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Vicente Valero

Una iniciación

El árbol

Conocimiento

UNA INICIACIÓN

I

( camino )

Dije que sí, que iría. Una vez más. A solas.

Siga el camino hundido por el centro. Ya puede

uno salir, gritar, hacerse el loco (etcétera.)

Huele a rocío. Algunos perros ladran. No sé ...

— La luz no es cosa nuestra ni de nadie. Lo dije.

Dije que sí. A oscuras todavía. El mar,

la luz, la piedra: ¿qué sabemos, qué podemos

saber nosotros de la luz, el mar (y sólo

son ejemplos), la piedra, esta mañana, aquí?

Hace frío. Se nota que ha empezado el invierno

verdadero. No sé ... Dije que sí, que iría.

Para mirar. ¿De quién son estos pocos signos

que quedan? Todavía, en el puerto, los últimos

profetas de la noche: cantan desesperados

y maldicen. (La luz contra la piedra. El mar

contra la luz. Ah, máquina implacable.) No sé ...

Dije que iría, sí. Una vez más. A solas.

Siga el camino hundido por el centro. Ya puede

uno salir, cantar, encaramarse (etcétera.)

¿A quién espero o quién espera algo de mí?

II

Era como asomarse a lo más hondo nuestro.

Aquí, la higuera seca, apuntalada. Allá,

este camino por el que no pasa nadie.

La luz, un fuerte olor a ruda, las abejas.

Era como volver nuevamente al principio.

La fuente rota, hundida, rodeada de enebros.

Ah, pájaro, tú sí que sabes ver, a solas,

girar, encaramarte, cantar a media luz...

Fuimos, como animales extraños, atraídos

por esta idea nuestra de empezar otra vez,

de saber algo más de nosotros, sintiendo

en nosotros el mar, la luz, la primavera...

¿Y si la muerte fuera esto que nos han dicho,

esto en lo que resulta ya imposible creer?

Bebimos. Y la noche se abrió para nosotros.

Olía a luna llena, a zapatos mojados.

Era como asomarse a lo más hondo nuestro.

Pájaros, cicatrices, astros... A media luz.

Bebimos. Y la noche era una voz, ardía.

¿Y si esta fuente fuera la fuente verdadera?

III

Quiero saber más (dije). Cerré el libro y salí

hacia los intersticios antiguos de la noche.

(¡Muere, si de verdad deseas confundirte

con aquello que buscas!) La cena era a las ocho,

donde los hipogeos y los olivos blancos.

Danzaban: terracotas, la silueta deforme

de un dios grosero, enano. Ah, lo desconocido.

Calaveras impúdicas se hacinaban, reían.

¿Para quién sus maltrechos ajuares perfumados?

La luna, extenuada, nos daba de beber.

Muerte y resurrección: sólo una espesa niebla.

Oh, vírgenes, cosechas, amapolas, aljibes.

Bebí qué: oraciones de la tierra mojada,

himnos y sacrificios a la fertilidad.

Sólo ebrio es posible conocer lo imposible.

Lo dijo Cicerón: los misterios son cosa

de la naturaleza, no de la teología.

Diluido en la nada, me fundía en el todo.

Era yo y no lo era: ¿cómo reconocerse

distinto entre los muertos que quieren aún vivir?

IV

No deja huella: ¿ésa es su huella? Bebimos.

Hacía tanto frío aquella tarde... El mar

empezaba a romperse en mil pedazos, sucio.

Llovía, sí, llovía, sobre la isla exhausta.

El poeta tradujo. ¿Para qué habré salido

de casa...? Aún resuena en las calles la voz

del mensajero. Ah, cómo quema en las manos,

cómo corre tan clara hacia otra luz más negra.

¿Para qué habré venido a esta cena, descalzo,

con la camisa limpia, verdadera? El poeta

tradujo. Una vez más. Y abrió la ceremonia.

Los límites del alma nunca los hallarás.

(Un buen vaso de vino entra bien y es barato,

pero dar de beber al animal no es fácil.)

Así son de profundos todos sus fundamentos.

Cerré los ojos, vi: era una voz, ardía.

El poeta tradujo. Todos los invitados

esperaban, bebidos, un milagro a los postres,

un signo verdadero antes de regresar,

pero el pan de los sueños se transformó en ceniza.

 

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EL ÁRBOL

Entro en un árbol por su sombra abierta,

alegre y sin llamar, tranquilamente;

voy hacia el centro, subo o bajo, no lo sé,

y allí están todas las raíces, todos

los frutos esperándome, visibles y perfectos,

y el crecimiento de las ramas

es sólo una cuestión de pálpito y de luz,

que yo ahora puedo ver y oír... Hay nidos

abandonados, sucios, malolientes,

y extrañas criaturas de la noche. La luna

también está en el árbol y no es blanca.

Y hasta el viento circula muy oscuro,

se le puede tocar y no hace daño. Subo

o bajo, no lo sé: sé que camino.

Que pertenezco al árbol, lentamente. Me pierdo

en él, muy dentro, y soy el árbol, fértil

y fuerte, el que quería para mí. Y ahora crezco

sin descansar, en la quietud ardiente

del mediodía, cuando los pájaros me buscan,

entran en mí, reposan en su árbol.

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CONOCIMIENTO

Si lo que un hombre quiere es conocerse,

la tierra roja mire, el mar brumoso.

Con sol y barro ha germinado el surco,

urdido sin descanso por la vida.

Arda su corazón entre los símbolos,

acaso nunca escritos, pero firmes

en el lento fluir de las costumbres.

Si lo que un hombre quiere es contemplarse

en el espejo blando de sus frutos,

celebre el sueño fértil de la luz

que baña con leyendas su memoria.

No fue inútil su viaje, ni la casa

construyeron en vano los que huyeron

de la noche cerrada y de los monstruos.

Quien ama la quietud ama una tierra.

Si un hombre, en el cansancio de sus manos,

en la mirada hueca de sus ojos,

lo que quiere es tan sólo conocerse,

busque su rostro seco entre los surcos

maduros de los huertos y las olas.

Encontrará su patria derramada

entre olivos, cisternas y viñedos,

sobre la amarga piedra del sarcófago.

 

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