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ramón maría del valle inclán

 

POESÍA

Rosa de Oriente

Bestiario

En Bombay dicen que hay

Renunciamiento

Rosa de Job

La trae una paloma

El preso

Rosas astrales

Álamos fríos...

Asterisco

RELATOS

El miedo

Un cabecilla

El rey de la máscara

Sonata de Estío (fragmento)  

¡Malpocado!

TEATRO
¿Para cuando son las relaciones diplomáticas?

La hueste

ROSA DE ORIENTE

Tiene el andar la gracia del felino,

es toda llena de profundos ecos,

enlabia con moriscos embelecos

su boca oscura, cuencos de Aladino.

Los ojos negros, cálidos, astutos, 

triste de ciencia antigua la sonrisa,

y la falda de flores una brisa

 índicos y sagrados institutos.

Cortó su mano en un jardín de Oriente

las manzana del árbol prohibido,

y enroscada a sus senos, la Serpiente.

Decora la lujuria de un sentido

sagrado. En la tiniebla transparente

de sus ojos, la luz es un silbido. 

(AROMAS DE LEYENDA)

 

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Bestiario

¡Romántica Casa de Fieras

del Buen Retiro, he vuelto a ver

la alegría de tus banderas,

bajo la tarde, como ayer!

Y me detuve emocionado

ante aquel viejo carcamal

estilizado

en el escudo nacional.

¡Viejo león que entre las rejas

bostezando agitas la crin,

sobre tus cejas

sus arrugas puso el esplín!

El canguro antediluviano

huyó con saltos de flin_flan:

es australiano

y tiene trazas de alemán.

Temeroso esconde las crías

en el buche de acordeón:

antipatías

tiene el canguro, de embrión.

El tigre se agita ondulante

tras los hierros de su cubil:

belfo tremante,

garra rampante y ojo hostil.

¡Qué triste el oso se espereza

sobre las pajas de su coy!

¡Cuando bosteza

recuerda al conde de Tolstoy!

Tiene un gesto de omnipotencia

el leopardo bengalés,

la impertinencia

de su gesto dicta al inglés.

Sonríe el lobo tras la reja,

con su guiño de curial.
 

Rasca la oreja

y la estameña del sayal.

Y la romántica jirafa,

solterona que bebe hiel,

las rosas chafa

en la cúpula del laurel.

¡Arquitectura bizantina

imposible de razonar,

de la divina

silueta de Sara Bernhardt!

Un disparate pintoresco,

maravilloso de esbeltez,

el arabesco

del caballo del ajedrez.

Ruge encendida la pantera

su ensueño de arenas y sol,

sabe la fiera

un aljamiado de español.

Recuerda el índico elefante

los bosques sagrados de Anám,

como un faquir ebrio de bahám.

Meditaciones eruditas

que oyó Rubén alguna vez

letras sánscritas

y problemas de ajedrez.

¡Viejo elefante de Sumatra,

sueñas acaso con Belkis,

con Cleopatra

o con un circo de París?

¿Añoras la torre guerrera

sobre tus hombros de titán,

o la litera

de la reina de Indostán?

¡Tú que a mi musa decadente

brindas la torre de marfil,

resplandeciente

como una noche de las Mil!...

Encumbrado sobre una rama

el triunfo del pavo_real,

es una llama

del Paraíso Terrenal.

Un ensueño de surtidores,

un cuento del viejo jardín

con los olores

de la albahaca y el jazmín.

¡El negro opio de la China

sabe tu verso ornamental,

ave divina

de un Paraíso Artificial!

El mono acrobático salta

y hace del mundo trampolín.

Mima y esmalta

cada salto con un mohín.

¡Y la cotorra verdigualda,

rataleando su papel

luce una falda

que fue de la Infanta Isabel!

Feminista que disparata

bajo la rama del calamac.

Bajo su pata

las ramas secas hacen crac.

A Simeón el Estilita

en penitencia sobre un pie,

desacredita

la cigüeña falta de fe.

Caricatura del milagro

en un fondo de azul añil

exprime el magro

y cabalístico perfil.

Sobre una parra se arrebuja,

y en el tejado hace una oración,

como una bruja

que escapó de la Inquisición.

Esponja el flamenco la pluma

y su absurdo monumental

trémulo esfuma

sobre dos rayas de coral.

La cabra dibuja una aldea

dando vaho de la nariz.

¿Es de Judea

la aldea o de la Arabia Feliz?

La cabra contempla la vida

con los ojos muertos de luz,

una dormida

visión de Oriente en la testuz.

Y el cocodrilo faraónico

las fauces abre en el fangal

al sol que irónico

hace llorar su lacrimal.

¡Olvidada Casa de Fieras,

con los ojos de la niñez

tus quimeras

vuelvo a gozar en la vejez!

Muere la tarde. _Un rojo grito

sobre la fronda vesperal._

Y abre el círculo de su mito

el Gran Bestiario Zodiacal.

 (LA PIPA DE KIF)

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En Bombay dicen que hay
terrible peste bubónica
y aquí Urrecha hace la crónica
de un drama de Echegaray...
¡Mejor están en Bombay!


 

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RENUNCIAMIENTO

¡Tengo rota la vida! En el combate 
de tantos años ya mi aliento cede, 
y al orgulloso pensamiento abate 

la idea de la muerte, que lo obsede. 

Quisiera entrar en mí, vivir conmigo, 
poder hacer la cruz sobre mi frente, 
y sin saber de amigo ni enemigo, 
apartado, vivir devotamente. 

¿Dónde la verde quiebra de la altura 
con rebaños y músicos pastores? 
¿Dónde gozar de la visión tan pura 

 que hace hermanas las almas y las flores? 
¿Dónde cavar en paz la sepultura 
y hacer místico pan con mis dolores? 

 ROSA DE JOB
¡Todo hacia la muerte avanza
de concierto,
toda la vida es mudanza
hasta ser muerto!

¡Quién vio por tierra rodado
el almenar,
y tan alto levantado
el muladar!

¡Mi existir se cambia y muda
todo entero,
como árbol que se desnuda
en el Enero!

¡Fueron mis goces auroras
de alegrías,
más fugaces que las horas
de los días!

¡Y más que la lanzadera
en el telar,
y la alondra, tan ligera
en el volar!

¡Alma, en tu recinto acoge
al dolor,
como la espiga en la troje
el labrador!

¡Levántate, corazón,
que estás muerto!
¡Esqueleto de león
en el desierto!

¡Pide a la muerte posada,
peregrino,
como espiga que granada
va al molino!

¡La vida!... Polvo en el viento
volador.
¡Sólo no muda el cimiento
del dolor!


LA TRAE UNA PALOMA
Corazón, melifica en ti el acimo
fruto del mundo, y de dolor llagado,
aprende a ser humilde en el racimo
que es de los pies en el lagar pisado.

Por tu gracia de lágrimas el limo
de mi forma será vaso sagrado,
verbo de luz la cárcel donde gimo
con la sierpe del tiempo encadenado.

¡Alma lisiada, negra arrepentida,
arde como el zarzal ardió en la cumbre!
¡Espina del dolor, rasga mi vida

en una herida de encendida lumbre!
   ¡Dolor, eres la clara amanecida,
y pan sacramental es tu acedumbre!


 

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EL PRESO

Camino polvoriento del herrén amarillo

declinando la tarde. En la loma, un castillo.

Entre guardias civiles un hombre maniatado

camina. Tiene el gesto nocturno del malvado.

Sobre la frente torva como testuz de toro,

el zorongo de lienzo le pone algo de moro.

Negros y silueteados los tricornios, parejos

de la tarde poniente reciben los reflejos.

Una luz que aún define la X amarilla

del correaje. Llegan cantares de una trilla.

Detrás del prisionero corre su amancebada

el halda desprendida, la greña desgreñada.

Los ojos recelados, en los guardias civiles

están inquietos. El hito tienen en los fusiles.

Ya dibuja la luna sus  perfiles inciertos

y el grillo y la cigarra comienzan sus conciertos.

El carro rubicundo de la trilla, y el coro

de trilladores, pasa sobre la puesta de oro.

La grama pinta el rostro del tropel de atropiles

que delante del carro trenzan ritmos gentiles.

La moza castellana alza el ramo venusto

y a los mozos escapa con alborozo y susto.

Los Sénecas senectos pardillos castellanos

cobran las alegrías de Silenos romanos.

El Jaque frente al coro, con balandrón alarde

de su alma negra, reta al canto de la tarde.

Arquea la figura para cobrar aliento,

hincha el cuello robusto y da una copla al viento.

Calla el coro geórgico y corre hacia el camino

con la acucia de ver pasar al asesino.

Y saluda una voz netamente española:

_He d'ir a Medinica cuando te den piola.

(La pipa de Kif)

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ROSAS ASTRALES

¡Eternos Imperios! ¡Dorados sagrarios!

¡Claves del gran todo! ¡Rezo en sus laúdes!

¡Voluntades quietas! ¡Solemnes virtudes!

¡Entrañas del mundo! ¡Ardientes ovarios!

¡Encendidos ritos de celestes lares!

¡Sellados destinos del humano coro!

¡Soles que las normas guardan del Tesoro!

 ¡Arcanas rosas estelares!

Arcano celeste, agnóstico arcano

donde los enigmas alzó el Trismegisto:

por querer leerte abrió Juliano

en su imperio el cisma, y se hizo Anticristo,

exégeta, Gnóstico del Cielo Pagano,

una Metamorfosis Solar vio en el Cristo.

 

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Álamos fríos en un claro cielo

_azul, con timideces de cristal sobre

el río la bruma como un velo,

y las dos torres de la catedral.

Los hombres, secos y reconcentrados,

las mujeres deshechas de parir:

rostros oscuros llenos de cuidados,

todas las bocas clásico el decir.

La fuente seca. En torno el vocerío,

los odres a la puerta del mesón

y las recuas que bajan hacia el río,

y las niñas que acuden al sermón.

¡Mejillas sonrosadas por el frío

de Astorga, de Zamora y de León!

 

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ASTERISCO

¡Qué linda es la dueña! ¡Qué airoso gracejo!

¡Cómo se divierte, sola, ante el espejo!

La mosca que vuela, busca en el reflejo

del cristal, la mano puesta en circunflejo.

Atentos los verdes ojos de adivina

suspensa en el aire la mano felina,

lo que atrás le queda, delante imagina.

Viéndola, se entiende mejor la doctrina

de Platón. La bella busca en las figuras,

falsas de la luz, claridades puras.

Ciencia cabalística dicta sus posturas.

Quieta y sibilina, mirando el cristal,

la mano suspensa para obrar el mal,

sobre la consola invoca a Belial.

 

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El miedo

      Ese largo y angustioso escalofrío que parece mensajero de la muerte, el verdadero escalofrío del miedo, sólo lo he sentido una vez. Fue hace muchos años, en aquel hermoso tiempo de los mayorazgos, cuando se hacía información de nobleza para ser militar. Yo acababa de obtener los cordones de Caballero Cadete. Hubiera preferido entrar en la Guardia de la Real Persona; pero mi madre se oponía, y siguiendo la tradición familiar, fui granadero en el Regimiento del Rey. No recuerdo con certeza los años que hace, pero entonces apenas me apuntaba el bozo y hoy ando cerca de ser un viejo caduco. Antes de entrar en el Regimiento mi madre quiso echarme su bendición. La pobre señora vivía retirada en el fondo de una aldea, donde estaba nuestro pazo solariego, y allá fui sumiso y obediente. La misma tarde que llegué mandó en busca del Prior de Brandeso para que viniese a confesarme en la capilla del Pazo. Mis hermanas María Isabel y María Fernanda, que eran unas niñas, bajaron a coger rosas al jardín, y mi madre llenó con ellas los floreros del altar. Después me llamó en voz baja para darme su devocionario y decirme que hiciese examen de conciencia:

      _Vete a la tribuna, hijo mío. Allí estarás mejor.. .

      La tribuna señorial estaba al lado del Evangelio y comunicaba con la biblioteca. La capilla era húmeda, tenebrosa, resonante. Sobre el retablo campeaba el escudo concedido por ejecutorias de los Reyes Católicos al señor de Bradomín, Pedro Aguiar de Tor, llamado el Chivo y también el Viejo. Aquel caballero estaba enterrado a la derecha del altar. El sepulcro tenía la estatua orante de un guerrero. La lámpara del presbiterio alumbraba día y noche ante el retablo, labrado como joyel de reyes. Los áureos racimos de la vid evangélica parecían ofrecerse cargados de fruto. El santo tutelar era aquel piadoso Rey Mago que ofreció mirra al Niño Dios. Su túnica de seda bordada de oro brillaba con el resplandor devoto de un milagro oriental. La luz de la lámpara, entre las cadenas de plata, tenía tímido aleteo de pájaro prisionero como si se afanase por volar hacia el Santo.

      Mi madre quiso que fuesen sus manos las que dejasen aquella tarde a los pies del Rey Mago los floreros cargados de rosas como ofrenda de su alma devota. Después, acompañada de mis hermanas, se arrodilló ante el altar. Yo, desde la tribuna, solamente oía el murmullo de su voz, que guiaba moribunda las avemarías; pero cuando a las niñas les tocaba responder, oía todas las palabras rituales de la oración. La tarde agonizaba y los rezos resonaban en la silenciosa oscuridad de la capilla, hondos, tristes y augustos, como un eco de la Pasión. Yo me adormecía en la tribuna. Las niñas fueron a sentarse en las gradas del altar. Sus vestidos eran albos como el lino de los paños litúrgicos. Ya sólo distinguía una sombra que rezaba bajo la lámpara del presbiterio. Era mi madre, que sostenía entre sus manos un libro abierto y leía con la cabeza inclinada. De tarde en tarde, el viento mecía la cortina de un alto ventanal. Yo entonces veía en el cielo, ya oscura, la faz de la luna, pálida y sobrenatural como una diosa que tiene su altar en los bosques y en los lagos...

 

      Mi madre cerró el libro dando un suspiro, y de nuevo llamó a las niñas. Vi pasar sus sombras blancas a través del presbiterio y columbré que se arrodillaban a los lados de mi madre. La luz de la lámpara temblaba con un débil resplandor sobre las manos que volvían a sostener abierto el libro. En el silencio la voz leía piadosa y lenta. Las niñas escuchaban, y adiviné sus cabelleras sueltas sobre la albura del ropaje y cayendo a los lados del rostro iguales, tristes, nazarenas. Habíame adormecido, y de pronto me sobresaltaron los gritos de mis hermanas. Miré y las vi en medio del presbiterio abrazadas a mi madre. Gritaban despavoridas. Mi madre las asió de la mano y huyeron las tres. Bajé presuroso. Iba a seguirlas y quedé sobrecogido de terror. En el sepulcro del guerrero se entrechocaban los huesos del esqueleto. Los cabellos se erizaron en mi frente. La capilla había quedado en el mayor silencio, y oíase distintamente el hueco y medroso rodar de la calavera sobre su almohada de piedra. Tuve miedo como no lo he tenido jamás, pero no quise que mi madre y mis hermanas me creyesen cobarde, y permanecí inmóvil en medio del presbiterio, con los ojos fijos en la puerta entreabierta. La luz de la lámpara oscilaba. En lo alto mecíase la cortina de un ventanal, y las nubes pasaban sobre la luna, y las estrellas se encendían y se apagaban como nuestras vidas. De pronto, allá lejos, resonó festivo ladrar de perros y música de cascabeles. Una voz grave y eclesiástica llamaba:

       _¡Aquí, Carabel! ¡Aquí, Capitán ... !

      Era el Prior de Brandeso que llegaba para confesarme. Después oí la voz de mi madre trémula y asustada, y percibí distintamente la carrera retozona de los perros. La voz grave y eclesiástica se elevaba lentamente, como un canto gregoriano:

       _Ahora veremos qué ha sido ello... Cosa del otro mundo no lo es, seguramente... ¡Aquí, Carabel! ¡Aquí, Capitán ... !

       Y el Prior de Brandeso, precedido de sus lebreles, apareció en la puerta de la capilla:

      _¿Qué sucede, señor Granadero del Rey?

      Yo repuse con voz ahogada:

      _¡Señor Prior, he oído temblar el esqueleto dentro del sepulcro ... !

      El Prior atravesó lentamente la capilla. Era un hombre arrogante y erguido. En sus años juveniles también había sido Granadero del Rey. Llegó hasta mí, sin recoger el vuelo de sus hábitos blancos, y afirmándome una mano en el hombro y mirándome la faz descolorida, pronunció gravemente:

      _ ¡Que nunca pueda decir el Prior de Brandeso que ha visto temblar a un Granadero del Rey ... !

      No levantó la mano de mi hombro, y permanecimos inmóviles, contemplándonos sin hablar. En aquel silencio oímos rodar la calavera del guerrero. La mano del Prior no tembló. A nuestro lado los perros enderezaban las orejas con el cuello espeluznado. De nuevo oímos rodar la calavera sobre su almohada de piedra. El Prior se sacudió:

      _¡Señor Granadero del Rey, hay que saber si son trasgos o brujas ... !

     Y se acercó al sepulcro y asió las dos anillas de bronce empotradas en una de las losas, aquella que tenía el epitafio. Me acerqué temblando. El Prior me miró sin despegar los labios, Yo puse mi mano sobre la suya en una anilla y tiré. Lentamente alzarnos la piedra. El hueco, negro y frío, quedó ante nosotros. Yo vi que la árida y amarillenta calavera aún se movía. El Prior alargó un brazo dentro del sepulcro para cogerla. La recibí temblando. Yo estaba en medio del presbiterio y la luz de la lámpara caía sobre mis manos. Al fijar los ojos las sacudí con horror. Tenía entre ellas un nido de culebras que se desanillaron silbando, mientras la calavera rodaba con hueco y liviano son todas las gradas del presbiterio. El Prior me miró con sus ojos de guerrero que fulguraban bajo la capucha como bajo la visera de un casco:

      _Señor Granadero del Rey, no hay absolución... ¡Yo no absuelvo a los cobardes!

      Y con rudo empaque salió sin recoger el vuelo de sus blancos hábitos talares. Las palabras del Prior de Brandeso resonaron mucho tiempo en mis oídos. Resuenan aún. ¡Tal vez por ellas he sabido más tarde sonreír a la muerte como a una mujer!

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UN CABECILLA

     De aquel molinero viejo y silencioso que me sirvió de guía para visitar las piedras célticas del Monte Rouriz guardo un recuerdo duro, frío y cortante como la nieve que coronaba la cumbre. Quizá más que sus facciones, que pareccían talladas en duríimo granito, su historia trágica hizo que con tal energía hubiéseme quedado en el pensamiento aquella cara tabacosa que apenas se distinguía del paño de la montera. Si cierro los ojos, creo verle: Era nudoso, seco y fuerte, como el tronco centenario de una vid. Los mechones grises y desmedrados de su barba recordaban esas manchas de musgo que ostentan en las ocacidades de los pómulos las estatuas de los claustros desmantelados. Sus 1abios de corcho se plegaban con austera indiferencia. Tenía un perfil inmóvil y pensativo, una cabeza inexpresiva de relieve egipcio. ¡No, no lo olvidaré nunca!

    Había sido un terrible guerrillero. Cuando la segunda guerra civil, echóse al campo con sus cinco hijos, y en pocos días logró levantar una facción de gente aguerrida y dispuesta a batir el cobre. Algunas veces fiaba el mando de la partida a su hijo Juan María y se internaba en la montaña, seguro, como lobo que tiene en ella su cubil. Cuando menos se le esperaba, reaparecía cargado con su escopeta llena de ataduras y remiendos, trayendo en su compañía algún mozo aldeano de aspecto torpe y asustadizo que, por fuerza o de grado, venía a engrosar las filas. A la ida y a la vuelta solía recaer por el molino para enterarse de cómo iban las familias, que eran los nietos, y de las piedras que molían. Cierta noche de de verano llegó y hallólo todo en desorden. Atada.a un poste de la parra, la molinera desdichábase y llamaba inútilmente a sus nietos, que habían huido a la aldea. El galgo aullaba, con unu pata maltrecha en el aire: La puerta estaba rota a culatazos, y el grano y la harina alfombraban el suelo. Sobre la artesa se veían aún residuos del yantar interrumpido, y en el corral vieja hucha de castaño revuelta y destripada ... El cabecilla contempló tal desastre sin proferir una queja. Después de bien enterarse, acercose a su mujer murmurando, con aquella voz desentonada y caótica de viejo sordo:

     _¿Vinieron los negros? 

     _¡Arrastrados se vean!

     _¿A qué horas vinieron?

     _Podrían ser las horas de yantar. ¡Tanto me sobresalté, que se me desvanece el acuerdo!

     _¿Cuántos eran? ¿Qué les has dicho?

     La molinera sollozó más fuerte. En vez de contestar, desatose en denuestos contra aquellos enemigos malos que tan gran destrozo hacían en la casa de un pobre que con nadie del mundo se metía. El marido la miró con sus ojos cobrizos de gallego desconfiado:

    _¡Ay, demonio! ¡No eres tú la gran condenada que a mí me engaña! Tú les has dicho dónde está la partida.

     Ella seguía llorando sin consuelo:

     _¡Arrepara, hombre, de qué hechura esos verdugos de Jerusalén me pusieron! ¡Atada mismamente como Nuestro Señor!

     El guerrillero repitió blandiendo furioso la escopeta:

     _¡A ver cómo respondes, puñela! ¿Qué les has dicho?

     _¡Pero considera, hombre!

  Calló dando un gran suspiro, sin atreverse a continuar, tanto le imponía la faz arrugada del viejo. Él no volvió a insistir: Sacó el cuchillo, y cuando ella creía que iba a matarla, cortó las ligaduras, y sin psoferir una palabra, la empujó obligándola a que le siguiese. La molinera no cesaba de gimotear:

   _¡Ay! ¡Hijos de mis entrañas! ¿Por qué no había de dejarme quemar en unas parrillas antes de decir dónde estábades? Vos, como soles. Yo, una vieja con los pies para la cueva. Precisaba de andar mil años peregrinando por caminos y veredas para tener perdón de Dios. ¡Ay mis hijos! ¡Mis hijos! .

   La pobre mujer caminaba angustiada, enredados los toscos dedos de labradora en la mata cenicienta de sus cabellos. Si se detenía, mesándoselos y gimiendo, el marido, cada vez más sombrío, la empujaba con la culata de la escopeta, pero sin brusquedad,

sin ira, como a vaca mansísima nacida en la propia cuadra, que por acaso cerdea. Salieron de la era abrasada por el sol de un día de agosto, y después de atravesar los prados del Pazo de Melías, se internaron en el hondo camino de la montaña. La mujer suspiraba:

     _¡Virgen Santísima, no me desampares en esta hora!

     Anduvieron sin detenerse hasta llegar a una revuelta donde se alzaba un retablo de ánimas. El cabecilla encaramose sobre un bardal y oteó receloso cuanto de allí alcanzaba a verse del camino. Amartilló la escopeta, y tras de asegurar el pistón, se santiguó con lentitud respetuosa de cristiano viejo:

     _Sabela, arrodíllate junto al Retablo de las Benditas.

     La mujer obedeció temblando. El viejo se enjugó una lágrima:

     _Encomiéndate a Díos, Sabela.

     _¡Ay, hombre, no me mates! ¡Espera tan siquiera a saber si aquellas prendas padecieron mal alguno!

   El guerrillero volvió a pasarse la mano por los ojos, luego descolgó del cinto el clásico rosario de cuentas de madera, con engaste de alambrillo dorado, y dióselo a la vieja, que lo recibió sollozando. Asegurose mejor sobre el bardal, y murmuró austero:

   _Está bendito por el señor obispo de Orense, con indulgencia para la hora de la muerte.

   Él mismo se puso a rezar con monótono y frío bisbiseo. De tiempo en tiempo echaba una inquieta ojeada al camino. La molinera se fue poco a poco serenando. En el venerable surco de sus arrugas quedaban trémulas las lágrimas: Sus manos agitadas por temblequereo senil, hacían oscilar la cruz y las medallas del rosario. Inclinóse golpeando el pecho y besó la tierra con unción. El viejo murmuró:

     _¿Has acabado?

     Ella juntó las manos con exaltación cristiana:

     _¡Hágase, Jesús, tu divina voluntad!

   Pero cuando vio al terrible.viejo echarse la escopeta a la cara y apuntar, se levantó despavorida y corrió hacia él con los brazos abiertos:

     _¡No me mates! ¡No me mates, por el alma de ... !

     Sonó el tiro, y cayó en medio del camino con la frente agujereada.

     El cabecilla alzó de la arena ensangrentada su rosario de faccioso, besó el crucifijo de bronce, y sin detenerse a cargar la escopeta huyó en dirección de la montaña. Había columbrado hacía un momento, en lo alto de la trocha, los tricornios enfundados de los guardias civiles.

  Confieso que cuando el buen Urbino Pimentel me contó en Viana esta historia terrible, temblé recordando la manera violenta y feudal con que despedí en la Venta de Brandeso al antiguo faccioso, harto de acatar la voluntad solapada y granítica de aquella esfinge tallada en viejo y lustroso roble.

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EL REY DE LA MÁSCARA

      El cura de San Rosendo de Gondar, un viejo magro y astuto, de perfil monástico y ojos enfoscados y parduscos como de alimaña montés, regresaba a su Rectoral a la caída de la tarde, después del rosario. Apenas interrumpían la soledad del campo, aterido por la invernada, algunos álamos desnudos. El camino, cubierto de hojas secas, flotaba en el rosado vapor de la puesta solar. Allá, en la revuelta, alzábase un retablo de ánimas, y la alcancía destinada a la limosna mostraba, descerrajada y rota, el vacío fondo. Estaba la Rectoral aislada en medio del campo, no muy distante de unos molinos: era negra, decrépita y arrugada, como esas viejas mendigas que piden limosna, arrostrando soles y lluvias, apostadas a la vera de los caminos reales. Como la noche se venía encima, con negros barruntos de ventisca y agua, el cura caminaba de prisa, mostrando su condición de cazador. Era uno de aquellos cabecillas tonsurados que, después de machacar la plata de sus iglesias y santuarios para acudir al socorro de la facción, dijeron misas gratuitas por el alma de Zumalacárregui. A pesar de sus años conservábase erguido: Llevaba ambas manos metidas en los bolsillos de un montecristo azul, sombrerazo de alas e inmenso paraguas rojo bajo el brazo. Halagando el cuello de un desdentado perdiguero, que hacía centinela en la solana, entró el párroco en la cocina a tiempo que una moza aldeana, de ademán brioso y rozagante, ponía la mesa para la cena:

     _¿Qué se trajina, Sabel?

     _Vea, señor tío ...

   Y Sabel, sonriente, un poco sofocada por el fuego, con el floreado pañuelo anudado en la nuca para contener la copiosa madeja castaña, con la camisa de estopa arremangada, mostrando hasta más arriba del codo los brazos blancos, blanquísimos, rubia como una espiga, mohína como un recental, frondosa como una rama verde y florida, mostraba sobre la boca del pote la fuente de rubias filloas, el plato clásico y tradicional con que en Galicia se festeja el antruejo. Catolas el cura con golosina de viejo rega1ón, y después, sentándose en un banquillo al calor de la lumbre, sacó de la faltriquera un trenzado de negrísimo tabaco, que picó con la uña, restregando el polvo entre las palmas, procediendo siempre con mucha parsimonia. Hallábase todavía en esta tarea cuando los tenaces ladridos del perro, que corría venteando de un lado a otro, parándose a arañar con las manos en la puerta, le obligaron a levantarse para averiguar la causa de semejante alboroto:

     _¡Condenado animal!

     Sabel murmuró un poco inmutada:

      _¿Estará rabioso?   "

      _¡Rabioso, buena gana! Si estuviese rabioso no ladraba así.

   A esta sazón rompió a tocar en la vereda tan esrentórea y desapacible murga, que parecía escapada del infierno: Repique de conchas y panderos, lúgubres mugidos de bocina, sones estridentes de guitarras destemplados, de triángulos, de calderos. Abrió Sabel la ventana, escudriñando en la oscuridad:

      _¡Pues si es una mascarada!

   Apenas divisaron a la moza los murguistas, empezaron a aullar dando saltos y haciendo piruetas, penetrando en la casa con el vocerío y llaneza de quien lleva la cara tapada. Eran hasta seis hombres, tiznados como diablos, disfrazados con prendas de mujer, de soldado y de mendigo: Antiparras negras, larguísimas barbas de estopa, sombrerones viejos, manteos remendados, todos guiñapos sórdidos, húmedos, asquerosos, que les hacían de repugnante agüero. En unas angarillas traían un espantajo, vestido de rey o emperador, con corona de papel y cetro de caña: Por rostro pusiéranle groserísima careta de cartón, y el resto del disfraz lo completaba una sábana blanca.

   Instoles el cura con tosca cortesía a que se descubriesen y bebieran un trago, mas ellos lo rehusaron farfullando cumplimientos, acompañados de visajes, genuflexiones y cabeceos grotescos. Habían posado las angarillas en tierra y asordaban la cocina, em­bullando muy zafiarnente al eclesiástico y a la moza, que no por eso dejaban de celebrarlo con risa franca y placentera: Solamente el perro, guarecido bajo el hogar, enseñaba los dientes y se desataba en ladridos. El párroco insistía en que habían de probar el vino de su cosecha, y acabó por incomodarse: Mejor no se hacía en diez leguas a la redonda: Era puro como lo daba Dios, sin porquerías de aguardientes, ni de azúcares, ni de campeche ... Encendió un farolillo, descolgó una llave mohosa de entre otras muchas que colgaban de la ennegrecida viga, y descendió la escalerilla que conducía a la bodega. Desde abajo se le oyó gritar:

     _¡Sabel! Trae el jarro grande.

     _¡Voy, señor tío!

   Sabel apartó del fuego la sartén, descolgó el jarro y desapareció por la oscura boca, que la tragó, como un monstruo. Entonces, uno de_los enmascarados se acercó a la ventana y la abrió lentamente, procurando no hacer ruido. Una ráfaga de viento apagó el candil, dejando la habitación a oscuras. Sólo se distinguía el fulgor rojo, sangriento de la brasa, y la diabólica fosforencia de las pupilas del gato, que balanceaba dulcemente la cola adormilado sobre la caldeada piedra del hogar. De repente reinó profundo silencio. Una voz murmuró muy bajo:

   _'¡No pasa un alma!

     _Pues andando ...

     Buscaron a tientas la puerta y desaparecieron como sombras.

     En la escalerilla de la bodega resonaban ya las pisadas de los huéspedes. Sabel venía delante y se detuvo, sin atreverse a andar en la oscuridad. Por la ventana que los otros habían dejado abierta alcanzaba a ver el cielo anubarrado y el camino blanco por la nieve, sobre el cual caía trémulo y melancólico el lunar:

     _¡Se han ido!

   Y Sabel tuvo miedo sin saber por qué. El cura, que venía detrás con el farolillo, repuso jovial:

     _¡Qué granujas! Ya volverán.

  ¿Cómo no habían de volver? Allí en medio de la cocina estaba el rey, grotesco en su inmóvil gravedad, con su corona de papel, su cetro de caña, el blanco manto de estopa, la bufonesca faz de cartón ... Sabel, ya repuesta, adelantó algunos pasos y le acercó el jarro a los labios:

     _¿Quieres beber, señor rey?

     Al separado, después de un segundo, la careta se corrió hacia abajo, descubriendo una frente amarilla, unos ojos vidriados, pavorosos, horribles:         

     _¡María Santísima!           

     Y la moza, horrorizada, retrocedió hasta tropezar con la pared.

        El cura la increpó:

       _¡Qué damita eres tú!

     _No ... no ... señor tío ... ¡Pero es un difunto!

   Y, estrechándose contra el viejo, se aproximaba palpitante, con ese miedo de las mujeres aldeanas que las impulsa a mirar, a acercarse, en vez de cerrar los ojos y de huir. El párroco tiró de la careta con resolución. Luego alzó el farol, proyectando la luz sobre el inmóvil y blanco enmascarado. Le contempló atentamente, dilatados los ojos por ávida mirada de estupor, y bajando el farolillo, que temblaba en su mano agitada por bailoteo senil, murmuró en voz demudada y ronca:

     _¿Tú le conoces, muchacha? Ella respondió:

     _Es el señor abad de Bradomín.

     _Sí ... Mañana le aplicaremos la misa por el alma.

   Sabel temblaba con todos sus miembros, y gemía preguntando qué hacían, lamentando su mala estrella, lo que iba a ser de ellos si la justicia se enteraba:

     _¡Tío ... señor tío! Podemos avisar en el molino.

     El cura meditó un momento:

  _No; ahí menos que en ninguna parte. Me parece que conocí a los dos hijos' del molinero, Pero podemos enterrado en el corral, junto a los naranjos.

     _¿Y si lo descubren los perros como al criado del vinculero de Sabrán? ¿No se recuerda?

     _Pues con él aquí no hemos de estarnos. ¿Hay tojo?

   _Alguno hay.

 Entonces el párroco fue a la ventana y la cerró, cuidando de poner la tranca, y lo mismo hizo con la puerta.

_Ahora cumple hacer callar a ese perro. Al que llame no se le contesta. ¡Así se hunda la casa! ¿Entiendes?

Quitóse el levitón, y empuñando una horquilla bajó a la bodega. A poco volvió con un inmenso haz de tojo y otro de paja: Los dejó caer de golpe delante de Sabel, que estaba acurrucada junto a la lumbre, gimiendo con la cara pegada a las rodillas, y la ordenó que pusiese fuego al horno. La rapaza se enderezó sumisa, sin dejar de temblar, pálida como un espectro ... No tardaron las llamas, con música de chisporroteos y crujidos de leña seca, en cubrir la chata y negra boca del horno: Se alargaban llegando hasta el medio de la cocina, como una bocanada de aliento infllamado. Sus encendidos reflejos daban a la lívida faz del muerto aparienciaa de vida. El cura le desató de las angarillas, y haciendo a Sabel que se apartase, metiole de cabeza en el horno; pero como estaba rígido, fue preciso esperar a que se carbonizase el tronco para que el resto pudiese entrar. Cuando desaparecieron los pies, empujados por la horquilla con que el párroco atizaba la lumbre, Sabel, casi" exánime, se dejó caer en el banco:

     _¡Ay! ¡Nuestro Señor, qué cosa tan horrible!

   El  cura le dijo que si bebía un vaso de vino cobraría ánimo, y para darle ejemplo, se llevó el jarro a la boca, donde lo tuvo buen espacio. Sabel seguía lloriqueando:

 _¡De por fuerza lo mataron para robado! Otra cosa no pudo ser. ¡Un bendito de Dios que con nadie se metía! ¡Bueno como el pan! ¡Respetuoso como un alcalde mayor! ¡Caritativo como no queda otro ninguno! ¡Virgen Santísima, qué entrañas tan negras! ¡Madre Bendita del Señor!

   De pronto cesó en su planto, se levantó, y, con esa previsión que nace de todo recelo, barrió la ceniza y tapó la negra boca del horno, con las manos trémulas. El cura, sentado en el banco, picaba otro cigarrillo, y murmuraba con sombría calma:

     _¡Pobre Bradomín! ... ¡Válate Dios la hornada!

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Aun hoy, con la cabeza llena de canas, viejo prematuro, no puedo recordar sin melancolía un rostro de mujer, entrevisto cierta madrugada entre Urbino y Roma, cuando yo estaba en la Guardia Noble de Su Santidad. Es una figura de ensueño, pálida y suspirante, que flota en lo pasado y esparce sobre todos mis recuerdos juveniles el perfume ideal de esas flores secas que entre cartas y rizos guardan los enamorados, y en el fondo de algún cofrecillo parecen exhalar el cándido secreto de los primeros amores.

Los ojos de la niña Chole habían removido en mi alma tan lejanas memorias, tenues como fantasmas, blancas como bañadas por la luz de la luna. Aquella sonrisa, evocadora de otra sonrisa lejana, había encendido en mi sangre tumultuosos deseos y en mi espíritu ansia vaga de amor. Rejuvenecido y feliz, con cierta felicidad melancólica, suspiraba por los amores ya vividos, al mismo tiempo que me embriagaba con el perfume de aquellas rosas abrileñas que tornaban a engalanar el viejo tronco. El corazón, tanto tiempo muerto, sentía con la ola de la savia juvenil que lo inundaba nuevamente, la nostalgia de viejas sensaciones: Sumergíase en la niebla del pasado y saboreaba el placer de los recuerdos, ese placer moribundo que amó mucho y en formas muy diversas. ¡Ay, era delicioso aquel estremecimiento que la imaginación excitada comunicaba a los nervios!... (Fragmento de Sonata de Estío)

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..

¡Malpocado!

                                                                                                                                 Ésta fue la mía andanza sin ventura

                                                                                      MACÍAS

      La vieja más vieja de la aldea camina con su nieto de la mano por un sendero de verdes orillas, triste y desierto, que parece aterido bajo la luz del alba. Camina encorvada y suspirante, dando consejos al niño, que llora en silencio:

      _Ahora que comienzas a ganarlo, has de ser humildoso, que es ley de dios.

      _Sí, señora, sí...

      _Has de rezar por quien te hiciere bien y por el alma de sus difuntos.

     _Sí, señora, sí...

      _En la feria de San Gundián, si logras reunir para ello, has de comprarte una capa de juncos, que las lluvias son muchas.

      _Sí, señora, sí...

      _Para caminar por las veredas has de descalzarte los zuecos.

      _Sí, señora, sí...

       Y la abuela y el nieto van anda, anda, anda... La soledad del camino hace más triste aquella salmodia infantil, que parece un voto de humildad, de resignación y de pobreza hecho al comenzar la vida. La vieja arrastra penosamente las madreñas que choclean en las piedras del camino, y suspira bajo el manteo que lleva echado por la cabeza. El nieto llora y tiembla de frío; va vestido de harapos. Es un zagal albino, con las mejillas asoleadas y pecosas: lleva trasquilada sobre la frente, como un siervo de otra edad, la guedeja lacia y pálida, que recuerda las barbas del maíz.

      En el cielo lívido del amanecer aún brillan algunas estrellas mortecinas. Un raposo que viene huido de la aldea, atraviesa corriendo el sendero. Óyese lejano el ladrido de los perros y el canto de los gallos... Lentamente el sol comienza a dorar la cumbre de los montes; brilla el rocío sobre la hierba; revolotean en tomo de los árboles, con tímido aleteo, los pájaros nuevos que abandonan el nido por vez primera; ríen los arroyos, murmuran las arboledas, y aquel camino de verdes orillas, triste y desierto, despiértase como viejo camino de geórgicas. Rebaños de ovejas suben por la falda del monte; mujeres cantando vuelven de la fuente; un aldeano de blancas guedejas pica la yunta de sus bueyes, que se detienen mordisqueando en los vallados: es un viejo patriarcal: desde larga distancia deja oír su voz:

      _¿ Vais para la feria de Barbanzón?

       _Vamos para San Amedio, buscando amo para el rapaz.

        _¿Qué tiempo tiene?

       _El tiempo de ganarlo. Nueve años hizo por el mes de Santiago.

       Y la abuela y el nieto van anda, anda, anda... Bajo aquel sol amable que luce sobre los montes, cruza por los caminos la gente de las aldeas. Un chalán asoleado y brioso trota con alegre fanfarria de espuelas y de herraduras: viejas labradoras de Cela y de Lestrove van para la feria con gallinas, con lino, con centeno. Allá, en la hondonada, un zagal alza los brazos y vocea para asustar a las cabras, que se gallardean encaramadas en los peñascales. La abuela y el nieto se apartan para dejar paso al señor arcipreste de Lestrove, que se dirige a predicar en una fiesta de aldea:

      _¡Santos y buenos días nos dé Dios!

      El señor arcipreste refrena su yegua de andadura mansa y doctoral:

       _¿ Vais de feria?

       _¡Los pobres no tenemos qué hacer en la feria! Vamos a San  Amedio buscando amo para el rapaz.

        _¿Ya sabe la doctrina?

        _Sabe, sí, señor. La pobreza no quita el ser cristiano.

     Y la abuela y el nieto van anda, anda, anda... En una lejanía de niebla azul divisan los cipreses de San Amedio, que se alzan en torno del santuario, oscuros y pensativos, con las cimas mustias ungidas por un reflejo dorado y matinal. En la aldea ya están abiertas todas las puertas, y el humo indeciso y blanco que sube de los hogares se disipa en la luz como salutación de paz. La abuela y el nieto llegan al atrio. Sentado en la puerta, un ciego pide limosna y levanta al cielo los ojos, que parecen dos ágatas blanquecinas:

      _¡Santa Lucía bendita vos conserve la amable vista y salud en el mundo para ganarlo!... ¡Dios vos otorgue que dar y que tener...! ¡Salud y suerte en el mundo para ganarlo...! ¡Tantas buenas almas del Señor como pasan, no dejarán al pobre un bien de caridad...!

      Y el ciego tiende hacia el camino la palma seca y amarillenta. La vieja se acerca Con su nieto de la mano y murmura tristemente:

      _¡Somos otros pobres, hermano...! Dijéronme que buscabas un criado...

       _Dijéronte verdad. Al que tenía enantes abriéronle la cabeza en la romería de Santa Baya de Cela. Está que loquea...

       _Yo vengo con mi nieto.

       _Vienes bien.

       El ciego extiende los brazos palpando en el aire:

        _Llégate, rapaz.

       La abuela empuja al niño, que tiembla como una oveja acobardada y mansa ante aquel viejo hosco, envuelto en un capote de soldado. La mano amarillenta y pedigüeña del ciego se posa sobre los hombros del niño, anda a tientas por la espalda, corre a lo largo de las piernas:

      _¿Te cansarás de andar con las alforjas a cuestas?

      _No, señor; estoy hecho a eso.

      _Para llenarlas hay que correr muchas puertas. ¿Tú co noces bien los caminos de las aldeas?

       _Donde no conozca, pregunto.

       _En las romerías, cuando yo eche una copla, tú tienes que responderme con otra.   ¿Sabrás?

       _En aprendiendo, sí, señor.

      _Ser criado de ciego, es acomodo que muchos quisieran.

       _Sí, señor, sí.

       _Puesto que has venido vamos hasta el Pazo de Cela. Allí hay caridad. En este paraje no se recoge ni una triste limosna.

      El ciego se incorpora entumecido, y apoya la mano en el hombro del niño, que contempla tristemente el largo camino y la campiña verde y húmeda, que sonríe en la paz de la mañana, con el caserío de las aldeas disperso y los molinos lejanos, desapareciendo bajo el emparrado de las puertas, y las montañas azules, y la nieve en las cumbres. A lo largo del campo, un zagal anda encorvado segando yerba, y la vaca de trémulas y rosadas ubres pace mansamente arrastrando el ronzal.

       El ciego y el niño se alejan lentamente, y la abuela mumura enjugándose los ojos:

        _Malpocado, nueve años y gana el pan que come!...¡Alabado sea Dios!...

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¿PARA CUÁNDO SON LAS RECLAMACIONES DIPLOMÁTICAS?

 

 (El despacho de Don Herculano Cacodoro en la Redacción de El Abanderado de las Hurdes. Paredes patrióticas listadas de azafrán y pimentón. Estantería con ramplonas encuadernaciones catalanas. Retratos de celebridades: Políticos, cupletistas y toreros. Los pocos que saben firmar han dejado autógrafo. El de Don Antonio Maura tiene una cruz. Entre dos palmeras enanas se aburre el negro catedrático que lee el periódico en todos los bazares. Sobre un casco prusiano con golpes de latón, destellan dos sables virginales.  —Don Herculano toca el timbre. Tres llamadas y un repique. El toque de botasillas para Don Serenín. —Don Serenín es el jefe de Redacción. —Acude suspirando.)

 

DON HERCULANO.— ¡Tengo una idea, Don Serenín!

DON SERENÍN.—  ¡Es usted infatigable!

DON HERCULANO.— ¡Una gran idea!

DON SERENÍN.— ¡Lo son todas las de usted!

DON HERCULANO.— ¡Ésta es colosal!

DON SERENÍN.— ¿Habrá que escribir un artículo?

I)ON HERCULANO.—¡Varios artículos! ¡Se puede usted lucir!

DON SERENÍN.— ¡Haría falta una pluma mejor cortada!

DON HERCULANO.—¡Espere usted a que le exponga mi idea.

DON SERENÍN.— ¡Venga la idea!

 

(Don Herculano enciende todas las luces, se mira en el espejo de una jardinera, se escupe pulcramente en los dedos y se atusa el bigotejo pintado.)

 

DON HERCULANO—Ya sabe usted que he sido toda mi vida un adorador de Alemania. Conozco su organización perfecta, admiro las Virtudes de ese gran pueblo, y le manifiesto a usted sinceramente que de no ser hurdano quisiera ser alemán.

DON SERENÍN.—¡Yo también!

DON HERCULANO.—Usted hubiera hecho poco camino en Alemania. No tiene usted espíritu organizador. ¡Pero yo!.,.

DON SERENÍN.—Usted en cualquier parte.

DON HERCULANO.— ¡Acaso no hubieran ganado  la guerra los Aliados!

DON SERENÍN.— ¡Eran muchos!

DON HERCULANO—Pero yo hubiera aconsejado al Káiser.

DON SERENÍN.—Ya le aconsejó usted.

DON HERCIJLANO.—Ahora lamenta no haberme escuchado. Sé lo que lo lamenta. «Armando Guerra» me ha referido una conversación  que tuvo con el Emperador. ¡Me llama el primer hurdano!

DON SERENÍN.— ¡Ese puesto se lo reconocen a usted en todas  partes!

DON HERCULANO—Sí, señor. ¡Hasta en Francia!

DON SERENÍN.—  ¡En todas partes!

DON HERCULANO—No sé si los bolcheviques...

DON SERENÍN.—La opinión de esa gentuza me tendría a mí sin cuidado.

DON HERCULANO—No me explico cómo pacta con ellos Alemania. ¡Un pueblo donde es sagrado el respeto a las jerarquías sociales!

DON SERENÍN.—Alemania hoy aparece algo contaminada.

DON HERCULANO.— ¡Se salvará! ¡Qué duda cabe! Se salvará como nos salvaremos nosotros los hurdanos. Conozco las virtudes de la  raza germánica. ¡No son igualadas! ¡Qué técnica admirable!

DON SERENÍN.—Alemania es el crisol de la cultura.

DON HERCULANO—No hay quien le eche la pata. En la actualidad su técnica no tiene rival. Hablan algunos de  que sus mujeres son chatas. ¡Tonterías! ¡Hay chatas que dan el ole!

DON SERENÍN.—Gentes superficiales.

DON HERCULANO.—¡Pues  ese pueblo de técnica tan perfecta, nos copia! ¡Nos rinde ese homenaje, Don Serenín!

DON SERENÍN.—Hay que agradecérselo.

DON HERCuLANO.— ¡Esa es mi idea! Un artículo, o varios artículos, proponiendo diferentes actos públicos donde se manifieste es agradecimiento.

DON SERENÍN.—¡Qué grande es Dios! ¿Y en qué  nos copia Alemania, Don Herculano?

DON HERCULANO.— ¿Ha leído usted el asesinato de Rathenau? ¿No le ha recordado a usted la muerte del pobre Don Eduardo?

DON SERENÍN._ Sí… ¡Parece un plagio!

DON HERCULANO.—Evidente. No reconocerlo es estar ciego. ¡Ser un fanático! Yo soy un político de la derecha, un pensador de la derecha, un patriota de la derecha.

DON SERENÍN.—Como que la izquierda sólo hace falta en el toreo.

DON HERCULANO—No sea usted chabacano.

DON SERENÍN.—Lo he dicho sin querer. Vengo del teatro.

DON HERCULANO.—Amigo Don Serenín, el ser de la derecha no me pone una venda en los ojos. Antes que personaje de la derecha soy español, y reconozco que han desplegado una técnica muy perfeccionada los canallas que asesinaron al pobre Don Eduardo. Alemania noblemente acaba de reconocerlo en el asesinato de Rathenau. La actitud alemana adoptando para el asesinato de sus grandes hombres la técnica hurdana, nos fuerza a un acto de agradecimiento. Eso es lo primero que usted tiene que enfocar en su artículo. ¡Lo primero! Hace usted un párrafo algo filosófico, y lo termina usted parafraseando a Doña Concepción Arenal: Abominemos el delito, pero reconozcamos el mérito de nuestros delincuentes, cuyas inteligencias, encaminadas desde la niñez por sanos principios, hubieran, acaso, dado días de gloria a la Patria. El Abanderado de las Hurdes se complace en reconocerlo así.

DON SERENÍN.—Es un final que redondea.

DON HERCULANO.—En el Parlamento tendría una ovación.

DON SERENÍN.—Y en el Ateneo.

DON HERCULANO.— Concepción Arenal, ¿de dónde era?

DON SERENÍN.—De La Coruña.

DON HERCULANO—Pregunto si era de la derecha.

DON SERENÍN.—Lo dudo.

DON HERCULANO.—Diga usted que lo era.

DON SERENÍN.—Emplearé un eufemismo.

DON HERCULANO.—¿No vendrá en la Enciclopedia?

DON SERENÍN.—  ¿Y si resulta que era de la cáscara amarga?

DON HERCULANO.—No importa. Usted se arregla para decirlo, sin comprometerse.

DON SERENÍN.—Emplearé la manera profética del gran Vázquez Mella: «Doña Concepción Arenal, que hoy a no dudarlo hubiera militado con nosotros en las filas de la derecha».

DON HERCULANO.—Así hasta parece que toma más relieve.

DON SERENÍN.—Si usted quiere que destaque se subraya.

DON HERCULANO—Eso siempre. Pero vea usted la Enciclopedia.

DON SERENÍN.—Vale más no averiguarlo. A nuestro propósito basta con afirmar que hoy hubiera militado en las filas derechistas. Y nadie podrá contradecirlo con fundamento.

DON HERCULANO.— ¡Evidente!

DON SERENÍN.—Las izquierdas no tienen profetas.

DON HERCULANO.— ¡Evidente! ¿Dónde tienen las izquierdas un Vázquez de Mella?

DON SERENÍN.—¿Y un Maura?

DON HERCULANO.—  ¿Y un Don Juan de la Cierva!

DON SERENÍN.—Ése más que profeta es un Hombre del  Renacimiento.

DON HERCULANO—No es usted el primero que lo dice. Y, a propósito, ¿qué entienden ustedes los intelectuales por Hombre del Renacimiento?

DON SERENÍN.—Un tío bragado.

DON HERCULANO—Lo he buscado en la Enciclopedia y no viene.

DON SERENÍN.—¿Cómo lo ha buscado usted?

DON HERCULANO—De tres maneras. En Hombre, ¡Y no viene! En Cierva. ¡Y no viene! En Renacimiento. ¡Y no viene!

DON SERENÍN.—Está muy mal hecha la Enciclopedia.

DON HERCULANO—Evidente. Y ahora a escribir el primer artículo. Divide usted los párrafos con títulos. Hay que escribir: «Alemania copia nuestra técnica.—Un personaje de la derecha lo reconoce—Patriotismo ante todo .—Contraste.—Inglaterra nos desprecia».

DON SERENÍN.— ¡Qué artículo!

DON HERCULAN0.—Estupendo. Hay que terminarlo con un saludo al pueblo alemán, que en todas las ocasiones nos muestra su simpatía, ya con representaciones de nuestros clásicos, ya consagrando el modo que tuvieron de operar los asesinos de Don Eduardo. Un párrafo vibrante. Un canto a la raza germánica que con  nuestros procedimientos se engrandece. Mientras aquí la invención, el  ingenio, la técnica se aplican al mal, y se priva de la vida a uno de los políticos más austeros, el pueblo crisol de la cultura nos copia para exterminar a un político traidor al ideal germánico, y simpatizante con las ideas bolcheviques.

DON SERENÍN.—Insinuaré que estaba vendido al extranjero.

DON HERCULANO.— Puede usted añadir que los ingleses nos desprecian. Inglaterra se resiste a operar con la técnica hurdana.. Reciente está el asesinato de un general, donde los criminales, engreídos, como todos sus compatriotas, han manifestado un profundo desdén por las aportaciones hurdanas para el exterminio de los grandes hombres. Y termina usted el primer artículo con una pregunta intencionada, que también puede ser el título: ¿Para cuándo son las reclamaciones diplomáticas?

 

(Suena  el teléfono. Don Serenín sonríe levemente y se retira, Don Herculano requiere el auricular, y con él puesto en la oreja espera que desaparezca el Jefe de de Redacción. Al cerrar la puerta interroga:)

 

DON HERCULANO.—¿Estás sola? ¿Te veré esta noche? ¿Por qué me  martirizas, cielito lindo?

 

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La hueste

(Un camino. A lo lejos, el verde y oloroso cementerio de una aldea. Es de noche, y la luna naciente brilla entre los cipreses. Don Juan Manuel Montenegro, que vuelve borracho de la feria, cruza por el camino, jinete en un potro que se muestra inquieto y no acostumbrado a la silla. El hidalgo, que se tambalea de borrén a borrén, le gobierna sin cordura, y tan pronto le castiga con la espuela como le recoge las riendas. Cuando el caballo se encabrita, luce una gran destreza y reniega como un condenado)

EL CABALLERO:¡Maldecido animal!... ¡Tiene todos los demonios en el cuerpo!... ¡Un rayo me parta y me confunda!
UNA VOZ :  ¡No maldigas, pecador!
OTRA VOZ: ¡Tu alma es negra como un tizón del Infierno, pecador!
OTRA VOZ: ¡Piensa en la hora de la muerte, pecador!
OTRA VOZ: ¡Siete diablos hierven aceite en una gran caldera para achicharrar tu cuerpo mortal, pecador!
EL CABALLERO: ¿Quién me habla? ¿Sois voces del otro mundo? ¿Sois almas en pena, o sois hijos de puta?

(
Retiembla un gran trueno en el aire, y el potro se encabrita, con amenaza de desarzonar al jinete. Entre los maizales brillan las luces de la Santa Compaña. El Caballero siente erizarse los cabellos en su frente, y disipados los vapores del mosto. Se oyen gemidos de agonía y herrumbroso son de cadenas que arrastran en la noche oscura, las ánimas en pena que vienen al mundo para cumplir penitencia. La blanca procesión pasa como una niebla sobre los maizales.)


UNA VOZ: ¡Sigue con nosotros, pecador!
OTRA VOZ:  ¡Toma un cirio encendido, pecador!
OTRA VOZ: ¡Alumbra el camino del camposanto, pecador!

(
El caballero siente el escalofrió de la muerte, viendo en su mano oscilar la llama de un cirio. La procesión de las animas le rodea, y un aire frío, aliento de sepultura, le arrastra en el giro de los blancos fantasmas que marchan al son de cadenas y salmodian en latín.)

UNA VOZ:  ¡Reza con los muertos por los que van a morir! ¡Reza, pecador!
OTRA VOZ : ¡Sigue con las ánimas hasta que cante el gallo negro!
OTRA VOZ: ¡Eres nuestro hermano, y todos somos hijos de Satanás!
OTRA VOZ : ¡El pecado es sangre, y hace hermanos a los hombres como la sangre de los padres!
OTRA VOZ: ¡A todos nos dio la leche de sus tetas peludas, la Madre Diablesa!
MUCHAS VOCES:  ... ¡La madre coja, coja y bisoja, que rompe los pucheros! ¡La madre morueca, que hila en su rueca los cordones de los frailes putañeros, y la cuerda del ajusticiado que nació de un bandullo embrujado! ¡La madre bisoja, bisoja corneja, que se espioja con los dientes de una vieja! ¡La madre tinosa, tinosa raposa, que se mea en la hoguera y guarda el cuerno del carnero en la faltriquera, y del cuerno hizo un alfiletero! ¡Madre bruja, que con la aguja que lleva en el cuerno, cose los virgos en el Infierno y los calzones de los maridos cabrones!

(
El caballero siente que una ráfaga le arrebata de la silla, y ve desaparecer a su caballo en una carrera infernal. Mira temblar la luz del cirio sobre su puño cerrado, y advierte con espanto que sólo oprime un hueso de muerto. Cierra los ojos, y la tierra le falta bajo el pie y se siente llevado por los aires. Cuando de nuevo se atreve a mirar, la procesión se detiene a la orilla de un río donde las brujas departen sentadas en rueda. Por la otra orilla va un entierro. Canta un gallo.)

LAS BRUJAS: ¡Canto el gallo blanco, pico al canto!

(Los fantasmas han desaparecido en una niebla, las brujas comienzan a levantar un puente y parecen murciélagos revoloteando sobre el río, ancho como un mar. En la orilla opuesta esta detenido el entierro. Canta otro gallo.)

LAS BRUJAS: ¡Canta el gallo pinto, ande el pico!

(
Al través de una humareda espesa los arcos del puente comienzan a surgir en la noche. Las aguas, negras y siniestras, espuman bajo ellos con el hervor de las calderas del Infierno. Ya solo falta colocar una piedra, y las brujas se apresuran, porque se acerca el día. Inmóvil, en la orilla opuesta, el entierro espera el puente para pasar. Canta otro gallo.)

LAS BRUJAS: ¡Canta el gallo negro, pico quedo!

(
El corro de las brujas deja caer, en el fondo de la corriente, la piedra que todas en un remolino llevaban por el aire, y huyen convertidas en murciélagos. El entierro se vuelve hacia la aldea y desaparece en una niebla. El Caballero, como si despertase de un sueño, se halla tendido en medio de la vereda. La luna ha trasmontado los cipreses del cementerio y los nimba de oro. El caballo pace la hierba lozana y olorosa que crece en el rocío de la tapia.
El caballero vuelve a montar y emprende el camino de su casa, de la cual halla francas las puertas. Congregadas en la cocina están cuatro viejas de la aldea y muerta y amortajada en su lecho la moza con quien vivía en pecado mortal)

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