La
soledad del verano en Cuba
staba cayendo candela, se podía respirar un vaho
carbonizado. El verano del año 1994 fue el más endiablado de
todos. Aunque Emiliana y yo sólo conocíamos pura canícula a
pulso. Nada de tiritar de frío como en las películas, ni mucho
menos hojas doradas de otoño cayendo en ralentí de los árboles,
ni de vivos colores primaverales. Sólo la vegetación chamuscada
el año entero. Desde una maldita tarde fogosa de agosto en que
ella nació hasta aquél de sus 24 años apenas había experimentado
variación; calor o calor intenso. El día en que Emiliana vio la
luz del mundo por primera vez casi se queda ciega, el sol rajaba
las piedras y achicharraba las córneas; en cada pujo su madre
perdió mucho más sudor que sangre y lágrimas.
Me comentó que los meses
llevaban nombre por gusto, pues siempre había escuchado
exclamaciones similares a: ¡Parece
como si estuviéramos en agosto, qué calor, madre santa, en pleno
febrero! ¡Qué mes de enero tan pegajoso! ¿Quién ha dicho que en
diciembre toca el invierno? ¡El asfalto se ablanda con estos
calores! Mejor hacer del año un mes de 365 días y punto. Agosto.
Emiliana había pasado su estúpida existencia sudando y sedienta.
Aquel verano su novio decidió pelearse con ella y largarse a
Suecia. Mejor, se dijo ella, así no se veía obligada a soportar
sus sobacos grajientos ni el aliento quemándole la nariz con
vahos que evocaban oleadas de arenas del Sáhara. Además, su
mejor amiga había seguido el camino de sus padres y hermanos.
Fabricaron una embarcación con dos latones de basura, cuatro
vigas del techo, cuatro gomas de rastra; las velas eran dos
sábanas floreadas y podridas. Según las listas de nombres que
daban en la radio americana como sobrevivientes y desaparecidos,
ellos _navegando con suerte_ sólo habían podido carenar en una
isla menos neurótica y estropeada de la que salieron, o en las
tripas de los tiburones. Igual les sucedía lo que a Geppetto el
de Pinocho, quien se salvó gracias a un estornudo de la ballena.
Emiliana se sintió desolada sentada en el Muro de Santa María
del Mar, quiso virarse para alguien con quien poder compartir
sus penas, pero no quedaba un alma; la gente contagiada de los
virus del verano se tiraba al mar a montones. Miamitis,
mieditis, hambritis, dictauritis aguda, diagnosticaban los
médicos locales.
No pensó en suicidarse pues
eso complicaría aún más las cosas. Si conseguir un sencillo
abanico o un pedazo de periódico o de cartón para echarse fresco
había sido un calvario, y al final la búsqueda había resultado
sin éxito; peor sería armarse de un instrumento para arrancarse
la vida.
Por suerte llegué yo a
sentarme en el muro, y me tocó un trozo de piedra junto a ella.
Digo «me tocó», porque aquí hasta un cacho de banco en un parque
está racionado. Hacía una semana que no masticaba ningún
alimento, sólo bebía agua con azúcar prieta, desde hacía cuatro
años me dolía la cabeza ya que necesitaba espejuelos; para colmo
estaba seriamente estreñida, a punto de una obstrucción
intestinal, pero yo he sido siempre muy optimista, y sigo un
plan de autorreanimación positiva, que consiste en poner al mal
tiempo buena cara. Nada más hice saludar con un ¿qué bolá con tu
cake? a Emiliana; entonces aprovechando ese chance en que yo
bajé la guardia ella se tumbó a moquearme el hombro y me disparó
su gorrión como una Pepechá (metralleta bola). Mi estómago
roñoso, más vacío que un estadio bajo aguacero, inició su
concierto de Bach-tá, letanía más que fuga. Hacía tanto tiempo
que no me daba una gripe que no podía ni comerme mis mocos, así
que devoré los de la desdichada, quien al menos aún conservaba
sensibilidad y podía evacuar llanto y catarro emotivo, al menos
la flema entretenía el esófago.
_Si quieres puedo
estrangularte y luego echo tu cuerpo al mar; no te inquietes, no
soy caníbal_ afirmé relamiéndome.
_Me asusta el excesivo brillo
de tus ojos_ murmuró Emiliana.
_No es más que miopía,
necesito gafas; ah, y las pupilas demasiado dilatadas... Vaya
usted a saber con qué basura mezcló el talco el guardia de
vigilancia que me lo suministra.
_¿A cambio de qué?_ preguntó
la ingenua Emiliana.
_Oh, una bobería, a cambio de
ir a gritar consignas a la Plaza.
_¿Y por qué no dan comida en
lugar de esa basura que puede matarte?
_¿En qué parte está escrito
que el verdugo te regala una cabeza adicional para reemplazar la
que te corta?
Ese fue el verano peor, quizás
porque fue el más largo. Perdimos un remierdal de tiempo
embotadas contra el muro. El hambre, la sed y el miedo nos
obligó a perder los estribos. De súbito Emiliana empezó a
reírse, la carcajada fue montando como merengue a punto de
caramelo. Yo también me retorcía de la risa acostada
despellejándome la espalda encima del áspero y salitroso
cemento.
_Si no fuera por
Emiliana/ nos quedaríamos con las ganas,/ de tomar café, de
tomar café...
Cantábamos a coro y nos
moriríamos de la risa.
_Tu sabes... ay, me duele el
estómago de tanto... ay, no puedo... Tú sabías que en otros
países... ay, la gente se marcha de vacaciones a esquiar, ji,
ji, ji, ja, ja, jo...
Nos despetroncamos de la risa hasta que nos dormimos. Los
cadáveres amputados nos despertaron por la madrugada, trozos de
cuerpos inflados cubiertos de caracoles y algas batían contra la
arena empujados por el oleaje. Emiliana y yo nos reímos por
inercia, no supimos qué otra cosa hacer.
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