PEDRO ANTONIO DE ALARCÓN

 

ÍNDICE

Tic_tac

La corneta de llaves

El asistente

La buenaventura

El afrancesado de Padrón

Cuento moro

En varios abanicos

Humo y ceniza

El amanecer

Las palmeras

                                                     Tic...tac...
   
 Arturo de Miracielos (un joven muy hermoso, pero que, a juzgar por su conducta, no tenía casa ni hogar) consiguió cierta noche, a fuerza de ruegos, quedarse a dormir en las habitaciones de una amiga suya, no menos hermosa que él, llamada Matilde Entrambasaguas, que hacía estas y otras caridades a espaldas de su marido, demostrando con ello que el pobre señor tenía algo de fiera...
    Más he aquí que dicha noche, a eso de la una, oyéronse fuertes golpes en la única puerta que daba acceso al  departamento de Matilde, acompañados de un vocejón espantoso, que gritaba:
    _¡Abra usted, señora!
    _¡Mi marido!... _balbuceó la pobre mujer.
    _¡Don José! _tartamudeó Arturo_. ¿Pues no me dijiste que nunca venía por aquí?
    _¡Ay! No es lo peor que venga... _añadió la hospitalaria beldad_, sino que es tan mal pensado, que no habrá manera de hacerle creer que estás aquí inocentemente.
    _Pues mira, hija, ¡sálvame! _replicó Arturo_. Lo primero es lo primero.
    _¡Abre, cordera! _prosiguió gritando don José, a quien el portero había notificado que la señora daba aquella noche posada a un peregrino. (El apellido de don José no consta en los autos; sólo se sabe que no era hermoso).
    _¡Métete ahí! _le dijo Matilde a Arturo, señalándole uno de aquellos antiguos relojes de pared, de larguísima péndola, que parecían ataúdes puestos de pie derecho.
    _¡Abre, paloma! _bramaba entre tanto el marido, procurando derribar la puerta.
    _¡Jesús, hombre!... _gritó la mujer_. ¡Qué prisa traes! Déjame siquiera coger la bata...
    A todo esto Arturo se había metido en la caja del reloj, como Dios le dio a entender, o sea reduciéndose a la mitad de su volumen ordinario.
    Ya podéis adivinar que aquel cuerpo extraño, con que no contó el relojero al construir su obra, impidió la función de las pesas y la oscilación de la péndola, parando, por consiguiente, la máquina.
    _¡No pares el reloj, desgraciado! _exclamó Matilde_. ¡Si lo paras, me pierdes y te pierdes! Mi marido no puede conciliar el sueño más que al arrullo de ese reloj o de otro igual que tiene en su alcoba, y al advertir que el mío se halla parado tratará de darle cuerda... ¡y se encontrará contigo!
    Así diciendo, echó la llave a la caja de la péndola.
    En el ínterin, don José había conseguido por su parte forzar la cerradura de la puerta del gabinete, y penetraba en la alcoba echando fuego por los ojos...
    _¿Dónde está? _berreó de una manera indescriptible.
    _¿Qué buscas, Pepe? _interrogó la mujer con asombrosa calma_. ¿Se te ha perdido algo?
    _¡Se me ha perdido el honor! _repuso el marido, mirando debajo de la cama.
    _¡Desventurado! ¡Y lo buscas ahí!
    En aquel tiempo no había en Sevilla mesitas de noche. Porque la escena era en Sevilla.
    _Dónde está _seguía preguntando don José_. ¿Dónde está tu infame cómplice?
    En cuanto al reloj.... el reloj andaba perfectamente, como si nadie hubiera dentro de la caja. Quiero decir que la péndola sonaba cual si oscilase libremente en el vacío... _Tic... tac..., tic... tac.... tic... tac... _oíase allí dentro.
    No se le ocurrió, pues, a don José, ni por asomo, registrar el interior del reloj. Y como en ningún otro paraje encontrara a persona alguna, nuestro hombre cayó de rodillas delante de su esposa, cuya indignación, elocuencia y cólera iban tomando vuelo, y le dijo:
    _¡Perdona, Matilde mía_ He sido engañado por ese miserable portero, que sin duda estaba borracho. Mañana lo despediré. Por lo que a ti hace, cree que mi amor, mi renovado amor, te demostrará cuán arrepentido estoy de haber dudado de tu inocencia.
    Matilde hizo inauditos esfuerzos por que no hubiera paz; quejose de lo ocurrido, protestó; lloró; insultó a don José, etc., etc.; pero éste le respondía a todo:
    _Tienes razón..., tienes razón... ¡Soy una fiera!
    Y, entre tanto, volvía a cerrar la puerta que forzó, guardábase la llave, y tomaba posesión de su propio y legitimo puesto en el lecho conyugal, exclamando como un bendito:
    _¡Vaya, mujer, acuéstate y no seas tonta!...
    A la madrugada, despertose don José bruscamente, y dijo en voz baja:
    _¿Duermes, Matilde?
    _No; que estoy despierta.
    _Dime, es ilusión mía,¿ o se ha parado el reloj?
   _Tic... tac.... tic... tac.... tic... tac. _resonó al mismo tiempo dentro de la caja.
    _ Es ilusión tuya... _respondió la mujer_. ¿No estás oyendo?
    _¡Es verdad! _repuso don José_. Pero lo que no es ilusión es que te adoro más que nunca..., y que no me canso de repetírtelo esta noche...
    Un año después había en la casa de dementes de Toledo un joven muy hermoso, cuya locura estaba reducida a figurarse que era un reloj de pared, y a estar siempre imitando el ruido de la péndola, por medio de un chasquido en el cielo de la boca, hasta producir este sonido: _Tic... tac.... tic... tac.... tic... tac...
    Y dicen que era admirable la perfección con que lo hacía.
    De donde se deduce, como moraleja, que algunas veces los célibes hermosos hacen el papel de maridos feos.

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 La corneta de llaves!

     _¡Traedle a D. Basilio la corneta en que se está enseñando Joaquín!

     _¡Poco vale!..._¿La tocará usted, D. Basilio?

     _¡No!

     _¿Cómo que no?

    _¡Que no!

    _¿Por qué?

    _Porque no sé.

    _¡Que no sabe!..._¡Habrá hipócrita igual!

    _Sin duda quiere que le regalemos el oído...

    _¡Vamos! ¡Ya sabemos que ha sido usted músico mayor de infantería!...

    _Y que nadie ha tocado la corneta de llaves como usted..

    _Y que lo oyeron en Palacio..., en tiempos de Espartero...

     _Y que tiene usted una pensión....

     _¡Vaya, D. Basilio! ¡Apiádese usted!

     _Pues, señor.... ¡Es verdad! He tocado la corneta de llaves; he sido una... una _especialidad_, como dicen ustedes ahora...; pero también es cierto que hace dos años regalé mi corneta a un pobre músico licenciado, y que desde entonces no he vuelto... ni a tararear.

    _¡Qué lástima!

    _¡Otro Rossini!

    _¡Oh! ¡Pues lo que es esta tarde, ha de tocar usted!...

    _Aquí, en el campo, todo es permitido....

    _¡Recuerde usted que es mi día, papá abuelo!...

    _¡Viva! ¡Viva! ¡Ya está aquí la corneta!

    _Sí, ¡que toque!

     _Un vals....

     _No..., ¡una polca!...

     _¡Polca!... ¡Quita allá! ¡Un fandango!

     _Sí..., sí..., ¡fandango! ¡Baile nacional!

     _Lo siento mucho, hijos míos; pero no me es posible tocar la corneta.

     _¡Usted, tan amable!...

     _Tan complaciente...

     _¡Se lo suplica a usted su nietecito!...

     _Y su sobrina....

     _¡Dejadme, por Dios!_He dicho que no toco.

     _¿Por qué?

     _Porque no me acuerdo; y porque, además, he jurado no volver a aprender....

     _¿A quién se lo ha jurado?

     _¡A mí mismo, a un muerto, y a tu pobre madre, hija mía!

     Todos los semblantes se entristecieron súbitamente al escuchar estas palabras.

     _¡Oh!... ¡Si supierais a qué costa aprendí a tocar la corneta!..._añadió el viejo.

     _¡La historia! ¡La historia! (exclamaron los jóvenes.) Contadnos esa historia.

     _En efecto.... (dijo D. Basilio.)_Es toda una historia. Escuchadla, y vosotros juzgaréis si puedo o no puedo tocar la corneta....

     Y sentándose bajo un árbol rodeado de unos curiosos y afables adolescentes, contó la historia de sus lecciones de música.

No de otro modo, _Mazzepa_, el héroe de Byron, contó una noche a Carlos XII, debajo de otro árbol, la terrible historia de sus lecciones de equitación.

     Oigamos a D. Basilio.

 

II

 
     Hace diez y siete años que ardía en España la guerra civil.

     Carlos e Isabel se disputaban la corona, y los españoles, divididos en dos bandos, derramaban su sangre en lucha fratricida.

Tenía yo un amigo, llamado Ramón Gámez, teniente de cazadores de mi mismo batallón, el hombre más cabal que he conocido. Nos habíamos educado juntos; juntos salimos del colegio; juntos peleamos mil veces, y juntos deseábamos morir por la libertad.   ¡Oh! ¡Estoy por decir que él era más liberal que yo y que todo el ejército!...

     Pero he aquí que cierta injusticia cometida por nuestro Jefe en daño de Ramón; uno de esos abusos de autoridad que disgustan de la más honrosa carrera; una arbitrariedad, en fin, hizo desear al Teniente de cazadores abandonar las filas de sus hermanos, al amigo dejar al amigo, al liberal pasarse a la facción, al subordinado matar a su Teniente Coronel.... ¡Buenos humos tenía Ramón para aguantar insultos e injusticias ni al lucero del alba!

     Ni mis amenazas, ni mis ruegos, bastaron a disuadirle de su propósito. ¡Era cosa resuelta! ¡Cambiaría el morrión por la boina, odiando como odiaba mortalmente a los facciosos!

     A la sazón nos hallábamos en el Principado, a tres leguas del enemigo.

     Era la noche en que Ramón debía desertar, noche lluviosa y fría, melancólica y triste, víspera de una batalla.

     A eso de las doce entró Ramón en mi alojamiento.

     Yo dormía.

     _Basilio...._murmuró a mi oído.

     _¿Quién es?

     _Soy yo.¡Adiós!

     _¿Te vas ya?

     _Sí; adiós.

     Y me cogió una mano.

     _Oye... _continuó_; si mañana hay, como se cree, una batalla, y nos encontramos en ella....

     _Ya lo sé: somos amigos.

     _Bien; nos damos un abrazo, y nos batimos en seguida.

     _¡Yo moriré mañana regularmente, pues pienso atropellar por todo hasta que mate al Teniente Coronel! En cuanto a ti, Basilio, no te expongas... La gloria es humo.

     _¿Y la vida?

     _Dices bien: hazte comandante... _exclamó Ramón_.La paga no es humo..., sino después que uno se la ha fumado.... ¡Ay! ¡Todo eso acabó para mí!

     _¡Qué tristes ideas! (dije yo no sin susto.) Mañana sobreviviremos los dos a la batalla.

     _Pues emplacémonos para después de ella...

     _¿Dónde?

     _En la ermita de San Nicolás, a la una de la noche._El que no asista, será porque haya muerto._¿Quedamos conformes?

     _Conformes.

     _Entonces.... ¡Adiós!...

     _Adiós.

     Así dijimos; y después de abrazarnos tiernamente, Ramón desapareció en las sombras nocturnas.

 

III


     Como esperábamos, los facciosos nos atacaron al siguiente día.

     La acción fué muy sangrienta, y duró desde las tres de la tarde hasta el anochecer.

     A cosa de las cinco, mi batallón fue rudamente acometido por una fuerza de alaveses que mandaba Ramón.

     ¡Ramón llevaba ya las insignias de Comandante y la boina blanca de carlista!...

     Yo mandé hacer fuego contra Ramón, y Ramón contra mí: es decir, que su gente y mi batallón lucharon cuerpo a cuerpo.

     Nosotros quedamos vencedores, y Ramón tuvo que huir con los muy mermados restos de sus alaveses; pero no sin que antes hubiera dado muerte por sí mismo, de un pistoletazo, al que la víspera era su Teniente Coronel; el cual en vano procuró defenderse de aquella furia.

     A las seis la acción se nos volvió desfavorable, y parte de mi pobre compañía y yo fuimos cortados y obligados a rendirnos....

     Condujéronme, pues, prisionero a la pequeña villa de..., ocupada por los carlistas desde los comienzos de aquella campaña, y donde era de suponer que me fusilarían inmediatamente....

     La guerra era entonces sin cuartel.

IV


     Sonó la una de la noche de tan aciago día: ¡la hora de mi cita con Ramón!

     Yo estaba encerrado en un calabozo de la cárcel pública de dicho pueblo.

     Pregunté por mi amigo, y me contestaron:

     _¡Es un valiente! Ha matado a un Teniente Coronel. Pero habrá perecido en la última hora de la acción....

     _¡Cómo! ¿Por qué lo decís?

     _Porque no ha vuelto del campo, ni la gente que ha estado hoy a sus órdenes da razón de él.

     ¡Ah! ¡Cuánto sufrí aquella noche!

     Una esperanza me quedaba. Que Ramón me estuviese aguardando en la ermita de San Nicolás, y que por este motivo no hubiese vuelto al campamento faccioso.

     _¡Cuál será su pena al ver que no asisto a la cita! (pensaba yo.) ¡Me creerá muerto! ¿Y, por ventura, tan lejos estoy de mi última hora? ¡Los facciosos fusilan ahora siempre a los prisioneros; ni más ni menos que nosotros!

     Así amaneció el día siguiente.

     Un Capellán entró en mi prisión.

     Todos mis compañeros dormían.

     _¡La muerte!, _exclamé al ver al Sacerdote.

     _Sí, _respondió éste con dulzura.

     _¡Ya!

     _No: dentro de tres horas.

     Un minuto después habían despertado mis compañeros.

     Mil gritos, mil sollozos, mil blasfemias llenaron los ámbitos de la prisión.

 

V


     Todo hombre que va a morir suele aferrarse a una idea cualquiera y no abandonarla más.

     Pesadilla, fiebre o locura, esto me sucedió a mí. La idea de Ramón; de Ramón vivo, de Ramón muerto, de Ramón en el cielo, de Ramón en la ermita, se apoderó de mi cerebro de tal modo, que no pensé en otra cosa durante aquellas horas de agonía.

     Quitáronme el uniforme de Capitán, y me pusieron una gorra y un capote viejo de soldado.

     Así marché a la muerte con mis diez y nueve compañeros de desventura....

      Sólo uno había sido indultado, ¡por la circunstancia de ser músico! Los carlistas perdonaban entonces la vida a los músicos, a causa de tener gran falta de ellos en sus batallones.

     _Y ¿era usted músico, D. Basilio? ¿Se salvó usted por eso?_preguntaron todos los jóvenes a una voz.

     _No, hijos míos.... _respondió el veterano_. ¡Yo no era músico!

     Formose el cuadro, y nos colocaron en medio de él....

     Yo hacía el número once, es decir, yo moriría el undécimo.

     Entonces pensé en mi mujer y en mi hija, ¡en ti y en tu madre, hija mía!

     Empezaron los tiros.

     ¡Aquellas detonaciones me enloquecían!

     Como tenía vendados los ojos, no veía caer a mis compañeros.

     Quise contar las descargas para saber, un momento antes de morir, que se acababa mi existencia en este mundo.

     Pero a la tercera o cuarta detonación perdí la cuenta.

     ¡Oh! ¡Aquellos tiros tronarán eternamente en mi corazón y en mi cerebro, como tronaban aquel día!

     Ya creía oírlos a mil leguas de distancia; ya los sentía reventar dentro de mi cabeza.

     ¡Y las detonaciones seguían!

     _¡Ahora!_pensaba yo.

     Y crujía la descarga, y yo estaba vivo.

     _¡Esta es!... me dije por último.

     Y sentí que me cogían por los hombros, y me sacudían, y me daban voces en los oídos....

     Caí... No pensé más... Pero sentía algo como un profundo sueño... Y soñé que había muerto fusilado.

VI


     Luego soñé que estaba tendido en una camilla, en mi prisión.

     No veía.

     Llevéme la mano a los ojos como para quitarme una venda, y me toqué los ojos abiertos, dilatados.... ¿Me había quedado ciego?

No. Era que la prisión se hallaba llena de tinieblas.

     Oí un doble de campanas..., y temblé.

     Era el toque de Ánimas_.

     _Son las nueve.... _pensé_. Pero ¿de qué día?

     Una sombra más obscura que el tenebroso aire de la prisión se inclinó sobre mí.

     Parecía un hombre...

     ¿Y los demás? ¿Y los otros diez y ocho? ¡Todos habían muerto fusilados! ¿Y yo? Yo vivía, o deliraba dentro del sepulcro.

Mis labios murmuraron maquinalmente un nombre, el nombre de siempre, mi pesadilla....

     _¡«Ramón!»

     _¿Qué quieres?_me respondió la sombra que había a mi lado.

     Me estremecí.

     _¡Dios mío! _exclamé_. ¿Estoy en el otro mundo?

     _¡No!_dijo la misma voz.

     _Ramón, ¿vives?

     _Sí.

     _¿Y yo?

     _También.

     _¿Dónde estoy? ¿Es ésta la ermita de San Nicolás? ¿No me hallo prisionero? ¿Lo he soñado todo?

     _No, Basilio; no has soñado nada. Escucha.

VII


     Como sabrás, ayer maté al Teniente Coronel en buena lid. ¡Estoy vengado! Después, loco de furor, seguí matando..., y maté... hasta después de anochecido..., hasta que no había un cristino en el campo de batalla.

     Cuando salió la luna, me acordé de ti. Entonces enderecé mis pasos a la ermita de San Nicolás con intención de esperarte.

Serían las diez de la noche. La cita era a la una, y la noche antes no había yo pegado los ojos. Me dormí, pues, profundamente.

Al dar la una, lancé un grito y desperté. Soñaba que habías muerto. Miré a mi alrededor, y me encontré solo. ¿Qué había sido de ti? Dieron las dos..., las tres..., las cuatro... ¡Qué noche de angustia! Tú no aparecías. ¡Sin duda habías muerto!

     Amaneció.

     Entonces dejé la ermita, y me dirigí a este pueblo en busca de los facciosos. Llegué al salir el sol.

     Todos creían que yo había perecido la tarde antes.

     Así fue que, al verme, me abrazaron, y el General me colmó de distinciones.

     En seguida supe que iban a ser fusilados veintiún prisioneros. Un presentimiento se levantó en mi alma. ¿Será Basilio uno de ellos?, me dije.

     Corrí, pues, hacia el lugar de la ejecución. El cuadro estaba formado. Oí unos tiros. Habían empezado a fusilar. Tendí la vista...; pero no veía...

     Me cegaba el dolor; me desvanecía el miedo. Al fin te distingo. ¡Ibas a morir fusilado! Faltaban dos víctimas para llegar a ti. ¿Qué hacer? Me volví loco; dí un grito; te cogí entre mis brazos, y, con una voz ronca, desgarradora, tremebunda, exclamé:

     _¡Éste no! ¡Éste no, mi General!

     El General, que mandaba el cuadro, y que tanto me conocía por mi comportamiento de la víspera, me preguntó:

     _Pues qué, ¿es músico?

     Aquella palabra fué para mí lo que sería para un viejo ciego de nacimiento ver de pronto el sol en toda su refulgencia.

     La luz de la esperanza brilló a mis ojos tan súbitamente, que los cegó.

     _¡Músico (exclamé); sí..., sí..., mi General! ¡Es músico! ¡Un gran músico!

    Tú, entretanto, yacías sin conocimiento.

    _¿Qué instrumento toca?, _preguntó el General.

    _El... la... el... el...; ¡si!... ¡justo!..., eso es..., ¡la corneta de llaves!

     _ ¿Hace falta un corneta de llaves?_preguntó el General, volviéndose a la banda de música.

     Cinco segundos, cinco siglos, tardó la contestación.

     _Sí, mi General; hace falta, _respondió el Músico mayor.

     _Pues sacad a ese hombre de las filas, y que siga la ejecución al momento, _exclamó el jefe carlista.

     Entonces te cogí en mis brazos y te conduje a este calabozo.

VIII


     No bien dejó de hablar Ramón, cuando me levanté y le dije, con lágrimas, con risa, abrazándolo, trémulo, yo no sé cómo:

     _¡Te debo la vida!

     _¡No tanto!_respondió Ramón.

     _¿Cómo es eso?_exclamé.

     _¿Sabes tocar la corneta?

     _No.

     _Pues no me debes la vida, sino que he comprometido la mía sin salvar la tuya.

     Quedéme frío como una piedra.

     _¿Y música? _preguntó Ramón_. ¿Sabes?

     _Poca, muy poca...._Ya recordarás la que nos enseñaron en el colegio.

     _¡Poco es, o, mejor dicho, nada! ¡Morirás sin remedio! ¡Y yo también, por traidor..., por falsario! ¡Figúrate tú que dentro de quince días estará organizada la banda de música a que has de pertenecer!

     _¡Quince días!

     _¡Ni más ni menos!_Y como no tocarás la corneta, (porque Dios no hará un milagro), nos fusilarán a los dos sin remedio.

     _¡Fusilarte! _exclamé. ¡A ti! ¡Por mí! ¡Por mí, que te debo la vida! ¡Ah, no, no querrá el cielo! Dentro de quince días sabré música y tocaré la corneta de llaves.

     Ramón se echó a reír.

 

 

IX


     _¿Qué más queréis que os diga, hijos míos?

     En quince días... ¡oh poder de la voluntad! En quince días con sus quince noches (pues no dormí ni reposé un momento en medio mes), ¡asombraos!... ¡En quince días aprendí a tocar la corneta!

     ¡Qué días aquellos!

     Ramón y yo nos salíamos al campo, y pasábamos horas y horas con cierto músico que diariamente venía de un lugar próximo a darme lección.

     _¡Escapar!_... Leo en vuestros ojos esta palabra. ¡Ay! Nada más imposible! Yo era prisionero, y me vigilaban. Y Ramón no quería escapar sin mí.

     Y yo no hablaba, yo no pensaba, yo no comía.

     Estaba loco, y mi monomanía era la música, la corneta, la endemoniada corneta de llaves.

     ¡Quería aprender, y aprendí!

     Y, si hubiera sido mudo, habría hablado.... Y, paralítico, hubiera andado.... Y, ciego, hubiera visto. ¡Porque _quería_!

     ¡Oh! ¡La voluntad suple por todo!_QUERER ES PODER.

     _Quería_: ¡he aquí la gran palabra!

      _Quería_..., y lo conseguí._¡Niños, aprended esta gran verdad!

     Salvé, pues, mi vida y la de Ramón. Pero me volví loco. Y, loco, mi locura fue el arte. En tres años no solté la corneta de la mano.

     _Do_re_mi_fa_sol_la_si_; he aquí mi mundo durante todo aquel tiempo.

     Mi vida se reducía a soplar. Ramón no me abandonaba. Emigré a Francia, y en Francia seguí tocando la corneta. ¡La corneta era yo! ¡Yo cantaba con la corneta en la boca!

     Los hombres, los pueblos, las notabilidades del arte se agrupaban para oírme....

     Aquello era un pasmo, una maravilla....

     La corneta se doblegaba entre mis dedos; se hacía elástica, gemía, lloraba, gritaba, rugía; imitaba al ave, a la fiera, al sollozo humano... Mi pulmón era de hierro.

     Así viví otros dos años más. Al cabo de ellos falleció mi amigo. Mirando su cadáver, recobré la razón. Y cuando, ya en mi juicio, cogí un día la corneta... (¡qué asombro!), me encontré con que no sabía tocarla.

     ¿Me pediréis ahora que os haga són para bailar?

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 El asistente

      Qué horas tan dulces son las que siguen a una comida de amigos entusiastas, rociada grandemente de manzanilla, cuando el humo de los cigarros envuelve ya a los comensales, elevándose la imaginación tras sus giros voluptuosos; mientras el dedo de la memoria hojea melancólicamente el libro de lo pasado, y los secretos se desbordan de todos los corazones, y la máscara cae de todos los semblantes, y llueven las anécdotas, los chistes, los cuentos, las historias, los dramas y los poemas.

      Todos cuentan algo: hasta el más taciturno y desconfiado descubre el fondo de su alma. Los criados o mozos (según que sea en casa o en fonda) han abandonado el comedor. Ya no se habla de música, de política, de literatura, de religiones..., se habla de la vida, del tiempo, de la esperanza, del mundo cual es en sí. Todos los espíritus se han alzado a igual altura, y desde aquella cumbre filosófica echan miradas retrospectivas a las llanuras de la existencia, y tranquilas ojeadas al descenso de los días...

      Dice Byron: Yo gusto del fuego, de los crujidos de la leña, de una botella de Champagne y de una buena conversación.

      Nosotros lo teníamos todo..., menos leña, porque principiaba mayo y estábamos en Andalucía, en Granada, en la Alhambra, en la fonda de Los Siete Suelos.

     Habíamos hablado de muchas personas: de ese mismo Byron, del duque de Rechstadt, de Luis XVII, de la papisa Juana, del preste Juan de las Indias, de don Sebastián de Portugal y de otros muertos ilustres, cuando, no sé por qué camino, llegamos a hablar de perros, de monos, de hotentotes y, por último, de asistentes.

     Un capitán muy joven, muy bravo y muy ilustrado, a quien dedico esta reseña, tomó entonces la palabra y, sobre poco más o menos, vino a contarnos lo que sigue:

     _Quiero que forméis idea exacta de lo que es ese tipo sublime que medio habéis adivinado. Luego podréis vosotros deducir las consecuencias que queráis en pro o en contra de la civilización cristiana y de la civilización en general; podréis seguir discutiendo acerca del maniqueísmo, del instinto de los animales, del mérito y demérito de las acciones humanas y de la forma social que se adapta mejor a nuestra naturaleza caída... En cuanto a mí, hombre práctico, me contentaré con referiros un hecho, o sea con acusarme de una culpa.

     _¡Historia tenemos! _dijimos todos, arrellanándonos en las sillas_. ¡Así termina toda buena conversación!... ¡Hable el capitán!

Éste encendió su tercer cigarro, y dijo con solemnidad y tristeza:

     _Desde que salí del colegio e ingresé en las filas, hasta hoy, que han pasado ya diez años, sólo he tenido dos asistentes: el que acabáis de ver y un tal García..., que es el héroe de la presente historia.

     La voz del capitán tembló al pronunciar aquel nombre. Tomó un sorbo de café y continuó:

    _García era un soldado reenganchado; hombre de más de veintiocho años; natural de Totana; tipo árabe o, por mejor decir, tunecino; de ojos negros, tez morena, pocas palabras, un valor a toda prueba y muy apasionado en sus odios y en sus simpatías.

Debo advertiros, sin embargo, que yo no le conocí más odios ni otros cariños que el reflejo de mis sentimientos. ¡Amaba a quien yo amaba y abominaba al que yo aborrecía!

     Tampoco le conocí novia ni vicio alguno, ni menos supe cuándo comía ni cuándo descansaba. Sólo puedo decir que a todas horas se hallaba al alcance de mi voz, dispuesto a servirme en mis menores caprichos, tuviésemos o no dinero, fuese de día o de noche, ardiese la tierra bajo el sol del verano o estuviese cubierta de una vara de nieve.

     Aquel hombre constituía toda mi familia cuando yo estaba fuera de mi casa, que era casi siempre; por lo tanto, yo debía quererlo mucho..., y quizá lo quería... ¡Oh! Sí..., después lo he sabido...; ¡yo lo adoraba! ¡Pero nunca me ocurrió darme cuenta de ello! Esto es muy común en los hombres de mi carácter... Lo mismo soy ahora con mi mujer... ¡Díscolo y endemoniado! En fin, vamos al asunto.

     Por todo lo dicho comprenderéis que yo era un ser fabuloso a los ojos de García, y que él me idolatraba como un buen hijo idolatra a un mal padre... Pero no... Esto es poco... ¡Como un perro idolatra a su amo!

    ¡Un perro... sí!... Tal fue siempre el papel que a mi lado representó García.

     Tenerme contento, evitar un regaño, merecer una mirada de mis ojos...; he aquí la suprema felicidad de aquel hombre.

    ¡Oh!..., el genio humano es esencialmente bueno. Y si lo dudáis, seguid prestándome atención.

García, que era diez años mayor que yo, me hablaba de usted...

    Yo a él de tú.

    Él me hacía la comida con mil afanes... Las sobras de mi comida eran su alimento.

    Yo, militar voluntario, recibía ochocientos reales al mes por pasearme...

    ¡Él, soldado forzoso, ahorraba seis cuartos el día que más, y estaba trabajando siempre!

    Yo no le pagaba...

    Él me servía con gusto, con entusiasmo, con cariño.

   Tales eran nuestras relaciones, y tales las ventajas que me llevaba en el orden moral mi pobre asistente.

    Pues, sin embargo..., no sé por qué despropósito o contrasentido... (¡preocupaciones de raza o de clase, que desnaturalizan nuestro corazón!), yo trataba a García con mucha dureza.

    Sólo le hablaba para mandarle, para reñirle por el más leve descuido o para prohibirle alguna cosa...

    Mi voz era su ordenanza viva, su azote, su tormento.

   ¡Qué diablo! Yo soy hijo y hermano de militares, y la costumbre de obedecer rigurosamente me había dado el hábito de mandar con rigor...

   En medio de todo... ¿qué era García? ¡Un inferior mío..., un soldado de mi compañía..., un subordinado! ¡Un autómata! ¡Una máquina!

   ¡Cuánto debió de sufrir en su vida! ¡Él, que nada amaba en el mundo tanto como a mí, y nunca recibió pruebas de mi estimación; que jamás oyó de mis labios una palabra afectuosa, ni estrechó mi mano al separarse de mí, ni me abrazó al volver a verme, ni pudo decirme en los peligros de la guerra...: ¡Cuidado, amo mío! Que siempre amó, calló y sufrió en mi presencia, como un paria ante su dios, como un eunuco ante la sultana, como un esclavo ante su dueño...

   ¡Oh!... Pero ¡eso sí!... Estoy seguro de que no me engaño..., y después lo he pensado muchas veces... Si García hubiera caído enfermo, si me hubiese querido abandonar, si hubiera llorado delante de mí..., en aquel mismo punto habría dejado de ser mi inferior... Hubiérale dicho: «García, no podré vivir sin verte...» En fin, ¡me habría dado cuenta de que éramos dos hombres que se amaban en el fondo... como hermanos!

   ¡No exagero, amigos míos! Considerad lo que para un oficial es un asistente...

   Cuando a medianoche volvía yo a mi alojamiento, solo, triste, fastidiado..., él era quien me esperaba.

   Si estaba enfermo, me cuidaba él.

   No bien deseaba una cosa (a veces sin decirlo), me la proporcionaba a costa de las mayores molestias.

   En campaña estaba a mi lado.

   En los caminos me servían sus brazos de puente para pasar los ríos.

   En el invierno se tendía a mis pies para abrigarlos.

   En el verano me cobijaba bajo la sombra de su cuerpo.

   Él era el único que sabía el estado de mi bolsillo.

   ¡Sólo él podía adivinar el estado de mi corazón!

   Me veía sufrir, me veía lloroso; me veía enamorado, débil, arrastrado por los vicios, poco respetable por cualquier circunstancia de la juventud..., y me miraba, sentía, callaba, ¡y se quitaba la gorra con respeto!

   Él se peleaba con las patronas hasta ponerme en la mesa mis manjares favoritos.

   Ahorraba de mi dinero, o sea: me robaba temporalmente para sacarme después de apuros.

   Me revisaba la ropa como una mujer.

   Me peinaba, me cepillaba, me vestía.

   Era, por último, protector como un padre, previsor como una madre, dócil como un hijo, cariñoso como un hermano, económico como una esposa, leal como un amigo... ¡Una familia entera para mí! ¡Mi casa ambulante!

   ¡Oh! ¡Aquel hombre no tenía existencia propia! ¡Vivía de mi vida.... y murió de mi muerte!

   Escuchad.

   Cuando la última intentona carlista acababa ya por consunción, hallábame yo en Cataluña, a las órdenes del general B...

García me acompañaba.

   Un día encontramos al enemigo cerca del pequeño pueblo de Gironella.

   Desde por la mañana nos estuvimos batiendo con el mayor orden; y a la caída de la tarde, cuando la victoria era casi nuestra, fuimos sorprendidos a retaguardia por otra considerable partida.

   ¡Estábamos entre dos fuegos!

   Nuestro coronel mandó la retirada, viendo la cosa perdida, y en un momento casi todos los soldados huyeron en dispersión.

   Pero yo no oí aquel toque, y permanecí batiéndome al frente de mi compañía, que ocupaba el extremo del ala derecha, y cuyo capitán y tenientes habían muerto. Yo era subteniente en aquel entonces.

   Los carlistas avanzaron...

   Mis soldados empezaron a caer a mi alrededor como segadas espigas.

   ¡Y yo no mandaba la retirada!

   Estaba loco: era presa de la epilepsia, de esa enfermedad que acompaña a todos los accesos de mis pasiones.

   Pero tan estrechadas se vieron aquellas víctimas infelices de mi ciego furor, que huyeron al fin sin esperar mi orden, dejándose en el campo a la mayor parte de sus compañeros.

   García se figuró que yo había mandado aquella fuga, y corrió más que todos, creyéndome acaso al frente de la compañía.

   Quedé, pues, solo, sable en mano.

   De este modo avancé hacia el enemigo, poseído de tan insensata furia, que pronto cal en tierra presa de una terrible convulsión.

   Los facciosos me creyeron muerto y siguieron acosando a los fugitivos.

   Llegó la noche sin que yo me recobrase.

   Los restos de nuestras tropas estaban ya en Gironella, donde se fortificaban y rehacían para caer al día siguiente sobre los facciosos que, por su parte, acamparon enfrente de la pequeña población.

García, entretanto, había notado mi falta y decidido volver al teatro de la lucha a fin de recoger mi cadáver, si yo había muerto, o auxiliarme, si me hallaba herido.

    Para lograrlo tenía que atravesar el campamento carlista...

   ¡Sólo un loco o una madre hubieran concebido tan temeraria empresa!

   Salió del pueblo cautelosamente, y dando un rodeo de tres leguas, consiguió atravesar la línea contraria.

   Poco después me encontró entre los cadáveres.

   Yo seguía insultando; pero sumido en esa extraña somnolencia de los epilépticos, que permite ver y oír, ya que no hablar o moverse.

   García adivinó al momento lo que me sucedía: enjugó sus lágrimas; refrenó sus sollozos; cogiome a cuestas, y echó a andar hacia el pueblecillo.

   Así se fue acercando a los facciosos, impasible, sereno, resignado con su suerte. ¡Sólo un prodigio podía salvarnos!

  ¡Él lo sabía, sí! Pero sabía también que si no se empleaban los medios acostumbrados para sacarme de aquel insulto, o me dejaba allí a la intemperie en tan terrible noche de ventisca, yo quedaría muerto al cabo de algunas horas...

   Continuó, pues, su camino.

   ¡Tenía que volver a forzar la línea de los carlistas!

   La oscuridad de la noche era la única probabilidad de salvación que nos quedaba...

   Pero la Luna, que no suele saber lo que acontece en la Tierra, rompió en esto su cárcel de nubes y apareció plena, hermosa, resplandeciente, esclareciendo por completo todo aquel país nevado.

   García suspiró, previendo una desgracia.

   ¡Yo la preveía también!... ¡Yo, inerte, exánime, echado sobre la espalda de aquel mártir!

   ¡Qué horrenda pesadilla!

   Mas... ¡oh portento! ¡García atravesó con su carga a veinte pasos de un centinela, sin ser descubierto por él!...

   Quizá nos habíamos salvado...

   Mas ¡ay!, no... ¡La fatalidad lo tenía dispuesto de otro modo!

   Ya tocaba el resignado Cristo al término de su vía de dolor, cuando los carlistas lo distinguieron a la luz de la Luna.

   _¡Quién vive! _gritó una voz a lo lejos.

   _¡A él! _exclamó otra más cercana.

   _¡María Santísima! _murmuró García.

   Y estrechando convulsivamente mis muñecas, apretó el paso.

   En esto silbó una bala y sonó un tiro...

   Mi asistente se detuvo...

   Bamboleóse después con su carga; dio un sollozo, y cayó de boca contra el suelo.

   Yo caí encima de él... El sacrificio estaba consumado.

   ¡Qué noche, Dios mío!

   Primero sentí que García temblaba y se retorcía bajo el peso de mi cuerpo y entre mis inertes brazos...

   Luego se quedó tranquilo...

   Después se fue enfriando poco a poco...

   Sus miembros adquirieron, en fin, una rigidez espantosa...

   Estaba totalmente muerto.

   ¡Yo lo sabía y no podía moverme!

   Pasé, pues, la noche abrazado a un cadáver..., ¡al cadáver de mi inferior, de mi esclavo, del pobre García!

   ¡Aquél era el primer abrazo que le daba!

   El fresco de la mañana me volvió el sentido.

   Me puse de pie y miré a mi alrededor.

   Estaba solo..., ¡solo entre los muertos!

   Los carlistas habían levantado el campo durante la noche, llevándose a todos los heridos.

   Registré a García, y vi que la bala le había entrado por un costado y salido por el otro.

   Toméle a mi vez a cuestas y, trémulo, vacilante, con los ojos húmedos y el corazón destrozado, entré en Gironella...

   Allí está enterrado el pobre García.

   Hoy es para mí su nombre objeto de culto y veneración.

   ¡Cuántas veces, cuántas, he pedido locamente a Dios que le permitiera resucitar, para consolarle de mis acritudes y violencias y pagarle con amor su sacrificio!

   ¡Cuántas le he pedido perdón con el pensamiento! ¡Y cómo me ha mejorado su muerte!

   Desde entonces soy dulce, afable, cariñoso con aquellos de mis inferiores que se portan bien, y en vez de aspirar a que tiemblen ante mí y me crean un ser de especie superior a la humana, sólo deseo ser como un padre de todos ellos... Porque he comprendido, demasiado tarde, que bajo el burdo capote del soldado laten a veces corazones más hermosos que bajo el uniforme dorado del general.

   ¡Oh! Cuando los asistentes que he tenido después han celebrado mi trato paternal; cuando he oído las bendiciones de mi compañía; cuando he derramado algún consuelo sobre esos pobres hijos de la Patria, arrancados del seno de sus familias para servir a la ambición o a la cólera ajenas, ¿no es verdad, pobre García, que has sonreído en el Cielo, diciéndote: «Mi sacrificio no fue inútil, pues que ha redimido a algunos de mis camaradas?»...

    El joven militar quedó con los ojos clavados en el cielo; nosotros nos asimos a sus manos, y el mozo de la fonda entró con la cuenta.

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La buenaventura  

   No sé qué día de agosto del año de 1816 llegó a las puertas de la Capitanía general de Granada cierto haraposo y grotesco gitano de sesenta años de edad, de oficio esquilador y de apellido o sobrenombre Heredia, caballero con flaquísimo y destartalado burro mohíno, cuyos arneses se reducían a una soga atada al pescuezo; y, echado que hubo pie a tierra, dijo con la mayor frescura "que quería ver al Capitán general".

   Excuso decir que semejante pretensión excitó sucesivamente la resistencia del centinela, las risas de los ordenanzas y las dudas y vacilaciones de los edecanes antes de llegar a conocimiento del excelentísimo señor don Eugenio Portocarrero, conde de Montijo, a la sazón Capitán general del antiguo reino de Granada...Pero como aquel prócer era hombre de muy buen humor y tenía muchas noticias de Heredia, célebre por sus chistes, por sus cambalaches, y por su amor a lo ajeno...con permiso del engañado dueño, dio orden de que dejasen pasar al gitano.

   Penetró éste en el despacho de Su Excelencia dando dos pasos adelante y uno atrás, que era como andaba en las circunstancias graves, y poniéndose de rodillas exclamó:

   _¡Viva María Santísima y viva su merced, que es el amo de toitico el mundo!

  _Levántate; déjate de zalamerías, y dime qué se te ofrece..._respondió el conde con aparente sequedad.

   Heredia se puso también serio, y dijo con mucho desparpajo:

   _Pues, señor, vengo a que me den los mil reales.

   _¿Qué mil reales?

   _Los ofrecidos, hace días, en un bando al que presente las señas de Parrón.

   _Pues, ¡qué! ¿Tú le conocías?

   _No, señor.

   _Entonces...

   _Pero ya le conozco

   _¡Cómo!

   _Es muy sencillo. Lo he buscado: lo he visto; traigo sus señas y pido mi ganancia.

   _¿Estás seguro de lo que has visto? _exclamó el Capitán general con un interés que se sobrepuso a sus dudas.

   El gitano se echó a reír y respondió:

   _¡Es claro! Su merced dirá: Este gitano es como todos, y quiere engañarme. ¡No me perdone Dios si miento! Ayer vi a Parrón.

   _Pero, ¿sabes tú la importancia de lo que dices? ¿Sabes que hace tres años que se persigue a ese monstruo, a ese bandido sanguinario, que nadie conoce ni ha podido nunca ver? ¿Sabes que todos los días roba, en distintos pueblos de estas sierras a algunos pasajeros y después los asesina pues dice que los muertos no hablan y que ése es el único medio de que nunca dé con él la Justicia? ¿Sabes, en fin, que ver a Parrón es encontrarse con la muerte?

    El gitano se volvió a reír y dijo:

   _Y, ¿no sabe su merced que lo que no puede hacer un gitano no hay quien lo haga sobre la tierra? ¿Conoce nadie cuándo es verdad nuestra risa o nuestro llanto? ¿Tiene su merced noticia de alguna zorra que tenga tantas picardías como nosotros? Repito, mi general, que no sólo he visto a Parrón, sino que he hablado con él.

   _¿Dónde?

   _En el camino de Tózar

   _Dame pruebas de ello.

   _Escuche su merced. Ayer mañana hizo ocho días que caímos mi borrico y yo en poder de unos ladrones. Me maniataron muy bien, y me llevaron por unos barrancos endemoniados hasta dar con una plazoleta donde acampaban los bandidos. Una cruel sospecha me tenía desazonado: "¿Sería esta gente de Parrón? _me decía a cada instante_. ¡Entonces no hay remedio: me matan!, pues ese maldito se ha empeñado en que ningunos ojos que vean su fisonomía vuelvan a ver cosa ninguna."

   Estaba yo haciendo estas reflexiones, cuando se me presentó un hombre vestido de macareno con mucho lujo, y dándome un golpecito en el hombro, y sonriéndose con suma gracia, me dijo:

   _Compadre ¡yo soy Parrón!

    Oír esto y caerme de espaldas, todo fue una misma cosa. El bandido se echó a reír.

   Yo me levanté desencajado, me puse de rodillas y exclamé en todos los tonos de voz que pude inventar:

   _¡Bendita sea tu alma, rey de los hombres!...¿Quién no había de conocerte por ese porte de príncipe real que Dios te ha dado? ¡Y que haya madres que paran tales hijos! ¡Jesús! ¡Deja que te dé un abrazo, hijo mío! ¡Que en mal hora muera si no tenía gana de encontrarte el gitanico para decirte la buenaventura y darte un beso en esa mano de emperador! ¡También yo soy de los tuyos! ¿Quieres que te enseñe a cambiar burros muertos por burros vivos? ¿Quieres vender como potros tus caballos viejos? ¿Quieres que le enseñe el francés a una mula?

   El conde de Montijo no pudo contener la risa...Luego, preguntó:

   _Y, ¿qué respondió Parrón a todo esto? ¿Qué hizo?

   _Lo mismo que su merced: reírse todo trapo.

   _¿Y tú?

   _Yo, señorico, me reía también; pero me corrían por las patillas lagrimones como naranjas.

   _Continúa.

   _Enseguida me alargó la mano y me dijo:

   _Compadre, es usted el único hombre de talento que ha caído en mi poder. Todos los demás tienen la maldita costumbre de procurar entristecerme, de llorar, de quejarse y de hacer otras tonterías que me ponen de mal humor. Sólo usted me ha hecho reír; y si no fuera por esas lágrimas...

   _Qué, ¡señor, si son de alegría_

   _Lo creo. ¡Bien sabe el demonio que es la primera vez que me he reído desde hace seis u ocho años! Verdad es que tampoco he llorado...Pero despachemos. ¡Eh, muchachos!_Decir Parrón estas palabras y rodearme una nube de trabucos, todo fue un abrir y cerrar de ojos.

  _¡Jesús me ampare_ _empecé a gritar.

  _¡Deteneos! _exclamó Parrón_. No se trata de eso todavía. Os llamo para preguntaros qué le habéis tomado a este hombre.

   _Un burro en pelo.

   _¿Y dinero?

   _Tres duros y siete reales.

   _Pues dejadnos solos.

   Todos se alejaron.

   _Ahora dime la buenaventura _exclamó el ladrón tendiéndome la mano.

   Yo se la cogí; medité un momento; conocí que estaba en el caso de hablar formalmente, y le dije con todas las veras de mi alma:

   _Parrón, tarde que temprano, ya me quites la vida, ya me la dejes..., ¡morirás ahorcado!

   _Eso ya lo sabía yo..._respondió el bandido con entera tranquilidad_. Dime cuándo.

   Me puse a cavilar.

   Este hombre, pensé, me va a perdonar la vida; mañana llego a Granada y doy el cante; pasado mañana lo cogen...Después empezará la sumaria...

   _¿Dices que cuando? _le respondí en alta voz_. Pues ¡mira_, va a ser el mes que entra.

   Parrón se estremeció; y yo también, conociendo que el amor propio de adivino me podría salir por la tapa de los sesos.

   _Pues mira tú, gitano..._contestó Parrón muy lentamente_. Vas a quedarte en mi poder...¡Si en todo el mes que entra no me ahorcan, te ahorco yo a ti tan cierto como que ahorcaron a mi padre! Si muero para esa fecha, quedarás libre.

   "¡Muchas gracias! _le dije yo en mi interior_. ¡Me perdona... después de muerto!"

    Y me arrepentí de haber echado tan corto el plazo.

   Quedamos en lo dicho: fui conducido a la cueva, donde me encerraron, y Parrón montó en su yegua y tomó el tole por aquellos breñales...

   _Vamos, ya comprendo..._exclamó el conde de Montijo_. Parrón ha muerto; tú has quedado libre, y por eso sabes sus señas...

   _¡Todo lo contrario, mi general! Parrón vive, y aquí entra lo más negro de la presente historia.

II

    Pasaron ocho días sin que el capitán volviese a verme. Según pude entender, no había aparecido por allí desde la tarde que le hice la buenaventura; cosa que nada tenía de raro, a lo que me contó uno de mis guardianes:

   _Sepa usted _me dijo_, que el jefe se va al infierno de vez en cuando, y no vuelve hasta que se le antoja. Ello es que nosotros no sabemos nada de lo que hace durante sus largas ausencias.

   A todo esto, a fuerza de ruegos, y como pago de haber dicho la buenaventura a todos los ladrones, pronosticándoles que no serían ahorcados y que llevarían una vejez muy tranquila, había conseguido yo que por las tardes me sacasen de la cueva y me atasen a un árbol, pues en mi encierro me ahogaba de calor.

   Pero excuso decir que nunca faltaban a mi lado un par de centinelas.

   Una tarde a eso de las seis, los ladrones que habían salido de servicio aquel día a las órdenes del segundo de Parrón, regresaron al campamento llevando consigo, maniatado como pintan a nuestro Padre Jesús de nazareno, a un pobre segador, de cuarenta a cincuenta años, cuyas lamentaciones partían el alma.

   _¡Dadme mis veinte duros! _decía_. ¡Ah_ ¡Si supierais con qué afanes los he ganado! ¡Todo un verano bajo el fuego del sol!.. ¡Todo un verano lejos de mi pueblo, de mi mujer y de mis hijos_ ¡Así he reunido, con mil sudores y privaciones, esta suma, con que podríamos vivir este invierno! Y cuando ya voy de vuelta, deseando abrazarlos y pagar las deudas que para comer hayan hecho aquellos infelices, ¿cómo he de perder ese dinero, que es para mí un tesoro? ¡Piedad, señores! ¡Dadme mis veinte duros_ ¡Dádmelos, por los dolores de María Santísima!

   Una carcajada de burla contestó a las quejas del pobre padre.

   Yo temblaba de horror en el árbol a que estaba atado; porque los gitanos también tenemos familia.

   _No seas loco..._exclamó al fin un bandido, dirigiéndose al segador_. Haces mal en pensar en tu dinero, cuando tienes cuidados mayores en que ocuparte...

   _¡Cómo! _dijo el segador, sin comprender que hubiera desgracia más grande que dejar sin pan a sus hijos.

   _¡Estás en poder de Parrón!

   _Parrón...¡No le conozco!... Nunca lo he oído nombrar...¡Vengo de muy lejos! Yo soy de Alicante, y he estado segando en Sevilla.

   _Pues, amigo mío, Parrón quiere decir muerte. Todo el que cae en nuestro poder es preciso que muera. Así, pues, haz testamento en dos minutos y encomienda el alma en otros dos. ¡Preparen! ¡Apunten! Tienes cuatro minutos.

   _¡Voy a aprovecharlos! ¡Oídme, por compasión_

   _Habla.

   _Tengo seis hijos...y una infeliz...diré viuda..., pues veo que voy a morir...Leo en vuestros ojos que sois peores que fieras...¡Sí, peores! Porque las fieras de una misma especie no se devoran unas a otras. ¡Ah! ¡Perdón! No sé lo que me digo. ¡Caballeros, alguno de ustedes será padre!... ¿No hay un padre entre vosotros? ¿Sabéis lo que son seis niños pasando un invierno sin pan? ¿Sabéis lo que es una madre que ve morir a los hijos de sus entrañas, diciendo: "Tengo hambre...tengo frío"? Señores, ¡yo no quiero mi vida sino por ellos! ¿Qué es para mí la vida? ¡Una cadena de trabajos y privaciones! ¡Pero debo vivir para mis hijos..._ ¡Hijos míos! ¡Hijos de mi alma!

   Y el padre se arrastraba por el suelo, y levantaba hacia los ladrones una cara...¡Qué cara_ Se parecía a la de los santos que el rey Nerón echaba a los tigres, según dicen los padres predicadores.

   Los bandidos sintieron moverse algo dentro de su pecho, pues se miraron unos a otros...; y viendo que todos estaban pensando la misma cosa, uno de ellos se atrevió a decirla...

   _¿Qué dijo? _preguntó el Capitán general profundamente afectado por aquel relato.

   _Dijo: "Caballeros, lo que vamos a hacer no lo sabrá nunca Parrón..."

   _Nunca...nunca..._tartamudearon los bandidos.

   _Márchese usted, buen hombre _exclamó entonces uno que hasta lloraba.

   Yo hice también señas al segador de que se fuese al instante.

   El infeliz se levantó lentamente.

    _¡Pronto..._ ¡Márchese usted_ _repitieron todos, volviéndole la espalda.

   El segador alargó la mano maquinalmente.

    _¿Te parece poco? _gritó uno_ ¡Pues no quiere su dinero_ ¿vaya, vaya...¡No nos tiente usted la paciencia!

   El pobre segador se alejó llorando, y a poco desapareció.

  Media hora había transcurrido, empleada por los ladrones en jurarse unos a otros no decir nunca a su capitán que habían perdonado la vida a un hombre, cuando de pronto apareció Parrón, trayendo al segador en la grupa de su yegua.

   Los bandidos retrocedieron espantados.

  Parrón se apeó muy despacio, descolgó su escopeta de dos cañones, y, apuntando a sus camaradas, dijo:

   _¡Imbéciles! ¡Infames! ¡No sé cómo no os mato a todos! ¡Pronto! ¡Entregad a este hombre los duros que le habéis robado!

   Los ladrones sacaron los veinte duros y se los dieron al segador, el cual se arrojó a los pies de aquel personaje que dominaba a los bandoleros y que tan buen corazón tenía...

   Parrón le dijo:

   _¡A la paz de Dios! Sin las indicaciones de usted nunca hubiera dado con ellos. ¡Ya ve usted que desconfiaba de mis motivos.._ He cumplido mi promesa...Ahí tiene usted sus veinte duros...Conque...¡en marcha!

   El segador le abrazó repetidas veces y se alejó lleno de júbilo.

   Pero no habría andado cincuenta pasos, cuando su bienhechor lo llamó de nuevo.

   El pobre hombre se apresuró a volver pies atrás.

   _¿Qué manda usted? _le preguntó, deseando ser útil al que había devuelto la felicidad a su familia.

   _¿Conoce usted a Parrón? _le preguntó él mismo.

   _No lo conozco.

   _¡Te equivocas! _replicó el bandolero. Yo soy Parrón.

   El segador se quedó estupefacto.

   Parrón se echó la escopeta a la cara y descargó los dos tiros contra el segador, que cayó redondo al suelo.

   _¡Maldito seas! _fue lo único que pronunció.

   En medio del terror que me quitó la vista, observé que el árbol en que yo estaba atado se estremecía ligeramente y que mis ligaduras se aflojaban.

   Una de las balas, después de herir al segador, había dado en la cuerda que me ligaba al tronco y la había roto.

   Yo disimulé que estaba libre, y esperé una ocasión para escaparme.

   Entretanto, decía Parrón a los suyos, señalando al segador:

   _Ahora podéis robarlo. Sois unos imbéciles..., ¡unos canallas_ ¡Dejar a este hombre para que se fuera, como se fue, dando gritos por los caminos reales..._ Si conforme soy yo quien lo encuentra y se entera de lo que pasaba, hubieran sido los migueletes, habría dado vuestras señas y las de nuestra guarida, como me las ha dado a mí, y estaríamos ya todos en la cárcel. ¡Ved las consecuencias de robar sin matar_ Conque basta ya de sermón, y enterrar este cadáver para que no apeste.

   Mientras los ladrones hacían el hoyo y Parrón se sentaba a merendar, dándome la espalda, me alejé poco a poco del árbol y me descolgué al barranco próximo...

   Ya era de noche. Protegido por sus sombras salí a todo escape y, a la luz de las estrellas, divisé mi borrico, que comía allí tranquilamente, atado a una encina. Montéme en él, y no he parado hasta llegar aquí.

   Por consiguiente, señor, déme usted los tres mil reales, y yo daré las señas de Parrón, el cual se ha quedado con mis tres duros y medio...

   Dictó el gitano la filiación del bandido; cobró desde luego la suma ofrecida, y salió de la Capitanía general, dejando asombrado al conde de Montijo y al sujeto, allí presente, que nos ha contado estos pormenores.

   Réstanos ahora saber si acertó o no acertó Heredia al decir la buenaventura a Parrón.

III

    Quince días después de la escena que acabamos de referir, y a eso de las nueve de la mañana, muchísima gente ociosa presenciaba, en la calle de San Juan de Dios, y parte de la de San Felipe, de aquella misma capital, la reunión de dos compañías de migueletes que debían salir a las nueve y media en busca de Parrón, cuyo paradero, así como sus señas personales y las de todos sus compañeros de fechorías, había al fin averiguado el conde de Montijo.

   El interés y emoción del público eran extraordinarios, y no menos la solemnidad con que los migueletes se despedían de sus familias y amigos, para marchar a tan importante empresa. ¡Tal espanto había llegado a infundir Parrón a todo el antiguo reino granadino_

   _Parece que ya vamos a formar..._dijo un miguelete a otro_, y no veo al cabo López.

   _¡Extraño es, a fe mía, pues el llega siempre antes que nadie cuando se trata de salir en busca de Parrón, a quien odia con sus cinco sentidos!

   _Pues, ¿no sabéis lo que pasa? _dijo un tercer miguelete, tomando parte en la conversación.

   _¡Hola_ Es nuestro nuevo camarada...¿Cómo te va en nuestro Cuerpo?

   _Perfectamente _respondió el interrogado.

   Era éste un hombre pálido y de porte distinguido, del cual se despegaba mucho el traje de soldado.

   _¿Conque decías...? _replicó el primero.

   _¡Ah! ¡Sí! Que el cabo López ha fallecido..._respondió el miguelete pálido.

   _Manuel...¿qué dices? ¡Eso no puede ser!... Yo mismo le he visto a López esta mañana, como te veo a ti...

   El llamado Manuel respondió fríamente:

   _Pues hace media hora que lo ha matado Parrón.

   _¿Parrón? ¿Dónde?

  _¡Aquí mismo! ¡En Granada! En la Cuesta del Perro se ha encontrado el cadáver de López.

   _Todos quedaron silenciosos, y Manuel empezó a silbar una canción patriótica.

  _¡Van once migueletes en seis días_ _exclamó un sargento_. ¡Parrón se ha propuesto exterminarnos_ Pero, ¿cómo que está en Granada? ¿No íbamos a buscarlo a la Sierra de Loja?

   Manuel dejó de silbar y dijo con su acostumbrada indiferencia:

   _Una vieja que presenció el delito dice que, luego que mató a López, ofreció que, si íbamos a buscarlo, tendríamos el gusto de verle...

  _¡Camarada! ¡Disfrutas de una calma asombrosa! ¡Hablas de Parrón con un desprecio!...

  _Pues, ¿qué es Parrón más que un hombre? _repuso Manuel con altanería.

  _¡A la formación! _gritaron en este acto varias voces.

  Formaron las dos compañías, y comenzó la lista nominal.

  En tal momento acertó a pasar por allí el gitano Heredia, el cual se paró, como todos, a ver aquella lucidísima tropa.

  Notóse entonces que Manuel, el nuevo Miguelete, dio un retemblido y retrocedió un poco como para ocultarse detrás de sus compañeros...

  Al propio tiempo Heredia fijó en él sus ojos, y dando un grito y un salto como si lo hubiese picado una víbora, arrancó a correr hacia la calle de San jerónimo. Manuel se echó la carabina a la cara y apuntó al gitano... Pero otro miguelete tuvo tiempo de mudar la dirección del arma, y el tiro se perdió en el aire.

  _¡Estás loco! ¡Manuel se ha vuelto loco! ¡Un miguelete ha perdido el juicio! _exclamaron sucesivamente los mil espectadores de aquella escena.

  Y oficiales y sargentos y paisanos rodeaban a aquel hombre que pugnaba por escapar, y al que por lo mismo sujetaban con mayor fuerza, abrumándolo a preguntas, reconvenciones y dicterios que no le arrancaron contestación alguna. Entretanto, Heredia había sido preso en la plaza de la Universidad por algunos transeúntes, que viéndole correr después de haber sonado aquel tiro, lo tomaron por un malhechor.

  _¡Llevadme a la Capitanía general_ _decía el gitano. ¡Tengo que hablar con el conde de Montijo!

  _¡Qué conde de Montijo ni qué niño muerto! _le respondieron sus aprehensores_. ¡Ahí están los migueletes, y ellos verán lo que hay que hacer con tu persona!

  _Pues lo mismo me da _respondió Heredia_. Pero tengan cuidado de que no me mate Parrón...

  _¿Cómo Parrón? ¿Qué dice este hombre?

  _Venid y veréis.

  Así diciendo, el gitano se hizo conducir delante del jefe de los migueletes, y señalando a Manuel, dijo:

  _Mi comandante, ¡ése es Parrón, y yo soy el gitano que dio hace quince días sus señas al conde de Montijo!

  _¡Parrón_ ¡Parrón está preso_ ¡Un miguelete era Parrón...! _gritaron muchas voces.

  _No me cabe duda _decía entretanto el comandante, leyendo las señas que le había dado el Capitán general_. ¡A fe que hemos estado torpes! Pero, ¿a quién se le hubiera ocurrido buscar al capitán de los ladrones entre los migueletes que iban a prenderlo?

  _¡Necio de mí! _exclamaba al mismo tiempo Parrón, mirando al gitano con ojos de león herido_. ¡Es el único hombre a quien he perdonado la vida! ¡Merezco lo que me pasa!

  A la semana siguiente ahorcaron a Parrón.

  Cumplióse, pues, literalmente la buenaventura del gitano...

  Lo cual (dicho sea para concluir dignamente) no significa que debáis creer en la infalibilidad de tales vaticinios, ni menos que fuera acertada regla de conducta la de Parrón, de matar a todos los que llegaban a conocerle...Significa tan sólo que los caminos de la Providencia son inescrutables para la razón humana; doctrina que, a mi juicio, no puede ser más ortodoxa.

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    En la pequeña villa de Padrón, sita en territorio gallego, y allá por el año de 1808, vendía sapos y culebras y agua llovediza, a fuer de legítimo boticario, un tal García de Paredes, misántropo solterón, descendiente acaso, y sin acaso, de aquel varón ilustre que matara un toro de una puñalada.

     Era una fría y triste noche de otoño. El cielo estaba encapotado por densas nubes, y la total carencia de alumbrado terrestre dejaba a las tinieblas campar por sus respetos en todas las calles y plazas de la población.

    A eso de las diez de aquella pavorosa noche, que las lúgubres circunstancias de la patria hacían mucho más siniestra, desembocó en la plaza que hoy se llamará de la Constitución un silencioso grupo de sombras, aún más negras que la oscuridad de cielo y tierra, las cuales avanzaron hacia la botica de García de Paredes, cerrada completamente desde las Ánimas, o sea desde las ocho y media en punto.

    _¿Qué hacemos? _dijo una de las sombras en correctísimo gallego.

    _Nadie nos ha visto... _observó otra.

    _¡Derribar la puerta! _propuso una mujer.

    _¡Y matarlos! _murmuraron hasta quince voces.

    _¡Yo me encargo del boticario! _exclamó un chico.

    _¡De ése nos encargamos todos!

    _¡Por judío!

    _Dicen que hoy cenan con él más de veinte franceses...

    _¡Ya lo creo! ¡Como saben que ahí están seguros, han acudido en montón!

    _¡Ah_ ¡Si fuera en mi casa! ¡Tres alojados llevo echados al pozo!

    _¡Mi mujer degolló ayer a uno!...

    _¡Y yo... _dijo un fraile con voz de figle_ he asfixiado a dos capitanes, dejando carbón encendido en su celda, que antes era la mía!

    _¡Y ese infame boticario los protege!

    _¡Qué expresivo estuvo ayer en paseo con esos viles excomulgados!

    _¡Quién lo había de esperar de García de Paredes! ¡No hace un mes que era el más valiente, el más patriota, el más realista del pueblo!

    _¡Toma! ¡Como que vendía en la botica retratos del príncipe Fernando!

    _¡Y ahora los vende de Napoleón!

    _Antes nos excitaba a la defensa contra los invasores...

    _Y desde que vinieron al Padrón se pasó a ellos...

    _¡Y esta noche da de cenar a todos los jefes!

    _¡Oíd que algazara traen! Pues no gritan ¡Viva el Emperador_

    _Paciencia... _murmuró el fraile_. Todavía es muy temprano.

    _Dejémosles emborracharse... _expuso una vieja_. Después entramos..., ¡y ni uno ha de quedar vivo!

    _¡Pido que se haga cuartos al boticario!

    _¡Se le hará ochavos, si queréis! Un afrancesado es más odioso que un francés. El francés atropella a un pueblo extraño: el afrancesamiento vende y deshonra a su patria. El francés comete un asesinato: el afrancesado ¡un parricidio!

  II

    Mientras ocurría la anterior escena en la puerta de la botica, García de Paredes y sus convidados corrían la francachela más alegre y desaforada que os podáis figurar.

Veinte era, en efecto, los franceses que el boticario tenía a la mesa, todos ellos jefes y oficiales.

    García de Paredes contaría cuarenta y cinco años; era alto y seco y más amarillo que una momia: dijérase que su piel estaba muerta hacía mucho tiempo; llegábale la frente a la nuca, gracias a una calva limpia y reluciente, cuyo brillo tenía algo de fosfórico; sus ojos, negros y apagados, hundidos en las descarnadas cuencas, se parecían a esas lagunas encerradas entre montañas, que sólo ofrecen oscuridad, vértigos y muerte al que las mira: lagunas que nada reflejan; que rugen sordamente alguna vez, pero sin alterarse; que devoran todo lo que cae en su superficie; que nada devuelven; que nadie ha podido sondear; que no se alimentan de ningún río, y cuyo fondo busca la imaginación en los mares antípodas.

    La cena era abundante, el vino bueno, la conversación alegre y animada.

    Los franceses reían, juraban, blasfemaban, cantaban, fumaban, comían y bebían a un mismo tiempo.

    Quién había contado los amores secretos de Napoleón; quién la noche del 2 de Mayo en Madrid; cuál la batalla de las Pirámides, cuál otro la ejecución de Luis XVI.

    García de Paredes bebía, reía y charlaba como los demás, o quizás más que ninguno; y tan elocuente había estado a favor de la causa imperial, que los soldados del césar lo habían  abrazado, lo habían vitoreado, le habían improvisado himnos.

    _¡Señores! _había dicho el boticario_: la guerra que os hacemos los españoles es tan necia como inmotivada. Vosotros, hijos de la Revolución, venís a sacar a España de su tradicional abatimiento, a despreocuparla, a disipar las tinieblas religiosas, a mejorar sus anticuadas costumbres, a enseñarnos esas utilísimas e inconcusas verdades de que que no hay Dios, de que no hay otra vida, de que la  penitencia, el ayuno, la castidad y demás virtudes católicas son quijotescas locuras, impropias de un pueblo civilizado, y de que Napoleón es el verdadero Mesías, el redentor de los pueblos, el amigo de la especie humana... ¡Señores! ¡Viva el Emperador cuanto yo deseo que viva!

    _¡Bravo, vítor! _exclamaron los hombres del 2 de Mayo.

    El boticario inclinó la frente con indecible angustia.

     Pronto volvió a alzarla, tan firme y tan sereno como antes.

     Bebióse un vaso de vino, y continuó:

    _Un abuelo mío, un García de Paredes, un bárbaro, un Sansón, un Hércules, un Milón de Crotona, mató doscientos franceses en un día... Creo que fue en Italia. ¡Ya veis que no era tan afrancesado como yo! ¡Adiestróse en las lides contra los moros del reino de Granada; armóle caballero el mismo Rey Católico, y montó más de una vez la guardia en el Quirinal, siendo Papa nuestro tío Alejandro Borja_ ¡Eh_, ¡eh_ ¡No me hacíais tan linajudo_ Pues ese Diego García de Paredes, este ascendiente mío..., que ha tenido un descendiente boticario, tomó a Cosenza y Manfredonia, entró por asalto en Ceriñola y peleó como bueno en la batalla de Pavía. ¡Allí hicimos prisionero a un rey de Francia, cuya espada ha estado en Madrid cerca de tres siglos, hasta que nos la robó hace tres meses ese hijo de un posadero que viene a vuestra cabeza, y a quien llaman Murat!_Aquí hizo otra pausa el boticario. Algunos franceses demostraron querer contestarle; pero él, levantándose e imponiendo a todos silencio con su actitud, empuñó convulsivamente un vaso, y exclamó con voz atronadora:

     _¡Brindo, señores, porque maldito sea mi abuelo, que era un animal, y porque se halle ahora mismo en los profundos infiernos_... ¡Vivan los franceses de Francisco I y de Napoleón Bonaparte!

    _¡Vivan! _respondieron los invasores dándose por satisfechos.

    Y todos apuraron su vaso.

    Oyóse en esto rumor en la calle o, mejor dicho, a la puerta de la botica.

    _¿Habéis oído? _preguntaron los franceses.

    García de Paredes se sonrió.

    _¡Vendrán a matarme! Dijo.

    _¿Quién?

    _Los vecinos de Padrón.

    _¿Por qué? 

    _¡Por afrancesado! Hace algunas noches que rondan mi casa... Pero ¿qué nos importa? Continuemos nuestra fiesta.

    _Si... ¡continuemos! _exclamaron los convidados.

    _¡Estamos aquí para defenderos!

    Y chocando ya botellas contra botellas, que no vasos contra vasos.

    _¡Viva Napoleón_ ¡Muera Fernando! ¡Muera Galicia! _gritaron a una voz.

    García de Paredes esperó a que se acallase el brindis, y murmuró con acento lúgubre:

    _¡Celedonio!

    El mancebo de la botica asomó por una puertecilla su cabeza pálida y demudada, sin atreverse a penetrar en aquella caverna.

    _Celedonio, trae papel y tintero _dijo tranquilamente el boticario.

    El mancebo volvió con el recado de escribir.

    _¡Siéntate! _continuó su amo_. Ahora, escribe las cantidades que yo te vaya diciendo. Divídelas en dos columnas. Encima de la columna de la derecha pon: Deuda, y encima de la otra: Crédito.

    _Señor... _balbuceó el mancebo_. En la puerta hay una especie de motín... Gritan ¡Muera el boticario!... Y ¡quieren entrar.

    _¡Cállate y déjalos!_ Escribe lo que te he dicho.

     Los franceses se rieron de admiración al ver al farmacéutico ocupado en ajustar cuentas cuando le rodeaban la muerte y la ruina.

    Celedonio alzó la cabeza y enristró la pluma, esperando cantidades que anotar.

    _¡Vamos a ver, señores! _dijo entonces García de Paredes, dirigiéndose a sus comensales_. Se trata de resumir nuestra fiesta en un solo brindis. Empecemos por orden de colocación. Vos, capitán, decidme: ¿cuántos españoles habréis matado desde que pasasteis los Pirineos?

    _¡Bravo! ¡Magnífica idea! _exclamaron los franceses.

    _Yo... _dijo el interrogado, trepándose en la silla y retorciéndose el bigote con petulancia_. Yo... habré matado... personalmente... con mi espada..., ¡poned unos diez o doce!

    _¡Once a la derecha! _gritó el boticario, dirigiéndose al mancebo.

    El mancebo repitió, después de escribir:

    _Deuda... once.

    _¡Corriente! _prosiguió el anfitrión_. ¿Y vos?... Con vos hablo, señor Julio...

    _Yo... seis.

    _¿Y vos, mi comandante?

    _Yo... veinte.

    _Yo... ocho.

    _Yo... catorce.

    _Yo... ninguno.

    _¡Yo no sé!...; he tirado a ciegas... _respondía cada cual, según le llegara el turno.

    Y el mancebo seguía anotando cantidades a la derecha.

    _¡Veamos ahora, capitán! _continuó García de Paredes_. Volvamos a empezar por vos. ¿Cuántos españoles esperáis matar en el resto de la guerra, suponiendo que dure todavía... tres años?

    _¡Eh!... _respondió el capitán_. ¿Quién calcula eso?

    _Calculadlo...; os lo suplico...

    _Poned otros once.

    _Once a la izquierda _dictó García de Paredes.

    Y Celedonio repitió:

    _Crédito, once.

    _¿Y vos? _interrogó el farmacéutico por el mismo orden seguido anteriormente.

    _Yo... quince.

    _Yo... veinte.

    _Yo... ciento.

    _Yo... mil _respondían los franceses.

    _¡Ponlos todos a diez, Celedonio!... _murmuró irónicamente el boticario_. Ahora, suma por separado las dos columnas.

El pobre joven, que había anotado las cantidades con sudores de muerte, viose obligado a hacer el resumen con los dedos, como las viejas. Tal era su terror.

     Al cabo de un rato de horrible silencio, exclamó, dirigiéndose a su amo:

    _Deuda..., 285. Crédito..., 200.

    _Es decir... _añadió García de Paredes_, ¡doscientos ochenta y cinco muertos, y doscientos sentenciados! ¡Total, cuatrocientas ochenta y cinco, víctimas!_Y pronunció estas palabras con voz tan honda y sepulcral, que los franceses se miraron alarmados. En tanto, el boticario ajustaba una nueva cuenta.

    _¡Somos unos héroes! _exclamó al terminarla_. Nos hemos bebido setenta botellas, o sean ciento cinco libras y media de vino que, repartidas entre veintiuno, pues todos hemos bebido con igual bizarría, dan cinco libras de líquido por cabeza. ¡Repito que somos unos héroes!

    Crujieron en esto las tablas de la puerta de la botica, y el mancebo balbuceó tambaleándose:

    _¡Ya entran!...

    _¿Qué hora es? _preguntó el boticario con suma tranquilidad.

    _Las once. Pero ¿no oye usted que entran?

    _¡Déjalos!_ Ya es hora.

    _¡Hora! ... ¿de qué? _murmuraron los franceses procurando levantarse.

    Pero estaban tan ebrios que no podían moverse de sus sillas.

    _¡Que entren! ¡Que entren_... _exclamaban, sin embargo, con voz vinosa, sacando los sables con mucha dificultad y sin conseguir ponerse de pie_. ¡Que entren esos canallas_ ¡Nosotros los recibiremos!_En esto, sonaba ya abajo, en la botica, el estrépito de los botes y redomas que los vecinos del Padrón hacían pedazos, y oíase resonar en la escalera este grito unánime y terrible:

    _¡Muera el afrancesado!

 

III

    Levantóse Hacía de Paredes, como impulsado por un resorte, al oír semejante clamor dentro de la casa, y apoyóse en la mesa para no caer de nuevo sobre la silla. Tendió en torno suyo una mirada de inexplicable regocijo, dejó ver en sus labios la inmortal sonrisa del triunfador, y así, transfigurado y hermoso, con el doble temblor de la muerte y del entusiasmo, pronunció las siguientes palabras, entrecortadas y solemnes como las campanadas del toque de agonía:

    _¡Franceses!... Si cualquiera de vosotros, o todos juntos, hallarais ocasión propicia de vengar la muerte de doscientos ochenta y cinco compatriotas y de salvar la vida a otros doscientos más; si sacrificando vuestra existencia pudieseis desenojar la indignada sombra de vuestros antepasados, castigar a los verdugos de doscientos ochenta y cinco héroes y librar de la muerte a doscientos compañeros, a doscientos hermanos, aumentando así las huestes del ejército patrio con doscientos campeones de la independencia nacional, ¿repararíais ni un momento en vuestra miserable vida? ¿Dudaríais ni un punto en abrazaros, como Sansón, a la columna del templo, y morir, a precio de matar a los enemigos de Dios?

     _¿Qué dice? _se preguntaron los franceses.

    _Señor..., ¡los asesinos están en la antesala! _exclamó Celedonio.

    _¡Que entren!_ gritó García de Paredes_. Ábreles la puerta de la sala... ¡Que vengan todos... a ver cómo muere el descendiente de un soldado de Pavía!

    Los franceses aterrados, estúpidos, clavados en sus sillas por insoportable letargo, creyendo que la muerte de que hablaba el español iba a entrar en aquel aposento en pos de los amotinados, hacían penosos esfuerzos por levantar los sables, que yacían sobre la mesa; pero ni siquiera conseguían que sus flojos dedos asiesen las empuñaduras: parecía que los hierros estaban adheridos a la tabla por insuperable fuerza de atracción. En esto inundaron la estancia más de cincuenta hombres y mujeres, armados con palos, puñales y pistolas, dando tremendos alaridos y lanzando fuego por los ojos.

    _¡Mueran todos! _exclamaron algunas mujeres, lanzándose las primeras.

    _¡Deteneos!_gritó García de Paredes, con tal voz, con tal actitud, con tal fisonomía que, unido este grito a la inmovilidad y silencio de los veinte franceses, impuso frío terror a la muchedumbre, la cual no se esperaba aquel tranquilo y lúgubre recibimiento.

    _No tenéis por qué blandir los puñales... _continuó el boticario con voz desfallecida_. He hecho más que todos vosotros por la independencia de la Patria... ¡Me he fingido afrancesado/... Y ¡ya veis!... los veinte jefes y oficiales invasores..., ¡los veinte!, no los toquéis..., ¡están envenenados!...

    Un grito simultáneo de terror y admiración salió del pecho de los españoles. Dieron éstos un paso más hacia los convidados, y hallaron que la mayor parte estaban ya muertos, con la cabeza caída hacia delante, los brazos extendidos sobre la mesa, y la mano crispada en la empuñadura de los sables. Los demás agonizaban silenciosamente.

_¡Viva García de Paredes! _exclamaron entonces los españoles, rodeando al héroe moribundo.

_Celedonio... murmuró el farmacéutico_. El opio se ha concluido... Manda por opio a La Coruña...

Y cayó de rodillas.

    Sólo entonces comprendieron los vecinos del Padrón que el boticario estaba también envenenado.

    Vierais entonces un cuadro tan sublime como espantoso. Varias mujeres, sentadas en el suelo, sostenían en sus faldas y en sus brazos al expirante patriota, siendo las primeras en colmarlo de caricias y bendiciones, como antes fueron las primeras en pedir su muerte. Los hombres habían cogido todas las luces de la mesa, y alumbraban arrodillados aquel grupo de patriotismo y caridad... Quedaban, finalmente, en la sombra veinte muertos o moribundos, de los cuales algunos iban desplomándose contra el suelo con pavorosa pesantez.

    Y a cada suspiro de muerte que se oía, a cada francés que venía a tierra, una sonrisa gloriosa iluminaba la faz de García de Paredes, el cual de allí a poco devolvió su espíritu al Cielo, bendecido por un ministro del Señor y llorado de sus hermanos en la Patria.

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CUENTO MORO

Hurí de cabellos de oro:
dícenme que quieres tú
que te cuente un cuento moro...
Uno sé que es un tesoro,
y me lo contó Benzú.
En África se lo oí,
de Abbás en el campamento:
óyelo, preciada hurí;
que es un peregrino cuento
el cuento que dice así:
Muy diestro en tañer la lira
ser pudo el esclavo Hassán;
pero no al poner la mira
en la princesa Zelmira,
hija del viejo Sultán.
Del atrevido cantor
ni aun sospechaba el amor
la altiva infanta moruna,
como no sabe la luna
que la adora el ruiseñor.
Ni el triste en su loco afán
soñó nunca mejor suerte;
pues, de revelarlo Hassán,
la hija del viejo Sultán
pagárale con la muerte.
Y morir, para el cantor,
era asesinar su amor...
¡era no ver a Zelmira
con el éxtasis que mira
a la luna el ruiseñor!
Y así la miraba él,
rebozado en su alquicel,
cuando, las noches de luna,
paseaba en su vergel
la altiva infanta moruna.
Pero al cabo sucedió
lo que suceder debía
(estuviera escrito o no):
Zelmira se enamoró
y se casó el mejor día.
Se casó con Aliatar,
tan príncipe como ella,
poderoso en tierra y mar...,
y fue cosa singular
la boda de la doncella.
Sabedora allí Zelmira
del ingenio del cantor,
díjole: -«Tañe la lira,
y canta el ardiente amor
que el fiero Aliatar me inspira.»
Hassán maldijo su estrella;
sintió mortal agonía
a la voz de la doncella;
y, encarándose con ella,
armado de una gumía,
-«¡Antes (dijo) que cantar
la ventura de Aliatar,
cúmplase mi negra suerte!...»-
Y arrojó la lira al mar,
y él mismo se dio la muerte.-
Tal fue el caso que Benzú
me contó en Guad-el-Jelú,
y que yo te cuento a ti,
ya que quieres saber tú
lo que pasa por allí.

 

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En varios abanicos

1
Lo que hayas de mirar por las varillas,
míralo cara a cara:
que la virtud no debe ser avara
del suave carmín de las mejillas...
-¡ni mirar a hurtadillas!
2
Cuando mires estos versos
al tiempo de abanicarte,
piensa que la dicha es humo,
piensa que la vida es aire.
3
¿En dónde habrá un abanico
semejante a un solo a copas,
de espada, malilla, basto,
punto, rey, caballo y sota?
4
¿A qué llevas abanico
si, en tu casa y en la calle,
suspiros y bendiciones
siempre están abanicándote?
5
Cuando tú te abanicas,
sopla en la Corte,
si estás triste, Solano;
si esquiva, Norte;
si airada, Noto,
y si amorosa y tierna,
dulce Favonio.
6
No tanto te abaniques
que de ti huya
la atmósfera tranquila
que te circunda:
bendita atmósfera
de virtud y de ciencia,
de amor y gloria.
7
Abanícate, empero,
niña preciosa,
cuando te cerque el humo
de la lisonja...;
que la modestia
es la mejor compaña
de la inocencia.

 

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HUMO Y CENIZA

Fumaba yo, tendido en mi butaca,

cuando, al sopor de plácido mareo,

mis sueños de oro realizarse veo

del humo denso entre la niebla opaca.

Mas ni la gloria mi ambición aplaca,

ni nada calma mi febril deseo

hasta que, envuelta por el aire, creo

verte mecida en vaporosa hamaca.

Corro hacia ti, mi corazón te evoca,

y cuando el fuego de tu amor me hechiza

y van mis labios a sellar tu boca,

de ellos, ¡ay!, el cigarro se desliza

y sólo queda, de ilusión tan loca,

humo en el aire y, a mis pies... ceniza.

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¡EL AMANECER!

El gallo canta... y la mañana impía

despierta con su luz a los humanos,

haciéndoles trocar delirios vanos

por el forzoso afán de un nuevo día.

Tornan, pues, a embestirles con porfía

la ambición y el amor, fieros tiranos,

los ímprobos trabajos cotidianos...

la deuda, el jefe, el tedio, la manía...

Y, en tanto, al amador desposeído,

que en sueños compartía la almohada

con tal o cual mujer que hubo querido,

el implacable día lo despierta

para hacerle mirar a su ex amada

vieja, casada, monja, loca o muerta.

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LAS PALMERAS

“¡Quiero sol!” Moribunda dijo un día

una palmera que en umbroso huerto,

amortajada en su ramaje yerto,

cual alma sin amor languidecía.

Y elevando sus ramas con porfía,

descubrió al fin su copa el campo abierto,

y vio marchita, en medio del desierto,

otra palmera que de sed moría.

“¡Quiero sombra!” Decía esta palmera,

gimiendo por un soplo de frescura.

“¡Quiero sol!” Repetía la primera...

Y de ambas condolida el aura pura,

compaginó las cosas de manera

que gozaron de igual temperatura.

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