Serafín Estébanez Calderón

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POESÍAS

A la ciudad reina de Andalucía

La Alhambra

El propósito desesperado

Despecho

ESCENAS ANDALUZAS

Pulpete y Balbeja

La rifa andaluza

La Celestina

Toros y ejercicios de la jineta

Gracias y donaires de la capa

 

A LA CIUDAD REINA DE ANDALUCIA

Casas moriscas, patios con jazmines,

naranjos, flores, búcaros y fuentes,

antorchas en girándulas lucientes,

que alumbran por cancelas los jardines.

Damas entre damascos y cojines,

refrescando al ventalle los ambientes

y guardando en las rejas impacientes

citas, lances con nobles paladines.

Músicas por las calles y veladas;

Guadalquivir que, manso, lejos brilla,

la flota y la Giralda iluminadas.

Soldado, abad, buscona, gitanilla;

escalas en balcón, reñir de espadas,

esta es Babel de amor, esta es Sevilla.

 

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LA ALHAMBRA

Contempla, pasajero, la morada

que el árabe a su gloria alzó triunfante;

cómo la tiempo se rinde vacilante

su magnífica mole ya cascada.

La altivez de sus torres humillada,

de escombros llenó el pórtico arrogante,

y sin su azul el artesón brillante,

anuncia muerte al ánima angustiada.

Contempla bien cual queda sin colores

el morisco relieve y paramento,

borradas ya sus cifras y sus flores.

Míralo bien, que a paso menos lento,

el tiempo a ti también entre dolores,

traidor te acerca el último momento.

 

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EL PROPÓSITO DESESPERADO

Si por robarte a mi pasión ardiente

tus deudos, descargando el fiero amago,

te arrebatasen con ardid aciago

de estos ojos que lloran por ti ausente;

aunque en un fuerte alcázar eminente

te encante por las artes de algún mago,

y que entorno te cerquen con un lago

de fuego hirviendo con voraz corriente;

O aunque te oculten en el hondo silo

del monte más oscuro y más distante;

por lograrte lanzárame tranquilo,

y hendiera un mar de lava fulminante,

yo bajara en tu busca al negro asilo,

siempre que fueses a mi amor constante.

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DESPECHO
Y
a que no puedo, por desdicha mía,  
 llamarte dulce esposa en tierno abrazo,  
 anudando tu talle con el lazo  
 que teje amor en su feliz porfía,  
 
 quieran los cielos, por oculta vía, 
 en árbol trasformarme a breve plazo  
 convirtiendo en corteza mi regazo,  
 y mi cabello en verde lozanía.  
  
Y múdeme también en yedra amante  
 que ensortije mi tronco de contino, 
 confundiendo tus hojas con mi rama:  
 
 que así mi amor, por fiel y por constante,  
 al fin conseguirá contra el destino  
 templar en ti lo ardiente de su llama.

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Escenas andaluzas

Pulpete y Balbeja

Historia contemporánea de la Plazuela de Santa Ana

 

 Caló el chapeo, requirió la espada, miró al soslayo, fuese, y no hubo nada.

(CERVANTES)

 

N

o hay más decir sino que Andalucía es la mapa de los hombres rigulares, y Sevilla el ojito negro de tierra de donde salen al mundo los buenos mozos, los bien plantados, los lindos cantadores, los tañedores de vihuela, los decidores en chiste, los montadores de caballos, los llamados atrás, los alanceadores de toros, y, sobre todo, aquellos del brazo de hierro y de la mano airada. Si sobre estas calidades no tuvieran infundida en el pecho más de una razonable prudencia, y el diestro y siniestro brazo no los hubieran como atados a un fino bramante que les tira, modera y detiene en el mejor punto de su cólera, no hay más tus tus, sino que el mundo sería a estas horas más yermo que la Tebaida...

Por fortuna, estos paladines de capa y baldeo se contienen, enfrenan y han respeto los unos a los otros, librando así los bultos de los demás, copiando de aviesa manera lo que llaman el equilibrio de la Europa.

Aquí tose el autor con cierta tosecilla seca, y prosigue así relatando.

Por el ámbito de la plazuela de Santa Ana, enderezándose a cierta ermita de lo caro, caminaban en paso mesurado dos hombres que en su traza bien manifestaban el suelo que les dio el ser. El que medía el ándito de la calle, más alto que el otro, como medio jeme, calaba al desgaire ancho chambergo ecijano con jerbilla de abalorios, prendida en listón tan negro como sus pecados; la capa la llevaba recogida bajo el siniestro brazo; el derecho, campeando por cima de un embozo turquí, mostraba la zamarra de merinos nonatos con charnelas de argentería. El zapato vaquerizo, las botas blancas de botonería turquesca, el calzón pardomonte, despuntando en rojo por bajo la capa y pasando la rodilla, y sobre todo la traza membruda y de jayán, el pelo encrespado y negro, y el ojo de ascua ardiente, pregonaba a tiro de ballesta que todo aquel conjunto era de los que rematan un caballo con las rodillas, y rinden un toro con la pica. En dimes y diretes iba con el compañero, que era más menguado que pródigo de persona, pero suelto y desembarazado a maravilla. Este tal calzaba zapato escarpín, los cenojiles sujetaban la media a un calzón pana azul, el justillo era caña, el ceñidor escarolado y en la chaqueta carmelita los hombrillos airosos, con sendos golpes de botones en las mangas. El capote abierto, el sombrero derribado a la oreja, pisando corto y pulidamente, y manifestando en todos sus miembros y movimientos ligereza y elasticidad a toda prueba, daba a entender abiertamente que en campo raso y con un retal carmesí en la mano, bien se burlaría del más rabioso jarameño o del mejor encornado de Utrera.

Yo que me fino y desparezco por gente de tal laya, aunque maldigan los pares y los lores, íbame paso pasito tras sus dos mercedes, y sin más poder en mí, entreme con ellos en la misma taberna o ya figón, puesto que allí se dan ciertos llamativos más que el vino, y yo, cual ven los lectores, gusto llamar las cosas por sus nombres castizos. Me entré y acomodeme en punto y manera de no interrumpir a Oliveros y Roldán, ni que parasen la atención en mí, cuando vi que, así que se creyeron solos, se pasaron los brazos, en ademán amigable, por derredor del cuello, y así principiaron su plática:

_Pulpete (dijo el más alto), ya que vamos a brincar frontero el uno del otro con el alfiler en la mano, de aquí te apunto y allí te doy, de guárdate y no le des, de triz traz, tómala, llévala y cuéntala como quieras, vamos antes a nos echar una gotera a son y compás de unos cantares.

_Seor Balbeja (respondió Pulpete, sacando al soslayo la cara y escupiendo con el mayor aseo y pulcritud, en derecho de su zapato), no seré yo el que por la Gorja ni otra mundanidad semejante, ni porque me envainen una lengua de acero, ni me aportillen el garguero, ni pequeñeces tales, me amostace yo ni me enoje con amigo tal como Balbeja. Venga vino, y cantemos luego, y súpito sanguino aquí mismo démonos cuatro viajes.

Trajeron recado, apuntaron los vasos, y, mirándose el uno al otro, cantaron a par de voces aquello de caminito de Sevilla y por la tonada de los panes calientes.

Esto hecho, se desnudaron de las capas con donoso desenfado y desenvainaron para pinjarse cada cual, el uno un flamenco de tercia y media, con cabo de blanco, y el otro un guadifeño de virola y golpetillo, ambos hierros relucientes que quitaban la vista, y agudos y afilados para batir cataratas cuanto y más para catar panzoquis y bandullos. Ya habían hendido el aire dos o más veces con las tales lancetas, revueltas las capas al siniestro brazo, encogiéndose, hurtándose, recreciéndose y saltando, cuando Pulpete alzó bandera de parlamento y dijo:

_Balbeja, amigo, sólo te pido la gracia de que no me abaniques la cara con Juilón tu cuchillo, pues de una dentellada me la parará tal que no me conociera la madre que me parió, y no quisiera pasar por feo, ni tampoco es conciencia descomponer y desbaratar lo que Dios crió a su semejanza.

_Concedido (respondió Balbeja); asestaré más bajo.

_Salva, salva los ventrículos también, que siempre fui amigo del aseo y la limpieza, y no quisiera verme manchado de mala manera, si el cuchillo y tu brazo me trasegasen los hígados y el tripotaje.

_Tiraré más alto, pero andemos.

_Cuidado con el pecho, que padezco de cansancio.

_Y dígame, hermano: ¿por dónde quiere que haga la visita o calicata?

_Mi buen Balbeja, siempre hay demasiado tiempo y persona para desvencijar a un hombre; aquí sobre el muñón siniestro tengo un callo donde puede hacer cecina a todo su sabor.

_Allá voy_dijo Balbeja; y lanzose como una saeta; reparose el otro con la capa, y ambos a dos, a fuer de gallardos pendolistas, comenzaron de nuevo a trazar SS y firmas en el aire con lazos y rúbricas, sin despuntar empero pizca de pellejo.

No sé en qué hubiera venido a dar tal escarceo, puesto que mi persona revejida, seca y avellanada no es propia para hacer punto y coma entre dos combatientes; y que el montañés de la casa se cuidaba tan poco de lo que sucedía, que la algazara de los saltos combatientes y el alboroto de las sillas y trebejos que rebullían, los tapaba con el rasgado de un pasacalle que tañía en la vihuela con toda la potencia del brazo. Por lo demás, estaba tan pacífico como si hospedase dos ángeles y no dos diablos encarnados.

No sé, repito, dónde llegara tal escena, cuando se entró por el umbral de la puerta una persona que vino a tomar parte en el desenlace del drama. Entró, digo, una mujer de veinte a veinte y dos años, reducida de persona, pero sobrada en desenfado y viveza. El calzado limpio y pulido, la saya corta, negra y con caireles, la cintura anillada, y la toca o mantellina de tafetán afranjado, recogida por bajo del cuello y un cabo de ella pasado por sobre el hombro. Pasó ante mis ojos titubeando las caderas, los brazos en asas en el cuadril, blandiendo la cabeza y mirando a todas partes.

A su vista el montañés soltó el instrumento, yo me sobrecogí de tal bullir cual no lo sentía de treinta años acá (pues al fin soy de carne y hueso), y ella, sin hacer alto en tales estafermos, prosiguió hasta llegar al campo de batalla. Allí fue buena: D. Pulpete y D. Balbeja, viendo aparecer a doña Gorja, primer capítulo del disturbio, y premio futuro del triunfante, aumentaron los añascos, los brinquillos, los corcovos, los hurtadillos, las agachadillas y los gigantones, pero sin tocarse en un pelo. La Gorgoja Elena presenció en silencio por larga pieza aquella historia con aquel placer femenil que las hijas de Eva gustan en trances semejantes. Tanto a tanto fue oscureciendo el gracioso sobrecejo, hasta que, sacándose de la linda oreja, no un zarcillo ni arracada, sino un trozo de cigarro de corachín negro, lo arrojó en mitad de los justadores. Ni el bastón de Carlos V, en el postrer duelo de España, produjo tan favorables efectos. Uno y otro, como quien dice Bernardo y Ferraguto, hicieron afuera con formal respeto, y cada cual, por la descomposición en que se hallaba en persona y vestido, presumía presentar títulos con que recomendarse a la de los caireles. Ésta, como pensativa, estuvo dándose cuenta en sus adentros de aquel pasaje, y luego con resolución firme y segura dijo así:

_¿Y este fregado es por mí?

_¿Y por quién había de ser?; porque yo..., porque nadie..., porque ninguno... _respondieron a un tiempo.

_Escuchedes, caballeros (dijo ella). Por hembras tales cuales yo y mis pedazos, de mis prendas y descendencia, hija de Gatusa, sobrina de la Méndez y nieta de la Astrosa, sepan que ni estos son tratos, ni contratos, ni cosas que van y vienen, ni nada de ello vale un pitoche. Cuando hombres se citan en riña, ande el andelgue y corra la colorada, y no haber tenido aquí a la hija de mi madre, sin darle el placer de hacer un floreo en la cara del otro. Si por mí mentían pelea, pues nada de ello fue verdad, hanse engañado de entero a entero, que no de medio a mitad. A ninguno de vos quiero. Mingalarios, el de Zafra, me habla al ánima, y él y yo os miramos con desprecio y sobreojo; adiós, blandengues, y si queréis, pedid cuenta a mi D. Cuyo.

Dijo, escupió, mató la salivilla con el piso del zapato, encarándose a Pulpete y Balbeja, y salió con las mismas alharacas que entró. La Magdalena la guíe.

Los dos ternes legítimos y sin mancha siguieron con los ojos a aquella doña María la Brava, la valerosa Gorja; después, en ademán baladí, pasaron los hierros por el brazo como limpiándoles de la sangre que pudieran haber tenido; a compás los envainaron, y se dijeron a un tiempo:

_Por mujeres se perdió el mundo, por mujeres se perdió España; pero no se diga nunca, ni romances canten, ni ciegos pregonen, ni se escuche por plazas y mataderos que dos valientes se maten por tal y tal. Deme ese puño, D. Pulpete; venga esa mano, D. Balbeja_dijeron, y saltaron en la calle lo más amigos del mundo, quedando yo espantado de tanta bizarría.

La rifa andaluza

Oíd, que os quiero contar

del niño Amor los enredos

y sirva mi voz de antorcha

que alumbra cuidados ciegos

(Romancero general)

 

En el baile del Ejido

(nunca Menga fuera al baile)

perdió sus corales Menga

un disanto por la tarde

(Góngora)
 

N

o juzguen mis amables lectoras que voy a entretenerlas el ocio, relatándoles el cómo y cuándo este palacio magnífico o aquella quinta deliciosa viene a llenar de gozo, por un azar feliz de lotería, la esperanza de dos recién casados, que, arriesgando a la fortuna unos pocos ducados, pueden concluir su luna de miel en una mansión encantada por los atractivos del placer primero y por las comodidades del lujo. Estas agradables peripecias son tan peregrinas, por no decir imposibles, que sería cargo de conciencia despertar sensaciones y deseos que no se pueden cumplir, y yo, dijes de mi alma, no quisiera más que moveros un antojo para satisfacerlo a renglón seguido, reservándome empero siempre una pizca, un tantico de placer para mi justo pago.

Tampoco mi Rifa es de las que vemos cada noche en toda tertulia; quiero decir, que no es de aquellas en que tal bujería, o cual lindo bordado suele echarse a la mayor de espadas con mucha zambra y algazara de señora abuela y tía, que no sé por cual sortilegio son siempre las afortunadas en tales ferias. Esto es trivial por todo extremo, y sería daros enfado emprendiendo cuento, señoras mías, que pasa por vuestros ojos cuotidianamente. Si lo imposible no me gusta, lo muy trivial me enfada en mucho más, y así por la región media emprende hoy su vuelo el razonamiento mío, para contaros sabrosamente los puntos y señales de una Rifa Andaluza.

Representaos, lindas suscritoras, en vuestra viva imaginación un paisaje tal, cual mi rústico pincel lo delinee, pues antes de pensar en la farsa bueno será prevenir escena donde ponerla en tablas. Al frente, digo, que os figuréis una ermita limpia y enteramente pintoresca, cual se encuentran a cada paso en aquel país de la poesía. Unos cuantos árboles den frescura al llano que sirve de anteatrio, y por los troncos suban sendas y pomposas parras, que, tejiéndose por el dosel de mimbre y caña que cubre todo aquel espacio, formen un sombrío bastante para amansar los rayos del sol y debilitar su luz activa y que deslumbra. Un cauce sonante de agua corra por la espalda, moviendo estruendosamente uno o dos molinos, cuyo rumor grave y no interrumpido sirva de bajo musical al contrapunto agudo de las golondrinas que entren y salgan rápidamente por las claraboyas de la ermita, casi tocando con sus alas negras y pecho bermejo las cabezas de los que afuera preparan la fiesta. Para ella fórmese un cerco con los escabeles y escaños de la cofradía, intercalados por distintos sitiales de respeto que han de ocupar el Mayordomo, los mejores y más diestros tañedores de la vihuela, y la Reina, que se aclamó la rifa pasada.

A un lado, separadas de todo tacto masculino y ataviadas cuanto más posible, estén las muchachas solteras del barrio o aldea (pues el lugar de la acción lo dejo a voluntad ajena), llenas de belleza y de donaire, con moños de colores simbólicos en el pelo y con la laya de adornos que a bien tengan, pues en tal elección dejo libre albedrío; pero no omitidme el calzado muy limpio y el talle breve y como de sortija, pues nosotros los de puertos allende, niñas de mis ojos, somos inexorables en tales menudencias. Cuatro o seis dueñas de rostros avinagrados y de manto largo de bayeta negra antequerana, cuiden rellanadas en el ángulo del cerco, de avizorar toda descompostura, y de calmar con gestos tan endiablados cuanto expresivos la fermentación de aquel género volátil que custodian. Los mancebos en pie, derechos como husos, formen corro en derredor de los escaños, y dichoso el que pueda atalayar a su Melisendra frente a frente, o que logre flanquear la dificultad y colocarse al respaldo del asiento de la requebrada; así, y con poner a la otra parte dos o tres hombres provectos y barrigudos, eternos cabildantes de la hermandad y que autorizan el acto, tenéis ya, pintoras hechiceras, el cuadro casi concluido.

Digo casi concluido, pues nada os he dicho ni del Rifador ni de la Reina del festejo, personajes de primera figura, cual débese sospechar.

La Reina, como dije, es la bailadora que más gala adquirió en la pasada fiesta, ya por su gentileza y gallardía, y ya por el número mayor de danzadores que consiguió cansar; objeto poco edificante que las mujeres logran con más prontitud que quisieran. A los pies de tan linda zagala haya un azafate lleno de flores deshojadas, donde se brinden las ofrendas de los devotos para la santa imagen, que ya son en primavera rosas y claveles y ramilletes, y en otoño, este o aquel fruto tan vistoso cuanto sazonado.

El Rifador se deja ver subido en algún banquillo de noguerón viejo, descollando y blandiéndose como cimera del concurso, parlando y accionando más y más. Es fuerza que tal papel se desempeñe por hombre de chiste y chispa, y de destreza suficiente para picar la vanidad de los unos y mover la condición menos pródiga de los otros, feriando razonablemente los regalos que se muestran.

Yo, queridas amigas, que tengo ciega pasión por todo cuanto huele a España, principiando por las españolas, no soy voto calificado y de imparcialidad en la materia; pero en conciencia puedo afirmar que he olvidado veces muchas agradablemente el tiempo escuchando las razones agudas del Rifador, y las sales que donosamente saltaban en sus labios, forjando ya el encomio del clavelón amarillo, emblema de la necedad entre aquellas gentes, o ya pintando el rico sabor del higo nopal otuno, fruto casi peculiar de la Andalucía.

Entre tanto la danza sigue, las coplas se suceden, dejándose escuchar por entre el son del crótalo de granadillo, el trino de la prima y la entonación sonora y clamorosa de los bordones en la guitarra y bandolín, que manos diestras los fuerzan a sonar al unísono y con la más agradable melodía.

En este punto armónico y de algazara se hallaba el festejo cierta tarde de la bendita Cruz de Mayo, cuando ocurrió la aventura más cómica que puede inventar la más picaresca imaginación.

Un mancebillo vivaracho y pimienta, de capote de alamar, chupetín bordado y faja rosada al cinto, no quitaba ojo de la Reina del baile, echándose a la cara el sombrerillo de alta copa. De tiempo en tiempo miraba atravesadamente a cierto caballerete de calzón ajustado, corbatín muy premioso y levita bien cortada, que sin saber por dónde se deslizó blandamente, y sin ser sentido ni percibido, hasta llegarse al respaldo de la Reina, con quien cruzaba algunas razones, más bien disparadas y mejor respondidas que hubiera deseado nuestro majo atisbador. Ella, que en aquel punto, queridas mías, gozaba de la fruición soberana que todo pecho femenil tiene cuando ve morder cebolla y agria naranja al pobrete que bien ama, advirtiéndole así que no es bueno querer tanto, la zagala coronada, digo, sin acordarse ni por cien leguas de su D. Cuyo, se enredaba más y más en la plática del D. Lindo, riendo ora, y ora dándole algunas de las flores del azafate bendito.

Tocándole su vez al paciente para encomendar al viento alguna copla, y queriendo dar un silbo preventivo que recogiese al aprisco aquella oveja descarriada, al suave compás de la rondeña le cantó la siguiente endecha:

 

Me estoy muriendo de sed

teniendo aljibe en mi casa,

pero alivio no lo encuentro

porque la soga no alcanza.

 

Bien no entendiera la maligna parladora la alusión del sediento y del poco alcance que para su alivio encontraba, o, por mejor decir, no queriendo escuchar tales pedigüeñerías, se desentendió con destreza suma del tal lamento, y más anudó su coloquio con el pisaverde encorbatinado, que con melindres mil, y relamiéndose como si dijéramos un lechuguino del café de Sólito, alzaba la cresta como gallo triunfante. El doliente y celoso amante, queriendo hacer el postrimer esfuerzo para recordar sus obligaciones a la voluble bailadora, y ganar por la ternura lo que perdía por las artes del advenedizo rival, tomó el canto otra vez a su turno, y con voz si bien vacilante si bien suspirada, entonó la copla siguiente:

 

Yo soy la vela de cera

que está ardiendo en tu servicio,

y en pago del beneficio

le das un soplo a que muera.

 

Pero por más reclamos que dio el arrullador, la paloma se daba por sorda, y tanto tanto se mantuvo en sus trece, que el galán, picado, se dejó de su postura contemplativa y triste, se arregló el sombrero tirándolo atrás, sacudió el capotillo y se puso en planta de obrar alguna acción de marca y de mayúsculo estrépito. Al propio tiempo la orquesta resonaba con mayor brío, reforzada por una pandereta y dos platillos, las cantinelas se repetían, y en ellas se decían sus misteriosos secretos y sus sentidas quejas los novios y las requebradas, pues no deben olvidar mis discretas lectoras que por todo aquel país, el tañedor, el cantante, el galán y el poeta son cuatro cosas que casi siempre se encuentran en una propia persona.

El Rifador, en tanto, rebosaba de gozo en su cátedra por ver cuán cumplidamente feriaba todos los regalos que ponía en rifa. Su elocuencia iba en aumento, sus gracias hervían en su boca, haciendo llenar con moneda menuda el azafate florido.

_¡La rosa virgen!, ¡la rosa virgen! (decía): ¡real de plata, real de plata dan por ella!

Y esto gritando, mostraba la flor más hermosa, de más aromas y de más púrpura que vergel frondoso dio en los asomos del mes de mayo.

_¡La rosa virgen!, ¡la rosa virgen! (proseguía): ¿quién la puja, quién la puja? Real de plata dan por ella. Mancebillos tacaños, acudid y mejorad: ¿quién no querrá poner la flor en el pecho de su novia? Hacedle este regalo a vuestras rapazas, y daréisles una lección con él. ¡La rosa virgen!, ¡la rosa virgen!..., que ya dan cuatro reales; que se la llevan, que se la llevan; ¡ya sé yo a cuyo seno va!, ¡que se la llevan! Dichosa quien tiene galán desprendido; ¡que se la llevan!..., que dan medio duro, diez reales u ochenta y cinco cuartos! ¡viva mi barrio! ¡Nadie en él guarda el dinero; de allí sólo salen los garbosos y gastadores, los desprendidos y generosos!...

Por aquí iba de su alocución, cuando, levantándose el galán del sombrero alto y capotillo corto, alzó el grito y dijo:

_Señor Capaypa, veinte reales vale la rosa, y más lo que vuesa merced me mande; pero si está ya feriada en los veinte, entréguela con su mano, que con la mía no, a la Reina Bailadora, y comencemos el sainete...

_¡Viva Juancho! ¡viva Juancho!, hijo de la Nena, nieto de Sinforoso (respondió el honrado Capaypa). ¡Viva mi barrio, tesoro de los hombres buenos y generosos! ¡La buena cepa buenos renuevos cría!

Y así diciendo, a voz desplegada, dio la rosa a la picaruela rapaza, que llevándola primorosamente a la nariz, la asentó con el mayor aseo en el hoyo de su pecho, volviendo los ojos al desgaire y por primera vez al amartelado amante.

El Rifador, al alargar la rosa, y tropezando sus ojos con la efigie del alfeñique caballerete, añadió:

_¡Viva mi barrio! ¡viva Juancho!, que si sabe gastar parolas con las mujeres, tampoco ignora el alzar el gallo entre los hombres, y su voz en las rifas sobresale siempre, y con ella sus reales de a ocho.

El del corbatín bajó la vista, como quien conoce el tiro no oblicuo de la saeta, y trató de volver a su plática con la zagala, la que, sin duda, advirtiendo en aquel punto que hubiera sido galantería de molde el que la rosa se la presentara conquistada en la rifa el mismo que por tanto tiempo gozó de sus palabras, no emprendió el segundo coloquio sino con la tibieza que vosotras mismas, candidísimas y no malignas lectoras, usaríais en aquel trance...

_¡Al sainete, al sainete! _dijeron todos; y sonando la fiesta con más algazara, los cantores y cantoras comenzaron a salpicar sus coplas con más pique y salsa que las entonadas de trasmano, y pasándose de uno en otro los bollos y los roscos, los dulces y las avellanas, apareció en su cátedra el compadre Capaypa embozado en su capa, con el aire más socarrón y de redomado que hallarse puede.

_¡El beso del niño, el beso del niño! (gritó el Capaypa), ¡qué frescura en la tez, qué sabor en la pulpa, qué finura al tacto! ¿Quién paga el beso, quién paga el beso?

_Diez reales envido, gritó el del capotillo, y bese al niño rollón el caballero del levitín, el que parla con la Reina Bailadora y la olvida de sus obligaciones... de presidencia.

_¡Bravo! ¡Vítor! Que lo bese si no puja (replicó Capaypa). ¡Ah, señor caballero! Acordaos de quién sois (y le dirigió la palabra); acordaos de quién sois, si es que sois alguna cosa, y volved al caño las demasías de Juancho, y que él sea quien bese a mi niño rollón. ¡Viva mi barrio, viva mi barrio!

El apostrofado conoció que toda la batería iba a disparar en su pobre bulto, y así, con su mejor gracia, trató de tener buen talante y hacer frente a los peligros, y rayar de rumbo para no desmerecer el alto concepto de la zagala.

_Dos reales y medio ofrezco, y me libro de la penitencia_dijo el acometido, y se le replicó con un flux de risa general en todo el auditorio.

_¡Viva mi barrio, viva mi barrio! (prosiguió Capaypa.) El pico de los dos y medio, señor mío, vayan sobre los diez envidados ya, y se admitirá la postura; y de no, allá va mi niño. ¡Viva mi barrio, viva mi barrio!

_Pues bien (contestó altivamente el señorito): allá van los doce reales y medio, y quedo en salvo, que a mí nadie me enceniza la frente, y menos por...

_Dos duros, y que bese al niño (replicó el antagonista), y luego arreglaremos cuentas, seor futraque_y lo miró de reojo.

¡Viva mi barrio, viva mi barrio! (clamaba Capaypa.) ¡Cuarenta reales! Eso es humo, señor Juancho. En el señorito don... (Don Quico se llamará, que todo nombre es bueno cuando recae en tan linda persona); en el señorito, digo, hay presencia, potencia y resistencia; quiero decir, que no ceja; ya pujará por cuatro, y veremos quién a quién...; pero mientras Juancho se mantenga al frente, ¡viva mi barrio, viva mi barrio!

El apurado caballero figurilla, que no esperaba la cuña de los cuarenta, se requirió el garguero como para pasar tamaña píldora, llevó la mano al pelo sin tener comezoncilla, y luego inadvertidamente solfeó los dedos por sobre el bolsillo, dando con tanta pantomima mayor asidero a la burla. La Reina Bailadora, como si lo viese acometido de pronto por algún tifus pestilencial, retiró de su lado el sillón que ocupaba, y una nube de descontento pasó por su lindo entrecejo. El corrido amante midió la mengua y afrenta con que iba a mancharse, y con resolución heroica, dijo:

_Cuarenta y dos reales doy, y salgo libre_y así diciendo, miró a la prenda como para pedirle albricias de su espléndido valor; pero el entrecejo se oscureció más y más, y otros borbollones de risa resonaron en derredor; pero la intensidad de tanta carcajada la venció con su voz el del capote, diciendo:

_Cinco duros; cien reales doy, y bese al niño rollón, y descapótele la coronilla.

_¡Viva mi barrio, viva mi barrio! (respondió el inexorable Capaypa.) Mi Juancho tira al hueso palomo, va derecho y no me da corcovos. A la cabeza, a la cabeza, y allí se mata al contrario. Cien reales es bote de a folio: pocos tienen aliento para él, y ninguno lo aventaja. Pero, ¡silencio, silencio! Los señores tienen su sangre y su alma, y aunque con hipos, suelen cumplir de mil a mil años. Nosotros por calidad y ellos por vanidad. ¡Cien reales, cien reales!, y el señorito besará a mi niño, y ainda mais descapotará la coronilla.

Todo fue en vano. Por más que hizo el orador Capaypa por picar la vanagloria del figurilla, nada consiguió, y éste, viendo que el juego crecía, que el rival no llevaba trazas de ceder y que la zagala por su mal gesto no pensaba agradecerle sus pujas y mejoras de los pobres maravedís, juzgó por conveniente el mudar plan de campaña, y de la defensiva, resueltamente tomó la ofensiva por el lado más cómico que darse puede.

_Señores (dijo): mi condición es dulce y nada huraña; el concurso creería que yo era alguna esfinge, alguna tarasca, si me opusiese por más tiempo y con tanto ahínco al beso de esa criatura, de ese niño, que juzgo ha de ser blanco y rubio como las candelas; venga al punto, y llevará el beso más cordial que dio madre primeriza, y pague mi contrario los cien reales.

_¡Viva mi barrio, viva mi barrio! (pregonó el consabido.) ¡Victoria por Juancho, y cúmplase la penitencia!

Esto diciendo, salta del pulpitillo gallardamente, desembózase para sacar el niño, y muestra, ¡oh longanísimo y robustísimo San Cristóbal!, muestra, repito, la fruta, el vegetal más descompasado que nunca produjeron los hortelanos. El sentenciado caballero echó ojos a lo que él esperó besar como pastorcito muy pulido, y mirándolo le pareció ver, con las candelillas que le saltaban entonces en la vista, que era el gigante de los rábanos que se le acercaba como cañón en batería; luego se figuró ver alguna zanahoria patagónica; después creyó mirar un calabacín de a treinta y seis; pero al fin, restregándose los ojos, y ya con la serenidad de la desesperación, reparó que el niño donde había de poner sus labios era un cohombro colosal, amarillo y chifón, que se guardaba para aquel doloroso trance. El penitenciado se disponía a imprimir su ósculo con la humildad debida, cuando la Reina Bailadora notó que por preeminencia de su dignidad a ella le tocaba (que a otro no) el administrar la justicia. Todos convinieron en ello, y pusieron en su falda el vegetal tremendo; y el antes triunfante y ahora rendido paladín, puesta la rodilla en tierra, dio su beso, y se disponía a irse y tomar vuelo, cuando la desapiadada ejecutora le mandó que descapotara al niño.

La gresca y la risa irónica ensordecía, y todos agrupaban las cabezas para contemplar más de cerca tan risible caso, cuando el burlado preguntó humildemente qué cosa era descapotar.

_Nada, hermano (replicó la Reina) abra la boca y muerda, del tal modo que escogiere, la coronilla de esta sabrosa fruta; bueno es que abra la boca quien tanto cierra la bolsa.

A esto asestaba el amarillento cohombro contra la tronera del triste arrodillado, quien al fin, sumiso, entreabrió los labios con el primor posible, y como dama golosa, para cumplir su encargo sin descomponer la figura. Pero la maligna Bailadora, que ya esperaba este melindre, no bien apuntó y vio en jurisdicción extraña el comienzo, cabo o rabo de la fruta, cuando haciendo hincapié lo embazó todo entero por la boca de aquel desventurado, quien se quedó con huésped tal en ella, ni más ni menos que como uno de los figurones de berroqueña, que por ancho canuto vomitan agua en las grotescas fuentes de Aranjuez o la Granja. Vengada la vanidad de la zagala, y satisfecho su engañado orgullo, se levantó el de la triste figura acompañado de la chifla general y de los silbidos más armoniosos y compasados que nunca oyó un teatro musical, silbidos y chiflas que aumentaron cuando, al volver la espalda, le miraron lleno de harapos, alárgalos y ahí me lo llevas con que le habían adornado durante su última y dolorosa estación las otras mozuelas del baile.

Cerrada la fiesta, amigas mías, se averiguó que el señor tan malparado era un estranjis, y ya veis que en esto de gentileza con damas, bueno es que el nombre español quede bien sentado. Entre tanto, perdonadme de que en mi plática os llame mis queridas, mis dijes, y otros motes de este jaez, pues tan dulce confianza, ni daña al respeto ni a la fina galantería. Por otra parte, mis copiosos años pueden permitirme libertad tan inocente, y si en esta o en aquella ocasión os pudiera hablar a solas y al oído, ¡cuántas lindezas no escucharais más entretenidas que no la Rifa andaluza!

La Celestina

ELICIA._ ¡Ay, hermana mía! que mi madre Celestina parece. ¡Ay! ¡válame la Virgen María! ¡Ay! ¡no sea alguna fantasma que nos quiere matar!

CELESTINA._ ¡Ay, bobas! y no hayáis miedo, que yo soy: las mis hijas y los mis amores, venidme a abrazar, y dad gracias a Dios que acá tornar me dejó.

AREUSA._ ¡Ay, tía, señora! Espantadas nos tienes en ver cuanto dices, sino que vienes más vieja y más cana...

CELESTINA._ Sabed, hijos míos, que no vengo a descubrir los secretos de allá, sino a enmendar la vida de por acá, para con las obras dar el ejemplo, con aviso de lo que allá pasa, pues la misericordia fue de volverme al siglo a hacer penitencia.


(Segunda comedia de Celestina. Escena IX)

 

Allá cerca de los muros,

 

 

 

casi en cabo de la villa,

 

 

 

cosas haz de maravilla

 

 

 

una vieja con conjuros,

 

 

 

porque tengamos seguros

 

 

 

los placeres cada el día:

 

 

 

llámase Mari_García;

 

 

 

hace encantamentos duros.

 

 

 

 

Una casa pobre tiene;

 

 

 

vende huevos en cestilla;

 

 

 

no hay quien tenga amor en villa

 

 

 

que luego a ella no viene;

 

 

 

hagamos que nos ordene,

 

 

 

pues que sabe tantas tramas,

 

 

 

para que de nuestras famas

 

 

 

que nunca nada se suene.

 

 

 

 

Está en Misa y procesiones;

 

 

 

nunca las pierde contino;

 

 

 

misas d'alba; yo imagino

 

 

 

jamás pierda los sermones;

 

 

 

son las más sus devociones

 

 

 

vísperas, nonas, completas;

 

 

 

sabe cosas muy secretas

 

 

 

para mudar corazones.

 

 

 

 

Trae estambre de unas casas;

 

 

 

dalo a otras a hilar,

 

 

 

y con achaque de entrar,

 

 

 

ir preparando las masas:

 

 

 

finge que anda a vender pasas

 

 

 

a las dueñas y doncellas,

 

 

 

por tener parte con ellas

 

 

 

con su rostro como brasas.

 

 

 

(Coplas de las Comadres, por RODRIGO DE REINOSA)

 

 


 

S

i Feliciano de Silva, para llevar a buen cabo los amores del caballero Filides y de la hermosa Poliandra, supo resucitar y tornar al mundo, con más caudal de astucias, con mayor raudal de razones dulces, y con número más crecido de trazas y de ardides, a la famosa Celestina, para asediar más estrechamente la honestidad y el recogimiento, embebecer y enlabiar la crédula hermosura, y para enredar entre los lazos del amor liviano y desenvuelto la inocencia y la virginidad, antemuradas y defendidas con el rigor de los padres y hermanos y la vigilancia de las dueñas y madres, no semejará por cierto extraño que al cabo los años mil vuelva a dar muestras de sus tocas y de su siniestra persona, la primera y más famosa, comienzo, fin y epílogo de las andantes y tratantes en tercerías y tratos y enredos de amor. Y no diremos, pues, que Celestina ha resucitado, sino que Celestina nunca murió, y que siglo en siglo, de edad en edad, de generación en generación, la vemos prolongar su endiablada vida, renovando sus trazas, y dándoles otros y mejores aliños, al son y compás que las costumbres y usos se renuevan.

Con efecto: si recordamos todas aquellas aventuras, y el continente y talante de aquellos personajes, que con su apacible estilo nos pone ante los ojos después de tanto tiempo la inmortal tragicomedia de Calixto y Melibea, no podremos menos de conferir las unas y cotejar las otras con los sucesos por donde uno ha pasado, y con muchas de las personas que en ellos intervinieron, sacando en claro una semejanza admirable, ya que no sea una identidad justa y como de molde. Y no es más, sino que tal semejanza está inherente al propio ser y naturaleza de las cosas; porque si los juegos nocivos del amor siempre han de mortificar y consumir el pecho de los mancebos, y más de los que divierten la vida en recreaciones y entretenimientos de la vanidad ociosa, y esta enfermedad, como de germen intenso y semilla poderosa, ha de querer contaminar e inficionar a la causa y principio de ella; no hay más que para llegar a tan malvado y punible fin ha de valerse de los mismos medios por donde siempre se comunicó y llegó a inocular su fatal ponzoña: es decir, a emplear y hacer ministros de sus furores y liviana intención a las viejas interesadas, a los aviesos sirvientes y a las criadas más continuas y familiares de las principales damas y doncellas. Y de tan feas cataduras como llevan y parecen estos instrumentos de la liviandad y del desordenado amor, ninguna presenta bulto más siniestro ni rasgos más elocuentemente malvados como la vejez femenil, que, apoyando su máquina cascada y su magra y repugnante persona en un bordón encorvado para no caer en la fosa de la sepultura a cada paso, toma placer incalificable y recóndita y maldita voluptuosidad, en dar al traste con la entereza de las vírgenes, y en descalabrar las honras y la fama de las doncellas.

Sólo en la especie humana es donde se encuentra ese tipo de maldad y de reprobación. Ni en las aves que pueblan los aires, ni en las alimañas que corren por el suelo, ni aun entre los reptiles que se arrastran entre el lodo y el cieno de las infectas lagunas y esteros, se hallará hembra alguna, entre tantas y tan diversas especies, que tome a su cargo el amaestramiento y enseñanza que en la familia humana desempeña tan gustosa cuanto espontáneamente la Celestina. Y es la causa, que como la inteligencia de los animales tiene un límite y un vallado estrecho impuesto y levantado por la misma naturaleza, también han de ser de reducido alcance y de términos conocidos los instintos de su perversidad; pero como la razón humana, al contrario, abarca esos ámbitos inmensos por donde vuela y campea según sus propias inspiraciones, si éstas, por móviles que no son del caso explicar, llegan a contaminarse con los hálitos del mal, son también inconmensurables y no sujetos a dimensión ni cálculo los grados de reprobación y maldad que llena y puede alcanzar.

La mujer desenvuelta que en sus primeros años cumplió el oficio vil que sólo puede ser vencido en vileza por el empleo diabólico que ha de ejercer después; que borrando en su ánimo todas las nociones de lo bello y de lo noble, no obedece ya otras leyes que las impresiones más groseras y feroces; que, familiarizada, en fin, con todos los vicios y con todo el cinismo de la gente más perdida y baladí, de los galeotes, de los rufianes y demás fruta de cuelga que se cría y amamanta en las galeras y cárceles, es de derecho y por juro de heredad la llamada empeñar en su vejez el papel de Celestina, si antes la muerte no ha venido a sorprenderla, o con los horrores de enfermedades espantosas, o con la catástrofe del puñal o del cordel, que son las arras y dotes que de sus desastrosos y desventurados amantes suelen alcanzar y poseer.

Mas para que la Celestina produzca la fascinación que en sus operaciones y oficios ha menester para que ejerza ese imperio en la imaginación de los dolientes y rendidos de amor que a ella acudan pidiendo antídoto y consuelo, y para que su autoridad por una parte, y sus suaves razones por otra, logren abrirse las puertas de las clausuras, disipar las sospechas de los guardianes, porteros, madres y tías, y ablandar la condición dura y zahareña de las solitarias viudas, de las apartadas esposas y de las recogidas doncellas, se necesita que en el pueblo o ciudad en donde haya teatro de sus artes y hazañas, nadie sepa de dónde vino; nadie pueda fijar fecha a su bautismo; todos duden si es santa o si es hechicera; cuenten muchas historias fabulosas de ella; diga aquél que una noche la vio cabalgando en una escoba escuadronada entre diez zánganos y cien brujas; refiera otro, por el contrario, que en la ermita del monte la encontró orando en arrobamiento divino a cuatro palmos del suelo, y sirviéndole de peldaño y escabel un celaje de gloria y ambrosía, y todos, al encontrarla, salúdenla cortésmente si es de día, y prueben un sentimiento indefinible de curiosidad y de horror si de noche la encuentran vagando temerosamente por las calles solitarias, por los atrios de las iglesias y en las afueras del pueblo, al rayo de la luna, por entre alamedas o cementerios.

Establecida de tal manera la opinión y fama de nuestra heroína insigne, es estar ya la miel en su punto, y presto el telar para la labor y menester. El tener en el magín los nombres y condiciones de las damas y caballeros principales de la villa; el conocer cuáles son sus hábitos y flaquezas; el saberles sus aficiones presentes y las inclinaciones de antaño; el no ignorar las historias y aventuras de sus peregrinaciones y mocedades, son aditamentos, noticias y armas auxiliares que no deben faltar nunca de la memoria de Celestina, para sacar fruto cumplido de sus trazas y poder llevar a buen cabo sus empresas. La compostura en el rostro y en los ademanes, la humildad en las tocas y sayas, y sobre todo un hablar dulce y compasado, ora amoroso y roncero, ora sentencioso y plagado de refranes y adagios, pusieran el sello de perfección al tipo universal que retratamos, si no se nos quedara en el tintero la parte mecánica y manual de que debe ser diestra operaria y consumada maestra. Hablamos de los afeites, de los untos, de las lejías y de las hierbas que ha de saber confeccionar, y de las poderosas artes, de las suertes y conjuros que ha de echar y de la habilidad estupenda en que ha de ser sola, para retrotraer a virgen la que fue mártir diez veces. Con la baraja en la mano, ha de averiguar la vida pasada de cualquiera, los azares y sucesos que le han de sobrevenir y los toques y encuentros en que al presente se halla; trabajando tales suertes la astuta vieja, bien por la manera del culebrón, o bien por el poder de Cruz de Malta. Por el cedazo ha de encontrar y hacer hallazgo de toda prenda que se ha hecho perdidiza entre sus vecinas y comadres, y sendas nóminas y oraciones debe tener en la memoria para los aojamientos, madrejón, mal caduco y otros accidentes y dolencias. En su compañía no ha de ser ni hospedar más que esta o aquella sobrina que por el parentesco, no han de comunicarse sino con el tierno cuanto mentido remoquete de lami madre, la mi hija. En fin, la casa ha de ubicar paraje apartado y colindante con los campos y ejidos, y no lejos de las torres y campanarios en donde se dejan sentir, a deshoras de la noche, el reñir de las espadas, y los acentos tristes y siniestros del búho y del cárabo.

Supongamos, pues, que a tal nido y con huésped tan endiablado dentro, cuanto nos imaginemos a Celestina, dirige sus pasos allá algún mancebo enamorado, de ánimo levantado, de riquezas muchas, de airosa persona y agraciado gesto, y para quien cada capricho y fantasía es una ley irrevocable y deuda que trae aparejada pronta e inmediata ejecución, sin haber alegatos ni fórmulas que la puedan evitar, entorpecer ni aplacar, aunque quieran hacerlos valer todos los abogados de la Chancillería y los más fervorosos predicadores de todas las Órdenes mendicantes. Finjamos, pues, que llega a la boca del infierno, queremos decir a la puerta de la caverna, en donde reside y tiene asiento el hórrido serpentón de que hacemos estudio y anatomía. Suenan los golpes repetidos en la puerta, y dice el mancebo:

_Maldición a la vieja. Mucho le dura la audiencia con su amo y señor, el que se viste de encarnado y negro, y muy embebecida debe estar con la infernal visión, pues de otro modo la sacaran de su éxtasis los redoblados truenos, que no golpes, con que le bataneo la puerta. Mas apelemos a otro medio. Dejémonos el guijarro y los golpes, y hagámosle oír y escuchar el sonido de los reales de a ocho y escudos que en esta bolsa se encuban y disfrazan, que si a su mágico estruendo no despierta y abre la trampa de esta cueva la malvada vieja, cierto es y de no dudar, que ya bajó a servir de ascua y tizón a la caldera de Pero Botero, en donde, con boca de sierpe, morderá los dientes de las ruedas que atormenten, martiricen y dilaceren los miembros malditos de su cuerpo. Sonó el dinero, y ya creo escuchar algo de fragor por de dentro.

CELESTINA._ Al punto voy, quien quiera que sea; allá voy; bajo al punto: ¡qué sueño el mío! Vieja, pobre y sola, sueño de modorra. Entrad, entrad, señor gentilhombre, que la noche es húmeda, y las siete cabrillas ya parescieron, y corre un relente que asaz embaraza y entorpece los miembros. Y creí haber escuchado algo del argén que caía. Dejádmelo buscar, señor, ante el lindar de la puerta. Buenas almas sin duda que habrán querido socorrer a la pobre viuda.

MANCEBO._ Cierra la puerta, maldita, que apacible está la noche para recibir el vaho de noviembre con sus nieves y ventisqueros, y más, hombre que como a mí me has tenido hincado en el lodo de la rúa como astil de almotacén, y ya sabes tú, brujidiabla, que el dinero no cae ni bulle por los tejados y ventanas como el granizo que nos azota, sino que se encuentra sólo en las ahúchas y escondrijos tuyos y de tus iguales, o en los bolsillos de los caballeros. Helas, helas aquí esas gallardas piezas de plata y oro, que son para ti, si tus servicios me son en ayuda y tan presto como mi voluntad requiere.

CELESTINA._ Líbreme Dios de alboroto de pueblo y de ira de señor, y Dios me guarde de lanza de moro izquierdo y de mano de hidalgo de buen talle, y cornudo y apaleado y hacerlo bailar, y como dijo el otro, si os acuden con la vaquilla llegad heis con la soguilla, y blancas manos no ofenden, y de vos no se diga que sois como la zarza que da su fruto espinando, y antes cuéntese de vos, que si abrió la boca, la bolsa no la cerró; y hablad, señor, que, aunque humilde y pecadora, todavía tengo para mis bienhechores muchas romerías que dedicarles y grandes devociones orales y mentales para aplicación suya y de sus pecados, pues...

MANCEBO._ Calla, traidora, y no me mientas ni finjas. Si tengo paciencia para sufrir ante mis ojos tu maldita catadura, ¿no he de tener valor para sufrir en todo su desnudo la fealdad de tu alma? Aparte que no quiero ni pretendo por ahora cosa de mayor marca, pues ni pienso en robar esposa, ni otorgada a hidalgo alguno de las cercanías, ni menos el escalar convento ni monasterio en busca de amores místicos. Quiero sólo hablar inocentemente con Teodora, la hermosa hija de Jacinto el labrador, que pronto va a casar con Antón el estudiante.

CELESTINA._ ¿Y qué queréis decir a esa paloma sin hiel? Arrullos, sin duda, que ella aprenderá para repetírselos a su prometido después, celando empero el nombre del primer maestro. ¡Ah! ¡ah! ¡ah! Es muy picante en verdad el pensamiento de endonarle a un estudiante ladino, y con sus bártulos y baldos en la mollera, una esposa ya bien enseñada y amaestrada; esto me indujera a servir a otro cualquier garzón de ingenio vivo y de donaires, cuanto más a caballero que tan de antiguo obligada me tiene con sus graciosas palabras y dádivas ricas. Y no tardaré en visitar a Teodora y en volvérosla flexible como un guante de ámbar, y azucarada como manjar de alcorza. ¡La otorgada de Antón! El sabihondo estudiante, el que con sus cálculos y astrolabios pretende defraudar la veracidad a mis pronósticos y buenaventuras, y que sus almanaques y horóscopos tengan más autoridad que mis profecías y conjuros. Alla veremos si su astrología le advierte la flor que le preparo, y si el horóscopo que ha de levantar sin duda la noche de sus bodas le avisa del anzuelo que va a tragarse y de la obra que va a desbaratar, toda forjada y edificada por las artes, cuidado y traza de su amiga Celestina. ¡Hi!, ¡hi!, ¡hi! Qué burla tan extremada, y más cuando nos juntemos en corro a recordarla y reírla los tres personajes de la escena, la Teodora, este su enamorado, y yo, la desventurada vieja, que de tales regocijos sólo puedo haber noticias apartadas, y de que ningún útil ni provecho para este cuerpo ya desierto y deshabitado para las glorias del amor...

Y la infernal meguera, dejando desvanecido entre sus imaginaciones licenciosas al desacordado mancebo, se lanza como saeta envenenada a dar en el blanco de su perverso intento.

Y si estos o muy semejantes son los introitos de tales aventuras, y en la que ofrecemos por ejemplar hemos visto los pensamientos que animan a Celestina, los móviles que la deciden y los resortes que la disparan, conviene verla cual milano que cierne el vuelo sobre su inofensiva presa, cual ronda ella también a su presunta víctima, cual la fascina, cual la convence y conviene, y cual, primero con aliento suave, va prendiendo en el pecho de la doncella las primeras llamas del amor, hasta que, viéndolas alzarse con ahínco y cresta encendidas, las atiza y aviva con soplo desesperado y rabioso, hasta convertir en pavesas todos los obstáculos que el recogimiento y la honestidad pudieran oponer a tanto furor, y la conduce paciente y embebecida a la última perdición.

¿Y quién no ha de sentirse aguijado de curiosidad viva por oír a la embajadora de la maldad, cuando, puesta en escena, se sabe abrir las puertas de los altos palacios, adormecer la vigilancia de los Argos que custodian la honestidad, y acercándose a la hermosura depositaria de tanta virtud y excelencia, primero la hinche con vanagloria y soberbia encareciendo sus perfecciones, después le despierta la compasión por los fingidos tormentos del galán enamorado, luego la escandece y concita maligna y diestramente su rivalidad y femenil orgullo, hablándole de la afición que otras doncellas sus amigas o parientas abrigan por el embaidor temerario, cuya causa desordenada y licenciosa amadrina y procura; y al fin, cuando observa todas aquellas maquinaciones y trazas a punto, en día cierto y a plazo dado, hace hundir en el oprobio y vilipendio todo aquel sagrado, hasta allí violable, de altivez, de nobleza, de belleza y de virginidad? Hela aquí a la infernal arpía en su obra de iniquidad, y empleando embelecos de mayor y más subida traza, como que van encaminados a empresa en donde con el riesgo que se corre se pide habilidad grande, secreto mucho y ánimo muy sereno. Camina a hacer su presa en la honestidad de unas grandes señoras, y dice:

CELESTINA._ Allí se parescen y encuentran lo palacios encumbrados en donde he de conquistar ese vellocino que tanto valor tiene para este necio del garzón enamorado, pero gallardo y dadivoso a fe. Mas las puertas me las tienen tomadas aquellos dos sayones de criados, que acaso querrán oponerse a mi pacífica entrada.

UN PORTERO._ ¿Es aquella la mala mujer de quien tantas hechicerías se cuentan?

OTRO PORTERO._ ¡Cómo mala mujer! Esa es la honra de la villa. Después de vísperas la encuentro todas las tardes encendiendo candelas en los cementerios.

OTRO PORTERO._ Es que va a ejecutar sus horribles misterios rebuscando dientes por la boca de los últimamente ajusticiados, y... mas ya llega.

CELESTINA._ Sé de lo que tratabais entre vosotros. Mas la caduca vejez cierto nunca alcanzó loores; y de mozos y de rufianes jamás le vino sino males; y en verdad que por eso os huyo tanto a vosotros y a vuestros iguales. Y si hoy toco por vuestros umbrales, fuérzame la voluntad, el mandato de vuestra señora, que al darme algo de limosna el día de la Epifanía, por mano de su bellísima hija, en la capilla, me encargó con mucho encarecimiento ciertos recaudos, de que la traigo buena cuenta. Y tú, Sigeril (a un portero), no te andes a deshoras de la noche dando músicas por la calle de San Román a la sobrina de Silveria, que los que mal te quieren arman celada contra tu vida. Y tú, Pobeda (dirigiéndose al otro), ten más recaudo en las sisas que haces en la despensa y en las sangrías que cometes en la bodega, que ya el mayordomo tiene ojos fijos en ti, y sus ventores y sabuesos, gente de tu propia ralea y catadura, están ya a tu alcance, y mía fe si muy pronto no te desenzarcen y salteen con gran placer de Doroteo, que avizora tu plaza y ración, y ansía por ser tu sucesor y heredero...

LOS DOS PORTEROS._ Entrad, madre, entrad... Al diablo con la vieja, y qué punto por punto nos sabe la vida, y qué noticias tan cabales tiene para escribir nuestras crónicas.

Y la Celestina, que ya dentro de aquel alcázar de la virtud y de la inocencia se considera, prueba el mismo gozo que la garduña cuando a duras penas y trazas se ve y mira poseyendo y dominando un vivar de cándidas palomas; y encontrando en la próxima estancia a la matrona noble, que como águila poderosa resguarda y custodia con sus alas el fruto de sus amores de las asechanzas de la sierpe, se arroja a sus pies y la dice:

_¡Ah, señora! báculo de la vejez, apoyo de la orfandad, amparo de los desvalidos y antemural y defensa de las doncellas, ¿cómo atreverme a ofrecer ante tus ojos persona de achaques tantos como la mía, y vestiduras tan humildes como las que traigo, si tu benignidad de un lado y el traerte ocasión de emplear santamente los raudales de tu liberalidad cristiana no me dieran valor para salvar los umbrales de tu casa, y para llegar hasta donde puedan mis labios besar la tierra que tus pies tocan? He aquí, señora (sacando un curioso canastillo de bajo sus faldas); he aquí, en matizadas madejas de rico estambre, el arco iris de todos los colores más vivos, y el delgado viento hilado, y puesto a punto de ser tejido en telas finísimas y trasparentes. Obra es toda ella de dos recogidas y hermosas doncellas, que combaten la liviandad y la seducción con el fruto de su rara habilidad y la tarea de sus manos. Y conociendo yo el peligro en que su estrechez ahora las arriesga, y contemplando también la astucia y deshonesta codicia de sus enamorados, que como lobos hambrientos las rodean y acechan para traerlas al trance vil de la deshonra, he querido anteponer y atravesar mis buenos oficios para desviar tamaño mal, y recogiendo de entre su labor y tarea estas ricas muestras de su curiosa habilidad, os las traigo para que, adquiriéndolas, amparéis aquellas pobres hermosuras, y se logre con el fruto riquísimo de tanto esmero la sin par beldad de vuestra hermosísima hija.

Y en verdad que estas palabras y sentidas razones hallaran acogida y buen recibimiento del corazón más desabrido, cuanto más de una principal señora tan amorosa y compasiva. Y divertidos sus ojos y embebecida su atención con el dibujo y variedad de los colores, o con el artificio y extrañeza de cualquiera presente que le ofreciera aquella mensajera de la deshonestidad, o más bien queriendo hacer partícipe de su maravilla y gusto a la hija de sus entrañas, que por otras estancias más recónditas vagara distraída, o recreándose entre las flores de los vergeles y jardines, ¿quién duda que diligentemente la hiciera llamar, poniendo así inadvertidamente la simple avecilla a tiro del veneno de la maligna sierpe? Y ya las cosas en tal estado, ¡cuán fácil no debe serle a ella el comenzar su obra de perversidad, y producir el efecto que se propuso, fin, blanco y objeto a donde han ido enderezadas todas sus trazas y arterías.

_¡Oh ángel en la hermosura! (diría); ¡oh cielo estrellado en todas horas! ¡oh sol siempre suave y sereno! ¡oh beldad sobrehumana! ¡oh mujer celestial ante quien son lodo y barro todas las bellezas del mundo! ¡oh flor, en fin, a cuyo lado se mustian y marchitan cuantas otras flores y rosas se mecen y ufanan con su necia hermosura en los demás alcázares de la villa y por los otros ámbitos de esta espaciosa provincia! Y ni el ébano es más negro que estas crenchas que bajan con más copia y riqueza, que estos rizos que casi quieren besar el suelo, sin reparar los necios que antes han pasado por tal garganta y por tal luciente espalda, de donde nunca debieran desenredarse amorosamente. Y dejadme, bellísima doncella, ya que la importunidad de estas criadas distraídas es ahora menos asidua, que me llegue más de cerca a contemplar tanta belleza, que la hermosura, sin ser vista y admirada, loada y apetecida, fuera lo propio que dejar siempre en noche oscura las perfecciones que Dios derramó por la naturaleza. Mas ¡oh, qué talle delgadísimo, tomado con tal aire y gentileza, y que descendiendo con perfiles de agradable y voluptuoso incremento hasta llegar a su asiento gracioso y lleno de donaire, conmueve al arrobamiento y a la adoración! ¡Y qué pies tan imposibles por breves, y tan breves por su donosa figura y planta para sostener templo tan arrogante de hermosura, y, sin embargo, lo sostienen con señorío tal, que no parece sino que cuando huellan el suelo son emperadores de la tierra! Y no quiero relatar con mi lengua lo que esos nexos de mórbida encarnación me revelan de inefable belleza y de angelical estructura, hasta enlazar miembros tan perfectos con el sagrario divino, y con el ser todo de tanta belleza; porque si su visión matara de placer a la mitad del mundo, la relación de tantos misterios matara de envidia a la otra mitad!

Si tales o semejantes razones no hayan de despertar ideas inusitadas en el pecho de mujer que se encuentra en la aurora de su vida y que percibe vagamente el placer de amar y ser amada, y la satisfacción dulce de oírse celebrada y encarecida, son cosas que pueden dejarse a la consideración de la menos entendida. Y de aquí a deslindar y tocar los primeros propósitos de amor y a presentar, como visión entre celajes, la imagen de algún noble caballero, cuyo nombre sea bien familiar y conocido por su gentileza y gallardía, ya no hay más que un paso, porque tales cosas se tocan como eslabones de cadena eléctrica, y como ésta rápidamente comunica, comunican sus ideas e impresiones. Por lo mismo, no hay miedo que defraude con su pereza la Celestina la buena ocasión que su diligencia supo procurarse.

_Y no fue ciego, no, sino lince y muy lince (proseguiría la vieja), el garzón gentil que os alcanzó a mirar no ha mucho una de estas mañanas cogiendo lirios y rosas en el jardín, pues hasta las mínimas y ápices más remotos de tanta hermosura me las supo referir punto por punto el otro día que vino a encargarme algunas de las limosnas que él compasivamente distribuye todos los viernes, siendo yo el indigno instrumento que escoge para hacerlas llegar a los necesitados y cercados de pobreza. Y no sé cómo no le conozcáis, pues es el caballero justamente que tanta gloria y prez ganó en el último torneo, y que después con tanta gala y bizarría rindió dos toros con sus rejoncillos y espada, llevándose el aplauso de la fiesta, concitando la envidia de los caballeros y cautivando la voluntad de las damas. Pero de éstas no hay ninguna que fijar pueda caballero tan cortesano y que a prendas tan cumplidas añada tanta riqueza y tales mayorazgos, sino es que la celebrada Ramira vuestra prima, y que locamente presume contender con vos la palma de la hermosura, logra alguna correspondencia y hace venturoso señuelo de su amor, del listón verde bordado con su mano que le dejó caer al caballero cuando desalojaba la plaza...

Desde este punto avanzado, y ya en el interior recinto de la fortaleza, el éxito y final de la aventura ya se deja adivinar, y cualquier cronista podrá poner fin a la historia, sin que nosotros tomemos a nuestro cargo relación tan lastimosa.

Pero allí en donde la Celestina demuestra su condición verdadera y donde le bulle y salta el gozo infernal que le procura ver la triste condición a que ha reducido sus víctimas, es cuando alguna de éstas, recobrada de su sorpresa, burlada acaso en las esperanzas que había concebido de mirarse colmada de preces y de dádivas, y despechada al contemplarse humillada sin poder salvar del naufragio en que ella misma ha puesto su honra, se presenta rabiosa, en cabello, mesado el rostro, cárdeno con los golpes con que ella misma lo ha castigado, los ojos encendidos, el llanto convertido en globos de fuego, la vista traspuesta, y torciéndose las manos, se presenta, digo, a grito herido y con sollozos lastimeros delante de la infernal y regocijada vieja, que la recibe con extremos de amor y con palabras de miel que encubren, como ponzoña en flores, la ironía más amarga, así como el placer más diabólico.

_Por amor de mi vida (la dice), que no me llores de tan amarga manera. Mal sientan las lágrimas en las bodas, y bodas tan dulces y regocijadas cual las tuyas lo han sido, que aún todavía recuerdo ayer noche (pues tú me dejaste ver por el horado que para tales casos dejo en la puerta del teatro de tales bodas), todavía recuerdo, loquilla, que andabas colgada de la mano de tu enamorado, para que volviese a halagar los aladares de tus cabellos, que por ser tan rizos y copiosos tienes gran vanidad y soberbia en ellos. Bien lo provocabas a nuevas obras, sin darte por vencida en tan agradable lucha, y tus ayes y lastimerías de muy diverso son eran, y por distinto tono se dejaban sentir que las presentes. Sin duda él, desvanecido con su triunfo, no te habrá cumplido la promesa de te volver a ver hoy; pero déjalo llegar, bobilla, que antes ha de tornar a ti, que no tú al estado que ayer tenías; que yo por mis artes sé y bien alcanzo, que pájara quincena es mejor reclamo que canto de sirena, y los gustos del agraz, gustos son para apurar, y lo que bien supo cuando empezó, nunca, luego ni presto se dejó; con que así, ovejuela mía, paloma sin hiel, toma huelgo y solaz aquí al par mío y al orete del fuego, y oyendo mis buenos preceptos y enseñanzas atiende a tu enamorado, que no tardará en parecer; que gato caminero presto halla al mur en el agujero; y en tanto asienta bien las crenchas de ese pelo, que por ser tan luengo casi te lo atropellas, mete orden en esas tocas, refresca el rostro con agua de la fuente, y toma un continente señoril y reposado para sobresaltar la atención y saltear la voluntad de aquel a quien aguardas, que cierto al verte con tal sosiego y tan lejos de las locuras y graciosidades picantes de la noche, muy luego se le ha de regocijar la sangre en las venas, y muy mucho se le han de despertar mil gustosas imaginaciones; pues a pernil y más pernil, múdale la salsa y te sabrá a perdiz; y en tal extrañeza y en hacer la acometida por donde no hay gola ni coracina, es como se vence y sojuzga ese capricho voluble de los hombres. Aprende, aprende, la mi hija, que doctrina y ejemplos te lloveré sobre tu cabeza como si fuesen arena; y si de poco acá comenzaste a saber y deprender, bueno es que pronto tomes borlas, si no de Salamanca o de Alcalá, al menos de las que en Sevilla, Valencia, Granada y Madrid ponen las Garduñas, las Floras, las Elisas y otras doctoras, mis hermanas y mis iguales.

La desconsolada moza, que entre tal oleaje de palabras y malas razones, y por en medio de tanta burla y crueldad, no acierta ni a dar significado a las frases, ni a descubrir en dónde está el sarcasmo o la verdad, la flecha envenenada de la burla o el bálsamo consolador de la esperanza; incierta en lo que ha de decir, conociendo su humillación, pero dudando de hallar tanta infamia en mujer, se deja caer sobre el asiento más inmediato, y prorrumpiendo en frenético llanto, exclama:

¡He perdido mi honra! ¡me han engañado vilmente!...

Y no haya miedo que la heroína de la falda y tocas se alborote ni ponga en pena al contemplar arranques tan dolorosos, ni lamentos tan hondos y de tanta verdad. Anudando el interrumpido hilo de su tarabilla de Luzbel, así prosigue:

¡Tu honra, tu honra! Pues contigo la tienes, boba; ¿para qué mal guiso la pudo querer y arrebatártela aquel gentil caballero? Él no hizo más que encerrártela más aína y ponerla más en custodia, llevándola más adentro, como tesoro sin precio, en donde la poseerás para siempre, y cada y cuando tú quieras valerte de ella, como de finca libre y horra que te corresponde en franco y alodial dominio. Y yo así se lo encarecí y encargué aquel tu enamorado, y no es él, hombre para faltar un tilde ni en el negro de la uña a lo que yo con tantas veras le encomendé; que si, como tal, le advertí contigo, hija mía, le encargara un colegio de doncellas o huérfanas tempranas, la misma exactitud, pulso y circunspección tuviera para devolvérmelas sanas y salvas, como si depositadas estuvieran en el camarín de una matrona romana. Pero si por arte de la vengativa Venus, que con sangre quiere y pretende amatar siempre los fuegos en que arden los pechos de los finos amadores, otra cosa ha sido, no hayas duelo que tu honra peligre. Acaso aquel descreído de tu amante, olvidadizo de mis buenos documentos y amonestaciones, feroz en hechos y poderoso en obras, haya pasado por tu cuerpo garrido con menos miramiento que lo que a tu tierna edad y miembros delicados convenía: y por cierto que tal demasía mucho es de castigar; y en cuanto tenga y celebre asamblea el tribunal de mis iguales, darele cuenta y harele relato de todo lo ocurrido, para que el delincuente pague la pena del desprez y omecillo; y, en esto, hija mía, puedes fiarte como en caución firmada y signada por escribano real de estos reinos y señoríos. Y a pesar de tal tragedia (si ha sucedido), alza tu espíritu como el vuelo del gerifalte, y ríete y solázate, que yo, madre y protectora de todas las doncellas estropeadas y vírgenes secundum quid, no he de querer dejarte sin remedio en tu desolación, ni he de mirarte abandonada, como en el Robledal de Cortes las hijas del Cid castellano. Pues ¿para qué tengo y poseo el mejor recetario que desde Quinto Sorano, médico en los amores de Cleopatra, hasta el día ha podido reunirse, sino para corregir, enmendar, restaurar y reedificar todo lo que derribar y destruir pueden desaciertos como los vuestros? Además, que, aparte de este libro, en mi memoria guardo y conservo otros miles de secretos y maravillosos artificios, que te parecerán y pararán tan entera como el día que naciste. Y ensancha el ánimo, y alégrensete las pajarillas, que si tu mal ángel y las asechanzas de Venus te trajesen a estropezar de nuevo, pues has principiado un camino que aína mete codicia para trillarlo mucho, no faltarán otros remedios para traer al cabo y fin las cosas a su prístino y original estado. Tenme tú algo de paciencia y denme del sirgo delgado de Valencia y agujas de San Germán, que yo haré nulas y de ninguna recordación ni vestigio, no ya las obras de ese catarriberas y pisaverde tu enamorado, sino los mismos hechos del moro membrudo, que, según graves historiadores, galanteó a Doña María de Azagra10. Ahora, si es que ese tu enamorado te ha hecho agravio de mayor cuantía, propasándose a vituperios de otra especie, y no guardándote los fueros que a mujer principal se deben, y muy más en días regocijados de bodas, déjalo por cuenta mía y al brazo secular de otro caballero, a quien lo defiero y encomiendo, muy tu aficionado, que no arde sino en deseos de hacérsete acepto y agradable, y que sabrá tomar venganza del tu agraviador, aunque fuera a ocultarse en una cueva oscura de Sierra Morena por siete años. Y para que lo veas cuán galán y garrido es ese tu vengador que mucho amor te ha buscado, helo aquí, que te lo tenía guardado en ese camarín inmediato.

Y levantándose de su sitial la ganzúa infernal de las honras, sin cuidarse de la admiración y espanto de su víctima, que ignora lo que le pasa y no alcanza el nuevo trance a donde ha venido, abriendo la falleba de otro aposento, y dando entrada a otro galán, en cuyos brazos se arroja y entrelaza la que se deshace en llanto, se salva por otra puerta, riéndose y mofándose infernalmente de las escenas que ha provocado y la catástrofe que sus trazas han llevado a efecto.

Innumerables fueran los cuadros que de sucesos tan trágicos y lastimosos pudieran sacarse a luz, para escarmiento de los unos y aviso saludable de los otros. Y no nos hemos detenido más en ellos casi por creerlos, si no de entera superfluidad, al menos de un lujo innecesario e inoportuno, porque felizmente, en los tiempos que alcanzamos, las costumbres han adelantado lo bastante para que la Celestina se considere como un peón que sobra y como pieza que no tiene aplicación. Las negociaciones de amor suelen hacerse ahora directamente y sin necesidad de mandato o procuraduría. Denos Dios larga vida para ver hasta dónde en este ramo podemos llegar progresando.

 

Toros y ejercicios de la jineta

E lo tal fecho, el señor conde é la señora infanta, é Urraca Flores, con Sancho Destrada, é demás, viajaron á la morada de Sancho Destrada, onde yazía el tálamo, é las tablas para yantar; detollidas las tablas, montaron en sus rozinos, é viajaron el coso onde se había de festejar, con justas é torneos é lidiar los toros.


 

E Gometiza Sancha, fija de Martín Muñoz, iba en çaga bien arreada, é acompañada de la mujer de Fortún Blázquer é de Sancha Destrada, é montaron en un tablado é los nobles montaron en otro é se lidiaron ocho toros.

(Cronicón de D. Pelayo, Obispo de Oviedo)


 

Y confess France and Italy vaunt very much of their splendid games (as they call them), and the english upon more just grounds extol the costliness of their prizes and the stateliness of their Coursing_Horses: but in my umble opinion, what I'm a describing may claim right to the preheminence.

(Description of the Plaza de Madrid and the Bull_Baiting by James Salgado. London, 1683.)


 

Confieso que la Francia y la Italia se vanaglorian de sus esplendidos juegos (que así los llaman), y que los ingleses, con mayor razón y títulos más justos, se precian de sus luchas pugilísticas y carreras de caballos; pero, en mi humilde opinión, los espectáculos que ahora voy a describir (las corridas de toros) tienen derecho a ser preferidos a todos los demás.»(Descripción de la Plaza de Madrid y de las corridas de toros, por Santiago Salgado. Londres, 1683)


 

 

E

n publicación como la presente, que presume de muy castiza, por lo mismo que su principal propósito se cifra en relatar y revelar los usos y costumbres españolas por el modo más peculiar de nuestro suelo que posible sea, parecería ya mal sonante y peor visto si dejáramos andar más allá el asunto sin sacar a plaza algo que frise y toque con el espectáculo nacional de España, que no es otro que las corridas de toros. Ello es que si esta publicación tiene obligación estrecha para presentar los rasgos de nuestra fisonomía y los toques de nuestro carácter del modo más español posible, todavía está obligada con vínculos de más fuerza a dar su relativa importancia a las cosas aquellas, como son las corridas de toros, que por su desuso en las demás partes del universo, su existencia única y peregrina entre nosotros, su remota antigüedad en nuestros anales y crónicas, y por su sello de originalidad, extrañeza, valor y gallardía, han llegado a ser, y son efectivamente, un distintivo peculiar de la noble España y de sus bravos y generosos hijos.

Los toros, pues, ya se les considere como espectáculos circenses, ya se les mire como recuerdos caballerescos de la Edad Media; ora se les califique con filosófica imparcialidad, ora se les alabe y encomie con vanagloria nacional como muestra del esfuerzo y bizarría española, merecen siempre del escritor público toda aquella atención que sobre sí llaman los hechos constantes y de forzosa repetición que nunca se desmienten y que sufren y saben resistir el trascurso de los siglos, y, lo que es más admirable todavía, el trueque de las ideas y la revolución de los Estados.

La nacionalidad española, amenguada hoy día hasta casi reducirse a breve cerco si se compara con sus antes innumerables dominios, combatida de modos mil por los novadores y reformistas de toda laya y de todo disfraz, siendo presa alternativamente de la influencia francesa o del ascendiente inglés, según los hábitos o el interés de malos españoles, desconocida en sus costumbres, alterada visiblemente en su idioma, dividida en sus creencias y aficiones, sólo conserva un recuerdo que ha sobrevivido a todo y que da muestras de vivir eternamente, que es las gentilezas del circo hispano, y sólo está acorde en acudir de buena voluntad o al coso o a la pelea.

Tal fenómeno, que no necesita de nuestro encarecimiento para aparecer importante, y que, a pesar de ser vulgar y de trivial conocimiento, lo hemos querido hacer valer aquí cumplidamente, explicará a nuestros lectores la causa que nos mueve a bosquejar, si en estrecho y reducido cuadro, con tintas de fresco colorido y con cabal y minuciosa distinción de los grupos y figuras, el origen, progresos, andanzas y estado actual de los espectáculos del circo español, sus lances, encuentros, juegos y suertes.

No es cosa fácil por cierto señalar los tiempos o fijar la época en que comenzaron en España los espectáculos grandiosos que, sin ceder en magnificencia y poderío a los juegos circenses de los romanos, tienen sobre ellos la ventaja de presentar a los luchadores, no como siervos envilecidos, sino cual hombres valerosos, ágiles, diestros y denodados, casando siempre los mayores esfuerzos del ánimo con las gentilezas y bizarrías de la persona. Ello es que si tales regocijos fueran de origen romano, por fuerza habían de haberse encontrado en los escritos, monedas, mármoles y otras reliquias de aquella civilización que con tal abundancia se encuentran en las bibliotecas, museos y gabinetes de los anticuarios, algún signo, alguna prueba u otro testimonio irrecusable que presentara al hombre burlando la ferocidad del toro, o rindiéndolo, o postrándolo por el hierro o por la fuerza. Ninguno de tantos investigadores como desde el renacimiento de las letras se han ocupado en revelarnos la manera de existir del pueblo rey, llevándonos de la mano para asistir a sus festejos, juegos, convites, termas, teatros y naumaquias, han hablado de usos y cosas que, por ser tan importantes y de tal grandiosidad, no hubieran escapado a su curiosidad e investigación; de modo que casi debe tenerse por sentado y cierto que los espectáculos del circo español no tienen consanguinidad ni parentesco alguno con los del circo romano.

Otros autores han sospechado el que semejantes luchas pudieran muy bien ser algún resto de la ferocidad goda y de los demás pueblos que desde el Norte se precipitaron sobre las regiones meridionales y occidentales de la Europa; pero esta suposición, enteramente gratuita, tampoco tiene mejor apoyo, y aun se puede asentar desde luego que todas las probabilidades militan en contra de semejante hipótesis. En primer lugar, las ganaderías y toros de los países allende el Elba, antes que aptos y feroces para los combates del circo, se han tenido siempre más bien como adecuados sólo a las pacíficas faenas de la agricultura, o para rendir la cerviz humildemente bajo la segur de los sacrificadores. Por otra parte, si tales luchas y juegos fueran originarios de los pueblos godos o teutónicos, es cierto que hubieran dejado algún recuerdo por las diversas regiones en que peregrinaron y países donde se establecieron desde que, conmovidos del asiento de sus desiertos y selvas, invadieron los reinos dilatados de Europa y Asia: esta opinión, pues, no tiene ni mayor fuerza ni mayores probabilidades que la anteriormente combatida.

No faltan tampoco escritores españoles que viendo en tales ejercicios y combates cierto carácter oriental o africano, los atribuyen exclusivamente por de uso de los árabes en cuanto a su origen, y de antigüedad en España a contar desde la irrupción sarracénica. En nuestro entender, no mayor fundamento tiene esta opinión que las otras dos enunciadas. Ello es que en parte alguna de los escritores árabes, que tan nimia y escrupulosamente han escrito de sus costumbres, así cuando vivían entre sus oasis y arenales en pequeñas tribus, como cuando comenzaron a conquistar los reinos e imperios del mundo, se encuentra la más leve reminiscencia de semejantes espectáculos, y sólo en el libro de la historia de los reyes de Marruecos, libro comúnmente conocido por el Kartas, se cuenta de un rey de los almohades, que murió entre las astas de una vaca en una como montería o regocijo.El desastre de este rey, según el contexto de la historia más parece azar inmotivado, que no el resultado probable de un combate peligroso, y, por otra parte, aconteciendo ya este suceso en época muy avanzada, cuando tales ejercicios eran, no sólo conocidos, sino hasta familiares en España, en donde los almohades tenían grandes establecimientos, y en donde fijaban con gran frecuencia su corte y morada, la sola deducción que pudiera sacarse sería que algunos de los ejercicios de los cristianos y árabes de la Península solían ensayarse en los alcázares de Fez y de Marruecos.

Pues entonces, se nos dirá, ¿de dónde han venido tales combates, tales juegos? ¿cuál fue el tiempo de su introducción entre nosotros, qué causas los hicieron nacer ahora y no antes, acaso en época anterior, y no en tiempos más modernos??? Lisa y llanamente vamos a decir lo que se nos alcanza sobre el caso, sin que el deseo de hacer vano alarde de ingenio nos aparte de la obligación estrecha de ofrecer a nuestros lectores lo que, si no es verdad, pueda parecer, al menos, lo más probable.

Para que los espectáculos de toros ofrezcan los lances y encuentros que forman el grande interés de ellos, es indispensable el que los toros tengan cierto grado de valor y ferocidad. Nosotros creemos que estas cualidades no se despertaron en las ganaderías españolas sino mucho tiempo después de la dominación romana, pudiéndose asegurar que tal mudanza en la condición y naturaleza de esta raza no pudo nacer sino del cruzamiento de especies diversas. Si este fenómeno tuvo lugar en virtud de la mezcla de las indígenas con las castas que en sus reales y campamentos traían los godos y vándalos, o del cruzamiento con las razas a africanas, es cosa que jamás podrá deslindarse. Además de esto, hay alguna consideración que puede explicar también satisfactoriamente esa energía rabiosa y esa ferocidad que distinguen a los toros de las campiñas de Castilla y de la Mancha y en las soledades de la parte baja de Andalucía.

El toro, más que otro animal alguno, crece en ánimos y en coraje a medida que vive en lugares más apartados y desiertos, en sitios más selváticos y rústicos, sin oír la voz del hombre, y viendo sólo los riscos, las selvas y las aguas.

La lucha de siete siglos que la diferencia de origen y el odio religioso estableció entre los árabes y cristianos en España, y la laboriosa cuanto sangrienta progresión y superioridad que estos fueron alcanzando sobre aquellos, establecía diversidad de fronteras entre unos y otros en el territorio español, fronteras que duraban siglos enteros, hasta que una conquista importante o una batalla decisiva como la de San Esteban de Gormaz, de las Navas o la del Salado, afirmando a los cristianos en sus posesiones antiguas, iban a buscar otras nuevas fronteras. La perseverancia de los unos por conquistar y la tenacidad de los otros por defenderse, las convertían bien pronto en un desierto sangriento. Las huertas, los viñedos, los arbolados, desaparecían, y toda clase de cultivo. Los pueblos, las alcarías y las aldeas desaparecían, y las granjas y quintas se trocaban si acaso en algún castillo sombrío o en esta o aquella atalaya. Todo bienestar, toda riqueza se aniquilaba, y todo se reducía a grandes hatos de ganados de varia especie. Esta riqueza, por su cualidad de semoviente, era la sola que en los casos, harto frecuentes, de rebatos, algaradas, entradas y correrías, podía salvarse, poniéndola a buen recaudo de la rapacidad recíproca de los fronterizos.

Nosotros atribuimos a este período de tiempo, que abraza más de cuatro siglos, y a las circunstancias y condiciones de aquella vida pastoril y guerrera, no sólo el origen de estos espectáculos, que comenzaron indudablemente por muestras de esfuerzo acaso necesarias en los campos, en las selvas y en los abrevaderos para salvar la vida, sino también la afición que desde luego se despertó para tales ejercicios, y la esplendidez y gala con que al punto se pusieron en práctica. La crónica antigua que incluye el Padre Ariz en su historia de Ávila, y de la que hemos tomado texto en el frontis de este artículo, demuestra auténticamente que ya en aquellos tiempos, es decir, que en el siglo XI no había festividad alguna en que con las justas o torneos no entrasen los toros por parte principal del regocijo, y como, según nuestra teoría, ya había dos siglos que Burgos se había fundado, sirviendo alternativamente de frontera las orillas del Duero o del Jarama, podremos asentar con gran verosimilitud que estos combates, muestras de fuerza y agilidad, y alardes de gentileza y de gala, aparecieron en nuestras costumbres desde el siglo IX al X.

Además de la riqueza y apostura que ostentara en su persona el jinete, y en sus arreos o paramentos el corcel, no parece que en aquellos tiempos pasasen las suertes y lances más allá de recibir al toro en el coso con la lanza armada, clavándosela con acierto y pujanza hasta quebrantarle la cerviz y desnucarlo. Así es como las leyendas de aquel tiempo nos presentan al Cid castellano cuando mancebo, ganando por su arrojo y gallardía los plácemes y vivas de dos pueblos enemigos, pero congregados en un propio palenque para presenciar los azares y peligros del festejo de los toros.

Ya se deja entender que en siglos tan remotos y en edades de tantas revueltas, no podían encontrarse ni épocas señaladas en el año para estos festejos, ni sitio deputado para ellos en las grandes ciudades, ni lidiadores que ordinariamente viniesen a la vista de los Reyes o a la presencia de un pueblo inmenso a captar la benevolencia de éste o a merecer la distinción de aquéllos. Los caballeros sólo y altos personajes eran los que podían tomar parte en tales ejercicios, pues como lances de peligro y de gala, y en que la riqueza de los arreos competía con el valor de las alfanas y bridones, pareciera mal dejarlos al alcance de los villanos y pecheros, y así sólo en grandes ocasiones de festividad, o por dar mayor boato a este o el otro galanteo, o dar razonable amenidad a la justa y al torneo, salían al circo los mancebos de la nobleza o los paladines de la frontera y de las Órdenes. Hasta el tiempo de los Reyes Católicos no acordaron las ciudades señalar lugar determinado para tales festejos, y en darles orden y fisonomía con las ordenanzas, bandos y prevenciones que el caso requería.

Los arreos con que los caballeros cabalgaban en la plaza para rendir un toro, eran los de la jineta, casando en ellos lo más vistoso y de lucimiento con lo más firme y adecuado para la lid. Si por acaso se da ejemplo de que algún caballero haya parecido a la brida en la arena, tal cosa debe tenerse por de rareza y como falla en la pauta general recibida para estos ejercicios. La jineta ya se sabe que era modo de cabalgar a lo árabe o berberisco. Los arzones habían de ser muy elevados, los estribos cortos, y los arricises colocados en concordancia a esto. El jinete debiera montar muy recogido, el caballo mandarse sólo por el freno, excusando todo cabezón, y las riendas prolongadas por todo extremo para con ellas castigar el caballo. En cuanto a la espuela, sus ayudas, avisos y castigos no iban por cierto a dar en la parte inferior del vientre, sino en el vacío, hiriendo, no de martillejo, como solía decirse, sino de repelón y resbalando. Sin tomar en cuenta estas diferencias, la más notable que se deja ver entre la jineta y la brida, es que la brida enseña y adiestra al caballo con rigor y violencia, valiéndose para ello del cabezón y otros castigos, y la jineta sólo se valía del freno y del mucho pulso, cuidado y miramiento en la mano de rienda.

Bien se deja conocerá los inteligentes que, por su naturaleza y condición, nuestros caballos del mediodía habían de ser extremados para este género de escuela, e indudablemente lo son. Aun para los efectos de la guerra, siempre sacaron ventaja a esos caballos poderosos y de armas nacidos en el Henao o en la Normandía. Francisco de Ayora refiere en sus cartas que en las guerras del Rosellón, habidas con franceses después de la conquista de Granada, los jinetes granadíes que allá llevó el rey D. Fernando peleaban tan ventajosamente con los temibles hombres de armas, que hubo ocasión en que el español, armado a la jineta, mató, rindió y burló a cinco caballeros enemigos armados a toda guisa. En Italia, en los encuentros que precedieron y tuvieron lugar cuando la batalla de Pavía, a todos maravillaron las hazañas de los jinetes españoles, singularmente de D. Diego Ramírez de Haro y Ruy Díaz de Roxas, caballero valeroso, que en sólo un día derribó a seis hombres de armas a presencia de ambos ejércitos. Y esto causará poca extrañeza si se contempla la agilidad y destreza que era propia de aquella silla, las entradas y salidas, revueltas y rebatos que el jinete podía ejecutar, secundado por el instinto y calidades de nuestros caballos, la ventaja que ofrecía el manejo de la lanza, ya terciándola, ya empuñándola por el medio, ya tomándola por el cuento para darla mayor alcance; ora afirmándola en el brazo para herir más poderosamente, ora deslizándola por la mano y reduciéndola casi al manejo de la daga o cualquiera otra arma corta, ora, en fin, dándola mil vueltas rápidas y engañosas que deslumbraban al contrario, haciéndole llevar el golpe cuando más pensaba haberse reparado. Para llegar a tal extremo de perfección en las veras, era preciso que desde muy temprano se ensayasen los jinetes en los ejercicios de la carrera, los lances, las parejas, los juegos de cañas, las cuadrillas, las alcancías, los bohordos por una parte, y por otra, en el rejoneo, las varas y demás encuentros en la plaza con el toro.

Dejando para diversa ocasión las otras gentilezas de a caballo, proseguiremos ahora en la explicación de los lances con el toro, hasta llegar al estado en que hoy se encuentran nuestras corridas. Además de la lanzada a caballo, que ya hemos apuntado, el quebrar rejones en el toro era suerte la más común en las antiguas corridas, conservándose ahora sólo este lance para funciones reales de desposorios, nacimientos y juras de reales personas.

El rejón podía clavarse al toro en tres maneras de posturas: una al rostro, otra al estribo y otra al anca. La primera era la de más peligro, porque, puestos en línea recta toro y caballo, no parecía sino que iban a encontrarse desapoderadamente, cuyo incidente se remediaba porque, al partir el toro, el caballero torcía el rostro a su caballo del camino que aquél traía, y al ponerse en suerte y descargar el golpe, salía el caballo de la línea, ayudándole el jinete con el batir de sus pies. El rejón debía tener de largo nueve o diez palmos, contando el hierro, o, para mayor seguridad, debía llegar a la frente del jinete y no más, pues a ser más largo, podía el toro en sus embestidas y derrotes herir en los ojos y en el rostro al caballero con notable riesgo de su persona, como así aconteció muchas veces. La madera había de ser liviana, mortificada de cortes y muescas, tomadas con cera, para fácilmente romperse y no lastimar la mano, y como había de procurarse que el astil fuese astillante y bronco, era cosa de gran lucimiento oír resonar el chasquido del rejón roto y ver caer el toro. El rejón no debía llevarse sujeto a la mano con cinta o fiador, porque en cualquier azar desgraciado quedaba embarazado funestamente el jinete, corriendo el riesgo de ser sacado de la silla, o sin poder al menos meter mano con presteza a la espada, si, errando el golpe y embrocado el toro, era necesario acudir a las cuchilladas.

La espada había de ser ancha y corta, y de talle tal, que pudiera manejarse con ligereza y acierto, hiriendo al toro, bien de tajo o bien de revés, en los morros, partes de gran sensibilidad en estas fieras, y donde, recibiendo tres o cuatro golpes, se duele mucho, y por rabioso que se mire, se huye y desbarata.

Si por desgracia el caballero cayese, tenía que defender el puesto cobrando su caballo, sombrero, guante o cualquier prenda que hubiese soltado. Por esto la capa no debía llevar fiador y poderse valer de ella inmediatamente. La ley era irse al toro revuelta la capa al brazo y la espada en la mano, hiriéndolo para tomar así venganza de su desafuero. Desbaratado el toro y huyendo, no era permitido perseguirlo, por el mal aire y poca gentileza en correr la plaza a pie. Esta razón prohibía al caballero buscar su caballo por la plaza para cobrarlo. El uso era que sus lacayos se lo trajesen al puesto que había defendido.

Por este relato se echará de ver cuán poco en arte y en regla andaban los caballeros que rejonearon en la plaza en las últimas funciones reales, corriendo de una parte a otra sin sombrero, habiendo alguno que salió de la plaza para tomar caballo. El caballero ofendido del atropello del toro debe tomar venganza de él, pero no descomponerse ni desairar su propia persona, dejando para otra suerte y mejor lance el desempeñarse honrosamente. El rejón al estribo se quiebra atravesado el caballo, esperando al toro que llegue a desarmar su derrote, clavándole en aquel propio punto el rejón, y sacando al caballo batiéndole mucho de pies sobre la derecha, para cortarle la tierra, midiendo muy bien los tiempos en todo, porque, faltando en ello, aunque es suerte más fácil que la primera, suelen suceder atropellos y desgracias.

La suerte de ancas vueltas, aunque es muy vistosa, raras veces se quiebra el rejón en ella, por no poderse el caballero valer de su arma sino al soslayo; por lo mismo los antiguos toreadores reservaban jugar este lance cuando, roto el rejón, seguía el toro al caballo, armándose fieramente para derrotar, pues guardándose la distancia conveniente, el toro, que iba como peinando la cola del caballo, quedaba burlado, llevando entre tanto sendos golpes en el rostro con la caña del rejón. Puesta así la suerte, quedaba reducida a la de la varilla, que consistía en recibir al toro con cañas o varas de pino preparadas de manera tal que astillasen y quebrasen prontamente, cosa que era muy de ver, plantándolas en la frente del toro, el que, embistiendo sobre la carrera dos o tres veces, hacía saltar la caña o vara, con gran contentamiento de los curiosos y espectadores. Hubo caballero que para tales regocijos entró en la plaza cuadrillas de librea de hasta cien lacayos. Las más comunes eran de veinticuatro o doce, y ningún caballero se presentó jamás en plaza sin seis o cuatro esclavos o lacayos y otro lacayuelo vestido costosísimamente. Éstos servían para dar los rejones al caballero, para cobrarle el caballo o servirle otro nuevo y para desjarretar el toro. En aquel tiempo, los primores de los peones, sus recortes, juguetes, arponcillos, burlas y saltos no habían llegado al punto en que hoy se encuentran.

Fue el caso que desde los principios del siglo XVIII los primores de la jineta, y singularmente el torear, fueron quedando en desuso por el desdén con que la corte comenzó a mirar aquellos ejercicios, desdén que, como siempre sucede, lo aceptó y remedó inmediatamente toda la nobleza. Desde entonces los actores para semejantes luchas comenzaron a reclutarse sólo de la gente más rahez de las ciudades y mataderos por una parte, y por la otra de los jayanes membrudos y feroces que habían nacido y crecido en las llanuras de Castilla y soledades de Andalucía entre las ganaderías de toros y caballos; de éstos se reclutaba la gente de a caballo, y con los otros se formaban las cuadrillas de peones o chulos. La suerte del rejón vino a ser menos frecuente y familiar, reemplazándose por la garrocha o vara larga de detener. Este lance, desde el monte y los campos, en donde era muy en uso entre los vaquerizos y yegüeros para apartar, castigar, derribar y rendir las reses, trasladado a las plazas y circos de los pueblos, cautivó desde luego la atención de los aficionados. Es indudable que hay algo de portentoso y mucho de poder mirar el grupo de una fiera que rabiosamente y con irresistible impulso embiste a un jinete, pudiendo éste, por su valor y destreza, no solamente resistir aquel empuje y castigar a la fiera, sino burlarla también y salir del lance con gloria suya, dejando al toro sangriento y dolorido. En los primeros tiempos en que apareció esta suerte, y como remedo de lo que pasaba en el campo, y en los que en las plazas se miraban mejores caballos que en el día, el lance se verificaba a caballo levantado. Era principio sentado como verdad del arte, que toda ofensa recibida por el caballo desde la cincha a la reata era azar no imputable al jinete, y que toda herida desde la cincha al pretal, era prueba cierta de su poca pujanza y de su ningún arte.

Desde que la corte tomó asiento definitivo en Madrid, las funciones de toros tomaron más regularidad y acaso mayor boato que en tiempos anteriores. La Plaza Mayor, que se concluyó en 1619, ofrecía anchuroso y acomodado palenque para tales bizarrías. Con mil quinientos treinta y seis pies de circunferencia, en ella cerca de doscientas casas, rasgadas éstas con quinientos balcones, y pudiendo acomodarse en circo tan espacioso cerca de sesenta mil personas, no podía imaginarse espectáculo más grandioso que una de aquellas corridas en que asistía el Rey con la corte más numerosa y lucida que ha podido verse desde el imperio asirio y romano hasta el día, prodigando las riquezas de dos mundos en sus galas y arreos, y presidiendo al pueblo más valiente y generoso de Europa. Al aparecer el Rey en los balcones de su palacio de la Panadería y las damas en los demás que les estaban preparados, comenzaban a recogerse despejando la plaza la guardia española y tudesca, compuesta cada una de cien hombres escogidos, con sendas casacas coloradas con vueltas de seda pajiza y con bizarros sombreros a la chamberga de terciopelo negro. En aquel punto entraban en la plaza los mancebos cortesanos que, viniendo desde palacio acompañando a sus majestades y a las damas, salían a hacer terrero. Esta fineza y galanteo se reducía a pasear por delante de la corte y de las damas incesantemente, revolviendo siempre el caballo de manera y postura tal, que no pareciesen vueltas las espaldas a la corte, prosiguiendo en este fino ejercicio, en tanto que el Rey, la Reina o algunas de las damas autorizasen los balcones. Sólo era permitido apartarse del terrero, bien para prestar socorro a algún caballero o peón puesto en riesgo, o para buscar alguna suerte en el toro, si la fiera no la había provocado en sus arremetidas y encuentros. Entretanto, la plaza se miraba regada por la manera que hemos alcanzado todavía en nuestros días, sino que cada uno de los veinticuatro carros que entraban simultáneamente para refrescar la arena, venía cubierto de arrayanes, juncias y otras hierbas olorosas. Al propio tiempo entraban los demás caballeros que querían tomar parte en el festejo con sus cuadrillas y lacayos, y hecha la señal, se soltaba el primer toro.

Los lances se jugaban de la manera diversa que ya hemos apuntado, y cuyos minuciosos pormenores se encuentran en los numerosos libros que de la materia se escribieron, y todos por caballeros de la primer nobleza, bastando sólo el relato hecho hasta aquí para dar ahora una compendiosa idea de aquellos ejercicios. Como el objeto que llevaban los caballeros en dar muestras de su persona en tal teatro, era para alcanzar la benevolencia de sus reyes, el agrado de las damas por su esfuerzo y bizarría, y el cariño del pueblo por el valor, no había caballero que allí se presentase que no hubiese ya adquirido razonable experiencia y habilidad, ya vaqueando en campaña rasa, ya ensayándose en las funciones de aldea, y ya probándose una y otra vez en los encierros y vistas.

El encierro en aquel tiempo se hacía por la puerta de la Vega, enchiquerándose los toros, sobre poco más o menos, en el sitio que hemos visto en nuestros días, atajándose la plaza con andamios y catafalcos por el modo que todos conocemos. Acaso algún peón atrevido se arriesgaba a poner la lanzada de a pie, que se ejecutaba poniéndose el atleta rodilla en tierra enfrente de la puerta del toril, por donde, disparado el rabioso y deslumbrado jarameño, o bien se embasaba sangrientamente por la cruel cuchilla que le asestaban, o bien dejaba mal trecho al osado gladiador, si éste se conturbaba sin dirigir bien la lanza. Acaso también se le ofrecía estafermo o algún dominguillo hecho de ligera lana o de henchido odre con peldaños de plomo, al rabioso toro, que, pugnando por derribarlo, sin alcanzarlo jamás, aumentaba su sana y su coraje. También le presentaban algún tonel de frágil estructura que, desbaratado a las primeras arremetidas, daba paso a cien y cien gatos de furiosa condición, de diapasón horrible y desacordado, y agudísimas uñas, que, acometiendo al toro de desusada manera, lo llevaban en extremo de la desesperación. Asimismo en la arena se practicaban burladeros o caponeras, en donde, escotillonados los peones, con mil demostraciones provocaban al toro, quien, asombrado de tal visión, ora acometía o derrotaba al aire y siempre en balde, ora acechaba armado para herir aquellos abortos de la tierra, sin alcanzar nunca a los burladores, obligándoles sólo a estar agazapados, asestando en tanto las astas por la tronera o trampa en posturas asaz provocadoras de la risa y el regocijo. Ya la chusma lo asaltaba con arponcillos, que entonces sólo se clavaban uno a uno, teniendo a veces la capa en la siniestra mano, o bien burlaban al toro con mañas distintas y engaños diferentes, pero no con tanta gracia y arte cuanta vemos campear hoy en los placeadores modernos. Cuando comenzaban tales bufonadas o tocaban a desjarretar, los caballeros se retiraban desdeñosamente del toro, pues era cosa tenida por cierta que ni a toro rendido, cansado, mal herido u objeto de tales burlas, debía jugar lance ni ofender el noble y altivo caballero.

Hemos indicado que estos ejercicios comenzaron a declinar desde principios del siglo XVIII, por la ninguna afición que a ello manifestaba la corte francesa de Felipe V. Sin embargo, todavía en 1726 se imprimió en Madrid la Cartilla de torear a caballo, escrita por D. Nicolás Rodrigo Noveli, que, según aparece, era muy entendido en ambas sillas, y muy singularmente en la jineta. En los preliminares de su libro bien relata el autor que por lo raros que habían llegado a ser tales espectáculos en la corte, se vio obligado a perfeccionar su afición en apartados lugares del reino, asistiendo a los festejos de toros en donde indudablemente se sostenía la afición antigua.

El mismo Noveli dedica su libro al duque del Arco, a quien presenta como muy entendido en las dos sillas y diestro en los primores de torear, acompañando además una aprobación de D. Jerónimo Olazo, caballero del hábito de Santiago, vecino de Peñaranda de Duero, y a cuyo dictamen y fallo da mucha autoridad el autor, por la destreza, valor y gallardía del aprobante. Faltando a tales regocijos y festejos el aliciente que prestaba la nobleza con su ostentación y valor, entraron a sustituirlos en el entretenimiento del pueblo, como ya hemos dicho, gente de otro jaez, tomando un estipendio por su arrojo y habilidad.

Entonces los corredores y guardas del campo, ataviados con su capote de monte, su justillo de ante y con montera o sombrero, vinieron con su vara larga a ocupar el lugar de los de la lanza y el rejón, y la gente menuda de la guifa y del matadero tomaban la figura de los antiguos lacayos, esclavos y sirvientes. Pero éstos lograron dar al arte grandes adelantos. Francisco Romero, el de Ronda, inventó la muleta, presentándose a matar el toro frente a frente y con el estoque en la mano. Su hijo Juan Romero, y los hijos de éste, Francisco, Benito y, sobre todo, Pedro Romero, hicieron llegar el arte hasta el punto de donde no es posible pasar. Costillares inventó la suerte de volapié. Juan Conde introdujo, y nadie lo ha igualado, en la del toro corrido. Cándido, dejando el calzón y justillo de ante como traje poco galán y de poca bizarría, introdujo el vestido de seda y el boato de los caireles y argentería. El licenciado de Falces, con mil juguetes y suertes que ejecutaba, fue el primero que puso las banderillas de dos en dos, ejecutando la linda suerte de clavarlas al cuarteo. Delgado (alias Hillo), con su desgraciada, y lastimosa muerte, hizo más dolorosos los recuerdos de sus gracias y donaires con la capa y el toro.

En la gente de a caballo se dejaron ver hombres gigantes por su poderío y fortaleza para rendir a un toro, así como númidas o centauros para dominar y castigar al caballo. Los Marchantes, Gamero, Toro, Varo, Gómez, Juanijón, Núñez y el caballero D. José Daza, se hicieron émulos en cuanto a castigar el caballo y rendir al toro, de las gentilezas de los antiguos Ramírez de Haro, Rojas, Aguilares, Andrades, Vargas Machucas, condes de Puñoenrostro, y cien otros famosos por la agilidad de su lanza, sus bizarrías de a caballo y sus primores con el toro. Laureano Ortega se hizo inolvidable, no tanto por la gallardía de su persona y buen corte de su cara, cuanto por sus bizarrías con el caballo. Por el espacio de tres años, y por entre los azares de cien y cien corridas, se le vio sacar siempre salvo el caballo que montaba, que era una famosa haca mosqueada, que la perdió al fin en la plaza de Cádiz. A Corchado se le vio matar un toro con la pica, que, cebándola con rigor inusitado en el cerviguillo del toro, cada vez más feroz y rabioso, acabó por hundírsela toda en las honduras, y matarlo. A los Ortices, a Miguez, a Sevilla y otros más, los hemos alcanzado todos, dejándonos maravillados de su destreza, valor y pujanza.

El escuadrón de esta gente que se formó cuando la batalla de Bailén, dejando escarmentados a los franceses en Menjíbar y otras refriegas, da poderoso argumento para deducir el partido que sacaría la caballería de guerra, adiestrándola por la misma manera que nuestra antigua jineta, y con la espuela y las prácticas que se conservan todavía en nuestros llaneros de Castilla y Andalucía. Si bien, como ya hemos apuntado, fue olvidando la nobleza poco a poco las galas primitivas de la jineta, no por eso faltaron de todo punto hartos caballeros que tomaran parte y afición a las trocadas y nuevas bizarrías del torear. Además del caballero extremeño Daza, que ya referimos, hombre gentil y poderoso a caballo por todo extremo, aparecieron en Andalucía el famoso vizconde de Miranda, marqués de Torre Cuéllar y otros menos famosos, que a pie y en el coso burlaban y mataban un toro como los mejores diestros de la época. El actual duque de San Lorenzo, cuando sus verdes años, alcanzó en Andalucía gran fama por los primores de su capa, y al duque de Veragua lo hemos visto en nuestros tiempos burlar y rematar un toro con valor y gallardía. Esto prueba que las costumbres de nuestro pueblo, por lo mismo de llevar en todo tal sello de valor, originalidad y bizarría, toman preferencia y alcanzan autoridad sobre los usos de la corte y los decretos y fallos de la moda. De cuantos personajes han tomado parte en esta clase de ejercicios, ninguno como el vizconde de Miranda, ya citado. Su gala, su buen corte, su ánimo y su destreza rayaban a tal punto, que le hicieron confesar muchas veces al famoso Pedro Romero que, no cuidándose de las glorias de sus demás compañeros de arte, sólo podían causarle envidia los triunfos del vizconde de Miranda.

El arte tauromáquico, que comenzó a descender desde la muerte de Delgado (alias Hillo), y porque la guerra de la Independencia dio empleo glorioso a cuanta gente de ánimo y brío se encontraba en el país, volvió a resucitar con las lecciones de Romero en Sevilla y el ejemplo de Montes (alias Paquiro). La afición, que estaba adormecida, volvió a despertar con mayor fuerza, y en verdad se puede decir que hoy día se corren y juegan en España triple número de toros que ahora veinte años, habiéndose alzado nuevas plazas por todas partes.

No es este lugar a propósito para detenerse a defender el espectáculo nacional de las acusaciones e invectivas extranjeras. En este punto son ellas tan apasionadas, tan injustas y tan palpitantes de ojeriza y envidia, cuanto son odiosas y miserables las acusaciones que de otro género nos hacen. Los toros es un ejercicio arriesgado, y en esto está su mérito; tal diversión exige grande agilidad y buena conveniencia y hermosa proporción en el trabado de los miembros. En esto cabalmente se funda lo airoso y extremado de tales ejercicios: en ellos entra por parte principal y sin excusa el grande ánimo y esfuerzo del corazón; pero por esto es justamente por lo que son únicos para tales juegos los animosos españoles; pero concurriendo en un propio sujeto el valor, la buena proporción de persona y la habilidad y el arte, se encuentra tan seguro entre las astas del toro, como en los miradores de un balcón. Cuando estas tres cualidades, en verdad peregrinas, no se encuentran en el toreador en la debida y alta proporción que el caso requiere, no hay la menor duda que pueden verse siniestros y azares; pero siempre son lejanos y no computables, por regla general. Pedro Romero bajó al sepulcro después de haber lucido su gala en toda la España, habiendo hecho morder la tierra a cinco mil toros, sin haber sufrido una cogida y sin sacarle una gota de sangre. Su alta estatura le hacía dominar la fiera; el buen corte de su persona le daba presteza de una parte y exactitud maravillosa para todos sus movimientos. La fuerza que mandaba en sus jarretes le hacía siempre mejorarse sobre el toro, y con el poder de su muñeca remataba instantáneamente al toro más pujante en cuanto la punta de la espada tomaba cebo en el cerviguillo. Si a esto se añade ánimo y corazón a toda prueba, que no le dejaba conturbarse en medio del trance más peligroso, y arte y habilidad inagotables que le sugerían recursos en los mayores apuros, se tendrá idea de lo que fue aquel dechado y modelo del circo español.

No hemos hablado, y de propósito, de la jineta española, sino en lo tocante y que se refiere a los primores del torear. Para hablar de las otras gentilezas y ejercicios que en lo antiguo abrazaba tal arte y que cobijaba también la caza, la cetrería y ballestería, era necesario, no ya el calibre de un reducido artículo, sino las anchas dimensiones de un libro a pesar del desuso de los tiempos y de la superioridad que sobre la jineta últimamente tomó la brida, todavía las hermandades de Maestranza, en las ciudades de Andalucía, conservaron por mucho tiempo los recuerdos de aquellas caballerías españolas. Las parejas, las carreras y aun los juegos de cañas vivían todavía al principio de este siglo; y últimamente, cuando la jura por Princesa de Asturias a nuestra Reina, aparecieron las Maestranzas en esta corte, ejercitando sus nobles y útiles bizarrías.

No ha habido partido en la tribuna, ni periódico en la prensa, ni hombre que haya asaltado el poder en estos últimos quince años, que no haya poblado el viento o manchado largas columnas o llenado los papeles oficiales de lamentaciones, proyectos y medidas para fomentar las castas y mejorar la cría caballar. De tanta solfa como se ha cantado y de tantos registros como se han pulsado, nadie ha indicado siquiera la única medida que, sin lastimar derechos creados, ni proponer cosas que por difíciles son enteramente inaccesibles, puede dar un resultado inmediato y poco costoso. No es otro el medio que el estimular el celo y la vanagloria de las Maestranzas, para que vuelvan a poner en uso sus antiguos ejercicios, avivando así la afición a los primores de las dos sillas, cosa que ha de dar por consecuencia inevitable el fomento de la cría caballar y la diligencia y cuidado conveniente para obtener buenos caballos. Las sociedades formadas para mejorar la cría, muy útiles sin duda, y procurando grande honor a las personas que las han formado y puesto en buen concierto y organización, no producirán jamás el resultado general que se apetece. Los cruzamientos y combinaciones de razas que se verifiquen, abrirán grande campo a la observación de los curiosos e inteligentes; pero, por lo mismo de ser esto tan costoso, los resultados no tendrán aplicación, y jamás se conseguirá lo que debe desearse, que no es otra cosa que el mayor número posible de excelentes jinetes y de buenos caballos.

Puesto que en Madrid residen siempre tantos caballeros de todas las Maestranzas, y supuesta también la gran comunicación y movimiento que la capital tiene hoy con todas las provincias, fuera cosa así fácil como útil el que estos caballeros se reuniesen para repetir en Madrid los diversos ejercicios que les deben ser familiares, como deprendidos y ensayados en sus respectivas Maestranzas. Esto daría más inmediato provecho y resultado que no los interminables decretos, instrucciones y reglamentos que de tiempo en tiempo vomitan desacordadamente esos ministerios y secretarías. Más consideración ganarían las Maestranzas cumpliendo así con sus nobles y antiguos institutos, que no solicitando el fuero militar o este o aquel nuevo arrumaco en los uniformes, que así alteran su antigua y noble sencillez como los aparta del espíritu de la venerable institución antigua. Altos y entendidos personajes existen en nuestra grandeza, que si a sus manos llegan estas observaciones, podrán prestar al país más servicios desenvolviendo y aplicando esta indicación, que no el Gobierno haciendo nuevas ediciones de errores ya conocidos, o proponiéndose llevar a cabo propósitos dificultosos e imposibles.

 

Gracias y donaires de la capa

Después de cuanto he dicho por mi cappa, aún la extrañas, y me preguntas que cómo pude por ella trocar la toga. ¿Qué mucho, si por ella tal vez se trocó el ceptro y la corona?

[...]

Puesta la cappa en los hombros, como no es cerrada, puede derribarse del uno o tenerse en ambos. Aunque se prende al coello, no le aprieta ni carga. No causa cuidado alguno de conservar fieles los pliegues. Fácilmente se toma, fácilmente se trae y fácilmente se dexa; con la misma facilidad se manda y maneja y con esa facilidad propia se adereza.

(La Cappa de Tertuliano, cap.V)


 

Dévese considerar que se podría el cavallero hallar con una de tres capas, o capa corta, o capa de luto larga, o ferreruelo: si se hallase con capa corta, sea capa terciada, que es mejor: y soy de parecer que no le ponga fiador al cuello, porque parece muy mal en la carrera.

(Ejercicios de la Jineta, por el capitán Vargas Machuca)


 

 

 

 

M

uy de sobretarde entrábamos en Sevilla de vuelta de cierta partida de caza en Bollullos del Condado, seis compañeros alegres y regocijados, así por los buenos azares que hubimos en el monte, como por las pláticas agradables y un tanto chistosas con que logramos engañar las horas del camino. Al atravesar Triana, D. Juan, estrecho amigo mío, y que tenía su posada al otro lado de San Román, volviéndose a los de la camarada, les habló así:

_Para hacer recuento y partija de nuestros despojos venatorios, y refrescarnos algún tanto de la fatiga y cansancio después de despolvoreados, me ha encargado nuestro compañero (y me señalaba a mí como su faraute para esta ocasión) que ruegue a todos vosotros que entren en su casa, que la hallaremos al paso, en donde el solaz logrará aumento con algunas aguas heladas y conservas que nos servirán los insignes Capita y Puntillas, los dos fieles servidores del amigo Solitario, famosos por sus raras habilidades.

Los camaradas fueron contentos en ello, y a los pocos minutos entrábamos todos por la cancela de la casa mía, que se cerró sonoramente detrás de nosotros en cuanto entró por su garguero el cabo que cerraba la marcha, que lo fue D. Juan; pues yo me puse desde luego en la primera hilera para servir de guía y descubridor. Mis salas bajas se miraban regadas y preparadas al caso de aliviar el calor, el patio entoldado, los tiestos de azulejos, con pinos, nicaraguas y albahacas, adornaban el fresco círculo de dos fuentes, cuyos surtidores moriscos casi bañaban el artesonado con sus cristales, y ancha mesa enmantelada limpiamente y cubierta de agua de limón, naranja, nieve y dulces, y un aparador refulgente con la cristalería necesaria y dos grandes globos de porcelana, en donde retozaban y zabullían lindos peces de oro y nácar, traídos de los estanques del Alcázar, manifestaban bien que mis dos escuderos habían cumplido atildadamente, cuando no excedido, la letra y espíritu de mis instrucciones. Mis amigos fueron dejando sus ricas escopetas por los rincones que más a propósito y a mano se les parecían, y en otra mesa que se dejaba ver larga pieza más allá de la que se ostentaba de tal manera a la vista, fueron dejando descuidadamente las bandolas, los frascos, los polvorines, las astas con cebo y las bolsas de municiones. Después se fueron sentando o acaso reclinando por los sillones canonicales que de trecho en trecho se veían, o por las banquetas de zaraza y crin que decoraban todo el recinto. Despojados de los pañolillos del cuello, rociada la cara y bien oreados por el fresco ambiente que se respiraba en la estancia, nos pusimos al recreo del agasajo.

En tanto era muy de ver la buena diligencia, gracia y destreza con que mis dos continuos Capita y Puntillas desempeñaban su cometido, estando en todo, escanciando el vino y las bebidas, pasando las macerinas, sirviendo los bollos y bizcochos, y todo este tráfago y laboreo por la traza más singular de la tierra, pues Capita tenía terciada la capa, que, en verdad sea dicho, para nada le empescía ni jamás lo tropezaba, y Puntillas, moviéndose como una lanzadera vivaz y bien disparada, ostentaba en su boca allá hacia la región izquierda, y casi al cerrar los labios sus perfiles, un cabo de cigarro que, según lo bien y seguro que seguía todos los movimientos, no parecía sino que era parte integrante de la boca, y que no podía desprenderse, caerse ni enajenarse de su lugar sin previa discusión y consentimiento de toda aquella máquina humana. Aunque nadie se daba por admirado ni fijaba su atención sobre visión semejante ni traza tan extraña, consideré yo por conveniente darme por entendido de tal singularidad poco respetuosa, y así, desde mi sitial de rey de la compañía, alcé la voz, y dije:

_En verdad, señores, que por grandes que sean los fueros que la democracia práctica de nuestra Andalucía pueda dar y conceder a los criados buenos y antiguos de las casas, no creo que alcancen jamás a permitir la llaneza casi irrespetuosa con que este par de buenas maulas nos sirven y nos tratan. Por cierto que tal no esperaba yo del buen instinto de Capita, ni de la discreción de Puntillas.

Apenas hube dicho estas palabras, el primero de los interpelados tiró con desenfado y gentileza la capa en el rincón más próximo (el otro escupió el cigarrillo), y aquél, en tono asaz suave y de afecto, me dijo:

_Señor, nosotros (pues aquí tomo la voz y nombre de mi compañero) hubiéramos aquí desempeñado nuestro menester doméstico sin nuestros adherentes respectivos; es decir, yo sin la capa y mi camaradilla sin el cigarro, si en la mesa hubiéramos visto algún extranjero, o éste y aquel español llamado y aficionado a las cosas de fuera, o si tuviéramos ante los ojos a algún forastero o personaje extraño; pero en mesa y cónclave en donde toman asiento, y en ton y son de regocijo y algazara, D. Juan Ariurta, D. Félix Marmolejo, D. Alfonso Farfán, D. Carlos Sayavedra y D. Fernando Laso, reyes de Sevilla y gala y flor de la gente legítima de la tierra, creímos y tuvimos por cierto estar obligados a no abandonar ni la capa ni el cigarro, así por feudo nuestro como por gentileza de todo nuestro bando, ya que se va maleando, ahilando y corrompiendo de años acá...

_Tiene razón el señor Capita, amigo Solitario (dijo D. Juan); y puesto que la ocasión se presenta por el capote, y ninguna otra recreación se presenta por esta noche sino el ir por último a descansar en diez horas de cama los ocho días en que hemos fatigado esos montes y serranías, perdamos útilmente las dos quedan de aquí a las diez, oyendo como buenos discípulos y escolares, de boca de estos dos catedráticos, lo que se les alcanza y saben de virtudes y excelencias de sus dos respectivos e inapreciables muebles y joyas, a saber: la capa y el cigarro, que más fácil será para nosotros deprender estos documentos (añadió sonriéndose y mirándonos a los demás) que no los Vinios en Maese Rodrigo o la Universidad.

_¡Qué nos place! _exclamaron todos a una voz.

_Así sea, _dije yo acomodándome en mi sitial y echando una ojeada de comando a mis dos sirvientes.

_Así sea, _dijeron sumisamente los dos, trayendo sillas para sentarse.

Y Capita, que era el más licurgo, después de bajar la cabeza como para ordenar su taravilla, levantó el rostro, y con una volubilidad maravillosa, comenzó a decir:

_A mí me llaman Capita por ser hijo de Capota, nieto de Capisayo y biznieto de Capazas. Mis tíos los apellidaron, por sus inclinaciones y habilidades, Capicuelgas y Rapicapas, con otros primos y entenados a quienes llamaban los Capotes, Capotillos, Socapas, Capuces, Capotines y Recapotados. Toda mi familia, pues, ha sido de los de Capirote, si es que exceptuamos a mi antetío Mendotiras, que engendró a Mendotirillas, a quien luego rompieron en Mentirillas. Éste fue padre de mi primo Mentirón, padre de Mentirazas, que todos han compuesto, formalizan y acolan genealógicamente en diversas ramas y descendencias, el árbol copiosísimo de los Mentirolas, Mentirolines y Mentiroletes que hace tiempos alcanzaron, y, aun hoy alcanzan, gran poder y valimiento en el redondel de España, singularmente desde que corre eso que anda desde 1843 acá; y de ellos muchos han sido ya diputados y casi todos ministros. Mi madre era también de la prosapia de los Capirotes, pues la llamaban Capelina, y no Clavellina, como malas lenguas dicen, y era hija de la Capisaya, prima de Capillera, sobrina de la Zurcicapa y más prima todavía de las Capiurdumbres, y Caperas, y Capoteras, y Capiagarras.

_Hijo, Capita (le dije yo); no nos capees ni capotees más; déjate de esos primores ociosos y trabalenguas, y no andes por caballetes de tejado; antes bien, vente por lo llano y liso, y cumple lo que ofreciste en cuanto a garbo, gracias y habilidades de tu capa, y Dios sea con nosotros.

_Pues adecuadamente voy camino de ello, sin tocar en rama (respondió Capita), sino que he querido y tenido por conveniente, previamente y con antelación, por mi ascendencia, progenie y casta de donde vengo, probar, demostrar y no dejar duda de que soy la mapa y el maestro deputado, sin necesidad de examen ni juramento, para hacer hablar siete varas de paño y valerme de ella en toda laya de apuros y aflicciones, y que la capa me es a un propio tiempo lengua que habla, gala que adorna, arma que defiende y el instrumento más pintiparado de que valerme puedo en cualquier fregado en que mi persona tome parte, ya sea por lo alto y encopetado, ya por lo entreverado y medianil, y ya por lo humilde, raez y rastrero. La capa es la concha del hombre, el arrimo del pobre, la medicina del menesteroso, el sanalotodo del enfermo, la guiropa del hambriento, el palacio del sabio, la estufa en el invierno o la garapiñera en Agosto, y en una palabra, la carne y pulpa del hueso que se llama hombre, y el tuétano del hombre, que aquí, hablando en poridad, es un purísimo, durísimo y malditísimo hueso.

_Capita, Capita (le dije interrumpiéndole); no te me vayas por esos trigos de Dios; amaina, amaina de tu tarabilla, y cíñete a lo que es justo y razonable. No queremos filosofías ni sutilezas, y sí sólo deprender de ti las posturas, aposturas y composturas que tiene la capa.

_Pues ahí voy derecho como saeta (repuso nuestro catedrático); pero tratándose de una materia tan alta y ardua, tan peregrina y extraña, puesto que no sé haberse escrito de ella tratado ni manual alguno, no ha sido fuera de propósito, antes de entrarme en harina, encabezar mi relación con algo de introito y de antezaguán: pero puesto que tales preliminares no petan ni parecen bien, allá los echo, y entro en materia. La capa, después de la hoja de la higuera, es la primera de la vestimenta humana, y por lo mismo, siempre que los pintores y escultores representan al Eterno asomado por cima de la bola batahola que llamamos mundo, nos le pintan con una capa pasada por los hombros. Después, cuando Noé se embriagó, la capa de su hijo...

_Capita, hijo (le volví a decir); deja esas erudiciones que a ti no sientan bien, y redúcete a representarnos aquí las lindezas, golpes, embozos y donaires de tu capa por el mejor modo que tú sepas, y nada más.

_Pues a eso voy (respondió). Y dejando aparte estas honduras, diré (prosiguió mi paralisdero) que la española es la legítima heredera por línea recta y de varón en varón de la capa venerable de los profetas y de los filósofos antiguos, traída sin embargo al uso común de la vida, según los tiempos y las circunstancias, sin afectación ni mojigatería. Al llegar aquí me opongo y protesto contra todo el que prevenga, sostenga y mantenga que la capa puede confundirse y tener paridad con el ferreruelo, el gabán, el capimonte, el albornoz y el manteo. Nada de eso, no, señores; cada una de tales prendas y vestiduras podrán tener sus excelencias y virtudes, y otros escritores, pues escritores hay para todo, pueden ocuparse en esas lucubraciones y que el diablo sea sordo, que en cuanto a mí, sólo me propongo explicar, enseñar, pintar y definir las galas, perfecciones, maravillas y portentos de la capa española, conservada en toda su pureza y esplendor en la ancha, rica, fértil, valiente, creadora, sustanciosa, arrogante y poderosa Andalucía, madre, maestra y señora nuestra.

Y al decir esto Capita, bajó la cabeza con cierta veneración y recogimiento. Después añadió:

_Y la capa, para ser capa, no debe llegar a los tobillos, ni quedarse por sombrero de los muslos, que el alargarse allá es achaque de hábito, y el quedarse por aquí es cosa de tacañería y prenda rabicortona; ni debe exceder de siete varas, ni recortarse hasta las cinco de paño, que aquello es embarazoso y de estorbo, y esto es perder la prosapia de capa y trasladarse a la estructura de mal capote. La capa, pues, para que obedezca hasta en sus mínimas y semínimas los pensamientos de quien traerla sabe, cual suele suceder al jinete con los caballos bien arrendados y embocados, debe estar muy hecha y ser algo manida, quiere decir, que su amo la ha de conocer por tacto, uso y costumbre de tiempo atrás; ha de ser cosa llevada y traída lo menos por seis meses, y que haya dejado el husmo y lustre de la tienda, que es como si dijéramos perder el pelo de la dehesa, y, en una palabra, debe haber pasado a ser mesmamente el tegumento y el pellejillo de la persona. En tal aliño y con tal son, ya la capa está acorde y a punto de cualquier mandar y volunto del hombre. Por ejemplo: aquí se ve la mía que no me dejará mentir.

Y dando gentil salto Capita hacia el rincón del aposento, nos mostró con cierto aire de vanidad su capa, teniéndola primorosamente tomada por el cuello, y levantando el brazo y aupándose después para que no besase el suelo.

La capa, en efecto, sin ser inválida, bien pudiera tenerse y jactarse de muy veterana. De pardomonte de Grazalema mostraba paño entre fino y treinteño y de a tres por púa; y muy suelta de haz y de envés, pregonaba a voces que era dúctil y muy fácil para ceñirse el cuerpo, adecuada para el emboce, y pintiparada para los pliegues y despliegues. Después del alarde y muestra que de su alhaja hizo Capita, dio una media vuelta, y la capa, como por encanto, vino a posarse suavemente sobre sus hombros, no de otro modo que el cimbel que anda revolando viene a reposarse en la pértiga, su habitual morada, cuando a ella siente llamarse por la mano amiga. Capita, sintiéndose bañado ya por su talar vestidura, prosiguió delirando así:

_Heme aquí, señores, con el manto real de armiños de todo hombre honrado. La capa apenas me muerde los hombros y, sin embargo, se cuenta allí tan segura como si se sujetase con dos escarpias, y vean qué gentil escarceo armo con los pies (y era verdad que lo armaba), y observen qué desenfado en los movimientos (y no engañaba en lo que relataba), y atiendan qué devanar de brazo (y era muy cierto que los movía como molinos de viento); y miren siempre cómo a pesar de mi danzar de cuerpo, esgrimir de pies y bullicio de brazos, me sigue siempre la capa, como la sombra al cuerpo, como el cuestor al contribuyente y como la cola al pájaro que vuela, sin desampararlo nunca. Si a la distancia de cincuenta pasos; si desde el tercer piso de cualquiera casa me disparan un trabucazo de siete varas de paño, es decir, me escupen a la cara, con la capa mía no tengo más que perfilar este movimiento (y hacía un quiebro y desguince inexplicable), y¡zas!, sin mirar más en ello, viene la capa a abrazarse amorosamente conmigo, como si fuese mi segunda mitad. Así, pues, _y sirva de voz de atención_,esta es la posición natural de la capa.

Y diciendo esto, requería el cuello con ambos los pulgares de las dos manos, daba al cuerpo cierto aire galán y desembarazado.

_Teniendo esta lección bien presente, como que tal postura es la base y piedra angular del noble arte que profeso, entraremos ahora en la explicación didascálica de la capa.

_Didáctica querrás decir, Capita, hijo, _le interrumpí, oyéndole su disparate.

_Para mí, me repuso el maestro, tan disparate será lo uno como lo otro; pues yo lo que quiero decir, es explicación o enseñanza, y es más castellano. Siguiendo en mi discurso interrupto, _¡y cuidado que no gusto de interpelaciones!_, sentaré por principio que el arte de la capa se contiene en tres grandes secciones, mereciendo el estudio de cada cual de ellas la vida entera de un varón, sin excluir las hembras. Estas tres secciones en que se divide la ciencia, son la capa de rúa, la capa de toros y la capa de a caballo, abrazando todas tres el número de treinta y tres mil novecientas cuarenta y cuatro suertes y media y tres octavos, aunque en mi propósito no entra por ahora sino el hablar de la primera sección, que es la que enseña el arte de llevar y traer la capa en los usos comunes de la vida.

_Paso por esa triforme división, y hago la vista gorda sobre ese número excesivo de suertes, posturas y lances (dijo algo socarronamente D. Juan Ariurta, dirigiéndose a Capita); pero protesto contra esas fracciones de suertes, esos medios y esos octavos, que para mí son cosas de dislate, cuando no supositicias y arbitrarias. Y no me apeará de tal convencimiento si no se principia la explicación por los quebrados, ya que en cuanto a los enteros, ¿quién ha de tener paciencia ni posibilidad de escuchar una por una esa enumeración asombrosa de las treinta y tres mil novecientas cuarenta y tres suertes, y para cuyo conjunto ni aun se ha pedido la salvedad del error de pluma o suma?

Capita miró atentamente a D. Juan, como maestro que ve con compasión el sentido voto del escolarillo que no cree a pie juntillas los aforismos y preceptos, y dijo con severidad y magisterio:

_Hay sus fracciones en los lances de la capa, como tienen sus quebrados los movimientos del cuerpo. Va un amigo a tomar la rosa que está en el pechero de una mujer, y al tender la mano (y va de ejemplo) ve al marido, u otra bestia por el estilo, que le sorprende la intención, y el hombre se queda así (y Capita daba a las manos, al rostro y a la persona toda, cierta aptitud entre trágica y cómica); pues esto es quebrado de movimiento, porque no se perfeccionó la intención; se quiso, y no se llegó a la gloria... Señores (dijo, volviéndose con cierta impaciencia a los circunstantes): ¿no es esta la razón? Pues para acabar de ponerla de mi parte voy a dar fundamento de mi dicho, y quiero, antes de entrar en el menudeo de los treinta y tres mil novecientos cuarenta y tres lances, hacerme cargo del medio y de los tres octavos de la suerte de la capa. El medio justo y cabal en las suertes de la capa, es cuando un hombre va a pasar el río y se lo encuentra al endino con agua bastante para los taberneros de Madrid y de Sevilla; es decir, capaz de endiluviar otra vez al mundo. ¿Qué hace el hombre? Toma su capa, la dobla boniticamente, se la echa al hombro como las árgueñas de lego demandante (hay quien opina que si hay agua en demasía debe auparla a la cabeza), y pasa los raudales alzando los morros para no oler el fato del agua, que para un aficionado siempre es perjudicial y mal sano. Esta es media suerte, y nada más; porque si bien la capa va pegada al hombre, todavía no la ciñe ni cobija, ni entra el arte por ella en nada.

_¿Y los tres octavos, alma de Caín? _replicó D. Juan.

_Tenga cuajo, Sr. D. Juan, que, según sus preguntas y retrónicas (repuso Capita), debe ser D. Juan Clímaco. Tenga cuajo, y deme lugar para que me descarte de mis palabras, que no soy talego ni costal que vomita de una vez. Los tres octavos de suerte con la capa son los siguientes:

_Se encuentra Vmd., por casualidad y nada más, en casa de malas mujeres, en la tienda de un montañés después de las diez en invierno y de las once en verano, o, en fin, se mira Vmd. entretenido en mirar los pies de la sota o los corvejones del caballo en alguna casa de diversión a quien los mal hablados llaman garitos, y ¡zas!, llaman a la puerta... ¡La justicia! ¿Qué hace un hombre entonces? Si va a la puerta, está tomada por el piquete; si va al postigo, allí está el Sr. Lagrava, o el Sr. Gálvez, o el señor Campa; si se agachapa aquí, le husmean los alguaciles; si se escabulle por allí o por do quiera, me lo descubren o me lo aciguatan: ¿qué hacer entonces un hombre listo y corrido, y que tiene en su capa, no sólo su arrimo, su remedio, su redención, sino también sus alas? ¿Qué?... Abre la ventana de la trastienda o espaldas de la casa, siquier tal ventana estuviese a treinta estadios del suelo; abre la ventana, digo; salta en la ceja y borde de allá, arroja la capa muy rebujada y formando tornos y espirales con ella, e incontinenti, y súpito sanguino, se deja ir tras ella. La capa sirve de peana y sostén, y es como la nube de las glorias en los cuadros del Sr. Bartolomé, que no dejan desnucarse a los angelitos que van por el aire; la capa, digo, sirve de escotillón suave, de paracaída exquisito, de columpio apacible y aparato maravilloso, y máquina de descenso admirable, que, como el hombre siga bien la perpendicular sobre ella y no se me ladee a derecha o a izquierda, es cosa sabida, primero que siempre llega abajo, y como no se rompa las piernas del todo al todo, suele escabullirse, dejando a la justicia y a los señores de la policía con narices de tres palmos. Aquí hay tres octavos, sin llegar a medio de suerte, porque si bien la capa juega siempre en el lance, va siempre fuera de la persona del justeante, confinando con ella siempre y no llegando nunca hasta que tiene efecto el agradable caso de reunirse y consolidarse en uno el suelo, el diestro volador y las siete varas de paño. Queda, desde luego, sentado que en pizca alguna de lo por mí propuesto como doctrinal se encuentra nada que huela a supositicio o arbitrario. Pero, dejando esta vereda de atraviesa de los quebrados para volver al camino real y entero de mi comenzado discurso, diré: que la primera sección en la materia de las capas, se divide, naturalmente, en noventa y seis capítulos principales, que en cada cual de ellos se habla del manejo del susodicho mueble para alguna ocasión solemne y principal. El primer capítulo habla del paseo con capa al natural; el segundo de las gentilezas de ella; el tercero de los embozos, rebujamientos y retapados; el cuarto del manejo de la capa por el espanto; el quinto habla del manejo de la capa en ataque y defensa, el sexto trata de capa en faena y tarea; el séptimo discurre sobre la capa puesta en huida; el octavo habla de los engaños y arterías que es permitido usar con la capa; el noveno de la capa de camino; el deceno de la capa de amoríos y quereres; el onceno...

_Capita, hijo (le dije al ver semejante borbollón de doctrina); todos admiramos tu saber, el aparato científico de tus variados conocimientos, y más que todo esa feliz propiedad con que todo lo explicas; pero, convencidos como ya lo estamos de tu erudición capil, nos contentaremos ahora con que nos expliques algunos de los lances que se contienen en cada una de las admirables divisiones que tan elocuentemente nos has hecho, y bueno está lo bueno.

Capita, que entre sus muy muchas perfecciones contaba también con la virtud de una docilidad infantil siempre que el mandato concordaba con su voluntad y gusto, se avino al punto a mi indicación, y dando señal de asentimiento con la cabeza, empalmó el hilo de su historia con las siguientes palabras:

_Veo que las honduras no gustan, que las cosas de migajón y sustancia no alcanzan autoridad, y así, hablando volanderamente, diré que en el capítulo del paseo hay varias,múltiplas y muy curiosas posturas, ya por lo formal, solemne y de oficio, y ya por lo usual y corriente; y en cada cual de estas clases hay sus diferencias y especiales actitudes, porque el paseo de este alcalde o de aquella autoridad, en nada frisarse ni confundirse con las vulgaridades del menestral, ni con las gallardías de los hombres bizarros y de empuje. Hablemos con ejemplo, que es lo más instructivo y estomacal.

Dijo Capita, poniéndose en pie. Y tomando dogmáticamente la capa, se la pasó magistralmente sobre los hombros. Después añadió:

_Figurémonos que vamos a esta procesión, o que celebramos en aquella demostración de júbilo la inauguración de tal o cual ministro amigo. En el primer caso va la persona autorizada, o el ricote, o el sujeto de circunstancias, con gran pompeo, de esta manera (y se engallaba Capita como cabo de gastadores que marcha en el día delCorpus a compás regular); y dejando caer la capa naturalmente desde los hombros y sacando el antebrazo con el bastón de porra de plata en la mano, debe ir de tal guisa con aire señoril (y se blandía Capita de persona), mirando de esta parte a la otra, y si tiene gafas, es mayor la solemnidad, hiriendo el suelo con el bastón pausadamente. Si es el festejante un regular, esto es, un parte de por medio, debe ir con gran recogimiento, sujetando con el izquierdo (suple codo) el un embozo, y con la propia mano siniestra, recogiendo pulidamente la punta del otro embozo, dejando como por ventana rasgada al descubierto el diestro lado, y con la mano derecha sacando la vela por la tal claraboya, perfilando un tanto la persona, y volviendo la cabeza afectuosamente y con gesto melifluo hacia el santo de la procesión, ni más ni menos que los diputados de la mayoría se mirlan y engestan cuando de los bancos negros sale algún bombazo estupendo o una graciosidad asturiana. En una palabra: así, de esta manera...

Y diciendo y haciendo, Capita tomaba la actitud más regocijada y aviesa que puede encontrarse en las caprichosas imaginaciones del Boscho.

_La capa (proseguía enhebrando Capita sus disparates) abriga en el invierno y refrigera en el verano. La habilidad del hombre, es poner el punto en su punto: Señor, que canta la chicharra y se atufan los pájaros de calor, y, como dice el boticario, que el telómetro sube a treinta y cinco grados; pues en primer lugar, saco si me da la gana la capa de rúa, de tafetanes o de seda, y luego, volviendo los brazos atrás, me llevo con las manos los embozos, sujetándolos con cierto remangue gracioso; así, de esta manera, como médico que dice no quiero y pone las manos (y fingía los movimientos), y va un cristiano más fresco que la lechuga. Pues se le antoja al hombre ir con veinte y cinco grados y nada más de carbones; ¡toma! ¿y qué hace? Se ciñe la capa, pasando al siniestro el embozo del lado derecho, muy recogido el vuelo, y dejando al aire, galanamente el brazo de la terribleza (derecho quiero decir), y va así gallardeándose como iba por la plaza en lo antiguo el Sr. Pedro Romero, y ahora mismamente el Sr. Paquiro y el Chiclanero. Pues vamos a que quiere ir al temple del mes de abril circumcirca: se emboza así, con cierta holgura, de modo y de manera que pueda alzar el pico al viento o entornarlo según y conforme quiera, y no hay que decirle qué tiempo hace, pues va disfrutando la propia primavera. Pues vienen las sesiones de Cortes, es decir, que principian a llover sobre nosotros las contribuciones y las nieves como si fueran mal granizo, y se mira uno hecho jamón de conserva de Trevélez de purísimo frío: ¿qué se hace entonces? Entonces se aguza el cuello de la capa, que es como las orejas del caballo, y se encoge el cuello humano correlativamente (la encogidura aquí es permitida); se largan los rizos del vuelo derecho de la capa con gran brío; se da el boleo con muchísimo del rigor, y saca el hombre el hombro izquierdo a verificar el embozo; y así que éste llega a jurisdicción, aquel movimiento que venía de la izquierda se trueca de revés y gira de la derecha al contrario, y la capa, con el aire y violencia que trae, se liga, religa y ciñe al cuerpo tan ajustadamente, que queda el hombre como peón o trompo envolatinado por la cuerda de diestro muchacho. Recogido así el aliento y la capa con tal forma, si anda un aficionado tanto como desde San Pablo al horno de las Brujas a mil cien pasos por minuto, llegará jadeando como mastín en el mes de Agosto, aunque se haya venido a Sevilla toda la nieve de la sierra de Granada. Me sucedió a mí, y va de cuento, cierto caso aquel año de los fríos del año 30, que se helaba la candela en la chimenea, que prueba los calores que presta una capa jugada y ceñida por el estilo. Fue, pues, que me sentía todo morir de purísimo invierno y mes de enero, cierto día que de mi casa salí por dos pares de huevos de gallina inglesa (porque yo soy muy gallero) para echárselos a mi clueca. Tomé la mercancía, me embocé en mi capa, según la suerte ciento tres que acabo de explicar, y fue tal el hornito que me hice, que cuando llegué a mi casa ya habían cuajado los huevos, se empollaron y habían nacido los cuatro pollos y comenzaban a reñir. Bien es verdad que me detuve tres días en la Carretería con otros amigos, bebiendo mosto, sorbiendo vino, soplando ron y chupando rosoli, de tal modo, que, según inteligentes, nadie nos hubiera asegurado de incendios ni al 90 por 100; tan cerca estábamos de una ignición espontánea. Pero la gala de la capa está en el reñir, y en lo del comer por el espanto. Para reñir se pone la capa sobre la sangría del brazo izquierdo; se soslaya el cuerpo, se sacuden los pies y se mantiene en la mano derecha, llamada atrás, el mondadientes de Albacete o de Guadix, que no debe pasar de cuarta y media. Los pies en posición, la vista fija en la del contrario, llevando el escudo o rodela pañil de este lado al otro, saltando como una pulga para reparar el golpe que venga y dar el quite conveniente, pasando y repasando como una lanzadera de aquí para allá, de allá para estotro lado, apuntando a arriba y dando el saetazo abajo, amagando a la cara y metiendo hierro en el bandullo, y siempre la capa flotando como bandera en el aire, recogiéndose y dilatándose como serpiente negriparda; porque la capa, en tales fregados, debe tener tanta sapientiastucia, cuanta tuvo la serpiente en el paraíso.

Y Capita brincaba y se reparaba, y acometía y tocaba a retreta, siempre con la capa revuelta al brazo, acudiendo donde mayor era la necesidad, que se perdía de vista en sus movimientos para los ojos del pensamiento, cuanto y más para los de la cara.

_Ya con este picadero y enseñanza (prosiguió Capita), se puede comer por el espanto, trayendo a verdadero conocimiento y razón al picarillo que sea sardesco y vaya fuera de camino. Yo doy cinco de ventaja en palo y pinta al más pintado en esta materia. ¡Si yo fuera ministro allá en las Cortes de Madrid! ¡Cómo me guardarían el respeto los capataces de los gabachos y de los gringos! (aquí se enfurecía Capita como un verdadero diablo). Que el uno se quería meter en lo temporal y eterno, tratando malos casorios, y haciendo que se recargue el vino y que se pague más plata, me pondría en esta positura (y se abría de patas) delante de él, metiéndole la capa por los ojos, levantada en alto como debe estar el pabellón de España, y asestaría a los costillares con este alfiler que siempre me acompaña.

Y en esto blandía, en efecto, un ancho y luciente flamenco de puro acero, objeto artístico salido de las manos del tío Matute, de Tolox.

_Pues que el otro quiere que nos vistamos a su gusto, y que el azúcar se compre caro, y yo (decía Capita) me excusaría de tomar cartas en este fregado si la azúcar no sirviese, como sirve, en efecto, para el rosoli y la mistela; ¿y quiere el gringo darnos papilla por estas circunstancias? Me iría a él muy calladito y muy retrepado, ocultando mucho el hierro, le hablaría por la buena para que dejara habérmelas con el gabacho, y si no se venía a quereres y me alzaba el gallo, zafarrancho de combate, y le endilgaría cuatro puñaladillas ocultas que yo me sé y que no tienen quite, y no volvía el gringo a ver, no ya al Manzanares, pero ni tampoco al Tajo. Y todo esto se hace de esta manera.

Y Capita tomaba tales aires y daba tal ira al gesto, y movía los miembros con tanta agilidad, presteza y arte, que, en verdad, era cosa para imponer respeto al más atrevido, aunque estuviese municionado con un cañón de a 24.

_Pero como al lado de las valentías deben estar los amores, voy a apuntar aquí (dijo Capita) algo de los quereres y, del arrullar con la capa a las mujeres, antes de irme en la materia por esos mares adentro. Un hombre menos que treinteno en los años, de buen corte en la perpendicular de su persona, quebradito de cintura y ojito negro, y con garbo y saber en los movimientos, debe ser, y será siempre, cazador famoso y de grande acierto para esto de atrapar vivas, muy vivas, las inocentes palomas de quince a veinte abriles que entre celosías y verjas se muestran en las rejas y balcones, siempre que a su capa el caballero, además de gentileza, le dé todo el tilín y significación debidos. Cuatro rondas y paseos por la calle, y cuatro despliegues y embozos al enfrontar la reja para dejar ver la configuración del bulto, es el revuelo del cimbel que ya advierte a la individua del cual capítulo se trata, y es probado que ella nunca se equivoca, por lerda que sea. La danza armada por este son entretenido pide al momento el reclamo de la capa, que no debe ser menos eficaz que el canto de la perdiz desmachihembrada. Un embozo llevado a efecto desmayadamente dice que hay mucho del querer; tres pliegues y rebozos hechos con aire e impaciencia señalan que la dificultad apura; el terciar la capa y luego abatirla, es solicitar parlamento; el desembozarse y requerir el sombrero a renglón seguido con primor y dos dedos, es pedir celos; y si al requerimiento se deja el susodicho sombrero a medio mogate, ya es decir que habrá hollín, y largo. Si la paloma, a pesar de estas y otras amonestaciones y reclamos, no hace más que arrullar sin tender el ala, entonces se apela al remedio heroico deoxte y me mudo, que produce maravillosos efectos. Para esto no hay más que hacer el paseo de calle, y al emparejar que empareja con la reja o balcón, se acelera el paso, y desplegando un hombre la capa, lleva el embozo izquierdo sobre la derecha, que es lo que se llama trocar los frenos, y esta significación de cambio hay pocas tórtolas o calandrias que lo sepan o puedan resistir; que verdaderamente se atortolan y encandilan de modo tal, que vienen a dar en el señuelo y a entrarse ellas mismas de por sí mansamente por las redes. Entonces (dijo Capita), entonces... Pero al llegar aquí (prosiguió), no debo pasar adelante sin hacer mención de que en este capítulo de los quereres perdió la capa su más galán, gentil y entendido intérprete, no ha muchos años, en la persona de un bizarro caballero andaluz, y criado entre Córdoba, Écija, Cádiz y Sevilla, llamado tal de Saavedra. No ese que dejó de hacer buenas coplas para fraguar malas notas matrimoniales, sino aquel su hermano, garrocheador de toros y rendidor de caballos, si galán por la persona, la mapa y dechado de todo lo apurado y legítimo de esta tierra de Andalucía. Ninguno como él, señores, en esto de la capa para el arrullamiento, el reclamo, la notificación y el remate de los quereres. En fin, la presente compañía lo ha alcanzado como yo, y esto me excusa de encarecimiento; pero si relataré lo que le aconteció con cierta paloma blanca como la nieve, que moraba noblemente, y sin cuidarse de amores, en cierto sitio retirado y ameno de esta invicta ciudad. Ella era zahareña, esquiva y recelosa por extremo, y en vano empleaba el gentil caballero todos los buenos medios que la doctrina enseña para tales casos, sacando ora plumas de soldado, ostentando allá armiños de duque, derramando por aquí regalos y preseas, y afectando a veces elegancias extrañas de París, Flandes y Milán: todo era en vano, y la paloma manteníase encastillada y sola en su vivar escondida. Ni la capa en la silla jineta, ni la capa de toros (que también en ambas era extremado Saavedra), pudieron alcanzar de avecilla tan desdeñosa otra cosa que un tanto de atención, pero sin nada de reblandecimiento, hasta que a la fin y postre puso en obra aquel noble caballero los preceptos y doctrinas que acabo de exponer y comentar. Desde el primer punto principió a tomar cartas en el juego la hermosa avecilla, desplegando su plumaje al viento, ufana cuanto esplendente, volando y revolando por fuentes, prados y espesuras, y cuando quiso separarse, y retraerse, y decir nones y volvamos a empezar, de repente aplicó el astuto cazador la suerte del cambio del embozo, y con ella, ellase fascinó y la tomó el mareo y la fatiga del querer, y él comenzó a tener flux de sus amores, y treinta y una de mano siempre que quería y tendía la manta. Aunque bueno es advertir que aunque ella era paloma blanca, jamás dejaba su palomar, teniendo por lo mismo el buen cazador que ir siempre prevenido de una escala de seda, de modo que él subía, ya que no volaba, y subía en verdad como buen grumete. _Y como si al lado de la valentía han de encontrarse los amores, a la vera de los quereres deben crecer las tretas y los engaños, viene, pues, adrede y muy al justo el que toquemos aquí algo de los graciosos disfraces, embustes y embelecos en que, con utilidad del hombre, puede intervenir la capa. _Y no mencionaré aquí, por muy sabido, el lance del cautivo, que yendo a desbeber de sus aguas, lo están aguardando todavía, porque supo con su capa, sostenida con un bordón y coronada con el sombrero, formar armadijo y traspantojo que lo representase en efigie y biombo, por detrás del cual pudo deslizarse por la tangente. Ni tampoco referiré uno solo de tantos sucedidos, así de donaire como de enseñanza, que al caso pudiera traer, que diablos son bolos, y pudiera ser que allí donde yo quisiera ofrecerme como el ameno y divertido, diera en la flor de hacerme el impertinente y causar el hastío. Mas a pesar de tan buen propósito, búlleme el papo por decir algo, y allá va una historia peregrina cuanto cierta y verdadera, que demuestra de claro en claro, y deja ver por la trasparencia del cristal, que la capa ofrece un recetario poco menos rico que el que archiva la ciencia de gobernar hogaño, para esto de los embelecos y engaños, aunque acaso no tan chistosos ni de tanta rara invención. Sucedió, pues, no ha mucho tiempo, que unos corsarios berberiscos quisieron dar rebato una noche oscura y tempestuosa a cierto rico lugar de la costa de Granada. Al saltar en la playa, además de aforrarse bien con sus gumías, alfanjes y espingardas, cada cual de ellos, morazos membrudos y descomunales, tuvo buen cuidado de prevenirse con su capa española, negra o de color de tabaco, para recatarse y desmentir su prosapia y vestimenta, si el caso lo requiriese. El caso llegó, en efecto, pues los atalayas y corredores de la costa que divagaban por la lengua del agua, no tardaron en encontrar a los de la grey berberisca, que al punto vinieron en conocer el pícaro trance en que su mala suerte los había puesto, si de él no los redimía alguna buena traza. La feliz estrella que siempre acompaña a los malos, se las facilitó en el momento, y fue de esta manera: que un renegado de los del año 43 que iba en la gavilla, les aconsejó que ciñesen bien las capas y que con los cuellos cubriesen en forma de capilla las tocas y capellares, endoctrinándolos para la ocasión. En efecto: los soldados jinetes, en cuanto llegaron a razonable distancia y dieron la voz tan conocida del ¿quién vive?, preguntaron a renglón seguido¿qué gente? Y entonces todos aquellos buenos encapados respondieron en coro: Semos jrailes japuchinos que vamos a japítulo, y avivando el paso y asentando decentemente su pintoresca capilla, logró aquella santa comunidad salir del peligro, y aun empleando otros engaños, y artimañas, y disfraces, lograron quedar en estos reinos muchos de estos que entonces fueron turcomanos, kurdos, moros y jalofes, y han alcanzado, a beneficio de la capa, quedar entre nosotros, y gracias a Dios los poseemos en cuerpo y alma, y mandan y disponen, quién por aquí, quién por allá, ora en Granada y Sevilla, ora en Galicia y Cataluña. _Pues vean vuesas mercedes, y entrando más en materia (proseguía Capita), de la manera que yo con mi capa asusto y empavento, como decía laCalderi, a los ministros de los ministerios, de cualquier gremio y hermandad que sean. ¿Son progresistas? Pues yo y otros muchachos nos ponemos a distancia por los cantones y esquinas, y blandimos las capas como en la suerte del abrigo y empollamiento de los huevos, las embozamos con el mismísimo aire, de aire vendaval, solo que levantamos el brazo derecho sobre la cabeza, y allí se arropan y enroscan en líneas espirales las capas, quedando los hombres cubiertas las caras, y presentando con tales corozas y capirotes de paño la propia efigie de los penitentes negros de Semana Santa en la procesión de Jesús de la Palma. Con tal disfraz piensan los ministros que ya está encima el tribunal de la Santa, o fingen que le temen, y piensan y arman el escarceo del Rosario de Cuevas bajas. En cuanto al ministerio de la otra banda, les entra el reconcomio más fácilmente, y por otra traza. Salen los muchachos de noche muy reembozados y muy recatados, con las capas por los ojos y los brazos por debajo, arqueados como cuando el barba Ramírez hacía los valentones en los sainetes, y se les ve venir, venir andando con pasos callados, y volviendo la cabeza de una parte y otra con muchísimo del cudiao, sin chistar ni rechistar, reportando el paso, y luego comenzando a la propia tarea; pues héteme aquí que el fuelle de esquina da parte al sayón del barrio, quien la da al cómitre del cuartel, quien la traslada al mayoral de los alacranes, quien al secretario, quien al jefe, quien al ministro, quien a los otros ministros, quienes a la turba multa y non sancta, y todos dan la voz, y todos corren la alarma, y todos chillan a grito en grito: «¡Ya están ahí, ya están ahí los pronunciados!» Y entonces... entonces comienza otro capítulo de la capa, capítulo que es el de las fugas, escapadas, huidas, evasivas y chapescas. _Y me opongo (aquí tomó aliento Capita), me opongo a que, al llegar a este trance, dejen los aficionados, abandonen, tiren y arrojen sus capas para huir con más desembarazo. Esto es contra toda regla y precepto. La capa no estorba para correr, que el patriarca José a buen seguro que él la dejara cuando iba a huir, a no habérsela empuñado aquella buena amiga de Putifar. Si la capa hemos probado que sirve a veces para volar, ¿cómo, y con cuánta mayor razón, no ha de ser parte para emprender y llevar a cabo una fuga provechosa, y aun de suma honra para el fugitivo? De provecho, porque la capa, bien llevada, ¿de cuánta rustiquez y gravedad no despoja y priva al palo o latigazo que dispara a las espaldas algún brazo bocheador y desalmado? Y de honra, porque si los generales supieran a veces llevar bien el embozo de la capa, ¿con cuánta decencia no podrían dejar el campo de batalla, así que la cosa calienta, sólo con embozarse y taparse la cara con siete varas de paño? Ahora no negaré yo que para esta evolución de la gran táctica se necesita ser maestro en toda regla, pues no hay nada de más fatal en las escapadas como el mal pergeño en las bizarrías de la capa. Por esto, como dijo el otro, debe tenerse siempre ante los ojos aquel verdadero axioma, la letra mata el espíritu vivífico; es decir, si la capa está mal llevada y sin la pulidez conveniente, se enreda en la fuga como culebra entre los pies, y después de mil bamboleos y estropezones, al fin se da el formidable talegazo, y el hombre es víctima: pero si el mueble cumple con las verdaderas condiciones de capa andaluza, y el hombre es castizo, siempre que corre se pira y se escapa, pues todo el método es el siguiente: afirmar las piernas, y, sobre todo, principiar con tiempo. _En las huidas hay tres entonaciones: las carreras, las escapadas y las chapescas. Las carreras son el pan cuotidiano del lance y como los primeros compases de todo baile público en las calles, singularmente en España. Muy poco curioso debe ser, y sobrado enemigo de los juegos gimnásticos, quien no disfrute de este ejercicio saludable siquiera tres veces a la semana. Si está en Sevilla, con irse a la retreta, a la Campana o calle de la Sierpe; si en la corte, con pasarse por la Puerta del Sol o calle de Carretas; y si en cualquier otro pueblo, con discurrir y vagar por la plaza o recinto a ellas inmediato poco después de anochecido, disfrutará indudablemente, si es que ya no lo ha disfrutado mil veces, o volverá a disfrutar de este agradable escarceo, y, según las cosas pintan, ha de ser el tal espectáculo muy repetido en esta temporada. No se necesita de gran escuela para la capa en esta suerte, que verdaderamente no tiene malicia ni trascendencia. Así, pues, no hay más que requerir bien el embozo, enfaldarse algún tanto los caídos, tanto con los codos cuanto con las manos, y apretar del cuarto trasero, y ahilar, ahilar, sin descomponerse ni alborotarse mucho para correr, porque estos son chubascos veniales que pasan pronto, o que, al menos, dan mucho respiro; mas esto se deja al buen arbitrio del interesado, porque si desde luego quiere correr a todo trapo, tiene carta blanca para ello. _En las escapadas ya es otra cosa, porque debe haber siempre e intervenir causa que caiga en pecho de varón constante. Las escapadas las pueden proporcionar, o las autoridades (método el más común), o los muchachos de palo y gorrilla (esto, aunque está dormido ahora, volverá pronto), o cualquier particular que tenga algo de afición a tal espectáculo y que sea algún tanto avieso. La autoridad que es amable puede proporcionar en verdad este espectáculo muy a menudo y sin gran desvelo ni desembolso: con hacer que los centinelas y guardias sacudan algunos mandobles a los estantes y trashumantes; con mandar disparar, siempre por la rasante para mayor inocencia, algunos tiros o balazos, o soltar por las calles aunque no sea más que medio escuadrón de caballería que vaya jugando a cañas y alcancías con la lanza en ristre o bagatela por el estilo, la cosa es muy para ver. Ahora se ha puesto al uso otra lindeza y gala, que es la de las partidas de capa; pero es método que pertenece exclusivamente a la invención, y por lo mismo es de la propiedad sola del ministerio de la Gobernación, que tantos bienes ha producido ya y promete. Este es método menos solemne, pero más sencillo y manuable que los demás todos. En cualquier feria, reunión o concurso van estos dependientes del ramo de fomento y de las mejoras materiales así muy serios, seriecitos en regla. Por antojo o improvisación comienzan a dar fomento en las espaldas del prójimo, a mejorarle las costillas al que ellos fallan por jibado o mal hecho, y se arma la danza más entretenida del mundo. Yo, a fe de Capita, siempre estoy en postura para laescapada desde la aparición de tal langosta. Y la flor es que como tal gurullada no trae insignia y distintivo, cuando acuerda el paciente ya está la granizada descargando. Decía cierto pobre francés, a quien por curiosidad lo entrecogieron en una de tales encamisadas y le solfearon soberanamente el dorso de su medalla, que los oficiales de justicia deben llevar la insignia de su ministerio, pues de otro modo no eran otra cosa que salteadores o bandoleros. Yo creo que esto es muy sin razón y, al fin, murmuración de extranjeros, y que tales amigos deben considerarse sólo como amables burladores, que a veces tienen chanzas y ocurrencias pesadas. Algunos muchachos han tomado la consideración del francés por donde quema, la han comentado, y de todo han deducido que quien carece de distintivo no tiene derecho a ser mirado como ministro de justicia, ni, por consiguiente, a ser respetado; y que quien sin tales requisitos se propasa a vías de hecho, puede y debe ser repelido con la ayuda de cualquier argumento que acabe en punta. _En cuanto a las diversiones de los muchachos, aguardemos a verlas para calificarlas, y vengamos a las escapadas que puede proporcionar o improvisar cualquier aficionado, por poca inventiva y chirumen que contenga en su magín. Hay, y pongo un ejemplo, un gran aluvión de concurrentes en esta o aquella calle, en aquel o estotro barrio, y se quiere muñir y algazarar la gente embebecida por la iluminación o por la música; pues no hay más que tomar este buscapié, aquel morterete o petardo, o alguna bomba de pólvora y papel, sujeta y religada con hilo embreado y muy fuertemente; ¡zas!, se pone en algún zaguán para que retumbe bien, si es que no se quiere situar, y es lo más provechoso, entre los pies de los divagantes y ociosos, aunque sean hembras, y ¡fuf!, se le pone algún tanto de fuego, cosa corta, así, una pizca, asunto de nonada y chirinola, que como la pajolilla prenda bien y el artefacto haga un traque barraque de a folio, verán ustedes estallar en carreras las gentes, y gozarán de una escapada legítima. Pero es receta de mayor efecto y más cordial la siguiente: Hay gran bullir de hombres y mayor rebullimiento de mujeres en alguna plaza, con mucho de yentes y vinientes, no pocos de salientes y entrantes y transeúntes, y algunos acorrillados y parladores, de manera tal, que parezca la calle suelo plagado de hormigas, todos atraídos y convocados por la curiosidad de alguna procesión, o el buen ver de alguna entrada triunfal, de las muchas que hay y ha de haber; pues bien: va y toma el aficionado un cabritillo, hijo de vaca y toro y que sea mancebillo como de cuatro o cinco años no más, y me lo suelta por donde más se angoste la calle y más se apiñe la gente, que como el animalito sea algo revoltoso y regocijado y comience a echar bendiciones con la cabeza, puede prestar rato de mucho gusto a los ojos y dar que contar y referir más a una lengua parladora y bien montada. Entonces es cuando se requiere de veras el arte de la capa_y en esto volvió a levantarse Capita, y embrazó su mueblaje de paño_. Entonces_prosiguió_ es para cuando se necesita de la retentiva y del sentido, y del mucho arte; viene el bullicio y los rempujes y las arremetidas de esta parte pos, y va de ejemplo, y hay lugar para escapar: entonces se da un gentil arranque a los pies, embozándose antes por lo largo, de manera que caiga mucho el rebozo derecho, y con la mano izquierda se levanta el diestro, como si fuese ola de nazareno, y recogiéndola cuanto más pueda, sale escapado de esta guisa.

Y Capita, poniendo en obra lo que enseñaba, se embozó de tal manera y comenzó a correr por la sala a lo largo y a lo ancho y en todos sentidos, que no parecía sino legión de demonios; enfaldada la capa por tan buen estilo, que parecía servirle de máquina de vapor, que no de estorbo o impedimento. Parando de pronto, exclamó Capita, ya entusiasmado, enardecido y hecho un energúmeno:

_Pues en esta placeta y claro me encuentro al cabritillo hijo de vaca y de toro y mancebillo de cuatro a cinco años, que ha volteado a cuatro pacientes, y que con cada derrote llega a las ventanas del segundo piso, se mosquea y bufa, y viene sobre mí, y yo entonces..., entonces, así como lo siento y soslayando algo la cabeza, como en la suerte del abanico del señor Montes, comienzo a gallearle. Se viene sobre el lado izquierdo husmeando la tierra y rascándome los falbalaes con la cornamenta,¡zas!, me cambio al costado derecho: se me viene sobre éste, ¡zas!, trastéolo al siniestro, y ¡zas, zas, zas!, le doy cinco pases, y al sexto, me pongo la capa, y...

¡Pesia a mi alma!!! Yo que me había hallado asaz tranquilo mientras duró la parte didáctica del cuento, no pude menos de alterarme algún tanto en cuanto Capita comenzó a pintar al vivo y natural las suertes y lances del galleo, y que lo veía pasando y repasando, y sacudiendode pies, y estallando de persona, todo cerca del aparador cargado de la pecera de cristal y de las cuatro jarras de flores de porcelana y demás ornamentos y curiosidades de la salvilla. Desde luego al primer¡zas!, que correspondió ajustadamente al primer pase de capa, me pasó a mí por la mente el trabajo que iba a acontecer, y se me quedó pasado el corazón de cierto presentimiento quebradizo. Al segundo¡zas! me boté sin sentirlo de la silla; al tercero quise hablar, y no pude, temiendo que mi voz apresurara el fracaso en lugar de evitarlo; al cuarto y quinto que cruzaron como relámpagos por mi mente, ya no vi nada, pues cerré los ojos para no ver el horrible cataclismo que amenazaba, y al que hizo seis... ¡ah!..., al que hizo seis, oí el verdadero y original sonido de donde se ha copiado en El Barbero de Sevilla el fragor y estrépito de toda la cacharrería que Fígaro destruye adredemente. Abrí al fin los ojos, y contemplé al pobre Capita enredado entre los travesaños del aparador, y que en medio del Mediterráneo de agua que formaba el líquido vertido y de los peces saltando en derredor, no parecía mismamente la ballena de Jonás, sino es que al verlo abrazado afectuosamente con su capa, pugnando por recuperarse y levantarse, no se le tomara mejor por algún profeta que sobre su manto quería hender algún río o brazo de mar.

Todos reían desesperadamente, y fue preciso seguir el ejemplo, y aun yo tuve que mejorar el juego con estrepitosas carcajadas. Capita, ya restaurado en su posición vertical, aunque algo doliente de este costillar y de la pierna izquierda, sin dejarse distraer por el encalle que había sufrido, y más enardecido y más en escena que nunca, proseguía:

_En cuanto a laschapescas que es la escapada elevada a la tercer potencia...

_¡Calla, calla, por Dios! Capita (le dije yo), no me disparates más, que ya estos señores, como yo, han formado juicio cabal y completo del arte que con tal habilidad y afición profesas! Empárchate si puedes esa pierna, embízmate esas costillas, y asordínate por ahora ese pico de papagayo o cotorra, que si la diversión ha de seguir todavía,Puntillas tu compañero será el que nos hará el gasto.

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