José Espronceda

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El reo de muerte

El estudiante de Salamanca (fragmento)

A la muerte de Torrijos y de sus compañeros

A...Madrigal

Canción del pirata

Himno al Sol

El dos de Mayo

Un carajo inpertérrito...

Cuán necios son...

La pata de palo

EL REO DE MUERTE
¡Para hacer bien por el alma
del que van a ajusticiar!
I
Reclinado sobre el suelo
con lenta amarga agonía,
pensando en el triste día
que pronto amanecerá,
en silencio gime el reo
y el fatal momento espera
en que el sol por vez postrera
en su frente lucirá.
Un altar y un crucifijo,
y la enlutada capilla
lánguida vela amarilla
tiñe en su luz funeral,
y junto al mísero reo,
medio encubierto el semblante,
se oye al fraile agonizante
en son confuso rezar.
El rostro levanta el triste
y alza los ojos al cielo;
tal vez eleva en su duelo
la súplica de piedad:
¡Una lágrima! ¿es acaso
de temor o de amargura?
¡Ay! a aumentar su tristura
¡Vino un recuerdo quizá!
Es un joven y la vida
llena de sueños de oro,
pasó ya, cuando aún el lloro
de la niñez no enjugó:
El recuerdo es de la infancia,
¡Y su madre que le llora,
para morir así ahora
con tanto amor le crió!
Y a par que sin esperanza
ve ya la muerte en acecho,
su corazón en su pecho
siente con fuerza latir,
al tiempo que mira al fraile
que en paz ya duerme a su lado,
y que ya viejo y postrado
le habrá de sobrevivir.
¿Mas qué rumor a deshora
rompe el silencio? resuena
una alegre cantinela
y una guitarra a la par,
y gritos y de botellas
que se chocan, el sonido,
y el amoroso estallido
de los besos y el danzar.
Y también pronto en son triste
lúgubre voz sonará:
¡Para hacer bien por el alma
del que van a ajusticiar!
Y la voz de los borrachos,
y sus brindis, sus quimeras,
y el cantar de las rameras,
y el desorden bacanal
en la lúgubre capilla
penetran, y carcajadas,
cual de lejos arrojadas
de la mansión infernal.
Y también pronto en son triste
lúgubre voz sonará:
¡Para hacer bien por el alma
del que van a ajusticiar!
¡Maldición! al eco infausto
el sentenciado maldijo
la madre que como a hijo
a sus pechos le crió;
y maldijo el mundo todo,
maldijo su suerte impía,
maldijo el aciago día
y la hora en que nació

II
Serena la luna
alumbra en el cielo,
domina en el suelo
profunda quietud;
ni voces se escuchan,
ni ronco ladrido,
ni tierno quejido
de amante laúd.
Madrid yace envuelto en sueño,
todo al silencio convida,
y el hombre duerme y no cuida
del hombre que va a expirar;
si tal vez piensa en mañana,
ni una vez piensa siquiera
en el mísero que espera
para morir, despertar;
que sin pena ni cuidado
los hombres oyen gritar:
¡Para hacer bien por el alma
del que van a ajusticiar!
¡Y el juez también en su lecho
duerme en paz! ¡y su dinero
el verdugo placentero
entre sueños cuenta ya!
Tan sólo rompe el silencio
en la sangrienta plazuela
el hombre del mal que vela
un cadalso al levantar.
Loca y confusa la encendida mente,
sueños de angustia y fiebre y devaneo
el alma envuelven del confuso reo,
que inclina al pecho la abatida frente.
Y en sueños
confunde
la muerte,
la vida.
Recuerda
y olvida,
suspira,
respira
con hórrido afán.
Y en un mundo de tinieblas
vaga y siente miedo y frío,
y en su horrible desvarío
palpa en su cuello el dogal;
y cuanto más forcejea,
cuanto más lucha y porfía,
tanto más en su agonía
aprieta el nudo fatal.
Y oye ruido, voces, gentes,
y aquella voz que dirá:
¡Para hacer bien por el alma
del que van a ajusticiar!
O ya libre se contempla,
y el aire puro respira,
y oye de amor que suspira
la mujer que un tiempo amó,
bella y dulce cual solía,
tierna flor de primavera,
el amor del la pradera
que el abril galán mimó.
Y gozoso a verla vuela,
y alcanzarla intenta en vano,
que al tender la ansiosa mano
su esperanza a realizar,
su ilusión la desvanece
de repente el sueño impío,
y halla un cuerpo mudo y frío
y un cadalso en su lugar.
Y oye a su lado en son triste
lúgubre voz resonar:
¡Para hacer bien por el alma

del que van a ajusticiar

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 El estudiante de Salamanca (fragmento)

Segundo Don Juan Tenorio,

alma fiera e insolente,

irreligioso y valiente,

altanero y reñidor;

siempre el insulto en los ojos,

en los labios la ironía,

nada teme y todo fía

de su espada y su valor.

Corazón gastado, mofa

de la mujer que corteja,

y hoy despreciándola deja,

la que ayer se le rindió.

Ni el porvenir temió nunca,

ni recuerda en lo pasado,

la mujer que ha abandonado

ni el dinero que perdió.

Ni vio el fantasma entre sueños

del que mató en desafío,

ni turbó jamás su brío

recelosa previsión.

Siempre en lances y en amores

siempre en báquicas orgías,

mezcla en palabras impías

un chiste a una maldición.

En Salamanca famoso

por su vida y buen talante

al atrevido estudiante

le señalan entre mil;

fuero le da su osadía,

le disculpa su riqueza,

su generosa nobleza,

su hermosura varonil.

Que su arrogancia y sus vicios,

caballeresca apostura,

agilidad y bravura

ninguno alcanza a igualar;

que hasta en sus crímenes mismos,

en su impiedad y altiveza,

pone un sello de grandeza

Don Félix de Montemar.

 

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A LA MUERTE DE TORRIJOS Y DE SUS COMPAÑEROS

           Helos allí: junto a la mar bravía

    cadáveres están ¡ay! los que fueron

  honra del libre, y con su muerte dieron

almas al cielo, a España nombradía.

     Ansia de patria y libertad henchía

   sus nobles pechos que jamás temieron,

    y las costas de Málaga los vieron

    cual sol de gloria en desdichado día.

       Españoles, llorad; mas vuestro llanto

    lágrimas de dolor y sangre sean,

    sangre que ahogue a siervos y opresores,

     y los viles tiranos con espanto

    siempre delante amenazando vean

    alzarse sus espectros vengadores.

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A...
  MADRIGAL

Son tus labios un rubí
partido por gala en dos,
arrancado para ti
de la corona de un dios.

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Canción del pirata

Con diez cañones por banda,
viento en popa, a toda vela,
no corta el mar, sino vuela
un velero bergantín.
Bajel pirata que llaman,
por su bravura, El Temido,
en todo mar conocido
del uno al otro confín.

La luna en el mar riela
en la lona gime el viento,
y alza en blando movimiento
olas de plata y azul;
y va el capitán pirata,
cantando alegre en la popa,
Asia a un lado, al otro Europa,
y allá a su frente Istambul:

Navega, velero mío
sin temor,
que ni enemigo navío
ni tormenta, ni bonanza
tu rumbo a torcer alcanza,
ni a sujetar tu valor.

Veinte presas
hemos hecho
a despecho
del inglés
y han rendido
sus pendones
cien naciones
a mis pies.

Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.

Allá; muevan feroz guerra
ciegos reyes
por un palmo más de tierra;
que yo aquí; tengo por mío
cuanto abarca el mar bravío,
a quien nadie impuso leyes.

Y no hay playa,
sea cualquiera,
ni bandera
de esplendor,
que no sienta
mi derecho
y dé pechos mi valor.

Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.

A la voz de "¡barco viene!"
es de ver
cómo vira y se previene
a todo trapo a escapar;
que yo soy el rey del mar,
y mi furia es de temer.

En las presas
yo divido
lo cogido
por igual;
sólo quiero
por riqueza
la belleza
sin rival.

Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.

¡Sentenciado estoy a muerte!
Yo me río
no me abandone la suerte,
y al mismo que me condena,
colgaré de alguna antena,
quizá; en su propio navío
Y si caigo,
¿qué es la vida?
Por perdida
ya la di,
cuando el yugo
del esclavo,
como un bravo,
sacudí.

Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.

Son mi música mejor
aquilones,
el estrépito y temblor
de los cables sacudidos,
del negro mar los bramidos
y el rugir de mis cañones.

Y del trueno
al son violento,
y del viento
al rebramar,
yo me duermo
sosegado,
arrullado
por el mar.

Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.

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 HIMNO AL SOL
   
Para y óyeme ¡oh sol! yo te saludo
y extático ante ti me atrevo a hablarte:
ardiente como tú mi fantasía,
arrebatada en ansia de admirarte
intrépidas a ti sus alas guía.
¡Ojalá que mi acento poderoso,
sublime resonando,
del trueno pavoroso
la temerosa voz sobrepujando,
¡oh sol! a ti llegara
y en medio de tu curso te parara!
¡Ah! Si la llama que mi mente alumbra
diera también su ardor a mis sentidos;
al rayo vencedor que los deslumbra,
los anhelantes ojos alzaría,
y en tu semblante fúlgido atrevidos,
mirando sin cesar, los fijaría.
¡Cuánto siempre te amé, sol refulgente!
¡Con qué sencillo anhelo,
siendo niño inocente,
seguirte ansiaba en el tendido cielo,
y extático te vía
y en contemplar tu luz me embebecía!
De los dorados límites de Oriente
que ciñe el rico en perlas Oceano,
al término sombroso de Occidente,
las orlas de tu ardiente vestidura
tiendes en pompa, augusto soberano,
y el mundo bañas en tu lumbre pura,
vívido lanzas de tu frente el día,
y, alma y vida del mundo,
tu disco en paz majestuoso envía
plácido ardor fecundo,
y te elevas triunfante,
corona de los orbes centellante.
Tranquilo subes del cénit dorado
al regio trono en la mitad del cielo,
de vivas llamas y esplendor ornado,
y reprimes tu vuelo:
y desde allí tu fúlgida carrera
rápido precipitas,
y tu rica encendida cabellera
en el seno del mar trémula agitas,
y tu esplendor se oculta,
y el ya pasado día
con otros mil la eternidad sepulta.
    ¡Cuántos siglos sin fin, cuántos has visto
en su abismo insondable desplomarse!
¡Cuánta pompa, grandeza y poderío
de imperios populosos disiparse!
¿Qué fueron ante ti?  Del bosque umbrío
secas y leves hojas desprendidas,
que en círculos se mecen,
y al furor de Aquilón desaparecen.
Libre tú de la cólera divina,
viste anegarse el universo entero,
cuando las hojas por Jehová lanzadas,
impelidas del brazo justiciero
y a mares por los vientos despeñadas,
bramó la tempestad; retumbó en torno
el ronco trueno y con temblor crujieron
los ejes de diamante de la tierra;
montes y campos fueron
alborotado mar, tumba del hombre.
Se estremeció el profundo;
y entonces tú, como señor del mundo,
sobre la tempestad tu trono alzabas,
vestido de tinieblas,
y tu faz engreías,
y a otros mundos en paz resplandecías,
    y otra vez nuevos siglos
viste llegar, huir, desvanecerse
en remolino eterno, cual las olas
llegan, se agolpan y huyen de Oceano,
y tornan otra vez a sucederse;
mientras inmutable tú, solo y radiante
¡oh sol! siempre te elevas,
y edades mil y mil huellas triunfante.
    ¿Y habrás de ser eterno, inextinguible,
sin que nunca jamás tu inmensa hoguera
pierda su resplandor, siempre incansable,
audaz siguiendo tu inmortal carrera,
hundirse las edades contemplando
y solo, eterno, perenal, sublime,
monarca poderoso, dominando?
No; que también la muerte,
si de lejos te sigue,
no menos anhelante te persigue.
¿Quién sabe si tal vez pobre destello
eres tú de otro sol que otro universo
mayor que el nuestro un día
con doble resplandor esclarecía!!!
    Goza tu juventud y tu hermosura,
¡oh sol!, que cuando el pavoroso día
llegue que el orbe estalle y se desprenda
de la potente mano
del Padre soberano,
y allá a la eternidad también descienda,
deshecho en mil pedazos, destrozado
y en piélagos de fuego
envuelto para siempre y sepultado;
de cien tormentas al horrible estruendo,
en tinieblas sin fin tu llama pura
entonces morirá.  noche sombría
cubrirá eterna la celeste cumbre:
ni aun quedará reliquia de tu lumbre!!!

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El dos de Mayo

¡Oh! ¡Es el pueblo! ¡Es el pueblo! Cual las olas
del hondo mar, alboratado brama;
las esplendentes glorias españolas,
su antigua prez, su independencia aclama.

Hombres, mujeres vuelan al combate;
el volcán de sus iras estalló:
sin armas van, pero en sus pechos late
un corazón colérico español.

La frente coronada de laureles,
con el botín de la vencisa Europa,
con sangre hasta las cinchas los corceles
en cien campañas, veterana tropa,

los que el rápido Volga ensangrentaron,
los que humillaron a sus pies naciones,
sobre las pirámides pasaron
al galope veloz de sus bridones,

a eterna lucha, a desigual batalla,
Madrid provoca en su encendida ira,
su pueblo inerme allí entre la metralla
y entre los sables reluchando gira.

Graba en su frente luminosa huella
la lumbre que destella el corazón;
y a parar con sus pechos se atropella
el rayo del mortífero cañón.

¡Oh de sangre y valor glorioso día!
Mis padres cuando niño me contaron
sus hechos ¡ay! y en la memoria mía
santo recuerdo de virtud quedaron!!

"Entonces indignados, me decían,
cayó el cetro español pedazos hecho;
por precio vil a extraños nos vendían,
desde el de CARLOS profanando lecho.

La corte del monarca disoluta,
prosternada a las plantas de un privado,
sobre el seno de impura prostituta,
al trono de los reyes ensalzado.

Sobre coronas, tronos y tiaras,
su orgullo solo, y su capricho ley,
hordas, de snagre y de conquista avaras,
cada soldado un absoluto rey,

fijo en España el ojo centelleante,
el Pirene a salvar pronto el bridón,
al rey de reyes, al audaz gigante,
ciegos ensalzan, siguen en montón".

Y vosotros, ¿qué hicistéis entre tanto,
los de espíritu flaco y alta cuna?
Derramar como hembras débil llanto
o adular bajamente a la fortuna;

buscar tras la extranjera bayoneta
seguro a vuestras vidas y muralla,
y siervos viles, a la plebe inquieta,
con baja lengua apellidar canalla.

¡Canalla, sí, vosotros los traidores,
los que negáis al entusiasmo ardiente,
su gloria, y nunca vistéis los fulgores
con que ilumina la inspirada frente!

¡Canalla, sí, los que en la lid, alarde
hicieron de su infame villanía,
disfrazando su espíritu cobarde
con la sana razón segura y fría!

¡Oh! la canalla, la canalla en tanto,
arrojó el grito de venganza y guerra,
y arrebatada en su entusiasmo santo,
quebrantó las cadenas de la tierra:

Del cetro de sus reyes los pedazos
del suelo ensangrentado recogía,
y un nuevo trono en sus robustos brazos
levantando a su príncipe ofrecía.

Brilla el puñal en la irritada mano,
 huye el cobarde y el traidor se esconde;
truena el cañón y el grito castellano
de INDEPENDENCIA y LIBERTAD responde.

 

 

¡Héroes de mayo, levantad las frentes!
Sonó la hora y la venganza espera:
Id y hartad vuestra sed en los torrentes
de sangre de Bailén y Talavera.

Id, saludad los héroes de Gerona,
alzad con ellos el radiante vuelo,
y a los de Zaragoza alta corona
ceñid que aumente el esplendor del cielo.

Mas ¡ay! ¿por qué cuando los ojos brotan
lágrimas de entusiasmo y de alegría,
y el alma atropellados alborotan
tantos recuerdos de honra y valentía,

negra nube en el alma se levanta,
que turba y oscurece los sentidos,
fiero dolor el corazón quebrante,
y se ahoga la voz entre gemidos?

¡Oh levantad la frente carcomida,
mártires de la gloria,
que aún arde en ella y con eterna vida,
la luz de la victoria!

¡Oh levantadla del eterno sueño,
y con los huecos de los ojos fijos,
contemplad una vez con torvo ceño
la vergüenza y baldón de vuestros hijos!

Quizá en vosotros, donde el fuego arde
del castellano honor, aun sobre vida
para alentar el corazón cobarde,
y abrasar esta tierra envilecida.

¡Ay! ¿Cuál fue el galardón de vuestro celo,
de tanta sangre y bárbaro quebranto,
de tan heroica lucha y tanto anhelo,
tanta virtud y sacrificio tanto?

El trono que erigió vuestra bravura,
sobre huesos de héroes cimentado,
un rey ingrato, de memoria impura,
con eterno baldón dejó manchado.

¡Ay! Para herir la libertad sagrada,
el príncipe, borrón de nuestra historia,
llamó en su auxilio la francesa espada,
que segase el laurel de vuestra gloria.

Y vuestros hijos de la muerte huyeron,
y esa sagrada tumba abandonaron,
hollarla ¡oh Dios! a los franceses vieron
y hollarla a los franceses les dejaron.

Como la mar tempestuosa ruge,
la losa al choque de los cráneos duros
tronó y se alzó con indignado empuje,
del galo audaz bajo los pies impuros.

Y aún hoy hélos allí que su semblante
con hipócrita máscara cubrieron,
y a LUIS PELIPE en muestra suplicante,
ambos brazos imbéciles tendieron.

La vil palabra ¡intervención! gritaron
y del rey mercader la reclamaban;
de vuestros timbres sin honor mofaron
mientras en su impudor se encenagaban.

Tumba vosotros sois de vuestra gloria,
de la antigua hidalguía,
del castellano honor que en la memoria
sólo nos queda hoy día.

Hoy esa raza, degradada, espuria,
pobre nación, que esclavizarte anhela,
busca también por renovar tu injuria
de extranjeros monarcas la tutela.

Verted juntando las dolientes manos
lágrimas ¡ay! que escalden la mejilla;
mares de eterno llanto, castellanos,
no bastan a borrar nuestra mancilla.

Llorad como mujeres, vuestra lengua
no osa lanzar el grito de venganza;
apáticos vivís en tanta mengua
y os cansa el brazo el peso de la lanza.

¡Oh! en el dolor inmenso que me inspira,
el pueblo entorno avergonzado calle;
y estallando las cuerdas de mi lira,
roto también, mi corazón estalle.

 

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Un carajo impertérrito, que al cielo
su espumante cabeza levantaba
y coños y más coños desgarraba,
de blanca leche encaneciendo el suelo,
en su lascivo ardor, cual Monjibelo,
nunca su seno túrgido saciaba
y con violento empuje penetraba
hórridos bosques de erizado pelo.
Venció a la humanidad; quedó rendida
la fuerza mujeril; mas él, sediento
siempre y siempre con ansia coñicida,
leche despide y mancha el firmamento,
dejando allí su cólera esculpida
del carajo en eterno monumento.

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 Cuán necios son los que al pulsar la lira
cantan a la mujer himnos de amores!
¡Cuán necios son si buscan la mentira
por consolar sus ansias y dolores!
Pues la mujer, si llora y si suspira,
es por que en sus histéricos furores
desea un hombre que la ponga al cabo
pan en la boca y en el coño un nabo.
Miente cuando te jura amor constante
(su helado corazón no se enamora),
miente cuando te dice eres mi amante,
miente cuando se ríe y cuando llora,
es de lujuria, sólo el anhelante
suspiro que exhalando está a toda hora;
jodiendo se resuelve esta contienda,
no hay más amor allí que la jodienda.

 

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                            La pata de palo
            Voy a contar el caso mas espantable y prodigioso que buenamente imaginarse puede, caso que hará erizar el cabello, horripilarse las carnes, pasmar el ánimo y acobardar el corazón más intrépido, mientras dure su memoria entre los hombres y pase de generación en generación su fama con la eterna desgracia del infeliz a quien cupo tan mala y tan desventurada suerte. ¡Oh cojos!, escarmentad en pierna ajena y leed con atención esta historia, que tiene tanto de cierta como de lastimosa; con vosotros hablo, y mejor diré con todos, puesto que no hay en el mundo nadie, a no carecer de piernas, que no se halle expuesto a perderlas.
           Érase que en Londres vivían, no ha medio siglo, un comerciante y un artífice de piernas de palo, famosos ambos: el primero, por sus riquezas, y el segundo, por su rara habilidad en su oficio. Y basta decir que ésta era tal, que aun los de piernas más ágiles y ligeras envidiaban las que solía hacer de madera, hasta el punto de haberse hecho de moda las piernas de palo, con grave perjuicio de las naturales. Acertó en este tiempo nuestro comerciante a romperse una de las suyas, con tal perfección, que los cirujanos no hallaron otro remedio más que cortársela, y aunque el dolor de la operación le tuvo a pique de expirar, luego que se encontró sin pierna, no dejó de alegrarse pensando en el artífice, que con una de palo le habría de librar para siempre de semejantes percances. Mandó llamar a Mr Wood al momento (que éste era el nombre del estupendo maestro pernero), y como suele decirse, no se le cocía el pan, imaginándose ya con su bien arreglada y prodigiosa pierna que, aunque hombre grave, gordo y de más de cuarenta años, el deseo de experimentar en sí mismo la habilidad del artífice le tenía fuera de sus casillas.
         No se hizo esperar mucho tiempo, que era el comerciante rico y gozaba renombre de generoso.
       –Mister Wood – le dijo, felizmente necesito de su habilidad de usted.
       –Mis piernas repuso Wood están a disposición de quien quiera servirse de ellas.
       –Mil gracias; pero no son las piernas de usted, sino una de palo lo que necesito.
       –Las de ese género ofrezco yo replicó el artífice que las mías, aunque son de carne y hueso, no dejan de hacerme falta.
       –Por cierto que es raro que un hombre como usted que sabe hacer piernas que no hay más que pedir, use todavía las mismas con que nació.
       –En eso hay mucho que hablar; pero al grano: usted necesita una pierna de palo, ¿no es eso?
       –Cabalmente – replicó el acaudalado comerciante; pero no vaya usted a creer que se trata de una cosa cualquiera, sino que es menester que sea una obra maestra, un milagro del arte.
       –Un milagro del arte, ¡eh! repitió mister Wood.
       –Sí, señor, una pierna maravillosa y cueste lo que costare.
       –Estoy en ello; una pierna que supla en un todo la que usted ha perdido.
       –No, señor; es preciso que sea mejor todavía.
       –Muy bien.
       –Que encaje bien, que no pese nada, ni tenga yo que llevarla a ella, sino que ella me lleve a mí.
       –Será usted servido.
       –En una palabra, quiero una pierna..., vamos, ya que estoy en el caso de elegirla, una pierna que ande sola.
       –Como usted guste.
       –Conque ya está usted enterado.
       –De aquí a dos días –respondió el pernero tendrá usted la pierna en casa, y prometo a usted que quedará complacido.
       Dicho esto se despidieron, y el comerciante quedó entregado a mil sabrosas y lisonjeras esperanzas, pensando que de allí a tres días se vería provisto de la mejor pierna de palo que hubiera en todo el reino unido de la Gran Bretaña. Entretanto, nuestro ingenioso artífice se ocupaba ya en la construcción de su máquina con tanto empeño y acierto, que de allí a tres días, como había ofrecido, estaba acabada su obra, satisfecho sobremanera de su adelantado ingenio.
Era una mañana de mayo y empezaba a rayar el día feliz en que habían de cumplirse las mágicas ilusiones del despernado comerciante, que yacía en su cama muy ajeno de la desventura que le aguardaba. Faltábale tiempo ya para calzarse la prestada pierna, y cada golpe que sonaba a la puerta de la casa retumbaba en su corazón. «Ese será», se decía a sí mismo; pero en vano, porque antes que su pierna llegaron la lechera, el cartero, el carnicero, un amigo suyo y otros mil personajes insignificantes, creciendo por instantes la impaciencia y ansiedad de nuestro héroe, bien así como el que espera un frac nuevo para ir a una cita amorosa y tiene al sastre por embustero. Pero nuestro artífice cumplía mejor sus palabras, y ¡ojalá que no la hubiese cumplido entonces! Llamaron, en fin, a la puerta, y a poco rato entró en la alcoba del comerciante un oficial de su tienda con una pierna de palo en la mano, que no parecía sino que se le iba a escapar.
       –Gracias a Dios exclamó el banquero, veamos esa maravilla del mundo.
       –Aquí la tiene usted –replicó el oficial,– y crea usted que mejor pierna no la ha hecho mi amo en su vida.
       –Ahora veremos– y enderezándose en la cama, pidió de vestir, y luego que se mudó la ropa interior, mandó al oficial de piernas que le acercase la suya de palo para probársela. No tardó mucho tiempo en calzársela. Pero aquí entra la parte más lastimosa. No bien se la colocó y se puso en pie, cuando sin que fuerzas humanas fuesen bastantes a detenerla, echó a andar
la pierna de por sí sola con tal seguridad y rapidez tan prodigiosa, que, a su despecho, hubo de seguirla el obeso cuerpo del comerciante. En vano fueron las voces que éste daba llamando a sus criados para que le detuvieran.
       Desgraciadamente, la puerta estaba abierta, y cuando ellos llegaron, ya estaba el pobre hombre en la calle. Luego que se vio en ella, ya fue imposible contener su ímpetu. No andaba, volaba; parecía que iba arrebatado por un torbellino, que iba impelido de un huracán. En vano era echar atrás el cuerpo cuanto podía, tratar de asirse a una reja, dar voces que le socorriesen y detuvieran, que ya temía estrellarse contra alguna tapia, el cuerpo seguía a remolque el impulso de la alborotada pierna; si se esforzaba a cogerse de alguna parte,
corría peligro de dejarse allí el brazo, y cuando las gentes acudían a sus gritos, ya el malhadado banquero había desaparecido. Tal era la violencia y rebeldía del postizo miembro. Y era lo mejor, que se encontraba algunos amigos que le llamaban y aconsejaban que se parara, lo que era para él lo mismo que tocar con la mano al cielo.
       –Un hombre tan formal como usted _le gritaba uno_ en calzoncillos y a escape por esas calles, ¡eh!, ¡eh!
       Y el hombre, maldiciendo y jurando y haciendo señas con la mano de que no podía absolutamente pararse.
       Cuál le tomaba por loco, otro intentaba detenerle poniéndose delante y caía atropellado por la furiosa pierna, lo que valía al desdichado andarín mil injurias y picardías. El pobre lloraba; en fin, desesperado y aburrido se le ocurrió la idea de ir a casa del maldito fabricante de piernas que tal le había puesto.
       Llegó, llamó a la puerta al pasar; pero ya había transpuesto la calle cuando el maestro se asomó a ver quién era. Sólo pudo divisar a lo lejos un hombre arrebatado en alas del huracán
que con la mano se las juraba. En resolución, al caer la tarde, el apresurado varón notó que la pierna, lejos de aflojar, aumentaba en velocidad por instantes. Salió al campo y, casi exánime y jadeando, acertó a tomar un camino que llevaba a una quinta de una tía suya que allí vivía. Estaba aquella respetable señora, con más de setenta años encima, tomando un té junto a la ventana del parlour y como vio a su sobrino venir tan chusco y regocijado corriendo hacia ella,
empezó a sospechar si habría llegado a perder el seso, y mucho más al verle tan deshonestamente vestido. Al pasar el desventurado cerca de sus ventanas le llamó y, muy seria, empezó a echarle una exhortación muy grave acerca de lo ajeno que era en un hombre de su carácter andar de aquella manera.
       –¡Tía!, ¡tía! ¡También usted! respondió con lamentos su sobrino perniligero.
       No se le volvió a ver más desde entonces, y muchos creyeron que se había ahogado en el canal de la Mancha al salir de la isla. Hace, no obstante, algunos años que unos viajeros recién
llegados de América afirmaron haberle visto atravesar los bosques del Canadá con la rapidez de un relámpago. Y poco hace se vio un esqueleto desarmado vagando por las cumbres del
Pirineo, con notable espanto de los vecinos de la comarca, sostenido por una pierna de palo. Y así continúa dando la vuelta al mundo con increíble presteza la prodigiosa pierna, sin haber perdido aún nada de su primer arranque, furibunda velocidad y movimiento perpetuo.

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