Sonia
Sendra
Crespo

 

 

El puño de plata

El vendedor de rosas

ristán era el mejor relojero del pueblo en que había nacido. Ningún reloj averiado se resistía en sus manos. Su fama creció tanto que llegaban gentes de cualquier punta del mundo, de los lugares más insospechados, para confiarle sus preciados relojes. Algunos eran muy antiguos y Tristán los observaba, analizaba su extraña maquinaria y se ponía manos a la obra. Arreglaba relojes de pulsera, relojes de pared, relojes de iglesia, relojes de cadena… Pero las circunstancias personales, el progresivo crecimiento de la ciudad y el desprecio de sus contemporáneos hacia las cosas más antiguas le llevaron a trabajar para una casa de relojes, la Citizen o la Rolex, qué más da.
      Una mañana como otra cualquiera de uno de los inviernos más fríos de nuestra Era, Tristán se miró en el espejo de su habitación. Destacaban sus cabellos rizados por la abundancia, pero él se fijó en unas arruguillas que nacían de sus ojos, aunque se veía joven todavía. El paso del tiempo era un tema que nunca le había preocupado demasiado. Aquél parecía un buen día para empezar a pensar en ello.
      —María—preguntó a su esposa que remoloneaba entre las sábanas—¿me ves más mayor?
      —Mmm, no. Bueno, esa barriga...
      —¿Qué le pasa a mi barriga?
      —No, nada, que ha crecido un poco desde que te conocí en aquel bar de mala muerte.
      —Por cierto, María, siempre me he preguntado cómo fuiste a parar a ese antro.
      —Te lo he explicado mil veces. Llovía, ¿te acuerdas? Y no llevaba paraguas. Y me refugié en el primer sitio que vi.
      —Recuerdo que pediste un whisky. Tú nunca bebes whisky.
      —Tenía mucho frío.
      —Llamaste al camarero por su nombre.
      —Oh, vamos, el bar se llamaba igual.
      —Bueno, bueno, no sé qué pensar. Pero mira aquí, en mis ojos—dijo mientras se acercaba a ella hasta encontrarse a un palmo de distancia—¿no ves unas arruguillas?
      —Que no.
      A Tristán no le convenció su respuesta. No porque desconfiara de la sinceridad de su esposa sino porque apenas le había mirado. Tampoco tenía demasiada importancia. Todo el mundo se hace viejo y muere algún día.
      Para llegar a la empresa donde trabajaba, Tristán debía tomar el autobús primero y caminar tres manzanas después. Le costó mucho subir las escaleras del autobús. Se sentía muy cansado y no sabía por qué. Cuando se estaba agachando para sentarse, una señora con carrito de la compra se precipitó hacia la silla que Tristán había escogido. No quiso discutir y miró alrededor en busca de otro asiento. Aquél no era su día de suerte. Se resignó a ir de pie todo el camino. Estuvo a punto de caer unas tres o cuatro veces, entre frenazos y aceleradas, en el autobús y otras cuatro o cinco cuando iba caminando por la calle. No comprendía qué podía pasarle, pero el asunto empezaba a adoptar una gravedad de la que no era totalmente consciente. Falta de energía, calor o baja tensión, quién podía saberlo. Cada paso era más lento que el anterior. Sería la primera vez en su vida que llegara tarde al trabajo. Cuando tenía su propia tienda nunca se permitió el lujo de abrir con retraso. Tan sólo cerró el día de su boda, por la mañana.
      Por fin había llegado. Arrastró los pies hasta su silla.
      —¡Tristán! ¡Dónde te has dejado el bastón!—exclamó guasón uno de sus compañeros de trabajo. Tristán sonrió con una mueca de desprecio y vio en su mesa el precioso reloj de oro que le habían llevado el día anterior. En vano fueron sus intentos de arreglarlo. Era la primera vez (aquel día iban a ocurrirle varias cosas por primera vez) que no lograba hacer funcionar un reloj. Decidió pedirle al jefe el día libre y tomar un taxi hasta su casa. Su mujer lo cuidaría y le haría caricias.
      Por el camino, veía pasar los coches a su lado y miles de caras extrañas miraban en todas direcciones. Mientras, las palabras de su jefe se repetían en su cabeza, obsesionándole por no haber prestado atención en su momento. “Claro que puedes irte a casa, Tristán. Pero hombre, si es la primera vez que me lo pides en todos estos años. Cómo no iba a dejarte.” ¿A qué se referiría cuando dijo “todos estos años”? Tan sólo llevaba siete meses en la empresa. Posiblemente se habría confundido de empleado. Pero no, dijo Tristán, claramente, ¿o no?
      Cuando abrió la puerta de su casa, cayó de bruces en la alfombra del recibidor.
      —¡María, María! ¡Ayúdame a ponerme en pie!
      Sus gritos no hallaron respuesta alguna, ni siquiera el eco escuchaba sus palabras. Arrastrándose por el suelo, siguió pidiendo auxilio, hasta que llegó al sofá y se sentó. Su mujer no estaba en casa. Una inmovilidad total invadía su cuerpo, excepto sus ojos, únicos órganos que obedecían las órdenes del cerebro. Había algo extraño en el salón. Tristán observaba todo atentamente. No recordaba tantos libros en la estantería, tampoco el color de las paredes le resultaba familiar. Debía llevar ahí sentado unas tres horas y su mujer no llegaba. Empezaba a preocuparse. ¿Le habrá pasado algo?
       Había fallecido diez años atrás.
      Al lado de la chimenea junto al atizador  un bastón se sostenía del revés reluciente el puño de plata su propio rostro reflejado
      —María...María...

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El vendedor de rosas de invernadero

      Ramón Segura, vecino y amigo mío desde hace cuatro años, intentó explicarme ayer lo que ocurrió la noche que decidió dejar a su mujer después de nueve años de convivencia. Lo complicado será transcribirlo con sus palabras, pues Ramón había bebido y yo estaba aún más borracha.

      Marta era la persona más bondadosa que había conocido mi amigo. Demasiado, diría yo. Nunca me he llevado muy bien con los santos. Eso fue lo que más le atrajo de ella y también lo que hizo estallar la chispa de su aburrimiento. Ramón quería decirle que se había cansado y decidió mentir para no hacerle daño. Le diría que se había enamorado de otra mujer.

      _¡Jesús!_exclamé sorprendida._Qué mentira tan piadosa.

      Una noche se decidió por fin y la llevó a un restaurante que frecuentaban, pensando que así no se atrevería a montarle un número. Conociendo a Marta, imagino que habría estallado en lágrimas más que en gritos y reproches. He conocido a muchos hombres y la inmensa mayoría no parece comprender a sus mujeres. No me gustaría ver a mi pareja llorando como una Magdalena delante de cuarenta personas comiendo pescaditos fritos. Allá él y su conciencia.

      "Acababan de traernos el primer plato cuando probé a decírselo por primera vez, entre tomates y lechugas.

      "_Verás, Marta, tengo una cosa importante que decirte_empecé.

      "_Yo también_contestó ella_tú primero.

      "En aquellos momentos un vendedor de rosas se acercó a nuestra mesa y plantó el ramo en las narices de Marta. Ella se ruborizó con esa sonrisa de "no es necesario que la compres" y yo negué con la cabeza e hice un gesto de "lárgate". Entiendes que aquél no era un buen momento para darle el disgusto. Seguimos comiendo, como si ambos hubiéramos olvidado nuestros pensamientos. Pero ahí estaban y, en consecuencia, no hablamos palabra. Sólo opinábamos sobre la comida: "Está buena la ensalada", "y estos chipirones están riquísimos".

      "A tres metros vi otro vendedor de rosas ofreciéndolas en otra mesa y le dije que no con el dedo antes de que se acercase. No sé si era el mismo. Estos indios me parecen todos iguales.

      _No son indios_opiné_son pakistaníes y se ganan la vida.

      _Serán de donde sean, pero son muy pesados. Por cierto, ¿quieres una raya?

      _¿De qué?_pregunté yo.

      _De farlopa, ¿de qué va a ser?

      _Bueno_acepté_la verdad es que no me lo esperaba. Hace meses que no me meto nada.

      Sacó una papela con un par de gramos y me extrañé mucho, pues Ramón no es de los típicos que van siempre de coca y jamás lo había visto pillar más de medio gramo, pero no pregunté nada. Íbamos por el tercer whisky cuando nos esnifamos un cuarto de gramo. Estaba buena. Joder, si estaba buena. Ramón siguió con su historia.

      "Nos trajeron el segundo plato y encorajé de nuevo, pero le di otra estructura a la historia. Poco a poco, pensé, la iré preparando. Como aquel chiste de la madre de uno que se muere y para preparar el terreno empiezan con la historia de que su gato se ha subido a un árbol y luego le dicen que el gato lleva tres días y no puede baja y siguen con que el gato se ha caído del árbol y ha muerto y al final le dicen que su madre se ha subido a un árbol.

      "_Hay una chica nueva en la oficina y Pedro se está enamorando de ella.

      "_Pero, Pedro ¿No estaba casado?

      "_Sí, ya ves, cosas que pasan.

      "De repente, un ramo se interpuso en nuestras miradas. Ella volvió a sonreír exactamente igual que lo había hecho antes. Yo no pude evitar mi rabia hacia aquel ser que sonreía también y decía: "Dos por doscientas". Le dije que no. Se puso serio. Creo que interpretó correctamente mi mirada. ¿Te das cuenta? ¡Tres roseros en media hora! Ni que los hubiera contratado Marta.

      "_¿Hay rosas en invierno?_pregunté nervioso a Marta cuando se fue el plasta de las rosas.

      "_Son de invernadero_aclaró ella.

      "_Claro. Por cierto, ¿qué querías a decirme?

      "Cuando Marta se dispuso a hablar, el camarero retiró los platos y preguntó por el postre. Marta pidió profiteroles. "¡Oh, Cielos!" Pensé. Ahora tendremos aquí al camarero media hora para hacer los malditos profiteroles. Pero a Marta le apasionan los profiteroles. Cuando los engulló, pedimos un carajillo y un cortado. Nos los trajeron y volví a la conversación de mi amigo Pedro. Yo quería decirle que la nueva secretaria era muy simpática y guapa y ¡Zas! Otra vez el indio de los cojones con las rosas.

      "_Pero, ¿de dónde salís tantos indios?_ pregunté.

      "_Yo pakistaní_contestó él.

      _¿Lo ves?_interrumpí a mi amigo.

      _Hubiera querido matarlo allí mismo. Te juro que tengo una pistola y lo mato.

      _Pero él no sabía lo que querías decirle a tu mujer ni que habían pasado otros tres floristas con las rosas.

      _Me daba igual. Estaba histérico, frenético, esquizofrénico perdido. Se me puso un humor de perros. Nos trajeron la cuenta, pagué y nos fuimos sin poder decirle lo que pensaba. Intenté convencer a Marta de ir a tomar una copa al "Viejo bar", ya sabes que es el único que le gusta, pero no quiso.

      "_Ve tú_me dijo_yo estoy muy cansada y mañana quiero hacer cosas.

      "¿Cómo iba a querer salir conmigo con la mala leche que llevaba? Y supongo que no le habría hecho mucha gracia que me negara de aquella forma tan contundente en comprarle una rosa. Precisamente ahora que disponemos de pasta. Bueno, la cuestión es que me fui yo a dar una vuelta y la vuelta se alargó hasta las tres de la mañana. Prácticamente me echaron del local. Iba tan borracho que no me aguantaba de pie. Y eso que me invitaron a rayar. Pero iba super pasado, me había bebido como siete whiskyses.

      Diciendo esto, Ramón se sirvió el quinto whisky y me sirvió a mí el cuarto. Esnifamos otro cuarto de gramo. Yo iba encendida y empezaba a tener ganas de bailar y beber. Pero quise saber el final de la historia.

      _¿Hablaste por fin con tu mujer?

      _Calla, calla, que no se ha terminado. Tú sabes que yo soy muy pacífico ¿Verdad?

      _Sí_dije yo.

      "Pues resulta que al salir del bar no tenía ni idea de dónde había dejado el carro. Empecé a dar vueltas como un loco hasta perderme yo mismo. Me puse de un violento que asustaba, cagándome en Cristo y en Dios y en la Virgen. En estas me cruzo con otro vendedor de rosas o uno de los de antes y empiezo a insultarle con toda la mala fe del mundo.

      "_¡Hijo de puta, Indio de mierda, me habéis jodido la noche!

      "El pobre hombre se asustó y empezó a correr. Le seguí tropezando varias veces y no sé cómo lo alcancé. No había nadie en la calle, aunque eso me daba igual, y le di una somanta palos que lo dejé en el suelo derretido. Las flores salieron volando por el aire y una bolsa saltó de dentro de una rosa. Agarré el ramo y lo lancé con todas mis fuerzas. Salieron más bolsitas blancas. Empecé a pisotear las flores mientras el tipo se quejaba estirado en medio de la acera. Me fijé en las bolsitas y recogí una del suelo. ¿No adivinas lo que era?

      _Cocaína_dije sorbiendo lo que me quedaba del whisky.

      _Exacto_siguió mi amigo._Recogí toda la que se había caído y me fui cagando leches. Unos veinte gramos.

      _¿No será esto que nos estamos metiendo?_pregunté preocupada de veras.

      _Correcto. Pero puedes estar tranquila_dijo Ramón viendo mi rostro de pánico.

      _¡Estás loco! ¡Cómo voy a estar tranquila! Deben estar buscándote para matarnos.

      _Tranquila. No soy yo el que ha de correr esa suerte.

      _¿Qué quieres decir?

      _Mira_dijo Ramón mostrándome un periódico del mes pasado.

      Una noticia hablaba de un pakistaní apaleado y asesinado en un descampado a dos kilómetros del pueblo donde vivimos. Ni una palabra de las rosas y la coca.

      _¡Lo mataste!

      _No. Yo no. Yo lo dejé llorando en la calle.

      _¿Qué vas a hacer?

      _Comerme la coca. ¿Quieres otra raya?

      _Sí, gracias_esnifamos._Y otro whiskey_me serví. ¿Y Marta?

      _Bien, gracias. Voy a casarme con ella.

      _¡Quééé!_me sorprendí de nuevo.

      _¿Recuerdas que ella también tenía algo importante que decirme esa noche? Está embarazada. Se lo calló por el mal detalle de la rosa.

      _Pero si estabas harto de ella.

      _Ya no. Estamos mejor que nunca. ¿Otra rayita?

      _Sí, gracias

 

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