Juan Eduardo Zúñiga

 

10 de la noche, Cuartel del Conde Duque

 Hotel Florida

Sublime ejemplo

La prisionera

10 de la noche, Cuartel del Conde Duque

    El pensamiento se fue hacia el olor de la piel iluminada por las llamas, hacia los detalles de aquella hora larga al pie del horno. Sería difícil olvidar todo lo que había  aprendido de lo que puede ser el amor: la blandura de la espalda, el roce de los cuellos, la carne fría de las rodillas, el peso de los miembros extendidos sobre el cuerpo, cómo a veces éste parecía transparente e irisado y otras negro y abismal, mancha oscura en la que se habían rastreado con la boca los sitios más suaves, siempre una manera nueva de poner los labios en los hombros o en el mullido cojín del estómago, cuerpo inagotable sobre el que se desfallece a punto de caer muerto y precipitarse en la nada, de donde se resucita para al instante reintegrarse al mundo ya sus quehaceres, en medio de los cuales se presenta súbitamente la imagen del amor y pone su mano caliente en el recuerdo y de allí desciende por los canales más vitales y se extiende en íntimo gozo que hasta puede obligar a una ligera sonrisa o dar a los ojos la mirada suavemente velada por la añoranza. En los lugares más impensados se presenta la fuerza que pervive en el pensamiento, entre otras instancias más ásperas e inocuas, entre triviales objetos o lu­gares tan ajenos y diferentes a la pasión de las bocas unidas y los cuerpos enredados, pensamientos que llegan en momentos inadecuados, de noche o de día, al encender las bombillas cubiertas por unas pantallas de papel para evitar que su mortecina luz pudiera verse en el exterior, en la calle, de donde había desaparecido, con la llegada de la noche, todo atisbo de iluminación, salvo el esplendor difuso que daba la nieve; entonces se fueron aminorando las conversaciones en el vestíbulo, se redujo el paso de soldados por la escalera, fueron cesando los ruidos en las habitaciones del primer piso; no bien el comedor quedó vacío y los cubiertos, platos y vasos, con su entrechocar estridente, quedaron quietos y lavados en los armarios, y las cocinas, tan visitadas y activas durante el día, durmiendo vacías y oscuras, vibró en el patio un cornetín de órdenes.

Después sobrevino una calma aún mayor y los párpados de los pocos que bajaban las escaleras pesaban como el plomo y, aun cuando se llevaban la mano a la frente y a los ojos, no podían vencer aquel deseo de recostar la cabeza y dejar que todos los pensamientos cayesen y sólo quedase una tierna y serena oscuridad en la mirada para que los miembros agotados se aliviasen de la fatiga que penetraba hasta los huesos.

Cuando los pasos del centinela fueron el único ruido, y el eco aumentaba la amplitud del vestíbulo y parecía que el pesado tiempo con que la noche iba apoderándose del dominio de los hombres y colocando sus dedos en cada objeto para acrecentar su natural sombra y ocupar su dimensión y convertir aquellos contornos en una extensa amalgama en la que sólo se destacaban los pasos del centinela que incansablemente se paseaba de un lado a otro de la puerta, pisando la nieve gris de la acera, entonces un hombre con largo gabán y boina encasquetada hasta los ojos apareció

ante la puerta e hizo una seña al centinela, que respondió afirmativamente con la cabeza, tras lo cual el hombre se alejó por la acera escurriéndose en la nieve deshelada, pero no obstante caminó deprisa y dobló la esquina del enorme edificio, ahora cerradas todas sus ventanas, un bloque inerte flanqueado de tapias al comienzo de las cuales se abría un pasadizo por cuya oscuridad pastosa entró.

Chistó y en respuesta oyó unos roces y entre las sombras una persona se acercó a él y le tocó; él también extendió los brazos y sujetó un cuerpo bajo ropas gruesas que daban su peculiar olor, y así agarrados, como dos cojos o ciegos que se quisieran ayudar, salieron a la calle bañada por un resplandor lechoso que subía de la nieve y bajaba del cielo claro a pesar de ser noche cerrada.

Delante de la puerta se detuvieron, el centinela echó una ojeada al vestíbulo y les hizo una señal, con lo que la pareja entró casi corriendo y se dirigieron a una puerta pequeña visible junto a la escalera. Por ella pasaron a una nave y luego fueron a lo largo de un corredor flanqueado por patios, de donde entraba una claridad borrosa que sólo permitía ver las paredes y grandes manchas negras de puertas cerradas. La pareja llegó a una que estaba al final, pasó por ella y encontró una escalera totalmente a oscuras cuyos escalones bajaron tanteando; y por primera vez murmuraron unas exclamaciones sujetándose uno al otro y rozando el suelo con los pies para comprobar dónde terminaba la escalera y empezaba un pasillo estrecho por el que avanzaron hasta una puerta que abrieron con llave y tras la que había habitaciones con ventanucos, gra­cias a los cuales pudieron ver el camino que debían seguir.

     Tres escalones les llevaron a una nave en la que brillaban unos puntos rojizos y una suave bocanada de calor y de olor dulce les dio en la cara según se dirigían _pasando entre sacos y leños alineados_ hacia los hornos aún en­cendidos con brasas y rescoldos, cuyas compuertas el hombre abrió para que su luz les iluminase y el calor se esparciera. Cerca, los estantes, las artesas para amasar el pan, las mesas, y encima de una, un gato que les contemplaba con recelo, y montones de retama de las que él cogió unas cuantas para meterlas en los hornos y que se prendieran y las llamas dieran más luz. Entonces se volvió hacia la mujer, la cogió un pellizco en un carrillo y soltó una carcajada. Ella se echó para atrás, también rió y cuando él se quitó el gabán y lo extendió en el suelo, delante del horno, aumentó sus risas y sus gestos y no opuso resistencia al empezar él a desabrocharle el abrigo y luego, aunque las manos no estaban muy seguras, a desatarle un cinturón blanco que cruzaba el color verde del vestido, pero ella, con movimientos metódicos, se quitó éste y como un pez salió de él, y se desprendió de otras prendas de vestir dispuestas de tal forma, por ella o por una técnica generalizada que preveía este momento, que cayeron al suelo acompasadarnente. Y así desnuda se acercó a la boca del horno para calentarse y tomar el color rojizo de las llamas que se apoderaban de las retamas con sus diminutos crujidos y chisporroteos, aunque allí estuvo tan sólo unos segundos, porque el hombre la dio unos manotazos y la abrazó y sujetó los labios en su boca, y así quedaron un rato, sacudidos por estremecimientos que estaban a punto de hacerles caer. Pero no caían, sino que parecían sostenerse mutuamente y daban un,os pasos vacilantes o se ladeaban y seguían aferrados en un abrazo estrecho que daba su resuello de pechos anhelantes, hasta que en el silencio que les rodeaba oyeron un lamento del gato y se volvieron hacia él y se desprendieron lentamente, aunque se quedaron con las manos sujetándose por los antebrazos y en esa postura, vueltos del fondo de aquella tensión aún con los ojos medio cegados, vieron al gato erizarse, tenso el lomo y los bigotes, bufando con expresión de terror en su pequeño rostro de redondos ojos.

   Al verse contemplado, el gato huyó y la pareja regresó a su contacto; esta vez hubo un forcejeo y ambos quedaron arrodillados sobre el abrigo, los cuerpos volvieron a entrechocar y tambalearse bajo el látigo sangriento del fuego cercano que clavaba sus briznas centelleantes en la piel tersa.

  De nuevo el gato maulló junto a ellos, pareció amenazarles, acechándoles dispuesto a saltar. El hombre agitó las dos manos, dio una palmada y el animal desapareció entre las mesas, pero su bufido se escuchó aún; la pareja volvió a cogerse y tornaron a su prolongado abrazo, aunque las caras seguían vueltas hacia las zonas de incierta oscuridad por donde había huido el gato. Y sus lastimeros aullidos se oyeron en la profundidad de la nave, teniendo a veces un timbre parecido a la voz de un niño o de una mujer, y ese murmullo llegó a ocupar el espacio tranquilo y fue el eco del lamento de una víctima horrorizada o de una persona perdida y suplicante, al recoger una sorprendente gama de tonalidades. La pareja seguía los movimientos del animal: las caras serias y los ojos atentos a los inesperados saltos o correteos, como si de ellos dependiera su proceder, aun­que el gato, desde que maulló la primera vez hasta la última que le oyeron entre las mesas y la oscuridad del fondo de la nave, apenas estuvo presente unos minutos, tiempo escaso para alterar la intimidad y el ardor que parecían asegurados por las precauciones tomadas. Pero la verdad es que aquella vocecilla, ni humana ni completamente animal, había hecho algo que sólo un impulso natural poderoso podía lograr al contrarrestar la tensión, casi desesperada, del amor. Porque esta tensión parece que se pone virtualmente en marcha en el momento que entra en la conciencia la posibilidad de darle satisfacción, y un primer paso de su logro real es saber que habrá, esperando a la pareja, un lugar apartado, solitario, tibio, acogedor donde encuentre refugio y seguridad para aquellos minutos de mutuo abandono y distensión. Y precisamente éstas eran las cualidades que reunía la panadería del cuartel, tal como aquel amigo me había explicado y yo, días después, lo había comprobado, yo mismo para evitar sorpresas, y en verdad que aquel rincón de la ciudad húmeda y helada parecía ser de una comodidad extrema, y mi certidumbre fue tan absoluta que no dudé en planear la cita y paladear el sosiego con que podría entregarme allí al amor en el mismo sitio en que mi amigo estuvo.

Encendí la linterna y con su luz recorrí la nave: las mesas, los estantes, sacos y leños apilados, las ventanas cerradas y al fondo los dos hornos brillando en la pared de ladrillos ennegrecidos. Cerré con llave y ella se volvió hacia la puerta, pero yo la estreché contra mí y la llevé hacia los portillos, donde aún parpadeaban brasas de un rojo claro, cerca de los cuales el frío desaparecía y una corriente de templanza daba en la cara y en las manos. Les eché unos troncos pequeños y enseguida la llama se alzó y prendió otra vez; ante el horno, la claridad aumentó y descubrió las cosas y a ella rígida, atenta al fuego, fija en él. De las heladas naves del cuartel habíamos pasado a una noche de verano, y entonces ella comprendió por qué la llevaba allí y buscaba como aliado el fuego y su templanza enervante, el chasquido de alguna rama, el suave abrazo del ardor, contemplando las llamas que poco a poco iban conquistando los troncos y transformando en otra materia las cortezas rugosas.

Eché mi gabán en el suelo delante de las bocas de los hornos y despacio, con toda suavidad, aparentaba calma; fui a desabrocharla el suyo, pero ella me dio un empujón y se cruzó de brazos dispuesta a no ceder. La sujeté las dos manos y pude comenzar la lenta operación en que muchos hombres han fracasado por precipitación y falta de tenacidad para que un botón salga de su ojal o una cinta pase por donde parece que no puede; todo lo que requiere cinco, diez minutos, el tiempo que sea, y saber esquivar algún golpe traicionero o uñas que avanzan hacia las pupilas. Despacio, la ropa va cayendo al suelo sin que se rompa por completo y las fuerzas de la que lucha desesperadamente van siendo cada vez menores.

Cuando el esplendor de los pechos, en vano cubiertos, fue iluminado por las llamas, me di por compensado de todo y pensé que acaso aquella mujer era la primera que yo deseaba intensamente, por su misma negativa, distinta de las complacientes mujeres que solía buscar en la calle de las Naciones, negativa que venía a retrotraerme a mi adolescencia, en la que soñaba con un ideal maravilloso y subyugante, que no podría explicar con palabras porque nadie lo entendería, aun buscando largamente las palabras y los parecidos. Las buscaría y ninguna daría clara idea de lo que sentí al ver su cuerpo encogido, echado sobre su abrigo como una mancha encarnada y negra a la luz del fuego; no podría decir qué calidad tenía, qué expresión de belleza asombrosa, y a la vez una fisonomía demacrada, con ojos mortecinos y de mirada distraída, como si estuviera pensando en algo que no tuviera relación posible con aquellos minutos, o acaso bien podría ser que hubiera descubierto algo aquella noche, pese a lo insólito de la situación, acaso un contacto más afortunado que para ella fue revelador _como cuando se abrazan los muslos para besar el vientre_, capaz de dar una exaltación que no es exclusivamente física, sino una segunda naturaleza que viniera a invadir todo el cuerpo, porque tú mismo decías que la notaste una distensión a lo largo de las piernas y en el torso, hasta el punto de que toda ella se arqueó en una postura que te parecía muy forzada, casi inaudita, pero de una gran sugerencia, de una belleza arrebatadora que te compensaba de los riesgos y vejaciones que habías sufrido no ya toda tu vida de amores prohibidos, sino a lo largo del helado corredor y de la escalera maldita que era igual que una trampa, y también del oscuro pasillo y habitaciones inmundas que forzosamente había que atravesar para llegar al lugar deseado, como siempre ocurre, pues cualquier deseo conseguido lo ha sido a costa de sufrimientos y sinsabores, de manera que cuando lo alcanzamos _ya sea dinero o poder o vanidades o sencillamente un cuerpo joven_llega tarde e incluso fatiga por lo que se ha hecho esperar y lo miramos con rencor, y como tú bien dices, las vejaciones son debidas a esta oscura ley de la vida, que nos trastoca los deseos más necesarios y nos retrasa aquello que no sólo nos hará felices en el momento de gozado, sino que estimulará beneficiosamente, porque todo placer incrementa a quien lo recibe y le une a la vida y le enriquece. Pero esa ley que impera y se entreteje con las existencias humanas, aunque

permita al hombre gozar de algo en su debido momento, le exige a cambio una cantidad desmesurada que debe pagar y esta explotación es causa del odio que brilla en los ojos del que está alcanzando algo querido, motivo más que suficiente para que caminar por los pasillos del inmundo cuartel fuese una interminable serie de patadas, empujones, mutuo desprecio, insultos de los que nunca caen en olvido, vergüenza para ambos, y la mayor vergüenza era que ambos os erais ne­cesarios o casi imprescindibles, a ella porque, al faltarle los señoritos del Casino que la mantenían, sólo te tenía a ti, ya ti porque la necesitabas desesperadamente, pese a su abyección, pese a todo, y no lo olvidemos, pese a que si te descubrían, allí mismo os hubieran pegado un tiro a cada uno, así que era cuestión de vida o muerte, algo muy grave  y serio, porque si os encontraban, allí mismo, sin esperar nada, os matan a tiros.

     Y eso tú lo sabías y, no obstante, fuiste allí, entrando en un cuartel cuando las vidas de los hombres eran una moneda despreciada, cuando la orden no era el amor, sino la cruel obsesión que da la guerra a los hombres condenados a su servicio. Lo único que contaba a tu favor era la hora: un reloj había dado las diez y el sueño fue entregando a cada uno su fabulosa felicidad; una gota en cada ojo daba fin a las furiosas pasiones, a los estremecedores presagios que a todos oprimían, y remansaba las rígidas decisiones y un estado de pureza se posesionaba de los oficiales en sus catres, de los soldados en sus jergones, y les mudaba en otros hombres, más sinceros y de mayor benévola comprensión.

 

ir al índice

 

 

Hotel Florida. Plaza del Callao

Fui por la noche al hospital y le conté cómo había llegado el francés, lo que me había parecido, su energía, su corpulencia, su clara sonrisa, pero no le dije nada de cuanto había ocurrido unos minutos antes de que el coche de Valencia se detuviera junto a la acera y bajaran los dos, el representante de las fábricas francesas y el teniente que le acompañaba, a los que saludé sin dar la mano, explicándoles por qué y asegurándoles que la sangre no era mía. Para qué hablarle a ella _a todas horas en el quirófano_ de ese líquido de brillante color, bellísimo aunque incómodo, que afortunadamente desaparece con el agua, porque si no ocurriera así, los dedos, las ropas, los muebles, suntuosos o modestos, el umbral de las casas, todo estaría señalado con su mancha imborrable.

Ella se interesó por lo que oía, y también se extrañó de que alguien que llegaba a la capital entonces fuera tan temerario cuando nadie podía prever lo que sería de uno a las pocas horas o si al día siguiente estaría en el quirófano y precisamente ella le pondría la inyección anhelada que da el sueño, la calma, el descanso, hasta que, para bien o para mal, todo termina. Y como ése era el destino de los que allí vivíamos, conté a los recién llegados lo que acababa de ocurrir y recogí del suelo un trozo de metralla y mostré, como prueba de lo que decía, el metal gris, de superficie cruzada de arañazos y caras mates; hacia este objeto informe y al parecer inofensivo, el extranjero tendió la mano, lo contempló, lo guardó entre los dedos y volvió a abrirlos para tirado, encogiéndose de hombros como indiferente a los riesgos de aquel sitio donde estábamos, gesto idéntico al que hizo cuando le propuse tener las conversaciones sin salir él del hotel, donde estaría seguro, pero no parecía dudar de ser intangible y tras su mueca de indiferencia, la primera entrevista la tuvimos en el despacho del comandante Carranza, repasando éste cifras y datos y escrutando las posibles intenciones ocultas del agente que, como tantos, pretendía ofrecer armas defectuosas, cargamentos que nunca llegarían, precios exorbitantes, hasta que le preguntó abiertamente sobre plazos de entrega. La respuesta inspiraba confianza por la simpatía que irradiaba aquel tipo, un hombre que entra en una ciudad sitiada, bajo del coche mirando a todos sitios, divertido, aunque les habían tiroteado al cruzar Vaciamadrid, y propone ir a pie al hotel por la Gran Vía, un cañón soleado, tibio pero salpicado hacía unos minutos de explosiones de muerte, y como dos insensatos o unos alegres vividores, echamos a andar hacia Callao para que gozase de todo lo que veía _escaparates rotos y vacíos, letreros luminosos colgando, puertas tapadas con sacos de arena, farolas en el suelo_, muy diferente de lo que él conocía al venir de un país en paz, rico y libre, porque a nosotros algo fatal nos cercaba, pesaba sobre todos una inmensa cuadrícula de rayas invisibles, cruzando tejados, solares, calles, plazas, y cada metro de tierra cubierto de adoquines o ladrillos era un lugar fatídico donde la muerte marcaba y alcanzaba con un trozo de plomo derretido, una bala perdida, un casco de obús, un fragmento de cristalera rota, un trozo de cornisa desprendida, una esquirla de hierro rebotada que atraviesa la piel y llega al hueso y allí se queda.

Más tarde él tampoco comprendió lo que iba oyendo a otras personas, comentarios en los sitios donde yo le llevaba, al mostrarle los barrios destruidos por las bombas o las ruinas del Clínico trazadas sobre un cielo irreal por lo transparente; le llevaba de un extremo a otro, del barrio de gitanos de Ventas a las calles de Argüelles obstruidas por hundimientos de casas enteras, de las tapias del Retiro frente a los eriales de Vallecas, a las callejas de Tetuán o a los puestos de libros de Goya, al silencio de las Rondas vacías como un sueño. Por ellas cruzaba Nieves camino de su casa, en ellas la había yo esperado muchas veces y visto avanzar hacia mí, encantadora en sus abrigos viejos o sus modestos vestidos de domingo que camuflaban tesoros que no se imaginaban, y desde lejos sonreía, o reía porque la hacía gracia que la esperase, y ahora, porque aquel tipo francés fuera tan exuberante, tan despreocupado, tan contradictoriamente amistoso cuando vivía de las armas, un hombre al que yo nunca podría imaginarme con una en la mano, e incluso tampoco papeles de oficina, presupuestos, tarifas como las que manejaba hablando con Carranza, queriéndole convencer de que los envíos se harían por barco, que no había posibilidad de incumplimiento, y para afirmarlo alzaba los brazos, gesticulaba. Cambió de  postura, se levantó para dar unos pasos y coger un presupuesto, se acercó al balcón y, al mirar por los cristales dándonos la espalda, mientras nosotros seguíamos fumando, dejó escapar un sonido, un resoplar que bruscamente desvió nuestra atención, y aunque fuera una exclamación de sorpresa por los celajes malva y naranja que se cernían en el cielo a aquellas horas, me levanté y fui a su lado, casi como una deferencia o para recordarle que debía volver a sentarse y discutir.

En la fachada de la casa de enfrente, en su viejo color, en los balcones alineados geométricamente, uno estaba abierto y allí la figura de una mujer se vestía con toda despreocupación y se estiraba las medias a la vez que se la veía hablar con alguien.

Nos reímos o, mejor, carraspeamos siguiendo los movimientos de aquella mujercita empequeñecida, pero capaz de sacudirnos con la llamada de sus breves manchas de carne y el impudor de separar las piernas para ajustarse la braga, con lo que nos tuvo sujetos unos segundos hasta que de pronto volvió la cara hacia nosotros, mientras ejecutaba los conocidos y sugerentes movimientos de todas las mujeres al vestirse, y nos miró como si hubiera recogido el venablo ardiente de las miradas porque con desfachatez nos saludó con la mano y siguió metiéndose la blusa, espectáculo un poco sorprendente pero que para él no era así porque lo creyó propio del clima cálido y de la alocada vida de guerra y cuando quise convencerle, no pude.

No comprendía dónde había venido; hubiera sido conveniente imbuirle la idea de que bastaba trazar un cuadro sobre el plano, con un ángulo en Entrevías, otro en las Sacramentales, junto al río, otro en la tapia de la Moncloa y el cuarto en la Guindalera, y lo que allí quedaba encerrado era puro dominio de la muerte incompatible con su osadía tan impropia de nuestra ciudad, ciudad para unos sombrío matadero y para otros fortaleza defendida palmo a palmo, guarnecida de desesperación, arrojo, escasas esperanzas.

Un lugar así era el lugar de la cita, el menos oportuno, al que sin falta había de acudir, según la orden de Valencia que indicaba la esquina de la Telefónica y Hortaleza para esperar al coche, sin haberse parado a pensar si acaso sería un vórtice de los que en toda guerra, sumen lo vivo y lo destruyen, parecido a un quirófano, me dijo Nieves cuando se lo conté, y ella sólo tuvo curiosidad por el francés, atraída _tal como pensé más tarde_, por ser lo opuesto a lo que todos éramos en el 38, tan opuesto a lo que ella hacía en el hospital, a las esperas en el refugio, a las inciertas perspectivas para el tiempo venidero.

Por eso les presenté cierto día que, con el pretexto de mostrarle un centro sanitario, le hice entrar y ponerse delante de Nieves, que se quedó asombrada de lo bien que pronunciaba el español y de su apretón de manos y con cuánta cordialidad le preguntó por su trabajo y por su vida, que entonces se limitaba a las tareas de enfermera, hasta el punto de que muy contenta nos invitó y nos llevó a las cocinas y habló con una jefa y nos trajeron unas tazas de café, o algo parecido, que nos bebimos los tres saboreándolo, charlando de pie entre los ruidos de fregar las vajillas.

Miraba fijo a las muchachas que iban en el metro o por la calle; lo mismo parecía comerse a Nieves con los ojos, de la misma manera que se había inclinado hacia las dos chicas la tarde en que llegó, cuando íbamos hacia el hotel Florida y delante de los cines aparecieron dos muchachas jóvenes; paradas en el borde de la acera, reían por algo que se cuchicheaban, ajenas a lo que era un bombardeo, con los vestidillos repletos de carne, de oscilaciones contenidas por la tela, las caras un poco pintadas en un intento candoroso de gustar no sé a qué hombre si no era a nosotros dos mientras ellas corrían a un portal... Como algo unido estrechamente a un pensamiento suyo o a lo que acabábamos de hacer, al salir del hospital me contó que había descubierto en su hotel una empleada bellísima, que iba a buscar un pretexto para hablarla e incluso proponerla salir juntos u ofrecerle algo y me preguntaba adónde ir con una mujer y qué regalo hacerle, a lo que no me apresuré a contestar porque estaba pensando en el hotel, en el hall donde nos habíamos sentado la tarde de la llegada y habíamos contemplado a los que entraban y salían, periodistas extranjeros, anticuarios, traficantes de armas, reporteros traidores, espías disfrazados de demócratas, falsos amigos a la caza de cuadros valiosos, aves de mal agüero unidas al engaño que es negociar las mil mercancías que son precisas en las guerras. Pensé en ellos y no en el agente ofreciendo flores a una mujer, porque si me hubiese venido esa imagen a la cabeza habría previsto _con la facultad que en aquellos meses teníamos para recelar_ algo de lo que él a partir de ese momento me ocultó, aunque no fue sólo él, porque a los dos días, cuando vi a Nieves, ella me habló con elogio del francés, pero no me dijo todo o, concretamente, lo que debía.

Yo no desconfié porque demorase la marcha; unas veces alegó estar preparando los nuevos presupuestos, e incluso vino un día a la oficina para usar la máquina; otras, que iba a consultar con París por teléfono y esperaba la difícil comunicación, agarrándose a esos motivos para que los días pasasen y pudiera estar conmigo o solo, vagando por las calles, según pensé atribuyéndole iguales deseos que yo tendría en una ciudad cercada y en pie de guerra. Otras curiosidades llenaban los días del francés, distraído de la ciudad devastada que a todos los que en ella vivían marcaba no en un hombro, como a los siervos en la antigüedad, sino en el rostro, de forma que éste iba cambiando poco a poco y acababa por extrañar a los que más nos conocían.

Envejecerle la cara, no, pero sí reconcentrar el gesto igual que ante una dificultad, sin que yo supiese cuál era, hasta que un día me confesó que había buscado a la mujer que vimos medio desnuda en el balcón, a lo que sonreí en la confidencia, sobrentendiendo la alusión que hacía, pero incapaz yo de percatarme de que poco después me habría de acordar de aquella aventura suya propia de un tipo audaz y mujeriego, y la tendría presente pese a su insignificancia. Eran meses en que cualquier hecho trivial, pasado cierto tiempo, revelaba su aspecto excepcional que ya no sería. olvidado fácilmente. Como Nieves no olvidaría la tarde en que tomamos el café en las cocinas porque cuando me dijeron en el hotel que el francés no había vuelto desde el día anterior, ya había visto en ella señales de inquietud que procuraba disimular, pausas en las que se distraía mirando algo, y la misma movilidad de las manos que, sin quererlo, la noté, como muchos días antes había advertido en las de Hiernaux al coger la esquirla del obús. Luego me había acompañado en recorridos por muchos sitios, vio las casas rajadas, de persianas y balcones reventados, las colas de gente apiñadas a cualquier hora a la espera del racionamiento, los parapetos hechos con adoquines por los que un día saldrían los fusiles, disparando, presenció bombardeos, las manchas de sangre en el suelo, las ambulancias cruzando las calles desiertas, el rumor oscuro del cañoneo lejano, pero nunca nos habíamos vuelto a hablar de aquella tarde, de lo que había ocurrido unos minutos antes de bajar él del coche: un presagio indudable.

Llegó el momento de la partida, resuelto el pedido de las armas, y exactamente la última tarde nos despedíamos delante de los sacos terreros que defendían la entrada del hotel Florida, nos estrechamos la mano conviniendo que sería muy raro que nos volviéramos a encontrar y me daba las gracias con sus palabras correctas.

Junto a nosotros notamos una sombra, una atracción y al volver los ojos vimos una mujer andando despacio, alta, provocativa, midiéndonos de arriba abajo con desplante de ramera, en la que coincidían las excelencias que el vicio ha acumulado por siglos en quienes a él se consagran; paró a nuestro lado y saludó a Hiernaux y éste me hizo un ademán de excusa porque efectivamente la depravación de la mujer, la suciedad y abandono del vestido y el pelo largo echado por detrás de las orejas requerían casi su excusa: él sólo me dio un golpecito en el brazo y se fue con ella por la calle de Preciados andando despacio, con lo que yo pude admirar el cuerpo magníficamente formado, el equilibrio de los hombros y las caderas terminando en pantorrillas sólidas: en algo recordaba a Nieves, en las proporciones amplias y macizas. Y esa relación que insistentemente establecí arrojó un rayo finísimo de luz en mi cabeza, y mientras que pasaban horas sin que supiéramos del francés, la borrosa imagen de los sentimientos de Nieves iba perfilándose en la única dirección que a mí me importaba: nunca me había querido, porque transigir y aceptar no era querer, y mi obstinación no conseguía cambiar su natural simpatía, su buen humor, en algo más entrañable; no lograba arrebatada aunque su naturaleza fuese de pasión y entrega.

Extrañado, me fui al Florida y le esperé en el hall, pero mis ideas giraban en torno a Nieves; sentado en una butaca, viendo pasar hombres que hablaban idiomas extranjeros y a los que odié como nunca, sólo pensaba en él cuando la carnosidad de Nieves me evocaba su encuentro con la prostituta: estaría con ella, se habría dejado vencer en su decisión de marchar y pasaría horas en alguna alcoba de la vecina calle de la Abada, descuidando compromisos y perdiendo el viaje como fue incuestionable al dar las dos y media de la madrugada y marcharme sin que él apareciera.

Al día siguiente, el teléfono me reveló toda la excitación de Nieves, su intranquilidad cuando le conté la desaparición, su enfado al saber el encuentro con la prostituta, y de pronto estalló contra él, insultándole no como a un hombre que se va con mujeres, sino al que está imposibilitado de gustar de ellas. El hondo instinto que increpaba en el teléfono me ponía en contacto con la intimidad de Nieves mucho más que meses de tratada, de creer que oía mis confidencias y compenetrarme con ella: era la confirmación absoluta de lo inasequible de su afecto.

Pasaron unos cuantos días sin saber nada de él y sin ir yo tampoco al hospital, sin buscarla, pues todo intento de reparar su revelación no serviría para nada, y hastiado, hundido en incesantes pensamientos, me pasé el tiempo en el despacho sin preocuparme de otra cosa que no fuera fumar y aguardar una llamada del SIM cuando le encontrasen, importándome muy poco lo que ocurriese fuera de aquella habitación, ni guerra ni frentes: todo había perdido su lógica urgencia menos la espera enervante, porque me sentía en dependencia con la suerte de aquel hombre, por conocer yo bien la ciudad alucinante donde había entrado con su maletita y su jovialidad. Aunque dudo de si somos responsables del futuro por captar sutiles presagios destinados a otras personas a las que vemos ir derechas a lo que es sólo augurio nuestro, como aquel del obús que estalló en la fachada de la joyería y extendió su saliva de hierro en torno suyo hasta derribar al hombre cuyos gritos me hicieron acudir y ver que la cara estaba ya borrada por la sangre que fluía y le llegaba a los hombros; le arrastré como pude hasta la entrada del café Gran Vía, manchándome las manos igual que si yo hubiera cometido el crimen, y la acera también quedó con trazos de vivo color rojo que irregularmente indicaban de dónde veníamos, y adónde debía yo volver impregnado de muerte en espera de unas personas a las que contagiaría de aquella epidemia que a todos alcanzaba.

Por eso, cuando me avisaron por teléfono de lo que había ocurrido, no me extrañó, sino que pensé en los destinos cortados en pleno camino y dejados con toda la fuerza de su impulso a que se pierdan como los fragmentos de una granada que no encuentran carne en su trayectoria.

Así fui yo dos días antes por la calle, a tomar el metro y a procurar aclarar algo con Nieves, pero cuando la telefonista la buscó no la encontró en todo el hospital y se sorprendía, tanto como yo me alarmaba, de que hubiese abandonado el trabajo sin advertido, porque nada había dicho en la casa y la madre me miraba sin llegar a entender mi pregunta cuando fui allí por si le había ocurrido una desgracia.

Pese a su furia por teléfono, claudiqué y una tarde, en el vestíbulo del patio, a donde solían entrar las ambulancias, volví a encontrada callada, hosca y evasiva; fue suficiente que la preguntase por él para que un movimiento suyo, apenas contenido, con la cabeza, me hiciera insistir buscando las palabras, explicándole que la policía estaba sobre el asunto y que pronto le encontrarían y que pronto se aclararía su desaparición que era sospechosa, o muy natural por su falta de precauciones y su convencimiento de que no había peligro. Acaso él esperaba únicamente los riesgos tradicionales de la guerra y no se guardó de otros; de ésos exactamente yo debí prevenirle: no sólo de los silbidos de las balas perdidas, sino de otras formas de muerte que le acecharían y que una voz nerviosa me anunció por teléfono, sin que yo me asombrase porque sabía lo que me iban a decir,  y así fue: le habían encontrado acribillado a puñaladas en el sitio más inesperado,  al borde del Canalillo, por la Prosperidad, ya medio descompuesto, cubierto de moscas e insectos, y ahora los agentes de la comisaría de la calle de Cartagena estaban atónitos, sin entender cómo un extranjero había llegado hasta allí, máxime cuando aún conservaba en los bolsillos el dinero, los documentos, la pluma, lo que era de difícil explicación, pensaba yo según iba al depósito de Santa Isabel, si nos veíamos obligados a justificar por qué había muerto, por qué estaba allí extendido, pestilente, del que aparté la mirada en cuanto le reconocí y me detuve en los objetos alineados junto a él. Mientras contaba quién era aquel hombre, reparé en una Cruz Roja nítidamente trazada en un botoncito de solapa que como adorno solía llevar Nieves en el abrigo.

Para mí fue un cuchillo puesto en la garganta. Me callé, pensé en todo aquel desastre que se nos venía encima y ella, en medio del remolino, interrogada, asediada a preguntas, quién sabe si hablaría de paseos por barrios extremos o del bisturí con su funda dorada que como juego llevaba en el bolso... Pese a todo, la quería como a ninguna otra, esquiva, inconquistable; la culpa era de la guerra, que a todos cegaba y arrastraba a la ruina.

 (Del libro Largo noviembre de Madrid )

PULSA  AQUÍ  PARA LEER RELATOS AMBIENTADOS EN LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA

 

ir al índice

 

SUBLIME EJEMPLO. UNA FÁBULA MORAL

No satisfecho con los privilegios que da ser cortesano y con el prestigio de tener palacio en Constantinopla, un magnate del imperio bizantino decidió convertirse en modelo vivo para sus conciudadanos. Sabía que un hombre justo, llamado el Estilita, había conquistado la santidad encaramándose en una columna, y él optó por igual pedestal para hacerse admirar en actitud hierática similar a las imágenes que se veían en los mosaicos de Santa Sofía.

Sin consultar a nadie de la corte, una noche, ayudado por hombres de su escolta, subió a lo alto de una columna de un viejo templo arruinado, y en su capitel se irguió, dispuesto a ser una figura ejemplar para el pueblo y que su persona sirviera como pauta de renuncia, de austeridad, de sabio equilibrio moral.

El amanecer le encontró allí, en postura imponente y magnífica por el lujo de los ropajes blancos, los finos zapatos, la barba recién peinada y perfumada. Al pie de la columna, su guardia personal permanecía discreta y vigilante, arma al brazo.

Las voces del hecho se corrieron muy de mañana y el pueblo comenzó a congregarse, raudo de asombro y respeto hacia el noble a quien pocas veces habían podido contemplar al paso de su carroza por las calles; apenas se atrevían a preguntarse qué hacía allí tan insigne personaje. Mediada la mañana llegó la comitiva de la esposa, una princesa, y sus hijos que, con disimulada extrañeza, venían a hacer acto de presencia en compañía

de otros palaciegos y nobles. Todos guardaban silencio sin osar un juicio sobre lo que veían.

Iba pasando el día cuando un mayordomo se permitió decir a la princesa que su señor estaba en ayunas desde la anterior tarde pero nadie consideró oportuno atender a la prosaica advertencia y así llegó la noche y el sueño alejó a la masa del pueblo e hizo presa en la ilustre persona. Tras varias horas de luchar por vencerlo, comprendió que si se dormía de pie caería sin remedio y decidió hacerse un ovillo sobre el pedestal, tal como hizo el Estilita, y dormir en aquella no muy cómoda postura.

A la mañana siguiente se vio que la lujosa vestimenta había sufrido y las arrugas descomponían su elegancia.

Acudió aún más gente aquel segundo día e incluso los maestros condujeron a los niños de las escuelas a contemplar la singular estatua, mientras algunos monjes que iban camino de

Athos, al saber de las riquezas del magnate, entonaban loas

y panegíricos.

Pero al mediodía, el viejo y leal mayordomo se arriesgó a sugerir a la familia la urgente necesidad de atender a la subsistencia de su amo, en la que éste, al parecer, no había pensado. La situación era embarazosa pero el anciano no desistió: miró a su señor tan fijamente, y de forma tan expresiva, que logró la respuesta con un gesto afirmativo y, en consecuencia, mandó traer de palacio en un rápido coche las viandas convenientes.

En cuanto llegaron se apresuró a tirar una dorada pechuga de pollo hasta donde estaba su amo. Extendió éste la mano sin llegar a alcanzarla, pues apenas quería moverse, pero cuando otras

pasaron cerca, ya alargó los brazos, y los familiares, a pesar de los cuatro metros de altura que les separaban, observaron en su semblante la sombra del voraz apetito que le era proverbial.

Resultaba difícil atinar con los trozos de pollo y la mayoría no le llegaba o pasaba de largo. Al fin, el magnate se descompuso y con riesgo de caer al suelo daba saltos y se abalanzaba para atrapar las sabrosas pechugas que cruzaban a su alrededor como golondrinas. Cuando cogía una, la devoraba ansiosamente, escupía los huesos y se relamía la grasa del bigote.

El mayordomo se reconoció poco hábil para la tarea e hizo venir un hondero de singular maestría para encargarle de tal menester, aunque no pudo evitarse que los trozos suculentos

chocaran contra la gran capa y marcaran en ella notables manchurrones.

Más tarde se vio la conveniencia de subirle agua y como fueron ineficaces cuantos sistemas se intentaron, prevaleció el de un robusto esclavo que echaba cubos hasta alcanzarle en la boca abierta, pese a la velada oposición de la familia, mortificada por las muecas que debía hacer para beber al vuelo el chorro de ascendente líquido. Tras aquella comida, un tanto laboriosa, quedó empapado y sucio y desde abajo se le veía muy contrariado.

No tardó en rodearle una nube de moscas y avispas, tan inoportunas que había que espantarlas a manotazos, pero lo inesperado llegó luego: las funciones perentorias de la fisiología se impusieron y el magnate no tuvo otro remedio que ceder a su exigencia. Entonces, por vez primera, el pueblo rompió el respetuoso silencio por obra de los chiquillos, a docenas allí congregados. Prorrumpieron en carcajadas con ruidoso regocijo

al sentirse igualados al que allí estaba, tan honrado y agasajado. En vano los padres repartían coscorrones y los maestros les mandaban callar. El alborozo de los pequeños conmocionó a los presentes y acrecentó el bochorno de la respetable familia, que cruzaba entre sí miradas significativas.

El magnate tuvo la certidumbre de que había perdido toda posibilidad de ser sublime ejemplo, y así lo dio a entender pidiendo a gritos una escalera. Sin esperarlas sombras de la noche, bajó por ella torpemente y regresó a palacio presa de enorme

cólera. El ambicioso proyecto que debía perpetuar y exaltar su nombre había servido únicamente para mostrar en público que bajo su rica vestimenta era idéntico a cualquier ciudadano de Constantinopla.

( Publicado en EL PAÍS del 15 de junio de 2002)

 

ir al índice

 

LA PRISIONERA

Estoy en el jardín de un antiguo palacio que no sé de quién fue ni cuál es hoy su dueño. La tarde es húmeda y otoñal el ocaso; en el blando suelo las hojas mueren adheridas al barro. No hace viento, no oigo ningún ruido entre los árboles que forman paseos en los que mudas estatuas, sobre pedestales de hiedra, alzan su desnudez.

Quisiera recorrer este extraño jardín, pero estoy quieto. Nadie lo visita, nadie hace crujir el puentecillo de madera sobre constante arroyo. Nadie se apoya en las balaustradas del parterre ante la fila de bustos que la intemperie enmascaró con manchas verdinegras.

Estoy ante la gran fachada cubierta de ventanas que termina en altas chimeneas sobre el oscuro alero del tejado. Todo en ella muestra haber sufrido los ataques del tiempo pero estos rigores no dañaron a la única ventana que yo miro. Cada día, tras los cristales, aparece ella, su delicada silueta, y aparta la cortina de  tul y largamente pasea su mirada por los senderos que se alejan hacia el río. Vestida de color violeta ,siempre seria, eternamente bella, conserva su rostro juvenil, su gesto de candor, atenta a la llegada de alguien que ella espera. Inmóvil, tras el cristal, no habla, no muestra si acepta mi presencia, acaso no me ve.Resignada se dobla mi cabeza sobre el hombro mordido por las lluvias; desearía que sus dedos me rozasen antes de que su mano se haga transparencia. Desfallece mi cabeza enamorada; tras mis ojos vacíos atesoré palabras y palabras de amor dedicadas a ella.Acaso un día logren mover mis labios de durísima piedra.

(Misterios de las noches y los días)

 

ir al índice

 

 

IR AL ÍNDICE GENERAL