Antonio Ferres

índice

Cine de barrio

El alférez

El caballo y el hombre

Mendigos

Caminando por las Hurdes

CINE DE BARRIO

      Un hombre había salido del Metro, precipitadamente, y estuvo mirando a uno y otro lado. La plaza —densa de gente y de gritos — palpitaba en una atmósfera de calor y de primavera. Miró el hombre temeroso, anhelante. No pasaba nada, sin embargo. Eran las cuatro de la tarde. Quizá todo parecía como en un trance definitivo o mila groso; pero siempre eran así los barrios bajos, todos los días. Las mujeres vendían pan y tabaco y agua y pipas de girasol. La gente se movía de un lado a otro.

      El hombre llegó a la puerta de un cine, y entró. Iban delante dos niñas. La mayor, como de diez años, llevaba en la mano un paquete con unos bocadillos y una bote lla de agua. El hombre se fijó en ellas. Cruzó entre la in diferencia de la gente, y fue a sentarse al lado de las chiquillas.

      En el cine había un olor agrio a sudor. El hombre lo recordó de siempre. Lo había sentido aun cuando el cine estaba medio vacío, como condenado y sujeto el olor a las paredes y a las butacas solitarias. Había una luz amarilla y cargada de polvo.

     — ¿ Cuándo empieza?

     —En seguida, señor —dijo la chica mayor.

     Escupió la chica las cáscaras de las pipas de girasol y se limpió los dedos en la falda. Se había vuelto para mirar a su hermana, que estaba levantando los asientos de madera de las butacas próximas.

     —Estate quieta. Va a empezar la película —dijo.

     El hombre se estiró en la butaca hasta ocultarse con el respaldo. Pensó: «Debían apagar ya la luz.» Se volvió para mirar a las niñas, que ya estaban sentadas juntas y se habían puesto a desenvolver los bocadillos.

     Las niñas comían deprisa. Le daban grandes boca dos al pan, sin apartar la mirada de la sábana del cine.

     El hombre estuvo esperando, aunque de forma distinta, recurriendo a su voluntad para no mirar al pasillo cada vez que cruzaba alguien. Sentía miedo. Caían las pisadas en el suelo, pero el hombre no quería volverse para mirar. En aquel momento escuchó los sonidos del timbre que señalaban el comienzo de la proyección. Tres sonidos iguales. Entonces, se sintió más tranquilo.

     De nuevo miró a las chiquillas, que seguían comiendo en la semioscuridad. Brillaba la luz en sus caras pequeñas y esperanzadas, llenas de interés.

     «Comen algo de eso que fríen en las chicharronerías.» Notó hambre. Se dio cuenta de que tenía hambre y sed. Se le llenó el olfato de aquel olor a desperdicios de carne de cordero frita. Después, se arrancó los zapatos de los pies y permaneció un rato con los ojos cerrados.

     Escuchó la risa de las dos chiquillas. Abrió los ojos. (Un hombre —el torso grande de un hombre con las manos atadas— tenía una mosca parada en la nariz.) Se rió también, contagiado por la alegría. Retuvo una son risa, pero luego se olvidó de ella. Estaba preocupado, sin conseguir arrancarse aquel temor, aquella angustia, deseando que pasara el tiempo hasta la noche.

     —¿Me dais un poco de agua?

     La niña le alargó la botella sin apartar los ojos de la pantalla. Y el hombre se puso a beber profundamente, procurando olvidar por qué estaba allí.

     Había pasado tiempo. Fue entonces cuando se en cendió la luz, una luz que le cegaba, como lanzándole de nuevo, de repente, a un desorbitado mundo. Casi estaba el hombre esperándolo. Apenas se sobresalió.

     Seguía medio dormido. Buscó los zapatos con los pies y se los puso precipitadamente. Se ató los cordones, a tientas, mientras volvía la cabeza, y vio a varios hombres que daban vueltas, observando a la gente del cine. Pensó: «Son ellos.» Lo sabía, pero sintió como una bola dura en el estómago: el miedo. Se estiró en la butaca cuanto pudo, ocultando su rostro a la luz. Sintió el miedo, subiéndole desde el vientre hasta la respiración, y quedándose allí sin salir, ni poder deshacerse en gritos. No sabía cómo oponerle nada positivo.

     Estaba recostado en la butaca, junto a las niñas.

     Y no quería asomarse para mirar atrás. Había silencio. Las niñas sonreían, de pie, vueltas. Le pareció que la risa de las chiquillas era algo muy sencillo, olvidado con una especie de ternura en otro lejano tiempo. Sólo cruzaban los pasos de los policías. La gente debía de haberse dado cuenta, porque había mucho silencio.

     Las niñas seguían de pie y tenían las caras vueltas, mirando al pasillo.

     En la puerta había una pareja de guardias con fusiles. Algunos chiquillos se pusieron a protestar golpeando el suelo con los pies; pero se callaron en cuanto vieron a los guardias.

     El hombre intentó tranquilizarse. Tocó —tamborileando, sólo un segundo con los dedos — el asiento de delante. Sus pensamientos no tenían fuerza, apenas existían. Acaso únicamente fueran esa obsesión de huir. Toda su vida era el deseo de huir y llegar a la plaza o a las calles llenas de gente. Alzó la cabeza. Vio a los policías que se detenían y luego seguían, fila a fila, mirando uno a uno a los hombres sentados.

     Iba delante un policía gordo, alto, con camisa blanca y corbata negra.

     El hombre volvióse, nuevamente, a las chiquillas. Estaba temblando. Sentía aumentarle su molestia del estómago y del vientre. Casi se avergonzó de esto. Cruzó la vista con la mayor de las niñas. Ella le devolvió una mirada de complicidad o de interés. Estuvo sujetando la mirada de aquel hombre que le había pedido agua.

     — ¿Qué quieren los guardias? —preguntó la más pequeña de las niñas.

      —No sé —dijo la otra—. Buscan a alguien —añadió en voz baja.

     El hombre, otra vez, miró a los policías. Se encontró con su propia mano buscando la culata fría de la pistola. Notó el frío del metal de la pistola. Estuvo, así, dudando. Siguió con la mano oculta debajo de la chaqueta.

     —Buscan a alguien —repetía en voz baja la niña.

     El hombre vio los ojos brillantes de la chica. Notó que algunas personas se habían puesto de pie, en las filas de delante. Arrastraban los pies, para salir.

     El policía que tenía la corbata negra había llegado, corriendo por el pasillo, hasta colocarse en la primera fila de butacas.

     — ¡Quédense cada uno en su sitio!

     El hombre sintió que toda la luz y las figuras lejanas de la gente vibraban bajo aquellos gritos. Se enderezó, sentado en la butaca, con la mano debajo del brazo, sujetando la culata de la pistola entre la punta de los dedos. No se atrevía a empuñarla. Estiró los pies y por un momento pensó qué otra cosa podía hacer o decir para salvar la vida. Y, luego, se olvidó de su pensamiento. Se encontró solo, terriblemente, en un tiempo parado, vacío, lleno nada más de angustia, de terrible angustia.

     Había silencio. Algún chiquillo pequeño había empezado a llorar. Se oía el llanto del niño en el silencio de la sala. También los pasos de los guardias, de prisa, arriba y abajo. Los policías iban más despacio y sus pisadas eran más suaves. Uno de ellos —aquel alto y grueso— fue hasta la pantalla; permaneció allí un instante, mientras alumbraba un cigarro, y comienzó a mirar a las filas de delante. En seguida tiró el cigarrillo al suelo y lo pisó, como si estuviera nervioso, o se hubiere dado cuenta de que no se podía fumar en la sala porque estaba prohibido.

     El hombre ya no le miró. Estaba pendiente de la propia tensión de sus músculos, de su temblor, de su cerebro quieto. Seguía con la mano escondida empuñando ya la pistola, casi sin darse cuenta.

     El policía se había detenido frente a un muchacho bajo y sin afeitar, que estaba unas filas más adelante. «Levántate», dijo el policía. Y el muchacho se había levantado y había continuado un momento en pie. Pero el policía seguía de nuevo buscando, sin hacer caso. Había aprovechado el hombre aquel momento de indecisión del policía para revolver en todo su pensamiento, para buscar alguna tranquilidad o el vigor necesario para saltar sobre el otro. Se volvió un momento y se tropezó con la mirada de la niña. Aguantó un segundo la mirada de la chiquilla. Estaba temblando. Puso sus manos gruesas sobre los dedos de ella.

     — ¿ Está usted enfermo?

     —No —dijo el hombre. Intentaba sonreír. Casi instintivamente había soltado la pistola, sin llegar a sacarla de la funda.

     Abandonó el hombre la mirada y la mano de la niña. Se volvió. Alzó la cabeza para mirar al policía, que se acercaba. Ya le vio allí, erguido, de espaldas a toda aquella gente. Fue en ese momento cuando el hombre recuperó la calma. Dijo en voz baja:

     —No, pequeña, no estoy enfermo. Se puso en pie. Los dos —el policía y el hombre— estuvieron mirándose, aguantándose las miradas. El policía dio un paso adelante, con la lengua torcida dentro de la boca.

     —Ven —dijo.

     El hombre sonrió. Salió, rozando al pasar los vestidos y las rodillas de las niñas. Se volvió, para mirarlas, según llegaba al pasillo del cine.

     El policía y los guardias iban detrás del hombre, pegados a él.

     Las niñas estuvieron, todavía, mirándoles hasta que se fueron todos. Al llegar a la puerta, el hombre se vol vió de nuevo, sin dejar de andar. Luego, se apagó la luz.

     Se agitaba en la pantalla un pequeño mundo de alegrías. La chiquilla pequeña se puso a reír.

ir al índice

EL ALFEREZ

Estar aún vivo

con el ansia del átomo primero

la floración primera

las montañas floridas

la venenosa flor del hombre

mientras el sol pone oro

los pájaros más altos.

Gracias por el verde humedal antiguo

y el rojo otoño

que aguardan la música del viento

como un eco de las trompas de otra guerra.

Gracias por el camino interminable

sin final el camino

sin horizonte el tiempo.

 

      El alférez de Complemento Manuel Gómez Artigas hacía sólo cinco días que había ocupado su destino en el Regimiento de Artillería de Costa de Gran Canaria. Era muy aficionado a la lectura de los cuentos de Anton Chéjov, y cuando desembarcó en Las Palmas quiso imaginar que su llegada a una provincia tan alejada de la Península tenía algún parecido con la aventura de un militar o funcionario zarista en la Rusia del siglo XIX. Sin embargo la situación no podían ser más distinta.

     Aunque habían pasado quince años desde que Franco ganara la Guerra Civil y nueve años desde que terminase la guerra en Europa, aún quedaban en España decenas de miles de presos y la dictadura podía durar todavía mucho tiempo.

     Manuel Gómez Artigas había concluido su carrera en la Facultad de Ciencias Exactas, y llegó a Las Palmas con el único objeto de cumplir sus obligaciones militares. Después de los cursos de cadete tenía que realizar seis meses de prácticas como oficial.

     Fue la fecha de su incorporación al regimiento, la que hizo que tuviera que desfilar el día de la Fiesta Nacional.

     Era una calle paralela al mar, donde casi no había gente que mirara el desfile. Nada más tres viejos y dos niños descalzos.

Con el sable desnudo al hombro iba delante de las sudorosas tropas. Sólo se notaba que era un día de gala en los guantes blancos sucios y desgastados que llevaban puestos los sol dados. Por lo demás el alférez no miraba a la alineación, y apenas seguía el paso de los cabos gastadores que marchaban en cabeza. Sólo se fijó en otro alférez de complemento, un catalán, Baltá, que había llegado en el mismo barco que él, y que también comenzaba las prácticas. Mucho más delante, fuera de la masa compacta de tropas, vio al capitán Idígoras que hacía unos días había recibido a los alféreces recién incorporados. Les había dicho que estuvo de oficial en la División Azul. Pero no les habló de la guerra de Rusia, de batallas o de derrotas, únicamente señaló la diferencia de carácter entre los alemanes y los españoles. Contó que estuvo a punto de tener un duelo de pistola con un capitán nazi porque se permitió hacer bromas sobre la virginidad de las mujeres españolas.

     El alférez Manuel Gómez Artigas desfilaba un poco separado de la tropa, soldados y cabos aún más jóvenes que él, y como él huérfanos de proezas. Pensó que desde luego no corrían tiempos para el heroísmo. Aunque sólo llevaba cinco días en el cuartel recordó, entre los que desfilaban, algunas caras que había visto antes, junto a la muralla, aquel largo muro que separaba el territorio civil del militar. Había un campo negro donde crecían tuneras silvestres de fruto rojizo incomestible, y secretas cuevas en las que vivían muchachas prostitutas descalzas, algunas con hijos pequeños. Los soldados se acercaban con un trozo de pan o con un plato de rancho frío y reseco, y empujaban a las mujeres al interior de las cuevas. Nadie hablaba de aquello. Parecía existir un pacto para que nadie dijera nada. Cuando al mediodía en el cuartel terminaban las horas de instrucción, llegaba un autobús grande pintado con colores verdes y terrosos. El chofer se apeaba e iba gritando «la guagua militar» «la guagua militar». Se montaban todos los jefes y oficiales, y el autobús se iba. Sólo quedaba en el cuartel y en las baterías de costa con los cañones enfilando al mar, el personal de guardia. En cinco cinco días que llevaba en el regimiento ningún oficial, ni sargento habían pronunciado una palabra sobre las cuevas volcánicas, ni sobre las muchachas. Tampoco él iba a decir nada. Su propio padre que era un importante funcionario de Hacienda le había aconsejado que no se significara. Le había contado que en su juventud fue una persona de orden y que por eso había superado las depuraciones políticas de la posguerra.

      Cuando terminó el desfile y rompieron filas, estaba ya muy bajo el sol. Eran más de las siete y aún hacía calor, aunque no demasiado, en aquel clima que era siempre igual, sin variación. Resonaba el océano, y le parecía que la marea estaba muy alta. Gómez Artigas se marchó caminando hacia la terraza del Hotel Parque, donde había quedado citado con el alférez catalán y un grupo de chicas canarias.

     Llegó cuando ya estaban todos sentados alrededor de una mesa llena de vasos y botellas. Contó cuatro chicas. Aún vestidos de uniforme, con los botones dorados y los cordones de seda de cadete, y calzaban las botas altas brillantes siempre, porque la tierra volcánica negra apenas producía polvo. Baltá le hizo una seña de saludo, alzando la mano. Y él besó superficialmente, apenas rozándola con los labios, a Clara Rosa. Era a la que más conocía. Se acomodó en una butaca a su lado. Más bien fue la chica la que le hizo sitio. La conocía sólo de hacía dos días: la tarde de anteayer en la misma terraza del Hotel Parque. Pero parecía más tiempo. Se sintió en un aparte, con la chica, separados de todo lo que les rodeaba. Tenía Clara Rosa unos ojos negros muy extraños. Al alférez le gustó —otra vez— suponer que habían de ser los ojos de las mujeres de las regiones del Cáucaso. Le dio gusto imaginarse de nuevo un viajero por esas regiones en un cuento que podía haber escrito Anton Chéjov. Aunque aquel símil fuera cada vez más irreal. La chica y él se miraban fijamente en aquel ahogado espacio de la terraza, exactamente allí. Pero quería verla como en un hueco de otro mundo, un mundo quizás posible. Se miraron un largo rato. Y, luego, con la estilográfica se puso a escribir en una servilleta de papel unos versos, o un pensamiento que le bailaba en lo hondo de la cabeza: «Detrás del viento se van buscándote, como mi mirada, los pájaros más altos».

     Ello lo leyó, a la vez que él escribía.

     Lejos, se oyó la sirena de despedida de un barco en el puerto.

     —Es un barco australiano —voceó Baltá, desde el otro extremo de la mesa.

     El alférez Manuel Gómez Artigas siguió mirando a la chica de la región del Cáucaso. Mientras, la sirena yo vía a alzar su despedida, casi interminable.

     —Dan ganas de irse... Al otro lado de la Tierra —susurró.

     —Sí —dijo la chica.

ir al índice

EL CABALLO Y EL HOMBRE

     El caballo herido y jadeante había llegado buscando un espacio verde imposible.

     El hombre oyó los pasos y vio la silueta borrosa del caballo.

     Hacía días que arrojara las armas, dejándolas caer una a una por el suelo. No sabía a qué sitio dirigirse en aquel cruce de calzadas medio cubiertas por la arena, en un territorio desierto y sin árboles. Le dolía la pierna izquierda, hinchada, con coágulos negros de sangre. Y le latían las sienes. Quizás, lejos, donde temblaba estremecido el aire, estuvieran las inmensas llanuras verdes por las que vagaban las almas nobles de los hombres. Se sentía perdido. Pensó en el caballo, que resoplaba un trecho más allá. Le dio más pena aún saber que era un caballo enemigo. Parecía que el sol estaba tan alto esa tarde, que no fuera a oscurecer nunca en la vida. Oyó los resoplidos del caballo, y vio que se acostaba junto a una pequeña roca blanca que emergía de la arena. El animal sabría, aunque fuese entre sueños, si empezaban cerca los extensos prados. O a lo mejor serían pueblos verdaderos llenos de mujeres, de niños y ganados. Recordaba los enormes poblados con las mujeres saltando las hogueras, los tapiales frescos con las fuentes, y el portal de la casa de su madre en la última ciudad en la que él había sido niño.

     Tenía tanto calor y sentía tanta fatiga, que anduvo a gatas, hasta meter la cabeza debajo del cuerpo grande del caballo. Estaba allí, pegado al sudor frío, escuchando los latidos del corazón del animal. Podía ser que el caballo sintiera la gloria de las tierras verdes y de los arroyos rumorosos, sin arneses, ni dueño. Pero para el hombre eran campos que daban miedo, porque no surgían como los oasis y las llanuras de la Tierra, donde había pueblos y torres. El hombre cerraba los ojos en la frescura del sudor del caballo, y temía ver las sombras de los muer tos. Si aguardaba un poco, desfilaban por dentro de sus ojos rostros de hombres y mujeres desconocidos.

     Como había en las ciudades. Caras de gente viva que pasaba de largo en una existencia casi interminable.

     Así quería esperar, mientras resollara el caballo. Sólo sentía cierta dificultad en el pecho, un pequeño ahogo. Rozaba con la yema de los dedos el cuerpo del animal. Sabía que el latido del corazón del caballo era como el latir de todo lo que existía, del entero Mundo. Así pasó un largo tiempo. Y seguramente también el animal sentía su mano suave, y la unánime vida.   Ambos en aquella tregua. Los ojos cerrados en la penumbra, mientras el hombre seguía viendo pasar las caras. A veces, caras de niños que huían hasta deshacerse en otros rostros. Y de nuevo la calma, el frescor de la marcha de gente como él, seres humanos que seguramente iban buscando otros territorios con bosques y con ríos, o con ansiosos mares.

     Tenía que hacer larga aquella espera junto al cuerpo del caballo, en el hueco en sombra del desierto. Luego, vendría una oscuridad brillante, un estallido de lumbre y deseo. El caballo y el hombre en el espacio infinito donde estuvieron siempre.

ir al índice

MENDIGOS

A Mercedes Alonso Merino

     El hombre de los grandes ojos azules tendría poco más de cincuenta años. Se había sentado en uno de los últimos escalones de la calle en cuesta que descendía hacia la Avenida. Tenía unas manos blancas y delicadas que asomaban por las mangas del raido chaquetón. Puso un plato de metal en el suelo, cuando oyó los pasos en la escalera. Realmente se dio cuenta entonces de que el anciano que bajaba apoyándose en el pasamanos de hierro estaba mirándole. Quizás llevaba un buen rato fijándose en él. Iba vestido con elegancia, con un abrigo de lana, un pañuelo de seda anudado al cuello y un sombrero muy nuevo de color negro.

     —Señor, es sólo para comer algo —susurró.

     El anciano notó que el hombre de los ojos azules tenía un leve acento extranjero, casi imperceptible. No era desde luego joven, uno de esos muchachos que llegaban a la aventura desde sus destruidos países. El hombre de los grandes ojos azules podía haber sido algo en alguna parte, a lo mejor un profesor o un juez, y probablemente tendría esposa e hijos y amigos, sabía Dios dónde.

     —Es solamente para comer algo —repitió

     Mirando al anciano, todavía ágil, pero más de veinte años mayor que él, se daba cuenta de que la vida le había tratado bien, que le había situado en un mundo confor table y quizás feliz.

     Mientras el anciano se buscaba unas monedas en el bolsillo del abrigo, bajaba los ojos. No se atrevía a mirarle. Por la lentitud de movimientos de las manos, calculaba que tenía que ser de mayor edad de la que representaba a primera vista. Le oía jadear. Aunque fuera muy viejo seguramente también era rico, y aunque viviera solo, probablemente tendría al menos una sirvienta y quizás un gato que le harían compañía.

     —Gracias, señor.

     Al fin, después de tanto esperar sólo le había dado un puñado de monedas. Miró el platillo metálico. Ningún billete. Ni siquiera uno pequeño de cinco euros.

     El anciano seguía imaginando que debieron de ser irreparables los fracasos que llevaron a la mendicidad al hombre de los ojos azules. No solamente fracasos económicos o políticos sino algún drama personal, íntimo. A lo mejor alguna vez tuvo una hermosa mujer que había muerto o le había abandonado y unos hijos que ahora se desentendían de él o que también habían desa parecido. Sentía mucho no haber cruzado algunas palabras con aquel hombre. Se culpaba de su propia timidez o de su indiferencia. Se daba cuenta el anciano de que en el fondo de la soledad existía un gran parecido entre el mendigo y él. Mientras caminaba despacio por la acera de la Avenida, mirando la riada de automóviles y autobuses que corrían por la calzada no podía quitarse de la cabeza la necesidad que sentía de encontrar de nuevo a aquel extranjero. Le entregaría por lo menos un billete de diez euros, y quizás se atreviera a preguntarle algo más de su vida. Como le daba reparo retroceder sobre sus propios pasos, se adentró por una de las bocas de calle y trató de regresar a la acera de la Avenida, y de llegar a la escalinata, en dirección opuesta. A lo mejor el hombre de los ojos azules y él se sinceraban entonces de alguna forma.

Caminaba lo más de prisa que podía.

     En la Avenida se agrupaba la gente ante los escaparates iluminados de las tiendas de ropa elegante y las joyerías. Todavía no iba a oscurecer, pero todas las luces estaban encendidas, luces amarillas, blancas o azules. Parpadeaban o producían destellos como de bengalas antiguas, en una verbena de un remoto verano imposible de recordar. Poco más allá, había una mujer joven des mayada en el suelo. Llegó en ese momento una ambulancia. Y también aparecieron varios guardias.

     —Sigan sin detenerse, por favor.

     —Seguramente se trate de un coma etílico... Vamos, de una borrachera —dijo alguien.

     El anciano avanzaba abriéndose paso entre el gentío. Se oían sirenas de la policía, o de los bomberos, o de una nueva ambulancia. Ya cerca de las escalinatas —por las que había bajado la primera vez— la acera estaba medio vacía. Vio a dos hombres que conversaban a la puerta de una farmacia. Estaban comentando que habían atracado a mano armada, una de las joyerías importantes de la Avenida. Decían que un tipo solitario se había llevado un puñado de joyas. Miró el anciano hacia la escalinata. No estaba allí el mendigo de los grandes ojos azules. Giró la vista buscándole inútilmente por todos los alrededores. Notaba una gran frustración. Y se de tuvo un rato jadeante. No sabía cómo podría encontrarle. Ni en qué albergue o esquina se hallaría ahora. Permaneció allí unos minutos esperándole, por si acaso regresaba. Se le nublaba un poco la vista, y descansó apoyado en la fachada de un edificio. Luego, estuvo imaginando que, a lo mejor, el mendigo había sido el atracador. Se había llevado un montón de joyas. Seguramente en alguna parte del mundo tenía una mujer o un compañero con quien disfrutar y compartir la ganancia. Y le daba alegría pensarlo. Lo que no lograba era escapar de aquel mareo, borrar de sus ojos la niebla que le impedía seguir caminando. Estaba seguro de que lo que no quería era desmayarse, caer al suelo. Desde luego no quería morir. Tampoco quería riquezas ni poder. Pensó que en lo que verdaderamente se parecía al mendigo de los ojos azules era en aquella mirada brillante que representaba un ansia inmensa de estar vivo. Miraba el anciano la Avenida, la gente y los edificios, que existían tras la niebla. Y notaba que sólo era sagrada aquella certidumbre del mundo.

PULSA AQUÍ PARA LEER RELATOS PROTAGONIZADOS POR VAGABUNDOS O MENDIGOS

 

  y AQUÍ PARA LEER UNA CRÍTICA SOBRE UNA NOVELA  DE ANTONIO FERRES

ir al índice

Caminando por las Hurdes

III

L

os viajeros se sientan junto al río a pasar la tarde del domingo.

El manantial canta mansamente. Las aguas del Ladrillar se deslizan entre los canchales negros de la hondonada.

Por la carretera que bordea el río y cruza el puente, una mujer arrea a dos muletas. Su voz choca contra los cantiles y el eco la repite muchas veces.

El manantial canta mansamente y un muchacho llena un botijo. En el margen de enfrente se desploma un pequeño olivar.

_Buenas tardes.

_Buenas.

Tiene cara espabilada y viste camisa caqui de soldado.

_¿Quiere fumar? _Armando le ofrece la petaca.

_No señor, no fumo. Aquí en la Mesta la mocedad no fuma, no tenemos vicio; ni siquiera hay sitio donde vendan tabaco.

El muchacho mordisquea una manzana y escupe la piel a las aguas del río. Un pez se acerca y luego huye hacia el fondo.

_¿Trabaja usted en el pueblo? _pregunta Antonio al muchacho.

Les mira a la cara como extrañado por la pregunta; sigue mordisqueando la manzana.

_¡Huy en el pueblo! Ya quisiera. Ya ven, tenemos un cachito de tierra en el monte, pero mi padre basta y sobra para trabajarla; algunos días voy con García a la carretera que está haciendo.

El muchacho calla y las nubes se aborregan sobre la cortada. La mujer que arranca las muletas ha abandonado la carretera. Se la ve en la lejanía, sigue una senda que trepa por la pina vertiente, está cruzando la sierra por el camino de la Horcajada, aún se distingue su figura pequeña, oscura, casi oculta entre las grandes piedras.

_Con García hay que tener cuidado _dice el muchacho_. No nos paga eso de los puntos, creo que tenemos derecho, ¿verdad? _les mira preguntando.

_Sí, protesten _contesta Antonio.

_¿ De quién son esos olivos? _Armando señala a los de la orilla de enfrente.

_La tierra y los olivos son de Sánchez.

Cae el silencio. Un callar casi trágico. El muchacho, puesto en pie, hace equilibrios en las agudas piedras del álveo. Por la carretera pasea un guardia civil.

De nuevo cruzan el río y toman asiento cerca del puente. Los niños desnudos tienen carne de pez. Salen del agua y retozan junto a la orilla. Uno de ellos caza saltamontes a los que arranca las alas y mete en un bote. Tienen una caña con cordel donde otro pequeño coloca el anzuelo. Clavan el saltamontes. El niño que maneja la caña tiene cara de tonto.

_¿Pescáis mucho?

_Cachos y machos, pero este no sabe _dice dándose importancia uno que tiene la cara chupada y que ya se ha vestido.

_Yo no sabré, pero mi padre tira un rato bien la caña.

_¿Vais al colegio? _Antonio se acerca al pequeño.

Los niños callan y se miran, cuchichean por lo bajo.

_Este sí sabe algo _el niño que maneja la caña se ha vuelto y señala al de la cara chupada.

_Luis quiere ser cura _el pequeño se recrea cortando las alas a otro saltamontes.

_Mi madre quiere que vaya al seminario.

_¿Y tú quieres ir?

El de la cara chupada se ha sacado un mendrugo de pan del bolsillo del pantalón y se pone a morderlo.

El muchacho que llenó el botijo se queda parado sobre una piedra mirando a los viajeros. Una mujer descalza y preñada desciende la cuesta con un hato a la cabeza.

Por el alto corretea un rebaño de cabras.

_Vamos a sonar cebollas _dice un chico barrigón.

Dos de ellos salen corriendo. Vuelven al poco con un manojo de cebollas silvestres, de las que crecen entre los pedruscos de la orilla. Se ponen a hacer música, a soplar por las vainas. Pero lo hacen seriamente, no ríen.

_Me hacéis sombra en el río, no me dejáis pescar_grita el chico de la cara de tonto.

Junto a la poza del manantial bebe un macho de cuernos empinados y pelo brillante. La mujer que lava ropa mira al grupo que forman los viajeros y los chiquillos.

El hilillo del agua de la fuente llena los silencios cuando callan los chicos su juego de sonar cebollas.

Grita el pastor, rueda una piedra y el macho cabrío salta peñas arriba para unirse al rebaño.

_De modo que quieres meterte a cura _repite Armando.

_Lo dice mi madre, ojalá pueda.

Los viajeros suben a la carretera. Ven un grupo de muchachas, medio niñas, solas, vestidas de domingo con batas de percal que recuerdan los uniformes de un orfanato. Todas iguales con el mismo gesto y el mismo andar. Miran a los viajeros, casi sonríen. Una de ellas vuelve su cara de pronto muy alegre, pícara.

_¡So aburríos! ¡Hoy es domingo!

Antonio y Armando, llenos de nostalgias, regresan a la taberna. Por las calles del pueblo los candiles asoman su luz temblona a las puertas. Los taberneros, marido y mujer, tienen las manos cogidas. Un hombre solo, sentado en una banqueta, bebe vino colorado. Se anima cuando ve llegar a los viajeros.

_¿Todavía en el pueblo?

_Sí, pasando el domingo. Mañana continuaremos el camino.

_Si van a Vegas, por el atajo, nos encontraremos a lo mejor en mi huerto, por allí tengo el cachino de tierra.

_Por allí iremos a cortar la carretera.

_Si van temprano a lo mejor ven correr algún jabalí; hoy mismo maté uno chiquitino que venía a robarme patatas, le di con el sacho en mitá la cabeza.

_¿Hay tantos?

_Muchos por toas estas sierras _el hombre extiende  sus brazos como señalando.

Después que el campesino marcha, la tabernera lespone la cena. Abre una lata de sardinas y otra de pimientos. A la luz del candil los taberneros, muy juntos, cuchichean detrás del mostrador. Miran a los viajeros como deseando que se marchen, como deseando que el día y el trabajo acaben. Seguro que para quedarse solos, para subir los escalones que dan a la alcoba, a la soledad, a su amor.

Los viajeros, envidiosos, comen aprisa y se van. La casa donde han de dormir está tres callejas más allá. Es una especie de fonda con tres camas en el mismo cuarto.

En la pieza contigua unos campesinos duermen en el suelo sobre un lecho de hojas de maíz.

Muy de mañana los viajeros comienzan su camino. La trocha de cantos rodados sigue el perfil del río durante unos cientos de metros, luego se empina bruscamente y para trepar hay que echar mano a los matojos que bordean la senda. Abajo, en lo hondo, en el Vado Morisco, el arroyo Lagarteras brilla herido por los primeros rayos del sol. Las enormes y rodadas piedras que hay en toda la vertiente, parece que hubieran caído ayer mismo desde las cumbres. La cuesta se empina más buscando la crestería de un pinar nuevo.

El paisaje se aprieta, es duro; retamas, pinos, jaras, chaparros. Entre las grandes piedras peladas, árboles raquíticos. Lagartos y lagartijas. Los viajeros se detienen para almorzar. Un ligero viento con olor de pinos mueve la hojarasca del suelo y hace que caiga desde un árbol un nido abandonado. La voz del viento calla y se oye piar un pájaro.

Un hombre asciende por la vertiente opuesta. Los viajeros, tumbados en la tierra, por entre la uve que forman sus pies, ven cómo se oculta y aparece muchas veces la cabeza del hombre que viene. Llega a lo alto, trae una azada al hombro.

_Es el hombre de la taberna, el que mató al jabalí _dice Antonio.

_Buenos días, ¿ya de camino? _se para el hombre.

_Para Vegas de Coria.

_Aún tienen un buen rato que andar, en seguida verán la carretera. Allí tengo el cachino de tierra.

_¿Quiere vino? _ofrece Armando.

_Hombre, eso no se desprecia, da fuerza a la sangre, con pan y vino se anda el camino.

El hombre se sienta sobre sus piernas cruzadas.

_Lo más difícil en estos pueblos de sierra es poner el culo en sitio llano _dice.

_¿Y los jabalíes?

_Ya no verán hoy, se habrán escondido. Todos los días no hay suerte para encontrar carne. Anoche nos dimos una panzada yo y los chicos.

El hombre, cincuentón, con poca barba y piel amarilla, tiene el cuello hinchado como un pavo. Se anima con un nuevo trago de vino.

_Hace cuatro meses maté otro, desde entonces no comía carne.

_En las Mestas no hay mucho bocio _comenta Antonio.

_Sí hay, sí. Pero más por la Huetre y Carabocino.

Los viajeros ofrecen al campesino pan yfoie_gras. Dice que ha almorzado ya, pero luego, después de mirar cómo untan el pan, se decide y extiende la pasta torpemente.

_Está bueno, ¿qué es?

_Hígado de pato, fuagrás _dice Antonio.

_Está bueno _repite el hombre.

El campesino y los viajeros beben un trago de tinto de Salamanca.

_Por aquí vino Alfonso XIII a caballo. Fue a Riomelo y por esas alquerías, no como esos señores que vienen en coche y sin salir de la carretera dicen que han visto las Jurdes.

Calla un instante y luego dice:

_También venía un francés, le decían Don Mauricio, dicen que dejó un millón a los dominicos de la Peña.

Otra vez se ha levantado viento. Un muchacho que pastorea seis cabras anda entre el pinar. Las cabras están quietas mordisqueando un espino. El día se pone gris.

_A lo mejor llueve; como decimos los de por aquí en los días claros; no hay clara de mañana que no sea ...

_¿Qué tal es Vegas?

El campesino ríe.

_¿Vegas?, peor que las Mestas. Estas tierras quedan fuera de la mano de Dios. ¿Qué va a haber en Vegas? Hambre y mucha hambre. Aquí estamos algo mejor, al menos tenemos médico. Esto casi no son las Jurdes.

El hombre se excita un poco y palpa de nuevo la bota. El vino le canta al pasar por el garganchón.

_Cuando vino Franco nos juntaron en la carretera. Estábamos todos, mujeres, hombres y niños. Nos preguntó qué queríamos, todos gritamos a una que luz y médico, que las Jurdes estaban abandonadas. Trajeron médico y le están haciendo una casa a tó lujo.

Caen algunas gotas. Los viajeros y el hombre se refugian debajo de una piedra grande. El cabrero se tapa la cabeza con un saco y apedrea a las cabras.

_Pues aquí donde me ven ya tengo cincuenta y dos años, soy de los más viejos del pueblo, soy del veintiséis. Tengo seis hijos y estoy viudo no sé si para bien o para mal.

_Pues las mozas del pueblo son buenas, hay alguna de buen ver, eso se arregla fácil _bromea Armando.

_La mujer del tabernero era guapa _Antonio todavía está lleno de nostalgia.

_Una mujer no trae nada a casa, viene a comer. Y a mí me ha costao muchos años de trabajo lo poquino que tengo.

Los viajeros concuerdan en que todo está muy mal, pero que una mujer es siempre una mujer.

_Así que dando una vuelta por estas tierras. No tién ná que ver, toas son pobres. Yo de joven viajé por Salamanca y por ahí, he visto mucho mundo. Mi casa ya no es de pizarra, ya no hay que entrar a gatas como en otras, bueno _el hombre se disculpa_, el techo tiene pizarras.

Los ojos del hombre brillan con fuerza, con la fuerza de un pueblo que arrastra su prehistoria hasta hoy mismo.

Escampa y el campesino se va. Los viajeros continúan su camino por el atajo. En la vertiente sobre la carretera hay dos cultivos en terraza. Cuentan siete olivos y una higuera.

Por la sierra del Cordón se apelmazan las nubes.  Los viajeros llegan a la carretera, al otro valle, al del río Hurdano. Hace fresco y los viajeros caminan a gusto. Van adentrándose poco a poco en las tierras hurdanas, tan pobres, tan bellas, donde hambrea un pueblo.

Por la carretera nadie va ni viene. Solo se oye el rumor del Arrelobos. Un abejaruco despliega sus alas rojizas y cruza volando el valle. La carretera va encajonada entre riscos. A la izquierda queda una casilla de camineros en ruinas. Aprietan el paso. De cuando en cuando se ven algunos huertos en las márgenes del río, chicos como la palma de la mano.

Los viajeros, con el corazón dolido, se preguntan en qué mundo han caído, en qué sitio oscuro y olvidado. Un instante se miran sin saber qué decirse. Un águila vuela trenzando círculos.

_¿A qué iría ese hombre a Castilla? _dice Antonio.

_A mendigar, habla bien.

Los viajeros recuerdan a los mendigos que iban, aún van a Castilla por pan, por ropa de los hospitales. Andan de un lado para otro la mayor parte del año y luego regresan a sus alquerías, aprenden a leer por los caminos. Son la gente ilustrada, echada para adelante, sus antecesores llevaron las noticias y las herramientas para cultivar el campo. Los mendigos llevaron durante cientos de años la civilización a las Hurdes dentro de

sus zurrones.

_¿Desde cuándo? _pregunta Armando.

_Quizá son solo pueblos pastores que se quedaron aislados, no sé.

_O moriscos.

        _ Nadie lo sabe.

Lo viajeros se detienen para descansar en medio de tanto silencio. Consultan el mapa. El arroyo Riscalos y el Pico de Orégano quedan a su derecha. A su izquierda el caserío Arrolobos y el Pico de los Conejos. Dos o kilómetros más allá hay un nuevo pueblo.

VII

L

a sierra del Horno queda a la derecha. La de la Corredera a la izquierda. El arroyo Gineta y el arroyo Cerezal confluyen dentro de las calles de la alquería, en el sitio llamado la Vega. Cincuenta metros más allá, el Malvellido vierte sus aguas al Hurdano.La alquería es chica y está rodeada por castaños. Se llama Cerezal como el arroyo que nace entre los riscos del Capallar. No habrá más de veinticinco o treinta casuchas.

En las huertas de junto al río trabajan unas mujeres. Tienen los pies descalzos, hundidos entre la tierra

humedecida por las lluvias de la noche anterior. Las azadas golpean acompasadamente deshaciendo los terrones acres. Una muchacha y unos niños quitan las piedras que las azadas encuentran y, echándolas en unas serillas, las transportan hasta la orilla del río donde las vierten.

Las mujeres no se dan punto de descanso, y solo cuando los viajeros se detienen para miradas, hacen un alto para enderezarse, doblan de nuevo el espinazo y vuelven a lo suyo.

_Pobres gentes, son como las hormigas cuando termina la lluvia y trajinan a la entrada de los hormigueros; hacer y deshacer ... _dice Antonio.

_Pobres mujeres _añade Armando_. Siempre dobladas sobre la tierra. Estarán ahí, dale que dale, solo esperando a que llegara el agua, con un ojo puesto en el cielo, temiéndolo, y otro en los chicos, por ver si llenan la tripa con una buena cosecha. Y las muchachas esperando para ir al Cottolengo o a que un mozo les diga algo y les haga un hijo. Para después, lo mismo, cavar, transportar piedras, ir a misa a un pueblo que está a tres kilómetros más allá y dejarse los hígados tras la azada.

Los viajeros, conversando, van haciendo camino. Atrás, en lo hondo del valle, quedan las mujeres y el pueblo de Cerezal esperando cualquier milagro.

La carretera describe curvas y más curvas por encima de las eses del Malvellido. El valle ya no existe, es una garganta que separa las dos vertientes. En la otra ladera se ven unos bancales, toda la civilización de las Hurdes ciñéndose al río. Las Hurdes son aquí tan estrechas como estos cañones que forman sus ríos; el resto son riscos, montañas. El sol sólo brilla tres o cuatro horas al día, luego se oculta y se asoma al otro valle o mancha las cumbres de amarillo.

Las tardes están llenas de sombras y los pájaros huyen.

En un recodo llamado la Sarafina, unos campesinos metidos hasta las corvas en el río criban arena con unos cedazos grandes.

Se oyen las voces de un hombre que arrea una bestia. El hombre va montando a la mujeriega sobre una albarda de colores. La bestia trae buen paso pues pronto llega a la altura de los viajeros.

_¿Ande van, escoteros?

_A El Gasco _contesta Antonio.

_Yo me quedo en Martilandrán.

El hombre se apea del burro. Viste pantalón de pana y una chaquetilla deshilachada que no le tapa la culera. Calza abarcas de goma y se cubre con un sombrero negro harto mugriento. Es bajito y metido en carnes.

El burro tiene buena alzada, y aunque algo flaco, pues se le notan las costillas, parece animal de precio. Va cargado con dos sacos repletos de abarcas de llanta.

_Buen burro parece _comenta Armando.

_Bueno que es. Me costó casi quinientos duros en la feria de Plasencia. No me ha dao disgusto salvo que a veces se encalabrina pues todavía está entero. Pero buen burro sí que es. Este año pasao me dieron veinte duros en el Casar porque el animal padreara a una yegua.

El hombre calla. Antonio le pregunta si conoce bien estos caminos.

_ Tós los años vengo pa esta parte. Yo soy de Caminomorisco y me llamo Emiliano Jimeno para servirles.

El burro, bestia de buena andadura, casi hace correr a los tres hombres. Emiliano carga la impedimenta de los viajeros sobre los lomos del bicho.

El barranco es aún más angosto según se va subiendo los repechos de la carretera. Cardos borriqueros, lajas de pizarra y algún pino desmedrado adornan la serranía.

El sol de mediodía cae a plomo sobre los eriales. Los viajeros sudan y las moscas no dejan en paz al burro que mueve la cola incansablemente.

Por la derecha del camino forestal un arroyo seco baja desde los pelados roquedales.

_Esa torrentera se llama la Sierpe, hay que verla en invierno. Salta por encima del camino y los pueblos se quedan incomunicados _Emiliano indica los nombres de los picos, señala con el dedo:

_Ese cabezo se llama Arrobuey. Ese, Collado Riscosilla; y aquel otro, Cotorro de la General, allí nace el Avellanar.

_Así que usted se dedica a vender abarcas. ¿Y eso le da para vivir? _pregunta Armando a Jimeno.

_Yo vendo de todo, traigo telas, agujas ... Soy representante de una casa de candiles de carburo. En invierno voy a Plasencia y a Béjar a por recortes de llantas, y como no hay ná que hacer por los caminos, yo y mi mujer cosemos las abarcas.

_¿Está mucho fuera de casa?

_Hasta que vendo todo. Muchas veces voy hasta la raya de Portugal y me vengo con café para Badajoz.

Los viajeros, por no perder compás, han de apretar el paso, tienen doloridas las plantas de los pies, pues el camino está salpicado de guijarros. Armando piensa que mejor les habría venido el no tropezar con hombre y burro tan andarines. Pero siempre hacia el oeste siguen el camino.

Poco más adelante, sobre una quebrada del Malvellido, aparece la mancha oscura de un castañar. Como una piña seca y abierta se aprieta un pueblo mísero como la tierra misma. Cincuenta o sesenta tejados de pizarra. Parece como si no hubiera calles, como si fuera una sola edificación negra, una masa oscura, mimética con las cosas: con las murallas que sostienen los cultivos, las cercas próximas, la piedra del río donde las mujeres lavan; con la otra orilla, con el paisaje entero. El pueblo está partido en dos por un barranco. Encima de algunas techumbres se secan al sol las cortas cosechas de habichuelas de los vecinos de Martilandrán.

_Vamos a tomar un vino _invita Emiliano.

Por un veril que nace en la carretera bajan tras el burro. Una mujeruca desdentada da de mamar a una criatura. La mujer está sentada en una piedra a la entrada del pueblo, tiene los pechos por fuera de la blusa negra.

Los pechos fláccidos y caídos, en forma de berenjena, escurridos, como si no tuvieran leche.

El pequeño tiene la cabeza llena de pupas, las moscas revolotean y se posan en la cara sucia del niño. La mujer mueve sin cesar una rama para espantar las moscas; pero lo hace sin gracia, sin ninguna gana. Se la nota cansada, aburrida ...

La calle que lleva a la taberna más parece un lodazal que camino de las gentes. Es estrecha, tanto que los viajeros, haciendo equilibrios por no caer en las inmundicias, se apoyan indistintamente en las casuchas que la flanquean. Huele a cochiquera, a tierra fermentada. Unos cerdos con aire de jabalíes domesticados se hunden hasta la tripa en el barro.

En la misma calle está la fuente, al lado de ella hay un grupo de gente esperando llenar sus cántaros. Parte de ella, descalza, con los pies llenos de la porquería de la calle. Otra, calzada con abarcas de llanta como las que vende Emiliano, el representante de candiles.

Los campesinos de la fuente rodean a los recién llegados. Los viajeros se sientan en una piedra. El vendedor descarga al burro, lo desalbarda y ata el ronzal a la fuente. Después, extiende sobre una manta la mercancía.

_Vamos por el tinto _dice, y sube los escalones que dan a una puerta cerrada. Golpea con el puño y nadie contesta. La puerta de madera es tan alta como la casa y más baja que un hombre corriente.

_No habrá nadie _murmura, y se sienta junto a la manta que antes extendió.

Van llegando los vecinos y forman una especie de corro en medio de la calle. Los niños, de ojos achinados, miran oscuramente. Los hombres y las mujeres se ponen en cuclillas dando cara a los viajeros.

_La María está en el campo. Ha ido a por los habichuelos.

No hay nadie para despachar _dice un hombrecillo cubierto con un sombrero negro de ala estrecha; un sombrero peludo. Parece un sombrero de cura.

Antonio, para romper el silencio, ofrece tabaco. El hombrecito coge la petaca, mete sus dedos sucios y pellizca un montón de picadura como para pitillo sacado de petaca ajena. De uno de los bolsillos de la chaqueta saca una cachimba y apelmaza la picadura con la yema del dedo gordo.

Armando, por el qué dirán, haciendo de tripas corazón, también saca tabaco y lía un cigarrillo. Antonio pregunta por la cachimba. El hombrecillo contesta:

_La he hecho de brezo y un trozo de higuera.

_¿Aquí hay tabaco? _pregunta Armando.

_Aquí no, señor. En Nuñomoral sí. Yo fumo tabaco verde, el de la tienda es caro.

Los niños pequeños se agarran a las faldas de sus madres. Hay muchos, todos parecen iguales, como hombres pequeños. Hay un silencio y los viajeros no hacen más que espantar moscas. La gente que les rodea está quieta, mirando.

_¿A cómo vende usté el calzado? _pregunta Antonio al vendedor.

_A siete y ocho duros, según tamaño _Emiliano enseña a los viajeros cómo están cosidas las abarcas.

_A mano, mi mujer se da buena maña con la aguja.

Una piara de cerdos irrumpe por medio de la manta que Emiliano tiene extendida. La manta se pone perdida de barro y el vendedor echa mano a un palo y la emprende a estacazos con los cerdos.

_¡La p ... ! ¡Me habéis perdido la manta! _blande la vara por encima de su cabeza.

Los gorrinos gruñen, chillan, y como gatos escaldados huyen dando trompicones.

Emiliano sigue gritando. Deja la vara.

Las mujeres ríen y manosean el calzado. El vendedor hace su artículo. Tiene labia el hombre.

_El año pasao las traía usté a cinco duros _dice una mujer al tiempo que calza unas abarcas a sus pies desnudos.

_Ha caído mucho agua desde el año pasao. También vosotros vendéis el carbón más caro. Por un chivatillo de ná pedís veinte duros.

El hombre que fuma en cachimba dice a los viajeros que se llama Gonzalo y que tiene un hijo mozo. Da grandes chupadas a la pipa, y tan fuerte lo hace, que parece que va a tragarse la nuez.

_Es buen tabaco _afirma.

La mujer del niño en brazos no hace más que mirar a las abarcas que ha comprado. Sus dedos asoman por la puntera, los mueve.

_¿Ustés venden algo? _pregunta con la cabeza gacha.

_No.

_Como venían con Emiliano...

_Estamos en Nuñomoral_contesta Armando_; vamos por estas tierras, queremos ganarnos la vida haciendo libros, tenemos que ver cosas para contarlas.

Una mujer dice:

_Hay muchas maneras de ganarse la vida, pero ustés la ganarán mejor que nosotros _levanta la mirada para observar a los viajeros y al pobre atuendo que estos llevan.

_Nosotros también somos pobres y también trabajamos. Mientras los campesinos y los obreros sean pobres y no sepan leer, los escritores seremos tan pobres como ellos.

_¿Ustés escriben en los papeles? _pregunta el vendedor de abarcones.

_No, y nos gustaría contar esto en los periódicos. ¿Ustés leen algunos?

_No señor, aquí no traen, a más casi nadie sabe leer. Algunos niños que van al Cottolengo saben.

_Yo sí sé _dice Jimeno.

El calor del mediodía aprieta y los viajeros buscan la sombra de un castaño.

_En el río hemos visto a unos hombres sacando arena _comenta Antonio.

_Estamos haciendo un cementerio allí arriba, pa eso sacaban arena.

_Todavía enterramos en Nuñomoral _habla Gonzalo.

Una mujer y un hombre suben al tejado de una casa y extienden una carga de habichuelas.

_Son habichuelas verdes, son muy blandas _la mujer que compró las abarcas se sienta de nuevo. No deja de mirar para las abarcas.

_¿ Cogen muchas? _interviene Armando.

_Ya quisiéramos. Esas poquinas que ven, más o menos.

_Es mú pobre esto, no agarra casi ná, no hay ni un deo de tierra. Claro que cuando mi hijo vino de la guerra, contó que en España hay todavía tierras más pobres que esta. Estuvo por un sitio que le dicen Guadalajara.

_¿Más pobres, Gonzalo? _dice una mujer con un cuello hinchado por el bocio.

_Más _asegura el hombre.

_¿Cómo va tu chico, Engracia? ¿Ya no se priva? _uno de los hombres del corro se dirige a una mujer joven que lleva una cántara. El niño está junto a ella, sentado en el suelo, no juega, tiene la mirada perdida.

_Lleva unos días que no, pero me da miedo el verlo así, como si se hubiera dao un aire, tan quieto ...

El pequeño, chupado de cara, marfileño, ojeroso, parece un muñeco, una criatura muerta.

Antonio bebe agua de la fuente. _Está fresca _dice a su compañero; este también bebe y llena la cantimplora.

_¿No se quedan? _pregunta el vendedor.

_Vamos a Fragosa a comer.

      _Está cerca, en una hora más o menos se plantan. Ya saben, me llamo Emiliano Jimeno pa todo lo que gusten. A lo mejor nos vemos por esos caminos.

_A lo mejor _contesta Armando.

Los viajeros se despiden. Toman el veril que sube la carretera. Desde allí ven las calles del pueblo, las grietas por donde a duras penas penetra el sol. Por una cortada, de forma inverosímil, como una cabra, una figura femenina salta de piedra en piedra. Lleva un hato a la cabeza. Va a lavar al río.

De nuevo en la carretera, Antonio dice:

_Estos pueblos son peor que los otros, parece que no hayan cambiado desde los tiempos del viaje de Marañón, de aquella época de la tierra de jambri.

_Pérez Victoria, no hace mucho, en el año 54, decía al Congreso de Endocrinología que, sin exagerar, por estas alquerías, de cada familia alguien padece bocio. Por la Huetre y Robledo y Carabocino señalaba otro foco endémico.

Por los altos del camino suena una campana. Su voz vibra. Donde la carretera se curva y parece tocar a la ladera de enfrente, se yergue la casa de las monjas. El edificio tiene un mirador y en él hay una monja con los brazos cruzados. El tañer de la campana se pierde. En lo alto de un risco hay una imagen blanca que mira para Martilandrán.

VIII

F

 

ragosa está cerca. La alquería de Fragosa habrá tomado su nombre del lugar en que se asienta, áspero, fragoso.

Apenas hay cultivos, apenas viste verde sobre estas tierras antiguas. Es toda la antigüedad de la tierra antes de los hombres. Las Hurdes primarias, cambrianas. Son los montes de la Corredera, la Labiada y Roblerredando.

Los viajeros están un rato parados, mirando las vaguadas, las secas torrenteras, las encaramaduras, las trochas que se pierden entre las cretas plomizas. Se acercan al pueblo.

Por las callejas los viajeros caminan con los brazos en cruz, apoyándose en las apizarradas techumbres. Van buscando la taberna, pues para ellos ha llegado la hora de comer.

_Esa casa es la taberna _les dicen.

Dos mujeres, vieja y joven, limpian la cosecha de habichuelas. Desgranan las vainas amarillas. Un enjambre de avispas revolotea por encima de sus cabezas.

La joven deja su trabajo para abrir el portillo de la taberna. El portillo de madera no tendrá más de setenta centímetros de altura. La muchacha, y los viajeros tras ella, entran a gatas en la taberna.

La habitación es estrecha, oscura, con el techo tan bajo que no puede permanecerse en pie. Solo entra luz por el portillo y por una tronera abierta en la pared. La chica y los hombres permanecen encorvados, casi en cuclillas.

Antonio y Armando se sientan en un banco que está adosado a la pared. El banco lo forma una lámina de pizarra que descansa sobre tres cubos de piedra toscamente labrados. Las paredes sin revocar son un amasijo de cantos y barro. El suelo, una plataforma de piedra; pues la casa se asienta sobre un canchal. La plataforma está horadada por tres agujeros, comunicados entre sí por una falla del terreno. Por el canal discurre agua, y en los agujeros se refrescan unas vasijas llenas de vino. En un rincón se amontonan unas ramas de brezo. La muchacha, encorvada, mira a los viajeros.

_Pónganos un poco de vino.

Se arrodilla y coge una lata del suelo. Mete la lata en una de las vasijas y llena dos cuencos de barro. El vino tinto, de Salamanca, parece más oscuro, casi negro.

_¿Tienen pan?

_No, señor.

_¿Carne?

La joven sonríe.

_No, señor.

_¿Huevos?

_No, señor.

_¿En Fragosa no hay nada para comer? _dice Armando.

_Hay un poquino para los del pueblo.

Antonio abre una lata de sardinas y otra de mermelada. Comen con apetito pues la caminata ha sido larga. El pan de Nuñomoral se ha puesto algo correoso.

_Parece una madriguera de topos _señala Armando a la reducida habitación.

Por el portillo asoma la cabeza de la mujer vieja. Mira con curiosidad a los viajeros y luego dice a la muchacha:

_Si has terminado, sal.

Sale a gatas, enseña las piernas. El cuadradito de luz se recorta a ras del suelo. Hay un olor a humedad, a moho.

Los viajeros también salen, a gatas, detrás de la muchacha. Cruzan deprisa las callujas de la alquería. Hay una sola edificación moderna, la Escuela. Un edificio chiquito, blanco. Los viajeros se vuelven varias veces para mirarlo, perdido entre las casas negras.

Armando piensa en las tardes del invierno hurdano, cuando quizá, a la luz de los candiles, un hombre lea en voz alta y unos niños escriban torpemente en una hoja blanca de papel.

_Me hubiera gustado conocer al maestro _dice.

_Hace falta tener mucho amor a los hombres para vivir y enseñar aquí.

Los viajeros van más deprisa, como si les urgiera algo, carretera adelante, hasta que esta se pierde en una explanada cubierta de guijarros. La carretera choca contra una pared rocosa. La carretera no llega a El Gasco.

Los viajeros consultan el mapa. Hay un camino pedregoso, una derechera difícil de seguir por la que los viajeros se adentran monte arriba.

PULSA AQUÍ PARA LEER TEXTOS DE VIAJES Y COSTUMBRES

ir al índice

 

IR AL ÍNDICE GENERAL