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Bichito de luz

Badía de hermanos

La defensa

El remate

Bichito de luz

      ¿Cómo se llama? Nadie lo sabe. Ni siquiera él mismo. Como es ciego desde hace muchos años, entre todo lo olvidado, se le destiñó el apelativo. En los boliches del pago le apodan "Truco"; quizá porque el viejo canta en seco cuartetas obscenas, de esas que aprenden los loros. En la estancia "El Mojinete", de la viuda de Olmos, le dicen "Bichito de Luz". Ningún sarcasmo encierra el mote. La peonada no veía al ciego, sino su cigarro encendido en la noche. Cuando el mendigo avanzaba por el camino, sentían palpitar el pucho. Luego, en el patio, mientras llevábanle un churrasco, "Truco" seguía con aquella luciérnaga en los labios. Pitaba desde lejos, callado, inmóvil, con esa quietud de estatua tan común en los ciegos.
      —¿No te ricuerda un bichito e luz, Jacinto?
      —Clavao —repuso el hijo de la viuda.
      Y con agua caliente, en la rueda de la cocina, lo bautizaron.
      "Bichito e Luz" es un viejo tímido. Serio ante un churrasco, jovial ante una caña. En el patio de aquella estancia, acampa con la noche. Le llevan de comer y masca. Digiere y se duerme sentado. El silencio lo despeja y el cigarro se achica, mientras su memoria se alarga.
      —¿Usté no duerme, ciego?
      —Sesteo —responde al curioso.
      —"Truco" ama primero su perra, después el tabaco, después la noche.
      Siempre tiene hambre. A veces, sueño. Nunca curiosidad.
      Aprovecha la luz del mediodía para echarse a dormir de cara al sol. Vela en la alta noche. Despierta, por la dicha de sentirse igual que los demás.
      Aura todos vemos parejo -le explica a su perra. Cuando empieza a beber, amanece. La ginebra es su lazarillo hacia la juventud. Achispado, parece recobrar la vista. Cada relato es un cuadro. La paleta de su memoria colorea sus cuentos. Al detallar el paisaje, mueve los ojos sin luz, en dirección del árbol o del cerro. Todos sus episodios sucedieron en días de sol, a la hora de la siesta, entre ramajes dorados o flechillales rubios. Renunciaba a sus inviernos. "Truco" no veía cosas, sino gamas, detalló tonos, salpicó de flores el yuyal y de cambiantes verdes el arroyo. En aquellos parajes, el viejo, borracho de color y de ginebra, pasó la mocedad cribando pumas que lo araban en el pechazo. Si le servían una copa más, empezaba a ver rojo en su alboreo y entonces, "Truco" era voluntario en la "carchada", le pisaba las paletas a un herido y, facón en mano, le "campiaba el cogote" hasta encontrarle la "olla" que hervía sangre a borbotones.
      Al relatar el degüello reía siempre, mostrando los colmillos gastados y amarillentos. Manaba sangre fría. Pónese triste, nada más que cuando acaricia a su perra, a la cual llama "Vida".
     Quiere a la perra, porque mira por aquellos ojos que van delante de él a cuatro pasos, sujetos por un tiento crudo, que hace de nervio óptico. Es una "vida" miserable, de rabo largo inexpresivo, hocico quemado en los tizones y pelaje gris. "Truco" la siente de color chocolate: color camino dulce. El animalucho tiene sangre de cazador y de ovejera. Su flacura la acerca al padre. Le cuelga en flecos el vestido y le sobran varillas al corsé de su costillar. Vagan en yunta, el ciego medio desnudo por la miseria, la perra medio desnuda por la sarna. Buscan mendrugos y suelen encontrar terronazos. Reparten ambas cosas. Jamás discuten. El ciego trama siempre. Sabe que la "Vida" tiene larga nariz para ventear chamusquinas y conoce el camino más corto para llegar a un hueso. Duermen. en cualquier camino. "Truco" no necesita cerrar los párpados. La perra tampoco, pues no le alcanza el tiempo para rascarse desesperadamente. Algunas veces, el tiento cruje; es que el lazarillo olfatea una carniza y es preciso llegar a la osamenta y dejar a la "amiga" pelear con los caranchos y sentirla comer. El ciego espera entre el hedor espeso, mientras una nube de moscas verdes le salpica las barbas. Y aspirando olor a "dijunto" ríe en silencio, como la osamenta, mostrándose los dientes sin poder verse ninguno de los dos.
      Este atardecer, caminan hacia donde la perra quiere llegar. El sol rasante da en las pupilas de "Truco". El ciego avanza de cara al rastro. Por el camino se ve, casi únicamente, el rostro del mendigo. Es feo y bello, sin embargo. La ceguera es tristemente hermosa. "Truco" luce un chiripá de lona con ribetes de grasa; una camisa acuchillada, quizá de algún "conquistador" y remiendos de piel. No se acuerda de haber gastado sombrero. El sol le hace bien como a los viejos. La lluvia le hace bien como a los bustos. En la cintura lleva un cuchillo sin vaina. Cuando no tiene que comer, lo afila, mientras su perra observa, bostezando, la maniobra.
      —¿Pa qué te apurás?
      Esta vez la "Vida" tampoco contesta. Ella puede tener querencia; "Truco" no. El ciego no vive en ningún pago. ¿Acaso es pago el camino? Cuando salen, no es a cosechar hambre, es a curarla o a distraerla. En cualquier sitio el campo los recibe con los brazos abiertos. El cielo les presta un pedazo de su poncho agujereado y las taperas un ala caída.
      —¿Vas pa la estancia?
      Como la perra no le saca la curiosidad, el ciego se arrima al alambrado, palpa un poste, nota que es de hierro y sabe que la estancia está cerca. Vuelve al trillo por respeto al cardal y avanza. Ahora la perra se detiene. En seguida se enreda en las piernas del anciano y así permanecen los dos, inmóviles, temerosos, uno apoyado en el otro, cambiándose insectos.
      Oyen las sordas pisadas de un caballo. Tintinean metales. Un jinete se acerca y detiene la marcha.
      —¿Ande vas, "Bichito e'luz"?
      —¿Quién sos, niño? —pregunta el ciego, sin apartar sus ojos del sol.
      —Muchas ocasiones te he preguntao si querías comer. Aguardaba que me reconocieses... Soy el hijo e'la viuda.
      —Mesmo. Sos el niño Jacinto. Aura te veo clarito la voz. Disculpame. Pa tu estancia diba...
      —Yo vengo de allá...
      —¿Cenaron?
      —Estaban pa sentarse a comer.
      Jacinto Olmos es un paisano de veinte años. Le conocen ocioso, vehemente y bueno. Mientras dialogan, observa con asco a la perra. Siente compasión por el miserable animal. La enfermedad se extiende desde los párpados hasta la cola, en una serie de lamparones rojos y negros. Camina enredándose en el vellón. Sobre sus llagas pasa el sol y la perra lo muerde.
      —"Bichito e'luz", ¿tenés tabaco?
      —Muy poco, niño.
      Jacinto saca de sus maletas un paquete de "picadura".
      —Aquí tenés pa pitar toda una noche.
      El ciego toma el regalo y lo guarda en silencio.
      —Ya se dentró, Jacinto.
      —¿Qué?
      —El sol...
      —¿Cómo sabés?
      —Mi perra no se rasca tanto -repuso el mendigo. -Es malo mesmo el sol...
      El estanciero, lleno de compasión por aquella pústula, protestó:
      —Ciego, es una herejía dejar vivir a un bicho ansina.
      Rió en silencio el mendigo.
      —El hombre ha de ser güeno, che. Y en el ser güeno dentra matar a lo que sufre sin compostura. Yo miro a ese animal y siento el deber de darle un tiro en la cabeza. Es mucho castigo la sarna —continúa Jacinto. - Vos te ráis. Pero la perra se muerde como ganosa de dirse comiendo pa salir de este mundo. Ya se ha sacao el poncho e'pelos... Poco le falta pa quitarse el de cuero, el pellejo. Bien se conoce que no podés verla. Tiene los ojos como dos botones ensebaos... Dentro é'poco se quedará ciega también...
      Temblaba el mendigo.
      —¿Qué te parece, viejo, si la despeno?
      Por toda respuesta "Truco" le devolvió el paquete de tabaco.
      —No lo quiero, niño..
      —Guardálo.
      Jacinto Olmos empuñó su revólver. La perra dio un paso hacia él. Le apuntó a la cabeza.
      —Es una güena acción —dijo.
      —¿Cuála, niño?
      —Esta.
      Sonó el disparo. El ciego rió de la broma. En seguida nota que su perra no tira de él, no lo cincha. Luego siente temblar el tiento en su mano. Palidece. Se arrodilla. Toca la cabeza del animal. Algo tibio, viscoso le corre por los dedos. Y lanza un grito. Uno solo. Aquel ¡ay!, agudo, duele a Jacinto Olmos. "Truco" vuelve su rostro hacia el estanciero.
      —Aura sí que estoy ciego.., niño - le dice. -Ya está...
      El paisano, deja de tutear al miserable.
      —Yo le daré otro perro, agüelo. Serénese. Crea que acabo de hacer un bien.
      —¡Ya no se dir pa ningún lao!... Aurita el niño Jacinto concluyó de atarme a la estaca e'mi perra... ¡me manió a un "muerto".
      Continúa arrodillado en medio del camino. La noche sale de él y se acuesta sobre el paisaje. El caritativo paisano casi está arrepentido de su bondad.
      —Viejo —dice— no se desespere por tan poco. Levantesé. Yo via'hacerle de perro ¿oye? Dea dos pasos pa este lao...
      "Bichito de luz" avanza, arrastrando ahora a su perra. Es un saldo de cuenta. Siempre a distancia, por mandato del asco, Jacinto lo dirige.
      —Cuerpéele por la izquierda a ese cardo...
      —No me hace daño —responde el ciego, mientras pisa las espinas y revienta alcachofas. El chiripá se cuaja de pompones.
      —Adelante, viejo... Ya está a un paso de mi alambrao. Toqueló dispacio que el primer hilo es de púas...
      —¿No me hacen nada!
      —Güeno, aura siga esa línea a mano derecha. La primer portera es la de mi casa. Dentre y diga que yo lo mando; con eso le dan de comer... No se dimore que ha cáido la noche.
      Jacinto cerró piernas.
      El ciego permanece quieto hasta que se siente solo. Tírase sobre los yuyos. Atrae a su perra y la hamaca en las rodillas. A pesar de tocarlo, encuentra bello al animal amigo. Ahora, como se ha quedado quieto, está frío y le enfría las manos. Por el camino pasan algunos caballeros sin ver al ciego procaz. "Truco nota que "Vida" se pone rígida y, sin dejar de acunarla, le canta en voz queda, versos indecentes: Los únicos que él sabe. Empiezan a encenderse candiles. Se apagan los ruidos. Hasta los postes bajan lechuzones cabezudos y ojerosos. El mendigo canta... Ahora saca el cuchillo, tantea el campo en busca de una piedra, la encuentra y se entretiene en afilar su acero. Ríe. Lo primero que corta es su canto. Es inútil que las corujas le guillen picarescas. "Truco", de tanto en tanto, cerciorase que la perra no se le ha ido y torna a su tarea.
      —Vamos, haragana - dice a la sarnosa.
      Se incorpora de cabeza gacha, con miedo de quemarse la melena en las estrellas; guarda su arma, toma la perra en brazos y se pone en camino. Le atrae la estancia del criollo compasivo que le cerró por segunda vez los ojos. A pesar del ribete costroso, "Truco" veía por su perra. Ahora, tropieza. No pierde arbusto espinoso. Cae. Natural; está ciego. Ya el tiento crudo no le previene contra los pozos, ni las "uñas de gato", ni el ortigal. Ahora el sarnoso es él. Le arde la epidermis. Va dejando girones de su ropa en los ramales, en el alambrado de púas...
      —Soy yo el que tiene sarna - murmura.
      Abrió la portera. Cerca del patio le avanzó la perrada. Alguien, desde el galpón, espantó los canes.
      —Allegate, "Bichito e'luz" - gritaron. - Pero no dentrés...
      —¿Quién sos?
      —Soy el indio Pérez, el sereno.
      —Me mandó el niño Jacinto —explicó el ciego.
      —Te viá trair unos güesos...
      —No quiero comer...
      El ciego rió.
      —¿Qué traés en brazos, un gurí?
      Tanteando dio con el tronco del árbol donde solia sentarse a mascar. Puso el cadáver de la perra junto a él y tomó asiento.
      —Indio Pérez, tengo sé.
      Bebió en una guampa, mojando la camisa y su pecho velludo.
      —Güeno, ciego, aura pa encoger la noche, cuente alguna mentira de esas con bastante sangre que usté sabe...
      —No las ricuerdo...
      —Entonces, bajito, cante agatas, pa que no lo óiga la viuda, algún verso zafao...
      "Truco" apoya su diestra en la cabeza de la perra. Con ese mismo frío, se pone a cantar. El verso es de taberna; pero el ritmo de cuna. Termina una estrofa y empieza otra y otra, hasta que el propio Pérez le hace callar.
      —Hoy cantás muy feo.., te falta sentimiento...
      —Se me murió mi perra...
      —¿Le llegó la sarna a los sesos? - preguntó en broma el indio Pérez.
      —No. Fue la compasión del niño Jacinto que le dentró en los sesos...
      —¿Y de eso te ráis? Ya hace tiempo que el bichito venía pidiendo un tiro...
      El indio se marchó hacia los galpones. "Trucó" enciende su luciérnaga. El relente le hace llorar. De los ranchos llegan ronquidos; del pesebre, el sordo rumiar vacuno. El indio Pérez camina y se aleja. Los perros barajan la luna y se la pasan de ladrido en ladrido. El "bichito de luz" quiere entrarse en la boca de "Truco". Con un pucho enciende otro cigarro. Así espera buen rato... Oye que alguien abre el portillo del camino.
      Un jinete se acerca, el viejo lo siente crecer. Ahora el recién llegado desmonta.
      —¿No dormís, "Bichito e'luz"?
      —¿Es usté, niño Jacinto?
      —¿Te dieron de comer?
      —Sí.
      —Tiráte a descansar por ahí. Mañana vamos a aliviar tu miseria...
      El ciego no respondió.
      —Hasta mañana, agüelo...
      "Truco" rió en la sombra. Después vivió para oír al niño Olmos. Le contó los pasos. Sintió que abría una puerta. Sonrió oyéndole silbar una "güella". Golpeaba el yesquero. A pesar de la distancia, el mendigo oyó que el estanciero le daba cuerda a su reloj. En su dormitorio, Jacinto fuma. Rato después sopla el candil. En seguida cruje la dama. El ciego ya no fuma: entre sus dedos apaga el cigarro. Se ha borrado. Espera, inmóvil, cinco minutos, diez, media hora. Ahora, entre cien sonidos confusos, llega hasta su instinto el opaco roncar del niño Olmos. Entonces, carga con el cuerpo de la perra y a tientas, paso a paso se encamina hacia el rancho. Lo conduce el ronquido. Acaricia los terrones, se corre por ellos a todo el largo de la pared. De pronto no toca más que el vacío de la puerta. Se agacha. Escucha. Jacinto duerme. Arrastrándose, avanza. Deja la perra en el suelo, junto a la cama. Después, lentamente, saca de la cintura el filoso cuchillo. Mientras lo empuña en la diestra, hace avanzar su otra mano hacia la cabeza del dormido. Por fin consigue tocar los cabellos de Jacinto Olmos. Quizá éste sintió el roce, pues cambió de posición. Contenido el aliento, inmóvil en absoluto, el ciego espera...
Por el patio cruza el "sereno". "Truco" sigue todos sus pasos. Lo "ve" llegar al tronco caído. Quizá Pérez le busca para que cante. Más tarde, el peón se acerca al dormitorio del niño Jacinto. "Truco" siente el latir de su corazón asustado. El indio oye roncar en la oscuridad y termina por alejarse.
      Entonces ci mendigo vuelve a su tarea. Busca, sin ruido, los párpados del mozo bueno que le mató su perra. Quiere cortarle de un solo tajo las dos pupilas y dejarle a oscuras, con el cadáver de la "Vida", cerca. Quiere hacerle saber cómo se ama al guía cuando se ha perdido el rumbo para siempre. Desearía avisarle la llegada de la sombra...
      —Es lástima —piensa. —Me puede ver entuavía. Decide, en cambio, callar después que lo haya emponchado. Cuando el niño, ciego, tropiece con la parra, la perra misma le explicará por qué anocheció.
      Mientras el dormido ronca, el viejo insomne, le busca las pupilas. Toca apenas el bigote suave. Pasa sobre éste la yema de un dedo sucio de sangre coagulada. El dedo sube acariciante por una mejilla, alcanza las pestañas. No es sentido. Cuando se dispone a cortar, el miedo de equivocarse lo detiene.
      —¿Ande quedan las pupilas de, uno cuando duerme? —se pregunta. —¿Güelta pa'adentro o al frente?
      Lamenta su ignorancia. Piensa que de un dormido a un difunto no hay más diferencia que el tiempo. Se le ocurre consultar el punto con la perra. Agáchase. Busca los ojos de "Vida", le abre los párpados y le toca las pupilas secas y frías... Ya sabe donde herir.
      —En la boca mesma e' los párpados.
      Su cuchillo está tan bien afilado que pasará por entre los párpados sin que el "niño" lo sienta.
      —Y estando fría la hoja, ¿no lo dispertará? —se le ocurre.
      Para entibiarla, apoya la hoja sobre su pecho velludo, a la altura del corazón. No tiene prisa. Jacinto duerme profundamente. Tiene el sueño tranquilo de quien por bondad, despena a un animal enfermo. El campo calla. El cuchillo de "Bichito de luz" está tibio de ambos lados. Entonces, la mano izquierda aquerenciada en las pestañas, guía el filo. Durante un segundo, la hoja permanece quieta encima de aquellos ojos. Después, empieza a bajar muy despacio...
      Pincha la noche un grito altísimo.
      La perrada se eriza y le aúlla.
      Luego, mientras Jacinto Olmos choca en todas partes con la sombra, "Bichito de luz", vuelve a sentarse en el tronco. Limpia entre dos dedos el filo del cuchillo y sacude una gota de sangre que temblaba en su índice. Entonces nota que tiene sueño. Bosteza y, para ahuyentar pesadillas, se persigna en la boca.

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Badía de hermanos

      —¿Juan?
      —¿He?
      —¿Ande calculás que se halla la fortuna?
      Casio sigue dando vueltas entre sus manos a un paquete de "picadura". Toda su golosina consiste en guardar plata y soltar humo. Hace cinco minutos que luchan el avaro y el fumador. Nunca creyó que fuese tan casto aquel envoltorio.
      Juan, desde el otro lado del mostrador, le observa con angustia. Cuando ve que su hermano, vencido por el vicio, va a desflorar el paquete, repite su pregunta:
      —¿Ande pensás que se encuentra la fortuna?
      —Yo creo que es en el ahorro... mesmo.
      Convencido de ello, vuelve el tabaco al estante. Entonces, puerta afuera se dedica a mirar el camino, a la espera del primer cliente fumador. Quizás su cigarrillo ya se ha puesto en viaje. Casio tiene la virtud de ser poco exigente.
      Juan, seguro ya de haber impedido un gasto inútil, le dice:
      —Si querés pitar, ¿por qué no abrís una cajilla de las caras? Total es un placer pa vos... yo te lo apunto.
      —Casio jamás ha gastado nada. Juan, ni la mitad de nada. Las tentaciones que padecen no hacen más que ennoblecer su avaricia. A veces es un cigarro, luego es una copa de "guindado", en otros momentos han puesto en peligro hasta una pastilla de menta con versito. Contrajeron estos vicios por culpa de la parroquia.
      Empezaron a beber para aumentar el gasto. Cuando los "envitaban" servíanse en un vaso pequeñito y lo cobraban grandes. Fumaron porque, vendiendo ellos el único tabaco que había en cinco leguas a la redonda, cualquier humo les cuajaba en dinero. Los mellizos Badía nacieron para parar rodeo a todas las monedas del pago.
      —¡Hasta el tiempo se nos ha dao güelta!
      Sigue seco... Siquiera hubiese rigolución y gran pelea, llovería... Es una disgracia, Casio... La gente que tuvo campos antiguamente, a lo mejor sacaba la suerte e'que se diese una batalla cerca y salvaba los trigos.
      Los mellizos no poseen campos; pero hay un chacarero de poca tierra y muchos hijos, que les debe un dinero y ellos han resuelto confiscarle la cosecha. Les pidió dos bolsas de harina y nunca las pagó.     Acaso pensaba que eran sus espigas aquerenciadas y blancas que volvían a su rancho.
      —Ese trigo del Aniceto Canijo nos va a dar una pérdida, Juan... En fija no responde por toda la cuenta... ¡Vos te conmoviste aquel día!
      —Por eso jué que le hice firmar el papel ande el pícaro promete entregarnos el trigal... Se me hizo güena la garantía... Yo pensé en todo...
      —¿Y la seca?
      Se hace un largo silencio. Desde su puesto:
      —Tenés razón, Casio -le dice el hermano- me conmoví. ¡Pucha amigo! ¡Pensé en los hijos de ese hombre y después la primavera había dentrao tan llovedora...
      —¿Vos sabés cuálo es lo que no deja hacer fortuna?
      Casio se llama en realidad Nicasio. El mismo se podó el nombre, para no ser, ni siquiera en eso, más "largo" que su mellizo y socio. Ahora se ha puesto a mirar el cielo azul. Azul desde hace dos meses, a pesar de los puños levantados contra él desde las melgas, de los rosarios que corren entre los dedos de las viejas y de las grietas abiertas, con sed. El trigo le tiene miedo. No ha querido estirarse. Le mira desde apenas una cuarta del suelo. Cuando la tierra pasa sed, el labriego pasa hambre.
      —Demasiado corazón, Juan... aprendé del tiempo.
      El boliche fue levantado en una loma áspera. Con sólo trepar hasta él, ya se gastaban fuerzas. Los Badía le adquirieron con tres días de discusión y cuatro reales al contado. Allí no llegaba nadie por no desocar los mancarrones. El negocio iba mal; pero lo compraron lo mismo. Ellos no querían hacerse ricos, sino ir tirando. El antiguo dueño, cansado de seguir tirando, aflojó. Los Badía estudiaron el campo de batalla. El rancho estaba lejos de las vías transitadas. Ya que no podían llevar el "negocio" hasta el camino, llevaron el camino hasta el negocio. Una pisada y otra hacen la senda. Entonces ofrecieron juego libre, libreta, crédito, baratura. Ofrecieron tanto que el paisanaje empezó a caer.
      Los "gurises" dispusieron de un "sapo". Los hombres de una carpeta. Las mujeres empezaron a pedir a sus maridos que no fuesen al boliche a perder la plata, el tiempo y el equilibrio. "Badía Hermanos" también contaba con esto. Por milagro de la cachimba, convirtieron un litro de caña en diez. Ellos que no habían gastado más que cumplidos y cuando dieron algo fue trabajo a los cobradores, pasaron en aquellos días momentos de prueba. Cuando le cerraban el boliche a la noche y la clientela, palidecían mirando los tejos en el suelo, una cuarta de caña perdida, dos pesos de costo "despachados" y apenas cincuenta pesos en el cajón.
      Fue preciso que pasara un año para conseguir normalizar el negocio. Se habían dejado robar. ¡Daban hasta novecientos gramos en cada kilo! Tuvieron que rebajar despacio en el peso, encoger el metro en la mercería, embarrar las papas...
      La costumbre y la querencia hicieron lo demás.
      —Juan, alcanzo a ver una mujer que viene de a pie por el camino... Me gustaría que juese una negra...
      —Justo... ¡por el cachimbo!
      Se llevan cinco minutos de diferencia en la edad. Es lo único que los separa. Acaso de común acuerdo han resuelto que Juan se muera cinco minutos antes que Casio, para "empatarse". Nunca se ofenden por palabras. Le echan la culpa a la bebida. Cuando husmean peligro esconden la talega en la trastienda, la mano bajo el mostrador y el trabuco en la mano. El borracho más cargoso no logró impacientarlos mientras tuvo peso en el tirador. Como tenían que comer de lo propio perdían el apetito. Durante tres años no han salido de su almacén. Viajan en los relatos de los clientes, con las ruedas de las carretas y sobre el caballo del tropero. La vista de una libra esterlina los emociona. Es un sol pequeñito que baja hasta ellos, privados de luz, adheridos al mostrador para no morir de hambre. Lo extraordinario es que aún estando solos, ellos dos se dicen, convencidos de no creerse, que sienten aversión profunda por los avaros, gente indigna de la raza criolla gastadora a manos llenas de sus virtudes y sus vicios, su dinero y su sangre.
      Por no abrir una lata de sardinas, Juan pasa sin comer más días que Casio. En cambio éste, fortalecido por el almuerzo, no rechaza "envitada" ni siquiera el domingo, cuando desde las "puntas" del día hasta las "barras" de la noche, es preciso apurar cien vasos de menta y caña y ginebra y sisnape... Cada vez que alza la copa mira al mellizo. Es un mártir de la firma comercial. Se suicida. Esto sólo lo saben: él, su socio y las botellas.
      Esta mañana, aburridos, hacen incursiones al paisaje. Echan camino delante los ojos, que no gastan alpargatas al andar. Juan quiere encontrar nube. Casio un cigarro... humo. Parecen dos poetas. Hacia ellos se acerca, pasa a paso, una mujer.
      —De por aquí no parece... ¿no es así, Juan?
      —Cierto.
      La forastera viste ropas de colores vivos y usa un pañuelo en la cabeza. No quiere perder nada de calor. Sin embargo el bochorno escapa sonoro por sus válvulas de chicharras. La bata de la mujer es tan roja, que a su paso el polvo se levante a mirarla y huyen los pájaros. Trae un atadito colgado de su mano derecha como una borla. Camina sin prisa por llegar. Parece una de esas mujeres condenadas a no arribar nunca...
      —Pa'quí viene.
      —Sola —observa Casio, bajando los ojos. —Parece moza —comenta Juan sin mirar al hermano.
Ninguno se ha movido. Continúan acodados en los extremos del mostrador. Dejan acercar al enemigo, teniendo una a su espalda, la guerrilla de botellas mortíferas y el otro, su barricada de bolsas.
      —Va a llegar cansada -apunta con malicia una mitad de la "firma". Pasa un instante mirando cierta tela de araña quien les avisa que desde hace muchos días no se despacha anís. Ahora ya consiguen ver a la mujer al "detalle". Sus polleras chingudas, la bata escandalosa, los zapatos de tacos torcidos en fuerza de sacarle el cuerpo a los terrones.
      —Se ha parao en la ramada...
      Sin duda aquella sombrilla le ha hecho temer el metro de sol que la separa del boliche. Por fin se decide y lo cruza.
      —¿Esta es l'almacén de los mellizos?...
      —La mesma. Nosotros semos ellos, señora.
      La "firma" ve en su visitante: primero pobreza, en seguida madurez, más tarde fealdad. Fruncen el ceño como avaros y como solteros.
      —Yo me llamo Pentecostés, pa servirlos... Ese jué el nombre que truje en el almanaque. Soy la viuda de Obregón.
      Le encuentran olor a pobre. Para los Badía, Pentecostés lleva trazas de pedir fiado.
      —¿Quién la mandó p'aquí?
      La mujer contesta sin dirigirse a ninguno, para no hablar en péndulo:
      —Un tal Aniceto Canijo, chacarero. Dice que si hay alguien rico en este pago y manos abiertas, son los mellizos.
      —¿Usté vido un trigo que tiene ese hombre? —le preguntó Casio.
      —Lo vide...
      —¿Cómo viene?
      —¡Muy ruin!
      —¿La oís, Juan? ¡Vos tenés dimasiao corazón!
      —Eso mesmo, señor, jué lo que me dijo don Aniceto. Por eso me les allego —continúa la pobre mujer.— Hoy a las cuatro van a hacer los cinco días que perdí a mi marido. Me lo mató un grano malo... Llevábamos diez años de coyunda. Porque yo no soy vieja más que por ajuera, ¿saben? Aunque esté mal el alabarme, voy a cumplir cuarenta ricién. Lo que pasa es que me he asoliao mucho...
      Juan y Casui la escuchaban pacientemente.
      —Cuando me quedé sola, tuve que dirme de mi pago.
      Acciona con la derecha, a pesar del atadito. Es preciso que se le haya quedado por olvido en esa mano. Espera en vano que la interroguen. A pesar del silencio y sin parar mientes en el poco interés despertado por su historia, sigue contándola...
      —¡Cómo iba a quedarme allá, si no tenía pa comprarme el luto! ¿Ho hallan? Si cuando me miro yo mesma con esta bata, me parece que ni el finao se ha muerto...
      Piensa en el esfuerzo que le cuesta llorarlo vestida de punzó; en los comentarios de las vecinas. Imagina el chismorreo de sus comadres en canceltas. Las ve de trenza atada y lengua desatada, quemándose con la bombilla para no perdonar silencio.
      —¿Con qué cara me pude quedar allá? Yo soy pobre; pero tengo vergüenza. No es porque busque aparentar; ¿no es cierto? Es cuestión de compriender lo que le debo al finao. -Dice esto mirando a Casio, quien le contesta:
      —Claro...
      Mientras tanto Juan toma una pieza de merino negro y la pone y la pone sobre el mostrador. Es la tentación. Parece mandinga mostrando un ala. Desenvuelve la tela oscura y sugestiva como la noche, que para ellos pronto se estrellará con moneditas de plata.
      —Ocho pesos la vara, señora -le dice-. Usté con siete varas tiene pa un luto largo. A la firma Badía le ha causao gran efecto la ley que usté le guarda a su dijunto.
      La viuda agradece. Al fin se ha encontrado con dos personajes que comprenden su tragedia. Toca su propio duelo tejido.
      —¿Ocho pesos dice, Badía?
      —Baratito...
      —Es que yo no tengo plata, ¿saben? Pero tengo brazos. No vine a trampiar el luto; ¡Pobre Obregón!... Quiero ganarlo. Yo, con tal de ponermeló por rispeto al finao, les ofrezco a cambio quedarme aquí, de sirvienta, un mes... dos... los que sean...
      Juan y Casio sacuden la cabeza. Pentecostés no tiene ojos más que para el merino. Lo vuelve a acariciar.
      —Dijo siete varas, Badía?
       Casio contestó primera esta vez:
       —Más bien menos que más... Peligra de arrastrarle y no es cosa de andar embarrando un luto... Pa mi gusto, señora, como el género es tan anchito, con tres varas tal vez le saliese.
      Ella acepta. ¡La tiene tan arrollada el dolor! Luego tampoco está bien que una viuda camine muy derecha. Tres varas le alcanzas. Entonces, cuando se acorta su vestido, Pentecostés alarga el pago. Un año trabajará allí. De sol a sol. No gasta nada. La pena le ha quitado el apetito. Refiere todas sus habilidades: sabe lavar y planchar. Compone un guiso con cuatro piedras y un "güeso"; lo condimenta con madrugadas y tareas. Lleva cuarenta años de pobre. Sabe cuáles charamuscas humean y cuáles hacen ascua. No da puntada sin nudo. Es capaz de cazar el canto de un gallo y meterlo en la olla para dar sabor al caldo. Es ahora la tentación.
      Cuando "resuella", Juan, avizor, consigue detener aquella letanía cantada en grillo, con sólo tres palabras:
      —Pentecostés, aguárdenos aquí.
      Los dos entran en la trastienda. Se sientan frente a frente y contratan. Al hablar de intereses no se tutean. Son casi enemigos.
      —Total, Juan, usté sabe que ese merino, dende que los criollos no usan chiripá, no hay quien lo lleve. Costó un peso el metro. Estirándolo un poco, la viuda con dos metros y medio...
      El socio saca la cuenta.
      —Son más de dos pesos -observa-. ¡Es una pérdida grande!
      Junto al mostrador, Pentecostés, mirando el género negro, llora sus primeras lágrimas por Obregón. Ella no se considera viuda del todo, hasta que pueda ponerse luto.
      —Sin embargo socio, usté compriende que ansina la firma no va a poder seguir... Ya hace tres años que no vamos al pueblo... Algún día tendrá que ser...
      Los dos se entiendes. Pueden ir a pie, es lo más probable, con las botas al hombro; pero algo tendrán que comer; si no ¡para qué hacer el viaje! Luego, el pueblo sale caro. Hay que pagarlo... Casio calcula cada gasto; lo anota y suma.
      —Todo sale por cinco pesos, -dice-. Si acetamos a la viuda saldremos ganado justo el cincuenta por cien.
      —¿Usté pensó, mi socio, en el posible de que ella, con tanto penar, se nos muera aquí? —También puede salir sana...
      Juan se asoma.
      —¿Usté tiene güena salú, viuda? -le pregunta.
      —No he conocido dotores...
      —¿La oyó, Casio? Está llorando la pobre, no es pa menos...
       La razón social continúa estudiando cuidadosamente la operación. No es cosa de ensuciar el interés con los sentimientos... ¡Son tan tiernos!
      —Juan: ¿si llegase a nacer un hijo?
      Este fue el momento en que Pentecostés estuvo más lejos del luto.
      —Usté, está visto que es el mejor de los Badía... Casio, no hay nada que hacer...
      —No se abalance...
      Ahora Casio sale a consultar el punto con la propia "mercadería". Su pregunta hiere de costado.
      —Viuda, ¿cuántos hijos tiene?
      —Denguno, señor. Nunca me los quiso dar Dios... ¡Pobre Obregón!
      No se explica aquella curiosidad. ¿Para qué buscarle la presilla? A la desdichada mujer no le interesa otra cosa que la negrura del merino. Para ella no es nada estar viuda mientras no lo parezca. Si pudiese andaría embarrada.
      —Es machorra, Juan, pero no se alegre mucho...
      Acabo e'mirarla bien. ¡Esa mujer es más fea que rodada e cuzco en un cerro!
      —La lindura tira contra el ahorro, -sentencia el socio.
      No se han hablado nada más. Están de acuerdo. El negocio deja ganancia.
      —Conviene...
      —En efecto, conviene...
      —Casio, ¿una semana cada uno?
      —Ya se sabe, Juan.
      Cada semana pagan. Cada semana cocinan. Cada semana se turnan en los ramos. Es la costumbre de la casa.
      —Güeno, escriba el negocio en un papel, mi socio, las palabras se hacen aire...
      —¿Acetará doña Pentecostés?
      —¡Como pa no! ¡Nunca le habrá salido más barato un traje! Cuasi, cuasi el negocio lo hemos planiao pa ella... Acortelé otro poco el género.
      Casio sonríe.
      —Usté me endivina siempre, Juan...
      Vuelven al despacho. Siguen secos. La viuda llora.
      —Atienda, doña —le dice Casio. Lee:
      "Doña Pentecostés Obregón se compromete, por dos varas y cuarto de merino negro recebido, a trabajar un año de piona en el negocio de Badía Hermanos." -Hace una pequeña pausa y termina la lectura subrayando; -"Pa todo servicio."
      —¿Aceta?
      Sigue un silencio largo. Pentecostés siente en su carne los ojos bestiales de Juan y de Casio. Le asquean. Hasta las raíces de su dolor cavan aquellas miradas. Piensa en el finado, que no tendrá ni siquiera quien se ponga por él un miserable trapo negro. Mira su bata roja. Aquella prenda está colorada de vergüenza. Sigue apayasándole su pena. ¡No la dejará ser viuda quien sabe hasta cuando! Recuerda, allá, en su pago, la rueda donde las comadres se santiguan horrorizadas, ante la indiferencia de la vecina. Las oye decir:
      —¡Pobre Obregón... si se ricordase y la viese... de colorao!
      Y entonces, por respeto a su difunto, pidió la pluma y contestó:
      —Güeno

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La defensa

      —¡Cabo de guardia!
      —¡Listo!
      —Haga pasar al acusado.
      El Consejo de Guerra sesiona en la carpa del Estado Mayor. Preside el coronel Gomeza, oficial de bigote cano y mirar adusto. Viste uniforme de campaña. Sobre el pecho luce las cintas de dos condecoraciones extranjeras. Entre la tropa goza fama de ser un sable con un hombre al costado. Es severo, impasible, glacial. Este frío explica la nieve de su bigote. Bajo el fuego conserva la misma imperturbabilidad. No se perdona error. Tampoco lo perdona a los demás. Merece respeto y no inspira cariño. Le secundan dos capitanes ayudantes. Ambos son jóvenes. En un extremo, el Fiscal, oficial de artillería prepara el capítulo de cargos.
      Son las seis de la tarde.
      A las once de la mañana empezó el cañoneo. Desde esa hora hasta que la caballería salió en persecución del enemigo, los cuatro oficiales combatieron sin descanso. Cuando se prometían una hora de reposo, reciben orden de constituirse en Consejo. Abrochan sus casaquillas, cíñense los correajes, en la puerta de la carpa dejan la fatiga para volvérsela a poner sobre sus hombros oportunamente, y se disponen a oír, juzgar y sentenciar.
      —Permiso —dice el acusado.
      —¡Avance!
      Obedece.
      —¡Siéntese! — ordena el coronel.
      Así lo hace. Es criollo y viejo. Está triste. Para presentarse ante sus jueces, sacó de las maletas la bombacha y el saco verdosos, llenos de arrugas. En las puntas de su golilla aparece el monograma bordado; atención de alguna comadre. Tiene tres galones en el chambergo: el primero, incoloro; el segundo verde, y dorado el tercero. La copa calada por un balazo. Sus botas piden agua y las espuelas antiguas de plata y oro, conservan en las rodajas pelos, sangre y yuyos. Mira a los oficiales mansamente. El coronel permanece impasible. Los ayudantes, no. Parecen apiadarse. Reaccionan. Y consiguen resistir la simpatía de aquel lancero en desgracia.
      El reo y sus jueces están separados por una mesa y un mundo.
      El candil da más humo que luz.
      Cierra la salida un imaginaria de raído uniforme.
      De tanto en tanto, corre por el campamento el alerta de los centinelas.
      Tras breve consulta a sus papeles, el coronel pregunta:
      —¿Su nombre?
      —Gabino Centurión.
      —¿Edad?
El acusado ignora este detalle. Alguna vez oyó decir a las viejas que, cuando él nacía, su difunto tata montaba en un pangaré de la marca para seguir a don César Díaz. De ese mismo caballo lo "apio" en Caseros una bala de Chilavert. Por culpa del humo y de su casaquilla sin galones, el nombre de ese voluntario entró "mesturao" con otros muchos en el etcétera de las crónicas. Los Centurión siempre dieron poco que hablar. Casi no costaron tinta. Caían de cara al suelo.
      Los borraban: primero, la modestia, y luego los caranchos. A veces recién apagada la guerra y en otras ocasiones al año de haber terminado, llegaba a la estancia, que era grande entonces, un compañero del finado con la divisa y la recomendación de siempre: "Que no afluejen". Ese día, el "mandao" ocupaba en la mesa el sitio del difunto y, sin perdonar detalle, relataba los últimos momentos. Por lo común: "venían cargando hombro con hombro cuando él lo vido cáir del montao. El tiempo andaba escasón. Le alcanzó justo para recebir un encargo, dar un santiguao y estribar". Después la comida terminaba en silencio. Las mujeres hacían lo posible por no llorar, y los varones, por sonreír. Gabino recuerda haber cebado mate al hombre que llevó la divisa de su tío Hermenegildo. Después, muchachón ya, desensilló el "sudao" del milico que recogiera el último aliento de su hermano Encarnación caído en la Libertadora. Y siendo mozo formal, a falta de mujeres, recibió la lanza de Casildo Centurión, su mellizo, que se hacía presente con aquella tacuara lustrosa, mucho más duradera que sus dueños. El arma "e'la familia" iba pasando de diestra en diestra. Todas las enfrió. Nunca se acostaba. No la dejaron. Dormía recostada bajo el poncho de polvo. Siempre la despertó el primer "barullo". Entonces salía al campo con un nuevo regatón de carne y cuando éste se aflojaba, ella seguía entre el fuego mostrando los colmillos.
      —Vamo a poner setenta años, Coronel —es lo único que responde.
      —¿Célibe?
      —¿Lo qué?
      —¿Soltero? —aclara el presidente.
      Y sonso, tiene ganas de agregar Centurión. En realidad, cuando mozo fue casi tan feo como lo es ahora. Siempre tuvo los ojos encapotados, y más cejas que bigotes. Nació para mirar "duro" y hablar suave. De su dentadura conserva el recuerdo y dos incisivos que parecen haber seguido creciendo desde entonces. Están amarillos, maduros, casi al caer. Es pequeño, delgado y calmoso. Sacó un espíritu más grande que el que correspondía a su osamenta. A pesar de su fealdad, pudo haberse "amigao" con más de una china impresionada por sus mentas. Y hasta casarse pudo. Nunca se decidió. Cierto es que le hicieron vacilar. Cuando con algunos compañeros y un "padre", llevó al camposanto la última vieja de su apelativo, la soledad le empujó contra las tranqueras. Tomó "dulces" con azahar y miradas. Lo primero para curar el mal de las segundas. Faltábanle agujas y le sobraban clavos a sus bancos. Suplió las mujeres con su asistente. "Venceslao" era servidor viejo y hacía cada zurcido como abrojo. Más tarde, en cierta boda, dio con la paisana que hubo de "amancarronarle". Se juntaron en un descuido. Ella le pestañeaba. Abanicó su rescoldo. Centurión pasó noches enteras alegando. Y estuvo en la misma puerta de la iglesia; pero miró la de la sacristía y se empacó a tiempo. Si entraba por una, seríale preciso entrar por la otra con un gurí en brazos. Frente a la pila, el sacerdote preguntaría:
      —¿"Cuálo" es el padre?
      —Un servidor.
      —¿Cómo se va a llamar el niño?
      —José Gervasio — diría él sin vacilar. Ese era punto discutido y resuelto.
      —¿Centurión?
      He ahí lo grave. Aquel apelativo ataría al infante a una lanza con nudo potriador. Hasta el momento, ese lazo lo cortaba la muerte. Y Centurión no quiso criar más carne para los chimangos. Nunca lo confesó. Su propósito sentaría mal a los "agregaos", viejos amigos del renombre de su familia, "porción" de inútiles acampados en la estancia durante lustros a la espera del clarín. ¿Cómo hablar de eso? Podándose, castrando a la raza, faltó a la recomendación de todos los agonizantes. ¿Aflojaba? Sí. Aflojaba; pero no él: después de él. Los "Centuriones" se acabarían antes que las guerras ¿Acaso él mismo era tan crudo? Degeneró. Le "preocupaban" los sembradíos. Dolíale pasar con su escuadrón trillando trigales verdes y quemar una alcantarilla para asar picanas de toros puros. No lo hacía por su campo. ¡Si ya no le quedaba estancia! Repartos, procuradores, "habilitaos"... Este potrero cedido a Melgarejo en premio de constancia. Aquel pedazo "cortao" como una achura, para que parase su asistente, cansado de tanto rodar... No conserva nada más que la azotea y lo que da de sombra: cuatro gemes "pastaos" y la fama. Al acabar en él con los suyos, se prometió la golosina de una buena muerte. Hizo el juramento: sonaría al caer, para que le oyesen hasta sus dijuntos.
      —¡Responda! — ordena el coronel.
      —Soy soltero, en efecto — es cuanto dice.
      —¿Uruguayo?
      A don Gabino casi le ofende esta pregunta. ¿Acaso tiene laya de extranjero? Nadie sabe qué viento llevó al primero de su apelativo hasta la orilla de San Salvador, ni qué nube hizo barro para sembrarle allí. Brotó en mocetones lampiños y estoicos, de malas pulgas y buenas palabras. Acaso era indio; de lo que está seguro es que ya nació criollo.
      —Oriental soy, a Dios gracias — dice.
      —¿Alcanzó el grado de capitán a guerra?
      Por milagro — piensa. Nunca creyó llegar a más nada que a "dijunto". Con tal esperanza dejó su azotea por el campamento. Inició su primer campaña seguido de cuatro voluntarios. No los invitó. Ellos tranqueaban solos, amadrinados a su pangaré. Cuando se entreveraron miró hacia atrás y notó que le seguían dos caballos con sus lanceros y otros dos "vacidos". Aquella vez, dentro a brazo arremangado. Lanceó. Se arrimaba mucho. Quemáronle las cejas a trabuco. Vio arremolinear un escuadrón, en enjambre erizado de moharras. Había caído el jefe. Se puso al frente. Extendió los brazos. Detrás de esa muralla de coraje, los hombres se rehacen. Carga. El nubarrón tropieza en todas partes con aquel tropero que le arrea en calle. Centurión pecha en los flancos. Rampante el pangaré desafía ahora las guampas. Brota. Se multiplica. Desde la culata picanea á los "cansaos". Empuja. Es jefe, aguatero, confesor... Todo a la vez. Sin gritos, sin improperios, casi silencioso; con un "¡hijo mío!" para el que cae de frente y otro "¡hijo mío!" con un lanzaso para el que vuelve el anca. Esa tarde, una china "tortera" cosió el primer galón en su divisa. En aquel entonces, tenía treinta años. Las moras le "cuerpiaban". Alguna no se apartó a tiempo y pasó por el medio. Otras no quisieron salir de su carnadura. En vano el asistente "Venceslao", a punta de cuchillo, agrandó la cueva para sacarlas. Sobre el campo de "Perseverano" le abandonaron por "dijunto". La división se aleja. Pero un mes más tarde don Gabino resucita. Esquelético, desangrado, envuelto en la mortaja del poncho, aparece una noche. Tiene el alma cosida a costurones. Al verle, se desparrama el fogón. Ya es teniente. Wenceslao le trata de "usté". No quería envejecer... Cobró miedo a los años. Notó que el roce con la gente y las cosas, sobaba su corazón. Para enfriarle se mesturó con el enemigo, mateaba en las guerrillas, dejó mudos a los compañeros, hizo hablar las guitarras y enlutó a las mujeres del pago. Parecía "retobao". Después de cada desarme, cuando el general daba las gracias, la mano y el "montao", contaba los suyos, y volvía detrás de todos arrastrando el lanzón. Las más de las veces se quedó en penitencia en cualquier rancho amigo. Y cuando calculó que las viudas no le saldrían al cruce, desensilló en su azotea sin tranquera y sin gurises. De la penúltima patriada regresó con una oreja menos y un grado más. Tenía sesenta y tantos años. Llevaba apenas medio siglo de guerrero. Encontró que eran demasiados galones los suyos. Después de todo, él nunca fue otra cosa que un pobre criollo redondo, sin letras, sin "máistro" y sin más mundo que el vislumbrado confusamente a través del humo de su ignorancia y de la pólvora. Le sobraron buenas intenciones; pero siempre se las pasmó la suerte. Hubiérale gustado leer, arar, sembrar trigo y muchachos para que se lo comieran. ¡Pero no le dieron a elegir! De muy atrás venían los suyos dando lanza. ¿Cómo "resertar"?
      —Soy capitán mesmo — dice. — ¡Y hast'áura sé por qué méritos!
      Hombres alcanzó a conocer como "Cuatí" que sabía ordenar una descubierta, tender en escalones un regimiento y atalayar cualquier pieza. Fue "trompa" hasta que de tanto soplar se le enderezó el clarín. Ingresa en los lanceros. Marcelino Sosa se lo presta a Fausto Aguilar. Este, medio le desnuda en Carpintería. Come butiá en Las Palmas. Mocha su tacuara en Cagancha y sus nazarenas en Arroyo Grande. Pasa necesidades en el Sitio. Y para quedar quieto precisa que le hieran primero, le degüellen después y le saquen las botas. Nunca pasó de alférez, sin embargo... En esto piensa, cuando el coronel dice:
      —¡Hable el señor fiscal!
      —Acusado — pregunta éste,— ¿forma usted parte de la tercera brigada?
      Don Gabino puede responder que él es paisano y manda un escuadrón de iguales. Se incorporó a la columna de su compadre el general Castro. Un mal día el Estado Mayor pide cien criollos para amansar tal caballada. Castro no se avino a consultarlo. Dispuso él. Las palmas le marcaron. Olvidó el sacramento. Hasta entonces habían sido amigos... Cuando mozos se prestaron desde un peso hasta el anca del "cansao"... Así, durante la campaña, sus muchachos se desafilaron entre baguales. Se amansaban amansando. Llegan las primeras escaramuzas, el bautismo. Centurión espera ese instante, donde es preciso entrar con las rodajas trabadas para que no lloren. Manda ensillar. Con los caballos de la rienda aguarda la orden de ataque. El fuego se apaga y esa orden no llega. Sus soldados eran casi todos "herejes" todavía. Las madres se los habían llevado de la mano. Al verlos tuvo ganas de pintarles bigotes con un tizón. Comprendió que aquello no podía seguir así. El fogón se parecía demasiado a la cocina de su estancia. Los muchachos acabarán por entumirle la voluntad... Ya son poco menos que sus hijos. Él necesita aprender a perderles y ellos a dejarse matar. Como se descuidasen, les faltaría valor a todos. El capitán sabe que el peligro "jiede". Es necesario soportar de a poco los tirones del instinto. La primera vez se entran de "carretiya cáida". La segunda rompen muchas hojillas para armar un solo cigarro y por último se avanza a encenderlo en el fogonazo del enemigo. Esa noche se "apio" en la carpa del general Castro.
      —Mira, Manuel —le dijo, — ¿vamos a sacarnos los gachos, con eso quedamos de criollo a criollo? El compadre aceptó.
      —¿Por qué cres que me incorporé a tu coluna?
      —Vos sabrás, Centurión...
      —Porque sos un paisano cuasi tan cerrao como yo; y te tuve por mi amigo.
      —Lo soy.
      —Disculpa: pero no es ansina. A un amigo que se aprecea no se le manda a cuidar mancarrones.
      —¿Qué querés hacer?
      —Servir.
      Castro meditó un rato y en la punta de ese silencio, preguntó:
      —¿Cuántos años tenés, Gabino?
      —Muchos —repuso, —pero con ser tantos, son ágatas los precisos pa saber que los honores cambean a las personas.
      Y explicó al otro paisano al oído, "al alma", sus recelos. El compadre no tenía tiempo de general bastante como para haber olvidado que de domadores sólo salen mansos. Le amancarronaban su gente. El día de tormenta que necesitase "dentrar" con los reclutas quedaría en vergüenza. El mismo ya no era lo que fue. Tenía miedo de su corazón. ¡Quién sabe si podría reparar a chuza los errores de la comandancia!
      Castro tenía los ojos húmedos cuando le abrazó.
      —¡Qué viejos estamos, Gabino —le dijo.
      —¿No es lástima que me disgracee, áura? Te pido una ucasión, hermano, y dispués un "bendito". ¡Dámela!
      El compadre quiso salvarlo. Tres meses más tarde Centurión seguía en retaguardia.
      —Ansí es, don Fiscal — contesta.
      —¿Hoy, capitán, recibió orden de alistar su tropa?
      En efecto. Churrasqueaban cuando llegó el parte. Los soldados perdieron el apetito. El también. Mas para dar ejemplo, continuó mascando su achura. Aparecieron escapularios y desaparecieron colores. Llegaba hasta ellos, entre el maullido de las granadas, el ronco toser de los cañones. Un chifle con caña corrió de boca en boca.
      —¡Enfrenen!
      Dividió el escuadrón en tres secciones. Tomó el mando de la primera. Confió la segunda al teniente Melgarejo, lancero de toda su confianza. Su banderola era un trapo antes de la pelea y un coágulo después. Combatía con la boca sucia de insultos y de sangre. Dio el comando del tercer pelotón a su asistente "Venceslao", zorro de campamento, guasquero, "zafao" y comedido, un indio capaz de prender charamuscas en los relámpagos. Cebaba mate a caballo, bajo agua y en derrota. Puso a los "quemaos" en la culata.
      —Pa que rempujen — aclaró.
      En el centro "mesturó" veteranos y reclutas.
      —¡Pa qué meneen chuza al que da güelta! — repitió.
      En las primeras filas, hombro con hombro, alineó a los más tiernos. Se puso al frente.
      —Estean tranquilos —les dijo.— Yo los viá llevar a la boca'el horno.
      —En efecto — responde al Fiscal.
      —¿Qué ora era, capitán?
      —L'áuna, serían...
      —Señores —agrega el artillero,— la tercera brigada de infantería ocupó sus posiciones entre la azotea de don Pedro Delfino, donde apoyó a su ala izquierda, y el paso del Negro del arroyo Bravo. En el centro de esa línea combatía el cuarto batallón, haciendo espalda en una manguera de piedra. A la una de la tarde, precisamente, el enemigo logra romper el frente. Los batallones tercero y quinto pierden contacto. Son necesarias reservas de caballería para cerrar la brecha. Parte un ayudante en busca de los regimientos y, entre tanto, el capitán Centurión, de las milicias, recibe orden de cargar allí — se vuelve al acusado.— ¿Reconoce usted de haberla recibido? El viejo no ha olvidado detalle. El cielo estaba azul y sucio de pólvora. Él pitaba "callao", pensando en demasiadas cosas. ¿Por qué los pobres que somos tantos nos hacemos matar por los políticos, que son tan pocos? En eso llegó el ayudante en un caballo rabicano, muy "mestizón", medio "aplastao".
      —¡Cargue! —ordenó señalando.
      —Está bien!
      A través del humo alcanzaba a ver las guerrillas de los contrarios. A un lado se abre la manguera de piedra. Al otro, campo abierto. En el medio, un infierno de balas. Agazapados entre los trozos de granito, algunos infantes hacen fuego graneado. Entonces Centurión arremanga su brazo derecho.
      —¡Alcanzame mi lanza, "Venceslao"! — dice al asistente.
      El indio obedece.
      —¡Acortame los estribos, Melgarejo! — agrega. Una vez preparado, arenga:
      —Tenemos que cerrar este ujero, mis hijos. ¡Sígamen!
      ¡Enristran y avanzan al galope por aquella cuadra de campo que no termina nunca! Van pálidos, encogidos, escudados en las cabezas de las bestias. La boca del teniente Melgarejo lastima antes que su media luna. Unos ruedan en los pozos y otros en la muerte. El enemigo forma cuadro. Centurión distingue el clarín que comunicaba la orden. Entre las descargas parece muda su boca de cobre. Les reciben en las bayonetas. Chocan. Pelean apretados los dientes y las zarpas. Retroceden. Tras la manguera, el viejo capitán reorganiza sus hombres.
      Las reservas no llegan.
      El ayudante reaparece.
      —No les hicimos nada. ¿Qué mandan? —pregunta el lancero.
      —¡Cargue otra vez, capitán!
      —¡A caballo! —ordena.
      Les mira. Son muchos aún. "Cuánto, cuánto, habrá dejado un par de docenas pa señalar el trillo". No dispone de tiempo "pa" más cuentas.
      —¡Vamos!
      El escuadrón abandona su refugio. Cruza a media rienda. Delante, cortado, el capitán. Detrás, un espacio lleno de gritos. Por último, en grupo, la perrada. Ya no hay escalones. Vienen cruzando los costillares. Cansan los rebenques. Las bestias se estiran. Alcanzan el cuadro. Muerden. Lo mellan; pero no consiguen romperle. Enredados en aquel alambre de púas que echaba fuego, mueren y matan, a ciegas. Centurión, de pie, pelea a cuchillo. Tiene más pena que odio. ¡Su pangaré agoniza mordiendo los yuyos! Entre la neblina que le circunda oye estallar las procacidades de Melgarejo. El teniente abre claro a chuza. Llega hasta don Gabino. Manotea la rienda de un caballo. A coraje, hace tiempo para que monte Centurión. Pecha. El cuadro se lo traga. El capitán salta y continúa lanceando. Rastrea a su amigo. No consigue verlo; más lo oye. El teniente está dentro del fuego. Pisa las brasas. ¡Se quema, de gaucho! Al viejo le sobran nazarenas "pa" llegar hasta él. Reúne cuatro o cinco indios y empuja... empuja... Se corren por las malas palabras del veterano. Y, de pronto, dejan de oírle. Melgarejo ha tropezado con su silencio. ¿A qué seguir porfiando allí? Retrocede. Le siguen. Ahora descansa tras la manguera. Desmontan. A cada instante un proyectil da en las piedras y le empolva el gacho. Cuenta los presentes. Queda medio escuadrón. Mira a sus indios uno a uno. Deja las pupilas largo rato en cada rostro inexpresivo. Ellos no ven a su capitán. Ninguno se compadece de él. Permanecen apoyados en los cojinillos, inmóviles, ausentes. Gotea sangre la fragua de las "verijas". Nadie fuma. Nadie habla. El socorro no llega. A Gabino se le nublan las vistas. Habrá que volver a salir al llano donde el viento voltea a sus hombres. ¿Cuántos quedarán esta vez? Se defiende. No caben palabras. No tiene ganas de hablar; pero es preciso hacerlo. ¿Quién será el duro capaz de ayudarle a soportar un tema?
      —¡"Venceslao"! —grita.
      El asistente se acerca, sombrío.
      —¡Ordene!
      —¡Les hemos dao hacha y tiza! —exclama el viejo. —¡No tendrán queja e nosotros!
      Menea el indio la cabeza. Mira los restos de la centuria. El jefe guiña. Wenceslao comprende. Entonces, ambos sonríen.
      —Nos venía haciendo falta un poco é gloria...
      —¡Mesmo!
      Pierden tiempo. Nadie les mira, ni oye.
      —Melgarejo ha de haber caído prisionero —comenta el asistente con otra guiñada.
      —Sí..., lo vide...
      Saben que está frío, el pobre.
      —Capitán: ¿quién va'comandar el segundo escalón, aura?
      —¡Llamalo a Mauricio!
      —Es muerto — dice en voz baja el asistente.
      Centurión mira. Busca el hueco dejado por el caído. Entre los hombros de sus compañeros de fila, se le aparece la cara interrogante de la mujer del muerto. ¿Qué le dirá cuando se crucen?
      —Era mozo de vergüenza — dice para que le escuchen.
      —Pero peleaba sin alivio. ¡Bien se lo encaré!... —y grita: —¡Liberato!
      Nadie responde.
      Se arrepiente. Debió buscarle entre los vivos antes de llamar. ¿Pero tiene la culpa de ver turbio todo?
       —Es muerto —repite Wenceslao.
      —¡Pucha que son chambones! ¡Se han dejao matar al ñudo! ¿Me asigurás que es caído?
      El interrogante enseña un reloj de níquel. Bajo la tapa, el capitán vuelve a encontrar un rostro de mujer.
      —Era d'él...
      Una tras otra aquellas sombras se van echando sobre el jefe. Hielan su "alegría". Se levanta. Saca fuerzas de las raíces del nombre. Restrega sus manos. Sonríe. Alza el tono como si fuera liviano gritar entre tanto mudo y tanto muerto...
      —¡No es nada, paisanos! Sólo Wenceslao responde:
      —¡Claro que no!
      —Dispués de todo, no precisamos oficiales. ¡Conmigo, el coraje y la satisfación de pelear basta!
      El ayudante llega por tercera vez. Pide agua. Bebe de la cantimplora que le alarga un soldado. Deja caer el líquido por el cuello hasta la guerrera, y, sin apartar el chifle de los labios, señala hacia el enemigo.
      —¿Qué cargue? —interroga Centurión.
      Asiente el oficial y continúa bebiendo.
      Y don Gabino lleva sus pobres lanzas otra vez y otra más aún. "Recula". Topa con treinta. Vuelve con un puñado. Resuella y pecha todavía. Ahora, a lo lejos, brillan al sol las armas de los regimientos que trotan hacia el punto de peligro. Tras la manguera, el capitán, rodeado de heridos, quema las últimas reservas. Siente cansado el brazo. Le pesa la tacuara y la vida. Falta "Venceslao". El indio se dejó caer por el anca. ¡Le sobraron razones y agujeros! Tuvo ganas de sacudirle. Sabía que iba a encontrarse solo, cara a cara con ese pucho de "salvaos"...
¿Por qué no galopean los rejuerzos?
      Levanta los ojos al oír esta pregunta. El curioso es Julián Cáceres, su ahijado. Dejó la escuela por el ejército. Se le presentó en pelos sobre un "cacunda" y bajo un chambergo "hallao". Quiso servir. El viejo le entregó un juguete: el clarín. Ahora el trompa habla oprimiendo el pecho con una de sus manos.
      —¿Qué tenés, hijo?
      —Estoy vandeao —responde. —Si no me tapo ansina, se me escapa el resuello.—
       Mira hacia retaguardia e insiste: —¿Por qué no galopean?
      —¿Querés que dentren con los mancarrones transijaos?
      —Es que si no se apuran...
      —¿Qué?
      —¡Nos acabamos, padrino!
      Centurión se enoja. El muchacho pasó muchos meses soñando con la guerra. Vino a jugar a los soldados y se quedaría allí. Piensa que bien pudo morir con los otros... ¿Por qué llegó hasta el resguardo? Es chico el sitio. Cuando caiga andará enredándose en las espuelas de los hombres... ¡Él ya tiene poco entusiasmo para que ese niño se lo quite! Hace rato que anda con miedo de besarle en la frente...
      —¿Qué tragas? —le grita.
      —¡Y... sangre! —responde con los ojos muy redondos.
      No puede más. Lo besa.
      —¿Querés algo p'allá, Julián?
      —No. ¡Si no es nada..., don Gabino!
      —Tal vez...
      —¡Jué un ujerito!
      —Sí, claro... —Ve llegar un nuevo ayudante.
      —¿Golveremos a cargar, padrino?
      —Dejuro — responde Centurión. — Pero vos no montes esta güelta.
      El ahijado se resiste. Quiere ir. Pone el pie en el estribo. Agarrado a las crines cuelga un instante. Se le cae el juguete. En seguida el chico rueda sobre los pastos.
      —¡Cargue! —ordena el oficial.
      —¿No ve que ya viene llegando la caballería? —objeta.
      —¡Cargue! — repite el ayudante.
      Don Gabino abandona el resguardo. Sale a descubierto. Se yergue entre las balas. Desde allí contempla los restos del que fue su escuadrón: son catorce heridos. Si les ordena, algunos caerán; pero otros montan. En ese momento, un proyectil agujerea su gacho. Otro, mejor dirigido, quema su mejilla. Permanece inmóvil; ni desdeñoso ni entusiasta. Aquello no reza con él. ¿Obedece? ¿Resiste? Tal vez alguna mora se sirva sacarle de dudas. Desde el suelo, el ahijado le mira fijo, constantemente.    Centurión encuentra que, en la agonía, los ojos de Julián se parecen a los de la "mama". ¿Qué dirá su comadre cuando sepa que dejó matar aquel cachorro? Busca una sola cara altiva. No la encuentra. Este, de pie, vacilante, sólo espera el empellón que le acueste. Otro, "abombao", escribe con el dedo una inicial en el polvo. La borra y vuelve a empezar. Aquél, herido en el labio, escupe a cada instante saliva roja. Indiferente, encerrado en el agujero de la herida, estira el cuello para no manchar la golilla y así se está, inmóvil; mientras corren por las hebras de sus barbas gotas de sangre espesa, coaguladas...
Ahora los ojos de Julián quieren cerrarse. Pesan sus párpados. Ya el niño no puede con ellos...
      —¿Se niega a combatir, capitán Centurión?
      —¡Yo! —responde— ¡Qué me viá negar! Pero no con esos pobres indios —señala.
      —Vaya y digaló. Aquí lo espero. Si el general quiere, sigo cargando solo, mientras me dea el caballo y el resuello.
      —¡Falta usted a su deber!
      —Güeno...
      ¡Aflojó!
      Se aleja el ayudante. Las reservas pasan sobre los muertos. Centurión monta y les sigue a espuela y rebenque. Sus moribundos parecen morder los garrones del caballo. Alcanza y lancea, lancea, sin asco, a la espera del tiro que acabe con él...?
      ¡No tuvo esa muerte! Por esto, ahora, necesita responder al Fiscal:
      —Recebí, mesmo, esa orden, señor.
      —Capitán Centurión, ¿reconoce usted haberse negado a cargar?
      —Así es.
      El artillero se pone de pie.
      —Señores jueces —dice. —La desobediencia frente al enemigo se paga con la vida.
El capitán Gabino Centurión merece pena de muerte.
Convencido de ello, el viejo lancero agrega:
      —¡Claro!
      —¿Desea usted nombrar defensor? —interroga el presidente.
      —No, coronel.
      —¿Prefiere defenderse personalmente?
      —Eso será...
      —¡Hable!
      ¡Podría decir tantas cosas! Durante el juicio pensó mucho y habló poco. Acaso aquellos jueces no conozcan sus servicios. Ignoran que todos los Centurión vivieron mal y murieron bien. Les diría que su lanza viene guerreando desde la madrugada de la nación. Él la recogió ya bastante mellada, hace más de medio siglo y la siguió gastando... Podría mentar hasta la décima que le dedicaron en un fogón de "Arbolito". Seis veces salió de su azotea seguido por un centenar de paisanos y otras seis veces volvió solo, de fumo en el chambergo. A ocasiones, la patriada lo sorprendió rico, enamorado, enfermo. Nunca titubeaba. En aquellos encuentros no esperó "ayudantes". Las divisiones combatían de voluntarias, gastando más valor que pólvora, sin ruido. Oíase hasta el clarín que "añudaba y desañudaba" las trenzas. Después, con los años, empezaron a "menudiar" uniformes. Se "dentro" a pelear "retirao", hoy sin oír al enemigo y mañana sin verle. Cuando los brazos llegaban a las tacuaras, ya estaban envarados de tanto hacer la venia. Luego, podría decirles que él no se cansó de combatir, sino de hacer matar infelices. ¿Por qué salió a campaña la última vez? Obligado. Muchas noches consultó el asunto con su "chala". ¡Claro que se presentaría! ¿Acaso sirvió nunca para otra cosa? Cuando mozo, quiso trabajar. No le dieron tiempo. Entonces se salía de un barullo para entrar en otro. Después, de viejo, se resignó. Los galones no "decían bien con los güeyes". Peligraba que se rieran de él los compañeros. .. La noche que su compadre Suárez le mandó "envitar pa l'última", llamó a su asistente y a Melgarejo. Ninguno de los dos hacía otra cosa que fumar, de caballo "agarrao", en espera de aquel momento. Llevaban tres años aguardando ocasión de volver al "trabajo". No tenían más oficio que el de lancear... Los tres saldrían en la noche, con mancarrones de tiro, chifles de caña y afición... No pudo ser. El pago se enteró. La primera en llegar con dos de los hijos fue su prima Apolinaria.
      —En tus manos los entrego —le dijo. ¡Cómo negarse!
      —¿No estarán mejor arando, che?
      —¡Ya lo creo! —repuso la "parienta".
      —Déjalos aquí, entonces...
      —¡Amalhaya pudiese! Lo mesmo se los van a llevar. Tal vez los saquen "pa" infantes...
Siquiera con Centurión tendrían caballo y alguien que velase por ellos. Les aceptó. Tras aquella madre empezaron a llegar otras. La presunta viuda de Mauricio, llena de orgullo, le entregó su marido. Y en el instante de marchar la columna, se puso a gemir por el hombre. Él estaba dispuesto a dejarle. Fue el "finao" quien se opuso, por no pasar la vergüenza de quedar solo entre tantas mujeres. Esta tarde, junto a la manguera, en un ratito le mataron a casi todos. A esto, el acusado puede agregar que hay un solo culpable: el enemigo. ¡Debió comenzar por él! Aun no sabe con precisión por qué salvó aquel puñado de lanceros. Quizá lo hizo por las chacras del pago. Quizá por las mujeres... Quizá por ellos mismos, que le miraban con pupilas turbias, dilatadas, horribles, como si él fuese la muerte. Eran cristianos, criollos, amigos suyos. En determinado instante les creyó sus nietos... Posiblemente, todas esas razones, unidas a su fama, a las roturas de su camisa, de su cuero y al coágulo de su media luna, le salvasen ante un tribunal de paisanos. Pero aquellos militares no le van a entender. ¡No pueden entenderle! Están en la otra punta de su campo. Entonces: ¡a qué hablar! Así, cuando por segunda vez el coronel pregunta:
      —¿Qué tiene que decir en su defensa? El acusado alza hacia el juez los ojos mansos y responde:
      —Nada, señor.
      —¿Conviene usted en que su actitud de indisciplina merece castigo?
      —Merecerá...
      Deliberan. ¡Se ponen de pie! El acusado les imita.
      —Capitán Gabino Centurión —dice solemnemente el coronel, —este Consejo le condena a sufrir la pena de muerte. A la salida del sol, será usted fusilado.
      ¡Piensa el reo que así se libra de volver al pago, tan lleno de mujeres enlutadas!... Que nadie le va a pedir cuentas... Que le queda "picadura" y "chalas". Y responde:
      —Es justicia, señor.

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El remate
 

Falta el aire y sobran moscas,
este domingo de Enero.

 

El sol fríe las chicharras…
duerme un matungo azulejo…


Algunos pollos con árganas
están de picos abiertos.


En los charquitos de sombra
hay unas guachas bebiendo.

 

Por los caminos calientes
pasa la siesta en su lerdo.


Ojos azules de cardos
curiosean desde lejos
y asoman por l
as goteras
ojos azules de cielo…

 

Todo es dulce de tan pobre…!
Frente al rancho del estanteo
que anda con los cuatro codos
deshilachados de tiempo,
subasta un rematador
las pilchas de un criollo viejo.

 

Hay muchos interesados
son vecinos todos ellos,
muchachos que hast’hace poco
le llamaban: el agüelo.


Recostao en el palenque,
los mira tristón el viejo:
han ido a comprar barato
cosas que no tienen precio…
Y piensa con amargura:
Ya no da criollos el tiempo…!


__ “¿Qué vale este par de espuelas?”
Y las rodajas de fierro
son como dos lagrimones
que llorasen por su dueño.

 

Con ellos salió a ganar,
hace ya muchos inviernos,
la novia en un bagual blanco;
la vida en un bagual negro.


Los mozos suben la oferta:
__ “Doy diez, quince, veinte pesos!”
Disputan como caranchos
el corazón del agüelo.
Al escucharle se pone
rojo de vergüenza el ceibo.

 

__“Son suyas las nazarenas”
dice a uno el martillero.
Le han vencido las lloronas
hoy, por desgracia! Hoy, tan luego
que en el palenque, la vida
ató su bagual más negro…
y piensa con amargura:
Ya no da criollos el tiempo…!

 

Sacan a la venta un poncho,
donde garúan los flecos
para mojarle los ojos
al que se lo lleve puesto.
Tiene la boca surcida
Y lo gastó tanto el viento,
que al trasluz del calamaco
se ve la historia del dueño…
Guampas, chuzas y facones
lo cribaron de agujeros…
pero su filosofía
siempre le puso remiendos:
de día con un celeste;
de noche con un lucero.
__ Yo pago por esa pilcha
toda la plata que tengo!
__ Subo una onza la oferta!
__ Si no hay quién de más, lo quemo!

 

Entonces cai el martillo
en lo duro de silencio…
Un joven se lleva el poncho.
Y allí se acerca el gaucho viejo
está temblando de frío
en una tarde de Enero,
y piensa con amargura:
ya no da criollos el tiempo…!


Así pierde en la bajada
lo que ganó de repecho:
una a una las ovejas;
pilcha por pilcha, el apero…


Quisiera salvar del lote
su mancarrón azulejo,
pa que lo agarre la noche
en un caballo estrellero.
No tiene más que uno. Y ese
se lo quema el martilero!


Allí termina el remate.
Cobró su cuenta el pulpero.
Aura sí: al verlo de a pie
tan amargo, tan deshecho,
todos los rumbos arrollan
los lazos de los senderos
y son cuatro pialadores
que están esperando al viejo:
en cuanto quiera salir,
lo van a dar contra el suelo!


Entonces, aquellos mozos,
se acercan a defenderlo
y el más ladino le dice
entre temblón y risueño:
__ Todos compramos sus pilchas
pa’ salvárselas agüelo.
Aquí tiene sus espuelas…
Aquí tiene su azulejo…
Uno le trai en los brazos
igual que un niño, el apero
y otro le entibia las manos
con aquél poncho de flecos…
porque sigue dando criollos
muy lindos criollos, el tiempo!

 

 

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