Luis Antonio de Villena

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Piscina

Labios
Mucho más triste que la muerte odiosa
El cardenal  Bembo escribe a Lucrecia Borgia
En elogio de las malas compañías
Otra Navidad en familia

PISCINA

Con un ligero impulso la palanca palpita,
y el desnudo se goza un instante en el aire,
para astillar después en vibraciones verdes
el oro y el azul y la espuma que canta.

Desciendes un momento. Y riela en los visos
del cristal transparente el fuego que galopa
entre las ramas verdes, y es túnica
de seda que amorosa recoge la selva de tu cuerpo.
Te detienes y nadas. El fondo es tu capricho.
Como un solaz de algas que amase tu cabello
te complaces en verte por grutas submarinas.
Y al regresar al sol, nos miras en la orilla,
mientras, toda codicias sexuales, el agua
deseosa, se goza solitaria en tu cintura.

 

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LABIOS

Labios bellos, ámbar suave
Con sólo verte una vez te otorgué un nombre,
para ti levanté una bella historia humana.
Un casa entre árboles y amor a medianoche,
un deseo y un libro, las rosas del placer
y la desidia. Imaginé tu cuerpo
tan dulce en el estío, bañado entre las
viñas, un beso fugitivo y aquel espera
no te vayas aún, aún es temprano.
Te llegué a ver totalmente a mi lado.
El aire oreaba tu cabello, y fue sólo
pasar, apenas un minuto y ya dejarte.
Todo un amor, jazmín de un solo instante.
Mas es grato saber que nos tuvo el deseo,
que no hubo futuro ni presente ni pasado.

 

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    Mucho más triste que la muerte odiosa

Amante de la Muerte, enamorado feliz
del único reposo que habita en este mundo:
¡Sal, sal fuera, huye, escapa para siempre!
¿Cómo perseverar un año más? Es muy duro
el camino, y no me gusta nada este universo.
Porque amo, y la mano parpadea en el aire.
Deseo, y el ansia no se transforma en cuerpos rubios.
Y caen mis párpados, porque no soy feliz
apenas nunca, y pesa extrañamente la melancolía.
Yo huiría de aquí, no me veríais nunca,
gritaría ¡fuego!, ¡fuego! Y cerrando el telón
me pondría un vestido verde, como de escamas
de otro mundo. Porque he querido ser un rey
que cena antes de la guillotina; un frívolo
galán bajo un baile de arañas, y un hermoso
muchacho cuya vida es de amor y de lujo.
Pero ninguno he sido. Es muy arduo vivir.
Y ningún futuro (ninguno) es elegante o digno.

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               EL CARDENAL BEMBO ESCRIBE  A LUCRECIA BORGIA

                                                                                      «carpe diem quam mínimum credula postero»

                                                                                           Horacio                                       

                                                                                               «chi vuol esser lieto sia:

                                                                                                                     di doman non c'è certezza»

                                                                                                                     Lorenzo de Medici

                                

Tormenta de rubí, cristal o seno,

una diosa atraviesa el ancho espacio,

y siente el labio aromas de topacio,

cortinas luengas, dulce desenfreno.

 Combatir no es posible el viento pleno

que del desierto trae raudo o despacio,

la arena o rosas que con paso lacio

el collar cumple al fin de tu veneno.

 Acepta, pues, y omite la costumbre,

estatua juzga el resto de tus días

y el jade de tus labios da a la lumbre.

 No pienses en más islas apacibles,

la copa y los perfumes en que fías

todo ya es. Lo demás son imposibles.

 

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EN ELOGIO DE LAS MALAS COMPAÑÍAS

   A Javi _siempre dice que todos se llaman Jose o Javi_lo conoció una noche de verano mi amigo Ramón en una discoteca, bastante de buen tono, pero a la que nunca iba. Decía Ramón que la tal discoteca era lo más parecido a un cementerio de elefantes. Viejos señorones de risa histérica, más dados al whisky que a la luz, empingorotadas y no menos viejas locas, con mohínes de musmés japonesas del pasado siglo, y entre tan selecta concurrencia, mocetones trajeados, o con atuendos que querían ser buenos, prestos a devolver sonrisas y miradas (desde luego, díspuestísimos a acercarse) y naturalmente en busca de la sacratísima protección del dinero. Por eso no frecuentaba Ramón la discoteca: por los viejos, y aquellos gigolós en el punto final de su carrera. No por el dinero. Mi amigo _que anda por los treinta y tantos__ es lo que se llama, perdidamente, un enamorado de los jóvenes, de los más jóvenes, a quienes cerca y agasaja en otros bares y otros cazaderos. ¿Qué hacía entonces, aquella noche, en la discoteca de los ancianos paquidermos perversos? «Nada», me dijo. En el rodar del vagabundeo nocturno, y después de bien inspeccionadas las bullentes terrazas madrileñas, Ramón había concluido que la noche no estaba para grandes esperanzas, y como pasaba cerca, entró en la discoteca de encorsetado portero. Una última copa, y a la cama, solo. Ese era su plan, cuando entre los pleistocénicos maricas de alto rumbo, divisó, solo y como ausente, a Javi. No era insólito que por allí cayera, aunque de tarde en tarde, algún joven ofrecido o algún treintañero oferente, pero no era lo más propio, y Ramón desde luego, esa noche, no lo aguardaba. Dio un par de vueltas _con su copa en la mano_ y quedó deslumbrado. El muchacho era lo que se dice un diez: joven, guapo, elegante, y con un aire distinguido y adolescente, al que no faltaba (mirándolo bien) una pizca de sal de barrio bajo, eso sí, con la cara muy lavada.

Ramón (lo he visto muchas veces) es un tipo tímido, al menos al iniciar sus conquistas. Luego es ya desenvuelto, y sabe liar a sus presas _pues incluso a las pagables hay que liarlas_ como una araña del trópico. Pero la presa de esa noche, además de inesperada, era tan fulgurante, que mi amigo corrió a ella _podía haber otras lobas al acecho_ con la celeridad de una de esas mariposas que, dicen, se arrojan al fuego con no sé qué raro apetito, un algo sublime, de abrazarse. (No han de extrañar las comparaciones zoológicas si, al fin, estamos comentando un lance de caza.)

El chico era tan serio _unido a aquella sal barriobajera y a un leve aire, precioso, de gitanillo lorquiano_ que cuando Ramón se puso a su lado, exactamente a su lado, en una de las barras de la discoteca, tuvo un primer conato de miedo. El temblor (que también experimentan los cazadores) de que podía encontrarse ante un lindo, primoroso y desaforado canalla. Le echó diecisiete años, el pelo moreno era largo y lacio, el cuerpo (llevaba niki rosa y pantalones blancos) aparecía tentador, culpable de su propia perfección, y los ojos _«ojazos», pen_ eran verdes, y la piel de brazos y rostro oscura, dorada casi, y lampiña como un bronce brillante. Por un lado Ramón imaginó que podía ser un niño bien, huido una noche de casa, y extraviado en busca de sensaciones fuertes. De otro (lo he dicho), que podía hallarse junto a un delincuente con la cara de plata. Pero le pareció tan hermoso, tan guapo, tan absolutamente codiciable, que se arrojó _como el agua en el Iguazú_ peñascos abajo.

    _No me puedo creer que estés tú solo ...

Y el chico sonrió un momento, todavía escéptico, y ante la consiguiente pregunta respondió el esperado nombre: «Javi, me llamo Javi». Lo demás fue bastante raudo, porque ya he comentado que Ramón, roto el hielo, es lo que se dice un gran liante. El chico pidió un whisky (probablemente se había tomado antes otro) y le dijo que él vivía en Niza, y que estaba esperando a un señor al que no conocía, y que no llegaba ...

Como la historia sería larga de contar (aunque sugestiva), hay que abreviarla. Rodeando primero, y con claridad poco más tarde, Javi (entre trago y trago) confesó que a él, bueno, por acostarse con él, le pagaban los hombres. Claro que _ajustó enseguida_ni era un chapero, ni hacía la calle. Un amigo francés (otro chico) lo había llevado con él a París a los quince años, y ahí comenzó su cuento. «Él me ha enseñado», añadió. Javi tenía ahora dieciocho años, pero un aire tan adolescente (más adolescente) que parecía uno de aquellos milagrosos, de los cuadros italianos. (Evidentemente esto lo pensó Ramón, mientras el chico hablaba.). Lo que se veía es que Javi vestía bien, que estaba acostumbrado a las cosas caras, y que había aprendido a ser lucido, como las señoras lucen una importante esmeralda. En Niza un señor, cliente suyo _mencionó por vez primera la palabra_, le había enviado su foto a un amigo mayor de Madrid (el nombre de este señor era muy largo) y el caballero, tras pagarle el billete de avión, le había citado, telefónicamente, esa noche y en esa discoteca. Pero a las doce, y eran ya más de la una y cuarto. Pese a lo cual a Javi no se le veía ni mínimamente preocupado. «Vivo en Niza, con el chico francés que te he dicho, pero en invierno me voy siempre a Las Palmas ...» Estaba diciendo eso, cuando Ramón vio el cielo abierto, y saltó como un lince avezado:

_¿No te apetece conocer otros sitios, Javi? Anda, vámonos. Esto es un muermo ...

Ramón _que había abierto bien sus redes_ se jugó el todo por el todo. Javi podía decir que no, lo que hubiera sido un considerable paso atrás. Y además hubiese indicado que el chico no lo quería ni como amigo (carta a la que buscaba jugar Ramón) ni como cliente, aunque fuera _cual parecía_ de segundo plato. Sabía que el chico estaba allí, solitario, porque esperaba lucro _bien que era ya la una y media, y el retraso grande_ y aunque le hubiese dejado caer, como al desgaire, que él podía y solía también permitirse lujos (otro hubiese dicho ayudar a algún chico), Ramón, encandilado por aquel guapazo, lo que quería era ganárselo. Acaso también _y esto más al fondo_ por haber llegado a conjeturar, al hilo de lo que el chico refería sobre sus hábitos vitales, que sus protectores o clientes debían ser, eco­nómicamente, de alto tronío. y'que él_Ramón_nunca hubiese podido competir tan a las, claras.

      Hubo, es cierto, un momento de vacilación mientras Javi apuraba el whisky, pero luego vino en sí limpio y rotundo.

    _Vale, vámonos. Este tío seguro que ya no llega. Ramón vio abiertas las puertas del Paraíso que Mahoma prometió a sus fieles. Javi era tan guapo, tan llamativo, que lo primero que parecía pedir era, según sabemos, ser lucido: pasearlo, como los mílites y los embajadores enseñan sus insignias. Así que (ya en la calle) paró rápido un taxi, dirigiéndolo hacia una discoteca moderna y cara _no de este tipo de ligue_ pero donde la noche armonizaba, con elegancia, los billetes más altos y, por veces, las drogas colombianas más blancas. El lugar debiera gustarle a Javi, y además Ramón iba a presumir, ante sus habituales, como el gran pavón de Juno.

Acaso porque al entrar en el local Javi reconoció su ámbito nicesco, o porque vio que Ramón (tan simpático, tan captador) no solo se movía en ambientes de gueto _el portero le había saludado al pasar_, o porque fuera de aquellos terrenos venatorios el chico comenzaba a tornarse más él, más natural, es el caso que al poco de llegar a la barra de arriba _la discoteca fue un antiguo y abarrocado teatro_ y pedir las copas, en el muchacho se produjo un clic cautivador y sorpresivo. Pareció relajarse, la sonrisa se hizo (aún) más bonita y más franca, y hasta el cuerpo al sentarse se mostró más indolente y mucho más felino. Bien que hubo también _del lado de Ramón_ algo que añadir sobre el suceso, a lo antedicho. Este, como quien nada dijese y de pasada, le había contado a Javi que él, siendo muy joven, cuando vino a Madrid a estudiar (dijo que era de Santander y también mentía), dos o tres veces que tuvo dificultades de dinero se lo hizo con hombres para salir del apuro. No dio ninguna importancia al tema, y ya había dejado sentado que él, en este momento, era un hombre de buena posición y solvencia reconocida. ¿Se creyó, entonces, Javi que estaba ante un viejo colega? ¿O pudo sospechar una táctica de bujarrón, pero estaba ya cómodo y le dio finalmente lo mismo? Es el caso que la conversación _entre paseo y paseo para lucir el triunfo_ empezó a ser muy fluida. Javi contó que iba también con chicas (Ramón le replicó que él estuvo casado; nueva treta por nueva coincidencia), y que en Niza _y gracias a la agenda del francés_ el asunto le iba jugoso viento en popa. Charlaban y charlaban gratamente de sus vidas.

(De vez en cuando algún conocido se acercaba a Ramón, y haciéndole un cuchicheo aparte, con en­vidia y sonrisa, le decía: «¿De dónde has sacado esta maravílla» . Y mientras el cuchicheante seguía camino mordiéndose mentalmente las uñas, Ramón sonreía, atendiendo a Javi, y sintiéndose como Julio César Augusto.) El chico _con más copas, y cómo brillaban sus ojos verdosos y agitanados_ le estaba empezando a contar (en un tono, al fin, de cómplice y de amigo) quién era su mejor cliente en Niza, «que estaba toda llena de viejos raros». Este en cuestión se llamaba Ronald y era inglés. Tenía criados envarados que casi le hacían reverencias, una casa inmensa _en la propia Niza_ y títulos y tierras en su país natal, de los que Javi no recordaba ninguno, pese a haberlos visto en cartas y duras tarjetas. Ronald conoció a Javi presentado por el celestinón francés, y se enamoró del chico («se encaprichó», dirían los clásicos del tema) absolutamente y al primer vistazo. De entrada _aquel mismo día_ se lo llevó a Givenchy a comprarle ropa, y esa noche _guapo como un transatlántico, pensaba Ramón_ a cenar al Negresco, donde los maitres se deshacían en zalemas ante el larguirucho víejales. Pero la verdad es que, al principio, el negocio parecía tener poco misterio, y hasta pecar de soso. Se diría que Ronald _y mi amigo tuvo que ruborizarse_ solo quería lucir al chico: no había más que cenas y más cenas, un oropel tras otro. Hasta que un día le llevó a su casa, y le pidió (en el salón, lleno de pieles blancas) que se quedara desnudo. Javi sospechó que había llegado el momento. Pero tampoco ocurrió nada. Ronald (sin ponerle un dedo) quería solo posturas y nuevas posturas: como durmiendo en un sofá, posando para un cuadro con aires distinguidos, a punto de lanzar la jabalina, secándose las piernas después de una carrera o como si alguien le hubiese sorprendido haciendo el amor con una chica rubia ... Javi cumplió, y Ronald, que miraba, arrobado y en silencio, dijo al fin: «What beautiful legs, my dear!» Pero continuó sin tocarlo, llevándolo a cenar, comprándole cosas y dándole dinero en abundancia. Hasta que otro día la sorpresa saltó de nuevo, como la cobra asiática. Ronald no lo citó en el bar de costumbre, sino que le pidió que fuera directamente a la casa. Y allí, en el salón, bebiendo un whisky muy aguado, le contó a Javi que de niño había vivido en Ceilán, y que por ello desde entonces _pues la casa estaba cerca de la selva_había adquirido la costumbre de llenar sus casas, una parte de ellas, de espesísimas plantas. Y le pidió al . chico, acto seguido, que lo acompañase, y le llevó a otro extremo de la vivienda en el que nunca había es­tado. Bueno, no era «casa __dijo Javi_, era de verdad la jungla entera ... ». Plantas y plantas trepadoras cubrían los pasillos, se enrollaban en las palmeras de salones vacíos, triscaban, llenaban, y culminaban todas _en creciente tropel_ en una rotonda final rematada por una cúpula con claraboya, para que el sol diese fuerza a tanta y tan robusta fronda. El lugar era, por cierto, exótico, si bien Javi descubrió muy pronto que aquel churrigueresco selvático tenía una finalidad bastante distinta _aunque no tanto probablemente_ que la de mera exorcízación de una nostalgia.

Poco a poco (un caballero inglés es siempre muy mesurado cuando va a propasarse), Ronald le explicó a Javi a qué quería él jugar en aquella selva privada. Era como rodar una película de aventureros, aderezada con sueños leather de un barrio malevo de cualquier gran ciudad moderna. Él (Ronald) era un explorador, acaso un simple cazador de mariposas, que caminaba despacio por la selva, inocente, con sus pantalones cortos, sus botas fuertes y su camisa caqui, vieja y sudada. «Algunos días _agregó Javi_ también se ponía salakot.» En cuanto a él (Javi) , debía vestirse unos ajustadísimos pantalones de cuero negro, dejar desnudo el pecho cruzado por dos correas tachonadas de clavos', ponerse un antifaz de seda también negra _pensé en los carnavales venecianos_ y llevar entre las manos una fusta afgana que podía hacer restallar, si quería, sobre las losas marmóreas del céntrico suelo ... Bien que Javi _no hay ni que imaginarlo_ no iba a ser un tranquilo paseante, sino un malvado, de extraño y juvenil jefe de una banda de gángsters, un adolescente primigenio y salvaje _los términos son de Ronald_ deseoso de violar, destruir, masacrar el infame mundo y hacers rey de muchísimos esclavos. Al parecer el inglés disfrutaba describiendo la escena y la caracterización del personaje: Tú has bebido y te has drogado la noch entera, has jodido y preñado a las tres mujeres, tus favoritas, que tienes en la tribu a tu servicio, y has baillado y chillado con tus guerreros hasta el amanecer; pero de repente llega el alba, y sientes que aún quieres más, que aún no estás saciado, y entonces te lanzas a la selva, ebrio y excitado, buscando una presa, cualquier ser al que follar y dejar dominado por tu furia y destrozado ...

Y ahí cambiaba el tono de la voz de Ronald, perdía fuego, se volvía más mansa: «¿Crees que podrás hacerlor?»

Javi, entre risas y más whisky _cómplice ya de Ramón del todo__, le contó que lo hacía, claro. Perseguía a Ronald, jadeando, entre las plantas, fíngía en dos o tres vueltas no atraparle, el viejo ululaba y corría, y la escena culminaba en la rotonda, donde era más densa y grande la espesura. El inglés, que como al desgaire se había ido desabrochando el botón adecuado, quedaba preso entre las lianas _como si, exhausto, ya no pudiese avanzar por la maleza_ y entonces el hermoso muchacho se abalanzaba sobre él, rugiendo, gruñendo (debía beberse varios tragos antes del acto) agresor aparentemente como un brutal sanguinario, y procedía al ceremonial, no por esperado menos extravagante ni grato para la víctima inmolada: arrancaba la camisa de Ronald, le dejaba los pantalones, que quedaban caídos _como sabemos, el propio interfecto lo había ido preparando_, y mientras el chico se despojaba del cuero, le propinaba al inglés, con más furia que fuerza, una buena serie de zurriagazos en el culo rosado. Y como final _rugiendo más y tras unos cuantos sobos para mejor empalmarse_, el mocito penetraba al viejo, mordiéndole en la nuca, revolcándose, sudando, pero sin olvidarse nunca (medida profiláctica que Ronald deseaba) no correrse jamás dentro del estrecho y cálido palacio ... La risa de Javi (muy cerca del rostro de Ramón) era, entonces, absoluta y franca. «¿Y a que no sabes qué hacíamos luego, cada día, después de terminado el acto?  Ramón pensó en vicios nuevos.

   _No tengo ni idea. ¿Qué quería el muy marrano?

    Nada. Concluido el sueño vivo, Ronald y Javi se bañaban, se vestían elegantemente y se iban a cenar a un distinguido restaurante donde el chico lucía su belleza morena, y donde nunca, bajo ningún pretexto, se cruzaba ni una sola palabra sobre la insólita aventura del explorador casero y del muchacho tribal y orgiástico. Por supuesto venía luego el cheque, o el dinero contante, y cada tantos días, la cordial visita a la boutique más cara.

_Pero no siempre van las cosas tan bien concluJavi.

Aunque en ese momento, gordo y con aires distinguidos, apareció Pepe Osorio saludando a Ramón, y pidiendo al camarero que les sirviera a su cuenta a todos. Los ojos del condesito Osorio eran dos brasas. Y se sentó con ellos sin que nadie lo invitara. Pep Osorio _bastante más mayor que Ramón, titular de un condado de poca monta, pero emparentado de cerca con las casas más aristocráticas_ era bien conocido en todo Madrid, de años atrás, por sus locas aficiones a los chicos guapos y a la buena mesa. De gastronomía nada se le escapaba, y era siempre muy de admirar _como una suerte de ostentosa presa_el mozalbete que llevase al lado. Bien que, frecuentemente, eran varios los que se sentaban con él, sin recato en ser manoseados, mientras le sacaban copas, dinero y regalos. Pepe Osorio se iba mucho viaje con sus chicos, y se contaba (aunque esto era ya del reino de la comidilla) que uno de los manebos,  por el que se apasionó más de lo que es sano y prudente, le había cierta vez arruinado.

Naturalmente Pepe Osorio no se sentó por Ramón (al que conocía y con el que hablaba) sino por Javi, pues lo asaeteó a preguntas con soniquete amable, y tras lanzarle indirectas, preguntarle la edad, dirimirle el zodiaco con loas crecientes y augurarle lo mejor _incluido un buen novio_al leerle, con algún toquetear, las rayas de la mano, se apartó un instante para acercarse mucho a Ramón y decirle en voz baja, aunque como siempre sonriente y chirriante: «Hazme el favor de darle mi teléfono enseguida, pecorona, porque me dispongo a odiarte ...». La frase era más larga, y quería ser graciosa, pero Ramón se la rió enseguida (sin ganas) para que Osorio se callase. No le caía bien, y era evidente que se iba derrotado porque Javi (¿no habría olido que Osorio era de los grandes?) no le prestó, pese a la obvia amabilidad, demasiado caso. Pepe Osorio hubo de levantarse en busca de nuevos balcones, y ahí notó Ramón que Javi estaba sintiéndose a gusto o bien a su lado. Llamó al camarero, pidió otras copas_ Don Pepe les ha invitado a las anteríores_ yJavi, encendiendo un pitillo, se dispuso a seguir el hilo de la charla rota, como apeteciéndole a él mismo reanudar la trama.

Lo que se disponía a contar __cosas que no salen redondas_ tenía que ver con Arabia. Porque fue un jeque árabe el que una noche (la gente ya se hacía lengua del yate oriflamado que recorría la Costa Azul) miró a nuestro ]avi, nada más entrar en su bar de costumbre, con ojos acuosos e indudables. El jefe, evidentemente, no coincidía en nada con las maneras y los lentos progresos británicos. Era tan acuciante como contarlo rápido. Lanzada la mirada como un algo negro hacia adelante (hacia el estanque esmeraldino de los ojos de ]avi y el espléndido territorio que los circundaba), fue él mismo, y acto seguido, a recoger el can que olisqueaba. Se puso junto al mozo, y en mal francés, le espetó rotundo: «Cien mil francos». Por supuesto no lo dudó el chico, y sin que mediara ni copa ni proemio ni palabra, se vio siguiendo al jeque y entrando en un aparatoso Jaguar, con mudo chófer vestido de turbante y chilaba. Llegaron a una motora, sin que hubiera más conversación que una pregunta por la nacionalidad, y de ahí al yate, tenuemente iluminado, pero (a lo que creyó Javi) repleto de criados. Todo fue tan rápido y expeditivo, lo estamos viendo, que cuando vino a darse cuenta estaba en un dormitorio _nadie hubiese hablado de camarote_ tapizado en seda amarilla, muy versallesco, y sin más signo islámico que una suerte de antigua gumía, bellamente dispuesta en un ángulo de la cama. Javi vio al jeque _casi como de súbito_sentado en un butacón, descamisado y sonriente (tenía un enorme bigotazo negro), y se dio cuenta de que por primera vez estaban solos. El jeque _eso sí_ ya le estaba haciendo gestos, amables pero rudos, con la mano. Como el muchacho titubease un instante, el árabe habló: «Desnudarte, desnudarte».

«Entonces yo decidí hacer de puta», le comentó a Ramón, Javi. Se quitó la camisa muy despacio, y vio que los oscuros ojos negros brillaban, tiró los zapatos a un lado, se sentó en la cama para quitarse los calcetines (siempre premeditadamente muy despacio) y luego fue tirando de los pantalones, sabiendo que el pequeño slip rojo encantaría al moro: el chico estaba acostumbrado. Pero ya fuera la ropa, y brillando a la luz el desnudo casi colmado, percibió' el muchacho como una sombra una leve velatura en los ojos agarenos: ya no chispeaban. «Pelos en las piernas _sentenció el jeque_o Afeítarlos.» Y le indicó una puerta, que era su cuarto de baño privado. El muchacho dudó, porque solo tenía diecisiete años, apenas un leve vello dorado en las pantorrillas, y solo lo esperable en el resto del cuerpo, y exactamente en los tres lugares adecuados. Pensó largarse. Pero recordó la cifra: cien mil francos. Así es que fue al lavabo, y vio enseguida muchas maquinillas de hoja, dispuestas en fila sobre una repisa. Debajo había una papelera. Se dio espuma en las piernas, las rasuró con cuidado _era poco y fácil_ y, tras tirar el objeto, salió un tanto tímido, avergonzado. El jeque no se había movido de su sillón de amarillo radiante. Le miró las piernas, y la sonrisa volvió a los enormes dientes blancos, rodeados de espeso mostacho. Instintivamente Javi se dirigió hacia el lecho (sin colcha) y se tumbó, como aguardando. Notó venir al jeque; y cómo, dando a un interruptor, la luz no se apagaba, sino que se tornaba débil, nima, y lo ponía todo en una penumbra tibia que aclaraba sus mismas y lascivas intenciones. Entonces volvió a mirar y vio que el jeque (andaría por los cincuenta años) ya estaba desnudo: «Él _pensó Javi_ es el que debiera afeitarse». Luego sintió que un oso bastante fuerte, y con olor a perfume hindú, de golpe lo abrazaba. Lo que buscaba era muy claro. Al parecer los árabes apetecen lo mismo. El chico lo sabía, y al notar la blanda saliva del otro supo que tenía que ser sodomizado. El jeque no quería más. Oía el muchacho palabras en árabe, susurradas, cálidas, entreabiertas, jadeantes, mientras una barra firme _como un acero caliente_buscaba herir o consolar sus entrañas. De repente _tras ese rato de puyazo y humedad sudada_, todo se detuvo. Y Javi oyó la voz que dijo: «Imposible. Tú haberte afeitado». Parecía un enigma, cuya solución el chico no se plant, de momento. Notó, sí, que el hombre se levantaba (sin concluir) y se vestía; antes de salir le dijo, rápido siempre: «Puedes vestirte. Ahora el dinero». Javi corrió al baño, se duchó de prisa, y se vistió después, casi mojado aún, más raudo todavía. Como si todo estuviera cronometrado, en ese instante apareció el chófer mudo de la chilaba, con un sobre blanco en la mano que le entregó con sobrio gesto. El muchacho no lo contó _vio el dinero_ y siguió al servidor que le indicaba el camino, para devolverle (y ahora solo) en la misma motora al muelle de partida. Era obvio que al jeque pederasta _«pederasta acérrimo», terció Ramón_ no le había gustado aquel vello dorado de las piernas del chico. Se lo había quitado, cierto, pero él sabía ya que existía y su mente no pudo cargar con la presencia. Fue un pequeño fracaso. Cuando, ya en su casa, Javi volvió al sobre, comprobó que contenía solo (aunque es un decir) ochenta mil francos. El jeque _que enseguida partió con otros rumbos, probablemente hacia las islas griegas_ buscaba puericia, niños sedosos para una piel desértica_. Sería esa la causa de la rebaja.

Una vez más Javi y Ramón concluyeron riendo, muy. cerca asimismo uno del otro, y apurando el vaso. Eran ya las cuatro de la mañana, y la discoteca cerraría enseguida. Se hacía visible que se iba lentamente vaciando. Quedaba (pensando desde el lado de Ramón) el último envite a los naipes. La carta final, que aclararía sobre el tapete si la larga e inesperada noche veraniega podía culminar como mi amigo anhelaba. Se habló de salir, Ramón pagó la cuenta (duraba aún la risilla del lance árabe) y entonces abrió fuego a quemarropa: «Javí, ¿tienes algo que hacer o te vienes un rato a casa?» Es obvio que la primera parte de la pregunta era una mera cautela retórica. Javi seguía riendo, al levantarse: «Bueno, vamos». Y Ramón se sintió morir de íntima delicia, mientras bajaban las escaleras, camino de la calle, pensó él, que al menos de cuatro en cuatro.

Según mi amigo, Javi era en efecto la maravilla que esperaba. Un cuerpo dorado y fino (qué estupidez lo del vello de las piernas), una boca afrutada y carnal, un sexo bonito y grande, y un culito apretado y muy grato a la mano. Los grandes ojos verdes parecían turbarse de niebla en el feliz y sabio momento de la cama, mientras semejaba todo el encuentro de dos amigos que, tras una farra, terminan así, jun­tos y revueltos, como los buenos camaradas que aman a sus camaradas. Era tan guapo _me contó Ra­món_ que por veces yo no creía cierto lo que estaba pasando: que fuera tan suavemente mío aquel cuerpo adolescente, ágil, duro y a la par floral, con una piel como quien acaricia un nardo. Tan mío, que estuvimos mucho rato, acurrucados juntos, pese al calor, entre caricias, cual si el instante fuese a ser eterno, hasta que vimos que una luz blancuzca comenzaba a inundar la abierta ventana.

Javi dijo entonces que debía marcharse _aunque Ramón había soñado dormir con él_, y mientras se lavaba, mi amigo preguntó al chico qué día podrían volver de nuevo a encontrarse. La respuesta fue tris­temente evanescente: «A lo mejor nos encontramos mañana ... » Y venía murmurada por el agua de la ducha que empañaba cristales. Javi salió relucientemente desnudo _como Patroclo, pensó Ramón, ­pico clasicote de amanecida_, vistiéndose en menos que canta el gallo.

Las amistades, las dulzuras, los cómplices, la camaradería (Javi y Ramón lo saben bien) suelen ser te­mas fugaces. Pero es bonito el último beso, la última caricia a punto ya de abrir la puerta, el ademán de despedida, su rápido tacto. «¿No te importa dejarme para un taxi? »

   Ramón tomó un billete de cinco mil pesetas y, doblado (Javi ni lo miró), se lo metió humildemente en el puño de la mano: no quería competir con los grandes. Lo vio llamar al ascensor (el niki rosa, los ojos gatunos, brillantes, pero cansados, la piel de oro, el cuerpo lleno de esbelto encanto), y esperó hasta que oyó el portal que, abajo, se cerraba. Ramón estaba como estático, envuelto en un halo mágico. Creyó que salía _que no salía_ de un cuento de hadas.

Naturalmente a Javi nunca lo ha vuelto a ver. Pero cuando mi amigo Ramón ve a un chico muy, muy guapo, enseguida dice: «Se parece a javi». Es como si hablase de un lejano mito maya, de un encantado castillo o de Simbad navegante.

El reino de la noche _el reino de este mundo_, lo ha dicho el poeta, es tan breve y efímero como sagrado.

                        Noviembre de 1987

 

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                                                                                                                         Otra Navidad en familia
       No sabría cómo definirme, por que me conozcáis. Lunático, sí.  Inconformista. Protestatario. Todo ello parece algo anticuado, o por mejor decir, acaso futuro. Porque este mundo de mierda tiene, de un modo u otro, que saltar en pedazos. Este mundo de aburrimiento y orden... Pero la verdad es que mi rebeldía o mi actitud lunática —como dice mi madre — sólo estalló cuando terminé la carrera, y aún sin tener trabajo, me sentí fuerte y libre. Indudablemente rebelde lo había sido desde muy joven (desde que me supe algo sometido y distinto) pero, supongo que por timidez, tardé en dar el salto. Estaba —y estoy— en contra de casi todo lo que la familia significa. Por eso, al poco de acabar la carrera y aunque malvivía de clases particulares (licenciado en Historia Moderna y Contemporánea, tenía que dar clases de latín) decidí marcharme de casa. No concebía la genuina libertad sino dejando de vivir con los míos
—tan agobiantes— así es que alquilé un pequeño departamento (un estudio, mejor) y me largué la mar de feliz —como suele decirse— a vivir mi vida.
       Desde luego no era fácil. El dinero no me llegaba y me obstinaba en no querer ayudas de mi padre. Por lo que —como seguía sin trabajo — añadí a las clases particulares el curro nocturno en un bar de copas en el que trabajaba ya un amigo. Un sitio tranquilo durante la semana y agobiado y agobiante —como todos los bares— en la estúpida y voraz
noche del sábado... Tenía veinticuatro años (aún no hace tanto) y la verdad es que —arregladillo todo— me sentía dichoso.
       Pero no pretendo contar mi vida. Mi idea es deciros lo que me ocurrió una Nochebuena —la segunda que no pasé en familia— en la que descubrí que la vida no tiene límites, ni merece restricciones ni censuras ni etiquetas. La vida sobrepasa, generosa, a los curas y a los padres. La primera Nochebuena (dos meses después de irme de casa) en que decidí no ir a la cena familiar, mi madre se llevó un berrinche y mi padre —creo— dijo que yo era un desagradecido o un perdido o alguna de esas cosas que dicen los padres cuando se meten demasiado en su papel. Pero —aunque mi hermana me rogó que reconsiderase el tema— decidí no ir ni ceder, porque un símbolo vale mucho. Y rechazar la
Navidad en familia —todos con cara de angelotes diciendo gracias— resulta un símbolo más que fundamental. Pero yo, solo en mi apartamento, me aburrí como una ostra. Y me emborraché, tontamente, con una botella entera de champán. Un muermo, sin remedio.
       Por eso decidí —tras la borrachera en solitario, con brumas irreales de melancolía— no pasar otra Nochebuena solo, aunque — evidentemente— tampoco regresar a la familia. Mi hermano mayor, César (con quien nunca congenié) ni se inmutaba. Delia, la pequeña, insistía de nuevo:
       —Claro que es un rollazo, tío. Pero es una noche... Una. ¿Qué más te da?
       No cedí. Y poco antes de que llegara la fatídica noche (un auténtico coñazo, pesadilla pura) pensé qué hacer para no volver a quedarme solo. Ricardo, mi ex novio, se iba con su familia, a Bilbao. ¡Menudos son los vasquitos para eso, por maricas que sean! Charo y Mili, otras amigas, se largaban de viaje a Egipto. Podría haber ido con ellas, pero no tenía tantas pelas. Los chicos del bar estaban en familia hasta la una, y luego tenían que abrir. Yo toda la noche libre. Pensé también en ir, como ayuda, a poner copas. Aunque, hasta la una, ¿qué hacer? La verdad es que empecé a desesperarme. No había nadie —literalmente— nadie disponible. ¿Y si me apuntaba a una ONG para servir cenas de Navidad a indigentes? Muy noble, pero igual terminaban, con alguna monjita camuflada, soltando los villancicos de rigor. No, si la familia era mala, la familia curil me resultaba aún peor... Y entonces se me ocurrió —como una auténtica iluminación budista— el disparate. (Mis amigos, al menos, lo dirán así.) Llamar a un chico de alquiler. Uno de esos que se anuncian en el periódico y proponerle —supuse, como es lógico, que la tarifa aumentaría— una velada especial de Navidad.
       Aunque me dije enseguida: ¿por qué narices iba a ser «especial» para él?
       El asunto era delicado, pero urgente. Tenía que ponerme a llamar cuanto antes. Superando el corte, claro, porque —de verdad— era la primerísima vez que lo hacía. Tracé una lista (del abundante periódico del día) procurando ser, teóricamente, generoso. Es decir, apuntando el número de teléfono incluso si no decía, bajo el nombre de guerra,
«moreno, macizo, espectacular...». La mayoría me contestaron —con voz muy cordial— que esa noche no trabajaban. En verdad sólo dos se mostraron disponibles, uno era rumano, dijo. El otro, extremeño. ¿Por qué elegí al que elegí, me diréis? Quedó claro que ellos, como yo, estaban solos. Y claro también —como imaginé— que tendría que ser generoso. Luego hubo precisiones. Yo no las pedí, de entrada, pero me gustaron. El rumano me dijo que era moreno, que tenía muy buen cuerpo, que hacía de todo (con preservativo, desde luego) y que la tenía muy grande.
       —¿Muy grande? —repetí yo inquisitivo.
      —Grande, sí. —Y se rió ligeramente—. O gorda. Grande y gorda...
       Yo no sabía preguntar, pero me atreví un poquitín. Había oído que algunos de estos chicos no besaban. (J'embrasse pas. La película de Techiné...) Pregunté:
       —¿Te gusta besar?
       —¿Me gusta? Beso. Sí, beso.
       El extremeño —de Mérida— no me habló de tamaños. Me dijo que era redondo y que no le importaba ser pasivo. Añadió que tenía el pelo largo. Y que era guapo.
       —¿Guapo? —me sorprendí.
       —Bueno. No sé. Eso me dice todo el mundo. Las chicas, los chicos...
       A lo mejor no habéis adivinado por qué me decidí —tras una noche de autorreflexión con la almohada— por el extremeño. No por guapo ni por redondo ni por el pelo largo (que en general me encanta) sino por una razón sentimental y probablemente absurda a aquellas alturas. El primer chico con el que me acosté en mi vida (en un viaje universitario a Italia, en segundo) era un muchacho guapísimo y de Mérida. Evaristo era una preciosidad, lo juro, pese al nombre. Alucinantemente guapo. Pero sólo me acosté un par de veces con él. Al regresar a Madrid me dijo —muy serio— que tenía novio. Y que le gustaba la fidelidad. ¿De veras? Joder, tío, me lo podías haber dicho antes. Evaristo. Ojazos negros, pestañas gigantescas. Maravilloso culo. Evaristo, emeritense, una belleza...
       En fin, me decidí por el de Mérida (la cosa era igual, carísima, veinticinco mil pesetas toda la noche) aunque aquello de grande y gorda no dejaba de repicarme los oídos. Me imagino a mi padre. Él hablando del porvenir, de la vida honrada y buena —más aburrida que el mundo— y yo chupando una polla gorda y grande. Tiene razón, el pobre hombre: desagradecido o perdido. Mejor perdido entonces, caray, tiene más morbo...
       El extremeño se llamaba Iván (me dijo) y quedamos en que vendría a mi apartamento a las diez en punto de la noche, justo cuando se acaban los autobuses y el metro, en esa nochecita de paz y truenos. Por supuesto que lo pensé: ¿y si no me gusta? Pero la respuesta era fácil. Me haría compañía. Pues si el sexo había repuntado, de súbito, como pitón dormida, no olvidaba —no quería olvidar— que mi móvil primero al llamar al chico fue no sentirme solo. No buscaba sexo sino amistad, cordialidad, benévolos sucedáneos del amor. Aunque, por supuesto, a nadie le amargue un dulce y sobre todo si se define «guapo. Eso me dice todo el mundo. Las chicas, los chicos...». Dulce. Prometedoramente dulcísimo. Era inevitable.
       Iván llegó a la hora convenida, muy puntual. Y cuando abría la puerta, la verdad es que quedé un pelín apesadumbrado porque vi un inmenso anorak negro. Capucha, manoplas, todo hinchado de plumas caloríficas. Y de repente —¡zas!— una sonrisa.
       —¡Hola! ¿Llego bien? Se te ha puesto cara de susto...
       De hecho estaba preparando —un poco informalmente— lo que había comprado para cenar. Langostinos y Codorníu. Un kilo y cuatro botellas. O sea otro pastón. Pero ya que me metía en gastos era tonto —una noche— ahorrar con perejil. De postre unas cajas de Donuts (bastante más cutre, evidentemente) pero sólo por si nos entraba hambre. Y me había vestido de negro. Con un polo ancho de lana fina y unos estupendos zapatos de cordones, nada pertinentes para estar en casa. Iván entró sonriendo (yo no había dicho más que «pasa») y me dijo que hacía mucho frío. Entonces se quitó las manoplas, la capucha y el anorak y francamente —ya sabéis que temí equivocarme— me quedé de piedra. Botas, vaqueros ceñidos y una camiseta sin mangas (roja) que mostraba un cuerpo de gimnasio y depilado. Exquisito y salvaje. Un cuerpo que parecía bruto y delicado a la par. Me reí yo.
       —Claro que se me ha puesto cara de susto, ¿no? Te lo habrán dicho muchas veces, es evidente...
       —Sí, ya te lo dije. A veces tengo complejo de escaparate.
        —Te miran y todo eso... ¿Te molesta?
        —Joder, no me molesta. Pero te da cierta rabia, porque sabes que estarán pensando: guapo y gilipollas.
        Pero además (y lo dejo para el final, porque era mucho más espectacular que el cuerpo) Iván era un rostro perfecto, unos ojos negros de alucine. Y un pelo —atado en coleta— que prometía ser un tránsito de goce. A mí los chicos me gustan más (no me he preguntado por qué) con el pelo largo. Y por si todo lo dicho resultase poco, sumaba una sonrisa brillante y un aire cordial, desinhibido, limpio, encantador... En algún momento de la noche estuve por decir una tontería: ¿eres real? ¿O un ángel —como Brad Pitt— para que crea por fin en la Navidad? Una pamplina, naturalmente. Iván me dijo que si se podía descalzar —la moqueta era cálida— y yo también me descalcé. ¿No os gustan los pies desnudos?
       Según parecía lógico, nos explicamos enseguida nuestras aparentes coincidencias. El extremeño tenía veintiún años y era estudiante de arquitectura, pero se ganaba un dinero «puteando» porque en su casa no le daban un duro, por humildes primero y porque —además— se llevaba fatal con su padre, viudo, que se había vuelto a casar con su tía, o sea, la hermana de su madre. No los podía ni ver. Había aceptado mi oferta —siguió— no por dinero (habitualmente
cobraba más) sino porque notó que yo estaba solo, que no tenía experiencia en relax —es decir, en puterío— y porque le caí bien de repente.
       —Me diste buen feeling, tío. Y además entendí que eras joven...
       —Bueno, tengo cuatro años más que tú...
       —Joven, hombre, muy joven. ¿Te imaginas los carrozas barrigones que me llaman? En fin, no te los imagines. Yo no voy con cualquiera. Ni aunque me paguen mucho...
       Pero era obvio que no teníamos que hablar del oficio. Estábamos en Navidad. Pusimos música de salsa. Abrimos champán, saqué los langostinos de la nevera y, naturalmente, le di un beso. Estábamos solos y tranquilos. El mundo se moría de familia alrededor. Y nos habíamos caído bien, igual que si llevásemos ocho años siendo amigos...
       Faltaría más. La cena no es lo que voy a contaros. No, tampoco la cena. Ni a lo mejor tampoco la ternura. Ni cuando me dijo —mucho más adelante— que le llamara José, que era su nombre verdadero. Y yo le contesté, después de meterle la lengua, que Iván me gustaba más, José.
       Iván está como un queso, macho. Me voy a comer a Iván enterito, como si fuese una ostra o un plato riquísimo de ternera en su jugo. ¡Iván, qué pedazo de rabo, hijo de puta! ¡Iván, vámonos tú y yo por ahí, compañero, a follar y a quemar la vida! Porque lo que se dice cenar, cenamos más o menos tranquilos, mientras la cordialidad —y el deseo— crecían. Iván me había dicho —a la mitad— que le gustaban también las chicas y que tenía novia. Yo no dije nada, o simplemente «ah, bueno», y no me lo creí del todo, porque la declaración (pensaba yo) era como la regla del oro del morbazo: Estás con este joyón, y además es un macho como un piano. ¿Mentira, verdad? Morbo. La seducción del deseo.
       Acabábamos de finalizar los langostinos, cuando sonó el teléfono. Por supuesto era mi hermana Delia, «la niña», como decíamos en casa. Delia (ya con veinte años) era quien sabía todo de mí y probablemente se lo habría dicho a mi madre, pero las mamás, por lo general, se callan. Delia, digo, sabía que a mí me gustaban los chicos. Como a ella. Y
alguna vez —tomando café en una terraza— jugábamos a ver quién veía más «dieces», «más chicos cañón», la expresión es suya. La niña me llamaba por puro cariño. Atribulada, dulce: «¿Estás solo, pituso? ¿Solo, solito?». Me parece que había bebido más que nosotros. Delia sabía todo, lo de esa noche, quiero decir ahora. Que mi pretensión era pasar la Nochebuena con un chico de alquiler, un tarifado. La idea le atraía y le parecía disparatada a partes iguales, pero además, creo que no estaba nada segura de que me atreviese a llevarla a puerto. Por eso, indudablemente, llamó, para saber cómo iba mi noche santa de antihogareño incorregible, pero evidentemente —la muy loba— también para saber si había o no había chico. «Pues aquí estamos, sí», contesté, «aquí estamos Iván y yo atiborrados de langostinos y de Donuts. Todo muy familiar, señorita, pero ya ve usted, de otra familia... En realidad (para que se te pongan los dientes largos) ahora mismo somos una familia incestuosa... ¿Y tú, tesoro, qué tal lo estás pasando?»
       En ese momento —mientras yo hablaba por teléfono— Iván (que algo entendió de jugueteos con una chica) empezó a desnudarse frente a mí, despacio, y como haciendo striptease. Primero se desanudó la coleta (me encantaba el pelo espléndido, comanche) y por último —yo seguía diciendo bobaditas a mi hermana— se quitó unos slips negros y
ajustados. «¡Joder, que tío más bueno!», chillé. «¿De verdad?», se le escapó a ella. «¿De verdad está muy bueno? ¿No me engañas, pituso? ¿De verdad?»
       Por supuesto que no la engañaba. Iván estaba cachas y su cuerpo lo constituía una trilogía de oro: cara adolescente, acentuada por el pelo largo. Torso juvenil, macizo, gimnástico. Y unos torneados muslos potentísimos, virilmente femeninos, prietos... ¿Más? Imposible. O no, pero ya se me escapó antes: un rabo poderoso. Un nabo gordo, suave,
rico... Esto lo supe enseguida, pues apenas colgado el teléfono de mi pesada hermanita, me puse a chupárselo como un poseso (¿debiera decir «una posesa», para envilecerme un poco más?) mientras le apretaba los cojones. Noté que Iván estaba a gusto. Respiraba a buen ritmo. Era un tío cachondo y simpático. Una mezcla activa —pensé— de príncipe y soldado paracaidista...
       Me detengo otra vez. ¿Debo? ¿Puedo? ¿Es el erotismo narrable como se cuenta un amor, aun cuando sabemos —y más los lunáticos y los protestatarios— que erotismo no es amor casi nunca y desde luego no necesariamente?
       Pinceladas: Bebimos champán uno en la boca del otro. / Sentí el más consumado 69 que había gozado hasta entonces, y no en la cama, sobre la moqueta y la alfombra. / Lamí los pies de Iván, divinamente hechos para unas permanentes sandalias. / Me folló, tras lubricar el condón con una crema inglesa mentolada. Luego le pedí que se corriera en una copa vacía. Para nada. Para verlo. Porque me había dicho —y no mintió— que iba a ser abundante el esperma. Tres sacudidas fastuosas. / Me enseñó a follar —si puede llamarse así— metiéndola en la axila, entre los músculos y los pelos de la axila. Fue raro y magnífico. / Le comí los muslos femeninos y los pezones masculinos. / Él me comió por todas partes donde quiso y perdí de gusto el resuello... ¿No era todo eso placer —heterodoxo placer— de Nochebuena?
       Más tarde —tras la gloria carnal, balsámica y venenosa— cuando estábamos tirados en el sofá oyendo música tropical (toda la noche hubo música caribeña) desnudos, desfogados, gansos, cómplices, cachondos en veda, guarrazos de cariño, pitañosos de ternura, atiborrados de champán, amodorrados de vicio, entonces (rompiendo tal plano de
sublimidad) sonó el telefonillo. Alguien estaba en la puerta, con el mucho frío de las dos y media de la madrugada, y supe —intuí— que no podía ser otra que Delia, la niña, mi hermana...
       Después de haber abierto el portal, le dije rápidamente a Iván:
       —No te preocupes. Es mi hermana y lo sabe todo. Pero quiero darle una sorpresa. Tiéndete ahí, en el sofá, desnudo, sí, y con el pelo revuelto... Voy a apagar todas las luces, menos la de la entrada, y le diré que estás dormido. Luego, cuando se acerque y te vea (le encantan los chicos guapos) se va a quedar muerta de envidia...
       Corrí a ponerme una bata y vi cómo Iván —delicadamente borracho, como yo, con su carne dorada y la picha pendulona— se tumbaba en el sofá, lánguido, sensual, rotundo, disponiéndose a hacerse el dormido, mientras, con la lengua, se humedecía los labios. Igual que si fuesen a hacerle una fotografía... Sonó el timbre. Delia me había dicho
por el telefonillo: «¿No me vas a dejar verlo, pituso? ¿Te lo quieres zampar tú solo, rey?». También estaba borracha, desde luego.
       La Navidad es una noche rara. E, inevitablemente, se vuelve familiar. No hay modo de dejar atrás esa sombra, esa orden trascendente y absurda. ¿Por qué tenía que venir mi hermana a verme en Nochebuena, sabiendo como sabía mi ansia de estar solo, sin familia, a mis anchas, como me diese realmente la gana? Claro que yo le acicateé el deseo. Y le puse los colmillos largos, contándole que iba a llamar a un chico de alquiler, a un chapero de lujo o como se llamase esa profesión tan ilustre... Pero, decidme: ¿tengo yo la culpa, me incumbe en algo que Iván fuera el novio de Delia, el chico adorado de mi hermana, y ella supiese que estudiaba arquitectura José, que se pretendía un niño litri aunque quizás no lo fuera, pero no que también se llamara Iván y, además de aspirante a arquitecto, resultara un consumado y expertísimo amador profesional, un rent boy absolutamente de primera? Decidme: ¿tengo yo la culpa de eso? ¿O era puñetera culpa también de la Nochebuena jodida, la rancia Navidad del demonio, cabrita, que siempre va y lo enfanga todo?
                                                                                 
   (Madrid, mayo de 1999)
                    (Este cuento está dedicado a quienes detestan el falso dulzor de la Nochebuena. El horror familiar de sus falsas peritas en dulce.)

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