El Centauro
scuchamos en la
lejanía un rumor sordo y creciente, el trueno de una doble
tempestad, y en el horizonte
una nube de polvo hinchada precedió la llegada de los invasores del
allende. Cayeron sobre nosotros como el viento, sembrando en
nuestras filas el terror con largos cuchillos refulgentes y báculos
de fuego que herían desde la distancia. Pero, más aún que sus
ingenios, asombraba la fisonomía de sus cuerpos, fusión de hombre y
bestia en un solo perfil. Su aspecto era fiero y espantoso: lo que
parecía ser un hombre demediado se enfundaba en una carcasa
rutilante y cegadora sobre la que rebotaban nuestras lanzas. Su cara
apenas era discernible, oculta como estaba en una profusa masa de
pelo desgreñado. El término de su espalda se fundía con la grupa de
la bestia, de enorme vientre y ojos destellantes. Era ágil y fuerte,
y la vimos varias veces saltando sobre nuestras cabezas impulsada
por sus patas delanteras. Aturdidos por su magia y conscientes de su
poder nos postramos frente a ellos sin ofrecer apenas resistencia,
prestos a idolatrarles como a dioses. Y entonces sucedió el mayor de
los prodigios. Uno de ellos se acercó hasta nuestro grupo y ante
nuestra mirada se escindió en dos partes sin esfuerzo, quedando
bestia y hombre separados y aumentando así nuestro pavor. Su voz era
ronca y cavernosa. Su nombre, Hernán Cortés.
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