POESÍA RELATOS |
Ya sabemos lo que cuesta vencer la resistencia tenaz de dos piernas unidas el sabor de algún alimento amargo el aire de madrugada en nuestras fauces y el cuerpo resultó torpe al despertar o se quejó triste por un frío olvidado
y sin embargo más de una vez se nos otoñizan los árboles, brilla la calle bajo la lluvia amarilla, damos lumbre a un paseante solitario por el puerto y silbamos una melodía ramplona, ya tarde, cuando los veleros mienten puertos ansiados y el aire salino no pregunta ¿quién, quién no teme perder lo que no ama?
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Paseo por una ciudad sin orillas miente la tarde espejos despedidas humos que denuncian retornos me deja solo el paso de muchachas alejadas no pronuncian mi nombre no decretan mi muerte entonces regreso a los artesonados pasillos del recuerdo pieles carnes repletas siluetas en sus cueros el ruido de los párpados al cerrarse y tal vez tal vez un grito literario puso nombre al instante en que fui feliz a la sombra siempre a la sombra de las muchachas sin flor.
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Hay días en que tienes toda la carne muy mal abotonada y mis manos te cierra el cuerpo descarado los ojos con los que miras tu desnudo en los míos te delatan y eres blanca con junturas de cárdeno descenso manchas de musgo y vuelo vencido de cabello que se inclina lento.
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El cuerpo de ella se hizo tierra en mil novecientos cuarenta y seis antes él hizo la guerra, perdió la guerra huyó por las montañas después la cárcel volvió al Vallés y se hizo amigo de un teósofo literario y de un abogado retirado y viejo que le escribe con frecuencia muchos, muchísimos ánimos
de vez en cuando hace gimnasia en el patio, resuelve complicados problemas de aritmética, nos habla de violentos safaris de tomillo y romero, del agua clara junto al camino
o nos increpa por el turbio asunto _nada claro del boicot a las comunidades del Bajo Aragón hoy se lo han dicho
le han condenado a cinco años y ya no caben más canas en sus cabellos blancos
después ha hecho gimnasia ha resuelto algún problema de aritmética ha contemplado el vuelo de unos pájaros hacia el oeste
ha sido entonces
ha sonado la trompeta y se ha echado a llorar.
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El alevoso asesinato de Agatha Christie Fue James quien, como de costumbre, llamó a la puerta de roble la biblioteca a las doce en punto portando la bandeja con la boteIla de aporto y una copa Rosental de cristal de roca. Como no recibiera contestación, probó de nuevo, y, al no obtener más respuesta que el eco de roble, giró la manecilla de bronce labrado con la mano libre y penetró en la estancia. _¡Dios mío! Agatha Christie aparecía semiderrumbada en un sofá Oxford perfectamente sincronizado con la arquitectura Tudor de la casona y era evidente que estaba muerta, porque no hacía el menor esfuerzo para levantar la cabeza y contemplar con la avidez acostumbrada la aproximación de la apetitosa bandeja. _¡Excelente oporto! Solía comentar Mrs. Agatha, como los personajes de sus novelas,y James complementaba el ritual afirmando con la cabeza la observación cotidiana de su dueña. James, además, disponía de otra prueba de la muerte de Mrs. Agatha, tal vez la más significativa. Sobre su cerviz, y a manera de curiosa peineta, emergía un puñal o, mejor dicho, una de las dagas serbias que la señora coleccionaba en el salón georgiano. James adelantó unos pasos y contempló de cerca la inserción del puñal. Luego miró a izquierda y derecha, incluso hacia atrás, y sin más vacilaciones se bebió la copa oporto que portaba en la bandeja. Volvió sobre sus pasos y al llegar al distribuidor trató de componer la voz y aplicarla a decir lo más adecuado para la circunstancia: _¡Socorro! Apenas se oyó. James convino consigo mismo en que lo había dicho sin convicción, y, tras carraspear, pronunció con cierto énfasis, aunque no exagerado: _¡Vengan! ¡Vengan pronto! ¡Ha ocurrido algo terrible! Quedó satisfecho de lo dicho, aunque no del resultado, porque nadie acudió a su llamada. Se armó de valor y recorrió una por una las dependencias de la casa comunicando a invitados y servicio la noticia de la muerte de la señora. Sólo así consiguió que un cuarto de hora después los pobladores de la mansión se reunieran para examinar el cadáver a la espera de la llegada del superintendente de Scotland Yard. Por casi todos fue juzgada providencial la estancia en la casa de Hércules Poirot, el célebre detective belga, protagonista de gran parte de las novelas de Mrs. Christie y de su fiel ayudante el capitán Hastings. Poirot dio las instrucciones adecuadas sobre el comportamiento a seguir con este y con cualquier cadáver e iba haciendo observaciones sobre el terreno a su fiel Hastings. La calificación de fiel era del dominio público, e incluso las muchachas de servicio hablaban del capitán en estos términos: _Acabo de llevarle el té al fiel capitán Hastings. _El fiel capitán Hastings me ha encargado que le recortes algo más las mangas de la camisa. Así, cuando llegó el superintendente de Scotland Yard y se topó con la pareja de sabuesos, lanzó un respingo y comentó malhumorado: _¡Poirot y el fiel Hastings! Si lo sé no vengo. Con la presencia de ustedes dos el caso va a resolverse en segundos. _No lo crea, inspector Fields. Mis «pequeñas células grises» están funcionando hace rato y el caso es extremadamente complicado. Para empezar, sobre un velador hay una bandeja con una botella de oporto y una copa... vacía. En cambio, James descubrió el cadáver precisamente cuando traía el oporto. No puede decirse que James palideciera, pero sí que arqueara las cejas y carraspeara, señal inequívoca de que iba a decir algo. _Con todos los respetos, y tal vez en clara contradicción con el espíritu del momento, señores, he de comunicarles que el oporto me lo he bebido yo. _Pourquoi, monsieur? _Como intuyo que el detective extranjero me pregunta por qué, he de confesar que influyó la impresión del encuentro y también la oportunidad, realmente inestimable, de tomar una copa de Fonseca diez años. Mistress Agatha, y no quisiera que vieran en lo que voy a decir un reproche, era sumamente avara del oporto, el mismo espíritu avariento que manifestaba en sus novelas, donde raramente dejaba que los personajes repitieran. _Mon Dieu! Sagaz observación. Ya a solas Poirot, Hastings y el superintendente, y a la espera de los resultados de la autopsia, el detective belga pasó un rápido balance a los habitantes de la casa. _Todo el servicio tiene la misma coartada y la apoyan entre sí. Acababan de comer y empezaban a preparar la mesa para los invitados. James subió a servir el aperitivo predilecto de mistress Agatha. Pasemos ahora a los demás. Gladys, una sobrina de mistress Agatha, divorciada, cuarentona, amargada, vivía prácticamente de la generosidad de su tía, generosidad que no era mucha. John Disraeli, otro sobrino. El reverso de la medalla, hasta cierto punto. Un playboy insular. Un playboy de las costas de Dover. Ni un céntimo, pero vive se dice que de las mujeres. El tasador chino Hieng Tsi, especialmente invitado por la señora para valorar su colección de dedales de la dinastía Ming. Nefer, la sobrina nieta preferida de la señora. Joven, vital, juega al tenis, monta a caballo, enfermera de la Cruz Roja, una espléndida muchacha. Mon Dieu! Su novio, un extraño personaje tunecino, ex crupier de Montecarlo, receloso y distante. No sé qué le encuentra Nefer, pero es un noviazgo que le dura años. _Nefer. Bonito nombre. _Es un nombre egipcio. Ya es conocida la afición de rnistress Christie por la egiptología. Hastings, no me distraiga con digresiones. Estoy concentrado. Los ojos de Poirot se cerraron aumentando la imagen de totalidad peral de su cabeza calva. _Prosigamos. El abogado Reynolds, de la firma Reynolds and Reynolds y Cía. _¿Quién es el otro Reynolds? Preguntó Hastings seriamente interesado. Poirot apretó las manos hasta el punto de poder decir que había cerrado los puños. _Es su hijo. Reynolds era el abogado de mistress Christie y un habitual de la casa. El comodoro Laplace es un pariente lejano de mistress Christie y está en la casa prácticamente despidiéndose, porque parte a una expedición antropológica en las islas Fidji. Finalmente el matrimonio Dickinson, representantes en Estados Unidos de los intereses literarios de la señora. _¿Coartadas? Interrogó tajantemente el superintendente. _Mon Dieu! Por fin alguien dice algo sensato. Hay que establecerlas. Manos a la obra. Durante horas hablaron con los pobladores de la casa y tuvieron un cuadro completo de sus coartadas. Gladys podó rododendros en compañía del jardinero durante toda la mañana. John Disraeli jugó al tenis con Laplace y luego ambos se fueron a caballo por la suave campiña inglesa. El tasador chino Hieng Tsi permaneció en cama toda la mañana con un ataque de disentería. Por lo revelado por Nefer y su novio tunecino dedujeron que hicieron el amor desde las ocho a las once, luego dieron un paseo por el jardín yvolvieron a sus habitaciones a seguir haciendo el amor. Precisamente la discretísima alarma de James llegó en medio del undécimo orgasmo de miss Nefer. _Mon Dieu! Y la vieja loca ocultando en las novelas que sus personajes también hacían el amor en mansiones Tudor. Comentó Poirot. Reynolds durante toda la mañana vivió pendiente de una conferencia telefónica con Brisbane, y todo el servicio puede atestiguarlo. En cuanto al matrimonio Dickinson, discutieron horas y horas sobre el origen exacto de los indios cheyenes y convinieron finalmente en que debían divorciarse. Lo recordaban perfectamente. Una vez establecido el cuadro general de coartadas, llegó el resultado de la autopsia que establecía la muerte de mistress Christie entre once y doce de la mañana. Dato curioso. En el estómago de mistress Christie había medio litro del mejor Fonseca diez años, por lo que dedujeron que en algún lugar de la biblioteca había un escondite privilegiado para la botella. _Absurdo, Poirot. Todos tienen coartadas. Hasta yo tengo coartada _Hélas! Venga su coartada, capitán. _Me torcí un tobillo y el chófer me llevó al pueblo para que me lo vendaran. _ Debió de ser un vagabundo. Un hippy. Comentó Fields. Poirot le contempló con un absoluto desprecio. _Jamás los vagabundos aparecen como asesinos en las novelas policíacas. Sería demasiado fácil. Mis pequeñas células grises me dicen que ustedes tienen la solución muy cerca, muy cerca y no la ven. _Poirot. No se cebe. Si usted sabe quién es el asesino dígaloy en paz. _ El impaciente Hastings. El fiel e impaciente Hastings. El asesino soy yo. _¿Usted? _¿Usted? Imposible. _Si lo sabré yo. _¿Y cómo lo ha descubierto? Preguntó Hastings sin merecer respuesta. _¿Porqué? Interrogó Fields con más cordura. _La vieja bruja me había hecho muchas pasadas, muchas, a lo largo de los años. Fíjense qué cabeza me había atribuido y qué estatura. Mon Dieu! No hay detective privado en el mundo más grotesco que yo. Holmes tendría sus defectos y rara intimidad pero era más esbelto. ¿Y los americanos? Marlowe, Spade, apuestos, hermosos. En cambio yo... _ ¡Queda usted detenido! Siempre había sospechado de usted. Exclamó Fields y sirvió aporto para los tres. |
Dios, qué dolor tan atroz. Todo lo que cuelga de mi cuerpo me parece como si fueran serpientes inacabables que se me van llevando la vida hacia pozos terribles. También los ojos de los demás. Llorosos o neutrales, incluso esos ojos de mi asistente que me miran como si fueran biocuIares: tristes por arriba, alegres por abajo. Me gustaría levantar mi brazo y rechazar todo esto lejos de mí. Me gustaría clavarles una mirada en el resuello y hacerles retroceder como si fuera un rayo continuo. Pero sé que no puedo. Incluso el más mínimo esfuerzo de concentración me duele. Sólo me descansa este abandono de mis músculos, esta cara de grave pasividad que alguien ha interpretado como una demostración más de que crucé por la vida impávido, como Moisés por el desfiladero de agua del mar Rojo. Así lo ha dicho el capellán al oído de mi presunta viuda y ella no sabía qué hacer, si darle las gracias con una sonrisa o mantener ese lloro lento lleno de encías y dientes alargados por la vejez. Mi yerno ha escogido el momento propicio para que todos le oyeran, incluido yo, y ha exclamado: _Muere con la serenidad de gala. Si salgo de ésta he de preguntarle a don José María si es la inevitable frase de aquel imbécil y soberbio intelectual que se pasó de gracioso llamándome «exceso histórico». Entonces no me hubieran tratado así, con esa falsa eficacia clínica, con esa falsa voluntad de salvarme que en realidad esconde la voluntad de que me muera a pesar de todo lo que me hacen. Si salgo de ésta he de encargar al capellán que busque bien en el pasado de todos los médicos. Aquí hay masón escondido. Cada uno de los tubos que me ensarta debe de estar conectado con una logia masónica diferente y allí están, reunidos, escuchando cómo me vacío de mí mismo o cómo me llenan de muerte estos conjurados. Incluso algún tubo puede llegar a las catacumbas comunistas y a distancia me inyectan todo el odio que han acumulado, impotentes, aplastados por mi voluntad. Mis ojos han sido como ráfagas continuas de ametralladora que les han mantenido en sus agujeros de topos y desde allí escuchan cómo me disuelvo, cómo me convierto en apenas una huella sobre esta cama que parece cada vez más grande. ¿A quién pedir ayuda? Los asesinos se han disfrazado de científicos y si grito dejarán de tenerme miedo y me asesinarán. Qué razón tenía cuando me recomendaba a mí mismo que estudiara medicina, ante la experiencia del mucho provecho que saqué de mis estudios de arquitectura, derecho o economía. Cuando un subalterno se pasaba de listo le paraba los pies y ellos se desconectaban ante mis conocimientos. _A ver, usted, González, ¿qué es el valor de cambio? _ Pues, jefe... según..., hay distintas teorías... _La patriótica. _Pues ahora así... El muy masonazo. A pesar de mi olfato se me colaron varios masones y siempre opté por la prudente táctica de dejarles hacer, de contemplar cómo tejían sus telas de araña a la altura de la punta de mi bota. Si algún jefe o jefecillo quería enrollarme con su lenguaje de especialista, yo recordaba aquellos esforzados estudios de mi juventud, cuando consciente de la alta misión que me estaría encomendada me afanaba en saber todo lo que debe saber un gran jefe con vocación y necesidad de serio. Les dejaba boquiabiertos cuando desmontaba su seudociencia con sabidurías mías, personales, intransferibles, nacidas de mi distancia hacia los hombres y las cosas. _He conseguido una fórmula para extraer gasolina de las flores de las que crecen en los ribazos de los ríos. Me estaban acorralando. Me decían que el bloqueo de los proveedores iba a asfixiarme: ni alimentos, ni gasolina, ni algodón. Pegué un puñetazo sobre la mesa y todas las condecoraciones de mis asesores tintinearon de espanto. Pues que todos coman un tomate diario, que alimenta mucho. Pues que se taponen las heridas con camisas viejas. Y en cuanto a la gasolina... _Un chófer centro europeo me ha pasado la fórmula porque es un admirador de nuestra grandeza. Era un admirador de mi grandeza, de la de nadie más. Pero yo les regalaba la grandeza, generosamente la compartía con ellos, rezumantes de recelos, cobardías, con un pie en la adoración y otro en la traición. A mis espaldas contaban chistes sobre mi persona y hablaban del poder como si ellos no fueran poder, hablaban de mi sistema como si ellos no fueran sus ejecutores, entre quebrantos me expresaban sus inquebrantables adhesiones, me vitoreaban en público con la voz rota por el miedo a que les quedara grabada en la memoria de mis enemigos. No merecían ni el esfuerzo que yo hacía para tolerarlos y ponerles a la altura de mi paciencia. Hay que hacer esto. Urge aquello. Es preciso afrontar... Yo les clavaba la mirada y les descubría súbitamente paralizados, balbucientes. Es decir, jefe, tal vez sería aconsejable... podría considerarse la necesidad de... Así me gusta más, volvía a decirIe con mis ojos y cambiaba de tema sepultando el de ellos bajo el peso de mi distancia. Siempre hay tiempo para equivocarse y en cambio siempre son pocas las posibilidades de acierto total. Muy bien dicho, jefe. Te temen, no te aman, me decía tu hermano, no lo olvides jamás. Y no les di la espalda. No les hice la menor concesión. Igual que ahora. Me negué a recibirles desde el primer día. Que vengan a la clínica, que peregrinen hasta la tercera puerta con su obsequiosa estela de criados y atribulen allí la voz para preguntarle a mi yerno. _¿Todo sigue su curso? _Así es. _¡Dios nos lo trajo! ¡Dios se lo lleva! Creo que ha dicho uno de ellos cayéndosele la voz por los descosidos del alma atribulada Me sé de más de uno que a estas horas ensayará ante el espejo la frase afortunada con la que comentará mi muerte. _Ha muerto como vivió... con la patria puesta. No. No. Demasiado equívoco. A ver. Ha muerto haciendo patria. Demasiado conceptual. Al morir ha prestado el último acto de servicio. Tate, tate. Puede ser mal interpretado. Hemos de valorar su muerte como un triste, acongojante pero fatal acto de servicio. ¡Ésta! ¡Ésta! Dios mío. Más inyecciones. Se me seca el agüilla de los ojos y me duelen como si fueran de piedra clavada en los nervios del cerebro. Trato de asustar a la enfermera con mis ojos de piedra casi muerta y no se asusta. Busca un centímetro libre de mi piel libre de dolor y no lo encuentra. No lo encontraréis, malditos. Me habéis convertido en un pozo de dolor. Y me pincha. Y me vuelve a pinchar porque se le llena la jeringa de sangre. _¿Reacciona? Pregunta una voz a su derecha. _Me mira. _Sonríale. _Es que me da apuro. _Sonríale. Me sonríe y yo sin poder fusilarla. A ver. Puede tratarse de una simple cuestión de voluntad. Tensar los músculos del cerebro. Poner en marcha mi columna vertebral. Levantarme poco a poco hasta sentarme en la cama. Si lo consiguiese retrocederían tres metros despavoridos. _¿Qué hace? ¿Se mueve? _No. Ha cerrado los ojos y ha suspirado. Alrededor un bosque de aparatos sin brisa entre sus ramas eléctricas, quietas como al acecho las lanzas de sus agujas marcando la tozuda tenacidad de mi agonía. En mi primer duermevela creí que eran aparatos de televisión e incluso pregunté qué partido de fútbol retransmitían el domingo y se rieron como si yo fuera un anciano imbécil, indefenso, divertido, aniñado, con la culpable voluntad de ignorar que aún podría aniquilarles con un movimiento de mi dedo. Esa dedicación falsamente emocionada y protectora me crispa. Es la coartada sentimental con la que encubren sus prácticas de verdugos que me abren, me cierran, me cosen, me pinchan, me comprueban, me comparan y me convierten en un objeto doliente que plantea el reto profesional de la supervivencia. Como cuando redactan esos partes médicos que destruyen mi estatura, que me derriban de mi torre de vigía y hacen de mí un enfermo cuya salud se mide según si orina o no orina, según lo que orina o no orina, por no decir cosas peores cuyo recuerdo podría hacerme morir ahora mismo de desesperación e impotencia. Yo, que tenía unos esfínteres que me permitían estar horas y horas sin necesidad de levantarme, ni de comprender las angustias que crecían en los bajos vientres de los que conmigo se reunían. Les veía cambiar de tanto en tanto de culo en su asiento y juntar las rodillas bajo la mesa para ayudar la contención de la orina. Cuando el líquido apretaba convertían los espasmos en rictus y el rictus en mueca de complemento a la necesidad de importar patata temprana húngara para equilibrar los precios del mercado interior. Y yo sentado, sentado siempre, con los músculos bien pegados a la silla y los dos timbres al alcance de mi mano, dos timbres cuyo sonido podía hacer temblar a todo un país. _¡Qué sereno! Vuelve a decir mi yerno. Llama serenidad a este ya no poder decir nada ni con los ojos. Ordeno a mi mano que se levante y les acuse y mi mano se queda quieta, cartilaginosa, casi podrida en vida. _Sólo un milagro puede salvarlo. Ha hablado el capellán y el llanto de mi viuda alcanza la majestad de las grandes despedidas. Qué sola me vas a dejar, me dijo en un momento en que creyó que yo dormía. Oiga usted, señor doctor, ¿no le puedo hacer unas friegas con termosán para que le refresque? Luego me trajo la cadera incorrupta de san Tarsicio y está ahí, a mi izquierda. Parece una caracola de polvo amasado. Es imposible el diálogo con esta reliquia. ¿Qué se le puede pedir a la cadera de un adolescente? Jamás me gustó el martirio de san Tarsicio. Siempre me pareció un martirio afeminado, poco viril, nada patriótico, tan poco entero como el de san Sebastián, tan lánguidamente reproducido por los pintores arreligiosos del Renacimiento, verdadera quinta columna de la Reforma protestante. Con lo que le dan de comer, pobrecito, se va a quedar en nada, en nada. Si le dieran al menos un caldo... ¿Un caldo no puede ser? La voz de mi yerno se impacienta. Se lo he dicho veinte veces, esto es una enfermedad seria, mamá, no es una operación de apendicitis. No puede digerir absolutamente nada. Vaya tono de voz, cómo se nota que no estoy yo en condiciones de fulminarlo con la mirada. Alguien le dice que ha venido a verme un obispo que quiere bendecirme. Ya lo han bendecido por todas partes, con todos los respetos. Recuerdo aquella vez que estuve a punto de morir y la monja del hospital se empeñaba en que viniera el capellán a confortarme con Dios. Que salgo de ésta, hermana, que salgo. Pero no perdería nada y además dice santa Gertrudis que la extremaunción no sólo ayuda a ir al cielo, sino también a quedarse en la tierra. He dicho que no y que no. Cuando vea que es estrictamente necesario yo mismo la pediré. Luego en los frentes varias veces me rondaron las balas. ¿Por qué no te tocan? ¡Tienes una leche! Nada de leche. Yo me asomaba al parapeto y clavaba la vista en el enemigo y decía para mí: Como me deis os la jugáis. Desde pequeño sabía que mis ojos tenían un poder especial. Mi madre lo decía: La voz no te ayudará nunca porque parece como si la hubieras robado a un pobre, pero los ojos, con los ojos vas a decirlo todo, hijo mío. Si pudiera abrirlos y utilizarlos una vez más, hacerles retroceder, obligarles luego a desmontar estos tubos, a retirar estos aparatos... Me roban el aire y el espacio, me acorralan, me vacían. En cierta ocasión mi ayudante me explicó un complicado plan para que los masones pudieran ser fácilmente reconocidos. Un relojero de Ávila le había hablado de una especie de contador de Geiger que él había inventado para detectar trufas y luego se podía perfeccionar para detectar disidentes. El relojero era un loco perdido por la biogenética y sostenía que los disidentes lo son por determinadas deficiencias cerebrales. A los melancólicos les falta yodo y basándonos en este principio podría llegar a determinar cuál es la carencia cerebral que determina la aberración política. Bastaría con tipificar la carencia en el masón, en el comunista y en el socialista y traducirla en una frecuencia de onda. Yendo por la calle con el aparato empezaría a sonar un timbre en cuanto se pusiera a su altura cualquier aberrante. Después se trataría de comprobar la longitud de onda y la identificación estaba hecha. Nunca he sido un crédulo pero jamás me he negado a dejar que las cosas siguieran su curso para ver su resultante. Así que le dije a mi ayudante que diera toda clase de facilidades para que el relojero desarrollara sus experiencias, porque en carne viva sentía yo la herida infligida a la patria por el robo de patentes como la del autogiro y el submarino y el tren articulado. Meses después mi ayudante me contaría compungido que el relojero había huido al extranjero llevándose el fondo económico que le había otorgado para sus investigaciones. ¿Y el reloj de trufas? Se le ocurrió preguntar al especialista de agricultura. Era un simple despertador suizo algo sofisticado, confesó entre azoramientos y sin atreverse a mirarme a la cara. Pues te lo quedas, le dije, y que te despierte cada mañana para que con su simple presencia te sirva de experiencia por crédulo. Me lo tengo bien merecido, jefe. Lástima que no existan cosas como el despertador, lástima que los sueños más necesarios nunca sean realidad, como cuando yo era adolescente y soñaba que inventaba una fórmula maravillosa para crecer y crecer. Un día pensé: Déjate llevar por la intuición y aplica tus ojos mágicos. Mezclé mil potingues en un vaso, concentré la mirada hasta sentir en mis pupilas el frío del vaso y de la mezcla y luego me lo bebí con los ojos cerrados hacia fuera, pero abiertos hacia dentro, para que siguieran al líquido en su recorrido. No pasó nada. Durante varios meses me reñí a mí mismo por aquel abandono ilusorio. Ahora me gustaría salir de este hoyo y volar sobre todos los que me encierran con la muerte, como una libélula implacable, jugar con su miedo culpable. _¿Se ha movido? _No. Son sus últimos minutos. _Deberían pararse los relojes del mundo. Va a morir uno de los hombres más grandes de este siglo. _En el cielo tendrá el lugar de honor que no le dieron en este mundo. Cada vez hablan mejor. Parece un diálogo de teatro. Desconocía estos talentos en mi yerno aunque es bien cierto que no he hablado demasiado con él, ni de él con mi hija. Ella está en aquel rincón de sombras. Me parece ver sus ojos grandes y brillantes mirándome o repasando recuerdos como si fueran cuentas de un rosario. Una vez le compré una cometa en Oviedo y su madre nos riñó porque dijo que no era un juego para señoritas. Los juegos que son o no son para señoritas los digo yo. Pero la niña no volvió a jugar con la cometa porque nunca ha querido conflictos ni conmigo ni con su madre, la muy mandona. Siempre hablando de lo que debe hacer una señorita. Hija, acércate. Quiero contarte algo. En cierta ocasión temí por mi y por todos vosotros, pero sobre todo por ti. Estaba a punto de perder y se me llenaron los ojos de lágrimas porque imaginé cuál iba a ser tu suerte. Temía que heredaras una responsabilidad que sólo yo había contraído y ése ha sido el fundamental recelo que me ha acompañado durante tantos años. Que pagaras mis facturas. _¿Por qué no descansas? En nada puedes ayudarle _le ha dicho mi yerno. Ni le contesta. Sigue allí en el rincón, se mueve un poco, a veces viene a mirarme y me pasa por los labios una esponja mojada. Ahora se acerca. Va a repetir el gesto. _No. No. No vale la pena y tiene los labios como una llaga. La mano de mi hija se ha detenido. Más allá de la esponja veo su rostro como si colgara de un techo lejano. Parece resistirse a la retirada y el brazo de su marido la presiona suavemente para que vuelva al sillón. Es indignante. Me concentro. Ahora o nunca. Abro los ojos, agito los párpados como en un remolino de mirada y desde el fondo de lo que me queda de estómago lanzo un rugido que llena la penumbra de salpicaduras de sangre sucia y carne rota. _¡Jefe! ¡Jefe! _gríta mi ayudante. Me rodean todos. _¡EI jefe está que trina! ¡Le conozco bien! ¡Está furioso! _El jefe ha muerto. Dice mi yerno. Y ya casi es verdad. PULSA AQUÍ PARA LEER RELATOS SOBRE HECHOS O PERSONAJES HISTÓRICOS |
Cada año se repite la promesa de las ballenas en el mar de Cortés, pero el extranjero suele llegar a destiempo, o se han marchado o aún no han llegado, entre dos amaneceres del trópico demasiado separados. Hay que conformarse entonces con los leones marinos, esculturas móviles sobre las rocas de cabo San Lucas que les prestan color y casi textura de piedra. El mar les brilla en la piel, mar depurado por el filtro de la Ventana de dos mares que comunica el mar de Cortés con el Pacífico. Punta de Baja California, tan cerca de la frontera norteamericana, tan lejos de México, Distrito Federal, patrullada por una flota norteamericana, sin duda numerada o numerable, a manera de prepotentes lanchas costeras de un cul-de-sac de América. Correlato objetivo y subjetivo de las barcas de fondo de cristal con turistas de previa temporada: mexicanos, sucedáneos de gringos, alemanes y un español observado con curiosidad similar a la que mereció Cortés antes de sacarse la espada de la bragueta. Y en la barca dos señoritas que son de Puebla, dicen, pero podrían ser de Cuenca o de Zaragoza o de Gerona. Pequeñas de no crecimiento, enjutas de poco goce, morenas de delgadez y soles ancestrales, se abanican con la mano las señoritas del abanico. No es que lo lleven, pero abanican el horizonte que llega a China como si fuera la orilla de un estanque artificial del parque de su Puebla natal. Y abanican los barcos de guerra que las vigilan. _¡Qué grande! ¡Qué grande! ¿Tenemos en México barcos tan grandes? El hombre acuarentado les dice que sí, que en México todo lo que tenemos lo tenemos muy grande. Y se da un codazo visual, el hombre acuarentado con sus dos más jóvenes compañeros. Y las dos señoritas de Puebla, ¿serán de Cuenca?, se ponen el abanico de la mano abierta ante la risa, pero luego emplean las manos para pedir en el aire el tamaño de los barcos de guerra mexicanos, de todo lo mexicano. _¿Los tenemos así, señor? _Más grandes. _¿Y así? _Más grandes todavía. _¡Más grandes! Y cierran el abanico para agitarlo sumando cantidades fantásticas y reteniendo con la otra mano risa de alcoba. Ay, ay, ay, ay, ay, ay, ay, dicen suavemente las señoritas del abanico, como si propusieran firmar la paz en una fiesta que les pertenece. Y se agitan pidiendo miradas, suspiran, abren los ojos ante asombros privados e intransferibles, se cuentan historias de Puebla o de familia que sólo ellas conocen o finales de batallas que sólo ellas perdieron. Parecen dos maricones afeminados, las señoritas del abanico. Se besan arrebatadas por la belleza de la costa que el barquero recorre ceñido, como si la barca estuviera torneando la punta de Baja California. Imitan a los pelícanos las señoritas de Puebla y los animales se van volando, con dignidad o recelo, es casi lo mismo. _¿Y usted de dónde es? _Español. _¡España! ¡Mi papá es español! _El abuelo. _¡Ah, no! ¿Ni el abuelo! El bisabuelo o más allá, más allá. Uno muy viejito tuvo que ser español. Abanican ahora el árbol genealógico por si les cae el recuerdo definitivo de un hidalgo con espada. Mas no cae ningún soldado de plomo y las señoritas del abanico se echan al cante del viaje barquero que se acaba: Y volver, volver, volver... quiero volver... yo sé perder... Los gringos de baja temporada se extasían ante este mariachi espontáneo y los mexicanos les miran el culo a las señoritas del abanico. Culos gemelos embutidos en shorts de látex, que casi caben en la palma de la mano del mexicano acuarentado que las impulsa hacia el embarcadero. _¡Qué manos tan grandes tiene, señor! Le riñen al mexicano los abanicos de las pestañas postizas. Eran de Puebla. Quizá de Cuenca. Las señoritas del abanico. |