviera, como contrapartida, su beneficiosa indemnización. Lo que había era un mandato oscuro, partiendo de su enfermedad, entonces apenas iniciada y que pocos conocíamos. Si alguien me pregunta por el nombre del extraño mal, no sabría decírselo. En nuestros tiempos, ciertas enfermedades antaño sagradas para las gentes ya no existen y difícilmente un médico se atrevería a diagnosticar sin riesgo de caer en el ridículo. No sé dónde y cómo la adquirió. Supongo que la trajo de Centroamérica junto con una buena parte de su fortuna y ese extraño sujeto híbrido, entre mujer y pájaro, que le acompañó durante largos años compartiendo su soledad y el singular afecto que puede unir, en casta compañía, a dos seres de sexo distinto.

    Con respecto a esta mezcla de sirvienta, centinela y ama de llaves hablaré más tarde. En cuanto a la enfermedad puedo decir que sus síntomas iniciales consistieron en una rara pelazón de las manos cubiertas gradualmente de chapas blanquecinas parecidas a las escamas del pescado. El día en que, por vez primera, me di cuenta del extraño fenómeno estábamos negociando unos papeles en el Banco. Mompou tuvo que firmar algo con su habitual torpeza —nunca supo escribir medianamente su nombre—, y al depositar la pluma en el mostrador, vi que se rascaba el dorso de la mano cerrando los ojos con el aspecto de quien goza y sufre a la vez. Súbitamente una mancha blanquecina apareció en la epidermis; un flujo de líquido que anduviese por debajo de la piel tratando de reventar por alguna parte, lo que de hecho sucedió, al producirse con la uña una llaguita también extraña, como si la resistencia de los tejidos, semejantes por su fragilidad y sequedad al pergamino, se quebrara. No era lepra, precisamente, ni acné, ni una llaga (para ser benigno en mis juicios), y así lo reconocieron los médicos. Aquello repelía, entre otras cosas, por su carácter de desafío al orden natural del cuerpo. He observado muchas veces que la angustia y repugnancia con que contemplamos a un tullido proviene, sobre todo, del desafío viviente que significa con respecto al misterio de la vida. Nos creemos en posesión de una noble arquitectura hija de Dios, disciplinada a su canon, y no la consideramos capaz de traicionarnos. Un hombre es siempre igual a un hombre: alto o bajo, bello o feo, mientras no se diferencia o se aleja hacia ese territorio vedado donde se encuentran los monstruos. Pero uno de esos rostros llenos de costurones producto de la cirugía estética, un enano o un enano o un jorobado nos llaman al orden diciéndonos:

    —¡Alto!, yo soy el mensajero del misterio y voy dentro de ti en potencia, ¡atérrate! Mañana puedes ser devorado.

    Bueno, pues en las manos de Mompou apareció con toda su capacidad de repugnancia y susto el misterio. Rasgadas por un cuchillo, aplastadas por un peso, no me hubieran disgustado más. Observé que él, bruscamente, trataba de ocultarlas y me examinaba con la angustia propia del animal herido.

    —No es nada —me dijo—. Estoy siguiendo un tratamiento.

    —¿Una infección? —le pregunté.

    —Nadie lo sabe. Lo traje de allá.

    Allá era para Mompou la manigua centroamericana: la indiada que vive extendida entre los pantanos grasientos y oscuros de Panamá y el golfo de México. De pronto, con un movimiento convulsivo donde se mezclaban la inseguridad y el temor, extendió ambas manos ante mí, con el dorso para arriba. Eran unas zarpas peludas de anchos dedos como palas; manos de emigrante cargador de muelle. Más el vello natural y protector aparecía destruido en grandes zonas y en su lugar la piel se parecía a ese vientre frío y azulado de las ranas (la comparación es tosca y aproximada, mas no sabría decirlo de otro modo); un pululante mundo de gusanos o materias vivas que aún no se dejaban ver. En algunos lugares donde las uñas rascaron más asiduamente, el dorso estaba roto y de sus bordes emergía una sustancia parecida a la goma. Me poseyó el asco, como digo.

    —Lo más grave —añadió sombrío— es que esto ya se pasó a otros lugares —y señalóse algunas partes del vientre y de las piernas.

    —¡Vaya por Dios! —le respondí tratando de disimular mi susto—, no será importante. Hoy la medicina avanzó mucho.

    —Así espero —suspiró, sin darse cuenta de que al volver la cabeza tuve que escupir en el pañuelo, obligado por una irreprimible repugnancia.

    Pasó un año; Mompou comenzó a construir si casa en la loma y la terminó. Después supimos que había traspasado todos sus negocios en la ciudad a una firma extranjera.

    Debo añadir aquí algo más respecto a mi paisano. Llegamos juntos, como dije, a esta isla del Caribe desde donde le reclamaba un tío suyo, don Arsenio Ballester, de la firma Mompou–Segarra. Aún alcancé a conocer al viejo Ballester, un catalán con aire de cigüeña, cabeza pequeñita y cejas en forma de gancho, propietario de una gran fortuna, quizá de dos millones de pesos. A su alrededor medraba una traílla de sobrinos trabajando en las varias dependencias y sucursales dirigidas por el viejo con mano férrea.   Cuando llegó la hora de su muerte, aquel ejército de herederos vio el cielo abierto, pero había de durarles poco el regocijo porque el astuto anciano, ya con el pie en el estribo del más allá, congrególes alrededor de la cama y teniendo a la derecha al notario y entre sus manos crispadas un papelote, hizo a beneficio de todos la siguiente manifestación:

    —Veo que os ocupáis mucho de mí y estoy seguro de que mi muerte os produce esa alegría propia de parientes que heredan. Sois buenos muchachos, ¡válgame la Moreneta! Os he procurado una excelente educación comercial, ¿no es así? —se detuvo respirando con ansia; y como los sobrinos movieran la cabeza afirmando, atentos y excitados por aquel sermón que presentaba trazas tan sustanciosas, añadió—: Así es, y por eso habéis salido listos, aprovechados y buenos comerciantes. Me siento orgulloso de vosotros y no dudo que aun el más lerdo entre todos —y señaló a don Francisco— hará el día de mañana una fortuna mayor que la mía. He dicho.

    Y los desheredó. Francisco Mompou era el más joven y en el testamento su tío le asignó una pequeña suma para hacer frente a las primeras necesidades, ya que todos los bienes del viejo pasaron a instituciones de beneficencia. Al quedarse sin empleo, la ocupación inmediata de Mompou fue bastante prosaica: se dedicó a castrar toros en los ingenios azucareros. Tenía para ello buena mano y una vez sujeto el animal en el potro de piedra tomaba entre sus dedos peludos aquel macizo colgante y con un brusco movimiento giratorio, rápido y eficaz como el ademán del verdugo que da torniquete al ajusticiado, retorcía la bolsa cortando nervios y tendones, de modo que el tremendo bramido con que anunciaba la bestia su dolor concluía en un largo y apagado mugido de buey. Alternó más tarde las castraciones con el negocio de buhonero por las aldeas de la costa, vendiendo a las mujeres campesinas esos abalorios y telas de algodón que tanto deleite producen entre las damas de pigmento oscuro. Eran telas de vivos precio haciendo competencia a los comerciantes de pueblos vecinos. Al fin hizo algún dinero y marchó a Centroamérica para probar suerte.

    No conozco bien su itinerario pero sé que vivió cerca de diez años en Belice, junto al golfo de México, metido en un negocio de aserraderos.

    —¡Qué lugarcito! —decía siempre—. ¡Puro zopilote! —y esto suspirando como quien se libera por medio de una y otra exclamación de quién sabe qué extrañas pesadillas.

    La palabra me intrigó; no conocía entonces su significado, salvo su aplicación a aquella extraña criatura en quien Mompou había puesto un particular afecto, si se puede hablar de afecto y ternura con referencia a este hombre de casi dos metros de estatura, cabezón, con la cara rojiza y partida en medio de la frente a causa de un tremendo tajo. Tampoco conocía Belice pero conseguí, en conjunto, una impresión bastante buena del lugar, parecido a otras colonias inglesas, desde Trinidad hasta las Barbados. En suma, todo se reduce a un barrio donde residen los blancos, con algo de grama alrededor, y el resto, mugre. Parece que la ciudad está atravesada por un canal de aguas fétidas por las que navegan barcazas y flotan excrementos. Tiene puentes giratorios como el Támesis —tres en total—, inservibles siempre. Por sus calles circulan taxis desvencijados, peatones negros y algún inglés con pantalones cortos. La playa está llena de moluscos muertos, desperdicios y clavos ferruginosos. Cuenta con un club donde la high–life se emborracha silenciosamente todos los días, y lo más importante que allí se puede hacer, según testimonio de Mompou, es convertirse en maderero y entrar en los bosques del interior.

    El recuerdo de Belice que más entusiasmaba a Mompou fue su encuentro, apenas llegado, en el único quiosco de periódicos que hay en la población, con un catalán llamado Rivelles; anarquista huido de Barcelona con la cabeza llena de Utopías y unos cajones de libros (las ediciones baratas de Bakunin, Sorel y Kropotkin) que vendió como pan. «¡Vendió todo el género como si fueran libros de misa», decía Mompou jubiloso. En cambio, encendíale de ira recordar cierto hotel donde los sirvientes tenían el hábito de cruzar por los pasillos, ante las puertas entreabiertas de las habitaciones, con las bacinillas sucias. «Era una falta de respeto —comentaba— y no por las bacinillas sino por el olor». El pobre Mompou no tenía idea, entonces, del olor que su propia materia humana desprendería más tarde. Increpando a Belice resultaba inacabable y pintoresco, y su modo de hablar recordaba a un bajo de ópera recitando argumentos «cantabiles»; un Chaliapin por ejemplo, a quien se parecía por su gran nariz huesuda.

    —¡Puro zopilote, amigo!

    Lo que Mompou trataba de expresar dábalo por supuesto en nosotros concediéndonos una serie de conocimientos sobre las cosas sin correspondencia con la realidad. Referíase al hecho de que aquella población estaba ocupada por un ejército de grandes pájaros negros parecidos a los buitres, con su cuello pelón y sus ojos tristones. Eran los vecinos silenciosos, sustitutos de la vaca sagrada hindú, activos empleados del municipio que tenían a su cargo la limpieza de la población. Me decía que podían verse por todas partes; al filo de los tejados; en el antepecho de una ventana atisbando el interior; en la misma habitación a veces; en los depósitos de basura tragando, placenteros, los desperdicios. Tales sujetos mudos, con el cuello pelado, enormes y torpones, de ojos lacrimosos y quietos, vivían en una especie de tácita hermandad con la población; formaban parte del mundo familiar de objetos y poco a poco ocupaban el lugar de las gentes: eran la ciudad. Así, cuando Mompou decía «¡puro zopilote!» estaba dándonos una versión de sus años de vida como maderero, de su estancia en Belice y de su punto de vista sobre la vida. Pero, además, nos recordaba indirectamente a la única criatura vinculada en su persona que llegamos a conocer. Creo que su nombre quizá lo ignoraba ella misma.

    Era flaca, de piel terrosa, con una triste mirada de pájaro, y sus brazos le llegaban hasta las rodillas. Siempre estaba ocupada en las tareas más duras: lavar los pisos, cortar la leña, barrer el jardín. Andaba descalza y su piel parecía dos galápagos. Dónde encontró Mompou semejante joya es algo que ignoramos. La trajo consigo al regresar de Belice, dueño de una regular fortuna que se acrecentaría durante los años siguientes con la compra de unas salinas al sur de la isla. Por qué le acompañaba tal personaje fue un misterio no justificado siquiera por ese atractivo oscuro del sexo que tantas extrañas acciones explica. Al principio, Mompou mantuvo una casa en regla situada en el centro de la ciudad y el zopilote fue la sirvienta de los demás criados. De común acuerdo diéronle para dormir un rincón del patio bajo el cobertizo del lavadero y allí se tendía, protegida por la caliente plancha de latón, oliendo la ropa sucia, el jabón y el agua de cloro. A veces la encontrábamos al salir de la casa, en los lugares más inesperados, siempre llevando algo entre las manos: una batea de ropa, una espuerta de basura. Mompou la miraba cariñosamente y su pregunta era:

    —¿Contenta, zopilote? —a la vez que levantaba un dedo admonitorio cuyo movimiento seguía la mujer con precisión de gallina hipnotizada.

    Cuando hicieron aparición en Mompou los síntomas de su rara enfermedad comenzó la construcción de la casa en el cerro y a poco fue dejando los negocios, como dije, para quedarse tan sólo con aquel que le exponía lo menos posible al trato con las gentes. Dueño de unas salinas al sur de la isla recorría las extensiones de agua reverberante y petrificada, yendo y viniendo como un alucinado, medio desnudo y sin camisa, por los estrechos senderos de tierra que dividían en cuadrículas los canales. De lejos, su figura fantasmal impresionaba. Los salineros tenían órdenes rigurosas de no acercarse y pronto corrió la voz de que estaba leproso (ya digo: aquella enfermedad no era lepra sino algo más profundo y desconocido, como un residuo de esos tiempos antiguos en que Dios castigaba a los hombres con plagas inverosímiles). Lo que Mompou pretendía con sus paseos era encontrar un remedio natural a la dolencia. Quizás esperaba con sano criterio de hombre primitivo que el fuego purificase sus entrañas, cortando así de raíz el implacable mal. A veces la salazón le producía fuertes dolores y nuevas llagas se le abrían en la piel. Algo impresionante que servía, con frecuencia, de tema para nuestras conversaciones acerca de enfermedades y miserias. Llegó un día en que toda relación con Mompou se redujo a verle, de lejos, por las salinas. Mompou era un avaro y el esfuerzo que le costó hacer dinero se tradujo, más tarde, en una contención para gastarlo. Redujo su servidumbre al zopilote y con ella se encerró en la casa de loma como se encierran los monjes hindúes con un discípulo para dedicarse a orar toda la vida junto a una calabaza con agua.

    Arrancada de tierras lejana, aislada de su medio propio, sin otra ancla que sujetarse a la realidad —y esta era bien mezquina— que la protección de Mompou, ¿qué pensaría tan extraña criatura de su amo y señor? Yo la veía ir y venir por la casa destartalada donde ambos se habían refugiado y más de una vez traté de imaginarme cómo se desenvolvería la vida en común de tales dos seres. Debo añadir que, fuera del paseo regular y curativo por las salinas, Mompou vivía como un ermitaño. Y aún llegó cierto momento en que aquel hombre grandón y fuerte viose obligado a moverse apoyado en un bastón; envuelto en vendajes que le daban el impresionante aspecto de una momia. Y luego, el olor que despedía desde larga distancia. Lo más curioso es que nos habituamos a su enfermedad; desapareció la compasión y poco a poco todo se fue convirtiendo en materia de cuentos.

    —Se pudrió en dinero —decía uno.

    —Vaya usted a saber por dónde anduvo metido durante esos años —añadía otro.

    Se le supusieron placeres rijosos, crápulas, bárbaros gustos (siempre en materia de mujeres) y hasta bestialidades y sodomías con la indiada, lo que explicaba el contagio de aquel extraño mal que nuestros especialistas no lograban diagnosticar exactamente. La presencia del zopilote ponía cierta salsa en aquellos cuentos y había quien se los figuraba acoplados en repugnante y salaz coyunda durante las horas del día y de la noche, tal como esos monstruosos lagartos de las selvas que permanecen pegados cola a cola, durante las fechas que dura su fornicio. Como yo le visitaba con frecuencia sabía que esto no era cierto. ¡Pobre Mompou!, ¡para fornicaciones estaba él! Los últimos meses de su enfermedad los pasó acostado; contemplando, casi inmóvil —por fortuna la enfermedad no era dolorosa—, la descomposición de su cuerpo. El zopilote era su enfermera y por ahí andaba con la palangana del agua, las vendas y el aparato de desinfectar; silenciosa mezcla de autómata y Magdalena negra, recogiendo y limpiando inmundicias. ¡Qué sarcasmo para Mompou! Era un legítimo zopilote llevando a cabo una tarea similar a la de sus homónimos de pico y pluma, aunque, en su caso, por espíritu de caridad que podríamos llamar cristiana a falta de otro calificativo.

    Me advirtió Tejera que había dejado abierto el portal de la casa y así lo hallamos, abierto y oscuro, con una oscuridad interior profunda en contraste con la claridad lunar del campo. Pero una vez dentro, pasado a tientas el vasto salón donde Mompou guardaba los enseres más extraños, desde sacos de maíz, azulejos y piezas de tela hasta lámparas de escritorio venidas quién sabe de dónde, subiendo unas escaleras empinadas que comunicaban con el piso superior —lo que hice con cautela y no sin tropezar más de una vez—, llegué a percibir la luz de una lamparilla, Tejera me seguía con la lentitud del ebrio y tengo la impresión de que, en cierto momento, bajó de nuevo los escalones trabajosamente ganados. Lo oía resoplar, andar a gatas. ¡Sucio tipejo! Estuve a punto de empujarle con el tacón pero contuve mi iracundia. El catecismo nos enseña, desde niños, a considerar hermanos a los demás hombres y esta educación tradicional pesa demasiado. Por otra parte, allí estaba Mompou esperándome y el cadáver exigía respeto.

    ¡Bien muerto que estaba! Lo primero que noté fue un olor dulce y nauseabundo viniendo en lentas oleadas desde el fondo del pasillo. El dormitorio de Mompou era una habitación semejante a celda de benedictino ocupada casi toda ella por una gran cama de caoba cubierta por oscuro edredón. El resto de la pieza lo llenaban un lavabo antiguo y un aparato de refrigeración que mi paisano había montado en la ventana tras clausurar herméticamente aquel recinto, al parecer con el propósito de mantenerlo ventilado de malos olores, lo que quizá no era necesario, ya que la única persona a quien llegaba el vapor la gradual descomposición del hombre era el zopilote y a esta no le importaría gran cosa. Noté el olor, como digo, y hube de taparme la nariz con el pañuelo antes de avanzar por el pasillo siguiendo la confusa claridad de la lamparilla. ¡Qué cuadro, santo Dios! Nuestros ojos están demasiado hechos al orden natural de las cosas: se posan sobre ellas de acuerdo con ciertas imágenes preestablecidas. Pues bien, aquello me impresionó por hallarse fuera de medida. Porque lo que reposaba sobre la cama era, ¡qué demonios!, era... un enorme montón de carne podrida; algo semejante a la carroña de un caballo a quien hubiesen puesto, por un rasgo de humor macabro, sobre blancas sábanas. Hasta para mayor parecido, Mompou había muerto con la boca abierta y pude ver su dentadura postiza sobresaliendo entre los labios.

    Estaba totalmente desnudo como el propio Adán y boca arriba; el vientre hinchado y lleno de pústulas y, a ambos lados, un montón de vendas sucias. Por entre el vello oscuro con vetas canosas del pecho, caían unas flácidas tetas masculinas con el aire bastante obsceno; más abajo, la adiposidad gris del vientre cubierto de vetas azulencas, semejantes a esa mezcla que producen el agua del arroyo y los aceites descompuestos. Lo único que aún conservaba vendadas eran las manos. Y todo aquello nauseabundo, rajado y deforme despedía un recio olor de carne muerta con su acidez y su veneno; su horrible sugestión de más allá de la tumba; su imagen de inerte materia que tanto aterra. Teniendo sobre la gran cama colonial, ocupándola casi por completo; fascinante; apenas visible al resplandor de una vela, tenía a su cabecera sobre la mesilla una imagen de escayola de esas fabricadas en serie por fementidos industriales italianos; cierta virgen que protegía, sin duda, el tránsito mortal de aquella miseria que antes fue un hombre. Desde sus ojos abiertos, la mirada fija me contempló diciendo: «Ya ves; a esto he venido a parar, ¡no somos nadie!». Una pequeña pústula, vanguardia de las que ocupaban las zonas inferiores del cuerpo, se abría en la garganta, junto al oído, inquietante huella carnicera y sebosa.

    Pues bien, aquel conjunto, aquel detritus humano estaba siendo cuidadosamente comenzado a lavar y limpiar por la mujer arrodillada ante él, quien sostenía una gran pelota de algodón en la mano, mojado de vez en cuando en el agua de la jofaina. Al oírme entrar alzó los ojos y me miró.

    Es difícil describir una mirada humana; hay siempre en ella mentira, doblez y equívoco. Pero es más difícil descubrir el sentido de la mirada de un animal porque nunca sabemos si nos admira o nos odia. En aquellos ojos se reflejaban ambas características; una turbia mezcla de sumisión y algo parecido a la desesperante fijeza con que un perro vigila cuando va a ser apaleado. Eran unos globos redondos de córnea amarilla, con la pupila dilatada pero quieta, brotando de la oscura tez. Me pareció leer en ellos tristeza y espanto pero bien pudo ser indiferencia y rencor; quizá todo confundido. Volvió a su macabra tarea pasando y repasando el húmedo algodón por la carne del muerto, que había adquirido, en virtud de tantas horas al aire libre, una coloración azulada. Mompou era hombre de gran estatura, más ahora me pareció gigantesco, No sé como sentí la inanidad de mi presencia en aquel lugar. «Quizá fuera mejor dejar a esta embalsamadora entregada a su tarea —me dije— y regresar al mundo de los vivos.» Aquella grave y muda sustancia encerrada en sí misma, tan grave y lejana como puede estar el hombre del principio de la creación, me desconcertaba por el puro hecho de su presencia. No era ni cosa, ni recuerdo, ni nada. Pertenecía a un extraño país del que no queremos formar parte, y sólo a causa de la oficiosa intervención de Tejera cargaba con la responsabilidad de cuidarla sometiéndola al orden humano por medio de cierta operación convencional consistente en una caja de madera y unos responsos.

    Me sentía sin ánimos para tanto, y en mi desamparo, olvidándome del rencor y el desprecio que me producía mi compañero de expedición, volvíme hacia él impulsado por la cobardía. Era mi hermano y mi socio ante el muerto y la mujer.

    —¡Tejera —grité—, Tejera! —y fui saliendo del cuarto poco a poco, con esa apariencia de tranquilidad de quien se dispone a huir subrepticiamente. Tejera había desaparecido. En la escalera sólo vi confusas sombras y bultos—. ¡Tejera, Tejera! —volví a gritar—. ¿Dónde se ha metido? —Mi voz despertó un eco extraño y patético. Me callé avergonzado—. ¿Qué hacer?

    Unos dedos se me clavaron en el brazo: sentí un escalofrío y me volví asustado: era el zopilote con unas sábanas, quien hizo un gesto mudo en dirección al muerto como diciendo: «Hay que envolverlo.» Se trataba de preparar el sudario y no había modo de eludir el mal trago, así que regresé a la alcoba para contemplar de nuevo «aquello» desnudo. Ella se acercó al lecho, desplegó la tela y con increíble delicadeza pasó sus brazos por debajo del gigantesco Mompou tratando de voltearlo. En ese momento, una trepidación de gases tuvo lugar en las cavernas intestinales del muerto. Cerré los ojos, y no atreviéndome a abrirlos de nuevo, permanecí durante un rato con los párpados apretados no suficiente para que a la primera mirada, después del trance, me encontrara con que la blanca sábana, deslumbradora como la vela de un barco, estaba ya envolviendo el cuerpo. Un suspiro de alivio descongestionó mi pecho.

    La mujer llevó a cabo todo como quien ejerce un rito. Sus manos grandes y nudosas tocaban apenas la materia muerta, evitando desflorarla, con la timidez que pone en sus caricias la niña cuando descubre el primer amor. Su cuerpo adquirió flexibilidad y hasta interés. ¡Increíble! Tuvo que moverse de un lado a otro, de izquierda a derecha, bordeando la ancha cama que parecía barco encallado; metió y remetió la pieza de tela por debajo del corpachón. Era un espectáculo alucinante el de aquella mujer dando vueltas en torno al difunto y tratando de envolverlo en el lienzo para ocultar ante las miradas ajenas la impudicia de enfermedad y su desnudez. Recostado en el quicio de la puerta, sin ánimos para dar un paso, comprendí el sentido profundo de lo que contemplaba: mi asistencia a un rito de amor hasta entonces prohibido y que encontraba, de pronto, su momento solemne para manifestarse. ¿Por qué no? Amor hay en todas las criaturas: solo basta con que aparezca la oportunidad que lo ponga en evidencia. Quizá durante largos años había tratado en vano de encontrar este instante; quizás había seguido a Mompou desde la profundidad de su aldea empujada por esa fuerza misteriosa e inútil en apariencia que nutre las fuentes de la vida. Esperando su ocasión aguantó insultos, trabajos, silencios, y en este acecho dejó transcurrir días y noches junto al objeto de su amor, en adoración muda; viéndole entrar y salir; andar entre gentes extrañas; actuar como algo poderoso, lejanísimo e intocable. Era posible que en la oscuridad de las noches, junto a la batea de lavar y más tarde encerrada entre los muros del almacén, soñase quien sabe qué extrañas caricias primitivas con aquel hombrón fuerte y tosco, de piel colorada, venido de lejos y señor de su persona.

    Todo esto es difícil de entender porque el ser humano apenas se manifiesta como tal, pero, a veces, el azar lo devela un instante. Confieso que la palabra amor era para mí, hasta entonces, vocablo insípido y propio de poetas; voz carente de significado como tantas otras que ruedan cual moneda de cobre apta para pequeños usos. Pues bien, hela aquí ahora mostrando su profundidad en la situación más inesperada; hecha ejemplo vivo para mi asombro mientras aquellas manos oscuras y toscas palpaban y removían con dulzura el montón de podredumbre ofrecido como premio a tales fatigas. Y aun algo que recuerdo como el episodio más sorprendente que me ha sido dado contemplar en mi vida. Repito: la habitación cerrada, fétida, sin luz; la cama grandona con el orinal junto a la cabecera; una corbata vieja de Mompou colgando del travesaño inferior. Y aquella mujer semejante a un pájaro envolviendo en blanco lienzo el cuerpo que tanto deseó en vida y que ahora venía a sus manos para ella sola, sin contrincantes ni estorbos. Lo que sucedió fue lo siguiente: ya había logrado dar la vuelta al muerto, envolverlo en la tela desplegada como un cerco defensivo de limpieza y decoro, de forma que solo quedaban visibles la cabeza y los hombros; una cabeza lívida con el pelo en forma de cepillo y la barba crecida. Con retenida lentitud, tal como sucede con los movimientos que inspira la pasión, posó sus dedos sobre los ojos abiertos e hizo un leve movimiento hacia abajo presionándolos para cerrarlos. Lo intentó dos veces pero no pudo.   Entonces, inclinándose, besó con cuidado aquella frente.

    Rompí el hechizo —sí, el hechizo— de tan extraordinaria escena con uno de esos gestos que traicionan en el hombre su falta de imaginación. Me precipité sobre ella exclamando:

    —¿Pero qué hace?; ¿qué falta de respeto es esa?

    Era más alta que yo y tuve la impresión de que una gran sombra se alzaba ante mí. No dijo nada. Con un gesto de autómata volvió a su tarea u pocos instantes después Mompou yacía tranquilo, enfundado y casi digno dentro del sudario.

    Le ordené encender una luz. Ella pasó su mano por encima del cuerpo tendido como si necesitara nuevo testimonio de que aún estaba allí, porque de Mompou no se veía casi nada, ni un pelo, tan sólo aquel pesado fardo blanco e inmóvil. Salió después de la habitación en busca de agua y cordeles, supongo, y yo me dirigí a la clausurada ventana, desencajé el aparato de renovar el aire que no funcionaba y removiendo unas tablas abrí los dos batientes hacia fuera, hacia el campo que, ese momento, tenía un color gris perla. Como la casa está situada en lo alto de una loma, pude contemplar la confusa geometría de la ciudad y, más al fondo, la llanura ciega del mar.

    Me senté en el alféizar y llené de aire mis pulmones todo los más que pude. Tranquilizado ya, después de unas aspiraciones, volví la mirada hacia el interior del dormitorio. Mompou no era otra cosa que un bulto impersonal y blanquecino puesto de nuevo en circulación entre los hombres. Había que pensar en los detalles de su entierro. Como, al parecer, era yo su albacea, me correspondían este y otros incómodos menesteres. Mis ojos errabundos alcanzaron a ver, sobre la mesilla de noche, un papel doblado. Extendí la mano y lo alcancé. En aquellos renglones se me pedía, como especial favor, lo relativo al sepelio. Guardé el papel en un bolsillo y el recuerdo de Tejera, perdido, desde hacía un reto, volvióme a la mente.

    «—¿Por dónde andará el ruin? —pensé.»

    Estaría durmiendo en alguna parte su borrachera. Asomándome a la puerta lo llamé de nuevo. Nadie me respondió. La casa se había hundido en el silencio.

    Avanzaba la tenue claridad del alba con esa rapidez con que amanece en los trópicos, recobrando todo con la luz su verdadero sentido, inclusive el bulto que Mompou, ya reducido a proporciones. Volví a sentarme en el alféizar; bostecé. La corbata del difunto colgaba del respaldo de la cama. Era de un mal gusto escandaloso y estaba anudada de tal forma que bastaba con metérsela por la cabeza y ajustaría para que quedase a punto. En otro rincón descubrí un montón de botellas vacías. Los últimos momentos de Mompou debieron ser difíciles.

    De pronto oí un grito abajo; en las sombrías habitaciones del primer piso. Era la inconfundible voz de Tejera aunque angustiada; algo desagradable y sorprendente.

    Bajé las escaleras guiado por el instinto. Abrí una puerta. Allí estaba Tejera, en efecto, caído en el suelo, de espaldas contra la pared y sangrando copiosamente por la nariz. Frente a él, observándole, el zopilote.

    —¡Me mata!, ¡este monstruo me mata! —gritó Tejera, implorante, al verme.

    Pero aquella tarasca grande y sombría que lo vigilaba, como si sólo esperase oír su voz, volvió a caer sobre él con todo el ímpetu de una furia (digo «volvió» porque no me cupo duda; estaba maltratándole). Me costó trabajo separarla; tuve que emplear los puños. En la lucha me desgarré la ropa; trató de morderme una mano. Tejera se revolcaba con la agilidad de un rabo de lagartija y con los bracitos gordezuelos, entorpecidos por las mangas de la chaqueta, trataba de proteger su nariz ensangrentada cuyo aspecto era, en verdad, desagradable. No podía continuar tal situación y haciendo uso de mis últimas energías empujé a la furiosa hembra hacia un lado, logrando desprenderla de su víctima, de modo que ambos quedaron a cierta distancia, inmóviles. Pero antes que se dice un amén, Tejera se había levantado de un brinco y trataba de escapar. Ella gritó:

    —¡Ladrón!

    Y yo, siguiendo ese impulso agresivo que despierta tal palabra en las gentes de orden me interpuse ante el fugitivo y cubrí la salida con mi cuerpo. Tejera vino a caer en mis brazos envolviéndome en el tufo peculiar que producen, al juntarse, la roña y el alcohol.

    —¡Basta! —ordené—, ¿qué sucede aquí?

    Tejera balbuceó un chorro de saliva y disculpas:

    —Lo ignoro; fue una inesperada agresión, ¡esa fiera!; está loca, ¡totalmente loca! —todo dicho precipitadamente espiándola de soslayo, como quien teme que se reproduzca una situación de violencia.

Pero ella se había hundido en su habitual estupor, Separé a Tejera, evité su amante abrazo y ya más tranquilo pude darme cuenta de que estábamos en la oficina de Mompou. La claridad del amanecer llegaba hasta las habitaciones bajas de la casa y se me hizo manifiesto lo sucedido. Las gavetas del escritorio estaban abiertas, desparramados los papeles. Y el zopilote le había sorprendido en su faena. Tejera leyó en mis ojos la conclusión a que había llegado. Compuso una sonrisa hipócrita mientras se abrochaba, con aire digno, los botones de la chaqueta y trató de excusarse:

    —Ponía los papeles en orden. El difunto me lo encomendó antes de morir, ¿comprende?

    Hizo un pequeño paso de baile para salir, lo que le facilité separándome algo de la puerta. No tuve más que levantar la pierna y aplicar la suela del zapato a esa parte donde la espalda pierde su nombre. Sólo dijo: ¡ay!, antes de comenzar un extraño galope por el pasillo protegiéndose con sus manos la zona dolorida.

    Me resta añadir que Mompou legó su fortuna entera al zopilote: las salinas, la casa y la caja fuerte del Banco. ¡Menudo escándalo se produjo! De inmediato quedaron claras para la comunidad las relaciones clandestinas mantenidas durante años por ambos y Mompou fue considerado como un ejemplo de lascivia. Sobre todo por las madres con prole casadera, que fueron implacables. Por fortuna, el contenido del testamento se supo unos días después del entierro; de otro modo aquel acto solemne hubiera resultado un fiasco. Como Mompou había rodeado su vida de cierto misterio, hubo gran alborozo al abrirse las puertas del caserón. Embutido en una gran caja de caoba con adornos de bronce, lo único que alcanzaron a ver los visitantes fue una especie de bulto enorme no por ello menos cargado de misterio para las imaginaciones poéticas pero desprovisto de frisson inmediato, así que el espectáculo defraudó bastante. El entierro congregó muchedumbre y todos nos sentimos satisfechos al oír el sordo golpe de los primero terrones sobre el ataúd. Aquel desagradable incidente había concluido y podíamos volver a esa vida diaria bien resguardada donde no aparecen con frecuencia las anormalidades.

    Días después la lectura del testamento removió su tumba y puso al muerto en circulación otra temporada, como antes dije. Mientras toda clase de suposiciones fueron de un lado a otro con las mejores garantías de no provocar un desmentido, el zopilote, ajeno al interés que suscitaba, quedó en la casa que le correspondía en propiedad, viviendo como antes, entre unas cuantas gallinas y unas matas de plátano.   Como no sabe leer ni escribir tuvo que conceder plenos poderes a su albacea —que soy yo— para que administrara aquel conjunto de bienes caídos del cielo sobre su regazo. Por lo demás, sólo quiero añadir que recientemente ha comenzado una sorda campaña de reivindicación del difunto, dirigida por Tejera. En los últimos tiempos parece que visita con frecuencia la casa del cerro y allí se le puede ver —me dicen— sentado en el patio, balanceándose en una sillita de paja, con el sombrero entre las piernas mientras el zopilote da de comer a las gallinas. Parecen haber hecho las paces. A veces, Tejera tiene a su lado una reparadora botella de ron.

 

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El doble

     Todas las mañanas, al afeitarme, me examino en el espejo para encontrarme un poco más viejo que el día anterior; no sé bien, una hebra, un diminuto tejido desesperado que cruje, un pelo ayer oscuro y hoy canoso. Es una operación melancólica que llevo a cabo como un rito que celebrara mi destrucción. A veces, contemplándome atentamente, llego a adivinar bajo la piel, contraída y tirante por la jabonadura, cierta forma de calavera inmóvil y anónima como permanecerá desde un día para siempre. La historia es cotidiana, semejante y repetida. Acerco el rostro al cristal aún grisáceo y saliendo de entre las nieblas matinales; paso los dedos por las mejillas arrugadas donde germinan los cañones de la barba; guiño los ojos soñolientos, entreabro los labios y contemplo mis dientes y encías. La nariz, vista de cerca, parece demasiado grande; no parece, lo es. Unas ojeras curvas como dos arcos de arada, redondean y agrandan las órbitas. El pelo, escaso y alborotado; las orejas con pelusa en sus alvéolos. Un poco más viejo, una partícula de mi tiempo deslizándose hacia atrás con el arte ladino y furtivo del hipócrita que trata de engañar.

     Esta mañana el nuevo huésped ha entrado en el cuarto de baño casi al mismo tiempo que yo.

     —Perdón —he murmurado apenas, y empujándole sin cortesía, he podido llegar antes que él al lavabo, de modo que al reflejarse en el espejo dos rostros, el suyo y el mío, la luz parda y soñolienta y dos pijamas de análogo rayado, dieron lugar a comprensibles analogías. Su rostro me pareció el mío, un poco más viejo quizás; sí, quizás más viejo indudablemente, con la diferencia de que yo siempre estoy serio y él se sonrió.

     Llegó anoche bastante tarde. El criado arrastró una pesada maleta por el suelo de la habitación que está junto a la mía; más bien se trata de una sola habitación partida en dos por un endeble tabique de madera; un cuarto doble para familias que la patrona aprovecha de este modo. Por debajo de la puerta se filtró un rayo de luz. Escuché un murmullo apagado, el mover de una silla y las buenas noches del fámulo. Ya estaba acostado desde hacía rato, pero aquello me desveló. Escuché el ajetreo de la llegada y una fatigosa respiración.

     —Tiene pólipos nasales como yo —deduje.

     Anduvo algo por la habitación, sin duda colocando sus ropas en el armario, prendió un cigarrillo como deduje del frotar del fósforo, se quitó los zapatos, se tendió a fumar en la cama (sonaron los muelles), volvió a respirar afanosamente, oí más tarde el inconfundible crujido del papel: estaba leyendo un periódico. Después, un largo silencio. ¿Se habría dormido ya? Me removí en la cama fatigado por la postura a que me obligaba el inmóvil acecho. Después debí quedarme dormido, pero unas punzadas en la vejiga me despertaron y me levanté a orinar. El cuarto de baño estaba ocupado. ¿Cómo se habría levantado sin oírle? Estos accidentes que perturban el insensible deslizamiento de la vida diaria, hacen incómoda la convivencia. Golpeé la puerta con los nudillos para advertir mi presencia y mi urgencia. Desde dentro me respondió el otro de idéntico modo, con idéntico número de golpes, y aquel telégrafo, por lo que parecía tener de valor convenido, me ofendió, así que regresé a mi habitación, sintiéndome a disgusto por la insolencia que suponía: introducirse en mi vida sin yo desearlo, vivir junto a mí, obrar como si estuviera en su casa, leer el periódico, ocupar el baño con tal impertinencia.

     Tuve una noche de sueños violentos y entrecortados de los que no recuerdo la secuencia ni los temas, aunque sí estuvo presente en ellos el huésped, sin rostro, como sucede siempre en el ámbito onírico. De pronto me desperté, quizás amaneciendo, y me dije:

    —Tengo que verlo ahora mismo.

     Llegué a oscuras a la puerta que separa ambas habitaciones y levanté el picaporte. No me fue posible contener la curiosidad, aun comprendiendo que iba a llevar a cabo un acto impropio, pero la habitación me atraía como un pecado. Es muy semejante a la mía, diríamos igual, amueblada como todos los cuartos de casas de huéspedes en todo el mundo; una mesa pequeña, un armario, unas sillas y la cama del fondo. Allí estaba él y su cuerpo se hundía en la oscuridad, mejor dicho, se hundía todo en la oscuridad más completa, porque ambas habitaciones no tienen otra luz que la proveniente de un tragaluz al corredor, cerrado de noche. Anduve a tientas y reconocí familiarmente el lugar, sus obstáculos y sus accesos. Quise examinarle de cerca, ver su cara un momento, sorprender su sueño, no sé bien por qué urgente razón que en el insomnio de la madrugada, fluido y turbio, se me mostraba confusa. Así me fui acercando con cuidado. Es probable que tampoco tratara de verle, sino de sentir su presencia, ya que mis ojos no acertaban a distinguir los perfiles de las cosas. Sin embargo, llegué hasta la cabecera de su cama y me incliné con cuidado en busca de su respiración y olor. Mi mano, apoyada en la mesita de noche, tropezó con la caja de fósforos. La abrí y encendí uno.

    La cama estaba vacía y el descubrimiento me asustó. Comprendí la inexplicable insensatez de permanecer en una habitación que no era la mía, mientras el otro, acaso, me observaba desde la oscuridad, silencioso y burlón, amparado en el hueco de la puerta y dispuesto a golpearme sencillamente y sin más, con el puño cerrado, en la nuca, como a un ladrón, mientras la mortecina llama del fósforo me quemaba los dedos. Así que soplé la llamita hundiéndome de nuevo en la sombra y escuché en ese momento su peculiar respiración producida por los pólipos nasales. El breve momento de claridad producida por el fósforo había espesado más la tiniebla y a tientas traté de volver a mi habitación, tropecé con una silla, tanteé la pared, anduve entre los muebles guiado por el pánico y después de considerables esfuerzos, medio paralizado por el miedo, conseguí dar con la puerta que comunica con mi habitación y acercarme, también a tientas, a mi cama.

    Allí estaba. Oí su respiración y obtuve, de este modo, la constatación de su presencia en las tinieblas. Estaba en mi cuarto, acostado en mi cama, durmiendo tranquilamente. ¿Durmiendo? Yo diría que por un instante, en la densa oscuridad, noté el brillo alegre de una pupila que me contemplaba; una sola, con maligno mirar de tuerto. Y, además, la respiración me pareció demasiado ruidosa para no ser fingida. ¿Qué hacer? Si le golpeaba aprovechando la ventaja que suponía estar de pie, junto a él, corría el riesgo de que gritara, alarmando a los demás huéspedes. Y, ¿cómo justificar el absurdo? ¿No debería ser yo, sin duda, quien gritase? También pudiera suceder que en vez de gritar me golpeara. Hasta quién sabe: podría acusarme de ladrón. ¿Cuándo se agotan las probabilidades y soluciones de los sucesos que acaecen en el mundo de lo oscuro? Me sentí asustado y cansado, con una fatiga que me pareció de años. Calculé que también podía salir al pasillo, llamar a otros huéspedes, abrumar de vergüenza al intruso y con ello conseguir, quizás, su expulsión inmediata. Pero la satisfacción que me produjo esta idea se desvaneció al darme cuenta de que resultaría difícil y hasta equívoco explicar las razones de su estancia en mi habitación y en mi cama, salvo que explicase la previa y culpable exploración por la suya, lo que sin duda aquel malvado sujeto estaba deseando. ¡Qué astuto era! En vez de caer a golpes sobre mí, al descubrirme en su cuarto, prefirió trasladarse sigilosamente al mío y esperar agazapado el inevitable regreso del curioso, a fin de darme entonces una lección. Quizás trataba de que me fuera del hospedaje para disfrutar él solo de ambas habitaciones. Sí, ¡esto era! El descubrimiento me descompuso. También podía molerme a golpes, sin compasión. Estaba, ahora, bien seguro de su innata maldad. Y obraría así de un momento a otro. ¡Iba a hacerlo ya! Me cubrí la cabeza con el brazo y retrocedí en la oscuridad.

Entonces cesó la respiración y me pareció que se removía en la cama para levantarse. Como pude, pensando a la vez en escapar y rehuir los golpes que sobrevendrían, traté de buscar a tientas la puerta. Así, durante un tiempo incalculable, volví sobre mis pasos desandando el oscuro círculo de ambas habitaciones, quizás entrando y saliendo en ellas diversas veces sin apercibirlo, hasta que encontré un lecho vacío, el mío o el suyo, de uno u otro lado, puesto que él podía estar acostado, de pie, dando vueltas por las dos habitaciones detrás de mí. Al escurrirme entre las sábanas y cubrir mi cabeza, conseguí un poco de tranquilidad, pero la reflexión que sobrevino a esta calma fue más angustiosa que el miedo. Él, sabiéndome en seguridad, había decidido permanecer en el otro lecho y hasta dormir, acaso, dada su respiración pesada, pero estaba burlándose y disimulando tras los falsos ronquidos, el plan artero con que me sorprendería cuando amaneciese del todo, entrando de pronto y preguntándome:

     —¿Qué hace en mi cama? (porque no tenía dudas ahora: era su cama aquélla) para cogerme en vilo por el cuello y arrastrarme, sin más, hasta el comedor a la vista de todos.

     Un individuo así, capaz de fingir de tal modo; que tan tranquilamente se encontraba en medio de la oscuridad; apto para continuar semejante burla en frío, debía confiar demasiado en su fuerza física, tanto como en su inteligencia y equilibrio interior. La certeza de tanto aplomo me obligó de nuevo a saltar de la cama y correr a oscuras la aventura de encontrar la puerta para cerrarla con llave, consiguiendo con ello un mínimo de seguridad.

     Pero la puerta estaba ya cerrada. ¡Artero —pensé— hasta esa ventaja quieres quitarme! Se había levantado antes que yo, pensando acaso de igual modo, había cerrado silenciosamente la puerta y estaría ahora, tras ella, oyéndome temblar del susto y riéndose de mis precauciones. De modo que me volví a la cama tiritando de frío para cubrir mi cabeza con las sábanas y no pensar más, aturdido por los acontecimientos; esperando que la mañana, y su dulce luz familiar me sacasen del extraño mundo del miedo. Así fue. Cuando amaneció del todo, destapé la cabeza sudorosa: nada sucedía alrededor. Una habitación tranquila como siempre: una mesa, un armario, una silla con mis pantalones caídos sobre el respaldo.

     Todavía no sé. Quizás aceptó para siempre el cambio de habitación, lo que acaso justifique la sonrisa de suficiencia y picardía con que me ha recibido esta mañana. He pensado también en otra posibilidad: que todo sucedió exactamente, pero a la inversa, comenzando por la inspección de mi propia cama vacía. La oscuridad genera tales confusiones y muchas otras. Como sea, he tenido un gesto de valor al empujarle, entrando hoy juntos en el baño, y demostrando con ello al apoderarme antes que él del lavabo que estoy dispuesto a mantenerme en el lugar que por tradición y costumbre se me concede en esta casa. Mientras me afeitaba he oído a la patrona ordenar a uno de los sirvientes:

     —¡Prepara ese cuarto vacío! —refiriéndose a la habitación contigua a la mía. ¿Vacío?

     He sonreído. Sonrío aún con suficiencia. Ella no sabe. ¿No sabe? Me miro en el espejo y me encuentro más viejo que el día anterior; no sé bien, una hebra, un diminuto tejido desesperado que cruje, un pelo ayer invisible y hoy canoso.

     Sí, más viejo, indudablemente.

 

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