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Antonio Ferrer del Río

El Monasterio de El Escorial

El Indiano

Biografía de Don José  de Espronceda

AL MONASTERIO DE EL ESCORIAL

Severa, magna, armónica, sencilla,

avasalla tu mole la memoria,

del entusiasmo flor, del arte gloria,

luz de la fe, del mundo maravilla.

En la extensión de tu recinto brilla,

grande y potente, en óptica ilusoria,

de un poderoso rey la ínclita historia,

emblema de los triunfos de Castilla.

De San Quintín recuerdo soberano,

Oran perfumes, el Japón maderas,

oro te daban Méjico y los Andes;

marmoles el soberbio Vaticano,

y de Lutero, de Mahomet banderas,

por Alba y por don Juan, Lepanto y Flandes

 

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EL INDIANO

S

i Dios en sus justas iras no hubiera roto las cataratas del cielo y levantado los mares sobre el nivel de la tierra;  si Isabel la Católica no hubiera cedido a las súplicas de un extranjero que mendigara de trono en trono algo de protección en cambio de un nuevo mundo, no habría en España a quien aplicar con exactitud la calificación de Indiano.

Noe, demostrando desde el arca a sus descendientes cómo podían surcarse las olas con el auxilio de frágiles leños; Flavio Gioa , regalando a los navegantes desde el bello recinto de Amalfi su portentoso invento de la brújula para que sin temor alguno se desviaran de las costas; Colón, señalando a sus compañeros de viaje regiones desconocidas desde la popa de sus carabelas; Diego Velásquez , Hernán Cortés y Francisco Pizarro, con la conquista y gobernación del territorio de América, prepararan al Indiano el teatro de sus glorias, la palestra de sus aventuras. Y, sin que haya vuelta de hoja, la existencia del tipo que nos ocupa va unida a la historia de tan insignes sucesos y de tan altos personajes como el estío al otoño, como la almeja a su concha, como el dolor a la vida.

No teman mis lectores que, prevalido de la voz Indiano, los retrate en bosquejo a un sucesor de Moctezuma o de Atabaliba, que haya bebido en su niñez las aguas del Marañón o del Orinoco, ni recreado sus ojos infantiles en las cimas del Cuzco o de los Andes , ni descansado de sus juegos a la sombra de las ceibas o las palmas. Nada tiene que ver el protagonista de este cuadro con Incas ni con Flascaltecas , ni sabe cosa alguna en sus primeros años de las Antillas, ni de las Californias. Quien aspire a conocer el país de donde es oriundo, recorra las aldeas de la antigua Cantabria, o los concejos de Asturias, o las parroquias de Galicia; tome a su antojo una partida de bautismo, y llámese como quiera de nombre y apellido el sujeto a quien corresponda, se las ha de seguro con el padre, deudo o amigo de un Indiano, o con el mismo Indiano en persona. Pocos días de residencia en cualquiera de esos pueblos le bastan para enterarse a fondo del instinto unánime y vocación firme del cuajado enjambre de chicos que allí pulula: solo un fanático por la milicia, solo un hombre, cuyos marciales ensueños se balanceen entre broqueles y arcabuces, columbrará en ellos inclinación a las armas; solo quien delire por la agricultura contará con la robustez de aquellos brazos para el cultivo de las propias tierras. Mas como, por fortuna de la ciencia y por desgracia del individuo, sabe al dedillo todo español que la postración es el invierno de las naciones, y como esta imagen fúnebre se le presentara más viva al trasladarse al centro de esos muchachos gallegos, asturianos y montañeses, por cuya circunferencia gira nuestro relato , ha de compararles sin duda a esas bandadas de golondrinas que buscan en más suaves climas amparo contra las nieves y las escarchas que yerman los vergeles donde fabricaran sus nidos: como ellas emigrarán a centenares apenas consigan a desplegar al viento sus alas, y mientras llega ese día forman en conjunto un abundoso plantel de Indianos.

A duras penas mataréis el tiempo en una aldea, si no pasáis tres o cuatro horas al día en la esquina de una calle o en el ángulo de una plaza. De este modo observaréis de cerca a esos chicos, y os persuadiréis de que cuanto les rodea sirve de jugoso pasto al único pensamiento que les anima y crece con ellos y con ellos se desarrolla. Si descubrís algún muchacho que va por leña, no le perdáis de vista: el camino que conduce al monte es más llano y espacioso que todos los de la comarca, y antes de aprender el Credo, sabía el leñadorcito ser obra de un paisano suyo, que ganó pingüe fortuna a favor de veinte años de permanencia en Lima. Si a la caída de una tarde de verano tropezáis con un chicuelo que viene de apacentar cinco o seis vaquillas y le preguntáis dónde guarece de los ardores de la siesta, os ponderará cuán amena sombra le brindan las tapias de una fértil huerta contigua al prado, propiedad de un pariente suyo, si bien remoto, que regresó a su país cuando Méjico dejó de pertenecer a España. Acaso, sin apercibiros de ello se os cruce en angosta travesía algún rapaz para quien es ardua empresa sostener la vasija que lleva en la mano, pues si os viniere en voluntad adquirir pormenores sobre aquel encuentro, insignificante según las apariencias, averiguaríais cómo hace un viaje cotidiano a la taberna en busca de media azumbre que el autor de sus días, natural de Reinosa, y vecino de Cartagena de Indias, tiene la humorada de costearle a su abuelo, un si es no es dado al mosto. Si sois observador profundo hasta comprenderéis cómo el muchacho, que por su desdicha pasa la niñez endeble y enfermizo, disfruta como todos los de su edad de ese poderoso estímulo, de ese irresistible aliciente, bajo cuyo influjo merma de día en día la población española porque desde el poyo ó tarima, testigo de sus dolencias, tiene fijos sus ojos de continuo en los terrados y chimeneas de un magnifico edificio, propio de un sujeto a quien los ancianos del país vieron marchar vestido de paño burdo y con almadreñas, para volver con tres millones de reales, amen de un condado.

Aun cuando no llevo escrita ni una sola línea que no sea indispensable para el conocimiento, análisis y estudio del tipo, manantial de mis actuales inspiraciones, circunscribiré el asunto a más estrechos límites para que sobresalgan como es debido las brillantes formas del Aquiles de mi Ilíada, del Godofredo de mi Jerusalem, del héroe de mi epopeya. Así como de una crisálida sale una mariposa, un montañés se convierte en Indiano; y a fuer de prácticos naturalistas conviene paremos mientes en el incidente más  mínimo  que concurra a tan importante metamorfosis.

Si eligiéramos por tipo a un gallego, le trasladaríamos desde su lugar a la Coruña; si a un asturiano forzoso era comenzar por llevarle a Vigo a toda costa; preferimos de buen grado a un montañesillo, y desde su aldea le trasladaremos vía recta a Santander. Allí le acompaña su padre o pariente más cercano, siendo portador del producto de su última aranzada de tierra vendida para satisfacer el flete del viajero y para la manutención de ambos, mientras una velera fragata cierra su registro y sopla viento favorable: en Santander se necesita nordeste hasta para ir a misa. Llegado el instante fiero, el montañés pimpollo, que se columpia entre dos y tres lustros, responde con suspiros a los consejos de su padre, y con sollozos a las exhortaciones de la mujer, en cuya casa se hospedan, y para demostrar si serán impertinentes, baste decir que la compungida dueña llevó al cuello por dije una moneda de la proclamación de Carlos III, solemnidad que coincidió con su nacimiento. Por último, en el muelle y con un pie en el bote, que ha de conducirle a bordo de la fragata, recibe el hijo de manos del padre un escapulario de la Virgen de las Angustias, dos bendiciones, tres abrazos, y cuatro pesetas sevillanas; sentidas palabras y dolorosas frases dan fin atan patético cuadro. Triste y macilento regresa el padre de familias al seno de la suya: por honda que sea la pesadumbre del chico desaparece de su corazón antes que el mareo de su cabeza; por copiosas y ardientes que broten sus lágrimas, caen, se hielan y confunden entre las primeras olas del golfo de Gascuña. Al doblar el cabo de Finisterre hace crisis la existencia del adalid cantabro: bullen en su mente asombrosas ideas, se ofrecen a sus ojos magníficas ilusiones, pueblan sus sueños nunca vistas imágenes; en perpetuo éxtasis con su porvenir sepulta su pasado en el Letéo : todo lo tiene delante, detrás nada. La golondrina engalana ya los espacios con su flexible vuelo; toca ya la crisálida en el primer periodo de su transformación: ya se nos presenta el montañés con sus ribetes de Indiano.

A las Indias, como al reino de los cielos, son muchos los llamados y pocos los escogidos. Todos los que dirigen su rumbo a tan encantados países van a romper lanzas como paladines de un torneo en que es reina la fortuna, dama voluble en sus gracias para los galanes a quienes concede sus favores, consecuente en sus crueldades para los infelices a quienes miró una vez con faz esquiva y desdeñosa.

En tanto que vaga la fragata por esas azarosas y movibles sendas que trazan los vientos en los mares; en tanto que divisa las pintorescas playas de Cuba,descifremos, sin emplear jeroglíficos, emblemas ni conjuros, el inmutable sino de los rapaces que van a bordo de ella, escrito, antes que saliera del astillero, en el voluminoso libro de los hados. Oigamos las palabras, estudiemos el carácter, observemos las acciones del montañesillo del escapulario, diametralmente opuestas a las de un primo suyo que come en su mismo plato y duerme en su misma cama, así deduciremos de un modo infalible cuál se baila entre el número de los escogidos, y cuál solo en el de los llamados.

Mi campeón es alegre y vivaracho; se desliza de noche por la borda del buque a la mesa de guarnición, donde elige a su estómago por confidente único de cierto hurto consumado en la despensa: solo para hacer alarde de su travesura trepa a todas horas por las jarcias hasta la cofa del trinquete, o monta a caballo en el bauprés: entretiene con sus agudezas a los pasajeros de popa; traduce el Telémaco y las fabulas de Fedro; sabe de historia que los moros vinieron a España después que los romanos, y que don Castor de Andechaga enarboló en su pueblo la bandera del mal aconsejado príncipe; es el niño mimado de la tripulación, y como se empeñe en ello hasta tendrá agua dulce para lavarse las manos; lleva recomendaciones para comerciantes, propietarios, tenientes gobernadores y aun para el Intendente de la Habana; no sufre ancas de nadie: si le dan un bofetón devuelve cinco, sin reparar en qué mejilla; posee un mediano equipaje; saltará en tierra con levita de cutí, sombrero de paja, chaleco de piqué, pantalón blanco, corbatín de gró  y borceguíes. Su primo es el reverso de la medalla: siempre está serio y cabizbajo; come tan solo lo que le dan; sumiso a las mas leves insinuaciones del piloto no sale del recinto comprendido entre la proa y el palo mayor: busca un rinconcillo al sol o a la sombra, según cumple a su deseo, y se pasa allí las horas muertas; si le veis con un libro en la mano apostad la vida a que es el Bertoldo o los Doce Pares de Francia; sábese a bordo que entona el romance de la Rosaura, y que cantó en la misa del Gallo de su pueblo los villancicos, pero no hay fuerzas humanas que alcancen a vencer su obstinado propósito de tener oculta su habilidad: a las palabras que le dirigen responde con rústicas sentencias; nadie le hace caso por adusto: si el contramaestre le da un golpe se volverá con mansedumbre del otro lado para que acabe de saciar su furia; si sopla el viento de proa o sobreviene una calma chicha le tasan el agua hasta el extremo de dársela por el oído de un fusil.  Cuando desembarque lo verificará con el mismo traje que lleva a bordo, salvo que se mudara de camisa y estrenara un chaleco de percal pajizo y unos zapatos de becerro blanco con cintas verdes; lleva una carta de recomendación para un soldado del Fijo, y confía además en la benevolencia de un tío suyo, de quien sabe por toda noticia que vivía sano y bueno en Guanabacoa dos años antes.

Ea, amabilísimos lectores, ¿cuál de estos dos seres se os figura que respirará algún día el ámbar de la opulencia arrullado con la música que formen sus onzas de oro al caer en las arcas de su erario, y engreído con el crédito de que goce su firma en todos los mercados? Aun no es tiempo de que lo sepáis.

Hasta que el buque echa el ancla en la bahía de la primera ciudad de Cuba puede decirse que los dos primos han seguido un curso paralelo, como dos arroyos que brotan de un mismo manantial y riegan una misma llanura: desde aquel punto se separan para no encontrarse jamás: fuerza es que los sigamos en sus opuestos y en sus revueltas sinuosidades.

El montañesillo jovial y bullicioso es de los primeros que saltan en tierra: acaso transcurran dos o tres semanas antes que lo verifique el del chaleco pajizo; un mes antes de su llegada ha fallecido su tío, en la última miseria: el soldado en quien cifraba su postrer consuelo se halla destacado en lo interior de la Isla, tales son los funestos informes que adquiere el infeliz, hostigando con sus preguntas a cuantos llegan a bordo: no se le alcanza medio de conseguir su licencia de desembarque: se resigna a los rigores de su estrella, y todo lo compone con no decir esta boca es mía. Al fin el capitán de la fragata se conduele de tan triste abandono, y la víspera de tomar la vuelta de Europa le saca a tierra, y se le encarga al dueño de una bodega, sita en la plaza de san Francisco, con quien tiene suma franqueza. « Ahí te dejo ese chico , le dice, atiéndele hasta que se coloque.» Y al hallarse con tan inesperada acogida, da el pobre rapaz la primera muestra de no ser indiferente a cuanto le rodea: un solidificado lagrimón resbala lento y despacioso por aquel rostro de estuco. Su primo está ya en otro rango , es dependiente en una tienda de ropas de la calle de la Muralla, se granjea el afecto de su amo por lo mucho que promete su viveza y desenfado, lee todas las mañanas el Diario y el Noticioso Lucero, se ejercita en la ciencia de vender no permitiendo salga de allí ningún marchante sin aflojar la mosca e irse muy contento, cada semana se le permite una noche de holgura, y el montañesillo va a la retreta, cada mes va al teatro un domingo por la tarde, cada año gana por de pronto cien duros; aprende la partida doble, se perfecciona en el francés y se impone en los primeros rudimentos de la lengua inglesa. Un muchacho de tan brillantes disposiciones debe subir como la espuma, o no hay justicia en el universo: tiene fe en sí mismo y se envanece al ver cómo le solicitan, ya el primer socio de un almacén de loza, ya un baratillero de la plaza vieja, ofreciéndole triple salario del que disfruta. ¿Cómo resistir a tan lisonjeras tentaciones? También le sonsaca de su nueva colocación con el cebo de mejorar de suerte el ferretero cuya tienda está dos puertas más arriba. Así anda el montañés de Herodes a Pilatos dos, tres, cuatro años, ganando siempre en provecho y categoría, hasta que logra pertenecer al escritorio de una casa de comercio, para llevar los libros o la correspondencia. He aquí la época de su apogeo: en pos vienen el reloj y la cadena del metal más fino de las minas del Perú, y el alfiler de brillantes,  y la camisa de tela real y el frac negro, y el abono al teatro y las suscripciones  a los bailes de santa Cecilia y la Habanera,  y los primeros amores: se encuentra como pez en el agua, y todos sus conatos se encaminan a equilibrar sus gastos con sus ingresos: su principal no tiene de él queja alguna, comerá el pan de su mesa hasta el día del juicio, si ambos viven y el montañés no se cansa de ello: ocupémonos de su primo y paisano.

Desde que el capitán del buque le deja en la bodega, hace propósito su dueño de formarlo para sí y de amoldarle a sus hábitos: en pocas palabras le traza cuál ha de ser su método de vida; y en su consecuencia el muchacho abandona su catre una hora antes que salga el sol del cristalino alcázar de Anfitrite. En los primeros  meses barre, friega y se ocupa en otros oficios de este jaez; luego que aprende, guisa cuanto comen el amo y sus otros dependientes; hasta los dos o tres años no le dan sueldo ninguno; después tampoco se le dan, se le señalan: cuando el bodeguero realice sus intereses dejara treinta o cuarenta

mil duros de capital , y la cantidad que sumen los salarios del montañés con el agregado de su industria y trabajo se reputan por un capital equivalenle : otro socio deposita en metálico la misma cantidad, y ya entra el cantor de la Rosaura a disfrutar en las ganancias una tercera parte. Por lo general nunca se realiza esto sino después de haber pasado dos o tres años bisiestos: en tan largo transcurso de días, solo ha gozado nuestro mancebo tres ratos de solaz, y son un almuerzo que dio su amo en el torreón de la Chorrera en celebridad de haber sacado el premio grande; cinco o seis partidas de tute que jugó una noche con un compañero suyo mientras estaban en vela por hallarse enfermo el dependiente principal; y ciertos festivos coloquios que tuvo a hurtadillas con una mulata.

Además de los cotidianos afanes estuvo a la muerte de resultas de la fiebre amarilla, y por milagro se libró de las garras del tétano de la Isla de Cuba.

Ya tenemos en posición a los dos primos: de ella han de desprenderse de un modo inmediato sus opuestos destinos : ambos sentirían cerrar el ojo sin pisar de nuevo los maravillosos paisajes donde corriera su infancia; quizá no esté lejos el día en que vean colmada esa idea de ventura que con tanto esmero acarician en su mente.

El montañés de la bodega avanza que es un portento: trabajillo le costó descubrir el filón de su mina, mas llegó la época de explotarla, y a fe que lo hace con buen éxito, y no se da mala maña: todo le sale a pedir de boca: no hay empresa que no prospere si en ella figura como socio, ni especulación que no le reditúe  siquiera un diez por ciento; tiene en la uña el vocabulario mercantil; sus papeles se reducen a pagarés y letras de cambio; sus libros a los de cuenta y razón, de cargo y data. Al que le pregunte cuándo piensa volver a Europa, le contesta: «¡ Quién sabe!» En tan lacónico período hay más significación que lo que pudiéramos darle comentándolo. Pero a fuerza de bogar sus asuntos viento en popa, se determina a soltar prenda. «Así que junte cincuenta mil duros  dice, voy a dar un abrazo a los abuelos, » Se hace el balance por Navidad, y como resulten a su favor cuarenta y nueve mil duros y pico bregará otros dos meses  a fin de completar la suma: entre los Indianos se cuentan real por real los pesos duros, como entre los militares se cuentan los años de servicio día por día. Ocurre con frecuencia dilatar el plazo de la vuelta a Europa y duplicar el capital apetecido; porque también se asemeja el Indiano al cazador, que sin cimbel ni reclamo se sitúa a la margen de un arroyo: le costará muchos sudores adquirir elementos tan indispensables para henchir sus jaulas de prisioneros, mas luego que los adquiera caerán pájaros en sus redes como gotas de agua en los campos por la estación de las lluvias. Todos los afanes, todas las fatigas, todas las contrariedades que afligen al Indiano, duran lo que tarda en poseer los primeros cien mil reales: vencido este inconveniente como la gracia de Dios se propagan las onzas de oro en sus baúles, y se declara entre ellos crónica tan salutífera epidemia. Así que cunde lo bastante al colmo de su anhelo, solo aguarda para hacerse a la vela a que pase el equinoccio de marzo.

Con trasladarse a la Habana y con disfrutar mil y quinientos duros cada año no ha hecho el otro montañés sino ensanchar el círculo de sus necesidades, a medida que se ha dilatado el de sus recursos: medio que conduce a no alcanzar medro alguno. Todo lo que no sea trabarse dos circunferencias concéntricas y reducir la que represente  los gastos cuanto más se dilate la de los productos, es andarse por las ramas. Su principal arma un buque para la costa de África, y a instancias suyas arriesga en la expedición una de sus anualidades: he aquí la primera y la última de sus especulaciones mercantiles. Corre el mes de diciembre. Si los vientos no le son constantemente contrarios en todo abril, dará el barco cima a su viaje. Si desembarca en las inmediaciones del Mariel o del Batabanó trescientos o cuatrocientos bozales, en lo cual nada habría de milagroso, realizará nuestro joven su proyecto, refrigerará la sed de diez y siete años en las deliciosas aguas del Nervión. ¡Ah cuantos suicidios se han consumado por haberse destruido castillos fabricados en el aire! ¡Qué de huéspedes no han admitido en su seno las casas de Orates y del Nuncio, porque una maléfica ráfaga de desengaños vino a dar al traste con las más arraigadas ilusiones! ¡Preserve Dios al mercader bisoño de tamañas desventuras cuando llegue a sus oídos la fatal noticia que le trae un bergantín, señalado ya en las almenas del Morro, por los mismos días en que, según sus planes, debía hallarse dando tumbos en el golfo de las Yeguas! La corbeta expedicionaria cayó en las garras del Leopardo marino, y se declaró  buena presa en el tribunal de Sierra Leona. Del mal el menos: el montañés ni se suicida, ni se vuelve loco, abúrrese algún tanto, y al fin decide a todo trance volver a la tierra: su principal le indemniza de la última pérdida , y entre unas cosas y otras reúne unos mil duros escasos, y algunas alhajas de su uso.

Ya se ha operado la metamorfosis: ni la madre que los parió conocería a los antiguos montañeses aunque se encontrara con ellos de manos a boca. El dependiente de la casa de comercio viste con elegancia, se presenta en la calle con el porte de un usía;  también el bodeguero gasta levita y corbata, y aunque no es airoso ni pulido se ha impregnado su figura en esa especie de barniz que destila la riqueza; maravillosa óptica por cuyo cristal parece más sutil y delgado  su cabello, menos tosco su cutis, y no tan paralela su persona desde hombros a tobillos: ambos pueden caer de sorpresa en la casa paternal solicitando hospedaje al anochecer de un día nebuloso, o representando otra inocente farsa que pase a ser anécdota y folletín de un periódico. Aquel montañesillo alegre y bullicioso, que era el Benjamín de sus compañeros de viaje, desembarca en Santander a su regreso de América: trae unos pañuelos de batista para sus hermanas, un cajón de tabacos para su padre, una rueda de cajetillas para el maestro de escuela, y dos cajas de dulce de guayaba para el ama del cura de su pueblo: cumple con todos y todos le agasajan, no llora lástimas a que no ha de proporcionar alivio quien las escuche; y así están sus compatriotas en la creencia de que viene poderosísimo de las Indias: le hacen padrino de todas las bodas, y le llevan en palmas a todas las romerías. No le disgustan aquellas distinciones. Si permaneciera allí le nombrarían de seguro alcalde o comandante de la milicia, y no deja de halagarle lo del uniforme; pero su bolsa va quedándose sin sustancia, y por lo mismo que le aguija el orgullo, antes sería mártir que

confesor. Se halla en el caso de tomar una resolución decisiva , porque el asunto urge, y la que adopta como menos mala es dar otra vez con sus huesos en la Isla de Cuba, después de vivir tres meses entre los suyos. Vuelve de nuevo a su escritorio, y acaba por dar lecciones de gramática y geografía a los hijos de un excelencia.

Aquel otro montañés serio y cabizbajo, a  quien todos detestaban por adusto, regresa al país por New Yorck, Liverpool, y las capitales de Inglaterra y Francia: habla pestes de los extranjeros porque no comprenden el español, único idioma que posee, y porque para alternar con ellos en la mesa a bordo del Greattüesteni tenía que ponerse de punta en blanco. Celebra su regreso a Europa calzando guantes a sus manos por la primera voz; nada le preguntéis de la Gran Bretaña, pues solo se detuvo en Londres el tiempo necesario para hacerse un traje completo y para ver qué hora era; de París os informará mejor; ha asistido una noche a la Academia Real de música, ha visto por fuera el cuartel de Invalidos, y compró en cierta estampería una caricatura de Luis Felipe. Procura entrar en su aldea a la sordina: no es portador de ningún regalo,  solo trae dinero: nadie sabe a cuanto asciende su fortuna. Según su dictamen en tan graves materias lo que está por decir es la mejor palabra. Se lamenta de los tiempos; propiedad de todos los que tienen, llorar para que no los pidan;  señala a sus padres una buena mensualidad, edifica una casa de tres pisos más suntuosa que todas cuantas construyeron sus predecesores en aquellos contornos. ¡Una casa de tres pisos! Pirámide elocuente que atestiguo su victoria, espléndido trofeo de su insigne campaña; gigantesca columna en cuyo pedestal so esculpirá su nombre con letras do oro puro; pirámide, trofeo y columna que servirán de cebo padre por hijo a cuantos montañeses nazcan y se sucedan en el curso de los años, mientras los años no corroan sus cimientos ni aplanen su techumbre.

Ni obsequios, ni agasajos le hacen olvidar al recién venido que no es solo en el mundo, y que donde él viva ha de vivir su metálico:  y  acto continuo se le vienen a la memoria las contribuciones extraordinarias y los préstamos forzosos: de aquí las cavilaciones y los insomnios y los cálculos ambiguos. Es español rancio, y si en su país no anduviera todo manga por hombro, como él dice, se estableciera en Santander o en la Coruña, botaría buques a la mar, y le nombrarían diputado a Cortes o senador del reino en las primeras elecciones.

Tampoco le desagradarla vivir en España sin traer a ella sus capitales; mas como los refranes castellanos son la norma de su conducta, se le ocurre al punto aquel de: «Hacienda tu amo te vea» y decide volver a la Habana, no sin dar antes un vistazo por Madrid, donde permanece quince días: en ellos  conoce a Isabel II, ve la historia natural, pasea una vez en el Prado, va a los toros, asiste a la representación del Pelo de Ia Dehesa, y frecuenta los ministerios. Merced a estas visitas y a algunos centenares de peluconas , obtiene grado de capitán , o título de marqués, o la gran cruz de Isabel la Católica, o las tres cosas juntas; todo estriba en su desprendimiento. ¡Cómo lo va a lucir por semana santa en la plaza de armas, en las procesiones y en las iglesias. Esta vez se embarca en la ciudad de Alcides, y al cabo de un mes pisa de nuevo su tierra de promisión.  Lejos de experimentar quebranto alguno han crecido sus fondos. Se casa con una criolla rica de fortuna y de belleza: administra sus cafetales, beneficia un ingenio en la cuelta de arriba, y engrandece su comercio.

En seis años le da su linda pareja seis robustas criaturas: ellas crecerán y darán buena cuenta del fruto de tantos afanes y tan repetidos sinsabores luego que papá cierre el ojo. Mas no le hagáis semejante observación, porque os dejara fríos contestándoos: «Por mucho que ellos disfruten con despilfarrarlo, no gozarán tanto como yo guardándolo en mis arcones.»

En España no hay pueblo alguno que no surta de habitantes a Querétaro, Caracas, a Montevideo y Arequipa. Como ya no se aparece la madre de Dios a los pastores, ni se tañen solas las campanas cuando entran los arzobispos en las aldeas, mucho es si de cada ciento vuelve uno a su país satisfecho de haber hallado lo que le indujo a atravesar-el charco: basta ese número para que no se resfríe el entusiasmo de sus compatriotas, y, para que a un dos por tres imiten su ejemplo. Contadísimos son los que se trasladan con sus fortunas al suelo natal; de como lo hacían antes son testigos esos edificios que en todos los pueblos de alguna importancia, se conocen con el distintivo de casa del indiano. A pocas leguas de la corte y en la lóbrega villa de Tembleque, descuella entre su humilde caserío una suntuosa morada con sus honores de palacio, en prueba de que todo el que trae de las Indias buena porción de barras de oro dedica un espléndido recuerdo al rincón donde tuvo su cuna. Tan populares se hacen estos sucesos que para enteraros de sus más triviales pormenores no necesitáis sino dirigiros a la más concienzuda santurrona o a las mas liviana posadera, al primer labrador de aquellos contornos, o al último mozo de mulas, según la persona que elijáis oiréis la  historia apetecida en son  de jácara ó conseja, de tradición o de romance.

«De luengas tierras luengas mentiras», por eso algunos individuos, enriquecidos en América, vienen al país creyendo que España boga en un océano de venturas: salen de su error a los pocos minutos de pisar las fértiles playas de Andalucía o la amena costa de Cataluña, y resueltos a no pasar segunda vez el golfo de las Damas, se establecen en Burdeos, donde si no se avienen del todo con el refinamiento de la sociedad francesa, figuran entre lo mas florido, merced a la preponderancia que ejercen sus caudales.

Costumbre es llamar Indiano a todo peninsular que regresa de América. Si se lo llamáis a alguno, y se sonríe es porque, no lo dudéis, al oír cómo le nombrasteis Indiano, dice en sus adentros «sin calzones»; pero si su faz

permanece inmoble y su lengua muda, le regaláis el oído y tenéis delante al verdadero Indiano, esto es al que sale pobre de su aldea y vuelve opulento.

Por último, agradecido al lector, cuya condescendencia le haya inclinado a seguirme hasta este punto, es mi voluntad que si no le agradare el epígrafe de mi  artículo, aunque es tan propio como amplio y significativo, le sustituya por otro más sonoro y denomine al tipo que dejo bosquejado el montañés de las Indias.

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                                                                      BIOGRAFIA DE DON JOSÉ DE ESPRONCEDA
     
Triste, muy triste es ver al cristalino y murmurante alrroyo trasformado en impetuoso torrente, que cae y se quebranta de peña en peña hasta arrastrarse en el llano, cuyas arenas lo absorben antes de convertirse en espaciosa laguna para retratar en su diáfana superficie todas las bellezas que la creacion hacina en sus márgenes privilegiadas. Triste, muy triste es ver cómo desciende al sepulcro en la flor de sus años el hombre que se eleva en alas del genio y de la poesía a excelsas regiones y habita mundos desconocidos, a que da animación su mente y donde le sustenta su imaginacion de fuego; así cede el robusto roble al soplo de los vendavales y se derrumba con hórrido estruendo; no de otro modo se sumerge deshecho por las tormentas el empavesado buque, gala y orgullo de los mares.
      Tal es en bosquejo la vida del cantor del Diablo Mundo: pasaremos con la celeridad posible por los sucesos que más la caracterizan, temerosos de que se apodere de nuestra alma la amargura, y de que el llanto anuble la luz de nuestros ojos.
      A uno de esos acasos de la guerra debe la gloria de contar entre sus ilustres hijos a don José de Espronceda 1a patria de
Francisco Pizarro y de Diego Paredes. Seguía el  padre la honrosa profesion de la milicia, se hallaba empeñado en la memorable
campaña de la independencia como coronel de un regimiento de caballería en la provincia de Extremadura; acompañábale su esposa, ya en cinta, en una de las continuas y penosas marchas de la tropa, hubo de quedarse oprimida por vivísimos dolores en la villa de Almendralejo, donde dio a luz al que más tarde había de ser honra y prez de la poesía castellana. Corría a la sazón el año de 1810 y era la estacónn de los céfiros y las flores.
      Acabada la guerra, se establecía en Madrid la familia de Espronceda, y ya tenía este algunos rudimentos de enseñanza al abrirse
el colegio de san Mateo. Discípulo de Lista, y tempranamente afecto al cultivo de las musas, su primera oda se dirigía a celebrar
la jornada del 7 de julio; enseñósela a su buen maestro: a cada verso que constaba, a cada imagen medianamente descrita, exclamaba Lista regocijado:  "Oyes, ¡esto es magnífico!"  A cada locucion trivial, a cada frase impropia e incoherente, decía sin fruncir el ceño: " Mira, esto es de mal gusto." Ponderaba las bellezas, corregía los defectos y animaba el naciente núrnen del vate: así para llevar por un sendero a sus alumnos nunca empleaba la rígida autoridad de maestro, pues sabía granjearse su infantil cariño, y las blandas insinuaciones hacían el oficio de expresos mandatos. Espronceda estudiaba privadamente con Lista después de cerrado el colegio; también figuraba entre los que, aplicándose poco, lucían mucho: miembro de la academia del Mirto, progresaba en la poesía; con vocacion a la política y liberal por el convencimiento de que es capaz un joven de catorce años, pertenecía a la sociedad de los Numantinos, en clase de tribuno. Preso como Vega y otros compañeros suyos al recaer en aquella causa el fallo de los tribunales de justicia, salía de Madrid  con destino a un convento de Guadalajara, ciudad donde residía a la sazón su padre.
      Allí en la soledad del claustro se enaltecía su mente juvenil y lozana por las regiones de la epopeya. Alentado por su inspiración
vigorosa, no se detenía a indagar si los sonidos de la trompa épica hallarían eco en la sociedad de nuestro siglo. Recorriendo la historia de España y fijándose en el adalid de Covadonga, le parecía asunto grande, sublime y capaz de interesar a un pueblo, la restauracion de la monarquía de los Godos en pugna con la cívilización floreciente y el guerrero empuje de los sectarios de Mahoma.
      Ofrecía este magnífico cuadro el contraste de dos creencias, de dos civilizaciones, de dos enseñas, la cruz y la media luna: cabían excelentes episodios en que alternaran las rudas costurnbres de los esforzados montañeses luchando por su independencia, y la muelle vida de los orientales soñando amores en sus gabinetes embalsamados con olorosas esencias y enriquecidos con sedería y oro, o arrojándose a las lides para propagar la ley de su profeta a sangre y fuego. Acertado anduvo Espronceda en elegir á Pelayo por héroe de su poema, argumento tan dignoy grandioso como la Conquista de Granada y el Descubrimiento del Nuevo Mundo. Si hubiéramos de calificar el mérito de su epopeya por los cantos insertos en la coleccion de sus poesías, nuestro voto le sería favorable; pues hay allí pasajes que admiran por la verdad y atrevimiento de sus pinturas, como el Cuadro del hambre y el fatídico Sueño del rey don Rodrigo. A don Alberto Lista le agradó sobremanera el pensamiento, y aun son suyas algunas octavas en los fragmentos contenidos. No había renunciado Espronceda a terminar el Pelayo, y constantemente poseído de la belleza del asunto es probable que al darle cima hubiera variado de metros a fin de amenizar más el conjunto de la obra.
 

      Cumplida su condena vino a la corte: bajo la rezelosa mirada de la policía le amagaban persecuciones, y ansioso de sacudir
tan cruel desasosiego, no menos aue de correr mundo, determinó salir de España, y encaminándose a Gibraltar puso su planta en el primer país extranjero sin apartarse de nuestro territorio. Cómo se trasladó desde allí a Lisboa, nos lo ha referido con jovial tono y fácil gracejo, distante ya de los peligros y miserias que le acosaran entonces. Por no eclipsar la brillantez de su relato reduciéndolo a mas estrechos límites de los que ocupa en el Pensamierto, nos basta deducir de aquel artículo un dato importante. Después de echar el ancla en el puerto de Lisboa el desmantelado falucho que conducía al joven emigrado, lo abordó la falúa de sanidad: exigieron a los pasajeros el pago de una gabela: cuando a Espronceda le llegó su turno, sacó del bolsillo nn duro, única moneda que cornponía todo su erario; le devolvieron dos pesetas y las arrojó desenfadadamente al agua, porque no quiso entrar en tan gran capital con tan poco dinero.
      Para el que al anochecer de un día nebuloso o sereno vaga por las calles de una ciudad extraña, sin pan que le sustente, ni techo que le abrigue, ni amigo que le tienda una mano, no son todas penas y angustias como acaso imaginan los que en sedentaria vida vegetan o con la comodidad de la opulencia viajan. Un espíritu henchido de fuego y ávido de aventuras, un corazón resuelto y una voluntad fírrne triunfan siempre de este trance, congojoso y amargo para los que se anegan en poca agua. No pertenecía Espronceda a esta clase: pobre como Hornero desembarcaba en el país del cantor de Vasco de Gama: aquí entre privaciones y escaseces tuvo origen esa pasión amorosa, violenta, vehemente y profunda, pasión embellecida por su imaginacion ardorosa, y que con sus goces y penalidades, sus dichas y contratiempos absorbe gran parte de su existencia.
      Propio de una novela sería narrar las diversas alternativas de tan ardientes amores: omitiríamoslas nosotros aun cuando se adaptasen a la índole de esta obra, porque acaecen lances en la vida de los hombres que deben envolverse en el sudario del olvido, y hay secretos de amistad sobre los cuales cae de repente y a perpetuidad la losa del silencio.
      Eran por aquella época los emigrados la continua pesadilla de los consejeros del rey de España, y no los consentían a la puerta de casa: por eso Espronceda y otros se vieron en la necesidad de trasladarse a Londres, cuyo suelo fua para todos más hospitalario. Dividía el poeta extremeño las horas entre sus desvaríos amorosos y sus estudios: leía a Shakspeare, a Milton y a Byron, y si consultamos sus inclinaciones, sus costumbres, sus poesías no sería difícil demostrar que Espronceda se propuso por modelo al último de estos tres escritores: entonaba cánticos de apasionada ternura a su dama y dedicaba a su país acentos, no lánguidos y pobres de valentía como los de Martínez de la Rosa en ocasión semejante, sino bien sentidos y expresados a estilo del profeta de las Lamentaciones deplorando el abatimiento de la nación que había dictado leyes al mundo, y en cuyas posesiones nunca descendía el sol a su ocaso.
    
       Tal vez en Londres gozaba Espronceda el período más feliz de su vida aun cuando no abundase en recursos. Cruzaba después
el canal de la Mancha, fijando en París su residencia: entusiasta por la libertad de los pueblos se batía en el puente de las Artes y detrás de las barricadas durante los tres días de julio. Venía más tarde entre aquel puñado de españoes que mas acá del Pirineo dieran estériles señales de bizarría, asistiendo a la infeliz jornada en que sucumbiera heróicamente don Joaquín de Pablo. Vuelto á París se inscribia en la gloriosa cruzada que espíritus nobles imaginaron por salvar a la oprimida Polonia, sublime y heróica empresa contrariada por Luis Felipe con la voluntad inflexible de un soberano bien quisto de su pueblo. A la mágica voz de amnistía regresaba Espronceda al suelo patrio, y dirigiendo ya los negocios el ministro Cea, entraba en el cuerpo de guardias de la real persona. Amado de sus compañeros y querido de sus jefes, sin duda hubiera sido uno de los más pomposos vástagos de aquel rico plantel de la milicia española, si un Imprevisto suceso no viniera a cortar en flor sus esperanzas. Hubo de escribir unos versos alusivos a la política militante, y aplaudidos en un banquete, deslizándose de mano en mano es fama que llegaron a las del primer ministro, quien no se descuidó en mostrárselos al monarca: llamó este al capitán del cuerpo, y aunque al principio abogó con energía por su subordinado, apoyándose en su puntualidad para el servicio y en sus felices disposiciones para la milicia, doblóse al fin a las exigencias ministeriales y el poeta dejó de ser guardia. Desterrado a la villa de Cuellar, reunió materiales y compuso una colección de bellos cuadros, áaque dió el nombre de novela: si corresponde al título que tiene, dista mucho de figurar El Sancho de Saldaña en primera línea entre esa clase de producciones.

      Apenas apuntó en España la aurora de libertad con la promulgacion del Estatuto, se hizo Espronceda periodista; su altivo pensamiento no podía soportar el yugo de la previa censura. Contábase entre los redactores del Siglo, de que era director don Bernardino Nuñez Arenas, propietario el señor Faura y censor el señor Gonzalez Allende. Prohibidos por este los materiales destinados al número 14 del periódico más valiente de entonces no sabian los redactores cómo salir de aquel apuro. Espronceda tuvo la oportuna idea de proponer que se publicara el Siglo en blanco: asintieron todos sin dificultad a la propuesta y al día siguiente se repartía su diario con los epígrafes de : La amnistía. - Politica interior. - Carta de don Miguel y don Manuel María Azaña en defensa de su  honor y patriotismo. - Sobre Cortes. - Cancion a la muerte de don Joaquín de Pablo (Chapalangarra). De resultas fue vedada la publicacion del Siglo, y sus redactores tuvieron que andar a salto de mata para desorientar a  los que de orden del gobernador civil iban en su busca.
      Tuvo Espronceda gran parte en los movimientos de los años de 1835 y 1836, haciendo barricadas en la Plaza Mayor de esta corte y pronunciando fogosas arengas. Como en ambas ocasiones pudo la autoridad militar contener por pocas horas el fuego que habia cundido de provincia en provincia, se vio obligado a esconderse el poeta revolucionario. Hallábase en los baños de Santa Engracia cuando el ayuntamiento de Madrid dio en 1840 el grito de setiembre, que forzosamente había de prevalecer segundándolo el caudillo de los ejércitos nacionales a la cabeza de cien mil combatientes. Luego que lo supo tomó la posta y vino a incorporarse a la octava compañia de cazadores de que era teniente. Sonaba su voz en el jurado, defendiendo un artículo del Huracán, denunciado por aquellos dias. Del modo más explícito hizo alarde de sus opiniones republicanas; temía que del pronunciamiento no se obtuviesen grandes resultados y exclamaba: "Yo bien sé que después de violentas borrascas quedan insectos sobre la tierra que corrompen la atmósfera con su fétido aliento." Justificando aquel trastorno y recalcando la precision que había de variar de rumbo, decía : "Hasta  ahora ha visto la nación que sus representantes se han arrojado  sobre ella para devorarla como una horda de casacas." Creía que si todos se persuadieran de la excelencia del gobierno republicano y se tratara luego de imponer castigos a sus defensores, habría que fusilar a la humanidad entera. Abundaba su discurso en frases de esta especie: obtuvo diversos aplausos y el artículo del Huracán fue absuelto.

      Por el mes de diciembre de 1841 se dirigía a El Haya a desempeñar la secretaría de la legación española; regresaba poco después a Madrid como representante de Almería en el congreso. Ya decaída su salud en gran manera por lo azaroso y desordenado
de su vida, había sufrido doble quebranto con el viaje hecho a la fría Holanda en lo más crudo del invierno.
      Bien conocían sus admiradores que no cubrirían canas aquella erguida frente, y sus temores se realizaron mucho antes de lo que
imaginaban. Atacado de una inflamacion en la garganta, expiró a los cuatro días de enfermedad a las nueve de la mañana del 23 de mayo de 1842,en los brazos de sus predilectos amigos.

      Profunda sensacion causó tan temprana muerte: numeroso cortejo seguía el ataúd del poeta acompañándolo hasta el cementerio
de la puerta de Atocha; y nuestro amigo don Enrique Gil conmovía a todos los concurrentes con la lectura de una tierna elegía recitada entre sollozos.

      Poeta de esplendorosa fantasía, de númen potente, de entonacion robusta, osado en las formas, elegante en las locuciones, daba lujo, facilidad y elocuencia á su nervioso estilo. Dotado de singular arrojo, capaz del más férvido entusiasmo, amaba los peligros y se esparcía su ánimo imaginando temerarias empresas.
      En la edad antigua y en la patria de Sócrates hubiera sido rival de Alcibiades o hubiera muerto en las Termópilas con Leonidas; en la edad media hubiera merecido la ínclita gloria de que se leyesen sus hazañas en el poema del Taso; al principio de la edad moderna le hubiera visto Cristóbal Colon a borde de su carabela.
      Mas no simbolizan por cierto la virtud sublime y la fe religiosa el siglo de Espronceda, siglo en que de todo se hace mercancía, en que todo se reduce a guarismos y se pesa y se quilata; siglo en fin de mezquindad y prosa. Impetuoso el cantor de Pelayo y sin cauce natural a su inmenso raudal de vida, se desbordó con furia gastando su ardor bizarro en desenfrenados placeres y crapulosos festines: a haber poseído inmensos caudales fuera el don Juan Tenorio del siglo diez y nueve.
      Una de las canciones más celebradas de Espronceda es El Pirata, donde pinta admirablemente al hombre que tiene el mar por patria. Nosotros hemos hecho largas navegaciones: bella es la perspectiva del sol brotando en chispas de oro del seno de las aguas, o escondiéndose al término de su triunfal carrera entre grupos de caprichosas nubes que semejan la mole de almenado castillo o el contorno de pirámide gigantesca, o la arcada de macizo puente, o el muro de ciudad antigua. Magnífica de encantos desciende la noche, ya se ostente tranquila con su fúlgida cohorte de estrellas, ya aparezca entre nubes de negro celaje, que desvanece la primera luz del alba o rasga a deshora el resplandor de la luna, surgiendo roja de la tinieblas y mostrando su disco como el cráter de un volcán preñado de ardiente lava. Recrean al navegante el fosfórico brillo de las ondas estrellándose en el costado del buque, la luminosa estela que se dilata por la popa, y el ruido de la quilla hendiendo las aguas, semejante al fragor de umbroso bosque agitado por el viento o al soberbio hervir de majestuosa catarata quebrantándose de roca en roca.
      Todos esos goces los habíamos concebido antes de surcar los mares: nos lo revelaba la canción de Espronceda. Muchas veces la hemos repetido sobre cubierta a tiempo de rielar en el océano la luna y de gemir en la lona fresca brisa alzando olas de plata y azul en blando movimiento; ni nos ha faltado ocasión de recitarla teniendo por música los huracanes y el estrépito y temblor de los cables sacudidos. Espronceda blasona de su amor a los peligros en la Cancion del Pirata.

      Su espíritu belicoso se halla patente en el Canto del cosaco; lo acrisolado de su patriotismo en la Despedida del joven griego de la hija del apóstata;  sus delirios de socialista en el Mendigo y en el Verdugo; en el Himno al sol su elevacion de ideas; cuando canta Al Lucero llora la pérdida de sus ilusiones; cuando en una orgía se dirige a Jarifa, el hastío le devora; cuando compone El estudiante de Salamanca, dibuja en don Felix de Montemar su propio retrato. Con leer ese precioso tomo de poesías publicado en 1840, estudia uno al poeta y se familiariza con el hombre: sus  versos vienen a ser un exacto compendio de su historia.      Existen en los periódicos algunas de sus poesías sueltas: en el Español dos fragmentos de una leyenda El Templario; en el Pensamiento un romance a Laura; en el Iris estrofas de una oda a la traslacion de las cenizas de Napoleon y un fragmento de El Diablo Mundo, titulado El ángel y el poeta; en el Labriego una composicion al Dos de Mayo. De esta parece oportuno indicar alguna cosa.
      Desde que el general en jefe de las tropas de Isabel II escribió su célebre manifiesto sobre la cureña de un cañón en el Mas de
las Matas, no se avenían los hombres del progreso a agitarse sin fruto entre el polvo de la derrota, y no desperdiciaban momento
de maquinar' contra sus triunfantes adversarios. Abiertas las cortes de 1840, eligieron por campo de batalla la discusión de actas electorales impugnándolas una por una con prolijidad enfadosa, y repitiendo basta la saciedad unos mismos cargos, como para dar tiempo a que madurase algun proyecto de trastorno.
      Ya muy avanzada la sesion del 3 de febrero hervía la multitud a las puertas del congreso; descansaba sobre las armas un piquete
de infantería en el solar de las monjas de Pinto: pedía la palabra don Joaquin María Lopez, y al decir en el exordio de su arenga incendiaria, que iba a arrancar muchas máscaras y a llamar las cosaspor sus verdaderos nombres, estallaba en las galerías y en las tribunas ruidoso y universal aplauso: percibíase dentro la gritería de las gentes agrupadas en torno de la parte exterior del edificio; se refugiaba el jefe político de Madrid al salón de columnas. Continuando la sesion aseguraba el gabinete que había adoptado las medidas convenientes para restablecer el público sosiego; algún diputado replicaba: todavía no oigo el estampido de los cañones; uno de los alcaldes constitucionales se sonreia con calma sin moverse de su escaño, y se hacía de nuevas tal individuo que había intervenido en los preliminares del alboroto. Mientras se representaba en el salón de las sesiones tan pobre farsa, ocurrían escenas más tristes en la calle: en medio de infinitos grupos la segunda autoridad militar de esta corte les invitaba al orden hablándoles afectuosamente y con el sombrero en la mano. "Respetad la ley, hijos." " Vd. es el que ha de respetar al pueblo",le decía alguno. "Orden, señores", repetía el gobernador de la plaza. "¡Miren quién proclama el órden!",  respondía otro, "el segundo de Bessieres."  Pálido como la cera y siguiendo sus amonestaciones, contestaba el general: "Sí, señores, he sido segundo de Bessieres; pero ahora
sirvo a la causa de Isabe! II y he derramado mi sangre por ella." "Con la misma lealtad servirá vd. esta causa que la otra.." Tan
escandaloso diálogo no se podía prolongar más tiempo. A la llegada del capitán general empezaban a llover piedras sobre la
tropa: aquel jefe declaró a Madrid en estado de sitio al son de trompetas; como el pueblo no despejase la plazuela de Santa Catalina, mandó cargar a algunos caballos: lo hicieron a media rienda y lanza en ristre; salváronse con la fuga todos, menos un miliciano, que por lucir su serenidad o por no haberse metido en nada, quiso aguardar a pie firme y cayó al suelo sin vida.

¡Ay! Para hollar la libertad sagrada
el príncipe, borrón de nuestra bistoria,
llamó en su auxilio la francesa espada
que segase el laurel de vuestra gloria,

      Al día siguiente fue también la sesión borrascosa: hubo otras parecidas antes y después de constituirse el congreso con motivo
de la discusión de la ley sobre ayuntamientos y especialmente del artículo relativo al nombramiento de alcaldes. No perdonaba
medio la minoría de concitar el descontento de las masas y de provocar disturbios: ofreciole aquel gobierno poco previsor o
sobradamente temerario una propicia coyuntura al designar para inspector de la milicia ciudadana al capitan general de Castilla
la Nueva, y debía presentarse al frente de sus batallones, escuadrones y brigadas el día dos de Mayo. Entonces iba a reventar
la mina cargada de combustible hasta la boca, y para que la explosión fuera más terrible y espantosa compuso Espronceda la
poesía que hemos citado. Allí describía con mágica vehemencia el afrentoso espectáculo de la corte de Cárlos IV vendida a los
franceses, como se creía en f808, y la heroicidad del pueblo madrileño como la reconoce la historia. Para significar el esfuerzo
de España en la lucha de la independencia decía arrebatado por su inspiracion vigorosa:

Del cetro de sus reyes los pedazos
del suelo ensangrentados recogía,
y un nuevo trono en sus robustos brazos
levantando a su príncipe ofrecía.

      Tronaba despues fieramente indignado, por el triste galardón otorgado a tanto sacrificio y ardimiento, de este modo:

El trono que erigió vuestra bravura
sobre huesos de héroes levantado.
Un rey ingrato de memoria impura
con eterno baldón dejó manchado.

    Aludía a la segunda época constitucional, y bramando de ira exclamaba con solemne acento. Ni perdonaba en sus violentos arranques al rey de los franceses, ni omitía señalar los enemigos a quienes era fuerza combatir para obtener el triunfo; sus palabras eran estas:

Hoy esa raza degradada, espuria,
pobre nación, que esclavizar te anhela,
busca también por renovar tu injuria
de extranjeros monarcas la tutela.

     Tras de la voz enérgicamente dolorosa al recordar las antiguas glorias y la supuesta servidumbre del momento, venía el apóstrofe
desdeñoso y el tono de menosprecio para herir el amor propio y azuzar el coraje del pueblo impeliéndole al combate; así concluía su inspiracion volcánica y tremebunda:

Verted, juntando las dolientes manos,
lágrimas ¡ay! que escalden la mejílla;
mares de eterno llanto, castellanos,
no bastan a borrar vuestra mancilla.

Llorad como mujeres, vuestra lengua
no osa lauzar el grito de venganza;
apáticos vivís en tanta mengua
y os cansa el brazo el peso de la lanza.

¡Oh! en el dolor inmenso que me inspira
el pueblo en torno avergonzado calle,
y estallando las cuerdas de mi lira,
roto también mi corazon estalle.

      Esta composicion, expresamente escrita para producir efecto, no lo alcanzó por la circunstancia de no haberse presentado en
la formación el capitan general de Castilla la Nueva como inspector de la milicia. Y aun es fama que semejante conducta le costó
su empleo. De estos incidentes hemos hablado no de oídas, sino como testigos presenciales.

           A la muerte de Espronceda nos quedaron seis cantos del Diablo Mundo: según el plan de este poema, elástico sin medida,
aun cuando el cielo hubiera concedido largos años de vida al bizarro vate, nunca el fin coronara su obra, grandioso engendro de una imaginacion fecunda y de un desgarrador escepticismo.
     De esta suerte exponía su pensamiento en el primer canto:

Nada menos te ofrezco que un poema
con lances raros y revuelto asunto,
de nuestro mundo y sociedad emblema,
que hemos de recorrer punto por punto.
Si logro yo desenvolver mi tema,
fiel traslado ha de se, cierto trasunto
de la vida del bombre, y la quimera
tras de que va la humanidad entera.

     Conociendo lo escabroso de tan triste senda, quería alfombrarla de flores, por eso prometía desenvolver su asunto:

En varias formas, con diverso estilo,
en diferentes géneros, calzando
ora el coturno trágico de Esquilo;
ora la trompa épica sonando,
ora cantando plácido y tranquilo;
ora en trivial lenguaje, ora burlando,
conforme esté mi humor, porque á él me ajusto,
y allá van versos donde va mi gusto.

      Su héroe con cuerpo de hombre y alma de niño debía pasar por situaciones altamente originales entre las diversas jerarquías de vivientes. Preso al amanecer rejuvenecido, cuidado con esmero en la cárcel por una mujer del pueblo bajo, instruido por su padre con máximas propias de un presidio, arrastrado sin saberlo a un robo y embelesado en contemplar la hermosura de una dama reclinada en su lecho, mientras sus camaradas saquean joyas en aquel palacio; fugitivo y oculto en una morada donde se compran placeres, y cuya dueña llora la muerte de una hija; ansioso por restituirla a la existencia, Adán es un personaje de interés sumo.   Exactitud y tono conveniente resaltan en los diferentes cuadros de este poema, que por su índole no hubiera alcanzado popularidad sino en un pais de filósofosy pensadores.
      Espronceda había intercalado un canto A Teresa; según su expresión propia puede saltarlo el que guste, pues es un desahogo de su corazon y nada tiene que ver con el poema; pero tiene que ver mucho con sus amarguras y con el desgarramiento de sus entrañas y con su desencanto y su hastío. Obra maestra es en el género fantástico el prólogo del Diablo Mundo. Espronceda lo leía de una manera admirable y en tono de grata y solemne canturia.

      Atribuyeron algunos a falta de costumbre su escasa brillantez oratoria en la tribuna del parlamento. Verdad es que ya no tenía
fuerzas físicas, y solo su portentoso espíritu le alentaba; sin emnargo, Espronceda no hubiera sobresalido en el curso de las discusiones; tal vez en momentos dados fascinara a sus oyentes mezclando agudezas y sarcasmos en su decir, de ordinario balbuciente y mal seguro, y solo por intervalos nervioso y prepotente: nunca hubiera sido paladín muy temible en la liza parlamentaria.
      Gallardo de apostura, airoso de porte y dotado de varonil belleza, le hacía aún más interesante la tinta melancólica que empañaba su rostro: cediendo a los impulsos de su corazon, centro de generosidad y nobleza, pudiera haber figurado como rey de la moda entre la juventud de toda ciudad donde fijara su residencia; mas abrumado por sus ideas de hastío y desengaño pervertía a los que se doblaban á su vasallaje. Hacía gala de mofarse insolente de la sociedad en públicas reuniones, y a escondidas gozaba en aliviar los padecimientos de sus semejantes; renegaba en la mesa de un café de todo sentimiento caritativo, y al retirarse solo se quedaría sin un real por socorrer la miseria de un pobre. Cuando Madrid gemía desolado y aíligido por el cólera-morbo, se metía en casas ajenas a cuidar los enfermos y consolar los moribundos. Espronceda en su tiempo venía a ser una joya caída en un lodazal donde había perdido todo su esmalte y trocádose en escoria. Se hacía querer de cuantos le trataban y a todos sus vicios sabía poner cierto sello de grandeza: hace tres años  y medio que le lloramos sus amigos, desde entonces luce de continuo sobre su sepulcro una guirnalda de siemprevivas.

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